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Title: La América
Author: Lastarria, José Victorino
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La América" ***


                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


En la versión de texto sin formatear, el texto en cursiva está
encerrado entre guiones bajos (_cursiva_), el texto en negritas
está representado por =negritas= y las versalitas se representan en
mayúsculas como en VERSALITAS.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está
en mayúsculas.

La cubierta del libro fue agregada por el transcriptor y ha sido añadida
al dominio público.

El Índice ha sido reposicionado al principio de la obra.

Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores
tipográficos y de ortografía.


                   *       *       *       *       *

                           EDITORIAL-AMÉRICA
                      =Director: R. BLANCO-FOMBONA=


   PUBLICACIONES:

                                   I
                 Biblioteca Andrés Bello (literatura).

                                  II
                    Biblioteca Ayacucho (historia).

                                  III
             Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales.

                                  IV
             Biblioteca de la Juventud Hispano-americana.

                                   V
                      Biblioteca de obras varias.

     _De venta en todas las buenas librerías de España y América._

       Imprenta de Juan Pueyo, Luna, 29, teléf. 14-30.--Madrid.


                              LA AMÉRICA

                 =Publicaciones de la EDITORIAL AMÉRICA=


              BIBLIOTECA DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES

            Obras de los más ilustres prosistas americanos.

                           SE HAN PUBLICADO:

  I.--ORESTES FERRARA: _La guerra europea. Causas y pretextos._
  Profesor de Derecho Público en la Universidad de la Habana.
  --Precio: 3,50 pesetas.

  II.--ALEJANDRO ÁLVAREZ: _La diplomacia de Chile durante la
    emancipación y la sociedad internacional americana_.
  Consultor del ministerio (chileno) de Relaciones Exteriores.
  --Precio: 3,50 ptas.


  III.--JULIO C. SALAS: _Etnología é Historia de Tierra-Firme.
    (Venezuela y Colombia)._
  Profesor de Sociología en la Universidad de Mérida (Venezuela).
  --Precio: 4 pesetas.

  IV.--CARLOS PEREYRA: _El Mito de Monroe_.
  Profesor de Sociología en la Universidad de Méjico y Miembro del
    Tribunal Permanente de Arbitraje, de La Haya.
  --Precio: 4,50 ptas.

  V.--JOSÉ DE LA VEGA: _La Federación en Colombia_.
  Miembro del Centro de Historia, de Cartagena Colombia.
  --Precio: 3,50 pesetas.

  VI.--M. DE OLIVEIRA LIMA: _La Evolución histórica de
    la América latina_.
  De la Academia brasilera.
  --Precio: 3,50 pesetas.

  VII.--ÁNGEL CÉSAR RIVAS: _Ensayos de historia política y diplomática_.
  De la Academia de la Historia, de Venezuela.
  --Precio: 4 pesetas.

  VIII.--JOSÉ GIL FORTOUL: _El hombre y la historia.
    (Ensayo de Sociología venezolana)._
  De la Academia de la Historia de Venezuela.
  --Precio: 3 ptas.

  IX.--JOSÉ M. RAMOS MEJÍA: _Rosas y el Doctor Francia.
    (Estudios psiquiátricos)._
  Presidente del Consejo Nacional de Educación en la República Argentina.
  --Precio: 3,50 pesetas.

  X.--PEDRO M. ARCAYA: _Estudios de sociología venezolana_.
  Miembro de la Academia de la Historia de Venezuela y Ministro
    de Relaciones Interiores.
  --Precio: 4 pesetas.

  XI-XII.--J. D. MONSALVE: _El ideal político del libertador
    Simón Bolívar_.
  Miembro de número de la Academia de Historia de Colombia.
  Dos gruesos vols. á 4,75 cada uno.

  XIII.--FERNANDO ORTIZ: _Los negros brujos.
    (Apuntes para un estudio de Etnología criminal)._
  Profesor de Derecho Público en la Universidad de la Habana.
  --Precio: 4,50 pesetas.

  XIV.--JOSÉ NICOLÁS MATIENZO. _El gobierno representativo federal
      en la República Argentina_.
  Profesor en las Universidades de Buenos Aires y la Plata.
  --Precio: 5 pesetas.

  XV.--EUGENIO MARÍA DE HOSTOS: _Moral Social_.
  Profesor de Sociología en la República Dominicana y de Derecho
    Constitucional en la Universidad de Santiago de Chile.
  --Precio: 4 pesetas.


          DE VENTA EN TODAS LAS LIBRERÍAS DE ESPAÑA Y AMÉRICA


              BIBLIOTECA DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES

                            J. V. LASTARRIA

      ENVIADO EXTRAORDINARIO Y MINISTRO PLENIPOTENCIARIO DE CHILE
             EN LAS REPÚBLICAS DEL PLATA Y EN BRASIL, ETC.



                             =LA AMÉRICA=
                                TOMO I


                           EDITORIAL AMÉRICA
                                MADRID

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                     SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LIBRERÍA

                              FERRAZ, 25



                              ADVERTENCIA


_El chileno J. Victorino Lastarria es uno de los publicistas más
eminentes que produjo la América en la primera mitad del siglo XIX._

_Pronto va á celebrar Chile el primer centenario del nacimiento de
Lastarria. Con este motivo el nombre del publicista se ha puesto á la
orden del día y las nuevas generaciones solicitan sus obras. Entre
estas obras ocupa lugar prominente la titulada_ La América, _que se
publica por primera vez después de 1867. En este libro, obra de un
alto espíritu, de un conocimiento profundo de los problemas sociales y
políticos de América y de un afecto apasionado al continente boliviano,
Lastarria dejó algunas de las mejores páginas que se han escrito
sobre la América de entonces. Es imposible estudiar la evolución de
las repúblicas hispano-portuguesas del Nuevo Mundo sin conocer la
obra de Lastarria. Como el tiempo no ha pasado en balde, como todas
las repúblicas han crecido y progresado rápidamente, muchas de las
observaciones de Lastarria han perdido su fuerza primitiva; pero queda
en la obra, perenne, lo esencial de ella._

_Las nuevas generaciones del Nuevo Mundo encontrarán en_ La América,
_de Lastarria, una de las columnas de fuego que necesitan_.


                                                LOS EDITORES.



                                ÍNDICE

                                                                _Página_

   ADVERTENCIA                                                      5


                            PRIMERA PARTE
                          AMÉRICA Y EUROPA

     I.--Errores de la Europa respecto á la América                 9

    II.--Acción de esos errores durante la guerra civil
         de Estados Unidos                                         21

   III.--Influencia de esos errores en los liberales europeos      33

    IV.--Ignorancia de la Europa en materias de
         gobierno republicano                                      37

     V.--Estado de la ciencia política en Europa: teoría
         de G. Humboldt                                            47

    VI.--Continuación: Teoría de Mill                              51

   VII.--Continuación: Teoría de Eotvos                            70

  VIII.--Continuación: Jules Simón; Estado de la libertad en
         Francia, en Suiza y en Bélgica; Situación
         política general en Europa                                83

   IX.--Continuación: Escuela americana: Tocqueville              108

    X.--Continuación: Laboulaye; Comparación del Estado
        de la ciencia política en ambos continentes;
        Idea del Estado entre los antiguos y modernos             115

  XI.--Continuación: Historia de la idea de libertad entre
       antiguos y modernos                                        134

  XII.--Continuación: Teoría de Courcelle-Seneuil                 149

 XIII.--Comparación de los principios políticos de
        Europa y América                                          170

  XIV.--Del derecho internacional en América. Doctrina Monroe     179

   XV.--Continuación                                              197

  XVI.--La Europa y la América son en política dos extremos
        opuestos. Unión americana. Doctrina del Brasil y
        del gobierno argentino                                    210



                             PRIMERA PARTE
                           AMÉRICA Y EUROPA



                                   I

La América y la Europa, aunque en general están pobladas de distinta
gente, de condiciones sociales profundamente diversas, tienen, sin
embargo, tradiciones, sentimientos y costumbres procedentes de un
mismo origen, y sobre todo se encaminan á un mismo fin social. Ambos
continentes están al frente de la civilización moderna, y ambos son
enteramente solidarios en la empresa de propagar esa civilización y de
realizarla hasta sus últimos resultados.

La América conoce á la Europa, la estudia sin cesar, la sigue paso
á paso y la imita como á su modelo; pero la Europa no conoce á la
América, y antes bien la desdeña y aparta de ella su vista, como de un
hijo perdido del cual ya no hay esperanzas. Un solo interés europeo,
el interés industrial, es el que presta atención á la América, el que
se toma la pensión de recoger algunos datos estadísticos sobre las
producciones y los consumos del Nuevo Mundo, sobre los puertos, las
plazas comerciales y los centros de población de donde pueda sacar más
provecho.

Pero los agentes de aquel interés, es decir, los mercaderes de
Birmingham, de Manchester y Glasgow, de Hamburgo, del Havre y de
Burdeos, de Cádiz y de Génova, llegan á la América creyendo que arriban
á un país salvaje, y aunque pronto se persuaden de que hay acá pueblos
civilizados, no consienten jamás en creer que los americanos se hallan
á la altura de los europeos, y los suponen colocados en un grado
inferior. El interés industrial domina desde entonces completamente
la vida del europeo en América, y por larga que sea aquí su mansión,
jamás llega á comprender los intereses sociales y políticos del pueblo
en donde hace su negocio, y siempre está dispuesto á servir sólo á
su negocio, poniéndose de parte del que le da seguridad para sus
ganancias, aunque sea á costa de los más sagrados intereses del pueblo
que le compra ó que le vende. He ahí el único lazo que hay entre la
Europa y la América ibera. He ahí el único interés que los gobiernos
europeos amparan y protegen, el único que su diplomacia y sus cañones
han servido hasta ahora, el único que los inspira en sus relaciones con
los gobiernos de la América que ellos llaman bárbaros y salvajes.

De vez en cuando las prensas europeas lanzan á la circulación un
artículo ó un libro sobre alguno de los Estados ibero-americanos;
pero generalmente, aunque esas producciones sean el resultado de un
viaje á la América ó un estudio pagado por un gobierno americano,
ellas están escritas bajo las inspiraciones de un mal espíritu, ó con
tanta superficialidad, que sus datos son engañosos, si no falsos y
contradictorios.

No hay más que abrir un libro de viajes en América, sobre todo si
es escrito en francés, para encontrar harto de que reir, por lo
maravilloso y lo grotesco; y basta leer una relación escrita por orden
y bajo la protección de un gobierno, como las que frecuentemente se
publican sobre el Brasil y la República Argentina, para ver desfigurada
la verdad, en gracia del propósito de convencer á la Europa de que es
bueno lo que no es, ó de que puede hallar un gran negocio que hacer en
estas regiones.

Mas, bien poco deben leerse esos escritos en Europa, cuando la
ignorancia de sus gobiernos, de sus congresos, de sus estadistas y
de sus escritores acerca de la América, brota y rebosa en todas las
ocasiones en que tienen que ocuparse en nuestros negocios y en nuestra
situación. No tenemos necesidad de recorrer la historia ni de acumular
hechos para probarlo: bastan los presentes.

¿Á qué se deben si no las tentativas de la España contra Méjico, contra
Santo Domingo y contra el Perú, que hoy emprende de nuevo, mandando
continuar la guerra en aquella isla, y exigiendo del Perú mucho más que
lo que obtuvo por la Convención de Chinchas de 20 de enero de 1865;
á qué la guerra atentatoria, inmotivada é injustificable que hace á
Chile porque no le da explicaciones de actos lícitos é inofensivos,
que le han sido dadas hasta la saciedad; á qué la invasión de Méjico
por la Francia, con la aquiescencia y aplauso del gobierno inglés, esa
guerra sin ejemplo, porque la historia de la humanidad “no registra una
sola más injustificable por sus causas, más inútil y perniciosa por
su objeto, más ilógica y contradictoria consigo misma, más condenada
por sus propios alegatos y por la opinión universal, más deshonrada en
sus alianzas y en todos sus medios, y quién sabe si más suicida”[1];
á qué, en fin, las tentativas de protectorado de Napoleón III en el
Ecuador y todas las demás empresas políticas ó industriales, públicas ó
privadas que la Europa ha puesto por obra en estos últimos años contra
la independencia de la América ibera, contra su sistema liberal, contra
sus ideas democráticas, contra todos sus progresos en la senda del
derecho?

¿No hemos visto fundarse diarios y escribir libros para propagar la
ridícula teoría de que la _raza latina_ tiene una naturaleza diferente
y condiciones contrarias á las de la _raza germánica_, y que, por
tanto, sus intereses y su ventura la fuerzan á buscar su progreso
bajo el amparo de los gobiernos absolutos, porque el parlamentario no
está á su alcance? ¡Á qué esa mentira! Bien sabemos los americanos
que el principio fundamental de la monarquía europea, la base social,
política, religiosa y moral de la Europa, es un principio _latino_, es
decir, pagano, anticristiano: el principio de la unidad absoluta del
poder, que mata al individuo, aniquilando sus derechos; pero sabemos
también que hoy no existen ni pueden existir ni en Europa ni en América
la raza latina ni la germánica.

La raza latina desapareció ó se modificó y regeneró profundamente desde
que los pueblos de raza germánica conquistaron los dominios romanos, y
mal pueden llamarse _latinos_, después de quince siglos, los franceses
que descienden de los francos, pueblo germánico que pobló las Galias,
que hoy se llaman Francia; ni los españoles que fueron engendrados por
los godos y visigodos, también pueblos germánicos que conquistaron y
poblaron la península. ¿Qué tienen de latinos los alemanes que gimen
bajo el yugo del principio _latino_, que consagra el poder absoluto; ni
qué los descendientes de los lombardos que en Italia combaten por tener
un gobierno que respete el derecho?

Germanas y no latinas son las monarquías europeas del principio
latino ó pagano del absolutismo, y también los pueblos que están de
rodillas delante de ellas, arrastrando una vida prestada en medio de
las tinieblas de la ignorancia, en que la dignidad y los derechos del
individuo han desaparecido.

Lo que se ha querido con aquel absurdo es hacernos _latinos_ en
política, moral y religión, esto es, anular nuestra personalidad, en
favor de la unidad de un poder absoluto que domine nuestra conciencia,
nuestro pensamiento, nuestra voluntad y, con esto, todos los derechos
individuales que conquistamos en nuestra revolución; para eso se ha
inventado la teoría de las razas. Pero tal pretensión sólo prueba
una cosa, y es que la Europa está completamente á obscuras acerca de
nuestros progresos morales é intelectuales; y que así como se engaña
por su ignorancia cuando pretende volvernos al dominio de sus reyes, se
engaña puerilmente cuando aspira también á imbuirnos en sus errores,
en esos absurdos que hacen la fe de sus pueblos.

Un distinguido escritor americano levantó su voz en Europa para
reprocharle esa ignorancia, en palabras tan elocuentes como verdaderas,
que no podemos dejar de repetir para autorizar las nuestras[2]: “Las
repúblicas _colombianas_--dijo--son un verdadero misterio para el mundo
europeo, sobre todo desde el punto de vista político-social. Acaso son
algo peor que un misterio, un monstruo de quince cabezas disformes
y discordantes, sentado sobre los Andes, en medio de dos océanos y
ocupando un vasto continente.

“Á Europa no llega jamás el eco de las nobles palabras que se
pronuncian, la imagen de las bellas figuras que se levantan, ni la
revelación clara de los hechos buenos y fecundos que se producen en
Colombia (América española). ¡No! ¡Lo que llega es el eco estruendoso
y confuso de nuestras tempestades políticas, la fotografía de nuestros
dictadores de cuartel ó de sacristía, las proclamas sanguinarias
ó ridículas de nuestros caudillos de insurrecciones ó reacciones
igualmente desleales! Y como Europa no nos conoce sino en virtud de
esos datos, ella ha llegado á concebir una opinión respecto del mundo
colombiano que, sin exageración, se puede traducir con esta frase:
‘Colombia es el escándalo permanente de la civilización, organizado en
quince repúblicas más ó menos desorganizadas’.

“¡Extrañas aberraciones en que suelen incurrir las sociedades
civilizadas en su manera de estudiar, apreciar y juzgar á las que les
son inferiores! Europa ha tenido gran cuidado de enviar al Nuevo Mundo
muchos hombres de alta capacidad, encargados de estudiar la naturaleza
física de nuestro continente: Humboldt y Bompland (sin contar los
sabios y viajeros del siglo XVIII), Boussignault y Roulin, D’Orbigny y
cien más, han hecho en ese vasto campo estudios y revelaciones de la
más alta importancia.

“El mundo europeo conoce poco más ó menos las cordilleras colosales,
los formidables ríos, las pampas y los páramos, los nevados y volcanes,
los golfos y puertos, la flora y la fauna, la geología y meteorología
del mundo colombiano. Si en sus pormenores curiosos la naturaleza
americana ha sido apenas superficialmente explorada, al menos su
conjunto y sus formas generales y características no son ya un misterio
para las gentes ilustradas de Europa.

“Poco más ó menos, sucede otro tanto en lo económico. Los comerciantes
de Londres y Liverpool, de Hamburgo y Amsterdam, del Havre y Marsella,
de Génova y Trieste, de Barcelona y Cádiz saben que pueden obtener
plata y cochinilla en Méjico, añil y café en Centro-América, oro,
tabaco, maderas de tinte en Nueva Granada, café y cacao en Venezuela,
sombreros de paja y cacao en Guayaquil, guano y plata en el Perú,
cobre en Chile, quina y plata en Bolivia, cueros en Buenos Aires y
Montevideo, etc.

“Y esos mismos comerciantes de Europa saben también á cuáles de
nuestros mercados pueden enviar sus telas de algodón y lana, de
lino y seda, sus vinos y otros líquidos, sus metales y artículos de
quincallería y mil otros productos de las manufacturas europeas.

“¿Qué más? ¿Sabe Europa alguna otra cosa del continente, del mundo de
Colón? No, ¿para qué? ¿Le importa saber algo más? Parece que no, si
juzgamos por los hechos. Las sociedades europeas saben que tenemos
volcanes, terremotos, indios salvajes, caimanes, ríos inmensos,
estupendas montañas, mosquitos, calor y fiebres en las costas y los
valles húmedos, boas y mil clases de serpientes, negros y mestizos
y una insurrección ó reacción mañana y tarde. Saben también que
producimos oro y plata, quinas y tabaco y mil otros artículos de
comercio.

“Eso es todo. Pero, ¿conocen acaso nuestra historia colonial, la índole
de nuestras revoluciones, los tipos de nuestras razas y castas, la
estructura de nuestras instituciones, el genio de nuestras costumbres,
las influencias que nos rodean, las condiciones del trato internacional
que se nos da, las tendencias que nos animan y el carácter de nuestra
literatura, nuestro periodismo y nuestras relaciones íntimas? No, nada
de eso.

“¡El mundo europeo ha puesto más interés en estudiar nuestros volcanes
que nuestras sociedades, conoce mejor nuestros insectos que nuestra
literatura, más los caimanes de nuestros ríos que los actos de nuestros
hombres de Estado, y tiene mucha mayor erudición respecto del corte de
las quinas y el modo de salar los cueros de Buenos Aires que respecto
de la vitalidad de nuestra democracia infantil!

“El contraste es bien triste y humillante, y por cierto que lo es más
para las sociedades europeas que para las hispano americanas. Podríamos
citar cien nombres de naturalistas que han ido á estudiar y explorar
á fondo en el presente siglo la _naturaleza_ hispano-colombiana. No
tenemos noticias de uno solo (después del admirable Humboldt, hombre de
genio universal) que haya ido á estudiar detenidamente la _sociedad_.
Molien, que no hizo en Colombia _estudios_, sino colecciones de
consejos ridículas, no escribió sino puerilidades y absurdos.

“La mayor parte de los viajeros, ó visitando apenas las costas, ó
deteniéndose durante pocos días en algunas ciudades, ó tratando sólo
con las clases inferiores de la sociedad, no han venido á propagar en
Europa sino errores, nociones truncas y exageradas ó extravagancias,
de que se ríen los lectores en Colombia. El hecho es que en Europa se
ignoran _profundamente_ las condiciones sociales, políticas, históricas
de los pueblos hispano-colombianos...[3].

“Por otra parte, y esto es más importante todavía, los europeos se
han equivocado deplorablemente en sus previsiones y apreciaciones
respecto de la revolución colombiana de 1810. Ó la han temido ó la
han despreciado sin fundamento. Unos, desconociendo las leyes que
presiden á la _aclimatación_ de los gobiernos y las instituciones, han
creído que la democracia colombiana, al consolidarse y perfeccionarse
desarrollando grandes progresos, podía tarde ó temprano hacer irrupción
en Europa y destruir, ó, por lo menos, socavar profundamente, los
tronos y las aristocracias é instituciones europeas. De ahí la guerra
llena de antipatías, desdenes y ultrajes que algunos gobiernos le han
declarado desde 1810 á la democracia colombiana, como si no hubiese
entre las condiciones sociales de los dos mundos una distancia mayor
aún que la que establece el océano entre la naturaleza de los dos
continentes.

“Otros no le han tenido miedo á la democracia hispano colombiana, sino
que (y éstos forman la mayoría) la han desconocido de tal modo, que la
han despreciado, desdeñando creer en su vitalidad irrevocable, lógica,
fatal como una necesidad para el equilibrio de la civilización y del
mundo político y económico; democracia fecunda, dígase aquí (en Europa)
lo que se quiera, que no podrá desaparecer sino con la ruina total de
las sociedades colombianas.

“Los que han desdeñado nuestra democracia han sido cortos de vista,
pero lógicos. Al ver que la revolución de 1810 fué un movimiento
súbito, inexplicable y sin causas en apariencia, y al considerar la
esterilidad de las revoluciones democráticas en Europa (esterilidad
falsa que estamos muy lejos de reconocer), han creído que en Colombia
todo era transitorio y subalterno, que allí sólo se trataba de un
cambio de decoraciones: presidentes en lugar de virreyes, congresos en
vez de audiencias, la dictadura de muchos en reemplazo de la dictadura
única del monarca de España.

“Han creído que en esta nueva situación no asomaba una _idea_, sino
apenas un _hecho_; que la revolución no era profundamente _social_,
sino meramente _política_; la civilización no tenía interés en respetar
esa situación y apoyarla, ó, por lo menos, en dejarla desarrollarse
libremente y aceptarla como el punto de partida de una grande y
saludable transformación; han creído, en fin, que esa revolución
republicana podía con el tiempo producir, ó la monarquía constitucional
entre nosotros, que fortificase las tradiciones europeas, ó una
disociación que, haciendo necesaria la intervención de Europa, se
prestase á la explotación y á la partija en beneficio de los fuertes,
que tanto le habían codiciado á España su dominación en el Nuevo Mundo.

“Ese error capital en la manera de apreciar la transformación de
Colombia ha hecho á los europeos hostiles respecto de nuestras
sociedades. Y esa hostilidad no ha consistido sólo en suscitarnos
conflictos y embarazos, y en infligirnos humillaciones numerosas por
cuestiones ridículas. Han hecho algo peor que eso: nos han desdeñado,
prescindiendo del deber de estudiarnos, despreciando nuestros propios
esfuerzos por hacernos conocer, y perdiendo un tiempo precioso para la
civilización”.


                              NOTAS:

[1] _Cuestión de Méjico._--Cartas de D. J. R. Pacheco al ministro de
Negocios Extranjeros de Napoleón III.--New York, 1862.

[2] En el _Español de ambos mundos_ y en el precioso libro titulado
_Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de
las repúblicas colombianas_, París, 1861, nuestro amigo J. M. Samper
repitió el pasaje preinserto. Samper llama _Colombia_ á la parte del
Nuevo Mundo que se extiende desde el Cabo de Hornos hasta la frontera
septentrional de Méjico, y _América_ lo demás del continente.

[3] Esto es tan cierto, que se puede asegurar que las obras más
recomendables que se han publicado en Europa durante los últimos
años sobre América, lo son por las nociones de Geografía física y
de Estadística comercial que contienen, mas no por el modo como han
presentado á la sociedad. El Brasil y las repúblicas del Plata han sido
con preferencia el objeto de esos libros; pero si no son éstos una
apoteosis mentirosa, como _L’empire du Brésil_, del conde de la Hure,
son compuestos bajo las inspiraciones de un espíritu tan estrecho, ó
son tan incompletos en sus apreciaciones históricas y políticas, que es
imposible que los lectores europeos puedan sacar de ellos otro provecho
que el saber si les conviene ó no emigrar para el Plata en busca
de fortuna. Las condiciones sociales, políticas é históricas de la
sociedad americana quedarán siempre ignoradas, á pesar de esos libros.



                                  II


¡Para qué enumerar en comprobación de estas verdades los numerosos
hechos que están en la memoria de todos los americanos, y que sólo
olvidan los que creen que la Europa haría una excepción á su ignorancia
y á sus preocupaciones anti-americanas en favor de los que se le
manifestaran sumisos!

Esa ignorancia y esas preocupaciones jamás se han manifestado más
arrogantes y más invasoras que en la época presente, ahora en los
momentos de la gigantesca lucha que acaba de terminar en los Estados
Unidos del Norte. Dejemos á un testigo presencial trazar el cuadro de
la actitud de los europeos en aquella situación. J. Debrin escribía
desde Nueva York en agosto de 1863 lo siguiente:

“La propaganda europea ha encontrado tantos y tan serviles criados,
dispuestos á desfigurar la verdad en el continente americano con
respecto á la gran revolución de los Estados Unidos de América, y tal
ha sido el constante empeño de esos asalariados de los monarcas y del
clero de Europa en difundir apreciaciones erróneas, y relaciones
impudentemente mentirosas, sobre la marcha política y social y sobre
los acontecimientos de la guerra de este país, que en verdad se
necesita mucho celo y mucho talento, por parte de un corresponsal que
quiere ser veraz, imparcial y concienzudo, para merecer crédito de los
mal informados pueblos de la América del Sur.

“Europa--ó cuando menos las potencias occidentales europeas,
Inglaterra, Francia y España, de mancomún con el obscurantismo
teocrático del clero archipapista--, en una palabra, la Europa
retrógrada, la Europa aristocrática y monárquica, la Europa
esencialmente antiliberal, ha comprendido desde hace muchos años que
contra la perpetuación de su predominio se había levantado en el
continente de América un poderoso enemigo.

“El republicanismo americano ha sido durante muchos años la perenne
pesadilla de los reyes, de los magnates oligarcas, y de la frailesca
hueste esclava de la ambiciosa, hipócrita, despótica, anticivilizadora,
absurda é imposible corte romana.

“Pero el republicanismo americano sólo era temible á los ojos de la
Europa retrógrada, en cuanto podía presentarse grande, glorioso,
fuerte, y por lo mismo, seductor.

“Por el contrario, el republicanismo de los pueblos de este continente
que se mantuviesen débiles, poco populosos, tardíos en el progreso
material, vacilantes en su marcha política, trabajados por discordias
intestinas amenazados en su prosperidad por ambiciones personales,
con preocupaciones sembradas en las masas por un clero ignorante
y ávido de riqueza y predominio, con un mero simulacro de marina
mercante, sin sombra siquiera de marina de guerra, con insignificantes
relaciones comerciales, sin caminos de hierro, sin navegación fluvial,
sin telégrafos y casi sin medios de recíproca comunicación, ese
republicanismo poco asustaba á la gran facción antiliberal europea.

“En el último tercio del siglo XVIII, Washington _el Bueno_ comenzó una
revolución, cuyo complemento se halla hoy encomendado á Lincoln _el
Honesto_.

“Esa revolución dió por primeros frutos la independencia y la libertad
de gran parte de la América Septentrional--la emancipación del pueblo
francés en 1797--, la difusión de las ideas liberales, así en el
continente europeo como en todo el americano--el desprestigio de la
ridícula teoría del derecho político divino--la civilización propagada
por la revolución francesa--y finalmente la independencia y libertad
de los más de los pueblos de la América del Sur y de todos los de la
América Central.

“Merced á aquella gloriosa revolución, la democracia y la República
echaron hondas raíces en el suelo americano.

“Erigióse triunfante, bella, colosal, la República de los Estados
Unidos de América; y muy pronto desde Río Grande hasta el San Lorenzo
floreció una nación independiente, pujante, vigorosa y cada día, cada
hora creciente, en la cual el gobierno popular, libre, antimonárquico,
antiteocrático, demócrata-republicano, presentó un admirable y seductor
ejemplo de la prosperidad que pueden prometerse los pueblos que saben
sacudir la opresión de los reyes, la dominación teocrática y el roedor
despotismo oligárquico.

“Los Estados Unidos de América vinieron á ser el modelo de las
repúblicas. Adolecían todavía de defectos debidos á la conservación
de antiguos vicios, imposibles de desarraigar en un día ni en un año.
La revolución no se había consumado; pero su fruto, la República hija
de la revolución, llevaba en sí el germen de su propio desarrollo
y la savia que, tarde ó temprano, había de operar naturalmente
su mejoramiento y completar de suyo y por infalible necesidad su
perfección.

“No pudo faltar un Washington para su principio y fundamento. No había
de faltar, un día ú otro, un Lincoln, para su consolidación y completo
remate.

“Washington llevó á cabo su tarea de creación. Lincoln llevará á
cabo la suya de perfección. Ambas requerían patriotismo, espíritu
de libertad y hombría de bien á toda prueba. La Providencia, que
había decretado el establecimiento y la perfección del gobierno
libre republicano en el suelo privilegiado de América, se hubo de
crear los instrumentos para aquella obra revolucionaria: Jorge
Washington--Jorge el Bueno--fué encargado de echar sus cimientos.
Abraham Lincoln--Abraham el Honesto--tiene la gloriosa misión de
completar la cúspide del gran monumento de la libertad moderna.

“En este monumento ha tenido fija la vista, por espacio de más de medio
siglo, la Europa retrógrada.

“La pujanza y el engrandecimiento de la República democrática de los
Estados Unidos han sido un mentís continuo á los asertos con que los
monarcas de derecho divino pretendían presentar como imposible en la
práctica el gobierno de los pueblos.

“La constante manía de la Europa retrógrada ha sido, durante cincuenta
años, la destrucción de la República de los Estados Unidos de América.

“Por esto no ha cesado un punto de calumniar. Por esto ha tratado por
todos los medios posibles--sin desechar los más bajos y deshonrosos--de
desvirtuar su prestigio. Por esto su principal mira ha sido la de
presentar odioso á los pueblos de la América del Sur y de la América
Central el gobierno de los Estados Unidos.

“Por esto ha patrocinado y pagado en este país varios periódicos y un
enjambre de mercenarios corresponsales, cuya misión exclusiva ha sido
la de desfigurar la verdad, y la de inventar hechos y anécdotas, cuya
lectura pudiese hacer concebir á los pueblos de las demás repúblicas
de este Continente la idea de que el pueblo de los Estados Unidos era
un pueblo de salvajes, sin virtudes cívicas, sin maneras sociales, sin
conciencia moral, sin base alguna de vida estable, ni de prolongada
existencia posible como nación.

“Temerosos los gobiernos de la Europa monárquica occidental de que la
grandeza de los Estados Unidos pudiese alentar á las demás repúblicas
americanas en su propósito de no dejarse subyugar otra vez por sus
antiguos colonizadores, y, por otra parte, ávidos de restablecer en
todas ellas su antiguo y ominoso coloniaje, han tratado de erigir una
valla entre la gran República, ya próspera y potente, y las demás que,
comparativamente hablando, son aún débiles, ó, por lo menos, no han
tenido bastantes años de existencia para robustecerse y desafiar con
sus solas fuerzas la ambición del filibusterismo británico, francés y
español.

“Fenómeno digno de observación es el que han presentado en el último
medio siglo aquellas tres potencias, ambicionando un mismo objeto,
cada una para su propio provecho, con exclusión de las demás, y, sin
embargo, de perfecto acuerdo en el empleo de los medios que para su
objeto adoptaban.

“Inglaterra, Francia y España han estado deseando sin cesar la
reconquista de la América Central y Meridional. Ninguna de ellas
la quería sino para sí. Todas ellas habían de ver con disgusto las
conquistas que las otras hiciesen en este continente. Pero, con la
esperanza de coger para sí el fruto cuando estuviese maduro, todas han
trabajado de mancomún para madurarlo.

“Así es como los intereses políticos de aquellas tres naciones (entre
sí diametralmente opuestos) se han convertido en interés común, cuando
se ha querido facilitar el robo de los pueblos americanos.

“El interés teocrático ha agregado á la maquinación de aquellas tres
coronas el auxiliar poderosísimo del papismo y de la retrógrada
ambición clerical.

“Y, ¡cosa extraña!, hemos visto en los últimos veinte años á Pío IX--el
papa (masculino) de los católicos romanos--y á la reina Victoria--la
papa (femenina) de los protestantes anglicanos--darse la mano, á pesar
de su antipodismo espiritual, cuando se ha tratado de vilipendiar la
República de los Estados Unidos y de preparar en la América del Sur
terreno para la reconquista europea y para la muerte de la libertad
democrática.

“La papa anglicana ha mantenido á sus satélites diseminados por toda
la América Central y Meridional, sin otra misión que la de sembrar
calumnias contra los Estados Unidos y presentar odioso el nombre de
_yankee_. El clero del papa romano ha sido igualmente celoso en la
misma misión.

“Supongo--aunque no me consta--que habrá algunas honrosas excepciones
de respetables eclesiásticos amigos de la justicia[4]; pues es un hecho
innegable que la _generalidad_ del clero católico en las repúblicas
meridionales de América se ha mostrado incansable en denigrar á los
Estados Unidos y en presentar á los ‘americanos del Norte’ como
herejes, enemigos de Dios y combustible infalible para el fuego en que
han de arder eternamente los que no creen ó no observan lo que nos
manda la Santa Madre Iglesia.

“En eso de crear un odio profundo contra los _yankees_ en las masas
del pueblo americano meridional han estado de plenísimo acuerdo
el papa que se llama ‘ortodoxo’ en Roma y la _papa_ que se llama
‘ortodoxa’ en Inglaterra. Ante este común propósito ha desaparecido su
irreconciliable antagonismo.

“En los antagonismos políticos entre Inglaterra, Francia y España se ha
hecho notar la misma desaparición fenomenal cuando se ha tratado de
lanzar de común acuerdo un anatema contra los Estados Unidos.

“Francia y la Gran Bretaña se detestan _cordialmente_.

“España aborrece de muerte á Inglaterra. Inglaterra mira con el más
altanero menosprecio á España. La escarnece desde Gibraltar. La insidia
desde Portugal. La envidia en Cuba. La mortifica en su trata africana.
Las dos naciones se abominan recíprocamente.

“Entre la Corte de Versalles y la de El Escorial existe el mismo afecto
_sincero_ que ha existido siempre desde Francisco I y Carlos V. Una
corte que ambiciona y ejerce la tutela y otra que por temor se somete
á su dictado no pueden mantener entre sí más afectos que los que
engendran por una parte el desprecio y por otra el odio, la humillación
y el deseo de venganza.

“En el Estrecho de Gibraltar las tres naciones (desde Gibraltar,
desde Ceuta y desde Argel) se contemplan una á otra con el odio más
_sincero_, y todas ellas están acechando el momento de la decadencia
de sus rivales para poder exclamar con vengativo júbilo: ‘¡Por fin el
Mediterráneo es mío!’.

“Y casi en todos los demás ángulos del mundo hay algún punto en que
Francia é Inglaterra se odian como rivales.

“Ni pueden perdonar á España su antigua gloria en el continente
americano, por lo cual vieran ambas con disgusto que en él volviese
á sentar la planta la que una vez fué de él arrojada con merecida
ignominia.

“Las tres codician colonias en América; pero las codician para sí. No
las quieren para sus dos rivales.

“Se detestan en la Europa Occidental; pero no se odian menos
cordialmente en la América del Mediodía.

“Á más de los aquí citados, tienen cien y cien otros motivos de
inveterado y esencial antagonismo. Sin embargo, aunque su política
trasatlántica se propone un objeto final tan distinto para cada una de
ellas, admirable es la armonía que ha reinado entre las tres durante
veincinco ó treinta años, cuando se ha tratado de calumniar á los
Estados Unidos ante los pueblos de las otras repúblicas de América.

“La propaganda española y francesa contra todo lo que es _yankee_,
en el continente meridional americano no ha sido menos activa, menos
celosa que la propaganda británica y la propaganda clerical.

“Los emisarios de la reina Victoria y de lord Derby; los emisarios de
Napoleón III y de Drouyn de Lhuys; los emisarios de Isabel II y de
Concha, y los clérigos de Pío IX y de Antonelli, todos ellos movidos
por distinto objeto final, han adoptado un medio idéntico, y con
idéntico celo han trabajado en él.

“Este medio ha sido engañar á los pueblos meridionales de este
continente, haciéndoles creer que la República de los Estados Unidos
tenía infaliblemente que desmoronarse y reducirse á la impotencia; que
su gobierno era una utopía imposible, y que su pueblo era un pueblo
vándalo, sin ley y sin Dios, desprovisto de toda civilización, inmoral,
ateo, salvaje, ominoso, aborrecible.

“Esta obra de falsedad no ha sido tarea de un día. Hace veinticinco
años que se fundó en Nueva York el _Courrier des Etats Unis_; hace
quince años que existe la _Crónica de Nueva York_. No menos fecha
cuentan el _Correo de Ultramar_ y el _Eco Hispano-Americano_. Durante
diez y seis años continuos el _Diario de la Marina_, de la Habana, ha
dedicado con incansable perseverancia cuatro ó cinco columnas cada
veinticuatro horas á la inserción de artículos de fondo ó de cartas
de sus corresponsales de Nueva York, en que á más de los defectos
reales de los Estados Unidos se han inventado embustes sin cuento,
para poner injustamente en ridículo sus _pretendidas_ costumbres,
sus _pretendidas_ leyes, su _pretendida_ política y su _pretendida_
historia.

“Los falsos asertos de todos esos periódicos y corresponsales, devotos
á la oposición sistemática de cuanto es ‘americano’, y desnudos de toda
conciencia siempre que se ofrece oportunidad de propalar calumnias
contra la República de los Estados Unidos, se han diseminado con
pródiga asiduidad por todas las demás repúblicas del Continente, todo
con el _santo_ objeto de que éstas concibiesen odiosidad contra la
mayor de sus hermanas, y lejos de confiar en ella para ayuda y de
imitarla como modelo, se enemistasen con su gobierno, despreciasen
á su pueblo, y antes que apelar para consejo ó para socorro á los
Estados Unidos, se entregasen ciegamente á la tutela y dirección de los
_desinteresados_ ministros y de los cónsules _inmaculados_ de España,
de Francia y de la Gran Bretaña.

“Asombra la perseverancia con que, durante una larga serie de años,
esa propaganda antiamericana ha persistido en su obra de imprudente
falsedad.

“¡Cuán eterno fué el clamor contra los Estados Unidos porque, según
pretendían la _Crónica_ y los corresponsales del _Diario de la
Marina_, esta República quería apropiarse la de Santo Domingo!...
Y, sin embargo, hoy no existe república en Santo Domingo. España ha
comprado al traidor Pedro Santana; y con la ayuda de aquel renegado
ha representado una farsa ridícula, cuyo desenlace ha sido el robo de
aquel país para la _virtuosa_ corona de España.

“¡Cuántas columnas de infamias y de diatribas contra los Estados Unidos
no ha publicado por años enteros el abyecto y bajo todos conceptos
despreciable _Courrier des Etats Unis_, porque, según él falsamente
pretendía, el gobierno de Washington atentaba contra la independencia
de la República de Méjico!... Y, sin embargo, hoy no existe ya la
_República_ en Méjico. Invadió villanamente su territorio una triple
horda filibustera, que no se avergonzaron de acaudillar la reina de
Inglaterra, el emperador de Francia, la reina de España y el clero del
Papa romano.

“Los ingleses y los españoles echaron pronto de ver que sólo trabajaban
para el clero y para Napoleón. Retiráronse, no por justicia ni por
vergüenza, sino por miedo y por conveniencia, y Napoleón y el clero,
apelando á la más ignominiosa farsa que jamás la hipocresía y el
latrocinio hayan presentado en su historia antigua ó moderna, han
quitado á Méjico su nacionalidad, han degollado allí la República y han
convertido aquel país libre, soberano é independiente en una colonia de
Francia.

“En Guatemala las intrigas del filibusterismo europeo están trabajando
para hacer de toda la América Central, mediante la estólida ambición
del ignorantísimo y fatuo Carrera, una colonia europea.

“El Ecuador está ya vendido por un traidor innoble al monarca de
Francia, y sólo falta que Napoleón III diga que ‘ha llegado ya la
hora’, para que desaparezca de aquel suelo la República, y la traición
y las bayonetas extranjeras impongan en él el coloniaje francés”.

                   *       *       *       *       *

“Ni se crean seguras, por más ricas, más prósperas y más unidas las
Repúblicas Argentina, Chilena y Peruana. Son _repúblicas_, y esto
basta para que su muerte esté decretada por la Europa retrógrada
monárquico-clerical. Son países de América, y esto basta para que los
monarcas occidentales europeos las consideren como colonias _suyas_,
como _patrimonio_ de sus coronas, como sus _esclavas_ por derecho
divino.

“¡Hasta cuándo se obstinarán en cerrar los ojos á la luz de los hechos
los pueblos libres de la América meridional!”...


                              NOTAS:

[4] La única que se ha presentado es la del clero de Chile, que
sabiendo que en España se contaba con su opinión, suponiéndolo
monarquista, aprovechó la ocasión de la ocupación de las Chinchas para
hacer alta profesión de su amor á la República y de su americanismo.



                                  III


Con todo, no solamente los retrógrados, sino aun los que se precian de
liberales en Europa, son también víctimas de una repugnante ignorancia
acerca de nuestra situación. No extraña ver á los senadores del Imperio
atribuir á Napoleón III el pensamiento de un Congreso americano, que
nació aquí con nuestra revolución; lo extraño es oir en el seno de ese
mismo Parlamento de Napoleón á M. Thiers tronar contra la perpetua
anarquía en que vive la América y hablar de nuestras revoluciones como
un mercader que se sintiera contrariado en sus especulaciones, sin
comprender el origen ni los fines de los movimientos políticos que
produce la regeneración de nuestro Continente.

Lo extraño es oir á Palmerston, el liberal por excelencia, el ministro
que tiene por principio adelantarse á las reformas, y oir á Russell y
demás estadistas ingleses cuando tratan de justificar su adhesión á las
pretensiones filibusteras de la Francia en Méjico, ó cuando tratan
de sostener á cañonazos una reclamación injusta en América, como la
de Whitehead en Chile; y leer su prensa cuando trata de juzgar á las
repúblicas americanas. Lo extraño, en fin, es ver la prensa liberal
española cuando toma á su cargo las cuestiones americanas, sosteniendo
que la España no puede ser potencia de primer orden en Europa, ni
ponerse al nivel de la Gran Bretaña y de la Francia en América si no se
hace respetar con sus cañones, si no intimida á las repúblicas del Perú
y Chile, que han necesitado ser calumniadas para ser acusadas de dar
á los españoles un trato que, si bien lo merecían, no se les ha dado
jamás.

Los liberales franceses nos calumnian porque no nos estudian ni
comprenden, ó, más que todo, porque ellos mismos no tienen ideas
exactas del sistema liberal, preocupados como están por los principios
monárquicos que han profesado ó que pretenden asociar con la libertad.

Más tarde demostraremos este hecho, cuya enunciación parecerá temeraria
á los que se imaginan que los sabios franceses ven claro en materia de
libertad.

Los liberales ingleses, sin embargo de que son los únicos que
comprenden que la libertad no es otra cosa que el uso de los derechos
individuales que les asegura la Magna Carta, no conciben que éstos
puedan coexistir sino con la monarquía aristocrática que se los ha
concedido, y que aman por tradición y por costumbre, con la pasión que
el poder del hábito inspira á los ingleses, y nos calumnian porque esas
ideas los preocupan contra la República, y porque en sus relaciones
con la América no quieren admitir otro interés que el de sus factorías
y el de sus mercaderes, y aspiran á que todo se sacrifique á semejante
interés.

Los liberales españoles nos insultan porque no alcanzan á comprender,
en su estrechez de miras y en su preocupado espíritu, que para ponerse
al nivel de la Inglaterra y de la Francia necesita la España en América
importar y exportar tantas mercaderías como ellas, y no olvidar la
historia de ayer para venir á hacerse amar á cañonazos, cuando no
consiguió hacerse temer con todos los horrores de su despotismo y
los de la guerra. Por lo mismo que la España tiene pocos intereses
comerciales en América, nos conoce menos, con ser como somos sus hijos,
no sus hijos perdidos, sino hijos que hacemos honor á la familia.

Y es tal la ignorancia, y son tales las preocupaciones con que allí se
consideran las cosas de América, que se cree que hemos perdido social y
moralmente con la independencia hasta el grado de haber degenerado y de
haber caído en la miseria y aun en la imbecilidad.

No hace mucho tiempo que nuestro amigo y maestro D. Joaquín de Mora
publicó en la _América_, de Madrid, un prolijo y elocuente escrito,
para probar que los americanos éramos _capaces de gobernarnos_ y
capaces de vivir en sociedades organizadas.

Basta de hechos que prueban la ignorancia de la Europa sobre la América
española. Los americanos los conocen y no hay entre ellos quien no
refiera alguna anécdota auténtica de las infinitas que han ocurrido á
los hijos de este Continente en la civilizada Europa, cuyas gentes se
han quedado estupefactas al hallar un americano que no era salvaje, que
no vestía plumas ó que no era rojo ó cetrino, como los indígenas de la
conquista.



                                  IV


Lo peor es que aun cuando los europeos estudien á la América, están
condenados por sus preocupaciones á no juzgarla bien. ¿Qué saben
ellos de gobierno republicano, ni de libertad, ni de derechos, para
comprender nuestra situación?

Los europeos no pueden ni quieren comprender lo que pasa en América; no
pueden, porque están connaturalizados con los principios fundamentales
de la monarquía latina (no hablamos de raza), que han llegado en ellos
á ser un sentimiento que los preocupa y los apasiona, cualquiera que
sea la elevación de su inteligencia y la nobleza de sus aspiraciones; y
no quieren, porque están habituados también á despreciar á la América y
no alcanzan á concebir que ella tenga algo que enseñarles en moral, en
ciencias sociales.

De la América inglesa han imitado el sistema penitenciario, é imitan
diariamente su industria poderosa, llevando á sus talleres las máquinas
de guerra ó las industriales, y hasta las prensas de imprenta de los
norte-americanos; pero no pueden convencerse de que esa República
admirable pueda servirles de modelo para su aprendizaje social y
político.

¡Cuánto no ha errado la sabia Europa al apreciar la situación de los
Estados Unidos durante la guerra civil! Ahí están las opiniones de
la prensa y de los primeros hombres de Inglaterra, los discursos de
Gladstone, ministro de Hacienda, y los de otros estadistas, sobre
aquella cuestión, para probarnos que si los ingleses dicen desatinos
cuando tratan de juzgar á su propia nación bajo la forma republicana
en América, mal pueden comprenderla mejor las demás naciones europeas;
y que si no pueden ver claro á ese gigante de las naciones, ofuscados
como están por sus vicios y preocupaciones, mal pueden siquiera
divisarnos á nosotros, los hispano-americanos, que somos verdaderos
_liliputanos_ distribuidos en repúblicas microscópicas para los ojos de
la Europa.

Los más encopetados sabios del Viejo Mundo tienen una clave, que ha
llegado á ser popular, para explicarse la existencia y los progresos
de la República en Norte-América, y es la de suponer que son las
condiciones territoriales y las de su población la que obran tal
prodigio.

“¡Cuántas gentes, en efecto--dice Laboulaye[5]--, en lugar de rendirse
á la evidencia prefieren engañarse á sí mismas, declarando que el
gobierno de los Estados Unidos es una especie de _anarquía_ que se
mantiene desde setenta años merced á la inmensidad de su territorio, á
la raridad de su población, á la facilidad del trabajo, que son otras
tantas condiciones que faltan á nuestro viejo Continente!”

¿Qué escritor, qué estadista, qué panfletero, qué diarista, qué
politiquero, qué mercader, qué industrial de Europa no está imbuido
en tal error? Lord Macaulay, el gran historiador inglés, que con sus
elevados talentos y su alto criterio no sólo ganó fama, sino que
conquistó un título de nobleza, escribía á Mr. Rand, de Estados Unidos,
juzgando las instituciones democráticas bajo el imperio de aquel
paralogismo.

“Desde mucho tiempo atrás--le decía--he tenido el convencimiento de
que las instituciones democráticas, tarde ó temprano, deben destruir
la libertad, ó á la sociedad, ó á ambas á un tiempo. En Europa, donde
la población es densa, el efecto de tales instituciones sería casi
instantáneo.

“Lo que sucedió en la Francia poco ha es un ejemplo. Pueden pensar
ustedes que su país está exento de estos males. Yo francamente le
confesaré que soy de una opinión enteramente diferente. La suerte de
ustedes la creo infalible, aunque diferida por una causa física.

“Mientras que posean ustedes una ilimitada extensión de terreno fértil
y desocupado, sin población proletaria, serán más ventajosamente
acomodados que la misma clase de personas en el viejo mundo; y mientras
esto suceda la política de Jefferson podrá existir sin ocasionar
ninguna calamidad funesta. Pero vendrá el tiempo en que la nueva
Inglaterra esté tan poblada como la vieja. El jornal del trabajador
será tan reducido y fluctuará tanto entre ustedes como entre nosotros.

“Tendrán ustedes sus Manchesters y sus Birminghams, y en esos
Manchesters y Birminghams centenares de miles de artesanos estarán
sin duda en algunas ocasiones sin poder hallar trabajo. Entonces las
instituciones de ustedes serán puestas á una prueba completa. La
escasez y la miseria en todas partes del mundo, ponen descontenta y
turbulenta á la gente trabajadora y la inclina á prestar fácil oído á
los agitadores, quienes la enseñan que es una iniquidad monstruosa que
un hombre tenga un millón de pesos mientras que otro no consigue con
qué comer.

“En los años malos hay por acá bastantes murmuraciones, y en algunas
ocasiones alborotos; pero poco importa esto, porque los que padecen no
son los gobernantes. El poder supremo está en manos de una clase de la
sociedad, verdaderamente poco numerosa, pero selecta y educada; de una
clase que tiene la conciencia de estar profundamente interesada en la
seguridad de la propiedad y en el mantenimiento del orden.

“Por esta razón los descontentos están firmes, pero benignamente
refrenados. El mal tiempo pasa sin que se quite nada á los ricos para
aliviar á los indigentes.

“Las fuentes de la prosperidad nacional principian á correr de nuevo;
el trabajo se aumenta, el jornal sube, y todo recupera su tranquilidad
y alegría habituales.

“He visto á la Inglaterra en tres ó cuatro ocasiones pasar por épocas
tan críticas como la que acabo de indicar. Por tales épocas tendrán que
pasar los Estados Unidos en el trascurso del siglo venidero si no en
el presente. ¿Cómo pasarán ustedes por ellas?

“De todo corazón deseo á ustedes una salvación feliz. Pero mi razón
y mis deseos están opuestos entre sí, y no puedo menos que presagiar
lo peor. Es muy evidente que el gobierno de ustedes no podrá refrenar
jamás á una mayoría agitada por la miseria y el descontento, porque
entre ustedes la mayoría es el gobierno, y que tiene á los opulentos
que siempre forman la minoría, absolutamente á su merced. Vendrá día
que en el estado de Nueva York una gran multitud de gentes de las que
ninguna haya tenido más que un medio almuerzo ni espera tener más que
una media comida, elegirá una legislatura.

“¿Es posible dudar de la clase de legislatura que en tales
circunstancias sería escogida? Á un lado hay un estadista predicando
la paciencia respecto á los derechos legítimos y una observancia
estricta respecto de la fe pública. Al otro hay un demagogo voceando
y disparatando sobre la tiranía de los capitalistas y usureros y
preguntando por qué á un individuo debe permitirse beber champaña y
andar en coche, mientras que millares de gentes honradas carecen de lo
necesario para mantenerse.

“¿Cuál de los dos oradores lleva más probabilidad de ser elegido
y escuchado? Yo seriamente temo que ustedes en alguna ocasión de
adversidad como la que dejo indicada cometerán algún acto que alejará
la prosperidad de su país. Algún César ó algún Napoleón arrebatará con
mano fuerte las riendas del gobierno, ó la República de ustedes será
tan espantosamente robada y devastada por los bárbaros del siglo XX
como fué el imperio romano en el V, con la diferencia de que los hunos
y los vándalos que asolaron el imperio romano vinieron de afuera y que
los hunos y vándalos de ustedes habrán sido engendrados dentro de su
propio país y por sus propias instituciones[6]”.

Nos hemos complacido en copiar la opinión del escritor moderno más
caracterizado de la Inglaterra, porque es la que predomina en todos
los grandes hombres de aquella nación, la que aparece parafraseada y
expuesta en todas formas en su prensa y en sus discursos. Pero como
el noble lord se ha equivocado tan afortunadamente, todos los demás,
prensa y estadistas, se acaban de llevar un chasco tan soberano con la
terminación de la guerra norte-americana, que todavía no se reponen de
su espanto.

¿Necesitaremos demostrar en América aquella equivocación?
¿Necesitaremos decir que la República ha triunfado en una portentosa
crisis á la cual no pueden compararse, en magnitud y en poder, las que
producen esos motines del hambre que con tanta frecuencia amenazan á la
monarquía y á la aristocracia en la Gran Bretaña?

¿Y por qué no se realizaron los temores del sabio historiador en la
crisis política que en medio de la producida por la guerra tuvo la
República con motivo de la elección de presidente? Entonces hubo una
numerosa clase hambrienta que explotaron á sus anchas los demagogos
del partido _demócrata_, auxiliados por la autoridad del gobernador
de Nueva York y por el oro que los esclavócratas y los ingleses y
franceses protectores de los esclavócratas derramaban á manos llenas.

Entonces llegó el tiempo que para más tarde esperaba el lord de
la literatura inglesa; entonces fueron puestas las instituciones
democráticas á la prueba que él temía: el gobierno no se ocupó
absolutamente en refrenar á esa mayoría agitada por la miseria y por
el oro corruptor, y confió en el poder de aquellas instituciones y
en el juicio del pueblo; y las instituciones triunfaron, y el pueblo
republicano probó que quería la abolición de la esclavitud, con la
reelección del viejo Abraham, y que el gobierno que se funda en la
libertad, es decir, en los derechos individuales, no se bambolea
siquiera por la demagogia ni por los motines.

El motín es una manifestación de la vida democrática en Norte-América;
la autoridad casi nunca se toma la molestia de refrenarlo, y deja al
interés individual, al pueblo que vive de sus libertades, que está
interesado en la existencia de las instituciones y del gobierno que
se las asegura, al pueblo que no ve sobre sí á un ente que está de
más, con el título de rey, y que vive de la fortuna pública; al pueblo
que no tiene una aristocracia que lo explote, que sea dueño de las
tierras, que bebe champaña y anda en coche á costa del pueblo que muere
de hambre; al pueblo libre, en fin, á la americana y no libre á la
inglesa, el cuidado de sofocar y aun de castigar los motines.

Mas los ingleses se atendrán siempre á la opinión de Macaulay, á
pesar de su falsedad, porque ellos no comprenden otra libertad que
la suya, esa libertad que deben á los privilegios conquistados por
su aristocracia. Sus nobles conquistaron para sí y para el pueblo la
libertad individual, el derecho de votar sus impuestos, el de ser
juzgados por sus iguales, y más tarde se aumentó ese caudal de derechos
con la libertad de conciencia, aunque limitada por una iglesia oficial;
la del pensamiento y la de asociación, aunque sujetas á trabas que las
modifican, pues que las opiniones pueden ser justiciables, y el derecho
de asociarse depende de condiciones que lo restringen.

En el goce de todos esos derechos el pueblo inglés se siente ligado á
la aristocracia y la monarquía, y ambos saben que deben su existencia
al goce de tales derechos por el pueblo, puesto que si el pueblo inglés
no los poseyera, otra sería su situación y día había de llegar en que
el hambre y el despotismo le hicieran despertar para tomar severa
cuenta á la corona y al sistema feudal. Los derechos individuales
son, pues, allí la salvaguardia de la monarquía y de la aristocracia,
y el pueblo, que los ama, no tiene otra ambición que la de sostener
esos poderes que se los aseguran, haciendo consistir su gloria en las
distinciones sociales, que desea con avidez, porque nunca ha necesitado
de la igualdad para ser libre, y siempre ha visto que la igualdad puede
ser sacrificada sin mengua de su bienestar y de la libertad.

¿Podrá una sociedad semejante concebir un gobierno sin monarca
hereditario, sin aristocracia y con un pueblo que posea esos mismos
derechos en mayor extensión, que administre por sí mismo todos los
negociados sociales y políticos y que posea la igualdad como base
fundamental de tal organización? No, la República no cabe en la cabeza
de un buen inglés, y por eso la nación entera mira con desdén á sus
hijos de América, y no alcanza á concebir que en la América española
pueden organizarse repúblicas duraderas. ¿Para qué se tomarían sus
estadistas la pensión de estudiar á nuestros pueblos y de conocerlos?
Somos en su concepto simples nacionalidades anárquicas, que tenemos
una vida efímera, y que estamos destinados á servir de pasto á un gran
imperio.

¿Serán capaces de comprender mejor que los ingleses la República
de América las demás naciones de Europa cuyo evangelio político es
la unidad y omnipotencia de la monarquía latina, esto es, el poder
absoluto que domina la conciencia, el pensamiento, la voluntad, y que
aniquila al individuo para engrandecer la autoridad, sea que ella esté
en las manos de un monarca, de una aristocracia ó de un cuerpo de
representantes del pueblo?

¿Quién ha comprendido en Francia al escritor más amante de la libertad,
al simpático Tocqueville, al patriota más sincero, que consagró sus
mejores años al estudio de la democracia en los Estados Unidos, para
convencer á sus conciudadanos de que no eran libres, y de que estaban
engañados al creerse tales porque habían conquistado la igualdad?

Veamos si no la situación actual de la ciencia política en cuanto al
Estado y á los derechos individuales en Europa, y podremos calcular
la inmensa distancia que separa en política al Nuevo Mundo del Viejo.
Llama ahora la atención el publicista más notable que jamás haya tenido
la Francia, M. Laboulaye, quien acaba de presentarnos un cuadro de las
teorías de Guillermo Humboldt, de Mill, de Eœtvœs y de Jules Simón,
que son, sin duda, los escritores contemporáneos que más profundamente
han tratado la cuestión de la libertad y del Estado en Alemania, en
Inglaterra y en Francia. Siguiendo á Laboulaye vamos á exponer y juzgar
esas teorías, y después juzgaremos al mismo sabio escritor[7].


                              NOTAS:

[5] _Alexis de Tocqueville_, por Laboulaye.

[6] _London Quarterly Journal_, julio 1861.

[7] _L’Etat et ses limites_, por Laboulaye, 1860.



                                   V


Humboldt no podía dejar de tomar como base la gran verdad que sobre
el fin del hombre nos ha revelado la filosofía alemana; es á saber,
que el fin más elevado que el hombre puede proponerse aquí abajo, que
le prescriben las reglas inmutables de la razón, es el de desarrollar
el conjunto de sus facultades, porque sólo en ese desarrollo puede
consistir su perfección, como hombre, como cristiano, como ciudadano.
Á juicio del gran escritor alemán, este mejoramiento no puede ser
completo, ni el desarrollo armonioso, sino con dos condiciones:
libertad de acción y diversidad de situación[8].

“El ideal de la Edad Media, como del siglo de Luis XIV es la unidad,
la unidad en todas las cosas, en religión, en moral, en ciencias, en
industria. Se procura obtener esta unidad por medios artificiales; es
el Estado el que la impone y la mantiene. De este modo se consigue, no
la unidad verdadera, que consiste en el acuerdo de los espíritus, sino
la uniformidad, es decir, una regla exterior, una fórmula vacía que se
hace aceptar á viva fuerza, domeñando toda oposición.

“El pueblo no cree, pero se calla; este es el reino del silencio y
de la inmovilidad. Hoy no es así. Una concepción más exacta y más
verdadera del alma humana nos ha dado una idea más justa de la unidad.
En el hombre como en la naturaleza, admitimos variedades infinitas, y
sólo podemos buscar la unidad viviente en el conjunto, en la armonía
de esas notas diversas... Estas nuevas vistas han arruinado la antigua
política.

“Al fin se ha comprendido que imponer la uniformidad por el despotismo
de la ley es proseguir una obra mala y estéril. Para que un país sea
rico, industrioso, moral, religioso, es necesario que nada estorbe á
la expansión infinita de las aptitudes humanas; en otros términos:
es preciso antes de todo considerar y respetar la libertad de los
individuos. ¿Cuál es entonces el papel del Estado? Humboldt lo reduce
á dos cosas: en el exterior, á proteger la independencia nacional; en
lo interior, á mantener la paz. He aquí los límites del gobierno. En
otros términos, Humboldt atribuye al Estado el ejército, la marina, la
diplomacia, las rentas, la policía suprema, la justicia, la tutela de
los huérfanos y de los incapaces; y le quita la religión, la educación,
la moral, el comercio, la industria; y todo eso en virtud de estos dos
principios: libertad de acción y diversidad de situación”.

Á nuestro juicio, como al juicio de todo americano, el escritor alemán
comprendía el punto de partida, y de él sacaba un criterio seguro para
apreciar debidamente las relaciones en que deben existir el Estado y la
sociedad; pero las preocupaciones monárquicas, el espíritu estrecho que
ha creado en Europa la dominación secular de esa misma doctrina de la
unidad del poder extraviaron aquel criterio, y dieron una prueba más
de que las nuevas vistas no han arruinado todavía la antigua política
en Europa, y de que la concepción exacta y verdadera del alma humana,
que ha dado á algunos sabios una idea más justa de la unidad, no es
ni popular ni bastante poderosa para vencer en esos mismos sabios las
preocupaciones.

Establecer que la misión del Estado es proteger la independencia en el
exterior y mantener la paz en lo interior, no es limitar el gobierno,
sino dejarlo en posesión de todos los poderes que hoy se atribuye
para llenar aquellos fines, puesto que esos fines son el pretexto
que los partidarios de la unidad del poder alegan para sostener
el sistema absoluto. ¿Qué no se han permitido los gobiernos para
defender la independencia nacional y para mantener la paz? ¿Acaso no
han sacrificado siempre todos los derechos individuales, todas las
facultades activas de la sociedad para constituir un poder fuerte que
pueda conservar y defender aquellos dos fines supremos?

No, la misión del Estado es otra; es la de representar el principio del
derecho en la sociedad, tanto en sus relaciones exteriores, empleando
la fuerza, cuando sea necesario defender ese derecho, como en lo
interior, para facilitar á la sociedad y á cada uno de sus miembros
las condiciones de su existencia y de su desarrollo. Cuando el Estado
limita su acción de esta manera, la paz interior es un resultado, y no
un fin del Estado, como lo supone Humboldt; y si alguna vez se altera,
no necesita el Estado traspasar las vallas del derecho, como no lo ha
necesitado en los Estados Unidos del Norte durante la guerra de cuatro
años, la más portentosa que han presenciado los siglos, y en la cual
por primera vez en el mundo se ha presentado un gobierno que sin salir
de los límites del derecho ha sabido llenar su misión.


                              NOTAS:

[8] _Ensayos sobre los límites de la acción del Estado_, por Guillermo
Humboldt.



                                  VI


Dice Laboulaye que las ideas de Humboldt han inspirado visiblemente
el libro de Stuart Mill sobre la _Libertad_, que éste contiene á la
sociedad en los mismos límites que Humboldt traza al Estado, y que
el único reproche que él le haría, dejándole la responsabilidad de
ciertas ideas particulares, es que su libro no muestra sino un lado de
la cuestión, porque se ve allí la libertad, pero no se ve al Estado.
“El gobierno aparece como un enemigo que es preciso combatir, la
Administración como una llaga que es necesario reducir”.

Este reproche es injusto. Es verdad que Mill se propone principalmente,
como él lo declara, “investigar la naturaleza de los límites del poder
que la sociedad puede legítimamente ejercer sobre el individuo”; pero á
cada paso también estudia y fija los límites que en su concepto separan
la acción del Estado de la libertad individual.

Mill cree que la naturaleza humana no es una máquina invariable en su
marcha y en su trabajo, sino una cosa viviente que crece y varía sin
cesar, que tiene necesidad de independencia para desarrollarse en todo
sentido; y aludiendo á los políticos que sostienen que el Estado debe
reglar este desarrollo, porque dispone de todas las luces, de todos los
recursos de la sociedad, se pronuncia enérgicamente contra semejante
error.

El Estado vive del pasado, dice, no sabe nada del porvenir, todo lo
que él puede hacer con su pretensa sabiduría es detener á la sociedad
en el surco ya trillado, condenarla á la inmovilidad, lo que para un
sér viviente es la muerte. Ahí está la China: los chinos son un pueblo
de mucho talento, y, bajo ciertos respectos, de mucha sabiduría; ellos
han tenido la fortuna de recibir en los tiempos antiguos muy buenas
costumbres, obra de hombres á quienes no se puede rehusar el título de
filósofos.

Los chinos han inventado un excelente sistema para imprimir su
sabiduría y su ciencia en el espíritu de cada ciudadano, asegurando
los puestos, el honor, el poder á los que mejor poseen aquella antigua
sabiduría. Un pueblo que ha hecho eso habría, sin duda, descubierto la
ley del progreso humano y debería estar á la cabeza de la civilización;
pero, por el contrario, está estacionario y ha quedado en un mismo
punto desde millares de años, y si alguna vez mejora, lo deberá á los
extranjeros.

“Los chinos han alcanzado, más allá de toda esperanza, el objeto que
persiguen con tanto celo los filántropos ingleses: han hecho un pueblo
absolutamente idéntico; las mismas máximas, los mismos usos reglan el
pensamiento y la conducta de cada uno de los chinos.

“Se ve cuál es el efecto de este sistema. Pues bien: no hay que
engañarse. El despotismo de la opinión es el régimen chinesco, menos
la organización; y si la individualidad no sacude su yugo, la Europa,
á pesar de su noble pasado, aunque se dice cristiana, acabará como la
China”.

No es esto todo. Mill, como lo reconoce Laboulaye, condena la
intervención del Estado en la libertad individual á nombre de este
principio de Economía política: “Siempre que la cosa pueda ser mejor
hecha por los particulares que por el Estado, lo que sucede de
ordinario, confiaos en la industria privada”.

También agrega que hay multitud de cosas que tal vez los particulares
no harán tan bien como la administración, y que, sin embargo,
deben remitirse á los ciudadanos, tales como el jurado civil, la
administración municipal, los hospicios, las administraciones de
beneficencia, las cajas de ahorro.

Sobre todo, Mill se pronuncia abiertamente contra la centralización
administrativa, como el sistema más invasor de la libertad individual.
“Toda función nueva--dice--atribuida al gobierno aumenta la influencia
que ejerce y le atrae todas las ambiciones, todas las envidias. Si
los caminos, los ferrocarriles, los bancos, los seguros, las grandes
compañías por acciones, las universidades, los hospicios llegasen á
ser otros tantos negociados del Poder; si además las administraciones
municipales y las oficinas que de ellas dependen llegasen á ser otros
tantos departamentos de la Administración central; si los empleados
de todas estas empresas diversas fuesen nombrados y pagados por el
Estado; si les es necesario esperar sólo del Estado su progreso y la
fortuna, ni la libertad de la prensa, ni la constitución popular de
nuestra legislación podrían impedir que la Inglaterra dejase de ser
libre. Mientras más ingeniosa y eficaz fuese la máquina administrativa,
tendría más inteligencia y energía y el mal sería mayor.

“Si fuera posible que todos los talentos del país fueran enrolados en
el servicio del gobierno, si todos los negocios que en la sociedad
requieren un concurso organizado y miras vastas y comprensivas
estuviesen en las manos del Estado; si los empleos públicos estuvieran
desempeñados por los hombres más hábiles, toda la inteligencia y
toda la capacidad del país, además de la pura especulación, estarían
concentradas en una numerosa _oficinicracia_, hacia la cual el país
volvería sin cesar los ojos: la muchedumbre para recibir de ella la
orden y la dirección, y los hombres capaces y ambiciosos para obtener
un ascenso.

“Entrar en la Administración, y una vez entrado ascender, sería la
única ambición. Bajo semejante régimen, no solamente el público, á
quien falta la práctica, es inhábil para criticar ó contener en su
marcha á las oficinas, sino que además reforma alguna se puede hacer
si contraría el interés de la _oficinicracia_, á no ser que las
circunstancias conduzcan al Poder á un jefe que tenga el gusto de las
reformas. Tal es la triste condición del imperio ruso: el zar puede
desterrar á la Siberia, á quien quiere, pero no puede gobernar sin las
oficinas ni contra ellas. Sobre cada uno de los decretos imperiales las
oficinas tienen un veto tácito, pues les basta no ejecutarlo.

“En países más adelantados ó menos pacientes, en que el público está
acostumbrado á que todo se haga por el Estado, ó, por lo menos, á no
hacer nada sin pedir al Estado su permiso ó su dirección, se echa
naturalmente la culpa al gobierno de todo el mal que se sufre; y cuando
el mal es más fuerte que la paciencia, el pueblo se subleva, se hace lo
que llaman una revolución, en virtud de la cual se instala en el trono
real otra persona que envía sus órdenes á las oficinas, y todo sigue
marchando como antes, sin que las oficinas cambien y sin que nada sea
capaz de reemplazarlas.

“Un pueblo habituado á hacer sus propios negocios ofrece un espectáculo
muy diferente. Dejad á los americanos sin gobierno: al punto
improvisarán uno y dirigirán los negocios comunes con inteligencia,
orden y decisión. Así debe ser un pueblo libre; todo pueblo que tenga
esta capacidad está cierto de ser libre; no se dejará jamás dominar por
un hombre ó por una corporación, porque él sabrá siempre manejar las
riendas de la Administración central. Pero en un país en que todo se
dirige por las oficinas, no se hará jamás nada contra su oposición.

“Concentrar la experiencia y la habilidad de la nación en un cuerpo
que gobierna al resto del país es una organización fatal: mientras
más perfecto sea el sistema, con más facilidad se alcanza á dirigir y
á enrolar á los hombres capaces, y es mayor la servidumbre de todos,
incluso la de los mismos funcionarios públicos. Los administradores
son tan esclavos de su máquina como los administrados lo son de sus
administradores. Un mandarín de China es el instrumento y la cosa del
despotismo tanto como el más humilde paisano. Un jesuita es el esclavo
de su orden, aunque la orden exista por el poder y la importancia
colectiva de todos los miembros.

“Lo que acaba siempre por hacer el valor de un Estado es el valor de
los individuos que lo componen. Un Estado que sacrifica la elevación y
la elasticidad intelectual de los ciudadanos á un poco de más habilidad
administrativa ó á esa apariencia de habilidad que da la práctica de
los detalles; un Estado que aun con miras bienintencionadas subyuga á
los individuos para hacerlos instrumentos más dóciles, verá al fin que
con hombres pequeños no se hacen grandes cosas: la perfección mecánica,
á la cual lo inmola todo, acabará por no servirle de nada, por falta
de aquel elemento vital que arrojó para que la máquina marchase más
fácilmente.

“Tal es la conclusión de Mr. Mill--exclama Laboulaye, después de copiar
lo que se ha leído--; es un desmentido dado á la sabiduría del día; el
autor se pone á través de la corriente, resiste á una opinión poderosa
en el continente, que aún gana terreno en Inglaterra”...

Entonces, si Mill defiende la libertad individual de las invasiones del
Estado y de la Administración, ¿por qué se le reprocha que en su libro
sobre la _Libertad_ no se ve el Estado? Él no señala, porque no entra
en los propósitos de su libro, el modo cómo debe organizarse el Estado
para dejar á la libertad individual toda su acción; pero determina
todos los vicios de que adolecen hoy los gobiernos constituidos en
Europa para considerarlos como verdaderos enemigos de los derechos y
de las facultades activas de la sociedad, en cuya ruina fundan aquellos
gobiernos su imperio.

No está allí el defecto de la obra de Mill, sino en que con su teoría
justifica los mismos vicios que él reconoce, ó á lo menos les presta
una cómoda defensa, como lo hace Humboldt al señalar los principios
que en su concepto deben oponerse al sistema que predomina en el Viejo
Mundo. Á Humboldt y á Mill les ha pasado lo que á los sabios con
la electricidad y el magnetismo: que conocen estos elementos de la
naturaleza, pero no los comprenden ni pueden explicar sus leyes.

Aquellos políticos conocen también la libertad, estudian sus
aplicaciones y aun ven sus resultados benéficos, pero no la comprenden,
porque están preocupados por los errores que el sistema viejo, el
sistema de la fuerza, el de la unidad absoluta del Estado, hace pasar
como verdades inconcusas en la sociedad europea.

Si así no fuera, ¿cómo podría establecer Mill que “en una sociedad
civilizada, el Estado no puede intervenir en la vida de un individuo
sino para impedirle _dañar á otro_?” ¿Cómo podría sostener que la
libertad del individuo debe limitarse por el daño que puede hacer á
los demás? El individuo, dice Mill, es dueño de sí mismo, de su cuerpo
y de su alma, y esa es una soberanía que ningún extraño tiene derecho
de trabar; pero desde que él mismo establece que el Estado puede
intervenir en el uso de esa soberanía para impedir que el individuo
dañe á otro, semejante soberanía desaparece en presencia del poder del
Estado, que es el único que puede juzgar de aquel daño y que tiene
poder de encontrarlo allí donde á él le convenga verlo.

Tal concepción de la libertad es tan falsa, que en América no hay quien
no reconozca su absurdo. Una hábil escritora americana preguntaba á
propósito de esta doctrina, á qué podrían quedar reducidas la libertad
de imprenta, la de asociación, todas las demás libertades de que tanto
se enorgullecen los ingleses, desde que le fuese lícito al Estado
calificarlas como dañosas y limitarlas en virtud del daño que en su
concepto produjeran á la sociedad ó á otros individuos.

Esta teoría no señala al Estado sus verdaderos límites; de modo que aun
cuando ella reconozca que la libertad es el derecho de los individuos y
de la sociedad, reconoce también como legítimo el poder absoluto, cuyos
vicios, cuyos extravíos y cuyas invasiones contra la libertad señala el
mismo autor con tanta verdad y con tan admirable precisión.

Mill no tiene una idea clara de la libertad, á pesar de que la descubre
y la reconoce en todas las esferas de la actividad humana, así como los
físicos ven la electricidad en todos sus fenómenos sorprendentes sin
comprenderla. Para él la libertad no es otra cosa, en último resultado,
que la protección del individuo contra todas las tiranías, sea que
éstas vengan del Estado ó de la sociedad. Mas procede suponiendo
la existencia de un gobierno irreprochable en su origen y en su
organización, y hallando el peligro solamente en la opresión de las
mayorías sobre las minorías ó el individuo, se propone buscar el punto
en donde comienzan la competencia de la sociedad y la del individuo,
que hasta ahora no han sido netamente definidas; y encuentra ese
principio salvador en la protección de sí mismo, que es el único objeto
que autoriza á los hombres, individual y colectivamente, á intervenir
en la libertad de acción que pertenece á sus semejantes. El criterio
que establece para reconocer esa protección de sí mismo, para descubrir
cuáles son los casos en que el daño causado por la libertad individual
puede autorizar la intervención de la sociedad para limitarla, es el
principio de _utilidad_.

“La utilidad--dice--es la solución suprema de toda cuestión moral;
pero la utilidad en el sentido más extenso de la palabra, la utilidad
fundada sobre los intereses permanentes del hombre como sér progresivo.
Estos intereses, yo lo afirmo, no autorizan la sumisión de la
espontaneidad individual á una presión exterior, sino en cuanto las
acciones de cada uno tocan á los intereses de otro. Si un hombre hace
un acto dañoso á los demás, hay evidentemente motivo de castigarlo
por la ley, ó bien, si las penalidades legales no son aplicables en
conciencia, por la desaprobación general.

“Hay también muchos actos positivos para el bien de los demás, que un
hombre puede ser justamente obligado á ejecutar; por ejemplo, el de
ser testigo ante la justicia, el de tomar parte en la defensa común...
Además, se puede, en justicia, hacerle responsable ante la sociedad
si él no cumple ciertos actos de beneficencia individual, que son por
todas partes del deber de un hombre, tales como salvar la vida de su
semejante é intervenir en la defensa del débil. Una persona puede
dañar á los demás, no solamente por sus acciones, sino también por su
inacción, y en todo caso ella es responsable del perjuicio”.

Tenemos, pues, que el hombre, según el filósofo inglés, está sujeto en
todos sus actos y omisiones, en todo lo que hace y deja de hacer á la
utilidad de los demás. Pero ¿en qué consiste esa utilidad, quién la
define y califica? ¿Consiste en el bien del mayor número, como decía
Bentham, ó se funda en los intereses permanentes del hombre como sér
progresivo, según dice Mill?

Mas ¿cuál es ese bien, cuáles son esos intereses? ¿Ha habido jamás en
el lenguaje político palabras más vagas y más susceptibles de servir
tanto al despotismo como á la libertad que esas en que la desacreditada
escuela utilitaria ha creído encontrar la panacea salvadora, el gran
criterio de la filosofía moderna?

No reproduciremos aquí los formidables argumentos ante los cuales la
escuela de Bentham había enmudecido por tantos años, para hacer callar
á su restaurador.

Bástenos notar lo que con tanto acierto ya ha notado el traductor
francés del libro de Mill, esto es, que son tantas las excepciones que
se ve precisado á poner á su teoría el economista inglés, que al fin la
destruye y la hace inútil en sus aplicaciones.

“El deber de hacer el bien--dice Mill--debe ser impuesto con reserva”;
“la asociación--exclama--, derecho individual, derecho inviolable y
sagrado, debe ser leal é inofensiva”. Pero, ¿qué de reglas no son
necesarias para ajustar la primera de aquellas excepciones á la teoría
y para reglamentar aquel derecho sagrado, á fin de que no llegue á ser
dañoso? ¿Qué derecho individual, por sagrado que sea, no queda entonces
sujeto al poder absoluto del Estado, que á nombre de la sociedad es el
que tiene el poder de señalar el punto en que esos derechos comienzan á
dañar la utilidad general, el bien común, los intereses permanentes?

Si Mill hubiera comprendido que la libertad no es otra cosa que el
uso del derecho, como lo comprendemos prácticamente los americanos;
si hubiese advertido que el derecho es todo aquello que tiene
el carácter de una condición voluntaria de nuestra existencia y
desarrollo; si se hubiera fijado en que el fin del hombre sólo consiste
en el desenvolvimiento de todas sus facultades físicas, morales
é intelectuales, se habría salvado de ir á buscar la base de sus
teorías en el sistema de la utilidad y en la multitud de excepciones
contradictorias de que ha necesitado echar mano para evitar la vaguedad
peligrosa de este sistema. Entonces habría comprendido mejor el papel
que le corresponde desempeñar al Estado en presencia de los derechos de
la sociedad y del individuo, reconociendo que el Estado no tiene otro
fin que la aplicación del derecho, y que, por tanto, está limitado por
la justicia, sea que esté constituido en un monarca, en una oligarquía
ó en un gobierno popular. Hace años que los americanos tenemos como
un artículo de nuestro evangelio político: que “la soberanía tiene su
fundamento en la justicia, y sólo en ella debe el poder que la ejerce
buscar la sanción de todos sus actos; que, por tanto, las autoridades
que ejercen la soberanía no pueden desviarse de este principio, _ni
pueden tener otras atribuciones_ que las que sean indispensables para
llenar su objeto”[9].

Cuando se conciben de este modo la libertad y el Estado se ve
claramente cuál es el punto en que principia la competencia de la
sociedad y la del individuo, punto que el filósofo inglés y los más
adelantados publicistas europeos no pueden definir netamente, porque
buscan la solución de las cuestiones políticas sin salir de la esfera
de las preocupaciones que han engendrado allí el sistema de la fuerza y
la monarquía, que es su expresión más genuina.

Pero en donde aparecen más en relieve los errores de Mr. Mill es en el
libro que ha consagrado al estudio del _gobierno representativo_, en el
cual, creyendo haber comprendido el gobierno republicano ó democrático,
no ha hecho otra cosa que presentarnos la aristocracia representativa
de la Gran Bretaña, explicando sus ventajas y vituperando sus vicios.
No rechazamos, no, el modo de ver enteramente británico, ni el elevado
criterio inglés con que el autor juzga su propio gobierno.

Antes bien, reconocemos, y tenemos como una gran verdad, que la América
española se habría ahorrado muchas revoluciones y mucha sangre si en
lugar de seguir los funestos errores de los políticos franceses, que
tanto la han preocupado, hubiera tomado sus ejemplos y sus modelos de
los publicistas ingleses. Lo que ahora criticamos en el libro de Mr.
Mill es la pretensión que tiene de juzgar el gobierno democrático,
que no conoce, porque esa pretensión podría extraviar á los americanos
hasta al punto de condenar lo bueno que tienen y de adoptar arbitrios
contra vicios que no tienen, y que sólo serían buenos allí donde
existen esos vicios, es decir, en la Gran Bretaña.

Mr. Mill reconoce que el gobierno democrático es el mejor, no porque
en él esté limitado el poder al ejercicio justo de la soberanía, de
modo que puedan coexistir con él los derechos del individuo y de la
sociedad, que es lo que llamamos _libertad_, sino porque en su concepto
el gobierno democrático _tiende á aumentar la dosis de las buenas
calidades de los gobernados colectiva é individualmente_. Este es su
criterio para saber cuál es el mejor gobierno, pues á su juicio _el
mejor gobierno para un pueblo es el que tiende más á darle aquello sin
lo cual no puede el pueblo adelantar_.

Estas son pobres vaguedades, que podrían servir tanto al sultán de
Turquía, al zar de Rusia y al emperador de Francia para creer que
sus gobiernos son los buenos, porque dan á sus pueblos aquello con
lo cual pueden adelantar, como á los americanos para sostener que
sus repúblicas son mejores, porque tienden á aumentar la dosis de
las buenas cualidades de los gobernados, y Mr. Mill llega á ellas
imaginándose que ha descubierto una gran verdad, y que ha salvado la
gran dificultad con que han tropezado los políticos que, buscando
el criterio del buen gobierno, han dicho que es el mejor aquél que
concilia el _orden_ con el _progreso_.

El publicista inglés examina prolijamente estos dos términos, y,
asustado de su vaguedad, porque ve que el orden y el progreso son
palabras acomodaticias que se prestan á mil acepciones, cae en otras
vaguedades mayores, creyendo que con ellas ha definido con precisión
las ideas que representan orden y progreso en su sentido más justo.

Su error consiste en creer que realmente _orden_ y _progreso_ son los
fines sociales y políticos de todo gobierno; pues no se da cuenta de
que tal error es una invención francesa, con la cual se ha pretendido
defender la doctrina de la unidad del Estado, es decir, la monarquía
latina, que á nombre del orden y del progreso aniquila y sacrifica los
derechos individuales, la libertad de la sociedad.

El orden, ó, mejor dicho, la permanencia de las instituciones á merced
de la obediencia y amor de la sociedad; y el progreso, el adelanto,
la mejora de la sociedad, no son ni pueden ser los fines políticos
del Estado, el objeto de su acción, sino que son puros resultados de
la armonía que existe cuando el Estado se limita á representar el
principio del derecho y á suministrar las condiciones de existencia
y de desarrollo á todas y á cada una de las esferas de la actividad
social.

El autor ha columbrado confusamente esta verdad, cuando ha dicho que:
“encontrándonos obligados á tener como piedra de toque de un gobierno
bueno ó malo un objeto tan complejo como los intereses colectivos de la
sociedad, de buen grado trataría de clasificar esos intereses en grupos
determinados, indicando las cualidades necesarias que debe tener un
gobierno para favorecer cada uno de estos intereses”. Pero he aquí cómo
una de las reminiscencias de la monarquía europea ha venido á ocultar
la verdad á la poderosa inteligencia del filósofo inglés.

Es cierto que en el desarrollo de los diversos intereses de la sociedad
debe hallarse el criterio de un buen gobierno; pero no es cierto,
como creen los monarquistas europeos, que el gobierno debe poseer las
cualidades especiales necesarias para regir cada uno de esos intereses.
Nada más funesto que suponer que el gobierno puede y debe dictar sus
leyes á la moralidad, á la educación, al pensamiento, á la industria y
á cada uno de sus diferentes ramos, á la religión y aun á la vida del
individuo y de la sociedad, debiendo poseer conocimientos especiales
para cada uno de esos objetos.

No, esas ideas fundamentales de la sociedad son otras tantas esferas de
la actividad humana, en las cuales es necesario dejar al individuo toda
su acción, debiendo limitarse la del Estado simplemente á facilitar
á cada una de ellas las condiciones de su existencia y desarrollo;
porque todo lo que hiciera el Estado para reglar la actividad del
hombre y someterla á prescripciones más ó menos sabias, no produciría
otro efecto que el de coartar esa actividad y sujetarla á leyes que la
naturaleza no le ha impuesto.

Así, pues, no hay necesidad de acometer la empresa que arredró á Mill,
de estudiar cuál es la especialidad de cada uno de los elementos
ó intereses de la sociedad, para clasificarlos y distribuirlos, y
“poder construir la teoría del gobierno con las teorías distintas
de los elementos que componen un buen estado de sociedad”; pues
basta comprender que la verdadera teoría del gobierno consiste en
dejar á cada uno de esos elementos en entera libertad, porque el
Estado no tiene absolutamente otra misión respecto de ellos que la
de facilitarles su existencia y desenvolvimiento, sin necesidad de
estudiar ni de comprender la especialidad que cada uno tiene.

Por otra parte, el autor cree que los gobiernos se hacen por los
hombres, que se puede escoger entre sus diversas formas la que mejor
convenga á un pueblo; é inducido por este error se detiene largamente
en establecer las reglas que deben observarse al excogitar una forma de
gobierno, dejándose llevar por sus arbitrarias teorías hasta suponer
que el gobierno representativo no puede sentar bien sino en el pueblo
que sepa obedecer y que tenga la capacidad de hacer lo necesario para
mantenerlo.

Mas todavía, preocupado por el sistema de representación de su país,
en que la aristocracia de la nobleza ó de la industria se apoderan de
las elecciones para elevar las mediocridades que se ponen á su servicio
y dejar á las minorías sumidas en su pérdida, sin acción ni voz para
hacer valer sus intereses, cree que éstos son vicios comunes de todos
los gobiernos representativos, y no vacila en declarar que todas las
democracias que actualmente existen, inclusa la norte-americana, son
falsas, porque son un gobierno de privilegio de la mayoría sobre la
minoría.

Tendríamos que escribir un libro tan voluminoso como el del autor
inglés para enunciar y confutar sus errores, errores que pueden ser
funestos á los americanos si no se aperciben de que todas las falsas
miras del filósofo inglés y todos los absurdos que él presenta como
remedios de males que no tiene la democracia, son efectos de que no la
conoce, y que trata de juzgarla por la aristocracia representativa de
la Gran Bretaña, atribuyéndole todos los vicios de ese fenómeno que
entre los ingleses ha producido la transacción de la monarquía, de la
aristocracia y de los plebeyos.

Dejaremos, pues, aquella tarea, y nos limitaremos á observar que es
bien extraño que el autor que ha reconocido que “uno de los beneficios
de un gobierno libre es esa educación de la inteligencia y de los
sentimientos que baja hasta las últimas filas del pueblo, cuando es
llamado á tomar parte en actos que tocan directamente á los altos
intereses del país”, se empeñe al mismo tiempo en convencernos de
que el gobierno representativo necesita en el pueblo que lo adopta
condiciones especiales que nunca será posible hallar reunidas, y en las
cuales figura la capacidad de obedecer, como si hubiera pueblos más ó
menos rebeldes, y como si la obediencia no fuera el resultado genuino
del triunfo del derecho en los pueblos libres, así como lo es el terror
en los pueblos esclavos.

Una forma de gobierno no se escoge, y aunque no _brota_ como una
producción de la naturaleza, según la expresión de Mill, brota, sí,
de circunstancias sociales independientes de la voluntad de los que
creen escogerla á su arbitrio. Los hombres más sabios de la revolución
hispano-americana creían también que no siendo nuestros pueblos
como los de Atenas ó Esparta ó como el de los Estados Unidos del
Norte, no podía plantearse la República; pero la unidad del Estado
absoluto estaba despedazada y en su lugar se levantaban los derechos
individuales sobre la ancha base de la igualdad social y política;
la sociedad mudaba de vida, regeneraba sus ideas, sus creencias,
sus hábitos; el principio de autoridad desaparecía del Estado, de
la religión, de la moralidad, y la individualidad recobraba sus
fueros para convertirse en egoísmo, en ambición y para elevar el
señorío de las pasiones: el fanatismo religioso dejaba su imperio á
la incredulidad; las falsas costumbres sociales y domésticas iban á
convertirse en una escandalosa desmoralización; no bastaba vencer á
los ejércitos del rey, era necesario vencer á la sociedad vieja, para
crear desde luego la _nueva_; y entonces sucedió lo que tantas veces
hemos repetido: que la forma republicana vino como un resultado lógico,
imprescindible, á pesar de que todavía hay americanos bastante ciegos
para no reconocerlo.

“La _república_, hemos dicho, debía completar lo que las balas habían
principiado. El gobierno republicano, fundado en la soberanía y en el
interés de la nación, era el único medio de restablecer de un modo
legítimo y conforme á la dignidad humana el principio de autoridad en
el Estado, en la religión, en la moralidad. El gobierno republicano
sólo podía tener el poder de restablecer la unidad social, de encaminar
y ennoblecer las ambiciones y de fundar la nueva sociabilidad americana
en bases fijas, en ideas exactas y verdaderas. El gobierno de los
privilegios, el gobierno de uno solo ó de varios no habría traído otra
consecuencia que la de perpetuar la lucha, contrariando los intereses
generales, haciendo difícil la regeneración. Por eso es que siempre
hemos visto la anarquía y el combate de la revolución en dondequiera
que los americanos, olvidando esta verdad, se hayan apartado de los
principios de la verdadera República”[10].

La República representativa se estableció, pues, en América porque
brotó de las circunstancias; y si todavía no sale de sus ensayos,
no es porque se haya faltado en su establecimiento á las reglas del
filósofo inglés, sino porque, aparte de circunstancias que más adelante
estudiaremos, los errores de los publicistas europeos nos han alejado
de la verdadera base fundamental de aquella forma de gobierno, esto es,
del principio del derecho.


                              NOTAS:

[9] Véanse nuestras _Bases de la Reforma_, octubre 28 de 1850.

[10] _Nuestra historia constitucional del Medio Siglo_, cuadro cuarto,
II.



                                  VII


No es menos europea, y, por consiguiente, errónea, la teoría política
que ha desarrollado en su obra _De la influencia de las ideas reinantes
sobre el Estado en el siglo XIX_ el barón alemán Eœtvœs, húngaro
notable en la revolución de 1848, y, por consiguiente, liberal. El
problema que él se propone resolver es la coexistencia del Estado
todopoderoso con la libertad individual, la libertad religiosa, la
libertad de enseñanza, la libertad de la prensa, la libertad municipal
y la libertad de la asociación, y cree haberlo conseguido con limitar
la acción del Estado á la defensa de la independencia nacional y á la
protección de los intereses morales y materiales de los ciudadanos.
Para defender en lo exterior la independencia nacional y para proteger
en lo interior los derechos de cada uno, es necesario que el Estado
tenga un gran poder, una fuerza considerable, y como no puede haber
fuerza sino en la reunión de los medios y de la voluntad, la única
organización, el único sistema que puede dar esta unión de los medios y
de la voluntad es la _centralización_, una centralización enérgica.

Pero esta centralización tiene sus límites: el Estado no es la sociedad
ni el individuo, pues hay una vida especial é individual que no es de
su resorte; mas en todo aquello en que él debe obrar es necesario que
su poder sea _absoluto_, centralizado: _Imperium nisi unum sit, esse
nullum potest_. Los grandes imperios son necesarios como garantía de la
nacionalidad y de la independencia.

Las ideas de la Edad Media, las ideas municipales y federales han hecho
ya su tiempo: el problema no está ya en romper la fuerza central con
los privilegios locales, sino en favorecer el desarrollo del individuo
sin debilitar la legítima autoridad del Estado.

Con perdón de la admiración con que M. Laboulaye expone y comenta esta
teoría, para nosotros es tan absurda y tan imposible como aquella en
que M. Guizot se propuso dar á la iglesia romana la libertad de examen,
para convertirla en racional, y á la iglesia protestante un papa, con
el fin de que adquiera la unidad católica.

Organizar el Estado absoluto, de centralización enérgica, el _imperium
unum_ de los romanos, en presencia de los derechos ó libertades
individuales y sociales, es pretender aunar el despotismo con la
libertad, al papa de Roma con el protestantismo, la luz con las
tinieblas, el fuego con el agua. ¿Cómo se podría inventar un mecanismo
que mantuviera al Estado absoluto y poderoso en la esfera á que
desea limitarlo el liberal húngaro, sin que jamás pudiera invadir
los derechos del individuo y de la sociedad, ora con el pretexto de
defender la independencia nacional, ora con el objeto de proteger los
intereses de los ciudadanos por medio de la reglamentación y de la
limitación de los derechos de éstos?

Semejante ilusión sólo puede ser efecto de la concepción incompleta
que tiene de la verdad un espíritu sojuzgado por las preocupaciones
políticas que dominan en Europa. El publicista húngaro ha concebido que
el Estado no es ni la sociedad ni el individuo, que hay una vida social
é individual que no es de su resorte, mas no ha comprendido que el
Estado es parte integrante de la sociedad, porque es una de sus esferas
de acción, que está ligada con todas las demás en que se ejercita la
actividad humana, en cuanto tiene por objeto y fin representar el
principio del derecho y aplicarlo á todas, no para dirigir y gobernar
la vida social é individual, sino para facilitarles las condiciones de
su desarrollo respectivo, esto es, para que el derecho sea respetado y
cumplido en cada una de ellas.

Así, pues, la acción del Estado no se limita á la defensa de la
independencia nacional en lo exterior y á la protección de los derechos
de cada uno en lo interior, sino que se extiende á representar la
justicia en todo y en toda la inmensa latitud de la vida humana, sea
que un interés extranjero pretenda violarla, sea que aspire á invadirla
un interés nacional, cualquiera que sea su dominación, llámese interés
de una mayoría, de la moral, de la religión, de la industria, de la
educación, de la municipalidad ó de una clase cualquiera.

Defender la independencia nacional y proteger los derechos morales y
materiales de los ciudadanos son propósitos vagos é indefinidos; porque
así se puede defender la independencia iniciando una guerra injusta
ó por interés de una dinastía, como se pueden proteger los intereses
de los ciudadanos limitando los derechos de los unos en favor de los
otros, so pretexto de que su latitud es dañosa ó de que es perjudicial
al orden y á la estabilidad de un gobierno.

La representación del principio del derecho ó de la justicia no tiene
esa vaguedad peligrosa, porque es fácil concebir que sólo es justo lo
que es conforme al fin natural del hombre y de la sociedad, es decir,
al desarrollo de sus facultades físicas, morales é intelectuales; y
en dondequiera que el hombre social prosiga ese desarrollo, ahí debe
estar el Estado para favorecerlo ó suministrarle las condiciones de que
depende, una de las cuales es la seguridad de que no será coartado en
el ejercicio de sus derechos, cuyo ejercicio es la libertad.

De consiguiente, si son condiciones de aquel desarrollo los derechos
que se llaman libertad individual, libertad religiosa, libertad del
pensamiento ó de la palabra escrita ó hablada, libertad de asociación,
libertad de enseñanza, libertad política, el Estado debe dar la
ley para que tales derechos sean siempre y en todas circunstancias
respetados y ejercitados ampliamente, sin que puedan limitarse en
favor de intereses extraños que no pueden tener el mismo carácter de
condiciones del fin social, y sin que el hombre pueda jamás estar
sujeto á la penalidad legal si no perturba las condiciones de la
existencia y del desarrollo de su semejante, lo que sucede en el
orden material solamente y nunca en el intelectual y moral, en el
cual la naturaleza no ha puesto límites, como en el mundo material.
Para ejercer ese poder, el Estado no necesita ser el _imperium unum_,
ni grande imperio, ni todopoderoso, ni tener una fuerza poderosa
por el sistema de la unidad de los medios y la voluntad, por la
_centralización_ administrativa, que tanto encanta á Eœtvœs y de cuyos
vicios, tan prolijamente enumerados por Mill, se deduce que es el
sistema más antisocial y más contrario á todas las condiciones de la
existencia ó del desarrollo de la sociedad.

Por otra parte, tratar de hacer todopoderoso al Estado con el pretexto
de la defensa de la independencia, es creer que la sociedad debe ser
organizada para la guerra. “La sociedad debe ser organizada para la paz
y sólo en vista de la paz; no para la guerra.

“Si se considera en detalle en qué puede consistir el interés del
género humano, no se podrá encontrar en la guerra: ella ha podido ser
en los siglos pasados un medio de progreso y de mejora, pero un medio
oblicuo, poco eficaz, útil solamente en los tiempos en que no se sabía
qué era progreso y mejoramiento, y contra las sociedades malhechoras
que ignoraban ciencia y justicia y rehusaban reconocer los preceptos
que garantían á los demás contra el mal. La guerra llamada la última
razón de los pueblos es la razón de los que no tienen otra”[11].

Á la verdad, el publicista de quien hablamos parece que se limita á
desear que la monarquía austriaca no se despoje de su poder absoluto, y
se resigne á tolerar el ejercicio de aquellos derechos individuales;
y por eso sostiene que el gobierno constitucional no le satisface,
puesto que es un gobierno de mayoría, y también puede mostrarse inicuo
y violento, de modo que sus instituciones no pueden dar garantía.

“Una representación nacional, una prensa y una tribuna libres atemperan
el gobierno en lo interior, y le hacen todopoderoso para defender el
honor nacional contra el enemigo; pero por grandes y necesarias que
sean estas garantías, ellas no bastan para la protección del individuo.
Cuando las pasiones religiosas ó políticas inflaman al país, ¿qué puede
impedir á la opinión el ser violenta, ni quién puede impedir á las
Cámaras el votar la persecución?”

Enhorabuena, lo que se llama en Europa gobierno constitucional,
esa transacción de la monarquía latina, del _imperium unum_ con
el sistema liberal, ese gobierno de transición, de interinato, en
el cual se reconoce como condición de su existencia que el rey no
gobierne (en cuyo caso el rey está de más), porque si gobierna puede
hacerlo todo, desde que su perpetuidad y su irresponsabilidad, que
es la consecuencia, no pueden coexistir con la represención del
pueblo[12]; un gobierno así, decimos, no basta para la protección del
individuo, porque sus instituciones llamadas constitucionales, que
tanto amor y tantos sacrificios le han merecido al escritor húngaro,
no reconocen sino á medias los derechos individuales, cuando los
reconocen; y porque su decantado mérito sólo consiste en atribuir á los
representantes del pueblo el ejercicio de una parte de la soberanía,
limitada en toda su extensión, pero absoluta en todo lo que puede
decidir.

Por eso es que cuando esa representación anómala es elegida por el
ejecutivo y se convierte en un simulacro embustero, ó cuando se liga
á él por intereses políticos, el despotismo de ambos, sus poderes
absolutos, se aúnan y pesan como el despotismo de un solo tirano
sobre una minoría del pueblo y sobre los derechos individuales. No
es raro, pues, que los amantes de la libertad en Europa comiencen á
desencantarse de aquel sistema, que tanto se parece á los despotismos
de partido ó de caudillaje que se han organizado tantas veces en la
América española con el pomposo nombre de república, y que también han
desacreditado aquí las instituciones constitucionales. En esas parodias
sacrílegas del gobierno representativo es claro que las minorías no
pueden hallar sino persecuciones, y que los derechos individuales, en
lugar de protección, solamente pueden esperar la muerte del capricho
de un déspota y de los secuaces que á nombre de una soberanía absoluta
sancionan la barbarie y la injusticia.

Y si la pasión política ó la ambición rastrera se han abierto paso al
través de las instituciones liberales y se han revestido de las formas
del gobierno representativo para disfrazar y legitimar sus iniquidades,
¡cuán fácil no les sería hacerlo mejor en el sistema que se propone
organizar el Estado absoluto dentro de ciertos límites, que serían
una vana fórmula cuando él quisiera ejercer más allá su autoridad
todopoderosa!

¡Es lamentable que inteligencias tan elevadas y corazones tan
sinceros como los de Humboldt, Eœtvœs y Laboulaye se alucinen con
la incomprensible esperanza de que á la centralización, que creen
buena y legítima cuando defiende la independencia y la paz del
país, y despótica y revolucionaria cuando sale de su dominio, se
pudiera oponer, para mantenerla dentro de aquellos límites, el libre
gobierno del individuo por sí mismo, el _Self-government_ de los
norte-americanos!

No, el gobierno de sí mismo no puede coexistir con el Estado absoluto,
con la soberanía ilimitada ejercida por un monarca, temporal ó
perpetuo, ó por un Congreso, ó por ambos á un tiempo. El gobierno no
necesita de un poder considerable, de una centralización enérgica
para llenar sus fines; y antes bien, lo natural y lógico es que
no los llene justamente cuando tiene un poder vasto, aunque sea
limitado á su objeto, porque ese poder lo conduce á la invasión de
los derechos individuales. No, los grandes imperios han pasado, ellos
son los que han hecho su tiempo, y no las ideas municipales y las
federales, por más que pretendan los sabios europeos demostrarnos lo
contrario, con la historia en mano. Ahí está la historia viviente,
la historia contemporánea, demostrándonos que la independencia se
puede defender y que la paz se puede restablecer con el triunfo de
las instituciones, cuando el pueblo es grande, aunque el Estado sea
limitado: nosotros conquistamos nuestra independencia cuando la
sociedad y el individuo sintieron la omnipotencia de sus derechos; los
mejicanos reconquistarán la suya mientras haya un puñado de hombres
libres que amen sus derechos; los norte-americanos acaban de salvar
sus instituciones, mostrando, á todos los que tengan ojos para verlo,
que no es necesaria una centralización enérgica ni débil como el único
sistema de dar unidad á los medios y á la voluntad, que constituyen la
fuerza.

Esos medios abundan y esa voluntad sobra cuando existe el
_self-government_; y el Estado no poderoso, el gobierno limitado,
un presidente temporal, sin más facultades que las necesarias para
representar el principio del derecho, es bastante para dar unidad
á los medios y á la voluntad, para asombrar al mundo con la fuerza
titánica de los pueblos, para sacar de la mediocridad un Washington, un
Lincoln, y de las filas populares un Grant, un McClellan, un Sherman,
un Sheridan, un Bolívar, un San Martín, un Sucre, que en virtudes y en
genio obscurecen á los Césares, á los Napoleones, á todos los héroes de
la fuerza despótica, á todas las celebridades de los grandes imperios.

Á nuestro turno repetiremos también con Eœtvœs y Laboulaye, pero no en
el sentido de sus falsas ideas, sino en favor del sistema americano:
¿Qué es lo que se opone á esta reforma, en la cual nada tiene que
perder el Estado, puesto que gana en influencia y en fuerza verdadera
lo que pierde de sus prerrogativas embarazosas y peligrosas? Lo que
se opone es la preocupación. Estamos imbuidos en las ideas griegas
y romanas, que son las que se encuentran en el fondo de las teorías
democráticas y socialistas.

Todos esos sistemas que se dicen liberales dan al pueblo una soberanía
ilusoria y en realidad no hacen más que fundar el despotismo del
Estado. Si se quiere que la civilización entre en su vía de progreso,
si se quiere desarmar la revolución, es necesario independizar al
individuo, es preciso desarrollar las libertades personales.

“Los que tienen poca fe ó poco valor nos repiten sin cesar que hoy el
progreso es imposible. Se compara nuestra edad á los últimos tiempos
del imperio romano, se habla de una decadencia que también salió de un
exceso de civilización; el mismo apetito de goces materiales, se nos
dice; la misma ausencia de principios en el individuo y en las masas;
la misma bajeza delante del Poder; el mismo desprecio de todo lo que
los siglos han respetado; el mismo vacío en el alma humana. Felizmente
son superficiales estas vistas; hay un abismo entre las dos sociedades.

“Cuando pereció la antigua civilización su obra estaba acabada,
ella había subyugado el individuo al Estado. Todos los famosos
jurisconsultos, los Papinianos, los Paulos, los Ulpianos no enseñaron
jamás que el ciudadano, en su cualidad de hombre, tuviese derechos que
el emperador debiera respetar; esta santidad del individuo es una idea
cristiana, el paganismo ni tan siquiera la sospechó[13]. Hoy esta
idea hace el fondo de nuestra civilización. El dogma se ha debilitado
quizás, pero los sentimientos de humanidad, la fraternidad, la
igualdad, que son la esencia del cristianismo, son más vivos que jamás.

“En los últimos tiempos del imperio, la estrechez del despotismo había
sofocado el amor de la Patria y de la libertad, el alma de la antigua
civilización se había desvanecido. Hoy la pasión de la libertad, de
la libertad civil, individual, cristiana, se aumenta y gana terreno.
Al través de todas las revoluciones, bajo el nombre de igualdad, de
nacionalidad, de Constitución, ¿qué buscan, qué piden los pueblos, sino
libertad? Una sociedad que tiene semejantes deseos no es una sociedad
que se extingue. Una civilización cae cuando le falta la idea que la
hacía vivir; por el contrario, nosotros estamos en el penoso parto de
una idea nueva; ella es la que perseguimos; sin que ningún estorbo
nos canse, sin que ninguna miseria nos abata. No nos dejemos asustar
por vanas apariencias. Un vino viejo que se altera, un vino nuevo que
fermenta, están igualmente turbios; pero del uno sale la corrupción y
del otro un licor generoso. Tengamos fe en el porvenir.

“La lucha es difícil, el día está tenebroso; lo que conmueve al
Continente no es un combate entre dos partidos que se disputan el
poder; es un combate entre dos civilizaciones. Roma y la Germania
recomienzan su duelo eterno; una vez todavía la idea pagana y la idea
cristiana, el despotismo y la libertad se disputan el imperio del
mundo; pero por terrible que sea la prueba, el triunfo no es dudoso.

“Cuando una verdad sale á luz, cuando los ojos se vuelven hacia un
astro nuevo que se levanta, el triunfo no es sino una cuestión de
tiempo.

“Las pasiones envejecen y cambian, los partidos se debilitan, la
verdad no perece jamás. Sin duda, en un país como la Francia, en que
se ha destruido toda organización particular, en que se ha habituado
al ciudadano á la tutela del Estado, en donde, por decirlo así, se
ha quitado al individuo la capacidad de gobernarse á sí mismo, será
necesario más de un día para cambiar un sistema viejo. El árbol que
durante medio siglo se ha podado á la francesa no echará ramas libres
y vigorosas en una sola noche y hará esperar largo tiempo una sombra
protectora. ¿Pero qué importa? La idea hará su camino, se apoderará de
los espíritus; el Estado acabará por comprender su verdadero interés, y
la revolución será consumada; tan pronto como el Estado no pese sobre
el ciudadano, la libertad saldrá del suelo con una prodigiosa energía”.

Pero que no se engañen los que así esperan en la envejecida Europa;
el combate no será entre las dos civilizaciones; la idea pagana no
desaparecerá en presencia de la idea cristiana mientras los liberales
busquen allí el triunfo del derecho á la sombra de la monarquía, que no
vive ni puede vivir sino del poder absoluto y bajo el amparo de las
ideas griegas y romanas.

¿Qué significa el privilegio de una dinastía, la perpetuidad y la
irresponsabilidad de un monarca, sino un peligro latente contra todos
los derechos del individuo y de la sociedad, que sólo pueden tener
aliento á la sombra de la igualdad y al amparo de un poder protector
nacido del pueblo y limitado, como lo está la soberanía de éste por el
principio de justicia? Las teorías de los nuevos liberales europeos son
tan falsas como las teorías democráticas y socialistas, que llevan en
su fondo las ideas griegas y romanas.

El sistema liberal sólo puede hallar su forma definitiva en la
República americana, y son las ideas americanas las únicas que pueden
acabar para siempre con la civilización pagana, que se perpetúa en
la política europea merced al gobierno monárquico, á los privilegios
aristocráticos y á las crasas preocupaciones y funesto orgullo con que
la Europa desdeña al Nuevo Mundo, que es el mundo de la nueva luz.


                              NOTAS:

[11] COURCELLE SENEUIL: _Études sur la science sociale_, París, 1862.

[12] Véanse nuestros _Elementos de derecho público_, capítulo II,
párrafo II, y la _Historia constitucional del Medio Siglo_, cuadro
tercero, pág. XI.

[13] Aunque no hubiera, entre otras muchas razones, más que esta sola,
ella bastaría para que las universidades americanas dejaran de enseñar
el derecho romano en la forma en que lo hacen, como una asignatura
indispensable para la profesión de abogado. El derecho romano debería
ser materia de lecciones históricas dadas oralmente á los que quisieran
ilustrarse en la historia del derecho, y de ningún modo debe enseñarse
como base fundamental de la jurisprudencia, que en el día no puede
sacar su fundamento de una civilización tan contraria á la nuestra.



                                 VIII


El estudio filosófico de las teorías de los más distinguidos
publicistas europeos nos ha puesto en evidencia sus errores y sus
preocupaciones, y nos ha manifestado cuán lejos se encuentran
de la verdadera ciencia política. Ellos comprenden las verdades
fundamentales, no hay duda, y nos presentan admirables lucubraciones en
el campo de la Filosofía; pero cuando tratan de aplicar esas verdades
á los hechos, la preocupación eclipsa sus inteligencias poderosas,
y obcecados por el imperio de la costumbre pretenden conciliar los
principios con los dogmas antisociales de la monarquía latina, dando á
luz una entidad monstruosa.

¿Quién ha tenido miras más vastas que Jules Simón al estudiar la
libertad bajo todas sus fases? Y, sin embargo, ¿cuál es el gran
resultado á que aspira aquel brillante escritor cuando se propone
organizar el Estado de una manera favorable á la existencia y
desarrollo de los derechos que constituyen las libertades sociales? Se
contenta con aspirar á que la sociedad sea regida por la ley natural y
á que el Estado vaya suministrando el goce de la libertad á medida de
las necesidades de los asociados.

“Naciendo--dice--los derechos del Estado únicamente de la necesidad
social, deben ser estrictamente mesurados por esta necesidad, de tal
modo que á medida que esta necesidad disminuya por el progreso de la
civilización, el deber del Estado es disminuir su propia acción y dejar
más lugar á la libertad. En otros términos: el hombre tiene derecho en
teoría á la mayor libertad posible; pero en el hecho no tiene derecho
sino á medida de su capacidad para ser libre”. Laboulaye le responde:
“Quién impide al Estado declararse intérprete y ejecutor de la ley
natural? ¿No es así como se ha convertido la religión en instrumento
del despotismo, y como se la ha hecho servir al regalado placer de los
gobiernos? Si mi capacidad de ser libre es la medida de mi derecho,
y si el Estado es el juez de esta capacidad, me imagino que será
necesario más de un día para obtener la independencia.

“El Estado es como los tutores y los padres; aquellos á quienes educa
siempre son niños para ellos; se nos hará envejecer en una eterna
minoridad. Hace treinta años que oigo la misma respuesta siempre que
se reclama una libertad: El Estado no desea otra cosa que concederla;
pero el pueblo no está maduro: es preciso esperar una prudencia, que
no llega jamás. Eso es lo que se dice á los negros para excusarse de
emanciparlos”.

El error nace de considerar la libertad como una cosa distinta del
derecho y á la cual se tiene derecho; como algo parecido á la voluntad
de hacer ó no hacer á nuestro libre arbitrio lo que se nos ocurra;
y por eso se cree que el Estado también tiene derechos, que necesita
defender contra las arbitrariedades de esos niños sin seso que gobierna
y que pueden llegar á rebelarse si se les da suelta.

Felizmente no es así: la ley natural que rige á la humanidad nos enseña
que ese fantasma temible que se llama libertad no es otra cosa que el
uso de cada uno de los derechos que al hombre y no al Estado ha dado
la naturaleza; el uso de cada una de las condiciones voluntarias de la
existencia y de la perfección humana, y mal puede creerse, sin caer en
un absurdo, que si el hombre tiene en _teoría_ la facultad de gozar de
todos sus derechos, cuyo conjunto forma la _mayor libertad posible_, en
el _hecho_ no tenga aquella facultad sino en proporción de su capacidad.

La ley natural que se invoca no ha cometido el despropósito de decir al
hombre que solamente podrá existir y desenvolver sus facultades, para
alcanzar su perfección cuando tenga capacidad probada para usar los
derechos que le corresponden para lograr aquellos fines.

No, ella ha sido más sabia, pues que dejando al hombre mismo la tarea
de su perfección y la de sus propias criaturas hasta que ellas puedan
valerse por sí mismas para atender á su desarrollo, no le ha dado
á aquél un amo ó un tutor de quien vaya recibiendo poco á poco los
derechos de que ella lo ha dotado ampliamente; y si los hombres en
sociedad necesitan de la institución civil que se llama Estado, no es
para que éste los despoje de sus derechos, sino para que los represente
y se los suministre á todos, sin excepción ni limitación, en cada una
de las esferas de su actividad.

Ahora bien: si la inteligencia es la base del sentimiento y, por
consiguiente, de las costumbres que éste forma y mantiene, ¿qué puede
esperar la América de la Europa si la inteligencia de ésta no inicia
siquiera al sentimiento en las verdades que pueden purificar las
costumbres políticas?

Si los sabios publicistas europeos nada nos ofrecen en sus teorías,
¿podrán presentarnos mejores modelos las leyes y las costumbres de
aquellos pueblos envejecidos en los terribles errores que ha convertido
allí en dogmas un despotismo de tantos siglos? ¿Qué nos ofrece la
Francia después de setenta y cinco años de revoluciones sangrientas y
de costosos ensayos para conquistar sus libertades? Veamos su situación.

La _libertad religiosa_ no existe allí propiamente, aunque se toleran
todos los cultos, porque ellos dependen del Estado, que encubre una
verdadera servidumbre bajo la protección que les presta. Esa protección
lo autoriza para injerirse en la cuestión de Roma, y en cuanto á la
administración interior, “las leyes no están de acuerdo con el gran
principio de la libertad religiosa”, porque no permiten las reuniones,
aunque éstas tengan el santo objeto de leer el Evangelio. Los
publicistas reclaman cada día aquella libertad, y hay un fuerte partido
que ha inscripto en su pendón el absurdo lema de _la Iglesia libre en
el Estado libre_[14], cuya invención disputa Montalembert á Cavour.

En cuanto á las otras libertades, oigamos la queja profunda que se
exhala en esa Francia que se supone tan adelantada en instituciones
políticas:

“La _libertad de reunión y de asociación_ es desconocida en Francia,
tan desconocida, que apenas se piensa en ella. Lo poco que subsistía
se suprimió bajo el último reinado por una rígida ley, que no debiera
haber sobrevivido á las circunstancias. M. Guizot, en un pasaje de sus
Memorias en que se juzga á sí mismo con una severidad de buen gusto,
lamenta que se haya trabado indefinidamente y de un modo general uno de
los derechos civiles más preciosos, una de las condiciones esenciales
de la civilización moderna.

“Basta mirar á la Inglaterra para ver los milagros que allí produce la
asociación. Esta es la fuerza de los países libres, ella contribuye
más que todas á contener al Estado, haciendo hacer voluntariamente
á la sociedad lo que la administración hace sin nosotros, muchas
veces á nuestro pesar, y siempre con nuestro dinero. En los Estados
Unidos, como en Inglaterra, la asociación basta para todo: religión,
educación, letras, Ciencia, artes, hospicios, establecimientos de
beneficencia, cajas de ahorro, seguros, bancos, caminos de hierro,
industria, navegación, todo eso vive y prospera por el libre esfuerzo
de los ciudadanos. ¿Se ve allí que las iglesias sean menos numerosas
y menos bien dotadas[15], las misiones menos ardientes, la caridad
menos activa, el espíritu de empresa menos difundido? Esta es una nueva
prueba de una verdad que es necesario no dejar de repetir...

“Se dice que la Francia está habituada á contar para todo con el
Estado: lo sé, y esa es nuestra debilidad. Pero con el pretexto de
la mala educación que se nos ha dado y de los hábitos fastidiosos
que se nos imponen, no se debe declararnos incapaces. Las Compañías
de ferrocarriles y de navegación han prosperado; las sociedades de
socorros mutuos están en plena actividad; jamás hemos faltado contra la
libertad cuando se nos ha dejado hacer. Bien se podría confiar más en
el país.

“El Estado--se agrega--no rehúsa autorizar lo que es bueno, honesto
y prudente; sea, pero es siempre la misma tutela, y una tutela
injustificable. Para ilustrar y servir á mis conciudadanos, para fundar
una escuela, un hospicio, una iglesia; para gastar mi fortuna de mi
cuenta y riesgo, tengo necesidad de solicitar la autorización de las
oficinas y de plegarme á sus preocupaciones. Muy afortunado si, después
de mil dilaciones y fastidios, se me concede como un favor lo que me
corresponde de derecho. La administración--se repite--está compuesta de
hombres de talento, animados de las mejores intenciones; que así sea,
pero además de que ellos no son infalibles y de que sus antepasados se
han equivocado más de una vez, hace ya más de veinte siglos que los
antiguos definían la libertad como un régimen en que se obedece, no al
hombre, sino á las leyes.

“_Libertad de enseñanza._--Los católicos han atacado el monopolio de la
universidad y han acabado por abrir brecha... Pero no tenemos la menor
idea de lo que debe ser la enseñanza superior en un pueblo civilizado;
no obstante de que en nuestras facultades es donde debería tomar ideas
vastas y sanas la generación que más tarde dirigirá nuestros negocios.
¿Hay, pues, algún peligro político en emancipar á los profesores y á
los estudiantes?; la Bélgica ha dejado al clero fundar una universidad
en Lovaina, los liberales han establecido otra en Bruselas: ¿se ve que
reina el espíritu del desorden á nuestras puertas?

“En Alemania el profesor es diez veces más independiente que en
Francia; se habla allí de todo con un atrevimiento que nos asombra.
¿Cuál es el resultado de esta pretendida licencia? Gracias á ella, la
Alemania engaña esa necesidad de libertad política que la agita desde
1815; la revolución es permanente en las universidades; pero lo que
allí se destrona son los sistemas de filosofía y no los gobiernos.

“Cuando pasa la primera furia de la juventud se entra en la vida real
con el gusto por la Ciencia y el amor de la Patria. ¿Es eso lo que
sacamos nosotros de nuestros establecimientos tan bien reglamentados?

“La _libertad de la prensa_ es una de las conquistas que debemos á
la Constitución de 1830. Ella es una de las grandes causas de la
influencia francesa en Europa... Pero la libertad de la prensa será
incompleta mientras no exista la entera libertad del diario... El
diario es el _forum_ de los pueblos modernos, la plaza pública donde
cada uno tiene derecho de proponer sus ideas y de hacer oir sus
quejas. Si él es otra cosa, la culpa la tienen las leyes celosas, que
desde hace treinta años no han concedido sino una libertad á medias.
Cuando con el timbre, la fianza, la autorización administrativa, la
amonestación, el privilegio del gerente y del impresor se ha reducido
el número de los periódicos, ¿qué otra cosa se ha hecho sino obligar á
los partidos á reunirse alrededor de un pequeño número de estandartes?

“Les ha sido preciso olvidar sus disensiones intestinas, borrar las
diferencias que los dividían, aceptar una dirección común, tomar una
cucarda, recibir una palabra de orden; en suma, obrar como un ejército.
Esta disciplina, esta unidad que espanta al Estado, es su propia obra.
Lo que le da ese horror contra el diario es la fuerza facticia que le
ha procurado...

“La _libertad individual_ era un objeto que apasionaba á nuestros
padres; hoy casi no hay más que los jurisconsultos que se ocupen en
ella. Nos hemos habituado á un régimen que frecuentemente se elogia
como una de las conquistas de la Revolución. El carácter honorable de
nuestros magistrados, su dulzura, la indulgencia y á veces la debilidad
del Jurado nos ocultan, afortunadamente, el defecto de nuestras leyes
criminales.

“El espíritu de estas leyes es todavía el viejo espíritu de
inquisición; ellas buscan culpables más bien que inocentes. La prisión
presuntiva se prodiga, la instrucción secreta del sumario no deja al
acusado otra garantía que el honor y las luces del juez. En las Cortes,
el presidente sólo dirige el interrogatorio de los prevenidos y de los
testigos; él es el que, por su resumen, tiene de ordinario en sus manos
la suerte del acusado: todo eso es lo contrario de las leyes inglesas y
americanas. Estas favorecen la libertad bajo de fianza, dan publicidad
al proceso en todos sus grados y hacen del presidente de los asisas el
protector del acusado. No hay acusado en Inglaterra que pueda quejarse
de las instituciones ó de los hombres; si cae, es sólo bajo el peso de
su propia infamia.

“¿Hablaré de la _libertad industrial y comercial_? No es necesario,
es una causa ganada. De todas las libertades individuales, ésta es la
que el Estado comprende mejor. El interés de sus rentas le ha hecho
ver claro... Mas ¿qué de tiempo no ha sido necesario para llegar aquí?
¡Durante cuántos siglos la Administración, cegada por su sabiduría, no
ha considerado al individuo como incapaz de marchar sin andaderas!

“¡Qué de reglamentos, cuyo menor defecto era la inutilidad! Leyes de
cultivo, leyes de fabricación, leyes de navegación, nada ha cansado
el celo desdichado de nuestros reyes y de sus consejeros. El amor del
bien, acompañado de una perfecta buena fe, era el que perpetuaba la
ignorancia, la rutina, la miseria.

“En fin: la luz se ha hecho, nos ha venido de afuera. Se ha comprendido
que no hay ciencia ni habilidad administrativa que valiera lo que el
interés privado; aquel desorden aparente que aterrorizaba á nuestros
padres se ha mostrado más fecundo que la uniformidad estéril en que se
complacía la prudencia de los hombres de Estado. Gran lección, si se
tuviera el coraje de seguir hasta el fin un principio que no se aplica
solamente á la industria.

“La _libertad municipal_ hace largo tiempo que se reclama. La Francia
tiene gran necesidad de ella... Cargar al Estado con el cuidado de los
negocios locales, aglomerarle una multitud de cuestiones que no le
tocan y que no se pueden juzgar sino en el lugar donde se suscitan, es
debilitarlo y embarazarlo con una inútil responsabilidad.

“Hoy es una verdad trivial que la municipalidad es la escuela de la
libertad. Allí es donde se forman los espíritus prácticos, donde se
ve de cerca lo que son los negocios y se conocen sus condiciones y
dificultades. Allí se vive con los conciudadanos, se toma adhesión á
la pequeña patria para aprender á amar la grande y se puede satisfacer
honorablemente la ambición legítima...”.[16].

Es decir: que en rigor la Francia no ha conquistado en un siglo de
lucha otra libertad que la industrial, que más ó menos es también
la única ante la cual ha cedido en toda Europa el ominoso sistema
de la fuerza. Fuera de la libertad de enseñanza practicada en
Alemania de ciertos derechos políticos concedidos por el favor de los
monarcas á los pueblos en que se ha logrado establecer la monarquía
constitucional, la Inglaterra y la Bélgica forman una excepción entre
todos los Estados europeos por el goce incompleto de los derechos ó
libertades civiles. Todas las demás naciones están esclavizadas, y
en todas ellas están desacreditadas las instituciones políticas como
incapaces de salvarlas de la verdadera esclavitud en que yacen sumidas.

Se cree generalmente que en Suiza y en las otras tituladas Repúblicas
de Europa se encuentran instituciones y prácticas democráticas, y se
halla asegurada la libertad ó el goce de los derechos individuales;
pero este es un engaño que no resiste á la más ligera observación.
Prescindiendo de las constituciones más ó menos oligárquicas de
aquellas repúblicas, y de los inciertos y aun efímeros derechos
políticos que se conceden á algunos ciudadanos, basta conocer que en
los cantones suizos no hay ninguno de los derechos individuales que
garantizan las constituciones que no esté sujeto á limitaciones legales
ó arbitrarias, para convencerse de que la libertad en Suiza no pasa de
ser una ilusión.

El art. 2.º de la Constitución federal declara que “el objeto de
la Confederación es proteger la libertad y los derechos de los
confederados y aumentar su prosperidad común”; el 45 garantiza la
libre manifestación del pensamiento por medio de la prensa, como el
46 la garantiza por la vía de la asociación, y el 47 por el derecho
de petición. Mas al mismo tiempo el primero de ellos reserva á los
cantones la facultad de dictar leyes contra los _abusos de la prensa_,
y la legislación federal puede reprimir los abusos del derecho de
asociación, según el art. 104 de la misma Constitución, y los 36, 38,
40 á 50 y otros del Código Penal federal lo limitan hasta anularlo
casi. Además, es doctrina inconcusa que al ejecutivo de los cantones
pertenece la policía de las reuniones ó asociaciones, como á la
autoridad judicial la aplicación de las penas legales contra los abusos.

En cuanto al derecho de petición, las autoridades practican la facultad
de desechar las opiniones que juzgan ofensivas; en cuanto al ejercicio
libre de la industria, además de infinitas trabas innecesarias,
sin contar las que son efecto de los impuestos, el art. 41 de la
Constitución federal declara que “nadie tiene derecho de establecer
una industria ó un comercio antes de haber obtenido un permiso de
establecimiento”, y en lo que toca á la libertad de conciencia,
las leyes no faltan, ni las ordenanzas de policía son raras. De
esta manera, todos los derechos individuales que las constituciones
garantizan están sujetos á prescripciones legales, ó administrativas, ó
de policía, que los limitan y desfiguran hasta el extremo de hacer que
la libertad sea allí menos positiva que en Inglaterra y en Bélgica[17].

El goce de los derechos individuales que constituye la libertad de
Bélgica se debe exclusivamente al elevado carácter y nobles miras
de su monarca, que ha fundado y sostenido, en su largo reinado, una
política, la cual ha difundido la vida en todos los intereses sociales
y asegurado su progreso, convirtiendo aquella pequeña sociedad en un
verdadero oasis en medio de la aridez política del Continente.

Á la Constitución no se debe nada de eso, por más que su comentador
crea que aun cuando la Bélgica no legara á la historia más que su
pacto fundamental, ella ocuparía uno de los primeros puestos entre las
naciones, porque mediante ese pacto posee “_todas_ las libertades que
razonablemente se pueden concebir y desear”.

Aquella Constitución no hace otra cosa que copiar todas las falaces
declaraciones de derechos con que las cartas francesas y otras europeas
han alucinado á los pueblos, remitiendo á las leyes la garantía y la
realización de esos derechos, y dejándolos por lo mismo al arbitrio de
la omnipotencia del poder legislador, de las oscilaciones y exigencias
de la política, y de los intereses egoístas de un partido ó de un
monarca, que puede llegar á gobernar despóticamente con ese mismo pacto
fundamental, como ha sucedido tantas veces en otras naciones de Europa,
que no han debido á las contigencias del nacimiento ó de la política la
fortuna de tener un monarca sabio y honrado.

El artículo 6.º de la Constitución declara que “No hay en el Estado
ninguna distinción de _órdenes_”, y que los belgas son iguales ante la
ley; en tanto que el 63 consagra la inviolabilidad de monarca, el 71
le da la facultad de disolver las Cámaras, y el 75 y 76 el derecho de
_conferir títulos de nobleza_ y las _órdenes militares_, habiendo una
ley de 1852 que ha creado también una orden de caballería _civil_, que
el monarca confiere. No obstante estas desigualdades tan efectivas como
contrarias á los intereses sociales, los belgas creen ser iguales ante
la ley.

La libertad individual está garantida por el artículo 7.º; pero quedan
en pie todas las facultades judiciales que en el sistema ordinario de
la Europa se usan para perseguir los delitos á costa de la libertad
personal; y aunque ninguna pena pueda ser establecida ni aplicada _sino
en virtud de una ley_, esto no quiere decir que sea necesario que una
ley haya caracterizado como delito un acto, pues basta que ella haya
autorizado á un poder para fijar la falta y aplicar una pena, como
sucede con la de 6 de marzo de 1818, que autoriza al rey para dictar
reglamentos en que aplique una prisión que no exceda de catorce
días, y con la de 1836, que autoriza á los consejos provinciales para
establecer multas y prisión que no exceda de ocho[18].

El artículo 14 proclama que “la libertad de cultos, la de su ejercicio
público, así como la libertad de manifestar las opiniones en toda
materia, son garantidas, _salvo la represión de los delitos_ cometidos
con ocasión del uso de estas libertades”; el 10, que “la enseñanza es
libre, que toda medida preventiva es prohibida; y que la _represión
de los delitos estará reglada por la ley_”; el 18 asegura la libertad
de la prensa, sin censura y sin caución de los escritores, editores
ó impresores; y el 19, declara que “los belgas tienen el derecho
de _reunirse_ pacíficamente sin armas, _conformándose á las leyes
que pueden reglar el ejercicio_ de este derecho; pero sin que esta
disposición pueda aplicarse á las reuniones al aire libre, que quedan
enteramente _sometidas á las leyes de policía_”.

El 20 trae además que tienen el derecho de _asociarse_, sin estar
sometidos á ninguna medida preventiva, lo cual se refiere á las
asociaciones de todas las industrias; pero sin derogar los requisitos
que éstas necesitan, por las leyes generales, para ser autorizados por
el gobierno, según declaración de la Corte de Casación en julio de 1836.

De consiguiente, la garantía de todos estos derechos no está en la
Constitución, sino en las leyes particulares á que ella se refiere, y
en las ordenanzas reales ó consejales, es decir, en el arbitrio de las
autoridades constituidas, que según los tiempos y las circunstancias,
según los principios y los intereses reinantes, pueden modificarlos,
alterarlos ó reducirlos á una completa nulidad.

La Constitución belga sanciona, pues, la doctrina europea de poner
limitaciones á la iniciativa y actividad del hombre en el orden
intelectual y moral. En Europa se cree que así como es necesario
limitar la actividad en el orden material para defender la propiedad
y la persona, se puede también limitar la acción intelectual y moral,
como si el dominio del pensamiento estuviera limitado, á la manera del
mundo material, y como si toda traba impuesta á la manifestación del
pensamiento no fuera dañosa y arbitraria, y directamente perjudicial á
la manifestación de la verdad.

Allí no se comprende que la Constitución anglo-americana haya prohibido
al Poder toda injerencia en los dominios del pensamiento, de la
conciencia y de la libertad de asociación, y sin embargo de que la
Constitución belga no hace más que enunciar aquellos derechos, dejando
su uso, es decir, la libertad, al arbitrio de las leyes y de las
autoridades, se glorian los belgas de poseer todas las libertades que
razonablemente se pueden concebir y desear.

Las poseen, si acaso, merced á la bondad de su monarca; pero, ¿podrán
gloriarse de lo mismo cuando tengan otro rey que quiera hacer uso de su
inviolabilidad y de su poder en sentido contrario? La libertad belga
está menos segura que la inglesa, porque ni siquiera cuenta con las
instituciones, los hábitos, las ideas y costumbres, los intereses que
en la Gran Bretaña han hecho prácticos los derechos individuales que no
se oponen á la desigualdad y al organismo oligárquico de esta monarquía.

No exageramos: esa es la verdad que nos revelan todos los escritores
que miran con ojos imparciales la actual situación política de la
Europa. “Echemos una ojeada sobre la situación general de los espíritus
y verifiquemos las causas de nuestro malestar--dice Bernard--. En la
impotencia de los gobiernos para remediarlos, los pueblos y los reyes
viven en un estado de sospechas recíprocas muy poco lisonjero.

“Los pueblos piden reformas que creen necesarias, y los legisladores
se obstinan en rehusárselas: de allí el descrédito de los gobiernos
y el odio con que arrastran; de allí esas sangrientas represiones de
la opinión pública; de allí esa lucha incesante y terrible que ha
trastornado tantos tronos, que amenaza á los que subsisten y que se
lleva hasta el aflictivo extremo de que los súbditos combatan al Poder
como combatirían á un enemigo...

“La Constitución de un Estado, como la del individuo, ejerce la mayor
influencia en su porvenir. Ella es la que decide si la razón individual
prevalecerá sobre las inclinaciones groseras y la razón pública sobre
el egoísmo de los intereses privados. La Constitución política declara
á quién pertenece la autoridad, es decir, cuál es la razón que debe
gobernar al Estado, si la de un solo individuo, la de algunos ó la de
todos. Por consiguiente, las leyes fundamentales presiden los destinos
del Estado y deberían ser objeto de predilección de los estudios de un
pueblo previsor.

“Al contrario, no hay error más acreditado que el que pretende que las
leyes fundamentales y las cuestiones de política deben ser indiferentes
á los ciudadanos, porque las sociedades, como los individuos, viven con
toda especie de constitución.

“¿Acaso las sociedades y los individuos no están en este mundo más que
para vivir, cualquiera que sea la atmósfera que respiren? ¿Viven de la
misma manera el hombre moral y el libertino, el criminal y el justo,
el rico y el indigente, el cuerdo y el insensato? ¿Las naciones libres
y poderosas arrastran la misma existencia vegetativa que las tribus
bárbaras y los pueblos oprimidos?

“Las naciones pueden subsistir bajo todo régimen, como los piratas
y los cretinos, con todas las imperfecciones físicas y los vicios
imaginables; pero el hombre, y con más razón el cuerpo social, es más
dichoso á medida que posee mayor suma de elementos de felicidad, y
sobre todo inteligencia más perfecta. El gobierno es el alma de las
sociedades: la Constitución es su evangelio político. ¡Oh! ¿Cómo podría
ser extraña á la felicidad de los súbditos la ciencia de las leyes
orgánicas?...

“La opinión universal no se ha pronunciado todavía sobre las causas
de nuestro malestar. Lo único en que está positivamente de acuerdo es
en que la situación política de la Europa, en general, _no es buena_,
que no hemos llegado al grado de perfección gubernamental que podemos
alcanzar haciendo todos nuestros esfuerzos.

“En odio de la democracia se retrograda hasta el derecho divino, y
por aversión al derecho divino se va hasta soñar en el aniquilamiento
de toda autoridad. Para comprimir la voluntad nacional la usurpación
recurre á la obediencia ciega y pasiva del soldado, mientras que el
pueblo, para refrenar al usurpador, se hace matar en las barricadas.
Así: ‘abolición de la autoridad, resistencia al Poder’ es el reverso
de la medalla en que está escrito: ‘derecho divino, desprecio de
los gobiernos para la opinión pública’. El exceso de los unos es
la consecuencia natural del exceso de los otros. Si el poder no
transgrediera sus atribuciones, nadie pensaría en abolirlo...

“¡La incertidumbre! ¡He ahí el mayor de nuestros males! Los gobiernos
no saben qué reprimir y provocan sin cesar las represalias. Si
triunfan, recurren á las precedentes vejaciones, que producen nuevos
levantamientos; mientras que las revoluciones victoriosas se contentan
con demoler. Pero demoler y perseguir no es gobernar; gobernar es
mejorar; y si se sabe lo que se debe destruir, porque el malestar
general lo repite diariamente, no se sabe lo que se debe reconstruir.

“Y cuando en tan aflictiva situación se divisa en el horizonte un
faro en que aparece escrito: _democracia_, y cuya inscripción secular
indica el verdadero camino de la prosperidad de los pueblos, nuestros
estadistas, en vez de acercarse con prudencia, juiciosamente, á
examinar lo que alumbra ese fuego lejano, se precipitan locamente á
extinguirlo y persiguen á sus guardianes, como para favorecer con las
tinieblas de la ignorancia esas luchas estériles y sangrientas que
desgarran nuestro seno, y en cuyo espectáculo parece que se complacen.

“¿Saben esos gobiernos adónde marchan?...

“¿Cuál es el gobierno que cree haber dotado á sus pueblos de
instituciones convenientes? ¿Cuáles son, cómo se han hecho las
constituciones que hoy presiden los destinos de la Europa? ¿Son la obra
de los mejores espíritus? ¿Han sido concebidas con independencia, en la
calma de una situación tranquila? ¿Son ellas el fruto de la reflexión
y de la experiencia? ¿No han sido, por el contrario, redactadas todas
ellas bajo el pánico de las revoluciones, bajo la compresión de los
partidos?

“En general no se ha hecho más que calcar á toda prisa las
constituciones impotentes de los Estados vecinos, derivadas, la
mayor parte, de la Carta inglesa, la cual no es otra cosa que una
olla podrida de diversos sistemas, formada al azar, en diversas
épocas calamitosas, amalgama informe de monarquía, de feudalismo y
de democracia, sin otro resorte que el de la corrupción, sin otro
resultado que la miseria del mayor número, sin otro porvenir que la
insurrección. Todas estas constituciones indistintamente no pueden
finalizar sino por catástrofes, y, sin embargo, á cada trono que se
desmorona nos mostramos más incorregibles, y recurrimos á los mismos
antídotos. ¡No se sabe más!”...[19].

Tal es la pintura más exacta que podemos tener de la situación política
de esa Europa que nos acusa á nosotros de vivir en la anarquía. Al
fin los americanos sabemos á qué atenernos; nuestras revoluciones no
destruyen, sino para reconstruir la autoridad sobre el derecho, para
afianzar la democracia, que se desdeña y se teme en Europa; nuestros
despotismos no se mantienen en su efímera existencia sino á trueque de
transigir con algún derecho, ó á nombre de algún interés social, nunca
de una dinastía ó de un individuo, jamás á nombre de un absurdo ó de
algún fantasma político de esos que avergonzarían á la Europa, si fuera
capaz de conocer su deformidad.

Laboulaye nos da también testimonio de aquella situación desgraciada,
y hablando del descrédito de las instituciones políticas, revela una
causa más profunda del mal; tal es el abandono, la abyección en que han
caído los pueblos.

“Es notable--dice--que hoy no se hable ya de libertades políticas.
Hace treinta años que no había un hombre bien educado que no hubiera
hecho una Constitución política. Las cuestiones á la orden del día
eran la naturaleza del poder real, el derecho de paz y de guerra, la
iniciativa de las cámaras, la responsabilidad de los ministros y de
los agentes del poder, la jurisdicción administrativa; hoy no tienen
ya eco semejantes discusiones. De esta diferencia se podría dar más de
una razón; pero hay una que me hiere entre todas, y es que nosotros
hemos tenido tales decepciones, que ya no atribuimos más que un valor
mediocre á las teorías políticas. Sentimos por instinto que con dos
cámaras, la tribuna y la prensa, un pueblo será libre si el espíritu
público está vivo, si la opinión es activa; pero sentimos también que
los diputados y los diarios no servirán de nada á un pueblo que se
abandona y que no tiene el gusto de la libertad”.

Esto dice uno de los escritores liberales más irreprochables de Europa.

Pero ¿qué significa ese abandono de las garantías políticas y esa
pasión por las libertades civiles, sino un lamentable retroceso? Los
grandes escritores europeos, así como los pueblos, que en otro tiempo
buscaron los derechos de que están despojados en la forma de gobierno,
creen hoy que pueden obtenerlos de cualquiera, de la monarquía absoluta
misma, si hay una ley que se los conceda por favor.

No ven más que la fuerza, demasiado grande, del Estado absoluto,
“fuerza que no existe sino á expensas de la dignidad y de la libertad
del hombre”, y desde el protestante Eœtvœs hasta el católico
Montalembert, desde el filósofo Humboldt hasta el publicista Laboulaye,
reclaman la emancipación del individuo y de la sociedad, y la buscan,
no ya en las formas representativas ni en las garantías que dan los
derechos políticos, sino en un Estado que sea bastante fuerte y
poderoso para concederles la paz, con tal que deje á la sociedad sus
derechos y libertades civiles.

Es decir: buscan la solución del problema en la coexistencia de la
monarquía actual, de la monarquía latina, que es la causa de los
males que lamentan, con las libertades individuales; como si pudieran
coexistir el asesino con su víctima, el vampiro con la indefensa res
cuya sangre chupa. Porque la _Declaración de los derechos del hombre_
no pasó de ser un programa brillante de 1789, que la soberanía absoluta
del pueblo borró con sangre, creen que la soberanía que piensan limitar
en manos de los monarcas no sería también capaz de ahogar las leyes
que otorgaran esos derechos. Porque todas las constituciones que
han prometido esos derechos no han alcanzado á darlos creen que los
darían los reyes gobernando sin la representación del pueblo que esas
constituciones les obligaban á respetar. Porque las revoluciones de
la libertad han fracasado en la inexperiencia y en la ignorancia de
los esclavos que rompían sus cadenas para sublevarse, creen que las
garantías políticas y civiles dejarían de ser una fórmula vana en manos
de un poder enérgico y centralizado que tuviera hoy la condescendencia
de otorgarlas, para arrepentirse mañana y revocar su concesión; creen
aún que el imperio del golpe de Estado, que su Constitución de 852 es
bastante elástica, como dice Laboulaye, para que se preste sin trabajo
á todo lo que la opinión exige.

Esto es revolverse sin cesar en un círculo vicioso de errores, esto
es desatentarse, perturbarse como el ave de los bosques que se siente
atraída por la irresistible aspiración del boa que la domina desde
su espantosa guarida; la monarquía los perturba y los envuelve en
su pestilente aliento, sin que tan siquiera la inteligencia pueda
desplegar sus poderosas alas para tomar el vuelo y escaparse.

Y ¿esa es la Europa que puede ser la maestra política de la América?
¿Sus pueblos esclavos, sus instituciones caducas, dictadas por el
espíritu infernal de la fuerza, que sólo cede y transige cuando
la fuerza bruta de los esclavos le inspira miedo; sus publicistas
preocupados, sus políticos dominados pueden presentarnos modelos que
imitar, lecciones que aprender, máximas que reverenciar? ¡Mil veces no!
¡Ay de los americanos que así se engañen! Bastante cara hemos pagado
ya la inocente aspiración de buscar la luz de la política y de la moral
en las tinieblas del Viejo Mundo!

¡Qué de males no nos han causado las teorías y los fascinadores errores
que hemos aprendido de la Europa, creyendo que en nuestras repúblicas
podían ensayarse los arbitrios á que apelaba la monarquía europea
para conservarse, y los expedientes á que recurrían sus enemigos para
salvarse de ella!

¡Mucho hemos padecido en cincuenta años de lucha pertinaz y sangrienta
para consolidar la república democrática! Pero, ¿qué nuevo sistema se
ha hecho paso jamás sin dolor? El gobierno federal y casi individual
de los bárbaros no se hospedó en los dominios de Roma sino después de
haber destruido á sangre y fuego la monarquía latina.

Ésta no reapareció triunfante con los reyes cristianos, sino después
de una guerra atroz contra los señores feudales, y no principió á
modificarse en el presente siglo, sino después de las revoluciones
sangrientas que espantaron á la Europa al mismo tiempo que la América
se emancipaba.

Los contemporáneos europeos que cierran la historia de sus antepasados
y que enmudecen su memoria para imaginarse que no les ha costado una
gota de sangre llegar á la situación en que se hallan, que aunque
todavía degradante y vergonzosa es, sin embargo, mejor que la que
sufrieron sus padres, vociferan contra nuestras revoluciones y nos
suponen sumergidos en la barbarie y la anarquía, sin darse por
entendidos de que nosotros elaboramos su porvenir y de que de nuestros
sacrificios ha de resultar el triunfo del nuevo dogma político que los
ha de sacar á ellos de la esclavitud. Esa injusticia nos honra.

La humanidad es constitucionalmente ingrata y desconocida. No importa.
Lo que hay de cierto en el fondo de nuestra situación, que de ninguna
manera es anárquica, sino convulsiva y agitada, como la de todo
período de formación y de nacimiento, es que no hay día en que no
conquistemos ó que no consolidemos un derecho, de esos que hoy sólo
divisan en lontananza los sabios europeos, y que todavía son ignorados
de sus pueblos. Las convulsiones pasan en pocos días, los despotismos
á la europea que se levantan no alcanzan á respirar, y entre tanto,
la libertad religiosa, la del pensamiento, la de asociación, la de
enseñanza, los derechos individuales prenden aquí y allá, se hacen una
realidad, sin violencia, sin causar novedad, sin que haya reyes que se
espanten, y sin que las preocupaciones que nos legó la vieja Europa y
que nos inspira todavía tengan aquí bastante fuerza para reaccionar con
buen resultado, ni aun para atajar al derecho en su marcha triunfal, ni
eclipsar la verdad, que se irradia hasta en los más recónditos pliegues
de la sociedad.

Pero ya nos llegará el tiempo de estudiar esas revoluciones y nuestra
situación, en la segunda parte y en la tercera de nuestro libro.
Entretanto repetiremos que el Nuevo Mundo es el mundo de la luz y que
es la Europa la que tiene que aprender de la ignorada y calumniada
América.


                              NOTAS:

[14] Se comprende lo de la Iglesia libre, si con esta expresión se
quiere significar que la Iglesia, como esfera de la actividad social
en que se ejercita la idea fundamental de la religión, debe ser
independiente de todo poder extraño; pero no se comprende lo que
significa _la Iglesia libre en el Estado libre_. Estado libre, según el
derecho internacional, es el que no depende de otra potencia; y no deja
de ser libre aunque tenga una religión ó proteja todos los cultos. Se
quiere que el Estado no haga esto, para que pueda existir la libertad
religiosa.

Así también se exigía antes que el Estado no fuera industrial para
conquistar la libertad de la industria, y los economistas habrían
proclamado un absurdo si hubieran dicho _la industria libre en el
Estado libre_, para significar la separación de la industria y el
Estado. Es necesario rechazar estas fórmulas embrolladas, que no hacen
más que confundir las ideas, perpetuando el lamentable abuso que se ha
hecho de la palabra libertad por los que la aman sin comprenderla, á
manera de Don Quijote, que amaba á su dama sin conocerla.

[15] Copiaremos aquí una nota estadística de Montalembert: en 1774, en
todas las colonias inglesas de que salieron los Estados Unidos sólo
se contaban 18 sacerdotes católicos. El primer obispo sólo apareció
allí en 1790. En 1839 la Iglesia contaba en los Estados Unidos una
provincia, 16 diócesis, 18 obispos, 478 sacerdotes, 418 iglesias. En
1849 tres provincias, 30 diócesis, 36 obispos, 1.000 sacerdotes, 966
iglesias. En 1859 siete provincias, 43 diócesis, dos vicariatos, 45
obispos, 2.108 sacerdotes, 2.334 iglesias. El escritor católico cree
con razón que “tales progresos no se han visto en ninguna otra parte
desde los primeros siglos de la Iglesia”, y ese es un milagro de la
libertad religiosa y de la libertad de asociación.

[16] LABOULAYE: _L’État et ses limites_.

[17] Véase _Le Droit Publique Suisse de Ullmer, traduit de l’allemand
par ordre du Conseil Fédéral_, 1864.

[18] Para todo lo que decimos de la Constitución belga véase _Code
constitutionnel de la Belgique, ou commentaire sur la Constitution_,
etc., _par Bivort_, 1859.

[19] _Théorie de l’autorité appliquée aux nations modernes_, por C.
Bernard, 1861; capítulo II: _Situation politique de l’Europe_.



                                  IX


Prueba evidente de lo que decimos se halla en la notable circunstancia
de ser hoy la escuela americana la única que en el campo de la ciencia
social concibe la verdad y la proclama netamente en Inglaterra y en
Francia. Ya en tiempos pasados, durante la revolución francesa, era
también la escuela americana la que señalaba la senda que la revolución
debía seguir para reconstruir la sociedad y el Estado.

Su voz fué ahogada por las ilusiones de los revolucionarios, por los
errores que habían tomado de Rousseau y de otros filósofos ilusos, por
el terror en que fundó su imperio el pueblo soberano, que á su turno
pretendía ser también absoluto, como lo habían sido sus monarcas,
cuyo absolutismo decapitaba en Luis XVI. Más tarde, cuando el poder
omnímodo del pueblo había cedido su puesto al imperio del nuevo César,
y éste había dejado el suyo á la monarquía constitucional; cuando los
embusteros políticos de 1830 llegaron á la escena con el propósito
de reconstruir con sus paradojas el poder enérgico, centralizado y
tutelar de la monarquía latina sobre el engaño del pueblo y por medio
de la farsa y de la prestidigitación; entonces reaparece otra vez
la escuela americana y se hace oir y respetar en la voz potente del
inmortal Tocqueville.

Es cierto: él no comprendió bien la causa de la existencia y del
progreso de la República democrática en los Estados Unidos. Laboulaye
ha tenido razón de exclamar: “¡Cosa extraña! M. de Tocqueville no supo
desprenderse del sentimiento aristocrático que le dominaba. Busca la
causa del prodigioso espectáculo que tiene á la vista ya en la raza,
en el país, en la creencia, en la educación, en las instituciones,
mientras que un solo principio, una misma ley se lo habría explicado
todo”.

En América todo parte del individuo; en nuestra vieja Europa todo
viene del Estado. Allá, la sociedad salida de la iglesia puritana no
conoce más que el hombre y le deja el cuidado de su vida, como el de su
conciencia; aquí estamos aprisionados en el círculo estrecho y variable
que traza alrededor de nosotros la mano del Poder. Reconocida esta
verdad, todo aparece claro en la aparente confusión de la América; allí
es preciso buscar el orden verdadero, el orden que nace de la comunidad
de las ideas, del respeto mutuo, de la libertad individual.

En Francia se alegan con cierto placer las asonadas de una ciudad
sin policía como Nueva York, ó las violencias y ultrajes de algunos
cultivadores perdidos en las soledades del Sur; pero no se puede juzgar
un país sino por el conjunto de las casas. ¿En dónde es más intensa
la vida y el progreso más visible? ¿Qué hemos hecho en Argelia, en
treinta años, con nuestros procedimientos regulares y artificiales?
Ved, por el contrario, lo que un puñado de americanos tomados al azar
ha hecho en algunos años en las costas desiertas de California[20].

Pero Tocqueville fué el primero que llevó á la Europa, entre muchas
ideas nuevas y santas, la de que la libertad no es la igualdad, como
se ha creído siempre y se cree todavía en Francia, olvidando que la
igualdad se amolda á todos los sistemas y que puede coexistir con el
régimen más absoluto. Él reveló la existencia de una república poderosa
en que la democracia es una realidad y de la cual tiene mucho que
aprender la Europa.

Protestó contra la idea pagana de la soberanía absoluta; contra el
poder único, simple, providencial y creador; contra la omnipotencia
del poder social y la uniformidad de sus reglas, que forma el rasgo
saliente que caracteriza todos los sistemas políticos engendrados
en Europa; al revés de lo que sucede en los Estados Unidos, donde
la gran máxima sobre que reposa la sociedad civil y política es la
independencia del individuo para dirigir por sí mismo las cosas que
sólo á él interesan, máxima “que el padre de familia aplica á sus
hijos, el amo á sus sirvientes, la municipalidad á sus administrados,
el Poder á las municipalidades, el Estado á las provincias, la Unión á
los Estados, y que extendida así al conjunto de la nación, llega á ser
el dogma de la soberanía del pueblo”[21].

Pero Tocqueville no era republicano en Francia.

Se limitaba á pedir y servir la libertad, la justicia, la
descentralización administrativa. Quería la emancipación de la
Municipalidad, la completa libertad de la prensa, dar á la magistratura
el lugar que le corresponde en un país libre, esto es, hacerla
soberana. “En este punto estaba él tan adelantado á las ideas francesas
que no sé--dice Laboulaye--si se le ha comprendido”.

Nuestra magistratura es muy considerada y con razón; pero si nuestros
tribunales aseguran en las litis ordinarias una justicia imparcial
é ilustrada, no constituyen por eso una garantía política para el
ciudadano. Todas las constituciones repiten á la sociedad que la
separación de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial,
es la condición de la libertad; pero desde 1789 jamás en Francia la
justicia ha marchado al igual con la autoridad de las cámaras y del
príncipe; ese poder independiente ha estado siempre subordinado.

La administración se le escapa por el privilegio de su jurisdicción
y aun lo domina á veces por la competencia. Por más que se queje el
ciudadano, jamás tiene acción el juez sobre el funcionario que obedece
á un orden regular. Aunque el oficial público abuse abiertamente de
su poder, es necesario el permiso del Estado para citar al culpable
delante de los tribunales. No es así en América y en Inglaterra. Todo
agente de la autoridad es personalmente responsable de la orden que
ejecuta: no hay funcionario que el ciudadano no pueda inmediatamente
demandar ante la justicia para forzarlo á que respete la ley.

En estos conflictos inevitables, que en todos los países suceden entre
los particulares y el Estado, la última palabra entre nosotros es la de
la administración; entre los ingleses y americanos la última palabra
es la justicia. La razón es sencilla: en un gobierno centralizado el
interés general representado por el Estado está antes del individuo; en
un país libre el derecho del individuo contiene las pretensiones del
Estado, y sólo un juez tiene el poder de pronunciar. “En América--decía
M. de Tocqueville--el hombre no obedece jamás al hombre, sino á la
justicia, á la ley”.

En cuanto á la centralización del poder en Francia, el sabio
americanista la creía funesta á la existencia de la libertad. Él
demostró hasta la evidencia “un hecho tan curioso para la historia
como importante para la política, esto es, que á pesar de todos los
esfuerzos de la Revolución para romper con el pasado, la Francia
administrativa del siglo XIX se diferencia menos que lo que se cree
de la Francia de Luis XV; que la centralización administrativa es
un legado de la antigua monarquía, aceptado y aumentado por la
Revolución”. No es que M. de Tocqueville crea que la Revolución ha sido
una obra estéril.

La Revolución ha sido fecunda por sus destrucciones: ha arruinado todo
lo que se oponía á la igualdad. Ella suprimió la nobleza, que fuera del
ejército no era más que una casta inútil; destruyó el poder territorial
del clero, poder que no tenía razón para existir; desembarazó el
suelo de cargas pesadas, que no eran compensadas y que encadenaban
la agricultura; emancipó la industria; estableció la uniformidad del
impuesto; en dos palabras: la Revolución fué una gran reforma social;
pero ese nivel, pasado por todas las condiciones, no ha hecho más que
hacer más directa y fuerte la acción del Estado. La prueba de ello es
que no hay en Europa monarquía absoluta ninguna que no haya tomado á
la Administración francesa por modelo. La Rusia, por ejemplo, se la
asimila cada vez más, sin que se pueda acusarla de un amor inmoderado
por las ideas de 1789, á lo menos por las que defendían Lafayette,
Barnave y Mirabeau[22].

Pero la propaganda de Tocqueville no halló prosélitos. La voz de los
pocos que le comprendieron no fué siquiera escuchada en la revolución
de 1848, y los franceses, entonces, obcecados como siempre en creer que
la igualdad los haría libres y en suponer que la nación, al obrar como
soberana, podía desplegar un poder tan absoluto y tan ilimitado como
el de la monarquía que destruían, se pusieron de nuevo á inventar una
República, y no lograron por segunda vez otra cosa que desacreditar una
forma de gobierno, para caer en manos de otro César, que á nombre de
esa soberanía absoluta les diera la igualdad y les quitara todos sus
derechos, todas sus libertades.

Después de este segundo ensayo del orgullo europeo se ha comenzado
á comprender la verdadera causa del mal, y los hombres amantes de
la patria y de la verdad, cualquiera que haya sido ó sea su partido
político, han comenzado á echar una mirada de esperanza hacia
la América del norte, á buscar en ella, en sus instituciones y
costumbres, la solución del problema que no han podido resolver cuatro
generaciones, que han malgastado su sangre y sus esfuerzos á pura
pérdida.

Son varios los escritores que en el seno mismo de la esclavitud han
tenido el arrojo de levantar su voz para anunciar la nueva luz que hoy
llega desde el ocaso al Viejo Mundo, que en otros tiempos la recibió
del oriente. Vamos á exponer ahora las teorías de dos únicamente, que
á nuestro juicio son los primeros, los que de nuevo fundan y propagan
en Europa la escuela americana: Laboulaye, que en la Cátedra y en la
prensa da á conocer las instituciones de la democracia americana, las
defiende é ilustra en todos los tonos y las formas, que asume como
profesor, como novelista y como filósofo; y Courcell-Seneuille, que
ha escrito en Chile y publicado en París el libro más notable que la
ciencia social ha podido jamás presentar.


                              NOTAS:

[20] _L’État et ses limites._

[21] _De la Démocratie en Amérique._

[22] _Alexis de Tocqueville_, por Laboulaye.



                                   X


Laboulaye, en su libro sobre _El Estado y sus límites_, parte del
principio irrecusable de que la filosofía política no puede proponerse
otra cosa que la de descubrir las leyes que rigen el mundo moral:
porque hoy ya no se puede creer que Dios se mezcle incesantemente en
nuestras pasiones y en nuestras miserias, estando siempre listo para
salir de las nubes, con rayo en mano, á vengar la inocencia y castigar
el crimen.

Ya nadie espera esos golpes teatrales de la justicia divina, ni hay
quien crea, si no es Napoleón III, que un grande hombre reciba la
misión celestial de aparecer súbitamente en medio de una sociedad
inerte, para amasarla á su gusto y animarla con su soplo, cual otro
Prometeo. Se siente todo eso; pero desgraciadamente la ciencia está
nueva y mal establecida.

Esta convicción lleva á Laboulaye á proclamar por primera vez en
la ciencia política europea una doctrina que hace más de veinte
años habíamos proclamado nosotros y habíamos practicado en Chile.
“Reunir los hechos--dice el publicista francés--es una obra penosa y
sin brillo; es más fácil imaginarse un sistema, erigir un elemento
particular en principio universal, y dar la razón de todo con una
palabra. De ahí esas bellas teorías que brotan y caen en una estación;
influencia de la _raza_ ó del clima, ley de la decadencia, del
retroceso, de oposición, de progreso.

“Nada más ingenioso que las ideas de Vico, de Herder, de Saint-Simón,
de Hegel; pero es evidente que á pesar de sus partes brillantes, esas
construcciones ambiciosas no reposan sobre nada. Al través de esas
fuerzas fatales que arrastran á la humanidad hacia un destino del cual
ella no puede huir, ¿en dónde colocar la libertad? ¿Qué parte de acción
y de responsabilidad queda al individuo? Mucho ingenio se gasta para
dar vueltas al problema, en lugar de resolverlo; pero, ¿qué importan
esas poéticas quimeras? Lo único que nos interesa es precisamente lo
que se nos dice. Si se quiere escribir una filosofía de la historia que
pueda aceptar la Ciencia, es preciso cambiar de método y volver á la
observación.

“No basta estudiar los acontecimientos, que no son sino efectos; es
preciso estudiar las ideas que los han producido, porque las ideas son
las causas, y sólo en ellas aparece la libertad. Cuando se arregle
la genealogía de las ideas, cuando se sepa qué educación ha recibido
cada siglo, cómo se ha corregido y completado en él la experiencia de
los que vivieron antes, entonces será posible comprender el curso del
pasado y quizás presentir la marcha del porvenir.

“No hay que engañarse. La vida de las sociedades, como la del
individuo, está siempre regida por ciertas opiniones, por cierta fe...”.

Eso mismo pensábamos y practicábamos nosotros en 1844, en nuestras
_Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del
sistema colonial de los españoles en Chile_, atreviéndonos por la
primera vez, que sepamos, á combatir las teorías de Herder.

“Es cierto--decíamos--que al contemplar en el inmenso caos de los
tiempos un poder superior, siempre en acción, que lo regulariza
todo, una ley orgánica de la humanidad siempre constante y demasiado
poderosa, á la cual se sujetan los imperios en su prosperidad, en su
decadencia y en su ruina, la cual preside á todas las sociedades,
sometiéndolas á sus irresistibles preceptos, apresurando el exterminio
de las unas y proveyendo á la subsistencia y ventura de las otras,
es cierto que al ver una armonía siempre notable y sabia en esa
confusión anárquica que produce el choque y dislocación de los
elementos del universo moral, el espíritu se agobia de admiración y
como fatigado abandona el análisis, juzgando no sólo excusable sino
también lógicamente necesario creer en la fatalidad, entregarse á ese
poder regulador de la creación, confiarse en el orden majestuoso de los
tiempos y adormecerse arrullado con la esperanza de que esa potestad
que ha sabido pesar y equilibrar los siglos y los imperios, que ha
contado los días de la vieja Caldea, del Egipto, de la Fenicia, de
Tebas la de cien puertas, de la heroica Sagunto, de la implacable Roma,
sabrá también coordinar los pocos instantes que le han sido reservados
al hombre y esos efímeros movimientos que llenan su duración”[23].

Mas el error en que se funda este raciocinio, al parecer tan lógico,
se descubre cuando nos elevamos á contemplar la alteza de la
humanidad, cuando nos fijamos en esa libertad de acción de que la
ha dotado su creador. La sucesión de causas y efectos morales que
constituyen el gran código á que el género humano está sometido por
su propia naturaleza, no es tan estrictamente fatal que se opere sin
participación alguna del hombre; antes bien la acción de esas causas es
enteramente nula si el hombre no la promueve con sus actos.

Tiene éste una parte tan efectiva en su destino, que ni su ventura
ni su desgracia son en la mayor parte de los casos otra cosa que un
resultado necesario de sus operaciones, es decir, de su libertad. El
hombre piensa con independencia, y sus concepciones son siempre el
origen y fundamento de su voluntad, de manera que sus actos espontáneos
no hacen más que promover y apresurar el desarrollo de las causas
naturales que han de producir su felicidad y perfección ó su completa
decadencia...

Estas observaciones, fundadas rigurosamente en los hechos, nos prueban
demasiado bien que la humanidad es harto más noble en su esencia y que
está destinada á fines más grandiosos que los que imaginan aquéllos
que la consideran sometida tan estúpidamente como la materia á sus
leyes. Pensar que las sociedades humanas debieran entregarse pasivas
á una ley que caprichosamente las extingue ó engrandece, sin que ellas
puedan influir en manera alguna en su bienestar ó en su desgracia, es
tan absurdo y peligroso como establecer que el hombre debe encomendarse
á otro poder que no sea el que le ha dado la naturaleza para labrarse
su felicidad, y que por someterse al orden fatal de su destino debe
encadenar en la inercia sus facultades activas[24].

Con efecto: la humanidad es dueña de sus destinos, y, por tanto, es
necesario que las ciencias morales se funden en la observación, como
las ciencias físicas, para descubrir las leyes ciertas á que ella
obedece, y aun para prever el porvenir. Laboulaye dice que aunque
parezca temeraria esta aserción, él quiere verificarla á sus expensas,
estudiando, aun á riesgo de aparecer como falso profeta, una idea que,
desconocida hoy en Europa, puede aparecer clara muy pronto. “Esta idea,
que por lo demás no es nueva, pero cuya hora aún no ha sonado, es que
_el Estado, ó si se quiere la soberanía, tiene límites naturales en que
acaba su poder y su derecho_”.

Aquí nos será permitida otra digresión, por vía de comparación del
estado de la ciencia política en ambos continentes. Ese principio, que
no puede ser enunciado siquiera sin riesgo en Europa, es una realidad
en América, porque sólo en virtud de él es que las constituciones de
las repúblicas americanas limitan el poder de la soberanía, por medio
de la determinación de las atribuciones de los poderes que la ejercen.

La Constitución de los Estados Unidos del norte, que es la más
explícita de esta parte, declara terminantemente que: “El Congreso no
puede hacer ley alguna estableciendo una religión ó prohibiendo el
ejercicio libre de otra, ó restringiendo la libertad de la palabra ó de
la prensa, ó el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y pedir
justicia al gobierno; ó violando el derecho que garantiza al pueblo
contra los registros y embargos arbitrarios en sus personas, domicilio,
papeles y efectos”[25].

De la misma manera limita el poder de los Estados en varios negociados,
y sobre todo les prohibe dar leyes retrospectivas, ó leyes en virtud
de las cuales se pueda condenar sin forma de juicio, ó que anulen
las obligaciones contraídas por contratos[26]. Sobre estas materias
y otras análogas, el Poder judicial, que es allí independiente, es
tan estricto, que jamás aplica ley alguna que sea contraria á las
limitaciones determinadas en la Constitución, dando así una verdadera
garantía política á los ciudadanos contra los abusos del Estado, sobre
lo cual hay multitud de decisiones[27].

El mismo principio se enseña en las universidades hispano-americanas, y
el que estas líneas escribe lo ha sostenido y propagado siempre durante
quince años, desde 1836 adelante, en las cátedras de derecho público,
en Santiago de Chile[28].

Contra esta enseñanza y la adopción general en América de aquella
doctrina no podrían citarse algunos actos de los partidos políticos en
circunstancias anormales, porque, aparte de la vaguedad de las leyes
que han podido dar lugar á ellos, no es esa la práctica ordinaria, que,
sin duda, acabará por corregir aquella vaguedad y por incorporar de un
modo definitivo en nuestra jurisprudencia constitucional lo que todavía
es una quimera en el Viejo Mundo: la limitación de los poderes del
Estado.

Vamos á exponer las ideas de Laboulaye sobre esta cuestión, porque
en el estudio histórico que él hace de la idea del Estado hallaremos
preciosos datos para apreciar mejor el atraso político de la Europa,
donde todavía es una temeridad el hablar de la necesidad de limitar la
soberanía.

Para conocer á fondo la idea contraria, la del poder omnímodo del
Estado, Laboulaye estudia su genealogía desde los griegos y los
romanos, que son los antepasados políticos de la Europa, á pesar de la
enorme diferencia que hay entre ambas civilizaciones.

Entre aquellos no había industria, ni comercio, el trabajo estaba en
manos de los esclavos, el ciudadano no tenía otras ocupaciones que la
guerra y la política, y no habiendo una clase intermedia, la miseria
extrema se hallaba al lado de la extrema opulencia. La ciudad era el
todo, nadie tenía derechos contra ella, el Estado era el dueño de los
ciudadanos, en cuanto la mayoría de éstos disponía de todos.

Mientras que Roma fué una República, es decir, una aristocracia
omnipotente de ciudadanos, éstos, que eran la nobleza, gozaban de una
libertad soberana y no sentían el peligro de su teoría sobre el Estado.
Mas cuando tuvieron un emperador, su libertad fué aniquilada, porque
el despotismo lo abrazaba todo y no era posible escapar de él sino
con la muerte. Todo estaba en las manos del César: ejército, rentas,
administración, justicia, religión, educación, opinión, todo, hasta la
propiedad y la vida del último ciudadano; de modo que no era extraño
que los romanos adorasen al emperador, considerándolo en vida como un
_Numen_ y después de muerto como _Divus_, uno de los genios tutelares
del imperio.

Al principio, bajo los primeros Césares, el emperador gobernaba por sí
mismo, y más tarde por medio de la administración ó de las oficinas que
dependían de él, las cuales presentan en los códigos de Teodosio y de
Justiniano una poderosa centralización, que ahoga á la sociedad bajo su
espantosa tutela. Este inmenso poder se fundaba en la antigua noción
de la soberanía popular, pues en teoría la República subsistía siempre
y el príncipe no era sino el representante de la democracia, el tribuno
perpetuo de la plebe. Los jurisconsultos del siglo III explicaban de
este modo el principio constitucional. _Quod principi placuit legis
habet vigorem_.

El cristianismo, que vino á arruinar la antigua civilización, echó
también por tierra la teoría política de los antiguos: “Dad al César
lo que es del César y á Dios lo que es de Dios”, es hoy un adagio
vulgar, que repetimos sin pensar en que es una declaración de guerra
al despotismo imperial. Allí donde reinaba una violenta unidad, Cristo
proclamó la separación; en adelante, en el mismo hombre era necesario
distinguir al ciudadano del fiel, respetar los derechos del cristiano,
inclinarse delante de la conciencia del individuo, lo cual era una
revolución, que comprendieron bien los emperadores romanos, tratando
de sofocarla en el martirio de sus adeptos. Lo raro y que no puede
explicarse sino por la imperfección humana es que después de diez y
nueve siglos sean los cristianos los que más se empeñan en desconocer
la independencia proclamada por Jesucristo, pretendiendo someter
todavía al imperio del Estado la conciencia, que no es del César sino
de Dios.

Con todo, la soberanía absoluta del Estado, que era una especie de
artículo de fe política, había echado tan profundas raíces, que el
cristianismo no pudo triunfar de ella, bien que la Iglesia tampoco lo
pretendió. Constantino, que debía á los cristianos una parte de su
fortuna, asoció la Iglesia á su poder.

Los obispos entraron con gusto en el cuadro de la administración
imperial; tomaron á los pontífices paganos sus privilegios, sus
títulos, sus honores, como también al paganismo sus templos y sus
fundaciones; nada se cambió en el Estado, no hubo sino algunos
funcionarios de más y sobre todos ellos el emperador.

El cristianismo ha hecho una gran revolución moral, esparciendo
sobre la tierra una vida y una doctrina nuevas; pero en el siglo IV
la Iglesia, la jerarquía, tomó en el Estado el lugar del antiguo
pontificado pagano, con algunas prerrogativas de más, y estableció con
la monarquía una liga estrecha que dura hasta hoy. En el fondo no hay
más que la idea pagana de la soberanía absoluta del Estado, con un
disfraz cristiano.

Mientras que el imperio extiende esa administración que le agota, los
bárbaros se aproximan y dan cuenta fácilmente de una sociedad que
después de largo tiempo estaba desarmada por los celos del Estado;
pero ellos traen una idea nueva que hace su fuerza: para el romano, el
Estado era todo, el ciudadano nada; para el germano, el Estado no es
nada, el individuo es todo. Cada jefe de familia se establece donde
quiere, gobierna su casa según lo entiende, recibe la justicia de sus
pares ó la administra, se enrola en la guerra bajo el jefe que escoge;
no reconoce más superior que el que se da á sí mismo; no paga otros
impuestos que los que vota, y por la menor injusticia apela á Dios y
á su espada. Esto es un trastorno de todas las ideas romanas: entre
los germanos una prodigiosa libertad y muy poca seguridad, entre los
romanos una seguridad muy grande, salvo el temor del príncipe y de sus
agentes: una policía vigilante é inquieta, pero libertad ninguna.

Cuando el germano se estableció en las provincias que le abandonaba la
debilidad del imperio, regló la propiedad á su imagen y la hizo libre
como él. La justicia, la policía, el impuesto pertenecen á la tierra
y la siguen en todas las manos. El feudalismo es el triunfo de este
sistema, que confunde la propiedad con la soberanía: cada barón es el
señor de la tierra, jefe en la guerra, juez en la paz; sólo para él
tienen deberes sus vasallos, y sólo él está obligado respecto del rey.

Desaparecieron el Estado, la centralización, la unidad; sólo queda
una jerarquía confusa, que no se parece al sistema romano ni á la
sociedad moderna. Pero bajo el despotismo de los señores había una
savia fecunda; esta savia que se ocultaba en el privilegio, era la
libertad, y á ella se debe la época del Renacimiento tanto como á la
acción tutelar de la Iglesia, que, ligando á los vencedores y á los
vencidos con el lazo común de la religión, aproximó y confundió lo que
se llamaba la civilización y lo que se llamaba la barbarie.

Esta acción tutelar de la Iglesia explica la influencia que ella tuvo
bajo las dos primeras razas y que conservó durante la Edad Media.
Emancipados los obispos por la caída del imperio, se encontraron á la
vez jefes de las ciudades, consejeros del rey germano, depositarios de
la tradición romana, y tan poderosos por sus luces como por su carácter
sagrado.

Desde el primer día de la invasión la Iglesia reasumió su
independencia natural y siguió una política que le sometió el
mundo. Esto no era, en proporción, otra cosa que la política romana
aplicada al gobierno de los espíritus. Desde luego, la Iglesia no
quiso someterse á las autoridades profanas y aspiró á someter al
poder temporal, exigiendo que los reyes se confesaran sus vasallos
espirituales.

Entonces la idea del Estado fué diferente de la romana, porque dos
potencias se dividieron el mundo, y la autoridad religiosa, es decir,
el poder moral é intelectual, tomó la suprema dirección de los negocios
humanos.

La Iglesia tomó á lo serio este gobierno del espíritu, que la opinión
le defería: le era necesaria el alma entera, dejando al príncipe
el cuerpo; y así la fe, el culto moral, educación, letras, artes,
ciencias, leyes civiles y criminales, todo estuvo en su mano. De esta
manera resolvía la Edad Media la difícil cuestión de los límites del
Estado.

Pero, como era natural, las ideas romanas mantuvieron siempre una
sorda reacción, que, andando el tiempo, llegó á hacerse fuerte. El
derecho romano fué exhumado y los legistas, con el Digesto y el Código,
comenzaron á minar las libertades feudales, haciendo triunfar su ideal
del Estado romano, esto es, la unidad y la uniformidad bajo un jefe que
no depende más que de Dios. Una fe, una ley, un rey: tal es su divisa.

La lucha de la reacción romana contra el feudalismo duró más de tres
siglos, y la monarquía absoluta triunfó al fin de la independencia,
sometiendo á los señores los castillos; las ciudades, las campañas á
la unidad legislativa, á la centralización despótica del Estado, y
la Iglesia misma se sometió por medio del concordato á la servidumbre
común. El rey la protege, la enriquece, la defiende contra la herejía;
pero al mismo tiempo nombra á los jefes y se sirve del episcopado como
de un medio de gobierno.

La obra estaba consumada, el Estado no tenía límites, el sistema romano
había reaparecido como en sus mejores días, cuando la Reforma abre
una era nueva en el mundo, restableciendo el principio individual y
protestando contra el poder absoluto de la tiara y de la corona. Lo que
se encontraba en el fondo de la reforma era la antigua independencia
germánica. Lo que muy luego reclaman los protestantes es el derecho de
cada cual para obedecer á su propia conciencia, para escoger su fe,
para constituir su iglesia; y de allí á discutir la obediencia civil, á
reclamar en el Estado la libertad que reinaba en la iglesia, no había
más que un paso, y este paso fué fácilmente dado.

La reforma inquietó á los príncipes; ella era una revolución semejante
á la que el cristianismo había venido á hacer en el imperio romano. La
organización política fundada en la estrecha alianza de la Iglesia y
el Estado estallaba por todas partes; la conciencia y el pensamiento
se escapaban al soberano. Se pretendió ahogar este soplo terrible
en la sangre de los mártires, la persecución engendró la revuelta
y la guerra; y agotada la Europa en las luchas fratricidas, las
dos comuniones, impotentes para reducirse, acabaron por tolerarse
mutuamente.

En Francia y en Alemania fué necesario sufrir que la minoría conservase
su religión; el Estado fué obligado á abdicar delante de la
conciencia. La libertad religiosa, alma de las sociedades modernas, es
la raíz de todas las demás libertades. No se divide en dos el espíritu
humano; si el individuo tiene el derecho de creer, tiene también el
derecho de pensar, de hablar y de obrar; los súbditos no pertenecen ya
al príncipe, el Estado es hecho para ellos, no para él. Eso fué lo que
sintió Luis XIV; su instinto despótico no le engañó.

El protestantismo era la negación del derecho divino, un desmentido de
la política tradicional de la monarquía. Anonadando á los reformados,
se creía asegurar la unidad; pero detrás de los protestantes se
hallaron los jansenistas, y arrasado Port-Royal, aparecieron al frente
los filósofos. El pensamiento era libre y se reía del rey.

En Inglaterra la reforma tomó dos fases diversas: para la nobleza y el
clero fué un rompimiento con Roma, y la Iglesia quedó estrechamente
unida al Estado; para la clase media y el pueblo fué tanto una
emancipación política como religiosa, pues la fe popular era el
calvinismo que rompía con el Estado y hacía de cada comunidad de fieles
una República que se gobernaba por sí misma y en la cual cada uno tenía
el derecho de _profetizar_, es decir, de hablar sobre todas las cosas.
Perseguido por la monarquía, el puritanismo triunfó con Cromwell;
y aunque este triunfo político fué de corta duración, el germen
republicano quedó en la sociedad inglesa, y fué el que, transportado á
las plantaciones del Nuevo Mundo, engendró á los Estados Unidos.

Si la primera revolución había sido calvinista y democrática, la de
1688 fué anglicana y conservadora. Se destronó al rey; pero no la
monarquía. En el reinado de Enrique VIII, las ideas del siglo y la
necesidad de resistir á la España habían concentrado el poder en las
manos de un señor; pero aceptando aquel despotismo como el baluarte
de la independencia y de la grandeza nacional, se había conservado
el antiguo espíritu sajón. Las ideas y las leyes romanas no habían
penetrado jamás en Inglaterra. La libertad estaba allí eclipsada; pero
no destruida.

La independencia comunal, el jurado civil y criminal, el parlamento,
el veto del impuesto no son conquistas ni tienen fecha entre los
ingleses: son establecimientos de la ley común; en otros términos, son
las costumbres que el espíritu sajón había llevado de la Gran Bretaña,
costumbres cuyo desarrollo ha sido á veces retardado; pero que no han
dejado de existir jamás. Esto explica cómo en 1688 la Inglaterra,
tomando posesión de sí misma, constituyó, sin sacudimientos, aquel
gobierno libre que la ha puesto á la cabeza de la civilización europea.

Las ideas inglesas tuvieron una influencia considerable durante el
último siglo en Francia, difundidas por Voltaire, por Montesquieu y
Delolme. Al lado de esta escuela inglesa apareció otra francesa, la de
los fisiócratas, que reclamaban la libertad de la agricultura y del
comercio, con la reforma del impuesto. Así es que en 1789 había en
Francia hombres ilustrados que, aunque partidos de diferentes puntos,
sentían la necesidad de reducir el despotismo del Estado; pero,
desgraciadamente, al lado de esta escuela liberal se fortificaba un
partido ardiente que confundía _el poder del pueblo con la libertad_,
y que estaba pronto á sacrificar todos los derechos á la soberanía
popular. Este partido, que debía triunfar, procedía de Rousseau, que
por medio de sofismas, que, á pesar de su nulidad, no han perdido su
influencia, y que se encuentran en el fondo de todos los movimientos
revolucionarios de Francia, restablece la teoría pagana de que la
libertad es la soberanía y de que el derecho no es más que la voluntad
de la nación.

Este error funesto dominó á la Constituyente, que, como órgano del
pueblo, se atribuyó el derecho de hacerlo todo y reformó tanto la
Iglesia como el Estado; sus sucesores obedecieron también al mismo
error. El Consulado aceptó la sucesión de la monarquía y restableció
la tradición en hombres y cosas, sin restablecer los privilegios, cuya
destrucción habría sido grata al mismo Richelieu.

Su grande obra fué el complemento de la de los reyes por medio de una
centralización más regular y más fuerte. Una administración enérgica,
una igualdad completa y nada de libertad: tal fué el régimen que
estableció el primer cónsul[29]. La restauración, aunque no restableció
la monarquía antigua y dejó á la Francia el gusto de la libertad
política, mantuvo el poder de la administración, y durante su reinado
el Estado, compuesto del monarca y de las cámaras, fué siempre el
Estado absoluto.

Bajo la monarquía de 1830 prevaleció también la falsa noción del
Estado, y los amigos de la libertad, que tuvieron entonces más acción
y más influencia en los destinos de la Francia que en el reinado
anterior, confundieron la soberanía electoral y parlamentaria con la
libertad.

El sistema proteccionista sostenido por la influencia de los grandes
industriales fué apenas contenido; la educación fué ampliamente
difundida, pero siempre por la mano del Estado, que rechazó la libertad
de enseñanza; el derecho de asociación, ese gran resorte de la
Inglaterra, fué prohibido; la prensa, cargada de trabas, y por lo mismo
concentrada en un pequeño número de diarios, fué un peligro, cuando
habría sido fácil hacerla inofensiva, difundiéndola. En suma: subsistió
siempre la administración imperial, animada, es verdad, de un espíritu
liberal y temperado por la publicidad; pero si el vicio original fué
paliado, no por eso fué curado. Otro es el camino por donde se conduce
á un pueblo á la libertad.

La revolución de 1848 mostró cuán extraña á las ideas liberales es la
generación actual. Después de treinta años de gobierno constitucional
se retrocedió entonces hasta los más fatales errores de la primera
revolución. Los publicistas, que se pretendían los más adelantados,
proclamaban que el individuo es hecho para la sociedad y no la sociedad
para el individuo, volviendo de este modo al _Contrato social_ y á
la tiranía de la Convención; los utopistas suprimían la familia y
se proponían encerrar á la Francia en un taller; los legisladores,
imbuidos en las preocupaciones de 1789, no imaginaban nada mejor para
fundar la democracia que debilitar el Poder ejecutivo, como si la
autoridad no fuera la primera garantía de la libertad.

El resultado de esta política no era dudoso, pues que está escrito en
todas las páginas de la historia. El pueblo se sirvió de su soberanía
para desembarazarse de la anarquía. Después de las asonadas, de la
guerra civil, de las amenazas y furores de la prensa, se tenía horror
aún del nombre de libertad, aunque ella no tiene nada de común con
semejantes excesos.

La Francia, que vive de su trabajo, estaba cansada del desorden y pedía
el reposo y la paz á todo precio. El imperio absoluto, más invasor
y más enérgico que nunca, reapareció, haciendo brillar en todo su
esplendor los días de los Césares romanos.


                              NOTAS:

[23] QUINET: Introducción á la obra de Herder titulada: _Idées sur la
philosophie de l’histoire de l’humanité_.

[24] _Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del
sistema colonial de los españoles en Chile; Memoria presentada á la
Universidad de Chile en su sesión anual del 22 de septiembre de 1844._
En esta obra nos propusimos aplicar la teoría misma que hoy enuncia y
aplica Laboulaye al estudio del Estado, pues estudiamos la genealogía
de las ideas, la educación que había recibido nuestra Patria, y
con ella toda la América española, para comprender el curso de los
acontecimientos pasados, presentes y futuros.

“Estudiemos á nuestros pueblos--decíamos allí (párrafo
VIII)--conozcamos sus errores y sus preocupaciones, para saber apreciar
los obstáculos que se oponen al desarrollo de su perfección y felicidad
y para descubrir los elementos de ventura que podemos emplear en su
favor”.

Fieles á nuestra teoría, no sólo hicimos aquel estudio, sino que en
1847 publicamos nuestro _Bosquejo histórico de la constitución del
gobierno de Chile en el primer período de la independencia_, y en 1853
nuestra _Historia constitucional del Medio Siglo_. Ambas obras son
del mismo carácter que la primera, es decir, de una misma escuela,
y la última aplica la teoría al estudio de la historia de las ideas
liberales en todo el mundo. Nuestra teoría se ha hecho casi general
en América en estos veintiún años, pues hemos visto muchos escritos
interesantes que más ó menos tienen la misma tendencia en el estudio de
la historia y de la política de nuestras sociedades americanas.

El de mayor mérito que conocemos es el ya citado _Ensayo sobre las
revoluciones políticas_, de nuestro amigo Samper. No pretendemos
reclamar privilegio de invención, pues si damos esta noticia es sólo
por vía de ilustración de la historia de la ciencia política, y para
que se compare su estado actual en América con el que alcanza en
Europa. Sabemos bien que los escritores políticos no tienen, como
lo observa Laboulaye, hablando de Tocqueville, la fortuna de los
poetas; porque sus obras se achican con el tiempo, á medida que sus
ideas se hacen el patrimonio de todos, y llegan hasta ser olvidados y
desconocidos por la generación que se apodera de ellas y las hace tan
suyas, que pierde de vista al que primero las reveló. Este es el mejor
triunfo que puede alcanzar el que señala una verdad desconocida en
una época: ¡qué importa que se le olvide, si la verdad triunfa y está
siempre presente!

[25] Artículos I y III de las Enmiendas á la Constitución de Estados
Unidos.

[26] Artículo I, sección X, de la Constitución de los Estados Unidos.

[27] Véase KENT: _Del gobierno y jurisprudencia constitucional
de los Estados Unidos_, sección X; traducción de D. A. Carrasco
Albano.--Buenos Aires, 1865.

[28] Véase nuestros _Elementos de derecho público_.--Primera parte,
artículo III, capítulo II, y artículo II, capítulo III.

[29] Si se considera que Napoleón contó para esto con el poder de la
reacción del régimen antiguo del despotismo, que tenía en Francia
tantos elementos, y con las conquistas que la revolución acababa de
hacer en la igualdad, mas no en la libertad, se advertirá que su tarea
no fué difícil y que su gloria como administrador es muy infundada.



                                  XI


Después de este estudio histórico de la idea fundamental del Estado,
que acabamos de extractar en lo substancial, Laboulaye se ha dirigido
naturalmente á estudiar la historia de la idea de la libertad. En su
opúsculo sobre la _Libertad antigua y la libertad moderna_ investiga
el curso de esta idea y su significado desde los griegos, porque es
necesario remontar hasta ellos para estudiar la política, es decir, la
ciencia del gobierno.

La palabra libertad no tiene el mismo sentido entre los antiguos que
entre los modernos; y por no haber hecho esta distinción, Rousseau y
Mably se han extraviado, y sus discípulos extraviados y fanáticos nos
han hecho pagar bien caro el error de sus maestros. Entre los griegos
la sociedad se divide en hombres libres y en esclavos. Estos últimos
no son sino instrumentos vivientes, animales domésticos que la ley no
reconoce.

Entre los hombres libres, el legislador y el político no consideran
sino á los que no viven de un trabajo manual, y que, por consiguiente,
pueden entregarse enteros á los negocios generales. El artesano,
para Aristóteles, no es sino un esclavo bajo otro hombre; él _sirve_
al público, y jamás en una República perfecta se hará un ciudadano de
un obrero[30]. Las gentes desocupadas, los propietarios que viven de
su renta y del trabajo de sus esclavos, son el elemento activo de la
ciudad. El resto se ha hecho para obedecer. La más democrática de las
repúblicas griegas no es sino una estrecha aristocracia. Este pueblo de
privilegiados es soberano, es el que hace las leyes, decide de la paz
y de la guerra, nombra á los generales y á los magistrados, y en caso
necesario los destituye y los juzga. Esta soberanía que se ejerce en la
plaza pública es lo que Aristóteles y los griegos llaman _libertad_.
Ser libre en las repúblicas griegas es ser miembro del soberano.

Tal es la misma idea que reina en Roma, con la diferencia de que en los
bellos días de los Scipiones el patriciado y la nobleza tienen un poder
que Atenas no conoció.

Del principio de que la libertad es la soberanía y de que el pueblo es
rey, resulta un conjunto de usos y de leyes que nos admira á primera
vista, y que, sin embargo, no es sino un resultado lógico de aquel
principio. Si es una verdad que el rey no es dueño de sí y pertenece al
Estado, la religión, la educación, las ideas, la fortuna del príncipe
son cosas del interés público.

Transportad esta idea á Atenas, pensad que el príncipe es la reunión de
los ciudadanos y no os admiréis de que la ley regle la religión, la
educación y hasta la propiedad del último de los atenienses. De aquí
ese espectáculo extraño de un pueblo que era libre hasta la soberanía
en lo tocante al gobierno, y esclavo respecto de la religión, de la
educación, de la vida entera. Esparta se creía libre y no era más que
un convento de soldados: los griegos y los romanos no supieron lo que
eran derechos individuales.

Ser alternativamente y algunas veces á un tiempo gobernante y
gobernado, soberano y súbdito, tal es el ideal de la libertad antigua.
Esto es lo que nos explica cómo entre los griegos y los romanos
se pasaba sin transición de la extrema libertad hasta la extrema
servidumbre.

Bastaba que un tirano se apoderase del poder, para que inmediatamente
se estableciera el despotismo; la única garantía del ciudadano era su
parte de soberanía. Desde el día en que Sila se apodera del poder, la
tiranía entra á Roma para no salir jamás.

Todo calla en presencia del señor del mundo: la conciencia, la
inteligencia, el trabajo, religión, educación, letras, comercio,
industria, todo está en las manos del emperador el día en que el
pueblo, voluntariamente ó no, ha transmitido á los Césares su soberanía.

Si Jesucristo no hubiese aparecido sobre la tierra, no se comprende
cómo se habría salvado el mundo de aquel despotismo que lo ahogaba: él
aconsejó la obediencia al poder establecido; pero proclamó un principio
nuevo, en contradicción de todas las ideas antiguas, cuando dijo:
“Volved á Dios lo que es de Dios”. Fué la soberanía de Dios lo que
rompió para siempre la tiranía de los Césares.

En efecto: desde el día en que esa soberanía fué reconocida hubo
deberes, y, por consiguiente, derechos para el alma inmortal, derechos
y deberes independientes del Estado, sobre los cuales el príncipe no
tenía autoridad. La conciencia se emancipa, el individuo existe.

Al día siguiente del Evangelio hay, pues, frente á frente, dos
concepciones políticas: á un lado la antigua teoría que toma la
soberanía por la libertad, y según la cual el Estado es uno; al otro
la idea nueva, que da el primer rango á la conciencia del individuo,
el sistema que reduce el papel del Estado á una misión de justicia y
de paz. En la teoría pagana la soberanía es absoluta; en la teoría
cristiana ella tiene derechos limitados, deberes ciertos; hay una
esfera en que no puede entrar: el alma no le pertenece.

Entre estas dos ideas, la una pagana y la otra cristiana, se estableció
desde el tiempo de los apóstoles una lucha que dura todavía en los
espíritus, y, por consiguiente, en las instituciones. La mayor parte
de los políticos modernos, y no los menos célebres, están todavía
infectados de la vieja levadura de la antigüedad.

La teoría pagana triunfó con Constantino, que hizo cesar el divorcio
necesario de la conciencia y el Estado, restableciendo la unidad del
gobierno, y haciendo entrar á la Iglesia en el cuadro del imperio.
Constantino estableció esa alianza íntima de la Iglesia y el Estado que
ha sido el gran error de la Edad Media, y bajo el cual desapareció la
libertad individual, proclamada por el cristianismo.

La idea de la libertad reaparece con los bárbaros, pero bajo una forma
diferente. Una vez dueños del Imperio, ellos organizaron la soberanía
á su modo, ó, mejor dicho, la destruyeron para reemplazarla por la
idea de la propiedad. La libertad para los bárbaros fué el dominio;
la independencia y el poder estaban en la propiedad. De allí salió el
feudalismo, ese régimen que se puede vituperar ó elogiar, según el
punto de donde se le mire.

Se habla de los propietarios: iglesias, universidades, barones
feudales, municipalidades, corporaciones, por todo hay una libertad de
acción que hoy se podría envidiar; se habla de los no propietarios:
siervos, villanos, en todas partes opresión y miserias infinitas. Pero
si ese régimen es odioso para nosotros, es necesario reconocer que en
él había gérmenes excelentes, que los monarcas han extinguido y de los
cuales los ingleses han sacado todas sus libertades. En Inglaterra se
reforman poco á poco los abusos, elevando á las clases oprimidas al
rango ó á los privilegios de la nobleza; mientras que en el continente
se restableció violentamente la antigüedad, nivelándolo, abatiéndolo y
arrasándolo todo.

¿Cómo se restablecieron las tradiciones imperiales y antes que todo
paganas? Fué la Iglesia la que tomó la herencia romana. La unidad le
era cara, porque era para ella la condición de la verdad. La Iglesia
quiso reemplazar al imperio antiguo por la unidad de la fe y dar á
todos los cristianos una misma patria, que sería la cristiandad.

Esta era una idea que no carecía de grandeza y fué sostenida por
nobles espíritus. Los papas no ahorraron nada por civilizar á los
germanos. El derecho canónico refundió las ideas romanas, germánicas y
cristianas; y esto era una obra excelente; sería pueril negar que la
Iglesia ha educado y civilizado á las naciones modernas; pero el error
de los papas consistió en tomar de modelo al pasado y resucitar la
política de los Césares. No contentos con conservar en las diócesis los
cuadros de la administración romana, se imaginaron, y la Iglesia con
ellos, que pertenecía á la autoridad material la incumbencia de guardar
y mantener la verdad.

En lugar de comprender la unidad á la manera del Evangelio, como el
acuerdo moral de las almas en la misma fe y en el mismo amor, la
Iglesia quiso establecer la uniformidad á la manera pagana, haciendo
decretar la verdad como una ley por los concilios, haciéndola respetar
como una ley con la ayuda de la fuerza y del verdugo.

Esta concepción de la verdad, este deseo de formar la sociedad
cristiana á la imagen del imperio romano explica las faltas, las
miserias, la impotencia de la Edad Media. Convencida de que poseía la
verdad absoluta, y de que esta verdad era una ley que los malvados
solos podían desconocer y violar, la Iglesia sometió estrechamente el
pensamiento humano. Se apoderó de la ciencia no menos que del dogma;
quiso hacer reinar en las almas una fe inmóvil y encerrar la razón
humana en límites que jamás debía salvar.

Así es como la Biblia y Aristóteles llegaron á ser la ley suprema de
los espíritus. Todo estaba fijado, y fijado para siempre: el dogma y
la ciencia. Se podía explicar todo, pero no se podía cambiar nada. He
aquí por qué la teología y toda la filosofía de la Edad Media se reduce
al silogismo.

La verdad dada por la Biblia ó por Aristóteles es una mayor infalible:
no había más que hacer que sacar la consecuencia. Sin duda no era esta
la libertad que prometía el Evangelio. El Doctor, ó para dejarle su
título, el ángel de esta escuela, era Santo Tomás.

Del siglo XII al XV, los legistas de Bolonia hicieron reaparecer,
con el derecho romano, la teoría imperial; pero no ya por cuenta del
papado. Santo Tomás da todo al vicario de Jesucristo, en virtud de la
supremacía espiritual; Dante, el filósofo de la otra escuela, en su
famoso tratado _De la monarquía_, lo da todo al emperador, en virtud
de la superioridad temporal. Un Dios, una ley, un emperador, tal es su
doctrina.

En el fondo es la doctrina de Santo Tomás, pero convertida en favor de
otro señor.

La diferencia está en las palabras más que en las cosas, porque la
humanidad es siempre la condenada á obedecer ciegamente y á no salir de
los baluartes que se levantan alrededor del pensamiento. La lucha entre
el papa y el emperador es la querella de dos ambiciones que se disputan
el mundo; pero en ella nada gana la libertad.

Las grandes monarquías triunfan, restableciendo la unidad nacional, que
era un bien, pero fortificando el despotismo administrativo, que es un
mal. El filósofo de esta escuela es Maquiavelo; su última palabra es
el _Príncipe_. Hasta entonces se había subordinado la política á la
religión; Maquiavelo la independizó de la religión y de la moral, y la
redujo toda á la habilidad.

La reforma despierta el espíritu germánico y el espíritu cristiano,
emancipando la conciencia y quebrando el viejo yugo de los Césares.
Para quien no reflexiona parece que no hay allí más que cuestiones
teológicas; pero si el hombre tiene el derecho de buscar libremente la
verdad, también lo tiene de difundir y comunicar esta verdad; tiene
el derecho de reunirse con los que piensan como él, de ayudarlos, de
socorrerlos.

Iglesia libre, educación libre, libre asociación, derecho de hablar, de
escribir, tales son las consecuencias de esa libertad de la conciencia
que reclaman los reformadores. Sin saberlo y sin quererlo, traían ellos
consigo una revolución.

Pronto se comprendió eso, y la Inglaterra sobre todo hizo la
experiencia. Las doctrinas del derecho divino, de la legitimidad, de
la omnipotencia de los reyes cayeron con el viejo edificio católico.
El derecho natural, esto es, el derecho de cada individuo para vivir
y desenvolver sus facultades, llegó á ser el fundamento del derecho
político. En teoría el orden social fué trastornado; hasta entonces
todo partía del papa ó del rey, la libertad era una concesión graciosa
del soberano; después de la reforma, y sobre todo después de la
revolución de 1688 todo partió del individuo. El gobierno no fué más
que una garantía de las libertades particulares, el príncipe no fué más
que un mandatario que se podía revocar por causa de incapacidad ó de
infidelidad.

Locke era el político de esta nueva escuela y su tratado del _Gobierno
civil_ ha sido el manual de la libertad moderna.

Mientras que la Inglaterra, invadida por la nueva idea, se estremecía
en medio de las revoluciones, mientras que la Holanda se engrandecía
en medio de las tempestades, y abría á los perseguidos sus ciudades
hospitalarias, la España estrechaba su unidad y fortificaba la
Inquisición; y la Francia se entregaba entera en manos de Luis XIV.
Desde entonces se ha renovado el mundo, pues lo que hace la grandeza y
la riqueza de las sociedades modernas no es el territorio, ni el clima,
ni la antigüedad, ni la raza; es la libertad. España, último baluarte
de la uniformidad, ha caído, á pesar de su bravura y de su caballería;
mientras que Inglaterra ha tomado el primer rango.

Ved á la América, esa hija de la Inglaterra, ó, por mejor decir, la
Inglaterra misma emigrada al Nuevo Mundo, pero dejando en la vieja
patria la iglesia establecida, la nobleza, los privilegios y los
abusos. Es una democracia pura, pero democracia cristiana.

Nos parece débil, porque no tiene las instituciones romanas, aquella
centralización administrativa que en Europa entra en la idea del
Estado; pero es fuerte por lo que le falta á la Europa, por la libertad
municipal y la de la Iglesia, por la educación popular, por la
asociación, por el conjunto de todas las libertades individuales. El
Estado es pequeño, pero el individuo es grande.

Tal es el triunfo de la libertad moderna. Recorriendo el camino que
hemos hecho es fácil ver que esta libertad es el reverso de las ideas
de Aristóteles. Es la soberanía del individuo, opuesta á la antigua
soberanía del Estado.

Benjamín Constant había notado esta diferencia de las dos libertades,
hace cuarenta años, pero sus ideas, tan sencillas y verdaderas
como prácticas, no han entrado en el espíritu de las instituciones
francesas. Falta mucho para eso, y desde 1789, se puede decir que la
Francia ha trabajado en sentido contrario, vacilando entre la libertad
moderna y la antigua soberanía. Los empelucados políticos de la
antigüedad no han podido ver jamás que en las sociedades modernas, en
que el pueblo vive de la industria y no se reúne á cada instante en
la plaza pública, la soberanía á la griega no es sino una trampa y un
peligro.

En 1789 la escuela americana preponderó; pero los derechos individuales
sólo alcanzaron á ser proclamados; con la Legislatura y la Convención
la idea de la soberanía antigua triunfó por los sofismas de Rousseau
y de Mably, y con ella las pretensiones de Robespierre sobre la
unidad y las ideas de los discípulos de Mably, que declaraban que la
libertad individual era un flagelo, que la propiedad era un mal y que
la autoridad legislativa es ilimitada y se extiende á todo. Con la
Constitución del año III se vuelve á las ideas modernas; pero el ensayo
cae bajo los recuerdos sangrientos, bajo las pasiones y los odios
sublevados y por la necesidad que la Francia tenía de reposo y olvido.

El Consulado dió ese reposo y agregó la gloria, pero á mucha costa,
haciéndolo pagar con la libertad. En todas las historias se procura
exaltar el genio organizador del primer cónsul; se hace de Napoleón
un Licurgo, imaginando instituciones nuevas para un pueblo que las
revoluciones habían reducido á polvo; esto es ir demasiado lejos. Se
puede alabar la enérgica voluntad, pero no las ideas políticas de
Bonaparte, porque todas esas ideas se reducen á una sola: hacer entrar
á la Francia en el surco de la antigua monarquía.

El primer cónsul respetó todo lo que la revolución había hecho en favor
de la igualdad, por la sencilla razón de que la igualdad agradaba á la
Francia y no perjudicaba en nada, sino que servía á la omnipotencia
del jefe del Estado. Pero la administración religiosa, política,
rentística, judiciaria fué una imitación de la de la antigua monarquía;
se volvieron á tomar las instituciones, las ideas y los hombres:
aquello fué una verdadera restauración. Para el mayor número será
digna de admiración aquella mano poderosa que contiene al país entero
y lo hace retroceder; pero los demás se preguntarán si un político que
tenía diez años delante de sí y un pueblo dócil y confiado, no tenía
también un campo de experiencias suficiente para hacer la educación de
la libertad y transformar una revolución en una reforma, es decir, para
cambiar una maldición en un beneficio.

Con la Carta, en que reaparecen los principios de 1789, se empeña
de nuevo la lucha entre las tradiciones del pasado y la libertad
moderna, entre el individuo que quiere gobernarse por sí mismo y la
administración que quiere confiscarlo todo, dirigirlo todo.

Desde cincuenta años dura esta guerra con diversas fortunas.

El comercio y la industria han difundido poco á poco el gusto de la
acción individual; pero por otra parte la administración también
ha extendido poco á poco su red. Si se mide el terreno que la
centralización ha conquistado, se verá que le queda muy poco que
hacer para restablecer el Estado antiguo bajo una forma más nueva.
La administración concentra en sí toda la soberanía, toda la vida
política; ella sola es la nación.

Los franceses, por otra parte, no comprenden la libertad, la confunden
con la igualdad, que han respetado y fortificado en todas sus
revoluciones. Muy pocos comprenden, como Tocqueville, que la igualdad,
que es un hecho social, no tiene en política sino un papel secundario;
todos los gobiernos pueden acogerla, porque ella se acomoda á todo
régimen.

Hoy existe la igualdad en Turquía, en Egipto, en China, tanto como en
Estados Unidos, en Méjico, en Francia y en Suiza. La igualdad reinaba
en Roma cuando los comicios enviaban á África al joven Scipion; reinaba
en Italia cuando los tribunos abdicaban en manos de César.

Lejos de temerla los sucesores de Augusto, la difundieron en el mundo
entero, y sobre ella sólo apoyaron su despotismo. La igualdad, es
pues, una arma de dos filos que puede servir á la libertad y también
destruirla. Poco importa que se den derechos políticos á todos los
ciudadanos; la igualdad no cambia por eso de naturaleza. Ved la
República del _Contrato social_, el ideal de Robespierre y sus amigos:
es un gobierno fundado sobre la igualdad absoluta, sobre la soberanía
del número. Al pueblo entero se ha entregado el cuidado de su propia
libertad.

En apariencias este es un sistema irreprochable; no se creía, por
cierto, Rousseau el defensor de la tiranía. Veamos, sin embargo, adónde
le conduce la lógica una vez que ha hecho de la igualdad, es decir,
del número, el único fundamento de la sociedad. Él se apodera de la
educación, confisca el alma del ciudadano, prohibe á los fieles tener
una religión que no sea la de la mayoría; en dos palabras: no teniendo
allí parte la libertad, funda sobre la igualdad el más abominable de
los despotismos: el despotismo de una muchedumbre sin responsabilidad.

M. Laboulaye pudo agregar que, á pesar de lo muy caro que la Francia
ha pagado semejante error, hoy mismo no comprende que carece de la
libertad y apoya el despotismo que pesa sobre ella, porque le deja la
igualdad, aunque le usurpa todos sus derechos.

Este es un hecho de gran significación en el estado actual de los dos
mundos, y precisamente para manifestarlo hemos sido prolijos en la
exposición de los estudios que M. Laboulaye hace de la historia para
probar que el Estado, ó la soberanía, tiene sus límites naturales, en
que acaba su poder y su derecho.

Las observaciones irrecusables de este político americanista nos
enseñan que el gran error de la Europa, con excepciones raras é
insignificantes, consiste en haber restablecido las ideas paganas sobre
la soberanía en la organización del Estado. Á este error se debe que
allí se desconozca absolutamente la libertad, y que, de consiguiente,
los derechos individuales hayan desaparecido bajo la omnipotencia
de las monarquías, que hacen consistir su fuerza en la unidad y
universalidad de su poder.

La Europa y la América son, pues, en política dos polos opuestos, los
dos centros de dos sistemas contrarios: en uno triunfa la soberanía
del individuo, esto es, los derechos individuales; en otro la antigua
soberanía del Estado, esto es, la unidad que absorbe al individuo y
aniquila sus derechos. ¿Es incompatible con el primer sistema el poder
del Estado?

Tal es el problema que resuelve afirmativamente y de una manera
espléndida la América, mientras que la Europa niega la posibilidad de
resolverlo, porque no comprende que el poder del Estado sea fuerte
cuando existe la libertad ó el derecho de los individuos. Es cierto:
el poder absoluto no puede coexistir con la libertad; pero el poder
limitado por la justicia, sí. Mas los publicistas que sostienen esta
verdad en Europa, abogando por la limitación de la autoridad absoluta,
padecen todavía el grave engaño de imaginarse que la monarquía puede
aceptar esa verdad, y que un rey, con su perpetuidad y derecho
hereditario, con sus privilegios, con su inmunidad é irresponsabilidad,
con su veto absoluto, puede entrar en una organización del Estado en
que el poder coexista con el goce de todos los derechos individuales.

Podrá suceder esto, á la manera como sucede en Inglaterra, sin la
igualdad y sin el goce completo de las libertades, pero no como debe
ser y como es realmente en la República americana. La solución que
la Inglaterra y la Bélgica han dado á la cuestión no es completa,
es de transacción y de transición, es una solución _ad interim_, y
Laboulaye pudo verlo y comprenderlo así, para no adherir á las ideas
de Eœtvœs, para haberse manifestado netamente republicano, en lugar de
limitar su teoría en la vana esperanza de que las monarquías, y aun el
imperio del golpe de Estado, pueden dar la libertad si se convencen de
que su poder será más fuerte cuando lo descentralicen y respeten los
derechos individuales. He ahí precisamente una cosa de que jamás se
convencerá la monarquía. La Europa mantiene á mucha costa á sus reyes,
no solamente porque con su trabajo les da más de 40 millones de pesos
anuales, sino porque los paga también con su libertad[31].


                              NOTAS:

[30] _Polit._, III, capítulo III.

[31] El zar de Rusia y su familia tienen de renta anual 42.582.225
francos.

El sultán, 33.347.050 francos.

El emperador de los franceses, sin contar la renta de su familia,
25.000.000 francos.

El de Austria con su familia, 19.190.675 francos.

El rey de Italia, sin la familia, 850.000 francos.

La reina de España con su familia, 13.087.500 francos.

La de Inglaterra con su familia, 11.750.000 francos.

El rey de Prusia con su familia, 11.750.000 francos.

El de Baviera con su familia, 6.240.825 francos.

El de Bélgica con su familia, 4.201.400 francos.

El de Portugal con su familia, 3.800.000 francos.

El de Grecia solo, 1.391.500 francos.

Es decir: más de 200 millones, sin contar á otros varios príncipes y
sus familias.



                                  XII


Más franca y explícita es la teoría que M. Courcelle-Seneuil, expone
en sus _Estudios sobre la ciencia social_, obra admirable por su
conjunto, porque refunde cuanto la sabiduría moderna puede proclamar
y respetar como leyes naturales del ser inteligente y de la sociedad.
No es de este lugar el análisis de aquellos _Estudios_, bien que
desearíamos hacerlo para pagar nuestro homenaje al sabio y al amigo.
Nos limitaremos sólo á exponer su teoría sobre el Estado.

Antes de todo--dice--conviene determinar el objeto de los arreglos
sociales. Ellos deben ser conformes al interés colectivo del género
humano, que exige la conservación, el acrecimiento y la duración de
la vida. El arte social tiene, pues, un objeto muy aparente: él debe
buscar un arreglo que permita vivir sobre el planeta el mayor número
posible de hombres y llevar en cada uno de ellos la vida á su máximum
de intensidad. La sociedad debe organizarse para la paz y en vista de
la paz, no para la guerra.

La existencia de Estados separados, sin otra relación que la de la
guerra, es un hecho histórico, y no un hecho necesario, que ha recibido
una modificación profunda por la introducción del derecho de gentes y
del comercio, y por la extensión que éstos han tomado. Ese hecho debe
desaparecer delante de un derecho político común y un derecho civil,
que, como el derecho comercial actual, tienda á la uniformidad.

Desde que se considera el interés colectivo de todos los hombres, se
comprende que si el Estado debe tener una organización particular,
si es una individualidad, no es un hecho aparte destinado por su
naturaleza á un aislamiento eterno. La unidad del _Poder político_ y el
establecimiento permanente de relaciones pacíficas sobre un territorio
dado constituyen el Estado, aunque sean dos ó más las sociedades que
se hayan reunido bajo el mismo Estado, y aunque aquéllas no tengan el
mismo gobierno interior, la misma administración, como sucede en los
Estados Unidos de América.

En la organización del Estado se presenta como la primera y más alta
cuestión que puede ofrecerse en la política práctica la de si conviene
que los dos poderes, espiritual y temporal, estén personificados, ó,
como se dice, organizados.

El poder espiritual puede estar organizado en una autoridad que
en cierto modo tenga un mandato general ó especial de todos los
individuos para pensar y juzgar por ellos, para hacer en todo tiempo
y circunstancias por ellos la separación del bien y del mal, para
propagar las buenas ideas y combatir ó destruir, si se puede, las
malas.

Si hubiese un conjunto de opiniones bastante completas, bastante
ciertas y bastante claras, para no admitir ni duda, ni discusión
razonable, ni progreso posible; si al mismo tiempo existiese un hombre
que no pudiese engañarse, y señales y condiciones que nos permitieran
descubrirle, se podría proponer la organización del poder espiritual
y su personificación en aquel hombre, ó en varios, si se encontraran
muchos que gozaran de tal privilegio.

Pero si la experiencia nos prueba demasiado que todo hombre es falible,
que toda opinión formulada y comprendida por los hombres puede ser hoy
ó mañana razonablemente discutida y contestada, que ninguna opinión
abraza el dominio entero del pensamiento, que ninguna es bastante clara
para no necesitar jamás la interpretación, no es ni justo ni conforme á
la naturaleza de las cosas pretender establecer un poder coactivo del
pensamiento.

Su existencia supondría que la naturaleza humana no es lo que es,
que la humanidad vive puramente de instintos, dando vueltas sin
cesar en un círculo de ideas explorado y cerrado, no aprendiendo,
no perfeccionándose; desde que está de manifiesto que la humanidad,
siempre ignorante, aprende y se perfecciona sin cesar, la utilidad del
establecimiento de un poder coactivo del pensamiento no soporta el
examen un solo instante.

El fin de la sociedad es llevar al máximum la intensidad de la vida de
todos y de cada uno. ¡Qué triste modo de alcanzar este fin sería el de
conferir á uno solo ó á algunos el mandato de pensar y de juzgar por
los demás sobre cualquier materia, es decir, el de mutilar la vida del
mayor número!

Esta mutilación de la vida existe desde que un individuo no se atreva
á pensar sobre un hecho ó sobre un orden cualquiera de hechos, puesto
que es evidente que la Providencia ha entregado el universo y todas
sus partes al pensamiento y al juicio del hombre. De consiguiente es
necesario reconocer que el único poder espiritual que se puede ejercer
sobre el hombre es el de la persuasión, la cual nace del pensamiento y
es tan libre como éste.

Querer dominar y regir el pensamiento de una sociedad por una autoridad
constituida materialmente es intentar lo imposible, sin otro resultado
que aumentar los obstáculos que se oponen naturalmente á los progresos
de la Ciencia y al trabajo del espíritu; es querer privar al mundo de
todas las ventajas de las invenciones é innovaciones, es borrar una
gran parte de la vida.

Pero si existe un poder espiritual constituido, vale más que esté
separado del poder temporal, porque de este modo podrá dañar menos,
siendo más débil, y podrá prescindir de la persuasión menos que cuando
dispone de la fuerza del Estado.

El deseo de asegurar el orden y la unidad es lo que ha dado origen á
la constitución de la autoridad espiritual; pero basta observar cómo
procede la inteligencia humana y cómo se propaga la enseñanza en la
sociedad, para no alarmarse de un desorden que no es más que aparente.
No hay que temer que la opinión abandonada á sí misma se extravíe
sin remedio y sin vuelta, porque ella está incesantemente corregida
y conducida por la experiencia. Por el contrario, es peligroso
personificar en uno ó muchos hombres débiles y falibles, como todos,
a la autoridad espiritual, y más peligroso todavía atribuirles el poder
de emplear contra las opiniones disidentes otras armas que la de la
persuasión, porque el uso que de ellas podrían hacer no dejaría de ser
jamás dañoso al pensamiento y á la vida.

La sociedad no debe, pues, reconocer más que un solo poder constituido:
el que se ha convenido en llamar poder temporal, quedando el espiritual
puramente en la opinión y debiendo extenderse sobre toda la sociedad y
cada uno de los individuos que la componen.

El poder político puede estar investido de atribuciones directivas y
coactivas. En virtud de las primeras dirige la actividad de todos y
de cada uno, prescribe lo que se ha de hacer, empleando una fuerza
coactiva contra los que se resisten activa ó pasivamente á la acción
prescripta; pero en este caso la fuerza coactiva es una parte de las
funciones directivas, á las cuales sirve de sanción. Las atribuciones
coactivas propiamente dichas son aquéllas en virtud de las cuales el
poder civil impide hacer una acción considerada como dañosa, ó la
castiga, á fin de reducir á la inacción las voluntades rebeldes, por la
fuerza material.

En la historia vemos que el progreso consiste desde muchos siglos
ha en reducir las atribuciones directivas concedidas en los tiempos
antiguos al poder político. En el nuevo estado social, el gobierno no
conserva casi atribuciones directivas sino para la acción diplomática
y la guerra. La dirección de los socorros públicos y de la enseñanza
primaria son excepciones motivadas únicamente por la ignorancia
excesiva de una gran parte de la población. Las funciones del gobierno
se limitan á proteger por la fuerza coactiva la libertad de las
personas y la seguridad de las propiedades; á asegurar la ejecución de
las leyes particulares ó contratos en que se empeñan los individuos.

Entretanto, éstos deben tener toda la autoridad directiva en lo que
les corresponde. La historia y la razón nos enseñan que las funciones
directivas son más útilmente ejercidas por los jefes de familia que por
el gobierno. Estas reglas son la consecuencia del arreglo general que,
como lo hemos dicho, tiene por objeto legítimo favorecer en todos los
individuos y en cada uno en particular el desarrollo de la vida.

Esta participación de las atribuciones entre el poder político y los
particulares es la más fecunda en el orden industrial. Conviene, pues,
limitar lo más posible las atribuciones del gobierno y extender lo más
posible las de los particulares. Desde el momento que cada familia es
responsable de la satisfacción de sus necesidades, de la conservación y
del desarrollo de la vida de cada uno de sus miembros, es justo, como
consecuencia necesaria, que ella sea libre de emplear para alcanzar
su objeto todos los medios que no dañan al desarrollo de las demás
familias y que son facultativos para todas; es justo que el trabajo sea
libre. Y como el pensamiento y la invención son la forma fecunda del
trabajo, éste no puede ser libre verdaderamente, sino con la condición
de que el pensamiento lo sea y de que éste sea respetado de una manera
absoluta por el poder coactivo.

Desde que no es conveniente establecer un poder espiritual, ni dar
á la autoridad pública el cuidado de dirigir la actividad de los
individuos, no debe estar limitada la iniciativa de éstos, ni debe ser
contenida sino cuando tienda á comprimir la de otro, á atentar contra
la igualdad en las condiciones del conjunto. En el orden _material_ es
necesario limitar esta iniciativa, porque la materialidad misma de las
cosas las hace exclusivas en su uso: esta es la razón porque ha sido
bueno dar leyes para defender la propiedad y la persona de cada uno y
establecer límites á las atribuciones individuales. Pero en el orden
_intelectual_ y _moral_ se ve desde luego que tal necesidad no existe.

El dominio del pensamiento no está limitado como el mundo material
de que disponemos: allí no es posible la ocupación exclusiva, y el
pensamiento de cada uno puede extenderse tan lejos como se quiera, en
todas direcciones, sin invadir jamás el pensamiento ajeno, sin dañar
en algo la actividad y la vida del prójimo. Por eso importa que cada
uno pueda concebir, guardar ó manifestar sus opiniones, cualesquiera
que sean. Toda limitación, toda traba impuesta á esta libertad es
arbitraria y dañosa, porque ella no puede sino poner obstáculos á la
manifestación de la verdad, que no tiene lugar entre los hombres sino
por la manifestación sucesiva de una serie de errores.

“Si es cierto, como todos saben, que á pesar de la diversidad de las
funciones de todos los individuos la razón les es común; si todos sin
excepción son susceptibles de educarse en el conocimiento de la verdad
y susceptibles de engañarse, no hay motivo alguno de interés público
para emplear los medios coactivos de que el Poder dispone contra las
personas que profesan opiniones opuestas á las opiniones dominantes.
Desde que el poder espiritual es común, sin estar delegado en cierto
modo á ninguno, todos y cada uno en particular pueden juzgar las
opiniones y aceptarlas ó rechazarlas.

“Allí donde los derechos de todos son iguales, cada uno defiende
el suyo y no hay lugar á la opresión; mas para eso no basta que la
igualdad esté en las leyes, es necesario que ella exista también para
las ideas y las creencias, que la mayoría respete el derecho de la
minoría, aun cuando ésta se componga de un solo hombre; es preciso
que la opinión colectiva ponga límites al espíritu de proselitismo y
contenga las tentativas que con el pretexto del proselitismo, del bien
del prójimo podrían hacerse contra la libertad de las personas.

“Conviene dejar á cada uno y á todos la facultad de enseñarlo todo, aun
el error y el mal, porque jamás el error es tan prontamente vencido
como cuando se muestra libremente en plena luz, y porque si el mal
tuviera por sí mismo una fuerza superior, nada le habría impedido
prevalecer en el inmenso desorden cuyo recuerdo llena los anales de la
humanidad.

“Si él no ha podido resistir á los movimientos de instinto, á un
sentimiento de conservación vivísimo en los momentos de peligro, pero
poco razonado y casi insensible en tiempos de calma, ¿cómo podría
resistir á las luces de la discusión libre y de la experiencia? En
realidad el error no es peligroso sino en tanto que puede apoderarse
del poder coactivo y á causa del uso que de éste puede hacer contra la
verdad, mas desde que se quita á este poder toda atribución espiritual,
el peligro desaparece”.

M. Courcell-Seneuil cree, como Stuart Mill, que estos principios,
proclamados desde hace _poco tiempo_ en Europa, están muy lejos de su
aplicación, porque todos los gobiernos de la tierra, cuál más, cuál
menos, se atribuyen una porción de poder espiritual y pretenden dirigir
la opinión en ciertos respectos, corregirla á su fantasía, y porque la
opinión pública no está aún más avanzada, puesto que si se la consulta
bien, se la encontrará más intolerante que los gobiernos mismos en
muchos casos.

Ello es cierto si se habla de la Europa y de la América ibera;
pero de ningún modo es cierto si se habla de los Estados Unidos
de Norte-América, porque allí, como lo hemos dicho, el poder del
Estado no puede legislar sobre la religión, ni sobre el pensamiento
ni su expresión, ni sobre la asociación, ni sobre nada de lo que
corresponde á los dominios del espíritu y de la libertad individual,
pues su Constitución se lo prohibe expresamente. Así es que aquellos
principios, apenas enunciados en la ciencia política europea, son una
realidad práctica en Norte-América y cada día conquistan más realidad
en el resto del Continente, merced á las instituciones democráticas.

Pero sin hacerse cargo de aquella realidad, el filósofo francés va
más rectamente que el inglés y con más franqueza que todos los demás
políticos europeos á la democracia, porque sostiene que solamente en
ella puede realizarse el ideal de los principios que proclama, es
decir, ese arreglo social cuya primera y más indispensable condición es
la independencia absoluta del poder espiritual, la libertad absoluta
del pensamiento y de su expresión bajo todas sus formas, libertad
que no bastaría por sí sola, si no se asegurase al mismo tiempo el
predominio de la opinión pública sobre el poder coactivo.

Toda sociedad--dice--tiende á armonizar los dos poderes por la
subordinación del uno al otro; luego está en el orden natural que el
pensamiento domine y dirija la acción, que ésta no sea más que una
manifestación, y en cierto modo la estampa del pensamiento. Tal es el
ideal de la democracia.

Pero para que las instituciones democráticas funcionen bien y produzcan
todo el efecto que hay derecho de esperar de ellas, es necesario que
sean generalmente comprendidas, que existan en la sociedad costumbres
capaces de soportarlas, que el Poder político esté organizado de tal
manera que los funcionarios públicos estén sometidos á la opinión y
no puedan fácilmente servirse de su mandato en provecho de un interés
privado contrario al interés social.

Esas son también las condiciones que señala Stuart Mill como
indispensables para que el gobierno democrático pueda subsistir; ambos
filósofos creen que sin ellas no hay democracia posible. Pero es
necesario que adviertan que solamente la práctica de este gobierno es
capaz de producir tales condiciones.

Solamente un pueblo regido democráticamente, aunque principie sin
comprender las instituciones democráticas, puede ilustrar sus ideas y
modificar sus costumbres de modo que se forme en él, sin esfuerzo y
sin violencia, el hábito de considerar las funciones públicas como un
mandato revocable por su naturaleza, que debe ejercerse por el interés
colectivo de los mandantes, y no por el del mandatario. Solamente el
gobierno democrático, que soporta y aun exige una gran división de los
servicios públicos, á fin de que el mayor número de los ciudadanos
se inicie en el servicio de los intereses colectivos, puede por su
práctica dar á la opinión pública ese vivo sentimiento de justicia que
impide que la mayoría se sirva del poder como de un instrumento de
opresión de la minoría, y que hace que cada uno respete en otro sus
propios derechos, que son los de todos.

Solamente el gobierno democrático, en fin, puede hacer que la opinión
sea bienintencionada é ilustrada, que tenga una idea distinta y neta
del interés público, que tenga principios comunes reconocidos por
todos, que las bases sobre que reposa la sociedad sean definidas y
no contestadas; que la opinión, en una palabra, aperciba y sienta
claramente la diferencia que existe entre el bien y el mal.

Bajo el gobierno de los privilegios, de la desigualdad, de la jerarquía
social y administrativa; bajo la monarquía, que no puede dejar el uso
franco de los derechos individuales sin peligro de su existencia;
que no puede consentir en que las funciones públicas se miren como
revocables, sin destruirse á sí misma; que no puede convenir en que
estas funciones se den sólo á la capacidad, y no como un honor ó una
recompensa, porque eso sería contradecir su propio fundamento; bajo
ese gobierno la sociedad no puede jamás adquirir las condiciones de la
democracia.

Y como no es posible encontrar siempre un pueblo preparado por los
antecedentes tan raros como felices que en el de Estados Unidos
hicieron que las instituciones democráticas produjeran todos sus
efectos desde luego, es indispensable que los publicistas europeos
amantes de estas instituciones se convenzan de que solamente ellas
pueden producir las condiciones de su existencia y de su progreso,
porque así lo dicen la razón y la experiencia que se hace en América.

“Esas instituciones--dice el filósofo francés--son sin contradicción
las que llaman á todos los ciudadanos al ejercicio pleno de toda
iniciativa, de toda su libertad de pensamiento y de acción, y que
los admiten á todos á concurrir á todas las funciones. El pueblo que
se aleje de ellas no puede jamás, en igualdad de circunstancias,
desarrollar tanta fuerza como el que se acerque á ese ideal.

“Allí donde el mayor número de ciudadanos ha abdicado en cierto modo el
derecho de ocuparse en los asuntos colectivos de la sociedad, la vida
no podrá ser jamás tan activa como en donde los intereses de todos son
considerados en derecho como los intereses de cada cual, ó en donde
cada uno cuida de todos ellos. Si la Constitución de una dictadura es
favorable al desarrollo de la fuerza militar en un momento determinado,
ella daña al desarrollo permanente de lo que en definitiva constituye
la fuerza, aun la militar, la población y la riqueza”.

Señalando los caracteres generales de una Constitución democrática, el
autor cree que donde la opinión no considera al funcionario público,
por muy elevado que sea su grado, como mandatario subordinado, no hay
democracia posible: la sociedad vive todavía bajo el viejo principio de
autoridad.

Además que siendo las funciones públicas por su esencia un verdadero
mandato, conviene que éste sea dado libre y expresamente, y que se
pueda revocar después de cierto tiempo; porque sin estas condiciones el
mandatario no tarda en imperar y su responsabilidad desaparece. En la
sociedad democrática, por otra parte, debe ser preponderante la opinión
de los hombres industriales; esta es otra facción característica de la
democracia, porque las sociedades modernas están constituidas para la
industria, y los hombres que las ejercen viven libres, bajo el imperio
de una organización natural que coloca á cada uno de ellos en ciertas
condiciones de responsabilidad análogas y casi idénticas á aquéllas á
que se encuentra sometida la humanidad entera.

En cuanto á la organización de los poderes que aconseja sólo tenemos
que reprochar al autor que crea; como todos los publicistas europeos,
que los encargados del Poder legislativo deben ser elegidos por poco
tiempo, para que abusen lo menos posible de un mandato que les confiere
un poder, _cuya limitación es imposible_.

Varios son los motivos que aconsejan esa regla de organización, sin
que haya necesidad de suponer imposible aquella limitación del mandato
legislativo, puesto que ha sido muy posible en la Constitución de la
Unión Americana, en las de todos sus Estados y en varias de las demás
repúblicas de América, como lo tenemos ya manifestado.

Precisamente es el gobierno democrático el único en que se puede
limitar práctica y efectivamente el poder del Estado, y aunque en él
sea necesario que los legisladores posean la libertad absoluta del
pensamiento, sin responsabilidad alguna por sus opiniones, no deja por
eso de ser muy posible limitar sus atribuciones, prohibiéndoles hacer
leyes sobre derechos que no pueden tocar, como lo hace la Constitución
de los Estados Unidos.

M. Courcelle-Seneuil concluye su teoría de organización democrática
enunciando un gran problema que no resuelve, y que, sin duda, le
ha sugerido la contemplación de la América española, en la cual ha
residido por algunos años.

“No hay una situación más difícil--exclama--y más digna de todas las
meditaciones de los pensadores que la de los pueblos colocados entre la
_democracia_ y el _despotismo_, aspirando de corazón y por convicción
á la primera y recayendo por costumbre bajo el yugo del segundo;
pueblos cuyas costumbres son todavía insuficientes para la libertad,
y que están minados y corrompidos por la tiranía. Esta situación,
común á tantos pueblos en el siglo en que vivimos, es dolorosa como la
agonía de un joven robusto y fuerte, que se esfuerza en nadar y que se
sumerge, que siente que se ahoga y que quiere vivir”.

Sin duda es esa la situación de muchos pueblos americanos, de esos que
el filósofo francés, como todos los publicistas europeos más ó menos
amantes del gobierno representativo, creen que no están maduros para la
democracia, porque les quedan muchos progresos que hacer.

“Es evidente--dice el autor, hablando de su teoría constitucional
democrática--, que tal Constitución no es practicable ni en todas
partes, ni en todo tiempo. No podría ser introducida, por ejemplo, y
durar en un pueblo privado de espíritu de justicia, cuyas costumbres,
demasiado indulgentes para los apetitos groseros y la fuerza brutal,
excusarían de antemano todo abuso de poder, y desconocerían las
relaciones respectivas del mandatario y los mandantes; donde se hiciera
confusión de los intereses de éstos y los de aquél; donde cada cual se
arrogase el derecho de sindicar los actos, los escritos, las palabras
y hasta los pensamientos de su prójimo, sin reconocer él mismo ninguna
censura; donde no hubiera ni buena fe, ni sentimiento de interés
público, ni espíritu de asociación”.

Pero si un pueblo, por semejantes vicios, no es digno de la democracia,
tampoco es digno de forma alguna de gobierno; porque cualquiera que
ésta fuese, fracasaría en su empresa de gobernar bien lo ingobernable.
Si cuando los ciudadanos desconfían habitualmente los unos de los
otros y se tienen recíproca aversión, “es en vano que en un momento de
entusiasmo se establezcan las instituciones democráticas, porque de
ellas saldrá siempre el despotismo”, no sabemos por qué razón no habría
de convertirse también en despotismo cualquiera otra forma gubernativa,
sea aristocrática, sea monárquica. ¿Será preciso consentir en que el
gobierno despótico es el preferible en una situación como la que se
supone, la cual en gran parte es la de varias repúblicas americanas?

De ninguna manera. El mismo escritor reconoce que á pesar de lo dicho
“el despotismo no sería mejor y no debería ser jamás considerado como
permanente por los hombres que se cuidaran del porvenir; porque allí
donde reina el despotismo, el pensamiento soporta un peso que afloja,
desarregla y paraliza poco á poco sus movimientos en toda dirección; la
actividad de cada uno y de todos se disminuye, no solamente en cuanto á
los servicios políticos, sino también en todas sus demás aplicaciones.
El hombre es uno: desde que su actividad está comprimida en una de
sus esferas, la vida se relaja y se extingue más ó menos lentamente;
parece en los primeros tiempos que la actividad, extraviada de su curso
natural, se dirige á otros ramos y les da una vida nueva; mas esa vida
excesiva y mórbida no tarda en agotarse casi, como un canal cuya fuente
ha dejado de verter. Se consuela uno desde luego de la pérdida de
responsabilidad y de dignidad política, pensando en que va á trabajar
más útilmente para la riqueza y las bellas artes pero en poco tiempo el
gusto se bastardea y se pierde, las artes languidecen y se abaten; la
riqueza, después de haber arrojado cierto brillo, se va poco á poco y
queda la penuria, después la pobreza, después la miseria. La sociedad
sufre en todo sentido y la vida, bajo todos sus aspectos, se postra,
desde que son prohibidas al alma las altas regiones del pensamiento y
de la acción”.

La historia testifica á cada paso esos resultados inevitables del
gobierno despótico, que desarrollados al calor de los vicios de
un pueblo, tal como esos que se consideran indignos del gobierno
democrático, serían todavía más tremendos y acabarían por reducirlo á
una horda de esclavos impotentes y corrompidos. Si es en vano que en
un momento de entusiasmo se establezcan las instituciones democráticas
en semejantes pueblos, porque de ellas saldrá siempre el despotismo,
¿será preciso confesar que hay pueblos destinados á perecer, porque
ni el despotismo mismo puede hacer otra cosa que envilecerlos más y
apresurar su muerte?

También huye el autor de tan horroroso extremo. Pensando justamente en
que sólo la democracia puede dar fuerza á las naciones, porque sólo
ella desarrolla de un modo conveniente y permanente la población y la
riqueza, reconoce también que por lejos que un pueblo se encuentre de
la verdadera democracia, debe procurar acercarse á ella lo más pronto,
so pena de perecer; por que es sabido que la sociedad cuyos arreglos
son defectuosos, no tarda en caer á la discreción de aquella cuyos
arreglos son mejores.

“Si, como lo dicen á cada instante la pereza y el estrecho egoísmo
de los maléficos intereses privados, hubiera naciones naturalmente
incapaces de la democracia, cuyos ciudadanos fuesen de tal manera
indisciplinables que no pudiesen vivir en ellas un instante sin la
vigilancia de un gendarme; de tal modo inhábiles á la acción colectiva
que no pudiesen estar sin tutores; tales naciones estarían destinadas
á una decadencia incurable y á un fin próximo; la humanidad, por otra
parte, no tendría motivo alguno de afligirse de su pérdida. Pero no
hay absolutamente pueblo alguno en el cual á la larga y bajo las duras
lecciones de la experiencia, el sentido común no pueda triunfar; pueblo
alguno, que, según la expresión de la Escritura, no sea curable”.

Luego es preciso convenir en que tampoco hay sociedad que por poco
madura que esté, no sea digna de las instituciones democráticas;
tanto más cuanto que es incuestionable que la práctica del gobierno
democrático mismo es la única que puede disciplinar á los pueblos y
darles los hábitos y las virtudes, las ideas y los sentimientos que las
instituciones democráticas necesitan para producir todos los buenos
efectos que la humanidad tiene derecho de esperar de ellas.

El problema está, pues, resuelto, y quien lo resuelve actualmente á
costa de su sangre y de sus lágrimas, en beneficio de la humanidad
entera, es la calumniada América española, que prosigue con ciencia y
con entusiasmo, con fe y con humildad, su martirio en esa vía sacra de
la democracia, hasta llegar á la redención futura del mundo.

La situación es difícil y digna de las meditaciones de todos los
hombres pensadores, es verdad; pero no se puede desesperar de ella, ni
hay motivo serio para temer que sucumba en las ondas el joven robusto y
fuerte que se esfuerza por nadar y se sumerge. Él reaparecerá y saldrá
vigoroso á la ribera.

Esos pueblos que están colocados entre la democracia y el despotismo
regeneran en la lucha sus costumbres insuficientes para la libertad, y
aunque están minados y corrompidos por la tiranía de tres siglos, se
educan y se reforman aun bajo el imperio del despotismo que surge de
sus instituciones democráticas. Este es un hecho altamente curioso, que
explica luminosamente el poder que la democracia tiene para formar las
ideas y las costumbres que ella necesita.

No ha surgido en la América española despotismo alguno, por feroz que
haya sido, que no haya buscado la razón de su existencia en un interés
social, nunca en el interés de una dinastía ó de un principio falso,
antisocial y anticristiano, como lo hacen los despotismos europeos. Ya
esto es un progreso.

La razón es que los despotismos americanos se constituyen por el
triunfo de un partido político que se apodera de la autoridad, no para
reaccionar, salvas algunas excepciones contra la igualdad, contra la
libertad, contra las instituciones republicanas, porque entonces no
habría partido alguno que se sostuviera en el Poder, sino para excluir
al partido adverso de la dirección de los negocios públicos y para
beneficiarse á costa de los vencidos. El déspota elevado en hombros
del partido triunfante ensaya su arbitrariedad contra los derechos
de los vencidos, pero se cuida bien de atentar á los derechos de sus
amigos. Suspende todas las garantías contra sus adversarios, dispone
de la fuerza y de los tesoros, corrompe y desmoraliza, estimulando los
maléficos intereses egoístas; pero siempre á nombre de una idea grande
que hace que la sociedad se someta á la situación extraordinaria: pero
no que reniegue de la democracia ni de los derechos conquistados.

Las instituciones democráticas son bastardeadas y quedan como en
suspenso; pero la sociedad no piensa en abjurarlas ni reniega de ellas.
Así es que tan luego como el despotismo es vencido ó se modifica por
las circunstancias, aquellas instituciones renacen con un poder más
atractivo, la sociedad respira y vuelve á ellas con fe y entusiasmo,
aprovechando indudablemente las crudas lecciones de su dolorosa
experiencia. El triunfo del despotismo no ha hecho otra cosa con sus
arbitrariedades que exaltar el espíritu de justicia, enseñar que es
funesta la costumbre de ser indulgentes con los groseros apetitos de
la fuerza brutal y con los abusos del poder, ilustrar al pueblo sobre
las verdaderas relaciones que deben existir entre el mandatario y los
mandantes, hacerle sentir la necesidad de la responsabilidad de los
funcionarios públicos, y persuadirlo prácticamente de que es necesario
tolerar y no impacientarse contra los defectos de la organización que
se ensaya, de que es necesario tener buena fe é interesarse por los
negocios públicos, á fin de que no vuelva á predominar la tiranía.

Siendo esos los resultados prácticos del despotismo que nace de las
instituciones democráticas en un pueblo que no las comprende bien
y que no tiene costumbres para soportarlas, no hay alucinación en
creer que hasta ese mismo despotismo contribuye, sin saberlo y aun
sin pretenderlo, á formar esas costumbres y á dar más atractivo, más
interés á aquellas instituciones. Si se quiere ver la verdad de esos
resultados, estúdiese la historia de los despotismos y de la reacción
que han aparecido: en Chile bajo la administración de Portales, en la
República Argentina bajo la dominación de Rosas, en el Perú después
de 1839, en Venezuela después de la de los Monagas, y se verá cómo
es cierto que aquellos pueblos, colocados entre la democracia y la
tiranía, no han sucumbido en la lucha y han salido de ellas con altas
lecciones que los han hecho avanzar en su regeneración. ¡Admirable y
santo poder de las instituciones de la democracia!

M. Courcelle-Seneuil lo reconoce, y aunque niega la bondad de esas
instituciones en los pueblos que no las comprenden y que no están
preparados para soportarlas, cree, sin embargo, que ellas son el ideal
á que todos los pueblos de la tierra deben acercarse lo más posible,
y halla en ellas la única solución del problema de la limitación del
poder del Estado y del restablecimiento de los derechos individuales
que los demás políticos europeos buscan en teorías más ó menos
lisonjeras, pero fútiles y absurdas.



                                 XIII


¿Qué nos prueba esta prolija reseña que acabamos de hacer de las
teorías y sistemas de los primeros publicistas europeos, para conocer
la situación actual de la ciencia política en Europa, en cuanto al
Estado y á los derechos individuales, cuyo conjunto forma lo que
llamamos _libertad_? ¿No está en ella de manifiesto y bien calculada
la inmensa distancia que separa en política al Nuevo Mundo del Viejo?
¿No aparece comprobado hasta la evidencia que no pueden comprender la
democracia americana mejor que lo mal que la comprenden los ingleses
las demás naciones del Continente europeo, cuyo dogma político es la
unidad de la monarquía latina, la universalidad del poder absoluto y
dominador de la conciencia, del pensamiento, de la voluntad, el cual
aniquila al individuo para engrandecer el principio de autoridad que se
apoya en la fuerza?

En Europa domina este principio de autoridad y á él se sacrifica la
actividad humana en todas sus esferas; el individuo y la sociedad
existen para el Estado, los derechos individuales son una gracia que
éste concede cuando le conviene, y los concede á medias.

En América “la democracia tiende á destruir el principio de autoridad
que se apoya en la fuerza y el privilegio, pero fortifica el principio
de autoridad que reposa en la justicia y en el interés de la sociedad”,
como lo hemos notado hace ya tiempo[32]. La diferencia no puede ser
más profunda y marcada; y no habrá poder humano que pueda hacerla
desaparecer, si la Europa entera no se conmueve en sus entrañas, para
convertirse de monárquica, como es, en democrática, que no puede ser,
sino después de una revolución general, dolorosa y prolongada.

Ya lo hemos visto: los principios de la monarquía latina son el fondo
de su existencia civil y política, y dan á su vida la acción y la
forma, el sentimiento y las preocupaciones que constituyen todas sus
relaciones sociales, su modo de ser entero: su juicio, su criterio para
juzgarlo todo, sus hábitos y costumbres, sus actos y manifestaciones.

Esto es cierto á tal punto, que las poquísimas nobles inteligencias
que se lanzan desde aquel caos de dolores y de miserias á las regiones
de la filosofía para buscar remedio á la opresión de la sociedad,
para hallar el fuego de la vida, los derechos aniquilados y muertos,
no pueden desprenderse del dogma de la vida europea, ni de las
preocupaciones con que se han connaturalizado; y acaban por inventar
teorías que no son en sí mismas otra cosa que un círculo vicioso, en
el cual se revuelven sin hallar salida.

Los más adelantados; Humboldt y Eœtvœs en Alemania, Mill y Macaulay
en Inglaterra, Tocqueville, Laboulaye y Simón en Francia, sienten el
mal, conocen la llaga, la tocan, pero no alcanzan á curarla, porque sus
medios son impotentes. Courcelle-Seneuil y algunos filósofos alemanes
tienen vistas más claras, llegan hasta conocer el remedio; pero,
dudando de su eficacia, sólo aspiran á proponerlo como un ideal, cuya
realización está lejana, porque exige condiciones casi imposibles en el
estado actual de Europa.

De todos estos sabios, los que están más cerca de la verdad son los que
divisan la luz del porvenir en América, los que, como la voz que clama
en el desierto, anuncian á la Europa, á riesgo de lastimarla en su
orgullo, que no se salvará si no imita á la América, que no se redimirá
del pecado si no sigue al nuevo Mesías de la nueva redención, que es la
democracia. La luz vuelve ahora del ocaso al oriente; pero la Europa
cierra los ojos y no quiere verla.

Ahora bien: si la Europa desconoce á la América y prescinde de
estudiarla, porque la desprecia sin llegar á comprender en su orgullo
de vieja, irritada por los desengaños del tiempo, que la civilización
cristiana ha encontrado su fuerza y su forma en la democracia
americana; si además de eso hay entre ambos continentes una diferencia
tan profunda de ideas y de intereses políticos que no pueden dejar de
ser dos extremos antagonistas, ¿quién, que no sea un miope, llegará
á imaginarse que entre ambos continentes pueden existir la misma
comunidad de intereses y los mismos vínculos que respectivamente ligan
entre sí á los pueblos que en cada uno de ellos forman su entidad
social?

Las ideas dan su esencia y su forma á las costumbres. Esta es una
verdad probada. Siendo diversas y aun contrarias las ideas dominantes
en Europa y América sobre la sociedad y el Estado, sobre el poder de
la autoridad y los derechos individuales que forman la libertad; las
costumbres que tienen su fundamento en tales ideas y los intereses
que forman no pueden dejar de ser también diferentes y opuestos. Y
como aquellas ideas fundamentales tienen un roce íntimo con las ideas
fundamentales de la religión y de la moral, la diferencia va más
allá de las costumbres que podríamos llamar políticas, y llega hasta
dar á la civilización otro criterio moral y religioso, que regla los
intereses sociales.

Entre las costumbres de la América española y las europeas será todavía
embrionaria esa diferencia, lo confesamos, porque la regeneración en
las ideas políticas, morales y religiosas no ha hecho aquí todo su
camino; pero también es necesario que se nos confiese que cuando esta
regeneración se complemente y llegue al grado en que se halla en la
América inglesa, donde se ha purificado la fuente de las costumbres
desde que se han rectificado las ideas viejas y cristalizado las
nuevas, entonces la diferencia no estará en embrión y alcanzará á ser
tan evidente y chocante como es la que hoy existe entre las costumbres
europeas y las de la democracia norte-americana.

Es verdad que la obra de la regeneración hispano-americana es lenta,
porque es espontánea, es decir, porque se opera únicamente en virtud
del desarrollo natural, en virtud de las leyes que rigen la marcha
de la humanidad. Pero cuando los hombres llamados á influir en los
destinos de su generación se convenzan de que ellos tienen el deber
de servir á esa regeneración, despojándose de todas las influencias
y preocupaciones europeas, cuando se persuadan de que su misión es
esencialmente americana y de que el modelo que deben imitar está en el
norte y no en Europa, entonces el efecto de las leyes naturales de la
humanidad, que reglan nuestra regeneración, será no sólo más efectivo,
sino más pronto, pues que la naturaleza será ayudada por la cooperación
del hombre.

Estudiadas y conocidas las ideas que han regido la vida de los pueblos
hispano-americanos durante su infancia y bajo la tutela infecunda y
aniquiladora de la España, las generaciones que han aceptado el legado
de la independencia tienen el deber de regenerar aquellas ideas para
adaptarlas á la nueva situación, porque cada siglo es responsable de
la manera como _corrige y completa la experiencia_ y la educación de
sus antepasados, pues los acontecimientos, los sucesos no son obra de
la casualidad, sino puros efectos de las ideas dominantes; pues la
humanidad es dueña de sus destinos y está en el deber de dirigirlos,
para desarrollar sus fines naturales.

Tenemos que reconstruir la ciencia social[33] como la han reconstruido
los anglo-americanos, aceptar ciegamente las tradiciones europeas,
continuar los errores y las preocupaciones que nos legó la nación que
se quedó más atrás de todas las naciones cristianas, desde que se
convirtió en el _último baluarte de la uniformidad_, del despotismo
y de las ideas paganas sobre la organización de la sociedad y el
Estado; trasplantar á la América netamente y sin reflexión el criterio
histórico, político y moral dominante en las sociedades europeas, ese
criterio que podría llamarse oficial, porque no puede separarse de
los principios de orden dominantes, y que cuando se eleva sobre las
preocupaciones es rechazado ó condenado, ó, por lo menos, desdeñado
como una utopía ó una herejía, es contrariar nuestra regeneración,
retardarla, extraviándola de su curso natural.

Enseñemos la historia, la filosofía, la moral, el derecho, las ciencias
políticas, no bajo las inspiraciones del dogma de la fuerza, del dogma
de la monarquía latina, del _imperium unum_ que rige la conciencia y
la vida en Europa, sino bajo las del nuevo dogma de la democracia, que
es el del porvenir, que es nuestro _credo_, que es el modo de ser que
nos han impuesto el imperio de las circunstancias y las condiciones que
produjeron y consumaron esa revolución de 1810, el acontecimiento más
grande de los siglos, después del cristianismo.

No es esto renegar de los progresos de la ciencia europea, ni pretender
borrarlos para comenzar de nuevo esa penosa y larga carrera que la
inteligencia ha hecho en el Viejo Mundo para llegar á colocarse donde
está. No, desde 1842 lo decíamos á la juventud de nuestra patria, y
hemos repetido siempre que debemos y podemos aprovechar la experiencia
de los siglos, que debemos utilizar la ciencia europea, apoderarnos
de ella; que la Europa nos lo ofrece todo hecho, que sólo tenemos
que aprender, pero para adaptar; que imitar, pero no ciegamente,
sin olvidarnos de que somos antes que todo americanos, es decir,
demócratas, y, por tanto, obligados á desarrollar nuestra vida y
preparar nuestro porvenir como tales, y de ninguna manera destinados á
continuar aquí la vida europea, que tiene condiciones diametralmente
opuestas á las de la nuestra.

En historia, por ejemplo, la Europa honra á los héroes de la fuerza, á
los azotes del derecho y de la libertad, y presenta como altos ejemplos
y como de una benéfica transcendencia social los hechos que no han
tenido otro resultado que contrariar y desnaturalizar el desarrollo de
los fines de la humanidad.

Dejémosla santificar á César, embriagarse de admiración por Napoleón.
“Decidme los nombres que honráis en el pasado--exclama Laboulaye--; yo
os diré los vicios ó las virtudes que tenéis en el corazón”.

Nuestros héroes deben ser otros; los hechos de alto ejemplo y las
lecciones de la historia para nosotros deben tener otro carácter. En
filosofía, en moral, en derecho, en las ciencias políticas, la Europa
deja en el campo de lo ideal, en la categoría de las utopías todas las
altas concepciones de la verdad, y acepta como practicables y como
necesarias únicamente las doctrinas que se adaptan al dogma oficial y á
las preocupaciones en que apoya su dominación la falsa civilización de
que vive el Estado absoluto y dominador de la vida social.

En la América española esas ciencias no deben ser falsificadas con
los hechos y absurdos de que vive la Europa, deben enseñar la verdad
que allá se desdeña por irrealizable; deben emanciparse de las
conveniencias y dogmas oficiales, y sobre todo deben esforzarse en
propagar el nuevo elemento de la vida americana; en enseñar y realizar
en la práctica el gran principio que en la vida anglo-americana domina
completamente y hace que la democracia sea allí una realidad, un modo
de ser natural, á saber: que _la Providencia ha dado á cada individuo,
cualquiera que sea, el grado necesario de razón para que pueda
dirigirse por sí mismo en las cosas que le interesan exclusivamente_.
Esta es la gran máxima--dice Tocqueville--sobre la cual reposan, en
los Estados Unidos, la sociedad civil y política: el padre de familia
la aplica á su hijo, el amo á sus sirvientes, la municipalidad á
sus administrados, el Poder á las municipalidades, el Estado á las
provincias, la Unión á los Estados.

Extendida esta máxima al conjunto de la nación, llega á ser el dogma
de la soberanía del pueblo, y por eso esta soberanía deja de ser una
doctrina aislada, desligada de los hábitos y del conjunto de las ideas
dominantes, y, por el contrario, es preciso mirarla como el último
anillo de una cadena de opiniones que envuelve al mundo anglo-americano
todo entero.

Así, pues, cuando utilicemos en nuestro sentido americano la ciencia
europea, serviremos bien á nuestra regeneración, y el triunfo de
nuestra civilización democrática hará tan patente nuestro antagonismo
con la Europa, como es en el día el que con ésta tiene la democracia
anglo americana.

El antagonismo existe, pues, y nos empuja á cimentar nuestra vida y
costumbres, nuestros intereses y derechos en principios diferentes.


                              NOTAS:

[32] _Historia constitucional del Medio Siglo._

[33] “Esta ciencia--dice Courcelle-Seneuil--tiene por objeto la
actividad voluntaria del hombre considerado en su conjunto y en sus
hábitos. Para comprender bien esta actividad es necesario estudiar en
el individuo las facultades que le sirven para ejercitarla, los móviles
por los cuales ella se decide y las condiciones generales en que se
desarrolla”.

Muchas de las nociones de la América española sobre el hombre y su
actividad voluntaria son opuestas á la situación nueva en que la
democracia la ha colocado, y necesitan rectificarse, para que los
hábitos que nacen de ellas sean más adecuados á nuestro modo de
ser actual. Nosotros hemos emprendido en parte esta ardua tarea,
escribiendo para las escuelas primarias nuestro _Libro de Oro_, el
cual está destinado á propagar ideas exactas sobre el sér inteligente,
su actividad y sus facultades morales, así como sobre sus relaciones
generales.



                                  XIV


Cuando hemos dicho que el derecho, como ciencia social, debe
reconstruirse para formar en la América española costumbres
democráticas, influyendo por medio de la rectificación de las ideas
paganas y antisociales en las costumbres viejas para modificarlas, no
hemos limitado esta doctrina al derecho público constitucional y al
derecho civil en todos sus ramos.

La extendemos también al derecho público que regla las relaciones
internacionales de las naciones. Sus principios fundamentales son
unos, no hay duda, en todos tiempos y para todos los pueblos, y de
la misma manera que son aplicables á la solución de las cuestiones
internacionales del Viejo Mundo, deben serlo también á las del Nuevo, y
á las que surgen de las relaciones que hay entre ambos.

Con todo, hay una parte del derecho internacional que se llama derecho
consuetudinario, porque sus reglas son las máximas que sólo las
costumbres y las prácticas han sancionado. ¿Pueden ser aplicables en todo
caso esas máximas á pueblos en donde rigen y deben regir costumbres y
prácticas contrarias á las de los pueblos que las respetan como nacidas
de las suyas, como resultado de sus ideas y de sus creencias? Problema
es este que no admite dificultad en su solución. La razón natural
pronuncia la negativa.

Cuando las costumbres de que nacen las reglas del derecho
consuetudinario son indiferentes á los principios políticos que rigen á
la Europa, ó proceden de las prácticas de la navegación ó del comercio,
ó se forman por la aplicación del derecho civil al juzgamiento de
actos que ninguna conexión tienen con la monarquía ó la democracia,
el derecho consuetudinario europeo puede ser el mismo derecho
consuetudinario americano. Mas cuando esas reglas son el resultado de
las prácticas del poder monárquico, la cuestión es diferente.

Esas prácticas, por ejemplo, han elevado á la categoría de máximas
del derecho de gentes en Europa las que constituyen lo que se llama
el _equilibrio europeo_, que los soberanos se han empeñado siempre
en conservar ó reconstruir á su modo, por medio de los pactos de
protectorado ó de alianza, de cesión ó venta, y por medio de la
intervención, á la cual se ha dado gran latitud.

No sólo se interviene diplomáticamente para dar un gobierno ó imponer
un monarca á un pueblo, como ha sucedido dos veces en la Grecia
moderna, sino que también se interviene con las armas para despojar á
un Estado de ciertos dominios que no debe conservar, como ha sucedido
en la cuestión Schleswig-Holstein; ó para poner coto al derramamiento
de sangre, como en la intervención de los negocios de Turquía en 1827,
ó en una guerra civil, para ponerle término, á solicitud de ambas
partes contendientes, ó solamente de una de ellas, como repetidas
veces se ha hecho desde que la reina Isabel de Inglaterra prestó
auxilios á los Países Bajos contra la España, hasta que la Rusia juntó
sus armas á las de Austria para subyugar á la Hungría; ó por simpatía
religiosa, como las intervenciones de Isabel de Inglaterra, de Cromwell
y de Carlos II á favor de los protestantes extranjeros, la de la Gran
Bretaña y Holanda en 1690 en los negocios de Saboya; ó para hacer pagar
sus deudas á un Estado insolvente, ó por cualquier otro pretexto de los
que la ambición de los monarcas suele inventar con tanta facilidad[34].

Si porque semejantes actos son arreglados á los principios del derecho
consuetudinario de la Europa monárquica hubiera de respetarlos y
tolerarlos la América en sus relaciones internacionales con ella, es
evidente que nuestras soberanías estarían á la merced del capricho ó
de los intereses maléficos del primer déspota europeo que tuviera la
ocurrencia de dominar á la América. La intervención francesa en Méjico
no tiene otro carácter, ni puede legitimarse sino al amparo de las
prácticas europeas.

La América debe, pues, proveer á su conservación, protestando contra
máximas tan extrañas á su interés como contrarias á los principios que
le impone su forma democrática; y debe proclamar otros principios que
sean conservadores de su autonomía y conformes á su dogma político,
para rechazar, en sus relaciones con la Europa, todas esas prácticas
que son exclusivamente propias del interés europeo y del equilibrio de
sus potestades monárquicas.

Si el equilibrio americano, si los principios de orden democrático y
de independencia recíproca, aconsejan aquí actos ó convenios análogos
á los que se practican en Europa por los principios de puro interés
europeo, nuestras prácticas formarán también en este punto el derecho
consuetudinario americano; y así como jamás nos admitiría la Europa á
pactar allí protectorados ó cesiones, ó á intervenir en su equilibrio,
la América tampoco debe tolerar que los monarcas europeos extiendan á
ella la red de sus ambiciones.

Tal fué la doctrina que en 20 de julio de 1864 sancionó la Cámara de
Diputados de Chile, cuando á propósito de una moción para declarar que
no debía reconocerse el imperio austro-francés en Méjico, el que estas
líneas escribe le presentó la proposición, que fué sancionada.

Para dar á conocer mejor una declaración de tan grave interés
americano, nos permitiremos reproducir aquí nuestra proposición y el
discurso con que la apoyamos.


                           “PROYECTO DE LEY

“Artículo único. La República de Chile no reconoce como conformes
al derecho internacional americano los actos de intervención
europea en América, ni los gobiernos que se constituyan en virtud
de tal intervención, aunque ésta sea solicitada; ni pacto alguno de
protectorado, cesión ó venta, ó de cualquiera otra especie que mengüe
la soberanía ó la independencia de un Estado americano, á favor de
potencias europeas, ó que tenga por objeto establecer una forma de
gobierno contraria á la republicana representativa adoptada en la
América española”.

                   *       *       *       *       *

“No debemos limitarnos--dijimos entonces--á expresar una simple
opinión, cuando las circunstancias nos imponen el deber de consignar
en nuestra legislación el principio que debe servir de base á nuestra
política y á la de la América entera en la nueva época que abre la
Europa, cambiando en sus relaciones con la América española la base
de los intereses pacíficos por los principios proclamados en 1823 por
la Santa Alianza. Nuestro primer deber es estudiar bien la situación
presente para comprender la actitud que la Europa acaba de tomar
respecto de la América. Recordaremos los hechos pasados para apreciar
los presentes.

“Luego que Fernando VII se vió repuesto en su poder absoluto por el
ejército que la Francia encomendó á un nieto de San Luis para ahogar en
España los principios liberales, dirigió su atención á la reconquista
de las colonias emancipadas en América y solicitó que la Rusia, el
Austria, la Prusia, la Inglaterra y la Francia reunieran en París un
Congreso para acordar los auxilios que debían prestar á la España á fin
de arreglar los negocios de América.

“La Inglaterra, ligada por los muchos intereses comerciales que ya
tenía entonces en América, y aspirando á impedir que la Francia
dominase á la España en sus colonias americanas, como la dominaba en la
Península, obró de manera que impidió la reunión del Congreso y cruzó
los planes de la Santa Alianza. Para conseguirlo comenzó á obrar en
este sentido antes que el rey de España expidiese la nota circular de
diciembre de 1823, haciendo aquella invitación, pues en una conferencia
que míster Canning tuvo con el príncipe de Polignac, ministro francés,
el 9 de octubre de aquel año, quedaron establecidos los principios
que ambas naciones tenían respecto de la cuestión americana, y el
gobierno británico se preparó allí un antecedente para oponerse á las
pretensiones de Fernando.

“El gobierno británico se pronunció contra toda tentativa dirigida
á reducir á la América á su antigua dependencia de la España, y
rechazó con energía la intervención de cualquiera potencia extraña
en esta empresa, declarando que toda interposición extranjera, de
cualquier naturaleza que fuera, autorizaría á la Gran Bretaña á tomar
la resolución que exigieran sus intereses y á reconocer sin demora la
independencia de las colonias.

“El ministro francés declaró que el reconocimiento puro y sencillo
de aquellas provincias agitadas por guerras civiles, donde no había
gobierno alguno que ofreciera apariencia de estabilidad, no parecía
sino una real y verdadera sanción de la anarquía, y que por el interés
de la humanidad y especialmente por el de las mismas colonias, sería
digno de los gobiernos europeos concertar entre sí los medios de
calmar en aquellas distantes y apenas civilizadas regiones las pasiones
obcecadas por el espíritu de partido, y procurar reducir á un principio
de unión en el gobierno, fuese éste monárquico ó aristocrático, unos
pueblos entre los cuales tomaba cuerpo la discordia con teorías
absurdas y peligrosas.

“El gobierno británico, al contestar después la circular del
español, sostuvo y dilucidó la política que había adoptado contra la
intervención de la Santa Alianza. Entretanto el Austria, la Prusia y la
Rusia se convencieron de que no sólo era imposible la reconquista, sino
que también lo era el plan tan deseado por la España y por el Austria
de fundar en América una monarquía encargada de combatir las teorías
absurdas y peligrosas de los republicanos. Entonces fué cuando redactó
el Austria, de acuerdo con las otras potencias del norte, el plan
destinado á conservar á la España las colonias que le eran fieles y á
ayudarle á reconquistar las dudosas, reconociendo la independencia de
las que se habían emancipado realmente. Este nuevo plan se estrelló en
la decidida actitud que había tomado la Inglaterra, á la cual adhirió
la Francia por entonces, y más que todo en la actitud de la América
misma, pues la energía desplegada por los patriotas americanos estaba
apoyada por el gobierno de los Estados Unidos, que había reconocido
su independencia desde 1822, y que en 3 de diciembre de 1823, al
saber las gestiones que hacía la España y las pretensiones de la
Santa Alianza, había lanzado por medio de su presidente, el inmortal
Monroe, la célebre declaración en que aquel gobierno anunciaba que
estaba dispuesto á no permitir que ninguna potencia extraña de Europa
interviniese en la contienda, porque había pasado ya el tiempo de venir
á colonizar el Nuevo Mundo.

“Desde entonces las potencias europeas, respetando la intimación que
la Gran Bretaña y los Estados Unidos habían hecho en 9 de octubre y en
3 de diciembre contra toda intervención en América, trataron de seguir
el rumbo que les trazaban aquellas dos naciones poderosas, y procuraron
entrar con los americanos en relaciones pacíficas y de mutuo interés.

“Ahora, después de cuarenta años, durante los cuales han tomado
aquellas relaciones un carácter normal y de derecho por medio de los
tratados y de las prácticas introducidas y mantenidas por el comercio,
la Europa abandona bruscamente esta situación y vuelve á los propósitos
y principios abandonados en 1823.

“Los hechos que se han verificado de tres años á esta parte no nos
permiten dudar de este cambio tan infundado como perjudicial, que está
basado en una reacción tan absurda como inconcebible en favor de los
despropósitos de la Santa Alianza. La Inglaterra misma ha participado
de él, y como si hoy sus intereses en América no fueran más valiosos
que en 1823, los olvida, y olvida sus principios, por contemporizar con
el emperador de los franceses, que ha tomado á su cargo el realizar las
aspiraciones de la Santa Alianza, empeñando en la empresa al Austria,
por medio de la constitución de una monarquía en América, destinada,
como la que el Austria deseaba en 1823, á combatir las teorías absurdas
y peligrosas de los republicanos.

“Esta empresa, que al principio se miró en Europa como de resultados
dudosos y un poco atentatoria, es hoy aceptada por todos los gobiernos
y por todos los hombres de Estado de aquel Continente, porque la
opinión europea estaba preparada para aceptarla.

“La prensa y los discursos de los parlamentos de Europa nos muestran
que allí, principalmente en Francia, creen los hombres públicos,
como creía en 1823 el príncipe de Polignac, que por el interés de la
humanidad y especialmente por el de los mismos países americanos, es
digno de los gobiernos europeos adoptar la intervención como un medio
de calmar en estas apenas civilizadas regiones las pasiones obcecadas
por el espíritu de partido, y procurar reducir á un principio de unión
en el gobierno monárquico unos pueblos entre los cuales ha tomado
cuerpo la discordia con teorías absurdas y peligrosas.

“Hoy no hay una voz que se levante allí, como en 1824 la del marqués
de Lansdowne en la Cámara de los Lores, para decir que aquellas
teorías absurdas eran capaces de consolidar nuestra felicidad, y que
si se condenaba y se desacreditaba á la América por las disensiones
que ocurrían aquí, como bajo cualquiera otra especie de gobierno, era
porque la crítica de los gabinetes no se ve fácilmente apurada cuando
se trata de censurar otros sistemas, á fin de entrometerse en negocios
ajenos, y que así podría serle muy fácil al gran turco desacreditar
al gobierno francés y dar cierto colorido á las mudanzas gubernativas
de la Francia y á las conspiraciones de que tantos franceses se veían
acusados.

“No, hoy es opinión común en Europa la de que en la América no hay
instituciones, sino desórdenes. Los radicales mismos en Inglaterra se
avergüenzan de que á su escuela se haya puesto el apodo de americana,
y aun los sabios, que tienen más obligación de ser ilustrados que los
que no han conquistado aquel título, nos acusan sin más fundamento que
el de su ignorancia de lo que pasa en América. Los estadistas que más
favor nos hacen creen que nuestra aspiración más enérgica en el día
es la de acercarnos á la madre patria, y que cada día nos unimos más
á la Europa en ideas políticas é intereses. Así lo acaba de declarar
el presidente de la Comisión del Senado francés que informó sobre el
reclamo de M. Crochet contra el Perú, agregando que la raza latina que
habita estas magníficas regiones recuerda á menudo su origen (como si
nosotros comprendiéramos esa diferencia de razas y guiáramos nuestros
pasos por semejante preocupación), y que tendemos á separarnos de las
doctrinas de la raza anglo-sajona, que permanece fiel á la doctrina de
Monroe; como si esta doctrina rechazara al Viejo Mundo y quisiera vivir
sin él, como dice aquel senador francés, y no se limitara á rechazar la
intervención política de la Europa en nuestros negocios domésticos.

“Así piensan los que nos hacen más favor, con la particularidad de que
llega á tanto su ignorancia acerca de nuestros asuntos, que el mismo
senador se congratula en su discurso de que hayamos aceptado la idea
de formar un Congreso americano, en la cual hemos sido iniciados por
el gobierno del emperador, que puede en justicia reclamar el honor de
haberla sugerido al presidente del Perú.

“Siendo tal el estado de la opinión pública de Europa respecto de
la América, no debemos extrañar que la Francia y la España, con la
aquiescencia de la Inglaterra, se hayan aprovechado de la situación
anormal en que la América se encuentra por causa de la guerra civil de
Estados Unidos, para realizar ahora los principios de 823; es decir:
la intervención armada, la reconquista de las colonias emancipadas y
la organización de una monarquía europea que combata en América las
teorías republicanas, que son absurdas y peligrosas para la Europa y
que han llegado á su último descrédito con la guerra que divide al
norte.

“Hoy la Gran Bretaña no rechaza, como en 823, la intervención ni
los medios que entonces proponían la Francia y la Santa Alianza, y
la palabra de Monroe es vana, porque los Estados Unidos tienen que
permitir la intervención en nuestros negocios, pues aunque ha pasado el
tiempo de venir á colonizar el Nuevo Mundo, ellos no tienen los medios
de impedirlo.

“¿Con qué pretexto podrían cohonestarse siquiera la intervención en
Méjico, la reconquista de Santo Domingo y la ocupación de las Chinchas?
¿Con los créditos que reclaman la Francia en Méjico y la España en el
Perú, ó con la solicitud de los partidos monarquistas de Méjico y de
Santo Domingo? No con lo primero, porque Méjico y el Perú han estado
siempre prontos á reconocer y pagar aquellos créditos, y, según la
regla del derecho de gentes, como dicen Bello, Martens y Phillimore,
el acreedor extranjero sólo tiene derecho de pedir que se le ponga
en el mismo pie que á los otros acreedores del Estado, y su gobierno
no está autorizado á intervenir sino cuando el Estado deudor adopta
medidas fiscales fraudulentas é inicuas, con la manifiesta intención de
frustrar los reclamos.

“La Inglaterra no ha intervenido nunca en estos casos y aun ha estado
muy lejos de elevarlos á la categoría de cuestiones internacionales;
solamente lo haría, como dijo lord Palmerston en su circular de 1848
á sus agentes diplomáticos, cuando las pérdidas de los acreedores
llegasen á ser de gran magnitud y no hubiese medio pacífico de traer á
su deber al gobierno deudor.

“Mucho menos con lo segundo, porque si bien en Europa han intervenido
las naciones en la guerra civil á solicitud de uno de los partidos
contendores, como lo hizo la Rusia contra los húngaros en Austria en
1848, esa práctica no puede jamás erigir en principio lo que á los ojos
de la razón es injusto.

“Desde que un partido contendor invoca el auxilio de una potencia
extraña, ultraja la soberanía de su patria y le hace traición; y si las
cuestiones civiles no pueden tener otra solución racional que la que
les dé la mayoría de la nación, es evidente que no se pueden conciliar
la existencia misma de la nación, su soberanía y su honra con la
intervención de un extranjero, aunque ésta sea solicitada por uno de
los partidos contendores.

“Si en América olvidáramos esos principios, como se han olvidado en
Méjico y Santo Domingo, y si hubiéramos de respetar la intervención
europea que se funda en un olvido semejante, tendríamos que renunciar
á nuestra existencia política, y daríamos á la Europa el arbitrio
más fácil y expedito para sojuzgarnos. Dejemos que intervengan las
naciones europeas unas en otras para mantener lo que ellas llaman su
equilibrio; pero no permitamos que vengan á emplear contra nosotros las
inmensas ventajas que les dan sus fuerzas y sus riquezas, porque no hay
nada de común entre la política del equilibrio europeo y la política
internacional americana.

“La Europa y la América en política son dos extremos opuestos, por más
que la ciencia, la industria y los hombres europeos puedan aclimatarse
en América y auxiliar nuestro progreso. Allá la monarquía y el
socialismo con sus errores, con sus hondas preocupaciones y con sus
arraigados intereses, que sirven de base á una espléndida corrupción,
forman una entidad y un sistema de ideas que no existen aquí y que no
pueden tener prosélitos en las naciones americanas de origen inglés y
español, donde las sencillas formas republicanas han creado principios
é intereses que no se conocen en Europa.

“¿Cómo podríamos entonces convenir en respetar la intervención é
injerencia de las naciones de Europa en nuestros negocios, en nuestra
soberanía y en nuestra personalidad política, sin perturbar las bases
fundamentales de nuestra existencia y sin entregar nuestro porvenir á
la ley que quisiera imponernos el interés monárquico de la Europa?

“Tales son los antecedentes que nos imponen ahora el deber de proclamar
un principio genérico que sirva de base fundamental á nuestra política
y á la de toda la América en la nueva época que inicia la Europa, en
lugar de limitarnos á expresar la opinión de la Cámara relativamente al
imperio mejicano. No es ese el único hecho que ha de prestar materia á
nuestra política internacional: más tarde puede aparecer otra monarquía
en Santo Domingo, un pacto de protectorado en el Ecuador, y qué sabemos
cuántos otros hechos más creados por la política de la Santa Alianza,
que tratan de realizar en la América los europeos, guiados por la
poderosa Francia.

“No es posible tampoco dejar á la política variable del Ejecutivo la
resolución sobre la conducta que debe observar Chile en todas esas
emergencias. Sin dejar de ser patriota un gobierno, puede ceder á
las sugestiones, á las amenazas, á los infinitos medios de que puede
valerse la diplomacia europea, y aun á las inspiraciones propias del
carácter de los hombres que gobiernen, para adoptar un hecho ó adherir
á una doctrina que la Europa consumase ó proclamase en América, en el
sentido de su nueva política.

“Eso introduciría la anarquía en nuestras relaciones internacionales
americanas, y podría ligarnos de tal manera, que tendríamos después que
aceptar, aunque nuestro honor y nuestro interés se opusieran, todas las
consecuencias de un precedente de aquella naturaleza.

“Consignado el principio que propongo en nuestra legislación,
tendrá que estrellarse en él la diplomacia, y nuestros gobiernos no
perderán su tiempo en vanas discusiones, ni en expectativas ó temores
infundados, cuando se vean en el caso de pronunciarse sobre algunos de
los atentados que la política de la Santa Alianza nos depara.

“En esto no hay exageración ni novedad. Yo sé muy bien que aunque las
ideas no se matan, mueren de muerte natural cuando se las exagera.
El principio propuesto está fundado lógicamente en los sucesos que
han reglado nuestras relaciones con la Europa desde 1823, y ha sido
proclamado y sostenido desde entonces por varias naciones americanas,
que tomaron ejemplo de la Inglaterra, que en 9 de octubre de 1823 se
pronunció por medio del ilustre Canning contra esas intervenciones
europeas en América, y que hoy mira con tantas simpatías.

“Haciendo abstracción de las protestas de la república de Colombia,
hechas durante la guerra de la independencia contra las pretensiones de
la España y de sus aliados, basta llamar la atención de la Cámara al
mensaje que el inmortal Monroe, presidente de los Estados Unidos, pasó
al Congreso en 1825, reiterando su declaración anterior, á próposito de
la persistencia de la Santa Alianza en sus absurdos, y declarando que
cualquiera tentativa por parte de las potencias europeas para extender
el sistema de intervención nacional á cualquiera parte de la América,
sería considerada como peligrosa para la paz y la seguridad de los
Estados Unidos; y que cualquiera interposición de una potencia europea
con el fin de forzar de cualquier manera á los gobiernos de América
que han establecido su independencia, sería considerada como una
manifestación de una disposición poco amigable hacia los Estados Unidos.

“Esta declaración fué aceptada y proclamada como una plataforma del
derecho internacional americano por el Congreso de los Estados Unidos,
que estableció también que no permitiría una colonización ulterior de
parte alguna del Continente por las potencias europeas. El sucesor de
Monroe, John Quincy Adams, se extendió hasta hacer de ella una de las
bases políticas que debía adoptar el Congreso de todas las naciones
americanas.

“En su mensaje al Senado, en 26 de diciembre de 1825, proponiéndole
el nombramiento de los plenipotenciarios de los Estados Unidos para
aquel Congreso, se expresaba de este modo: ‘También será prudente un
convenio entre todas las partes representadas en aquella reunión, á fin
de que cada una esté prevenida contra cualquier establecimiento futuro
de una colonia europea dentro de sus límites. Hace más de dos años que
mi predecesor anunció esto al mundo, como un principio nacido de la
emancipación de los dos continentes americanos. Debe manifestarse así á
las nuevas naciones sudamericanas, de modo que todas ellas lo acepten
como un apéndice esencial de su independencia’.

“Ese principio, que fué aceptado por el Senado de los Estados Unidos, á
propósito de la reunión de un Congreso americano, y que ha sido varias
veces repetido por el Congreso, es el que está consignado en la primera
parte de mi proposición, para que sirva de apéndice esencial á la
existencia soberana de Chile.

“La segunda parte tampoco carece de ejemplo, pues hace poco más de
un año que los Estados Unidos de Colombia promulgaron una ley en los
mismos términos, porque se encontraron en una situación muy especial,
de la cual no podemos jactarnos de estar libres nosotros, por más que
contemos con la benevolencia de los gabinetes europeos. Aludo á un
hecho muy notable.

“El ministro francés en Bogotá se presentó al gobierno de Colombia para
notificarle (pido la atención de los señores diputados) que S. M. el
emperador de los franceses no consentiría que la república del Ecuador
formase parte de la unión colombiana. El gobierno de Colombia se alarmó
justamente. ¿Que haría el gobierno de Chile si un día de esos se le
notificase una voluntad del emperador de los franceses sobre nuestros
negocios domésticos?

“El gobierno de Colombia dió de mano á las transacciones diplomáticas,
y comprendiendo que aquella notificación tan singular arrancaba
su origen del pacto de protectorado iniciado por el Ecuador con
la Francia, apeló al Congreso para consignar en su legislación el
principio de que no sería reconocido ningún pacto de protectorado, de
cesión, de venta ó de cualquiera otra especie que menguase la soberanía
de algún Estado americano, y dió cuenta de lo sucedido á los demás
gobiernos del Continente, para que conocieran mejor las pretensiones de
la Europa.

“No son, pues, nuevas ni exageradas las declaraciones que pido que
se incorporen en nuestra legislación para que nos sirvan de base
en nuestras relaciones diplomáticas, y las circunstancias que las
han hecho surgir en otras ocasiones son las mismas que hoy imperan
y que nos imponen el deber de proclamarlas. Si se ha dicho justa
ó injustamente que Chile está á la vanguardia de las repúblicas
americanas, es necesario que Chile se haga merecedor de tan noble
fama, aprovechando la situación en que se encuentra para proclamar y
sostener la doctrina que los norte-americanos no pueden hoy sustentar,
después de habérnosla enseñado, y la que Colombia proclamó en una
situación especial que puede repetirse en los demás Estados del
Continente. Si Chile da cuerpo y forma á esos principios, tendrá, sin
duda, la gloria de ser muy pronto apoyado é imitado por las demás
repúblicas americanas”.


                              NOTAS:

[34] ANDRÉS BELLO: _Principios de derecho internacional_; parte
primera, capítulo I; tercera edición, 1864.



                                  XV


El nuevo principio no ha sido todavía convertido en ley, sin embargo de
la aprobación de una de las Cámaras de Chile, y no obstante de haber
sido también propuesto á la deliberación de los Congresos del Perú y de
Bolivia. Eso vendrá tarde ó temprano, cuando los gobiernos americanos
se persuadan de que la política del miedo y de las contemplaciones
hacia las potencias europeas no ha de ser parte jamás á que éstas
varíen de propósitos respecto de la América. Podríamos decir de toda la
Europa lo que decía de la Francia la Comisión de Negocios Extranjeros
de la Cámara de Diputados de Estados Unidos, tratando la cuestión
constitucional, de que solamente al Congreso correspondía reconocer al
imperio de Méjico:

“Es inútil--decía aquella Comisión--suponer que una declaración
semejante aumenta el peligro de una guerra con Francia. El emperador de
los franceses hará guerra á los Estados Unidos cuando convenga á sus
planes, y pueda hacerla sin peligro de su dinastía. Hasta entonces,
no habiendo injusticia ni insulto de nuestra parte, no habrá guerra.
Cuando llegue ese tiempo tendremos guerra; no importa cuánto sea ó
haya sido de _humilde_, _inofensiva_ y _pusilánime_ nuestra conducta,
porque _nuestro pecado es nuestra libertad_ y nuestro poder, y la única
seguridad del poder monárquico, imperial, aristocrático ó despótico,
está en nuestra _ruina y destrucción_”.

Esa es la verdad. Los gobiernos americanos deben aceptar francamente la
posición en que la naturaleza de los acontecimientos y el carácter de
los principios á que deben su existencia los han colocado. No es esto
aconsejarles que se pongan en lucha con la Europa: nada menos que eso;
es solamente advertirles que tienen deberes que llenar en defensa de su
personalidad y en desempeño de la tarea que les imponen los principios
que representan y que están encargados de servir y de realizar en
América.

Cuando llegue el tiempo tendremos guerra, la guerra que procede
naturalmente del antagonismo de los intereses políticos de ambos
continentes; no importa que no haya habido injusticia ni insultos
de nuestra parte, ora sea humilde, inofensiva y pusilánime nuestra
conducta, ora sea adicta y amiga de los poderes europeos.

Pero si los gobiernos han trepidado en la adopción del principio,
la opinión pública de toda la América española no ha vacilado en
aceptarlo. Las únicas objeciones que conocemos contra él se han elevado
en la prensa brasilera. Allí se rechaza la idea de una liga americana
contra la Europa, suponiendo que la alianza propuesta en los congresos
americanos que hasta ahora se han reunido tiene ese carácter de una
liga contra la Europa.

Los trabajos de aquellos congresos y sus discusiones prueban lo
contrario; la alianza se limita á la defensa común, en casos de
ataque á la independencia y soberanía de alguno de sus miembros; mas
no se extiende, como se supone, á los casos en que un Estado europeo
tenga derecho de emplear los medios de fuerza autorizados por la
ley internacional, para obtener de cualquier país de América las
satisfacciones que les sean debidas. Ha sido necesario calumniar el
pensamiento para confutarlo; confundir la necesidad que la América
tiene de fijar y deslindar sus derechos y de defenderlos, con el
propósito de una liga para hacer la guerra á Europa, en que nadie ha
pensado. Las objeciones de que hablamos no sólo se dirigen contra
aquella alianza, punto que, por otra parte, admite todavía discusión,
sino especialmente contra la aplicación á toda la América de los
principios que comprende la doctrina de Monroe.

Se cree que esta política tuvo su época precisa, y que las
circunstancias que la autorizaron en 1823 no se han reproducido. Se
sostiene que la América no debe tener una política especial, porque eso
sería admitir también que las cinco partes del mundo constituyen otras
tantas políticas diferentes y rivales; lo cual sería injuriar el dogma
altamente civilizador y cristiano de la unidad de todos los hombres en
un solo pensamiento, y sentar que debe haber dos justicias, una para
la América y otra para la Europa, un derecho internacional para el uso
particular de los países del Nuevo Mundo y otro para los antiguos. Se
proclama también que la política europea es un fantasma que no existe,
y que sería necesario que toda la Europa se aliase contra la América, ó
que se renovase la Santa Alianza, para justificar el pensamiento de una
política americana como la que insinúa la doctrina de Monroe.

Si la América tiene y debe tener una política especial, no es porque
sea una de las partes del mundo ó un Continente distinto de la Europa,
sino en razón de los principios, de las ideas, de los hábitos y aun de
las preocupaciones que predominan en la vida política, y que sirven
de base á distintos intereses en ambos Continentes, según lo hemos
demostrado.

Si esa diferencia existiese entre todas y cada una de las cinco partes
del mundo, y no estuvieran ligadas todas las que componen el Viejo
Mundo por principios é intereses análogos á los que predominan en
Europa, sostendríamos también lo que en el Brasil parece una herejía
contra el dogma civilizador de la unidad del género humano. No es
extraño que allí sea censurada de este modo la doctrina americana,
como no lo sería que se creyera que el dogma cristiano que se invoca
debe necesariamente realizarse cuando sea universalmente admitido el
principio pagano, y, por consiguiente, anticristiano, de la monarquía
latina.

Pero si lo racional es creer que la unidad del género humano no puede
realizarse sin la democracia, es también forzoso admitir que no pueden
ser unos mismos los principios de la vida pública de la América
democrática y de la Europa monárquica, y que es indispensable, no
que haya dos justicias, ni dos derechos internacionales para el uso
particular de los países del Nuevo Mundo y del Antiguo, sino que los
absurdos que los intereses monárquicos han elevado á la categoría de
derecho consuetudinario en Europa dejen de ser reconocidos y aplicados
en América, porque la justicia, que es una en todo el mundo, los execra
y condena, y los hace impracticables allí donde ella impera á la luz
de las instituciones democráticas, las cuales oponen el interés de los
pueblos á los privilegios monárquicos y aristocráticos.

Por otra parte, creer que la política europea es un fantasma que
no existe, porque no hay allí una alianza contra la América, es
desconocer la multitud de hechos históricos que nos prueban que los
intereses antagonistas de la Europa no necesitan de una alianza entre
las potencias para revelarse y para inspirar á cada una de ellas una
conducta hostil á los intereses americanos.

Esa creencia es propia de los que, á pesar de conocer la historia de
la reciente invasión de Méjico, y á pesar de haber visto que aquellos
intereses antagonistas se manifestaron instantáneamente y se ligaron
con toda naturalidad en la alianza de Londres, sostienen todavía que
en la cuestión de Méjico no se trataba más que de satisfacciones y
reclamaciones, y que el archiduque de Austria fué proclamado emperador
por el _sufragio del pueblo_, como Leopoldo en Bélgica, como Oton y
Jorge I en Grecia.

Los verdaderos americanos no cierran de ese modo los ojos en presencia
de la verdad y de los hechos, y saben, por el contrario, que aquellos
intereses egoístas de la Europa ejercen su acción sin alianzas ó con
ellas, espontáneamente ó invocados por los traidores americanos que
buscan en ellos el triunfo de sus sórdidos intereses. Las tramas de
la Francia y de la España para fundar monarquías en América, que la
diplomacia de los Estados Unidos desbarató en 1828 y 29, no necesitaban
de una alianza general, ni aun siquiera de la protección de la que en
1823 se llamaba _santa_, y que acometió la misma empresa.

La expedición de la reina Cristina y de Flores en 1846 fué también
un hecho aislado que no se produjo por una alianza continental. Las
gestiones de Trinité y de García Moreno, reveladas por sus propias
cartas, para establecer el protectorado de la Francia en el Ecuador no
necesitaron tampoco de la cooperación de la Europa, sin embargo de que
eran un efecto regular de esa política que se supone ser un fantasma
que no existe.

Los tratos de Cabarrús en Centro-América, de los cuales nació la misión
conferida por Carrera á Berriosola para negociar en Europa la anexión
de aquella parte del Continente al nuevo imperio mejicano tampoco
fueron obra de la Europa entera, aunque lo son de su política y de sus
intereses anti-americanos. Otro tanto puede decirse de las empresas de
la España contra la independencia de Santo Domingo, contra el Perú y
contra Chile, que manifiestan hasta la evidencia que el peligro de 1823
no murió para siempre.

Tal es el sentimiento común en toda la América, aunque no lo sea en el
Brasil. Si no hubiera infinitas pruebas, bastaría para evidenciarlo la
singular coincidencia de que al mismo tiempo que en el Congreso de
Chile se anunciaba que las circunstancias de 1823 habían reaparecido,
la Comisión de Negocios Extranjeros de la Cámara de Diputados de
Estados Unidos, en el dictamen á que antes hemos aludido, revelaba
también lo mismo, declarando que la política de Monroe en estos
momentos tenía el mismo carácter y debía tener la misma aplicación que
cuando se promulgó.

Esa parte del dictamen hace la historia de aquella doctrina, desde que
se proclamó por el presidente hasta que fué aceptada y sancionada por
el Congreso, y es necesario que quede aquí consignada[35]. Dice así:

“La declaración más notable de esta clase en nuestra historia, que
los sucesos parecen querer _hacer hoy_ de un interés tan grave como
cuando fué enunciada, es la del presidente Monroe en su mensaje de 2 de
diciembre de 1823:

“_No podemos considerar de otro modo que como una manifestación de
disposiciones no amistosas hacia los Estados Unidos, cualquiera
interposición de las potencias europeas con tendencias opresivas
en los destinos de los gobiernos que han declarado y mantenido su
independencia; independencia que bajo principios justos y seria
consideración hemos reconocido nosotros_”.

“Pero aun siendo ésa la expresión exacta del pueblo americano, no se
consideraba como la política adoptada por la nación, porque el Congreso
no lo había declarado formalmente. La administración del presidente
John Quincy Adams, que se siguió, la trató meramente como una opinión
del Ejecutivo á favor del pueblo, la cual sólo el Congreso podía elevar
á la dignidad de política nacional, por su adopción formal.

“Habiendo usado, en 1826, M. Poinsett, nuestro ministro en Méjico, un
lenguaje que se supuso comprometía á los Estados Unidos á seguir esa
política con respecto á Méjico, se propuso prontamente una resolución
á la Cámara de Representantes, para ‘que la Comisión de Relaciones
Extranjeras investigase é informase á esta Cámara bajo qué autoridad,
si es que la hubiese habido, el ministro de los Estados Unidos en
la República Mejicana, en su carácter oficial, había declarado al
plenipotenciario de aquel gobierno que los Estados Unidos se habían
comprometido á no permitir que ningún otro poder, excepto España,
interviniera en la independencia ó forma de gobierno de las repúblicas
sur-americanas’.

“M. Poinsett se apresuró á explicarse á Henry Clay, entonces secretario
de Estado, en carta de 6 de mayo de 1826, diciéndole:

“No puedo tranquilizarme sin asegurar explícitamente que en las
observaciones hechas durante mis conferencias con los plenipotenciarios
mejicanos, aludí solamente al Mensaje del presidente de los Estados
Unidos al Congreso de 1823.

“Ese Mensaje, dictado, en mi opinión, por la más sabia política, se
ha considerado, tanto en Europa como en América, como una declaración
solemne de las miras é intenciones del Ejecutivo de los Estados
Unidos, y siempre he considerado esa declaración como un compromiso,
hasta donde puede el lenguaje del presidente obligar á la nación,
para defender á las jóvenes repúblicas americanas de los ataques de
cualquier otra potencia que no sea España.

“Tan sabido es en los Estados Unidos como en Méjico, cuyo gobierno
está modelado en nuestras instituciones políticas, que el pueblo no
queda comprometido por ninguna declaración del Ejecutivo. Pero á fin
de corregir toda expresión errónea que estas palabras hayan podido
producir en los plenipotenciarios mejicanos, les expliqué en el
curso de nuestra conferencia esta mañana su significado exacto: que
la declaración de M. Monroe en su mensaje de 1823, al cual había yo
aludido, indicaba solamente la línea de política que el Ejecutivo de
los Estados Unidos estaba dispuesto á seguir hacia esos países, pero
que no era obligatoria para la nación, á menos que el Congreso de los
Estados Unidos no la sancionase; y cuando dije que los Estados Unidos
se habían comprometido á no permitir que otro Estado fuera de España
interviniese en la independencia ó forma de gobierno de las repúblicas
americanas, sólo quise aludir á la declaración antes citada del
presidente de los Estados Unidos en su Mensaje de 1823, y nada más”.

Esta explicación es tanto más significativa cuanto M. Clay, en sus
instrucciones á M. Poinsett, le indicaba que trajera al conocimiento
del gobierno mejicano el Mensaje del último presidente de los Estados
Unidos al Congreso de 2 de diciembre de 1823, estableciendo ciertos
principios importantes de derecho internacional en las relaciones de
Europa y América, y después de exponerlas y examinarlas, prosigue M.
Clay:

“Ambos principios se sentaron después de una larga y concienzuda
deliberación de parte de la última administración. El presidente, que
formaba parte de ella, continúa coincidiendo absolutamente en ambos; y
demostraréis al gobierno de Méjico lo adecuado y conveniente que será
establecer los mismos principios en todas las ocasiones oportunas”.

“Y en contestación á la resolución de 27 de marzo, M. Clay acompañaba
sus instrucciones con la declaración de que los Estados Unidos no
han contraído compromiso alguno, ni obligádose á nada con respecto á
los gobiernos de Méjico ó Sur-América al decir que no permitirían la
intervención de una potencia extranjera en la independencia ó forma de
gobierno de aquellas naciones...

“Si, en efecto, se hubiera hecho algún ensayo por la Europa aliada
para destruir las libertades de las naciones meridionales de este
Continente, y erigir sobre las ruinas de sus instituciones liberales
sistemas monárquicos, el pueblo de los Estados Unidos habría estado
obligado, en la opinión del Ejecutivo, no con respecto á algún Estado
extranjero, sino consigo mismo y con su posteridad, por los intereses
más caros y los deberes más sagrados, á resistir hasta lo último ese
ensayo. Á un compromiso de esa naturaleza es al que alude M. Poinsett”.

“Tales eran las opiniones de la administración de John Quincy Adams,
cuyo secretario de Estado era Henry Clay, y cuyo ministro en Méjico
era M. Poinsett, sobre la supremacía de la legislatura al trazar la
política de los Estados Unidos, cuya conducta y ejecución diplomática
está confiada al presidente.

“Es imposible condensar el elaborado mensaje del presidente Adams,
del 15 de marzo de 1826, dedicado á persuadir al Congreso de que
considerara y sancionara la misión de Panamá; pero ese Mensaje y el
gran debate que absorbió la sesión de ambas Cámaras y la _consideración
y aprobación de sus recomendaciones, elevan la declaración de Mr.
Monroe á la dignidad y autoridad de la política nacional, solemne y
legalmente proclamada por el Congreso_”[36].

Si, pues, la doctrina de Monroe tiene la dignidad y autoridad de
una política nacional en los Estados Unidos, solemne y legalmente
proclamada por el Congreso, el derecho internacional consuetudinario de
la Europa está modificado en América respecto de todas las prácticas
que son contrarias á aquella doctrina; como lo está igualmente en
otros muchos puntos en que los anglo-americanos han hecho prevalecer
las máximas de eterna justicia que habían sido obscurecidas y
torturadas por las prácticas absurdas del interés monárquico de las
potencias europeas y de su equilibrio.

No obstante, no se puede decir que hay dos derechos internacionales
ni dos justicias, y es fuera de propósito sostener que las doctrinas
legales proclamadas y explicadas por la autoridad de los Estados
Unidos en una ocasión dada pierden su valor porque hayan pasado las
circunstancias en que fueron proclamadas. Ya hemos demostrado que
las que dieron origen á la doctrina de Monroe no han desaparecido,
y, por el contrario, han recobrado su fuerza desde que la Europa
ejecuta diariamente los actos que la Santa Alianza pretendía ejecutar
en 1823. Mas aunque así no fuera, aunque aquellas circunstancias
no se produjeran, la doctrina en toda su extensión y en todas sus
aplicaciones debe ser un principio de la legislación americana, porque
no es más que la expresión de nuestro derecho, es decir, de las
condiciones de nuestra existencia y de nuestro progreso.


                              NOTAS:

[35] Podríamos citar muchos testimonios de la prensa de toda la América
para manifestar que la opinión común es que hoy existen las mismas
circunstancias y los mismos peligros que hicieron nacer en nuestro
Continente la doctrina de su defensa y salvación; pero nos limitaremos
á transcribir las palabras con que terminaba su _Manifiesto_ en julio
de 1864, al mismo tiempo que en los Congresos de Estados Unidos y
de Chile se proclamaba la doctrina de Monroe, el general Barrios,
presidente del Estado de San Salvador; palabras que tendrán actualidad
ahora y en muchos años más.

“Que se tenga presente--decía--lo grave de la crisis por la que esta
porción del mundo está pasando en las actuales circunstancias. Presa
de una guerra civil tan colosal como sangrienta, esta nación de los
Estados Unidos, que es la más poderosa, y que parecía ser destinada
á proteger á otras repúblicas más jóvenes y menos fuertes; invadido
Méjico, insultado y amenazado el Perú en su existencia misma, vendida
alevosamente la república de Santo Domingo, la vieja Europa acechando
todavía otros puntos por donde meterse á robarnos la independencia, que
tanta sangre nos ha costado, la América tiene la necesidad y el deber
de contar á sus amigos, y más especialmente á sus enemigos, sobre todo
cuando estos enemigos son interiores.

“Que no olvide que sin un Santana, y sin un Almonte, ni los españoles
estarían en Santo Domingo ni los franceses en Méjico. Importa mucho,
pues, conocer cuáles son los hombres con que en estos momentos de
crisis puede contar, y cuáles de los que debe _desconfiar_...”.

[36] Las comunicaciones del gobierno de Lincoln con el de Napoleón
acerca de la declaración que la Cámara de Diputados hizo á fines
de 1863 en favor de la república de Méjico, dieron lugar á serias
reclamaciones parlamentarias en aquella Cámara, y sometido el negocio
á la Comisión de Negocios Extranjeros, ésta presentó el dictamen de
que hemos hecho aquel extracto, y que fué leído en la sesión del 27 de
julio de 1864 por H. Winter Davis, terminando con esta proposición:

“Resuélvase que el Congreso tiene derecho constitucional para declarar
con voz autoritativa y prescribir la política extranjera de los Estados
Unidos, tanto en el reconocimiento de nuevos poderes, como en otras
materias; y que es deber constitucional del presidente respetar esa
política, no sólo en las negociaciones diplomáticas, sino en el uso de
la fuerza nacional, cuando se le autorice por la ley; y que lo resuelto
por cualquiera declaración de política exterior por el Congreso queda
suficientemente aprobado por el veto que lo pronuncie; y que mientras
tales proposiciones estén pendientes no son tópico á propósito para
explicaciones diplomáticas con potencias extranjeras”.



                                  XVI


Después de esta excursión que hemos hecho en el campo de la
regeneración social que se opera en América, para enunciar el plan que
debemos adoptar para servirla, proseguirla y completarla, volvamos á
nuestro punto de partida.

La Europa y la América son en política dos extremos opuestos, por más
que la ciencia, la industria y los hombres europeos puedan aclimatarse
en América y auxiliar nuestro progreso. Ese antagonismo, que tiene
su base en las ideas que dominan la existencia y los intereses
políticos de ambos Continentes, influye directa y primordialmente en
las relaciones internacionales de ambos, porque la Europa no conoce
el poder ni las condiciones de la vida americana. Si conociera eso,
el antagonismo se revelaría menos y sería menos dañoso para nosotros,
porque al fin es cierto que pueden coexistir provechosamente dos
entidades contrarias en principios, cuando se conocen, se comprenden y
se respetan.

¿Puede desaparecer esta situación normal y necesaria con la prontitud
que exigen el interés de la humanidad y las generosas aspiraciones de
muchas almas nobles de la Europa y de la América? ¿Puede modificarse
siquiera por el interés comercial y los tratados que lo regularizan, ó
por la adhesión de los gobiernos americanos á tales intereses y á las
pretensiones de superioridad de los poderes europeos?

Es indudable que no, porque una situación tan profundamente arraigada
no se cambia por transacciones pasajeras de política, sino por la
acción lenta del tiempo. ¿Cuántos años serán necesarios para que los
estudios que algunos europeos eminentes principian á hacer de las
condiciones de la sociedad americana, se generalicen en los pueblos y
alcancen á los gobiernos de la Europa?[37] ¿Cuánto necesitan trabajar
los americanos mismos para alcanzar á darse á conocer de esos
pueblos y de esos gobiernos, ante los cuales, por razón de analogía
de intereses y de simpatía en ideas, tienen más acceso, más crédito y
más consideración, los americanos que por ignorancia ó ceguedad, que
por egoísmo ó por traición, sirven al propósito de hacer prevalecer en
América el espíritu y la dominación de la Europa?

¿Y si aquellos esfuerzos generosos no han de modificar la situación,
sino á mucha costa y en largo tiempo, se podrá esperar que ella varíe
por el cambio de las ideas que dominan la existencia y los intereses
políticos de los dos mundos? Para hacer que la revolución democrática
de la América retrograde, se necesitarían dobles y más prósperos
esfuerzos que los del imperio romano contra el cristianismo, y que los
de las potencias católicas contra la Reforma. Esas revoluciones que se
fundan en la rehabilitación y emancipación del hombre y de la sociedad,
obedecen á una ley natural, que poder humano alguno puede contrarrestar.

Tal es la gran ley providencial del progreso de la humanidad, cuyo
cumplimiento, ni la alianza de la Europa entera podría contrariar. Mas
esta consideración no es bastante á impedir las empresas del interés
monárquico contra la América, y sería una ilusión pueril atenerse á
ella para confiar en la vana esperanza de que el antagonismo europeo se
arredre en presencia de la imposibilidad de contener nuestro progreso
democrático. El despotismo es ciego.

Las ideas que cambiarán, indudablemente, son las de la vida política
europea, porque no son conformes á esa ley que rige los destinos
del género humano. Su cambio y transformación se hacen lentamente,
pero de un modo visible y claro; y no llegarán á ser tan completos,
como es necesario que sean, para que desaparezca el antagonismo de
ambos mundos, sino después de profundas revoluciones y de espantosos
cataclismos políticos y sociales, producidos por el choque de los
intereses bastardos y egoístas con los de la sociedad que hoy está
sojuzgada.

Hay hechos que es necesario aceptar como se presentan, hay situaciones
indeclinables, que no se pueden modificar por medio de expedientes
evasivos, ni por intereses de circunstancias que aconsejen una política
tan efímera como ellas. Los gobiernos americanos deben aceptar su
posición como es, y servirla como exigen las condiciones de la vida
y del progreso de sus sociedades, de su soberanía é independencia.
Pretender lo contrario, adherir á las exigencias de la política europea
en América, sería servir á intereses opuestos á los americanos que
aquella política representa.

Tal es la razón de la necesidad que tienen los gobiernos americanos de
fijar en un Congreso general, ó en tratados parciales, los principios
que deben formar el código de sus relaciones mutuas, como una entidad
caracterizada por circunstancias especiales, que la diversifican
de cualquiera otra entidad política. Fijados esos principios, es
consecuencia necesaria de su determinación señalar también la posición
respectiva y los deberes que deben respetar cada uno de los miembros
de esa entidad política americana, cuando uno de ellos sea víctima del
antagonismo europeo, es decir, de los intereses opuestos que la entidad
europea, sea en el conjunto de todas sus potencias, sea parcialmente,
puede hacer valer contra los intereses americanos.

Prescindiendo de la profunda diferencia que existe entre las
poblaciones americanas y europeas, diferencia que estudiaremos después,
es indudable que las naciones hispano-americanas, por sus caracteres de
familia, por sus antecedentes, por su porvenir y por sus instituciones,
forman entre sí una entidad política verdadera, que, sin duda, tiene
una fuerte conexión con la sociedad anglo-americana, por todos esos
rasgos, aunque los caracteres de familia sean diferentes. Éste es un
hecho reconocido y aceptado por todas las repúblicas americanas, y
elevado á la categoría de un dogma político, desde que fué proclamada
y autorizada como política legal de los Estados Unidos, la doctrina de
Monroe, hace cuarenta años.

Tal hecho ha sido siempre proclamado de un modo oficial y ha servido
de base á un sinnúmero de transacciones y de gestiones políticas. El
gobierno de Chile, que lo ha hecho valer constantemente en la política
continental, lo formulaba también, discutiendo con el representante
español las cuestiones que se sucitaron después de la ocupación de las
Chinchas por la España, á título de _reivindicación_: “Las repúblicas
americanas--decía[38]--de origen español forman, en la gran comunidad
de las naciones civilizadas, un grupo de Estados, unidos entre sí
por vínculos estrechos y peculiares. Una misma lengua, una misma
raza, formas de gobierno idénticas, creencias religiosas y costumbres
uniformes, multiplicados intereses análogos, condiciones geográficas
especiales, esfuerzos comunes para conquistarse una existencia nacional
é independiente: tales son los principales rasgos que distinguen á
la familia hispano-americana. Cada uno de los miembros de que se
compone ve más ó menos vinculadas su próspera marcha, su seguridad é
independencia á la suerte de los demás. Tal comunidad de destinos
ha formado entre ellos una alianza natural, creándoles derechos y
deberes recíprocos, que imprimen á sus mutuas relaciones un particular
carácter. Los peligros exteriores que vengan á amenazar á algunos de
ellos en su independencia ó seguridad no deben ser indiferentes á
ninguno de los otros: todos han de tomar en semejantes complicaciones
un interés nacido de la propia y la común conveniencia. Este interés
será tanto más vivo cuanto una inmediata vecindad lo haga más legítimo
y fundado. Las nociones expuestas son tan generalmente aceptadas en
América, que han llegado á ser vulgares. Me creería, pues, dispensado
de recordarlas, si no me obligara á ello la extrañeza que parece V.
S. manifestar por las explicaciones pedidas en mis oficios anteriores
sobre los sucesos de Chinchas. ‘Mi gobierno, dice V. S., ignora que
el de Chile ejerza algún protectorado sobre el Perú, ni que con éste
tenga algún tratado público ó privado de alianza ofensiva y defensiva’.
No existe protectorado alguno, no existe ningún tratado de alianza
ofensiva ni defensiva entre Chile y el Perú; pero existe un derecho
perfecto é imprescriptible, el de la _propia conservación_, que permite
á un Estado intervenir en los negocios de sus vecinos, que coliga á
las naciones, como más de una vez ha sucedido en Europa, para mantener
su equilibrio político, y que autoriza á la América, á Chile en
particular, para velar por la integridad territorial y la soberanía del
Perú”.

¡Espléndida manifestación de la alianza natural que existe de hecho
entre las repúblicas americanas! Todos los pueblos, todos los gobiernos
la sienten y reconocen, y jamás ha aparecido un peligro de ésos que
tienen su origen y su causa en el antagonismo de los intereses europeos
contra la América, sin que al mismo tiempo no haya estallado también el
sentimiento de la comunidad é intimidad de los miembros que forman la
entidad política americana.

Este hecho innegable traza con precisión el objeto y los límites de
aquella evidente comunidad; de modo que es inútil y fútil desconocerla
ú objetarla con el pretexto de que podría tener una falsa y dañosa
aplicación la alianza que en ella se fundara, si una nación europea,
en defensa de sus derechos ultrajados y autorizada por la ley
internacional, moviera guerra contra una República americana que no
satisficiera de otro modo las reclamaciones justas que se le hicieran.

Este caso está fuera de la alianza natural americana, y no se puede
sacar de su posibilidad un argumento racional, ni contra la existencia
de la entidad política de la América, ni para negar el antagonismo
que la Europa tiene, por causas evidentes y por intereses indudables,
contra aquella entidad.

Un solo gobierno americano se ha atrevido á singularizarse, renegando
de aquella fraternidad y contestando la existencia de sus intereses.
No hablamos del gobierno monárquico del Brasil, que á la verdad no se
ha extendido á tanto, aunque ha aceptado con reserva la idea de un
Congreso americano, pues ha respondido á las dos últimas invitaciones
que se le han hecho que “el gobierno imperial adhiere al pensamiento,
mas que era preciso establecer primero las bases y ver la opinión que
las otras potencias tendrían, para realizarlo”.

Es natural: un gobierno como aquél, que se siente desligado de los
intereses de las repúblicas americanas por sus instituciones, sus
prácticas, sus hábitos, y aun por las calidades, antecedentes y
condición actual de su población, debe conocer primero las bases de la
unión á que se le provoca, porque ellas podrían ser contrarias á su
constitución política y á su organización social.

Nada más propio, como lo es también que la prensa del partido
político que allí se apellida liberal, ataque la doctrina de Monroe
y la posibilidad de una alianza americana, con las objeciones que
hemos enunciado en el párrafo anterior, y hasta negando, no sólo la
solidaridad de los intereses americanos y su diferencia y antagonismo
con los europeos, sino aún más, negando que existan las identidades de
familia que aconsejan la adopción de una misma política.

“Hay inmensa variedad de lenguas--dice aquella prensa[39]--, de
religiones, costumbres, tradiciones y hasta de conceptos entre las
diversas razas que pueblan los diferentes países de la América,
variedad de origen y variedad nacida de las circunstancias peculiares
en que se hallaban en su nuevo país. Es preciso atender á esta
variedad, tanto como á la posición de cada territorio, á la temperatura
del país, á la fertilidad de su suelo, central ó marítimo, agrícola,
industrial ó comercial; cuáles son sus derechos anteriores, sus
pretensiones, sus tendencias.

“Conviene que sean tomados en consideración todos estos hechos
esenciales, que constituyen la actividad especial de cada nación
americana, la base radical de su desenvolvimiento y progreso. Ya se ve
que _no puede haber_ en estos países la necesaria uniformidad social,
para que todos concuerden en una misma política, como se comprueba por
las guerras civiles, y aun por las que se hacen unos á otros, como si
no habitasen la misma parte del globo”.

Semejante argumento peca por su base, porque no siendo en último
resultado más que dos los pueblos de diferente origen, lengua, religión
y costumbres que han preponderado en la población americana, y que
pueden tener la diversidad nacida de las circunstancias peculiares que
hallaron en su nuevo país, el pueblo inglés y el de la Iberia, mal se
puede objetar semejante diferencia contra el pensamiento de la unión de
la familia hispano-americana, en la cual todos aquellos caracteres son
idénticos.

Si el Brasil se considera fuera de aquella identidad, á causa de su
proverbial antagonismo con los pueblos de origen español, confesaremos
que tiene razón para no reconocerse solidario con las repúblicas
americanas, tanto por eso, cuanto principalmente por la contrariedad
de sus instituciones políticas. Sus guerras contra las repúblicas
vecinas, que después consideraremos, pueden ser un testimonio más de
aquella diferencia; pero las que se hacen entre sí las repúblicas y sus
revoluciones intestinas no pueden citarse de ninguna manera como una
prueba de que no existe la entidad política reconocida por todos sus
gobiernos; porque el origen y las causas de tales conmociones tienen
su raíz en otras condiciones muy diferentes de las que constituyen
y deben constituir la unión americana, como lo veremos en la segunda
parte de este libro.

Mas no discutiremos ni la prudencia y reserva del gobierno imperial
ni los palpables errores con que allí se rechazan el pensamiento
de la unión americana y la existencia de la entidad política de la
América, aunque sería más digno y más propio que el Brasil se confesara
francamente desligado de aquella comunidad, en vez de objetarla.

Lo raro, lo inexplicable es que el gobierno argentino sea el que ha
renegado de aquella comunidad, aceptando los errores y las falsedades
con que el Brasil quisiera combatir un pensamiento que no cuadra
á la situación excepcional y peculiar que sus instituciones y sus
condiciones sociales le forman en América. ¡Deplorable extravío! Es
de esperar que no tarden mucho los intereses europeos en venir á
prestar apoyo á esa insólita política, que entraña otro elemento más de
discordia en la familia americana, si la nación argentina no la condena
por medio de sus representantes, reasumiendo la digna posición que sus
nobilísimos antecedentes le señalan en el Nuevo Mundo.

Vamos á terminar con la inserción del documento oficial que revela
esa singular política; y la notable y elevada refutación que de ella
hizo el ministro diplomático peruano será el mejor complemento de esta
parte de nuestra obra, en la cual, por la primera vez, se dilucidan
materias de vital importancia en América, que apenas habían sido
tocadas, y se comprueban ideas no enunciadas siquiera por otro que el
que delinea este bosquejo, en que aparece el cuadro de los hechos y de
las doctrinas que caracterizan y distinguen á la Europa y la América.

En julio de 1862, el diplomático peruano señor don Buenaventura
Seoane presentó á la consideración del gobierno argentino el tratado
tripartito celebrado en Chile el 15 de septiembre de 1856. El gobierno
lo rechazó con fundamentos generalmente sólidos que hacían inaceptables
sus estipulaciones; pero rechazando también por medio de su ministro
de Relaciones Exteriores, Sr. D. Rufino de Elizalde, en nota de 10 de
noviembre de 1862, el pensamiento de la unión americana, se expresó de
esta manera:

                   *       *       *       *       *

“Estudiada la nota de esa Legación y el tratado Continental con toda la
atención que ha sido posible en tan corto tiempo, el gobierno argentino
ha formado el juicio que el abajo firmado tiene el honor de transmitir
á V. E. por orden del señor presidente.

“En la nota y tratado encuentra el gobierno argentino un pensamiento
político y la indicación de medios para realizarlo, que le es sensible
no poder prestarles su asentimiento.

“Se cree en la existencia de una amenaza general á la América
independiente, á presencia de los sucesos de Santo Domingo y Méjico,
y se juzga que una de las primeras medidas que se debieran tomar para
alejar ó conjurar el peligro es la de uniformar en las repúblicas del
Continente ciertos principios que debiesen hacer parte de su derecho
internacional, y estrechar los vínculos de amistad y buena inteligencia
entre los pueblos y gobiernos, para evitar en lo sucesivo todo genero
de guerras.

“El gobierno argentino no tiene motivos para admitir la existencia de
esa amenaza, ni cree que serían suficientes los medios que se proponen
para conjurar ese peligro, si realmente existiese.

“La América independiente es una entidad política _que no existe_ ni
es posible constituir por combinaciones diplomáticas. La América,
conteniendo naciones independientes, con necesidades y medios de
gobierno propios, no puede nunca formar una sola entidad política.
La naturaleza y los hechos la han dividido, y los esfuerzos de la
diplomacia son estériles para contrariar la existencia de esas
nacionalidades, con todas las consecuencias forzosas que se derivan de
ellas.

“No es, pues, posible una amenaza á todas esas naciones que están
esparcidas en un vasto territorio, y que no habría poder bastante en
ninguna nación para hacer efectiva.

“Sólo podría existir esa amenaza en el caso de una liga europea contra
la América, y esto ni es posible ni tendría medios de llevar á fin su
propósito.

“Esa liga no podría hacerse á nombre de los intereses materiales y
comerciales de la Europa, porque esos intereses están en armonía con
los de las naciones americanas, y no habría poder humano que pudiera
crear un antagonismo que no tendría razón de ser.

“Sólo podría hacerse á nombre de la monarquía contra la República; pero
la democracia ha echado tan profundas raíces en América, los beneficios
de las instituciones republicanas son tan evidentes, la fuerza de estas
instituciones es tan grande en la esencia y forma de las sociedades
y pueblos americanos, que el gobierno argentino está convencido que
á presencia de ellas, las armas de sus enemigos habían de sentirse
impotentes para cambiarlas.

“La monarquía en Europa misma ha tenido que inclinarse ante la
democracia, y los monarcas absolutos del derecho divino van cediendo el
trono á los monarcas que nacen del voto popular, ó que tienen en él su
confirmación ó le admiten para dividir entre sí el poder.

“La monarquía en Europa no tendría cómo hacer liga para destruir la
democracia en América, porque sería venir á destruir los propios
elementos que hoy forman la base del poder de casi todas las naciones
europeas.

“Esa liga, aun cuando contase con poder, no podría hacerse, porque no
sería fácil un arreglo para perpetuar una dominación en América, ni una
combinación para dividirse los despojos de esa dominación.

“Por lo que hace á la República Argentina, jamás ha temido por ninguna
amenaza de la Europa en conjunto ni de ninguna de las naciones que la
forman.

“Durante la guerra de la Independencia contó con la simpatía y
cooperación de las más poderosas naciones. Cuando se encontró en guerra
con sus vecinos, fué por la mediación de una potencia europea que
ajustó la paz.

“En la larga época de la dictadura de los elementos bárbaros que tenía
en su seno, como consecuencia de la colonia y de la guerra civil, las
potencias europeas le prestaron servicios muy señalados.

“La acción de la Europa en la República Argentina ha sido siempre
protectora y civilizadora, y si alguna vez hemos tenido desinteligencia
con algunos gobiernos europeos, no siempre ha podido decirse que
los abusos de los poderes irregulares que han surgido de nuestras
revoluciones no hayan sido la causa.

“Ligados á Europa por los vínculos de la sangre de millares de personas
que se ligan con nuestras familias y cuyos hijos son nacionales;
fomentándose la inmigración de modo que cada vez se mezcla y confunde
con la población del país, robusteciendo por ella nuestra nacionalidad;
recibiendo de la Europa los capitales que nuestra industria requiere;
existiendo un cambio mutuo de productos, puede decirse que la República
_está identificada_ con la Europa hasta lo más que es posible. La
población extranjera siempre ha sido un elemento poderoso con que ha
contado la causa de la civilización en la República Argentina.

“No puede, por consiguiente, temer nada, porque tantos antecedentes y
tantos elementos le dan la más completa seguridad de que ningún peligro
la amenaza.

“Cree que en la misma situación se encuentran todas las repúblicas
americanas. Si alguna vez las naciones europeas han pretendido algunas
injusticias de los gobiernos americanos, éstos han sido hechos aislados
que no constituyen una política, y los gobiernos americanos, si se
han sometido á ellos, ha sido siempre por el estado en que se han
encontrado por causa de sus luchas civiles.

“Pero cada gobierno tiene medios suficientes para hacer respetar sus
derechos, si por sus propios elementos no se encuentran contrariados.

“No hay un elemento europeo antagonista de un elemento americano; lejos
de eso, puede asegurarse que más vínculos, más interés, más armonía
hay entre las repúblicas americanas con algunas naciones europeas, que
entre ellas mismas.

“La República Argentina, en vez de propender á establecer nada que críe
ese antagonismo, ha tomado cuantas medidas están en su mano para hacer
homogéneo y simpático ese elemento y asimilarlo al elemento nacional.

“Si una nación europea, por cuestiones con una nación americana, acude
á la guerra y emplea medios que importen una amenaza á los derechos
de las demás naciones, éste será un hecho particular que puede dar
mérito á medidas y arreglos especiales para el caso; pero jamás puede
ser motivo de establecer medidas generales sobre actos generales,
que tienen que ser imperfectas y deficientes, envolviendo en cierto
modo una suposición de agresión de parte de otras naciones que pueden
considerarla como una ofensa gratuita.

“Si desgraciadamente aquel caso llegase á suceder, el gobierno
argentino sería el primero en poner en ejecución cuantas medidas fuesen
necesarias y estuviesen á su alcance, para proveer á su seguridad y
á la reivindicación del derecho que quisiera hollarse; no duda que
el gobierno del Perú, como los demás gobiernos americanos, habían de
adoptar una política igual.

“Los medios propuestos no serían tampoco eficaces para evitar el
peligro, si para llenar los objetos que expresa la nota de V. E. de
asegurar la tranquilidad de las repúblicas americanas entre sí; pero
es innecesario entrar á demostrarlo desde que el gobierno argentino,
prescindiendo de esto, va á ocuparse del mérito mismo de la Convención,
sin tener en vista el motivo primordial que se ha querido consultar,
tratando sólo del mérito real de esa Convención”.

                   *       *       *       *       *

El Sr. Seoane refutó tan singulares aserciones de una manera victoriosa
y digna de aplauso en su nota de 17 de noviembre de 1862, diciendo:

“Si los conceptos emitidos en la expresada contestación se limitasen
á manifestar los inconvenientes que S. E. señala para aceptar pura y
simplemente aquel tratado, el infrascrito, por su parte, se habría
ceñido á referirla á su gobierno, con el fin de que le indicase los
medios de salvar aquellos inconvenientes. Pero se expresan en la nota
de S. E. proposiciones de tanta gravedad, que, si bien hasta cierto
punto se hallan contradichas en su mismo contexto, no podrían dejarse
pasar desapercibidas sin un desconocimiento tácito de la tradición, de
los hechos actuales, y de los más genuinos intereses de la América.--El
infrascrito se encuentra, pues, en el deber de contestarlos, y lo hará
con sinceridad y franqueza.

“Cuando el gobierno que representa le honró con la misión que inviste,
lo hizo en la plena convicción de que los antecedentes históricos que
ligan indisolublemente á la América no podrían jamás desconocerse
por ninguno de sus miembros, en sus efectos naturales ni en sus
consecuencias legítimas.

“Creyó igualmente que, envuelta en guerra intestina la América del
norte, ese glorioso baluarte de la democracia en el mundo; absorbida
la República de Santo Domingo por la España, invadido Méjico por
tropas europeas; trabajado el Ecuador por influencias extrañas, é
inexplicada aún ante el mundo, de un modo capaz de satisfacer á la
razón y á la justicia, la agresión de una potencia europea á una de
las más importantes secciones del Continente, era llegado el momento
de trabajar con eficacia, en llevar á buen término el antiguo y nunca
abandonado pensamiento de uniformar y consolidar las relaciones de los
Estados sur-americanos entre sí, buscando de este modo una garantía
común de seguridad, tranquilidad y poder.

“Fundada la alianza natural de las repúblicas de origen español,
como se ha dicho tantas veces, en la mancomunidad de sus esfuerzos
para emanciparse de la metrópoli, en la identidad fundamental de
sus instituciones y de su poderosa unidad de religión y de raza, ha
parecido siempre posible y conveniente establecer sus relaciones
políticas sobre bases más anchas, determinadas y fijas.

“Unir lo que debe ser compacto, fortificar lo que está débil,
resguardar del peligro lo que se halla amenazado, era una tarea
demasiado generosa para que no se invitase á concurrir á ella á la
República Argentina. El gobierno del Perú, más quizás que cualquier
otro de América, se envanecía en esperar su concurso, porque él no
había olvidado, ni podría nunca olvidar, la heroica iniciativa de esta
Nación en la guerra de la Independencia, cuando salvando las montañas y
los mares, señalaba con su espada las fronteras de la libertad en la
tierra gloriosa que iba conquistando para ella.

“Imbuido en estos recuerdos, fué que el infrascrito pidió lleno de
confianza al gobierno argentino su adhesión á la idea de un tratado
general; y para inducirlo á aceptarla, mencionó el terrible conflicto
en que Méjico se encuentra, considerando lo que allí pasa como un
gravísimo amago, contra el cual era prudente adoptar precauciones
oportunas.

“El gobierno argentino, sin embargo, no ha adherido al tratado, ni
reconocido la existencia del peligro, sino, antes bien, la ha negado.
Entretanto no ignora S. E. el Sr. Elizalde las causas que produjeron la
expedición europea sobre Méjico y las que motivaron la retirada de dos
de las tres potencias que acometieron esa empresa, como sabe también
que idénticas razones á las que ostensiblemente se dieron al principio
para empeñarse en ella, han existido y existen en casi todas las
repúblicas de América, y no sería imposible que más tarde se adujesen
para repetir el atentado.

“Antes de seguir adelante, el infrascrito se permitirá observar
que cuando invitó al gobierno argentino á la adopción de un pacto
que estrechase los lazos de amistad entre los gobiernos y pueblos
americanos, y cuyas estipulaciones los pusiesen á cubierto de
contingencias riesgosas, no ha hablado ni podido hablar racionalmente
de la posibilidad de un ataque simultáneo por una sola nación á los
diferentes puntos de un territorio tan vasto como el que ocupa la
América.

“Se limitó apenas á manifestar los recelos que sugiere la actitud
de las potencias europeas en Santo Domingo y Méjico. Pero si es
aventurado el pensar que aquel caso pudiera efectuarse, no lo es
tanto, por cierto, el que una nación fuerte atentase, como los sucesos
lo demuestran, contra la soberanía de cualquiera de las repúblicas
americanas, si se conservasen en su actual aislamiento.

“En semejante hipótesis, desgraciadamente realizada, desde que el
derecho de existir de las antiguas colonias de la España como naciones
libres y soberanas fué reconocido por todos, estableciendo así el
principio de su independencia como el principal fundamento de su
derecho público, el ataque á la soberanía de cualquiera de ellas, no
sólo importa una amenaza, sino un desconocimiento virtual de las más
sagradas prerrogativas de las otras.

“El gobierno argentino, sin pensar del mismo modo, llega hasta el punto
de declarar en un lugar de su nota que ‘no tiene motivos para admitir
la existencia de esa amenaza’, lo que no obsta á que exprese en otro
lugar que ‘si la independencia de cualquier Estado americano fuese
amenazada contra las prescripciones del derecho público, no tardaría
en ponerse de acuerdo con los demás gobiernos para reivindicar sus
derechos y garantir su seguridad’.

“Como el gobierno de S. E. el Sr. Elizalde, en vez de tomar esta
actitud tiende á asumir una posición tan nueva como excéntrica en
América, y como al mismo tiempo no se puede suponer que desconozca
á Méjico en la categoría de un Estado americano, se deriva de estas
premisas la dolorosa consecuencia de que reconoce la agresión que se
hace á Méjico como ajustada á las prescripciones del derecho público,
sin que ella envuelva una asechanza ni aun contra la independencia
de la nación agredida. Y, sin embargo, esa nación lucha hoy en santa
guerra contra sus invasores, y quizás á la hora en que tienen lugar
estas contestaciones cae envuelta en su sangre y se consuma el
sacrificio de su libertad y su derecho.

“La sorpresa del infrascrito, de la que, sin duda, participará su
gobierno, es tanto mayor á vista de la comunicación de S. E., cuanto
más incongruentes son algunas de las declaraciones que contiene,
con las que les han precedido, y con los términos de la nota de ese
ministerio fecha 14 de mayo último, dirigida á S. E. el ministro de
Relaciones Exteriores del Perú, así como con los conceptos vertidos en
el mensaje del excelentísimo señor presidente Mitre al último Congreso,
cuyos documentos volverá el infrascrito á citar más tarde.

“Antes de hacerlo, y en confirmación de los fundados temores que se
abrigan en América por la intervención de la Europa en sus negocios,
debe recordar aquí las palabras del gobierno de los Estados Unidos, que
forman el más notable contraste con la parsimonia y tranquilidad del
gobierno argentino.

“En un oficio de Mr. Seward á Mr. Gorwin, datado á 6 de abril de 1861,
dice aquel alto funcionario lo siguiente:

“El estado de la anarquía en Méjico debe obrar necesariamente como
un incentivo _en el ánimo de aquellos que están conspirando contra
la integridad de la Unión, con el propósito de buscar fuerza y
engrandecimiento para sí propios, por medio de conquistas en Méjico
y otras partes de la América española_. Así el más obtuso observador
se halla habilitado para ver lo que desde hace largo tiempo han visto
con claridad los mejor dotados de un espíritu sagaz, esto es, que la
paz, el orden y la autoridad constitucional en cada una y en todas las
diversas repúblicas de este Continente, _no son de un interés exclusivo
á una ó más de ellas, sino de un interés común é indispensable á todas_.

“Mr. Gorwin, distinguido diplomático, escribe á Mr. Seward, á 29 de
julio: _La Europa se complace en vernos postrados y no dejará de
aprovecharse de nuestros embarazos, para ejecutar designios en los que
no habría soñado si hubiésemos permanecido en paz_.

“Existe, pues, y en su mayor intensidad, la justa alarma, á que se
ha referido el infrascrito y que, hasta cierto punto, puede haber
inspirado las conclusiones de S. E. y apresurádolo á darles una
publicidad prematura. Por lo mismo es hondamente sensible contemplar al
gobierno argentino en aislado desacuerdo con la opinión de todos modos
expresada á este respecto, no sólo por todos los gobiernos y pueblos
americanos, sino hasta por la prensa libre de la Europa.

“En la América del norte, en las repúblicas de Chile y de Bolivia, en
la Oriental del Uruguay, en el Perú, en los Estados Unidos de Colombia,
en los de la América Central y hasta en la misma Francia, viendo clara
la amenaza á los Estados americanos, se ha clamado por su unión, con la
notable circunstancia de que en algunos de ellos se han propuesto bases
y medios de realizarla, sin olvidar la alianza ó contrato de guerra,
en consideración á la inminencia del peligro.

“El único gobierno americano que, hasta la fecha de la nota de S. E.
el Sr. Elizalde, no se había pronunciado sobre esta cuestión, ha sido
el del Ecuador. Pero esta abstención se aplica por la circunstancia
de existir, en altos mandos, en aquella república, dos personajes, de
los cuales el uno amenazó invadirla en 1846, con tropas que organizó
en Europa, y felizmente fueron disueltas por los esfuerzos comunes de
la diplomacia americana, y el otro, en 1859, pretendió incorporarla al
dominio de una potencia europea.

“Por lo demás, si _cada gobierno americano tiene medios suficientes_,
como lo afirma S. E., _para hacer respetar sus derechos_, no se
comprende el alcance de la manifestación que hace el gobierno argentino
de que ‘si la independencia de cualquier Estado americano fuese
amenazada, no tardaría en ponerse de acuerdo con los demás gobiernos
para reivindicar sus derechos y garantizar su seguridad’.

“Ó no es exacta, como no lo es, esa capacidad de cada Estado americano
para defenderse por sí solo, aun cuando tenga reunidos y en armonía
todos sus elementos, y en este caso es necesaria la _Unión_; ó
la proposición sentada por S. E. envuelve ya la presunción de su
ineficacia, y en este caso es inútil.

“En efecto: si aquellos Estados se hallasen tan completamente
garantidos por sí mismos, no podría sostenerse la necesidad apremiante
de su alianza.

“Estando al tenor de lo expuesto por S. E., y que se presta á tan
extensos comentarios, el peligro para ellos ‘podría únicamente
existir en el caso de una liga europea contra la América--lo que S.
E. considera imposible--, liga que no podría hacerse á nombre de los
intereses materiales y comerciales de Europa, porque esos intereses
están en armonía con los de las naciones americanas. Podría sólo
hacerse--añade S. E.--á nombre de la monarquía contra la república;
pero la democracia ha echado tan profundas raíces en América, los
beneficios de las instituciones republicanas son tan evidentes, la
fuerza de estas instituciones tan grande en la esencia y forma de los
pueblos americanos, que á presencia de ellas, las armas de sus enemigos
habían de sentirse impotentes para combatirlas’.

“¿Y Santo Domingo, señor ministro? ¿Y Méjico? ¿Y las islas Malvinas?

“Asienta S. E. que _la monarquía en Europa misma ha tenido que
inclinarse ante la democracia_, y esta aseveración lo tranquiliza.
Pero el infrascrito siente que no le permita estar de acuerdo con ella
la realidad de los hechos, que presentan preponderante en Europa á la
monarquía dinástica.

“Fundándose S. E. en el desenvolvimiento de la industria, inmigración
y comercio, toca el insólito extremo de aseverar, en el momento mismo
que se entrega á las armas la suerte de una república hermana, ‘que más
vínculos, más interés, más armonía hay entre las repúblicas americanas
de origen español con Europa, que entre ellas mismas’.

“La opinión altamente manifestada en todas épocas, la historia y los
sentimientos fraternales que está expresando la América por los sucesos
de Méjico, son una viva y ardiente protesta contra la aserción emitida.

“El actual gobierno norte-americano cree, y lo ha dicho á su ministro
en París, ‘que la emancipación de este Continente de la Europa ha sido
el rasgo principal de su historia en la última centuria’, y Washington,
cuya autoridad es imponente, en su despedida al pueblo decía: ‛que los
celos de un pueblo libre deben estar constantemente alerta contra las
insidiosas estratagemas de la influencia extranjera, pues la historia
y la experiencia han probado que esta influencia es uno de los más
terribles enemigos que tiene un gobierno republicano... La Europa tiene
una porción de intereses primarios que para nosotros son de ninguna ó
muy remota relación’.

“S. E. cree, sin embargo, ‛que la República Argentina está identificada
con la Europa hasta lo más que es posible’, y en la confianza que le
inspiran estas relaciones, llega al punto de asegurar ‛que la República
Argentina nada tiene que temer, y cree que en la misma situación se
hallan _todas_ las repúblicas de América’.

“Mas tal confianza no la hay en ellas, ni puede haberla ante la
agresión de Méjico. Por el contrario, poseídas de muy diversas
convicciones, viven y se agitan en zozobra, esperando, si no el triunfo
de aquel desgraciado país, la hora en que sus gobiernos las llamen á
auxiliar á sus hermanos.

“En cuanto á los beneficios señalados por su excelencia como recibidos
de la Europa por esta nación, no es del resorte del infrascrito el
ponerlos en problema. Sólo dirá que, á pesar de la aseveración de S. E.
sobre ‛la cooperación de naciones poderosas á la República Argentina
durante la guerra de la Independencia’, el infrascrito ha perseverado
hasta hoy en la creencia de que los resultados y triunfos de esa lucha
grandiosa se deben pura y exclusivamente, en cuanto le concierne, á sus
magnánimos esfuerzos.

“El infrascrito ha extrañado que, al hablar S. E. de la insuficiencia
de los medios propuestos, lo haya hecho sin considerar que esos medios
son previos y no únicos, y sin recordar que al final de su nota de 18
de julio manifestó su deseo de que fuesen aceptadas las bases _de paz
general y de unión americana, á fin de que las naciones del Continente
quedasen expeditas para formar después una alianza_.

“Ahora pasa á ocuparse de otro punto importante de la nota de S. E,
que, por el sentido íntimo que envuelve, va á producir en el Continente
la más ingrata impresión.

“Dice S. E. ‛que la América independiente es _una entidad política
que no existe_, ni es posible constituir por medio de combinaciones
diplomáticas; que, conteniendo la América naciones independientes con
necesidades y medios de gobierno propios, no puede nunca formar una
sola entidad política, y que se halla dividida por la naturaleza y por
los hechos’.

“Es ésta la primera vez, señor ministro, después de nuestra gran
revolución, que se levanta la voz de un gobierno contestando lo
que para los americanos ha venido á ser un principio y un dogma en
que fundan las glorias de su pasado, su esperanza en el porvenir y
su fraternidad en todo tiempo. Nadie ha contribuido más á radicar
ese principio y ese dogma que la República Argentina. Ella fué el
primer soldado de la independencia de América, y si hoy, cuando á la
aproximación del peligro se buscan los medios de prevenirlo, prefiere
desertar, negando la base principal de su grandeza, no viendo en ella
sino un conjunto de nacionalidades con intereses aislados y diversos,
no se puede olvidar, sin mengua de su merecido renombre, que fué
también la primera en reconocerlas por el órgano de sus más grandes
ciudadanos, en su potente unidad, y en sacrificarle sus tesoros y su
sangre.

“La alianza natural que forman los Estados de aquella fuerte entidad
deriva radicalmente de su origen é identidad de aspiraciones; empezó á
realizarse de una manera más sensible desde los primeros albores de su
revolución; se fortificó en los combates de la libertad, en la fuente
de los principios democráticos, y fué perdurablemente sellada con el
último cañonazo que disparó en Ayacucho.

“Sin la diplomacia ó con ella, la América independiente es una entidad
que todo el mundo reconoce; y si su código internacional y político no
está escrito aún, á eso tienden los esfuerzos comunes. Pero el vínculo
moral que liga á sus miembros entre sí, para formar el gran conjunto,
se halla poderosamente arraigado en la inteligencia y el corazón de
todos los habitantes de América.

“Y supuesto que ha llegado, señor ministro, el penoso momento de tener
que comprobar esta verdad en el mismo pueblo que se encargó en otro
tiempo de proclamarla al Universo, citará el infrascrito, si no bastan
los elocuentes testimonios del pasado, otros de actualidad que vienen
en su apoyo, y que por su procedencia tienen un carácter concluyente.

“Contestando los diferentes gobiernos americanos á las circulares
dirigidas por el gobierno del Perú á consecuencia de los sucesos de
Santo Domingo y Méjico, y antes que fueran conocidos los designios que
hoy se realizan en la última nación, se expresaban en los términos
siguientes, que copiará _in extenso_, porque es conveniente escuchar
á la América misma, hablando por el intermedio de sus representantes
legítimos, ya que su pasado no se tiene por bastante para reconocer la
robusta cohesión que constituye su poderío y grandeza.

“El gobierno de Bolivia, en 28 de diciembre de 1861, dice lo siguiente:
‛El infrascrito conoce la solidaridad de los intereses americanos;
por consiguiente, la ofensa hecha á la independencia de Méjico ó
la modificación de sus instituciones con el empleo de la fuerza
sería una verdadera amenaza á la seguridad de los demás Estados.
Por consiguiente, se adhiere con toda sinceridad á la manifestación
hecha por S. E. para conservar incólume el sentimiento de fraternal
americanismo, y la independencia de todas y cada una de las secciones
del Continente americano español’.

“El de Chile, en 30 de noviembre de 1861: ‘Un suceso de tal gravedad,
un paso semejante, que afectaba directamente al interés de los
Estados americanos, no pudo menos de llamar fuertemente la atención
del gobierno y pueblo de Chile, que animados de los más fraternales
sentimientos, jamás han permanecido indiferentes en presencia de los
peligros que ha podido correr la existencia soberana de las otras
naciones del Continente’.

“Los Estados Unidos de Colombia: ‘El gobierno de los Estados Unidos
de Colombia se ha enterado con gran satisfacción de los sentimientos
altamente americanos que manifiesta S. E., y aplaude la medida tomada
por el Perú de dar el alerta á los países del Continente, y convocarlos
á la defensa común en el caso de ser agredidos por alguna potencia
europea con cualquier pretexto’.

“Cuando se recibió la nota circular de V. E., ya el gobierno colombiano
se había anticipado á instruir á su enviado extraordinario y ministro
plenipotenciario acreditado en Washington, para que propendiese
á la reunión de un Congreso de representantes de las naciones
hispano-americanas en aquella ciudad, á fin de acordar los medios
más eficaces para la propia defensa y el sostenimiento del régimen
republicano, única forma de gobierno que sea posible establecer en
estos países.

“El gobierno de Colombia felicita al del Perú por la atinada línea de
conducta política que ha tenido por conveniente seguir, y no duda de
que su llamamiento será atendido por todos los gobiernos del Continente
sur-americano. Venezuela se adhiere á todo lo que se ha hecho y se haga
en bien de nuestra común causa, siendo de esperarse que el gobierno del
Ecuador prescinda de vacilaciones y tome resueltamente el camino que la
dignidad y la conveniencia le señalan.

“De los gobiernos de la América Central, el de Nicaragua decía en 5 de
octubre de 1861: ‘Me es muy honroso poder decir á V. E., para que se
sirva transmitirlo á su gobierno, que el mío está anuente á obrar de
común acuerdo con las repúblicas hispano-americanas para conservar la
autonomía que con tanta gloria reconquistaron mediante la lucha de
la independencia. Nicaragua, señor, aunque una de las secciones más
pequeñas del Nuevo Mundo, no vacila en ofrecer su cooperación, porque
conoce los vínculos que existen entre las naciones latinas que ocupan
este Continente, vínculos tan estrechos cuanto que son creados por toda
clase de identidad que reina entre ellas’.

“El de Honduras, en nota de 27 de noviembre del mismo año, decía:

“La comunidad de intereses de los Estados americanos, y la conveniencia
de procurar en concierto la seguridad general, unidas á otras razones
que merecen toda atención”, etc., etc.

“El gobierno del Paraguay decía, en 30 de junio último:

“El gobierno del Paraguay reconoce el sentimiento americano que
inspiró á los gobiernos contratantes la celebración de aquel pacto;
y considera el espíritu de sus estipulaciones como conservador de la
independencia, soberanía y dignidad de las naciones y de sus gobiernos,
y como propia á consolidar y garantir las relaciones de amistad y mutua
consideración, y reconoce también toda la necesidad que siente la
América independiente por la realización de un pensamiento semejante”.

“El gobierno de la república oriental del Uruguay ha solicitado y
obtenido del Senado autorización para adherir al tratado continental, y
este hecho vale más que las palabras.

“El gobierno argentino, en nota de 27 de noviembre de 1861, decía:

“El gobierno argentino, consecuente con la tradicional política que
ha señalado su marcha, concurriendo por todos los medios posibles al
mantenimiento y respetabilidad del derecho adquirido, como naciones
soberanas, por las repúblicas que en otro tiempo fueron colonias de la
España, se sintió profundamente conmovido”, etc.

“En 23 de noviembre de 1861:

“La República Argentina, cuyos antecedentes en la memorable lucha de
la libertad le dan un justo título á las consideraciones y aprecio
de sus hermanas del Sur, sería _una vez más el primer soldado que se
presente para sostener el honor y dignidad de la causa americana. Á
esta política elevada y consecuente con las tradiciones del pueblo
argentino_...”, _etcétera_.

“En 14 de mayo del presente año:

“S. E. el señor gobernador simpatiza ardientemente con el pensamiento
generoso que ha inspirado la nota del gobierno de V. E. á que contesta
el infrascrito. Siente, empero, que el carácter transitorio de la
autoridad que ejerce no le permita formular una política exterior
definida, para lo que necesitaría del concurso del Congreso, que
no está reunido aún. Encuentra por esta razón que es un deber, al
contestar la nota de V. E., limitarse á consignar en ésta _que el
pueblo argentino, cuyo órgano es en este momento, ligado á las
repúblicas americanas por la comunidad de tradiciones, de interés,
de instituciones, de sangre_, acompaña á la nación mejicana en las
dificultades en que se encuentra envuelta, con sus votos más sinceros”.

“Últimamente S. E. el presidente Mitre, en su Mensaje de apertura, dijo
al último Congreso:

“El encargado del P. E. N. cree deber manifestar con este motivo que
no ha podido menos de significar á dicho señor ministro que simpatizaba
con la idea iniciada por la república del Perú, á que algunas
repúblicas americanas han adherido ya”.

“¿Cómo podrían combinarse estas declaraciones terminantes y explícitas,
corroboradas en cada uno de los pasos de la vida oficial de la
República Argentina, con las que contiene la comunicación de ese
departamento?

“Abre el infrascrito el libro de la historia de esta nación, y entre
otros elevados ejemplos que infunden el más legítimo orgullo, encuentra
el tratado de Buenos Aires con la república de Colombia, ratificado en
esta ciudad á 10 de junio de 1823, y firmado por el Sr. D. Bernardino
Rivadavia. Á este tratado pertenecen los artículos que siguen:

“Art. 1.º. La república de Colombia y el Estado de Buenos Aires
ratifican, de un modo solemne y á perpetuidad por el presente tratado,
la amistad y buena inteligencia que naturalmente ha existido entre
ellos por la identidad de sus principios y comunidad de sus intereses.

“Art. 3.º. La república de Colombia y el Estado de Buenos Aires
contraen á perpetuidad alianza defensiva en sostén de su independencia
de la nación española y de cualquier otra dominación extranjera.

“Los dos extremos de la América se abrazan _á perpetuidad_ de este modo
á través del vasto Continente, encerrando entre el círculo extenso de
ese abrazo fraternal á todas las repúblicas intermedias.

“El 19 de junio de 1823 se sancionó en Buenos Aires la memorable ley
de que fué autor el mismo Sr. Rivadavia, en que se estableció por su
artículo 1.º: ‘Que el gobierno no celebraría tratado de neutralidad,
de paz ni de comercio con S. M. Católica, _sino precedida la cesación
de guerra en todos los nuevos Estados del continente americano y el
reconocimiento de su independencia_’.

“Era así como entonces se reconocía por esta república la solidaridad
de la América, como un cuerpo cuya vida y libertad debía igualmente
repartirse en todo su organismo. El sentimiento generoso que la citada
ley revela, en vez de amenguarse ha ido creciendo, y no se le puede
contestar sin herir las fibras más vivas del patriotismo americano.

“Por último, en la Convención entre el gobierno argentino, representado
también por el Sr. Rivadavia, y los comisionados españoles para el
cese de las hostilidades existentes en esa época, se estipulaba en
el art. 8.º que el gobierno de Buenos Aires negociaría, por medio de
un plenipotenciario de las Provincias Unidas del Río de la Plata y
conforme á la ley de 19 de junio, la celebración del tratado definitivo
de paz y amistad entre S. M. Católica y _los Estados del Continente
americano_.

“Pero superior á todos estos antecedentes que se acumulan durante medio
siglo, es el espíritu de vigorosa armonía que ellos han creado entre
los intereses de América, espíritu que no se puede contrariar sin
oponerse á la lógica de los clásicos acontecimientos y al torrente de
la opinión de los pueblos.

“El contexto de la nota de S. E. ha obligado al infrascrito á entrar
en estas largas consideraciones, apartándose del asunto primordial, á
que hubiera deseado concretarse, esto es, el tratado continental en sí
mismo...”.

Esta protesta del representante peruano, apoyada en las declaraciones
oficiales de todos los gobiernos republicanos de la América, es la más
solemne condenación de la política tan extraña como singular que ha
pretendido negar el hecho de más significación de la vida americana,
para erigir en doctrina la unión de la América á la Europa, á nombre de
mentidas conveniencias.

La fuerza de los hechos, el imperio de la verdad y el conocimiento
despreocupado de los intereses de América, hechos, verdad é intereses
que aparecen de relieve en el cuadro que acabamos de bosquejar,
acabarán muy pronto por uniformar la opinión pública del Continente y
por desterrar para siempre los repugnantes errores que el egoísmo hace
surgir de cuando en cuando.


                              NOTAS:

[37] Esos estudios no pueden dejar de tener un efecto muy tardío, tanto
porque á causa de su naturaleza misma no pueden estar al alcance de
todos, cuanto porque la prensa diaria, que es lo que llega á manos
del pueblo europeo, los centraría enérgicamente, reproduciendo las
calumnias, las diatribas y las leyendas ridículas que contra la América
inventan diariamente, por estupidez, por ignorancia ó por especulación,
los viajeros europeos.

Los _sabios_ que formaban la expedición científica española que
vino á posesionarse de las Chinchas á título de _reivindicación_,
se han esmerado no solamente en revelar el odio con que todos sus
compatriotas miran nuestra independencia y el sistema de gobierno que
hemos adoptado, sino también en deprimir á los pueblos americanos,
atribuyéndoles como propios de ellos y de la forma republicana los
vicios y costumbres antisociales que les legó la España y que todavía
no han podido ser extirpados por la nueva sociedad.

Desde el año 63 la prensa de todo el mundo reproduce con frecuencia
los artículos en que aquellos expedicionarios nos pintan como pueblos
viciosos y corrompidos y nos reprochan lo mismo que sus antepasados
fundaron en América. Es sabido, por ejemplo, que los nuevos gobiernos
americanos y las nuevas sociedades no han tenido tiempo suficiente para
mejorar la condición de los indígenas, porque en cincuenta años es
imposible restablecer lo que fué degradado y degenerado durante tres
siglos. Sin embargo, aquellos viajeros no tienen reparo en acusar á los
_republicanos_ de Sur-América de maltratar á los indígenas, á pesar de
que tanto pregonan los principios democráticos.

Así también los acusan á cada paso de todos los vicios anticristianos,
antisociales y antidemocráticos que les legó la España, como si la
república y la independencia les dieran origen y les alimentaran. ¿Qué
pueden hacer los estudios de los escritores despreocupados de Europa
sobre nuestra condición social y política, al lado de esa caterva de
maléficos espíritus que soplan la calumnia contra la América á los
oídos de las sociedades y de los gobiernos de Europa?

[38] Nota del Sr. Covarrubias, ministro de Relaciones Exteriores de
Chile, al ministro español, en 28 de mayo de 1864.

[39] _Diario do Rio Janeiro_, número 168.



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