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Title: La lucha por la vida: La busca
Author: Baroja, Pío
Language: Spanish
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  Nota del Transcriptor:

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
  Páginas en blanco han sido eliminadas.
  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.
  Letras oscuras son denotadas con =signos de igual=.



OBRAS DE PIÓ BAROJA


  Vidas sombrías.

  Idilios vascos.

  El tablado de Arlequín.

  Nuevo tablado de Arlequín.

  Juventud, egolatría.

  Idilios y fantasías.

  Las horas solitarias.

  Momentum Catastrophicum.

  La Caverna del Humorismo.

  Divagaciones sobre la Cultura.


LAS TRILOGÍAS

TIERRA VASCA

  La casa de Aizgorri.

  El Mayorazgo de Labraz.

  Zalacaín, el aventurero.


LA VIDA FANTÁSTICA

  Camino de perfección.

  Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.

  Paradox, rey.


LA RAZA

  La dama errante.

  La ciudad de la niebla.

  El árbol de la ciencia.


LA LUCHA POR LA VIDA

  La busca.

  Mala hierba.

  Aurora roja.


EL PASADO

  La feria de los discretos.

  Los últimas románticos.

  Las tragedias grotescas.


LAS CIUDADES

  César o nada.

  El mundo es ansí.


EL MAR

  Las inquietudes de Shanti Andía.


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

  El aprendiz de conspirador.

  El escuadrón del Brigante.

  Los caminos del mundo.

  Con la pluma y con el sable.

  Los recursos de la astucia.

  La ruta del aventurero.

  Los contrastes de la vida.

  La veleta de Gastizar.

  Los caudillos de 1830.

  La Isabelina.



  LA LUCHA POR LA VIDA

  LA BUSCA



  ES PROPIEDAD

  DERECHOS RESERVADOS

  PARA TODOS LOS PAÍSES


  COPYRIGHT BY

  RAFAEL CARO RAGGIO

  1920


  Establecimiento tipográfico de Rafael Caro Raggio.



  PIÓ BAROJA


  LA LUCHA POR LA VIDA

  LA BUSCA

  NOVELA

  QUINTA EDICIÓN


  [Ilustración]


  RAFAEL CARO RAGGIO

  EDITOR

  MENDIZÁBAL, 34

  MADRID



PRIMERA PARTE



CAPÍTULO PRIMERO

PREÁMBULO.--CONCEPTOS UN TANTO INMORALES DE UNA PUPILERA.--CHARLAS.--SE
OYE CERRAR UN BALCÓN.--CANTA UN GRILLO.


ACABABAN de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y
respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj,
alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la
uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida,
hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el obscuro
seno del tiempo.

Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la
voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de un modo
agudo y grotesco, con una impertinencia juvenil, en un relojillo
petulante de la vecindad, y unos minutos más tarde, para mayor confusión
y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dió una
larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire
silencioso.

¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres
máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones?
El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente, porque el tiempo es,
según algunos graves filósofos, el cañamazo en donde bordamos las
tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico el no
poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este
libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en
aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche
galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio; la hora de la
gente maleante; la hora en que el poeta piensa en la inmortalidad,
rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona
sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que
se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la
casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se
deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las
canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los
tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse
en brazos del sueño.

En la morada casta y pura de doña Casiana, la pupilera, reinaba hacía
algún tiempo apacible silencio; solo entraba por el balcón, abierto de
par en par, el rumor lejano de los coches y el canto de un grillo de la
vecindad, que rascaba en la chirriante cuerda de su instrumento con una
persistencia desagradable.

En aquella hora, fuera la que fuese, marcada por los doce lentos y
gangosos ronquidos del reloj del pasillo, no se encontraban en la casa
mas que un señor viejo, madrugador impenitente; la dueña, doña Casiana,
patrona también impenitente, para desgracia de sus huéspedes, y la
criada Petra.

La patrona dormía en aquel instante sentada en la mecedora, en el balcón
abierto; la Petra, en la cocina, hacía lo mismo, con la cabeza apoyada
en el marco de la ventana, y el señor viejo madrugador se entretenía
tosiendo en la cama.

Había concluído la Petra de fregar, y el sueño, el calor y el cansancio
la rindieron, sin duda. A la luz de la lamparilla colgada en el fogón se
la veía vagamente. Era una mujer flaca, macilenta, con el pecho hundido,
los brazos delgados, las manos grandes, rojas, y el pelo gris. Dormía
con la boca abierta, sentada en una silla, con una respiración anhelante
y fatigosa.

Al sonar las campanadas en el reloj del pasillo, se despertó de repente:
cerró la ventana, de donde entraba un nauseabundo olor a establo de la
vaquería de la planta baja; dobló los paños, salió con un rimero de
platos y los dejó sobre la mesa del comedor; luego guardó los cubiertos,
el mantel y el pan sobrante en un armario; descolgó la candileja y entró
en el cuarto, en cuyo balcón dormía la patrona.

--¡Señora! ¡Señora!--llamó varias veces.

--¿Eh? ¿Qué pasa?--murmuró doña Casiana, de un modo soñoliento.

--Si quiere usted algo.

--No, nada. ¡Ah, sí! Mañana dígale usted al panadero que el lunes que
viene le pagaré.

--Está bien. Buenas noches.

Salía la criada del cuarto, cuando se iluminaron los balcones de la casa
de enfrente; después se abrieron de par en par, y se oyó un preludio
suave de guitarra.

--¡Petra! ¡Petra!--gritó doña Casiana--. Venga usted. ¿Eh? En casa de
la Isabelona... se conoce que ha venido gente.

La criada se asomó al balcón y miró con indiferencia la casa frontera.

--Eso, eso produce--siguió diciendo la patrona--; no estas porquerías de
casas de huéspedes.

En aquel momento apareció en uno de los balcones de la casa vecina una
mujer envuelta en amplia bata, con una flor roja en el pelo, cogida
estrechamente de la cintura por un señorito vestido de etiqueta, con
frac y chaleco blanco.

--Eso, eso produce--repitió la patrona varias veces.

Luego, esta idea debió alterar su bilis, porque añadió con voz irritada:

--Mañana voy a echar el toro al curita y a esas golfas de las hijas de
doña Violante, y a todo el que no me pague. ¡Que tenga una que luchar
con esta granujería! No; pues de mí no se ríen más...

La Petra, sin replicar nada, dió nuevamente las buenas noches y salió
del cuarto. Doña Casiana siguió mascullando sus iras; después repantigó
su cuerpo rechoncho en la mecedora y soñó con un establecimiento de la
misma especie que el de la vecindad; pero un establecimiento modelo, con
salas lujosamente amuebladas, adonde iban en procesión todos los jóvenes
escrofulosos de los círculos y congregaciones, místicos y mundanos,
hasta tal punto, que se veía ella en la necesidad de poner un despacho
de billetes a la puerta.

Mientras la patrona mecía su imaginación en este dulce sueño de burdel
monstruo, la Petra entró en un cuartucho obscuro, lleno de trastos
viejos; dejó la luz en una silla, puso una caja de fósforos, grasienta,
en el recazo de la candileja; leyó un instante en un libro de
oraciones, sucio y mugriento, con letras gordas; repitió algunos rezos
mirando al techo, y comenzó a desnudarse. La noche estaba sofocante; en
aquel agujero el calor era horrible. La Petra se metió en la cama, se
persignó, apagó la candileja, que humeó largo rato, se tendió y apoyó la
cabeza en la almohada. Un gusano de la carcoma en alguno de aquellos
trastos viejos hacía crujir la madera de un modo isócrono...

La Petra durmió con un sueño profundo un par de horas, y se despertó
ahogada de calor. Habían abierto la puerta, se oían pasos en el pasillo.

--Ya está ahí doña Violante con sus hijas--murmuró la Petra--. Será muy
tarde.

Volverían las tres damas de los jardines, adonde iban después de cenar
en busca de las pesetas necesarias para vivir. La suerte no debió
favorecerlas, porque traían mal humor, y las dos jóvenes disputaban,
achacándose una a otra la culpa de haber perdido el tiempo.

Cesó la conversación, después de unas cuantas frases agrias e irónicas,
y volvió a reinar el silencio. La Petra, desvelada, se abismó en sus
preocupaciones; de nuevo se oyeron pasos, pero leves y rápidos, en el
corredor; después, el ruido de la falleba de un balcón abierto con
cautela.

--Alguna de esas se ha levantado--pensó la Petra--. ¿Qué trapisonda
traerá?

Al cabo de unos minutos se oyó la voz de la patrona, que gritaba
imperiosamente desde su cuarto:

--¡Irene!... ¡Irene!

--¿Qué?

--Salga usted del balcón.

--Y ¿por qué tengo _de_ salir?--replicó una voz áspera, con palabra
estropajosa.

--Porque sí... porque sí.

--¿Pues qué hago yo en el balcón?

--Usted lo sabrá mejor que yo.

--Pues no sé.

--Pues yo sí sé.

--Estaba tomando el fresco.

--Usted sí que es fresca.

--La fresca será usted, señora.

--Cierre usted el balcón. Usted se figura que mi casa es lo que no es.

--Yo ¿qué he hecho?

--No tengo necesidad de decírselo. Para eso, enfrente, enfrente.

--Quiere decir que en casa de la Isabelona--pensó la Petra.

Se oyó cerrar el balcón de golpe; sonaron pasos en el corredor, seguidos
de un portazo. La patrona continuó rezongando durante largo tiempo;
luego hubo un murmullo de conversación tenida en voz baja. Después no se
oyó mas que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que
siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un
aprendiz de violinista.



CAPÍTULO II

LA CASA DE DOÑA CASIANA.--UNA CEREMONIA MATINAL.--COMPLOT.--EN DONDE SE
DISCURRE ACERCA DEL VALOR ALIMENTICIO DE LOS HUESOS.--LA PETRA Y SU
FAMILIA.--MANUEL: SU LLEGADA A MADRID.


... Y el grillo, como virtuoso obstinado, persistió en sus ejercicios
musicales, a la verdad algo monótonos, hasta que apareció en el cielo la
plácida sonrisa del alba. A los primeros rayos del sol calló el músico,
satisfecho, sin duda, de la perfección de su artístico trabajo, y una
codorniz le sustituyó en el solo, dando los tres golpes consabidos. El
sereno llamó con su chuzo en las tiendas, pasaron uno o dos panaderos
con la cesta a la cabeza, se abrió una tienda, luego otra, después un
portal, echó una criada la basura a la acera, se oyó el vocear de un
periódico. Poco después la calle entraba en movimiento.

Sería el autor demasiado audaz si tratase de demostrar la necesidad
matemática en que se encontraba la casa de doña Casiana de hallarse
colocada en la calle de Mesonero Romanos, antes del Olivo, porque,
indudablemente, con la misma razón podía haber estado emplazada en la
del Desengaño, en la de Tudescos, o en otra cualquiera; pero los deberes
del autor, sus deberes de cronista imparcial y verídico, le obligan a
decir la verdad, y la verdad es que la casa estaba en la calle de
Mesonero Romanos, antes del Olivo.

En aquellas horas tempranas no se oía en ella el menor ruido; el portero
había abierto el portal y contemplaba la calle con cierta melancolía.

El portal, largo, obscuro, mal oliente, era más bien un corredor
angosto, a uno de cuyos lados estaba la portería.

Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior,
ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda,
inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco, pálido y
larguirucho, como una lombriz blanca. Encima de la ventana, se figuraba
uno que, en vez de «Portería», debía poner: «La mujer cañón con su
hijo», o un letrero semejante de barraca de feria.

Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con una voz
muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante desagradable. Se
seguía adelante, dejando a un lado el antro de la mujer-cañón, y a la
izquierda del portal, daba comienzo la escalera, siempre a obscuras, sin
más ventilación que la de unas ventanas altas, con rejas, que daban a un
patio estrecho, de paredes sucias, llenas de ventiladores redondos. Para
una nariz amplia y espaciosa, dotada de una pituitaria perspicaz,
hubiese sido un curioso _sport_ el de descubrir e investigar la
procedencia y la especie de todos los malos olores, constitutivos de
aquel tufo pesado, propio y característico de la casa.

El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los pisos
altos; tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas, alguna
familia que alquilaba cuartos a caballeros estables, pero nada más. Por
esta causa el autor no se remota a las alturas y se detiene en el piso
principal.

En éste, de día apenas si se divisaba, por la obscuridad reinante, una
puerta pequeña; de noche, en cambio, a la luz de un farol de petróleo,
podía verse una chapa de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se
leía escrito con letras negras: «Casiana Fernández».

A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que sólo
poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba; pero como la
puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían entrar y salir sin
necesidad de llamar.

Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno sumergido
en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el cambio de lugar era
el olor, no precisamente por ser más agradable que el de la escalera,
pero sí distinto; en cambio, de noche, a la vaga claridad difundida por
una mariposa de corcho, que nadaba sobre el agua y el aceite de un vaso,
sujeto por una anilla de latón a la pared, se advertían, con cierta vaga
nebulosidad, los muebles, cuadros y demás trastos que ocupaban el
recibimiento de la casa.

Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella una caja
de música de las antiguas, con unos cilindros de acero erizados de
pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: una figura ennegrecida y
sin nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de algún
semidiós o de algún mortal.

En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban cuadros
pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá los hubiese
encontrado detestables; pero la patrona, que se figuraba que cuadro muy
obscuro debía de ser muy bueno, se recreaba, a veces, pensando que quizá
aquellos cuadros, vendidos a un inglés, le sacarían algún día de apuros.

Eran unos lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas
tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera,
que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas
cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían una
impresión alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes
contemplando la cabeza de San Juan Bautista. Las figuras todas eran de
amable jovialidad; el rey, con una indumentaria de rey de baraja y en la
postura de un jugador de naipes, sonreía; su hija, una señora
coloradota, sonreía; los familiares, metidos en sus grandes cascos,
sonreían, y hasta la misma cabeza de San Juan Bautista sonreía, colocada
en un plato repujado. Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no
el mérito del dibujo ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.

A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de
cuyas paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin
marco, en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se
adivinaba, después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las
hojas de una verde col.

A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde
solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre
las camas sin hacer, cuellos y puños postizos.

Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto
dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales
madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por
costumbre o por higiene.

El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin desayunarse;
el cura salía _in albis_ para decir misa; pero los comisionistas tenían
la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba un
procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos comisionistas
comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se acostaban muy tarde, y
encargaban a la patrona que les despertase a las ocho y media; ella
cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse los viajantes y
ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban disparados,
renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento femenino de la casa
daba señales de vida, se oían por todas partes gritos, voces
destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir de
los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a
alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a
otra señora, a la que llamaban la Baronesa.

La patrona llevaba invariablemente un cubrecorsé de bayeta amarilla; la
Baronesa, un peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína, un
corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los
que transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas
venas azules...

Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la misma,
se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que servían de
comidilla para las horas restantes.

Al día siguiente de la riña entre la patrona y la Irene, cuando ésta
volvió a su cuarto, luego de realizada su misión, hubo conciliábulo
secreto entre las que quedaron.

--¿No saben ustedes? ¿No han oído nada esta noche?--dijo la vizcaína.

--No--contestaron la patrona y la Baronesa--. ¿Qué ocurre?

--La Irene ha metido esta noche un hombre en casa.

--¿Sí?

--Yo misma he oído cómo hablaba con él.

--¡Y habrá abierto la puerta de la calle! ¡Qué perro!--murmuró la
patrona.

--No; el hombre era de la vecindad.

--Alguno de los estudiantes de arriba--dijo la Baronesa.

--Ya le diré yo cuatro cosas a ese pingo--replicó doña Casiana.

--No; espere usted--contestó la vizcaína--. Vamos a darle un susto a
ella y al galán. Cuando estén hablando, si él viene esta noche, le
avisamos al sereno para que llame a la puerta de casa, y al mismo tiempo
salimos de nuestros cuartos con luz, como si fuéramos al comedor, y los
cogemos.

Mientras se tramaba el complot en el pasillo, la Petra preparaba el
almuerzo en las obscuridades de la cocina. No tenía gran cosa que
preparar, pues el almuerzo se componía invariablemente de un huevo
frito, que nunca, por casualidad, fué grande, y un _beefsteak_, que
desde los más remotos tiempos no se recordaba que una vez, por
excepción, hubiese sido blando.

Al mediodía, la vizcaína, con mucho misterio, contó a la Petra el
complot; pero la criada no estaba aquel día para bromas: acababa de
recibir una carta que la llenó de preocupaciones. Su cuñado le escribía
que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid;
no le daba explicaciones claras del porqué de aquella determinación;
decía únicamente la carta que allí, en el pueblo, el chico perdía el
tiempo, y que lo mejor era que fuese a Madrid a aprender un oficio.

A la Petra, aquella carta la hizo cavilar mucho. Después de fregar los
platos se puso a lavar en la artesa; no le abandonaba la idea fija de
que, cuando su cuñado le enviaba a Manuel, habría hecho alguna
barbaridad el muchacho. Pronto lo podía saber, porque a la noche
llegaba.

La Petra tenía cuatro hijos, dos varones y dos hembras; las dos
muchachas estaban bien colocadas: la mayor, de doncella, con unas
señoras muy ricas y religiosas; la pequeña, en casa de un empleado.

Los chicos le preocupaban más; el menor no tanto, porque, según le
decían, seguía siendo de buena índole; pero el mayor era revoltoso y
díscolo.

--No se parece a mí--pensaba la Petra--. En cambio, tiene bastante
semejanza con mi marido.

Y esto le producía inquietudes; su marido, Manuel Alcázar, había sido un
hombre enérgico y fuerte, y en la última época de su vida, malhumorado y
brutal.

Era maquinista de tren y ganaba un buen sueldo. La Petra y él no se
entendían, y el matrimonio andaba siempre a trastazos.

La gente, los conocidos, culpaban de todo a Alcázar, el maquinista, como
si la oposición sistemática de la Petra, que parecía gozar impacientando
al hombre, no fuera bastante para exasperar a cualquiera. Siempre la
Petra había sido así, voluntariosa, con apariencia de humilde, de una
testarudez de mula; en haciendo su capricho, lo demás le importaba poco.

En vida del maquinista, la situación económica de la familia era
relativamente buena. Alcázar y la Petra pagaban diez y seis duros de
casa en la calle del Reloj, y tenían huéspedes: un ambulante de Correos
y otros empleados del tren.

La existencia de la familia hubiera podido ser sosegada y agradable sin
las diarias peleas entre marido y mujer. Habían llegado los dos a
experimentar una necesidad tal de reñir, que por la cosa más
insignificante armaban un escándalo; bastaba que él dijera blanco para
que ella afirmase negro; aquella oposición enfurecía al maquinista, que
tiraba los platos por el aire, abofeteaba a su mujer y andaba a
puñetazos con todos los muebles de la casa. Entonces la Petra,
satisfecha de tener un motivo suficiente de aflicción, se encerraba a
llorar y a rezar en su cuarto.

Entre el alcohol, las rabietas y el trabajo duro, el maquinista estaba
torpe; un día de agosto, de calor horrible, se cayó del tren a la vía,
y, sin herida ninguna, lo encontraron muerto.

La Petra, desoyendo las advertencias de sus huéspedes, se empeñó en
mudarse de casa porque no le gustaba aquel barrio; lo hizo, tomó nuevos
pupilos, gente informal y sin dinero, que dejaban a deber mucho, o que
no pagaban nada, y, al poco tiempo, se vió en la necesidad de vender sus
muebles y abandonar su nueva casa.

Entonces puso a sus hijas a servir, envió a los dos chicos a un
pueblecillo de la provincia de Soria, en donde su cuñado estaba de jefe
de un apeadero, y entró de sirviente en la casa de huéspedes de doña
Casiana. De ama pasó a criada, sin quejarse. Le bastaba habérsele
ocurrido a ella la idea para considerarla la mejor.

Dos años llevaba en la casa guardando la soldada; su ideal era que sus
hijos pudiesen estudiar en un Seminario y que llegasen a ser curas.

Aquella vuelta de Manuel, el hijo mayor, desbarataba sus planes. ¿Qué
habría pasado?

Y hacía una porción de conjeturas. En tanto, removía con sus manos
deformadas la ropa sucia de los huéspedes.

Llegaba de la ventana del patio una baraúnda de cánticos y voces de
gente que riñe, alternando con el chirriar de las garruchas de las
cuerdas para tender la ropa.

A media tarde, la Petra comenzó a preparar la comida. La patrona mandaba
traer todas las mañanas una cantidad enorme de huesos para el sustento
de los huéspedes. Es muy posible que en aquel montón de huesos hubiera,
de cuando en cuando, alguno de cristiano; lo seguro es que, fuesen de
carnívoro o de rumiante, en aquellas tibias, húmeros y fémures, no había
casi nunca una mala piltrafa de carne. Hervía el osario en el puchero
grande con garbanzos, a los cuales se ablandaba con bicarbonato, y con
el caldo se hacía la sopa, la cual, gracias a su cantidad de sebo,
parecía una cosa turbia para limpiar cristales o sacar brillo a los
dorados.

Después de observar en qué estado se encontraba el osario en el puchero,
la Petra hizo la sopa, y luego se dedicó a extraer todas las piltrafas
de los huesos y a envolverlas hipócritamente con una salsa de tomate.
Esto constituía el principio en casa de doña Casiana.

Gracias a este régimen higiénico, ninguno de los huéspedes caía enfermo
de obesidad, de gota ni de cualquiera de esas otras enfermedades por
exceso de alimentación, tan frecuentes en los ricos.

Luego de preparar y de servir a los huéspedes la comida, la Petra dejó
el fregado para más tarde y salió de casa a recibir a su hijo.

Aun no había obscurecido del todo; el cielo estaba vagamente rojizo, el
aire sofocante, lleno de un vaho denso de polvo y de vapor. La Petra
subió la calle de Carretas, siguió por la de Atocha, entró en la
estación del Mediodía y se sentó en un banco a esperar a Manuel...

Mientras tanto, el muchacho venía medio dormido, medio asfixiado en un
vagón de tercera.

Había tomado el tren por la noche en el apeadero en donde su tío estaba
de jefe. Al llegar a Almazán tuvo que esperar más de una hora a que
saliera un mixto, dando paseos para hacer tiempo por las calles
desiertas.

A Manuel le pareció Almazán enorme, tristísimo; tenía el pueblo,
vislumbrado en la obscuridad de una noche vagamente estrellada, la
apariencia de grande y fantástica ciudad muerta. En las calles
estrechas, de casas bajas, brillaba la luz eléctrica, pálida y
mortecina; la espaciosa plaza con arcos estaba desierta; la torre de una
iglesia se erguía en el cielo.

Manuel bajó hacia el río. Desde el puente presentábase el pueblo aun más
fantástico y misterioso; adivinábanse sobre una muralla las galerías de
un palacio; algunas torres altas y negras se alzaban en medio del
caserío confuso del pueblo; un trozo de luna resplandecía junto a la
línea del horizonte, y el río, dividido en brazos por algunas isletas,
brillaba como si fuera de azogue.

Salió Manuel de Almazán y tuvo que esperar unas horas en Alcuneza para
transbordar. Estaba cansado, y como en la estación no había bancos, se
tendió en el suelo entre fardos y pellejos de aceite.

Al amanecer tomó el otro tren, y, a pesar de la dureza del asiento,
logró dormirse.

Manuel llevaba dos años con sus parientes; dejaba la casa con más
satisfacción que pena.

No tuvo para él la vida nada de agradable en aquellos dos años.

La pequeña estación en donde su tío estaba de jefe hallábase próxima a
una aldehuela pobre, rodeada de áridas pedrizas, sin árboles ni matas.
Solía hacer en aquellos parajes una temperatura siberiana; pero las
inclemencias de la Naturaleza no eran cosa para preocupar a un chico, y
a Manuel le tenían sin cuidado.

Lo peor era que ni su tío ni la mujer de su tío le mostraron afecto,
sino indiferencia, y esta indiferencia preparó al muchacho para recibir
los pocos beneficios recibidos con una completa frialdad.

No pasaba lo mismo con el hermano de Manuel, con quien los tíos llegaron
a encariñarse.

Los dos muchachos manifestaron condiciones casi en absoluto opuestas: el
mayor, Manuel, gozaba de un carácter ligero, perezoso e indolente; no
quería estudiar ni ir a la escuela; le encantaban las correrías por el
campo, todo lo atrevido y peligroso; el rasgo característico de Juan, el
hermano menor, era un sentimentalismo enfermizo que se desbordaba en
lágrimas por la menor causa.

Manuel recordaba que el maestro de escuela y organista del pueblo, un
vejete medio dómine que enseñaba latín a los dos hermanos, aseguraba que
Juan llegaría a ser algo: a Manuel le consideraba como un holgazán
aventurero y vagabundo que no podía acabar bien.

Mientras Manuel dormitaba en el coche de tercera se amontonaban en su
imaginación mil recuerdos: los hechos sucedidos la víspera en casa de
sus tíos se mezclaban en su cerebro con fugaces impresiones de Madrid,
ya medio olvidadas, y las sensaciones de distintas épocas se
intercalaban unas en otras en su memoria, sin razón ni lógica, y, entre
ellas, en la turbamulta de imágenes lejanas y próximas que pasaban ante
sus ojos, se destacaban fuertemente aquellas torres negras entrevistas
de noche en Almazán a la luz de la luna...

Cuando uno de los compañeros de viaje anunció que ya estaban en Madrid,
Manuel sintió verdadera angustia; un crepúsculo rojo esclarecía el
cielo, inyectado de sangre como la pupila de un monstruo; el tren iba
aminorando su marcha; pasaba por delante de barriadas pobres y de casas
sórdidas; en aquel momento brillaban las luces eléctricas pálidamente
sobre los altos faros de señales...

Se deslizó el tren entre filas de vagones, retemblaron las placas
giratorias con estrépito férreo y apareció la estación del Mediodía
iluminada por arcos voltaicos.

Descendieron los viajeros; bajó Manuel con su fardelillo de ropa en la
mano, miró a todas partes por si encontraba a su madre, y no la vió en
toda la anchura del andén. Quedó perplejo; siguió luego a la gente que
marchaba de prisa con líos y jaulas hacia una puerta; le pidieron el
billete, se detuvo a registrarse los bolsillos, lo encontró y salió por
entre dos filas de mozos que anunciaban nombres de hoteles.

--¡Manuel! ¿Adónde vas?

Allí estaba su madre. La Petra tenía intención de mostrarse severa; pero
al ver a su hijo se olvidó de su severidad y le abrazó con efusión.

--Pero ¿qué ha pasado?--preguntó en seguida la Petra.

--Nada.

--Y entonces, ¿por qué vienes?

--Me han preguntado si quería estar allá o venir a Madrid, y yo he dicho
que prefería venir a Madrid.

--¿Y nada más?

--Nada más--contestó Manuel con sencillez.

--Y Juan, ¿estudiaba?

--Sí; mucho más que yo. ¿Está lejos la casa, madre?

--Sí. Qué, ¿tienes apetito?

--Ya lo creo: no he comido en todo el camino.

Salieron de la estación al Prado; después subieron por la calle de
Alcalá. Una gasa de polvo llenaba el aire; los faroles brillaban opacos
en la atmósfera enturbiada.... Al llegar a la casa, la Petra dió de
cenar a Manuel y le hizo la cama en el suelo, al lado de la suya. El
muchacho se acostó, y era tan violento el contraste del silencio de la
aldea con aquella algarabía de ruido de pasos, conversaciones y voces de
la casa, que, a pesar del cansancio, Manuel no pudo dormir.

Oyó cómo entraban todos los huéspedes; ya era más de media noche cuando
el cotarro quedó tranquilo; pero de repente se armó una trapatiesta de
voces y de risas alborotadoras, que terminó con una imprecación de
triple blasfemia y una bofetada que resonó estrepitosamente.

--¿Qué será eso, madre?--preguntó Manuel desde su cama.

--A la hija de doña Violante que la han cogido con el novio--contestó la
Petra, medio dormida; luego le pareció una imprudencia decir esto al
muchacho, y añadió, malhumorada:

--Calla y duerme ya.

La caja de música del recibimiento, movida por la mano de alguno de los
huéspedes, comenzó a tocar aquel aire sentimental de _La Mascota_, el
dúo de Pippo y Bettina:

     ¿Me olvidarás, gentil pastor?

Luego quedó todo en silencio.



CAPÍTULO III

PRIMERAS IMPRESIONES DE MADRID.--LOS HUÉSPEDES.--ESCENA
APACIBLE.--DULCES Y DELEITOSAS ENSEÑANZAS.


LA madre de Manuel tenía un pariente, primo de su marido, que era
zapatero. Había pensado la Petra, en los días anteriores, enviar a
Manuel de aprendiz a la zapatería; pero le quedaba la esperanza de que
el muchacho se convenciera de que le convenía más estudiar cualquier
cosa que aprender un oficio; y esta esperanza la hizo no decidirse a
llevar al chico a casa de su cuñado.

Algún trabajo costó a Petra convencer a la patrona que permitiera estar
en casa a Manuel; pero al fin lo consiguió. Se convino en que el chico
haría recados y serviría la comida. Luego, cuando pasara la época de
vacaciones, seguiría estudiando.

Al día siguiente de su llegada, el muchacho ayudó a servir la mesa a su
madre.

En el comedor se sentaban todos los huéspedes, menos la Baronesa y su
niña, presididos por la patrona, con su cara llena de arrugas, de color
de orejón, y sus treinta y tantos lunares.

El comedor, un cuarto estrecho y largo, con una ventana al patio,
comunicaba con dos angostos corredores, torcido en ángulo recto; frente
a la ventana se levantaba un aparador de nogal negruzco con estantes,
sobre los cuales lucían baratijas de porcelana y de vidrio, y copas y
vasos en hilera. La mesa del centro era tan larga para cuarto tan
pequeño, que apenas dejaba sitio para pasar por los extremos cuando se
sentaban los huéspedes.

El papel amarillo del cuarto, rasgado en muchos sitios, ostentaba a
trechos círculos negruzcos, de la grasa del pelo de los huéspedes, que,
echados con la silla hacia atrás, apoyaban el respaldar del asiento y la
cabeza en la pared.

Los muebles, las sillas de paja, los cuadros, la estera, llena de
agujeros, todo estaba en aquel cuarto mugriento, como si el polvo de
muchos años se hubiese depositado sobre los objetos unido al sudor de
unas cuantas generaciones de huéspedes.

De día, el comedor era obscuro; de noche, lo iluminaba un quinqué de
petróleo de sube y baja que manchaba el techo de humo.

La primera vez que sirvió la mesa Manuel, obedeciendo las indicaciones
de su madre, presidía la mesa la patrona, según costumbre; a su derecha
se sentaba un señor viejo, de aspecto cadavérico, un señor muy pulcro,
que limpiaba los vasos y los platos con la servilleta concienzudamente.
Este señor tenía a su lado un frasco con un cuentagotas, y antes de
comer comenzó a echar la medicina en el vino. A la izquierda de la
patrona se erguía la vizcaína, mujer alta, gruesa, de aspecto bestial,
nariz larga, labios abultados y color encendido; y al lado de esta
dama, aplastada coma un sapo, estaba doña Violante, a quien los
huéspedes llamaban en broma unas veces doña Violente y otras doña
Violada.

Cerca de doña Violante se acomodaban sus hijas; luego, un cura que
charlaba por los codos, un periodista a quien decían el Superhombre, un
joven muy rubio, muy delgado y muy serio, los comisionistas y el tenedor
de libros.

Sirvió Manuel la sopa, la tomaron todos los huéspedes, sorbiéndola con
un desagradable resoplido, y, por mandato de su madre, el muchacho quedó
allí, de pie. Vinieron después los garbanzos, que, si no por lo grandes,
por lo duros hubiesen podido figurar en un parque de artillería, y uno
de los huéspedes se permitió alguna broma acerca de lo comestible de
legumbre tan pétrea; broma que resbaló por el rostro impasible de doña
Casiana sin hacer la menor huella.

Manuel se dedicó a observar a los huéspedes. Era el día siguiente al
complot, y doña Violante y sus niñas estaban hurañas y malhumoradas. La
cara abotagada de doña Violante se fruncía a cada momento, y en sus ojos
saltones y turbios se adivinaba una honda preocupación. Celia, la mayor
de las hijas, molestada por las bromas del cura, comenzó a contestarle
violentamente, maldiciendo de todo lo divino y humano con una rabia y un
odio desesperado y pintoresco, lo que provocó grandes risas de todos.
Irene, la culpable del escándalo de la noche anterior, una muchacha de
quince a diez y seis años, de cabeza gorda, manos y pies grandes, cuerpo
sin desarrollo completo y ademanes pesados y torpes, no hablaba apenas,
ni separaba la vista del plato.

Concluyó la comida, y los huéspedes se largaron cada uno a su trabajo.
Por la noche, Manuel sirvió la cena sin tirar nada ni equivocarse una
vez; pero a los cinco o seis días ya no daba pie con bola.

No se sabe hasta qué punto impresionaron al muchacho los usos y
costumbres de la casa de huéspedes y la clase de pájaros que en ella
vivían; pero no debieron impresionarle mucho. Manuel tuvo que aguantar
mientras sirvió la mesa en los días posteriores una serie interminable
de advertencias, bromas y cuchufletas.

Mil incidentes, chuscos para el que no tuviera que sufrirlos, se
producían a cada paso: unas veces se encontraba tabaco en la sopa, otras
carbón, ceniza, pedazos de papel de color en la botella del agua.

Uno de los comisionistas, que padecía del estómago y se pasaba la vida
mirándose la lengua en el espejo, solía levantarse, furioso, cuando
pasaba alguna de estas cosas, a pedir a la dueña que despachase a un
zascandil que hacía tantos disparates.

Manuel se acostumbró a estas manifestaciones contra su humilde persona,
y contestaba cuando le reñían con el mayor descaro e indiferencia.

Pronto se enteró de la vida y milagros de todos los huéspedes, y se
hallaba dispuesto a soltarles cualquier barbaridad si le fastidiaban
demasiado.

Doña Violante y sus niñas manifestaron por Manuel gran simpatía, la
vieja sobre todo. Llevaban ya varios meses las tres damas viviendo en la
casa; pagaban poco, y cuando no podían, no pagaban, pero eran fáciles de
contentar. Dormían las tres en un cuarto interior, que daba al patio,
del cual venía un olor a leche fermentada, repugnante, que escapaba del
establo del piso bajo.

No tenían en el cubil donde se albergaban sitio ni aun para moverse; el
cuarto que les había asignado la patrona, en relación a la pequeñez del
pupilaje y a la inseguridad del pago, era un chiscón obscuro, ocupado
por dos estrechas camas de hierro, entre las cuales, en el poco sitio
que dejaban ambas, se hallaba embutido un catre de tijera.

Allá dormían aquellas galantes damas; de día correteaban todo Madrid, y
se pasaban la existencia haciendo combinaciones con prestamistas,
empeñando y desempeñando cosas.

Las dos jóvenes, Celia e Irene, aunque madre e hija, pasaban como
hermanas. Doña Violante tuvo en sus buenos tiempos una vida de pequeña
cortesana; logró hacer sus ahorros, sus provisiones, allá para el
invierno de la vejez, cuando un protector anciano le convenció de que
tenía una combinación admirable para ganar mucho dinero en el Frontón.
Doña Violante cayó en el lazo, y el protector la dejó sin un céntimo.
Entonces, doña Violante volvió a las andadas, se quedó medio ciega, y
llegó a aquel estado lamentable, al cual hubiera llegado, seguramente
mucho más pronto, si en el comienzo de su vida le diera el naipe por ser
honrada.

De día, la vieja se pasaba casi siempre metida en su cuarto obscuro, que
olía a establo, a polvos de arroz y a cosmético; de noche, tenía que
acompañar a su hija y a su nieta, en paseos, cafés y teatros, a la busca
y captura del cabrito, como decía el viajante enfermo del estómago,
hombre entre humorista y malhumorado.

Celia e Irene, la hija y la nieta de doña Violante, cuando estaban en
casa disputaban a todas horas; quizá esta irritación continua del
carácter dependía de lo amontonadas que vivían; quizá de tanto pasar
ante los ojos de los demás como hermanas llegaron a convencerse de que
lo eran, y, efectivamente, se insultaban y reñían como tales.

Lo único en que concordaban era en asegurar que doña Violante las
estorbaba; la impedimenta de la ciega asustaba a todo viejo libidinoso
que se pusiese a tiro de la Irene y de la Celia.

La patrona doña Casiana, que veía a la menor ocasión el abandono de la
ciega, aconsejaba maternalmente a las dos que se armasen de paciencia;
doña Violante, al fin y al cabo, no era como Calipso, inmortal; pero
ellas contestaban que eso de que tuviesen que trabajar a toda máquina
para comprar potingues y jarabes no les resultaba.

Doña Casiana agitaba la cabeza con melancolía, porque por su edad y sus
circunstancias se colocaba en el lugar de doña Violante, y argumentaba
con el ejemplo, y decía que se pusieran en el caso de la abuela; pero
ninguna de ellas se daba por convencida.

Entonces la patrona les aconsejaba que se mirasen en su espejo. Ella,
según aseguraban, bajó desde las alturas de la comandancia (su marido
había sido comandante de carabineros) hasta las miserias del patronato
de huéspedes, resignada, con la sonrisa del estoicismo en los labios.

Doña Casiana sabía lo que es la resignación, y no tenía en esta vida más
consuelos que unos cuantos tomos de novelas por entregas, dos o tres
folletines y un líquido turbio fabricado misteriosamente por ella misma
con agua azucarada y alcohol.

Este líquido lo echaba en un frasco cuadrado de boca ancha, en cuyo
interior ponía un tronco grueso de anís, y lo guardaba en el armario de
su alcoba.

Alguno que hizo el descubrimiento del frasco, con su rama negra de anís,
lo comparó con esos en donde suelen conservarse fetos y otras porquerías
por el estilo, y desde entonces, cuando la patrona aparecía con las
mejillas sonrosadas, mil comentarios nada favorables a la templanza de
la dueña corrían entre los huéspedes.

--Doña Casiana está ajumada con el aguardiente de feto.

--La buena señora abusa del feto.

--El feto se le ha subido a la cabeza...

Manuel participaba amigablemente de estos espirituales esparcimientos de
los huéspedes. Las facultades de acomodación de muchacho eran, sin
disputa, muy grandes, porque a la semana de verse en casa de la patrona
se figuraba haber vivido siempre allí.

Se desenvolvían sus aptitudes por encanto: cuando se le necesitaba, no
se le veía, y al menor descuido ya estaba en la calle jugando con los
chicos de la vecindad.

A consecuencia de sus juegos y de sus riñas tenía el traje tan sucio y
tan roto, que la patrona solía llamarle el paje don Rompe Galas,
recordando un tipo desastrado de un sainete que doña Casiana vió, según
decía, representar en sus verdes años.

Generalmente, los que utilizaban con más frecuencia los servicios de
Manuel eran el periodista, a quien llamaban el Superhombre, para enviar
cuartillas a la imprenta, y la Celia y la Irene para el servicio de
cartas y de peticiones de dinero que tenían con sus amigos. Doña
Violante, cuando robaba a su hija algunos céntimos, solía mandar a
Manuel al estanco por una cajetilla, y por el recado le daba un cigarro.

--Fúmalo aquí--le decía--, no te verá nadie.

Manuel se sentaba sobre un baúl, y la vieja, con el pitillo en la boca y
echando humo por las narices, contaba aventuras de sus tiempos de
esplendor.

El cuarto aquel de doña Violante y de sus niñas era infecto; colgaban en
las escarpias clavadas en la pared trapajos sucios, y, entre la falta de
aire y la mezcolanza de olores que allí había, se formaba un tufo capaz
de marear a un buey.

Manuel escuchaba las historias de doña Violante con verdadera fruición.
Sobre todo, en los comentarios era donde la vieja estaba más graciosa.

--Porque, hijo, créelo--le decía--, una mujer que tenga buenos pechos y
que sea así cachondona--y la vieja daba una chupada al cigarro y
explicaba con un gesto expresivo lo que entendía por aquella palabra, no
menos expresiva--, siempre se llevará de calle a los hombres.

Doña Violante solía cantar canciones de zarzuelas españolas y de
operetas francesas, que a Manuel le producían una tristeza horrible. Sin
saber por qué, le daban la impresión de un mundo de placeres inasequible
para él. Cuando oía a doña Violante cantar aquello de _El Juramento_

         Es el desdén espada de doble filo:
       uno mata de amores, otro, de olvido...,

se figuraba salones, damas, amores fáciles; pero más que esto, aun le
daba una impresión de tristeza los valses de _La Diva_ y de _La gran
Duquesa_.

Las reflexiones de doña Violante abrían los ojos a Manuel; pero tanto
como ellas colaboraban en este resultado las escenas que diariamente
ocurrían en la casa.

Era también buena profesora una sobrina de doña Casiana, de la edad poco
más o menos de Manuel, una chiquilla flaca, esmirriada, de tan mala
intención, que siempre estaba tramando complots en contra de alguien.

Si le pegaban no derramaba una lágrima; solía bajar a la portería cuando
el chico de la portera estaba solo, lo cogía por su cuenta y le
pellizcaba y le daba puntapiés, y de esta manera se vengaba de los
porrazos que ella había recibido.

Después de comer, casi todos los huéspedes iban a sus ocupaciones; la
Celia y la Irene, en unión de la vizcaína, tenían el gran holgorio
espiando a las mujeres de casa de la Isabelona, las cuales solían
asomarse al balcón y hablaban y se hacían señas con los vecinos. Algunas
veces aquellas pobres odaliscas de burdel no se contentaban con hablar,
y bailaban y enseñaban las pantorrillas.

La madre de Manuel, como siempre, estaba pensando en el cielo y en el
infierno; no se preocupaba gran cosa de las pequeñeces de la tierra y no
sabía apartar al chico de espectáculos tan edificantes. El procedimiento
educativo de la Petra no consistía mas que en darle algún golpe a Manuel
y en hacerle leer libros de oraciones.

La Petra creía ver resurgir en el muchacho alguno de los rasgos de
carácter del maquinista, y esto le preocupaba. Quería que Manuel fuese
como ella, humilde con los superiores, respetuoso con los sacerdotes...;
pero, ¡buen sitio era aquél para aprender a respetar nada!

Una mañana, luego de celebrada la solemne ceremonia, en la cual todas
las mujeres de la casa salían al pasillo blandiendo el servicio de
noche, se oyó en el cuarto de doña Violante un estrépito de gritos,
lloros, patatas y vociferaciones.

La patrona, la vizcaína y algunos huéspedes salieron al pasillo a
fisgar. De dentro debieron comprender el espionaje, porque abrieron la
puerta y siguió la riña en voz baja.

Manuel y la sobrina de la patrona se quedaron en el pasillo. Se oían
gimoteos de la Irene y las increpaciones de la Celia y de doña Violante.

Al principio no se entendía bien lo que decían; pero se conoce que las
tres mujeres se olvidaron pronto de la determinación de hablar bajo y
las voces se levantaron iracundas.

--¡Anda! ¡Anda a la casa de socorro a que te quiten la hinchazón!
¡Bribona!--decía la Celia.

--¿Y qué? ¿Y qué?--contestaba la Irene--¿Qué estoy preñada? Ya lo sé. ¿Y
qué?

Doña Violante abrió la puerta del pasillo con furia; Manuel y la chica
de la patrona huyeron, y la vieja salió con una camisa de bayeta
remendada y sucia y un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza y se puso
a pasear, arrastrando las chanclas, de un lado a otro del corredor.

--¡Cochina! ¡Más que cochina!--murmuraba--. ¡Habráse visto la guarra!

Manuel fué al gabinete, en donde la patrona y la vizcaína charloteaban
en voz baja. La sobrina de la patrona, muerta de curiosidad, preguntaba
a las dos mujeres con irritación creciente:

--Pero, ¿por qué la riñen a la Irene?

La patrona y la vizcaína cambiaron una ojeada amistosa, y se echaron a
reír.

--Di--gritó la niña porfiada, agarrando de la toquilla a su tía--. ¿Qué
importa que tenga ese bulto? ¿Quién le ha hecho ese bulto?

Entonces ya la patrona y la vizcaína no pudieron contener la carcajada,
mientras la chiquilla las miraba con avidez, tratando de penetrar el
sentido de lo que oía.

--¿Quién le ha hecho ese bulto?--decía entre risotadas la vizcaína--.
Pero, hija, si nosotras no sabemos quién le ha hecho el bulto.

--Todos los huéspedes repitieron con fruición y entusiasmo la pregunta
de la sobrina de la patrona, y en cualquier discusión de sobremesa algún
chusco salía diciendo de improviso:

--Ya veo que usted sabe quién le ha hecho el bulto--y la frase se acogía
con grandes risotadas.

Luego, pasados unos días, se habló de una consulta misteriosa, celebrada
por las niñas de doña Violante con la mujer de un barbero de la calle de
Jardines, especie de proveedora de angelitos para el limbo; se dijo que
la Irene, al volver de la conferencia tenebrosa, vino en un coche, muy
pálida, que la tuvieron que meter en la cama. Lo cierto fué que la
muchacha pasó sin salir del cuarto más de una semana; que, al aparecer,
su aspecto era de convaleciente, y que el ceño de la madre y de la
abuela se desarrugó por completo.

--Tiene cara de infanticida--dijo el cura al verla de nuevo--, pero está
más guapa.

Si algo nefando hubo, nadie podría asegurarlo; pronto se olvidó lo
ocurrido; a la niña se le presentó un protector rico, al parecer, y, en
conmemoración de tan fausto acontecimiento, los huéspedes participaron
del alboroque. Después de cenar, se bebió _cognac_ y aguardiente; el
cura tocó la guitarra; la Irene bailó sevillanas, con menos gracia que
un albañil, según dijo la patrona; el Superhombre cantó unos fados
aprendidos en Portugal, y la vizcaína, por no ser menos, se arrancó con
unas malagueñas, que lo mismo podían ser cante flamenco que salmos de
David.

Sólo el estudiante rubio, con sus ojos de acero, no participaba de la
juerga, embebido en sus pensamientos.

--Y usted, Roberto--le dijo la Celia varias veces--, ¿no canta ni hace
usted nada?

--Yo, no--replicó él, fríamente.

--No tiene usted sangre en las venas.

El jovencito la contempló un momento, se encogió de hombros con
indiferencia, y en sus labios pálidos se marcó una sonrisa de desdén y
de burla.

Luego, como acontecía casi siempre en las francachelas de la casa de
huéspedes, un chusco se puso a darle a la caja de música del pasillo, y
el «Gentil pastor» de _La Mascota_ y el vals de _La Diva_ brotaron
confusos; el Superhombre y Celia dieron unas vueltas de vals y
concluyeron cantando todos una habanera, hasta que se cansaron y se
marchó cada mochuelo a su olivo.



CAPÍTULO IV

¡OH, EL AMOR, EL AMOR!--¿QUÉ HACE DON TELMO? ¿QUIÉN ES DON TELMO?--EN EL
CUAL EL ESTUDIANTE Y DON TELMO TOMAN CIERTAS PROPORCIONES NOVELESCAS.


A la Baronesa apenas se la veía en casa, excepto en las primeras horas
de la mañana y de la noche. Comía y cenaba fuera. A creer a la patrona,
era una trapisondista, y tenía grandes alternativas en su posición, pues
tan pronto se mudaba a una casa buena y llevaba coche como desaparecía
varios meses en el cuartucho infecto de una casa de pupilos barata.

La hija de la Baronesa, una niña de unos doce a catorce años, no se
presentaba nunca en el comedor ni en el pasillo; su madre la prohibía
toda comunicación con los huéspedes. Se llamaba Kate. Era una muchacha
rubia, muy blanca y muy bonita. Sólo el estudiante Roberto hablaba con
ella algunas veces en inglés.

El muchacho miraba a la chiquilla con entusiasmo.

Aquel verano debió de terminar la mala racha de la Baronesa, porque
comenzó a hacerse ropa y se preparó a mudarse de casa.

Durante unas semanas iban todos los días una costurera y una aprendiza
con trajes y sombreros para la Baronesa y Kate.

Manuel, una noche, vió pasar a la aprendiza de la costurera con una caja
grande en la mano, y se sintió enamorado.

La siguió de lejos con gran miedo de que lo viera. Mientras iba tras
ella, pensaba en lo que se le tendría que decir a una muchacha así, al
acompañarla. Había de ser una cosa galante, exquisita; llegaba a suponer
que estaba a su lado y torturaba su imaginación ideando frases y giros,
y no se le ocurrían mas que vulgaridades. En esto, la aprendiza y su
caja se perdieron entre la gente y no volvió a verlas.

Fué para Manuel el recuerdo de aquella chiquilla como una música
encantadora, una fantasía, base de otras fantasías. Muchas veces ideaba
historias, en que él hacía siempre de héroe y la aprendiza de heroína.
En tanto que Manuel lamentaba los rigores del destino, Roberto, el
estudiante rubio, se dedicaba también a la melancolía, pensando en la
hija de la Baronesa. Algunas bromas tenía que sufrir el estudiante,
sobre todo de la Celia, que, según malas lenguas, trataba de arrancarle
de su habitual frialdad; pero Roberto no se ocupaba de ella.

Días después, un motivo de curiosidad agitó la casa.

Al volver de la calle los huéspedes, se saludaban en broma unos a otros,
diciéndose, a manera de santo y seña: ¿Quién es don Telmo? ¿Qué hace don
Telmo?

Un día estuvo el delegado de policía del distrito hablando en la casa
con don Telmo, y alguien oyó o inventó que se ocuparon los dos del
célebre crimen de la calle de Malasaña. La expectación entre los
huéspedes al conocerse la noticia fué grande, y todos, entre burlas y
veras, se pusieron de acuerdo para espiar al misterioso señor.

Don Telmo se llamaba el viejo cadavérico que limpiaba con la servilleta
las copas y las cucharas, y su reserva predisponía a observarle.
Callado, indiferente, sin terciar en las conversaciones, hombre de muy
pocas palabras, que no se quejaba nunca, llamaba la atención por lo
mismo que parecía empeñado en no llamarla.

Su única ocupación visible era dar cuerda a los siete u ocho relojes de
la casa y arreglarlos cuando se descomponían, cosa que ocurría a cada
paso.

Don Telmo tenía las trazas de un hombre profundamente entristecido, de
un ser desgraciado; en su cara lívida se leía un abatimiento profundo.
La barba y el pelo blancos los llevaba muy recortados; sus cejas caían
como pinceles sobre los ojos grises.

En casa andaba envuelto en un gabán verdoso, con un gorro griego y
zapatillas de paño. A la calle salía con una levita larga y un sombrero
de copa muy alto, y sólo algunos días de verano sacaba un jipijapa
habanero.

Durante más de un mes don Telmo fué el motivo de las conversaciones de
la casa de huéspedes.

En el famoso proceso de la calle de Malasaña, una criada declaró que una
tarde vió al hijo de doña Celsa en un aguaducho de la plaza de Oriente
hablando con un viejo cojo. Para los huéspedes el tal hombre no podía
ser otro que don Telmo. Con esta sospecha se dedicaron a espiar al
viejo; pero él tenía buena nariz y lo notó al momento; viendo los
huéspedes lo infructuoso de sus tentativas, trataron de registrarle el
cuarto; ensayaron una porción de llaves hasta abrir la puerta, y se
encontraron dentro con que no había mas que un armario con un cerrojo de
seguridad formidable.

La vizcaína y Roberto, el estudiante rubio, rechazaron aquella campaña
de espionaje. El Superhombre, el cura, los comisionistas y las mujeres
de la casa inventaron que la vizcaína y el estudiante eran aliados de
don Telmo, y, probablemente, cómplices en el crimen de la calle de
Malasaña.

--Indudablemente--dijo el Superhombre--, don Telmo mató a doña Celsa
Nebot; la vizcaína fué la que regó el cadáver con petróleo y le pegó
fuego, y Roberto el que guardó las alhajas en la casa de la calle de
Amaniel.

--¡Ese pájaro frito!--replicaba la Celia--. ¿Qué va hacer ése?

--Nada, nada; hay que seguirles la pista--dijo el cura.

--Y pedirle dinero al viejo Shylock--añadió el Superhombre.

Aquel espionaje, llevado entre bromas y veras, terminó en discusiones y
disputas, y, a consecuencia de ellas, se formaron dos grupos en la casa:
el de los sensatos, constituído por los tres criminales y la patrona, y
el de los insensatos, en donde se alistaban todos los demás.

Esta limitación de campos hizo que Roberto y don Telmo intimaran, y que
el estudiante cambiara de sitio en la mesa y se sentara junto al viejo.

Una noche, después de comer, mientras Manuel recogía de la mesa los
cubiertos, los platos y copas, hablaban don Telmo y Roberto.

El estudiante era un razonador dogmático, seco, rectilíneo, que no se
desviaba de su punto de vista nunca; hablaba poco, pero cuando lo
hacía, era de un modo sentencioso.

Un día, discutiendo si los jóvenes debían o no ser ambiciosos y
preocuparse del porvenir, Roberto aseguró que era lo primero que debía
hacer uno.

--Pues usted no lo hace--dijo el Superhombre.

--Tengo el convencimiento absoluto--contestó Roberto--de que he de
llegar a ser millonario. Estoy construyendo la máquina que me llenará de
dinero.

El Superhombre, que se las echaba de mundano y de corrido, se permitió,
al oír esto, una broma desdeñosa acerca de las facultades de Roberto, y
éste le replicó de una manera tan violenta y tan agresiva, que el
periodista se descompuso y balbuceó una porción de excusas.

Luego, cuando quedaron solos don Telmo y Roberto en la mesa, siguieron
hablando, y del tema general de si los jóvenes debían o no ser
ambiciosos, pasaron a tratar de las esperanzas que el estudiante tenía
de llegar a ser millonario.

--Yo estoy convencido de que lo seré--dijo el muchacho--. En mi familia
han abundado las personas de gran suerte.

--Eso está muy bien, Roberto--murmuró el viejo--; pero hay que saber
cómo se hace uno rico.

--No crea usted que mi esperanza es ilusoria; yo tengo que heredar, y no
poca cosa; tengo que heredar muchísimo... millones...; los cimientos de
mi obra y el andamiaje están hechos; ahora el caso es que necesito
dinero.

En el rostro de don Telmo se pintó una expresión de sorpresa
desagradable.

--No tenga usted cuidado--replicó Roberto--, no se lo voy a pedir.

--Hijo mío, si yo tuviera se lo daría con mucho gusto y sin interés. A
mí se me cree millonario.

--No; ya le digo a usted que no trato de sacarle ni un céntimo; lo único
que le pediría a usted sería un consejo.

--Hable usted, hable usted; le escucho con verdadera atención--repuso el
viejo, apoyando un codo en la mesa.

Manuel, que recogía el mantel, aguzó los oídos.

En aquel instante entró en el comedor uno de los comisionistas, y
Roberto, que se preparaba a contar algo, se calló y contempló al intruso
con impertinencia. Era un tipo aristocrático el del estudiante, de pelo
rubio, espeso y peinado para arriba, bigote blanco, como si fuera de
plata; la piel, algo curtida por el sol.

--¿No sigue usted?--le dijo don Telmo.

--No--replicó el estudiante, mirando al comisionista--, porque no quiero
que nadie se entere de lo que yo hablo.

--Venga usted a mi cuarto--repuso don Telmo--; allí hablaremos
tranquilamente. Tomaremos café en mi habitación. ¡Manuel!--dijo
después--, vete por dos cafés.

Manuel, que tenía un gran interés en oír lo que contaba el estudiante,
salió a la calle disparado. Tardó en volver con las cafeteras más de un
cuarto de hora, con lo que supuso que Roberto habría terminado su
narración.

Llamó en el cuarto de don Telmo y se preparó a tardar el mayor tiempo
posible allí, para oír todo lo que pudiese de la conversación. Limpió el
velador del cuarto de don Telmo con un paño.

--¿Y cómo averiguó usted eso--preguntaba don Telmo--si no lo sabía su
familia?

--Pues de una manera casual--replicó el estudiante--. Hará dos años por
esta época quise yo hacer un regalillo a una hermana, que es ahijada
mía, y a quien le gusta mucho tocar el piano, y se me ocurrió, tres días
antes de su santo, comprar dos óperas, encuadernarlas y enviárselas. Yo
quería que encuadernasen el libro en seguida, pero en las tiendas donde
entré me dijeron que no había tiempo; iba con mis óperas bajo el brazo
por cerca de la plaza de las Descalzas, cuando veo en la pared trasera
de un convento una tiendecilla muy pequeña de encuadernador, como una
covachuela, con escaleras para bajar. Pregunto al hombre, un viejo
encorvado, si quiere encuadernarme el libro en dos días, y me dice que
sí. Bueno--le digo--, pues yo vendré dentro de dos días.--Se lo enviaré
a usted; deme usted sus señas--. Le doy mis señas y me pregunta el
nombre. Roberto Hasting y Núñez de Letona.--¿Es usted Núñez de
Letona?--me pregunta, mirándome con curiosidad.--Sí, señor.--¿Es usted
oriundo de la Rioja?--Sí, ¿y qué?--le digo yo, fastidiado con tanta
pregunta--. Y el encuadernador, cuya mujer es Núñez de Letona y oriunda
de la Rioja, me cuenta la historia ésta que le he dicho a usted. Yo, al
principio, lo tomé a broma; luego, al cabo de algún tiempo, escribí a mi
madre, y me contestó que sí, que recordaba algo de todo esto.

Don Telmo paró la vista en Manuel.

--¿Qué haces tú aquí?--le preguntó--. Anda fuera; no quiero que vayas
contando después...

--Yo no cuento nada.

--Bueno, pues márchate.

Salió Manuel, y don Telmo y Roberto siguieron hablando. Los huéspedes
interrogaron a Manuel, pero éste no quiso decir nada. Se había decidido
por el bando de los sensatos.

Con esta amistad del viejo y el estudiante el servicio de espías siguió
funcionando. Uno de los comisionistas averiguó que don Telmo celebraba
contratos de retroventa y se dedicaba a prestar dinero sobre casas y
muebles y a otros negocios usurarios.

Alguien le vió en una ropavejería del Rastro, que probablemente sería
suya, y se inventó que en su cuarto guardaba monedas de oro y que de
noche jugaba con ellas encima de la cama.

Se supo también que don Telmo iba a visitar con alguna frecuencia a una
muchacha muy elegante y guapa, según unos querida suya, y, según otros,
su sobrina.

Al siguiente domingo, Manuel sorprendió una conversación entre el viejo
y el estudiante. En un cuarto obscuro había un montante que daba a la
habitación de don Telmo, y desde allí se puso a oír.

--¿De manera que se niega a dar más datos?--preguntaba don Telmo.

--Se niega en absoluto--decía el estudiante--; y él me aseguró que el
que no apareciera el nombre de Fermín Núñez de Letona en el libro
parroquial era consecuencia de una falsificación; que esto lo mandó
hacer un tal Shapfer, agente de Bandon, y que luego los curas se
aprovecharon para apoderarse de unas capellanías. Yo tengo la
certidumbre de que el pueblo en donde nació Fermín Núñez fué Arnedo o
Autol.

Don Telmo contemplaba atentamente un pliego de papel grande: el árbol
genealógico de la familia de Roberto.

--¿Qué camino cree usted que debía seguir?--preguntó el estudiante.

--Necesita usted dinero; pero ¡es tan difícil encontrarlo!--murmuró el
viejo--. ¿Por qué no se casa usted?

--¿Y qué adelantaría?

--Con una mujer rica es lo que digo...

Aquí don Telmo se puso a hablar en voz baja, y tras breves palabras se
despidieron los dos.

El espionaje de los huéspedes se hizo tan fastidioso para los espiados,
que la vizcaína y don Telmo advirtieron a la patrona que se marchaban.
La desolación de doña Casiana al saber su decisión fué grandísima; tuvo
que recurrir varias veces al armario y dedicarse a los consuelos del
líquido fabricado por ella.

Los huéspedes, con la fuga de la vizcaína y don Telmo, se encontraron
tan chasqueados, que ni los líos de la Irene y la Celia, ni los cuentos
del cura don Jacinto, que exageró la nota soez, bastaron para sacar de
su mutismo a la gente.

El tenedor de libros, un hombre ictérico, de cara chupada y barba de
judío de monumento, muy silencioso y tímido, que había roto a hablar
intrigado por las cábalas ideadas y fantaseadas sobre la vida de don
Telmo, se fué poniendo cada vez más amarillo de hipocondría.

La marcha de don Telmo la pagaron el estudiante y Manuel. Con el
estudiante no se atrevían mas que a darle bromas acerca de su
complicidad con el viejo y la vizcaína; a Manuel le chillaba todo el
mundo, cuando no le daban algún puntapié.

Uno de los comisionistas, el enfermo del estómago, exasperado por el
aburrimiento, el calor y las malas digestiones, no encontró otra
distracción mas que insultar y reñir a Manuel mientras éste servía la
mesa, viniera o no a cuento.

--¡Anda, ganguero!--le decía--. ¡Lástima de la comida que te dan!
¡Calamidad!

Esta cantinela, unida a otras del mismo género, comenzaba a fastidiar a
Manuel. Un día el comisionista cargó la mano de insultos y de
improperios sobre Manuel. Le habían enviado al chico por dos cafés, y
tardaba mucho en venir con el servicio; precisamente aquel día no era
suya la culpa de la tardanza, pues le hicieron esperar mucho.

--Te debían poner una albarda, ¡imbécil!--gritó el comisionista al verle
entrar.

--No será usted el que me la ponga--le contestó de mala manera Manuel,
colocando las tazas en la mesa.

--¿Que no? ¿Quieres verlo?

--Sí.

El comisionista se levantó y le pegó un puntapié a Manuel en una
canilla, que le hizo ver las estrellas. Dió el muchacho un grito de
dolor, y, furioso, agarrando un plato, se lo tiró a la cabeza del
comisionista; éste se agachó; cruzó el proyectil el comedor, rompió un
cristal de la ventana y cayó al patio, rompiéndose allí con estrépito.
El comisionista cogió una de las cafeteras llenas de café con leche y se
la tiró a Manuel, con tanto acierto, que le dió en la cara; bramó el
chico, cegado por la ira y el café con leche, se lanzó sobre su enemigo,
lo arrinconó, y se vengó de sus insultos y de sus golpes con una serie
inacabable de puñetazos y patadas.

--¡Que me mata! ¡Que me mata!--chillaba el comisionista con unos gritos
de mujer.

--¡Ladrón! ¡Morral!--vociferaba Manuel empleando el repertorio de
insultos más escogido de la calle.

El Superhombre y el cura sujetaron por los brazos a Manuel, dejándole a
merced del comisionista; éste trató de vengarse viendo al chico
acorralado; pero cuando se disponía a pegarle, Manuel le dió una patada
en el estómago que le hizo vomitar toda la comida.

Todos se pusieron en contra de Manuel; pero Roberto le defendió. El
comisionista se marchó a su cuarto, llamó a la patrona y le dijo que no
permanecería un momento en la casa mientras estuviera allí el hijo de la
Petra.

La patrona, cuyo interés mayor era conservar el huésped, comunicó la
decisión a su criada.

--Ya ves lo que has conseguido: ya no puedes estar aquí--dijo la Petra a
su hijo.

--Bueno. Ese morral me las pagará--replicó el muchacho apretándose los
chichones de la frente--. Le digo a usted que si le encuentro le voy a
machacar los sesos.

--Te guardarás muy bien de decirle nada.

En este momento entró el estudiante en la cocina.

--Has hecho bien, Manuel--exclamó dirigiéndose a la Petra--. ¿A qué le
insultaba ese mamarracho? Aquí todo dios tiene derecho a meterse con uno
si no hace lo que los demás quieren. ¡Gentuza cobarde!

Al decir esto, Roberto se puso pálido de ira; luego se calmó y preguntó
a la Petra:

--¿Adónde va usted a llevar ahora a Manuel?

--A una zapatería de un primo mío de la calle del Aguila.

--¿Está por barrios bajos?

--Sí.

--Algún día iré a verle.

Antes de acostarse Manuel, volvió a aparecer Roberto en la cocina.

--Oye--le dijo a Manuel--, si conoces algún sitio raro por barrios
bajos donde haya mala gente, avísame: iré contigo.

--Le avisaré a usted, no tenga usted cuidado. Bueno. Hasta la vista.
¡Adiós!

Roberto le dió la mano a Manuel, y éste la estrechó muy agradecido.



SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO PRIMERO

LA REGENERACIÓN DEL CALZADO Y EL LEÓN DE LA ZAPATERÍA.--EL PRIMER
DOMINGO.--UNA ESCAPATORIA. EL «BIZCO» Y SU CUADRILLA.


EL madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios
pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo
de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras
de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo
en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al
lado de sombra obscura; vida refinada, casi europea, en el centro vida
africana, de aduar, en los suburbios. Hace unos años, no muchos, cerca
de la ronda de Segovia y del Campillo de Gil Imón, existía una casa de
sospechoso aspecto y de no muy buena fama, a juzgar por el rumor
público. El observador...

En este y otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza,
porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso;
pero mis amigos me han convencido de que suprima los tales párrafos,
porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una
madrileña, no; y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun
queriendo; ni hay observadores, ni casas de sospechoso aspecto, ni nada.
Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba
llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un
lenguaje más chabacano.

Sucedió, pues, que al día siguiente de la bronca en el comedor de la
casa de huéspedes, la Petra, muy de mañana, despertó a Manuel y le mandó
vestirse.

Recordó el muchacho la escena del día anterior; la comprobó, llevándose
la mano a la frente, pues aun le dolían los chichones, y por el tono de
su madre comprendió que persistía en su resolución de llevarle a la
zapatería.

Luego que se hubo vestido Manuel salieron madre e hijo de casa y
entraron en la buñolería a tomar una taza de café con leche. Bajaron
después a la calle del Arenal, cruzaron la plaza de Oriente, y por el
Viaducto, y luego por la calle del Rosario, siguiendo a lo largo de la
pared de un cuartel, llegaron a unas alturas a cuyo pie pasaba la ronda
de Segovia. Veíase desde allá arriba el campo amarillento que se
extendía hasta Getafe y Villaverde, y los cementerios de San Isidro con
sus tapias grises y sus cipreses negros.

De la ronda de Segovia, que recorrieron en corto trecho, subieron por la
escalinata de la calle del Aguila, y en una casa que hacía esquina al
Campillo de Gil Imón se detuvieron.

Había dos zapaterías, ambas cerradas, una enfrente de la otra; y la
madre de Manuel, que no recordaba cuál de las dos era la de su pariente,
preguntó en una taberna.

--La del señor Ignacio es la de la casa grande--contestó el tabernero--.
Creo que el zapatero vino ya, pero aun no ha abierto el almacén.

Madre e hijo tuvieron que esperar a que abrieran. No era la casa aquélla
pequeña ni de mal aspecto; pero parecía que tenía unas ganas atroces de
caerse, porque ostentaba, aquí sí y allí también, desconchaduras,
agujeros y toda clase de cicatrices. Tenía piso bajo y principal,
balcones grandes y anchos con los barandados de hierro carcomidos por el
orín, y los cristales, pequeños y verdes, sujetos con, listas de plomo.

En el piso bajo de la casa, en la parte que daba a la calle del Aguila,
había una cochera, una carpintería, una taberna y la zapatería del
pariente de la Petra. Este establecimiento tenía sobre la puerta de
entrada un rótulo que decía:

     «A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO»

El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una
prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de
regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por
querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española,
concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios
bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el
calzado.

Nosotros no negaremos la influencia de esa teoría regeneradora en el
dueño del establecimiento _A la regeneración del calzado_; pero tenemos
que señalar que este rótulo presuntuoso fué puesto en señal de desafío a
la zapatería de enfrente, y también tenemos que dar fe de que había sido
contestado por otro aun más presuntuoso.

Una mañana los de _A la regeneración del calzado_ se encontraron
anonadados al ver el rótulo de la zapatería rival. Se trataba de una
hermosa muestra de dos metros de larga, con este letrero:

     «EL LEÓN DE LA ZAPATERÍA»

Esto aun era tolerable; pero lo terrible, lo aniquilador, era la pintura
que en medio ostentaba la muestra. Un hermoso león amarillo con cara de
hombre y melena encrespada, puesto de pie, tenía entre las garras
delanteras una bota, al parecer, de charol. Debajo de la pintura se leía
lo siguiente: _La romperás, pero no la descoserás_.

Era un lema abrumador: ¡Un león (fiera) tratando de descoser la bota
hecha por el León (zapatería), y sin poderlo conseguir! ¡Qué humillación
para la fiera! ¡Qué triunfo para la zapatería! La fiera, en este caso,
era _A la regeneración de calzado_, que había quedado, como suele
decirse, a la altura del betún.

Además del rótulo de la tienda del señor Ignacio, en uno de los balcones
de la casa grande había un busto de mujer, de cartón probablemente, y un
letrero debajo: _Perfecta Ruiz; se peinan señoras_; a los lados del
portal, en la pared, colgaban varios anuncios, indignos de llamar la
atención del historiógrafo antes mencionado, y en los cuales se ofrecían
cuartos baratos con cama y sin cama, memorialistas y costureras. Sólo un
cartel, en donde estaban pegados horizontal, vertical y oblicuamente una
porción de figurines recortados, merecía pasar a la historia por su
laconismo; decía:

     «MODA PARISIÉN. ESCORIHUELA, SASTRE»

Manuel, que no se había tomado el trabajo de leer todos estos rótulos,
entró en la casa por una puertecilla que había al lado del portalón de
la cochera, y siguió por un corredor hasta un patio muy sucio.

Cuando salió a la calle habían abierto la zapatería. La Petra y el chico
entraron.

--¿No está el señor Ignacio?--preguntó ella.

--Ahora viene--contestó un muchacho que amontonaba zapatos viejos en el
centro de la tienda.

--Dígale usted que está aquí su prima, la Petra.

Salió el señor Ignacio. Era un hombre de unos cuarenta a cincuenta años,
seco y enjuto. Comenzaron a hablar la Petra y él, mientras el muchacho y
un chiquillo seguían amontonando los zapatos viejos. Manuel les miraba,
cuando el mozo le dijo:

--¡Anda, tú, ayuda!

Manuel hizo lo que ellos, y cuando terminaron los tres, esperaron a que
cesaran de hablar la Petra y el señor Ignacio. La Petra contaba a su
primo la última hazaña de Manuel, y el zapatero escuchaba sonriendo. El
hombre no tenía trazas de mala persona; era rubio e imberbe; en su labio
superior sólo nacían unos cuantos pelos azafranados. La tez amarilla,
rugosa, los surcos profundos de su cara, el aire cansado, le daban
aspecto de hombre débil. Hablaba con cierta vaguedad irónica.

--Te vas a quedar aquí--le dijo la Petra a Manuel.

--Bueno.

Este es un barbián--exclamó el señor Ignacio, riendo--; se conforma
pronto.

--Sí; éste todo lo toma con calma. Pero, mira--añadió, dirigiéndose a su
hijo--, si yo sé que haces alguna cosa como la de ayer, ya verás.

Se despidió Manuel de su madre.

--¿Has estado mucho tiempo en ese pueblo de Soria con mi primo?--le
preguntó el señor Ignacio.

--Dos años.

--Y qué, ¿allí trabajabas mucho?

--Allí no trabajaba nada.

--Pues hijo, aquí no tendrás más remedio. Anda, siéntate a trabajar. Ahí
tienes a tus primos--añadió el señor Ignacio, mostrando al mozo y al
chiquillo--. Estos también son unos guerreros.

El mozo se llamaba Leandro, y era robusto; no se parecía nada a su
padre: tenía la nariz y los labios gruesos, la expresión testaruda y
varonil; el otro era un chico de la edad de Manuel, delgaducho, esbelto,
con cara de pillo, y se llamaba Vidal.

Se sentaron el señor Ignacio y los tres muchachos alrededor de un tajo
de madera, formado por un tronco de árbol con una gran muesca. El
trabajo consistía en desarmar y deshacer botas y zapatos viejos, que en
grandes fardos, atados de mala manera, y en sacos, con un letrero de
papel cosido a la tela, se veían por el almacén por todas partes. En el
tajo se colocaba la bota destinada al descuartizamiento; allí se le daba
un golpe o varios con una cuchilla, hasta cortarle el tacón; después,
con las tenazas, se arrancaban las distintas capas de suela; con unas
tijeras se quitaban los botones y tirantes, y cada cosa se echaba en su
espuerta correspondiente: en una, los tacones; en otras, las gomas, las
correas, las hebillas.

A esto había descendido _La regeneración del calzado_: a justificar el
título de una manera bastante distinta de la pensada por el que lo puso.

El señor Ignacio, maestro de obra prima, había tenido necesidad, por
falta de trabajo, de abandonar la lezna y el tirapié para dedicarse a
las tenazas y a la cuchilla; de crear, a destruir; de hacer botas
nuevas, a destripar botas viejas. El contraste era duro; pero el señor
Ignacio podía consolarse viendo a su vecino, el de _El león de la
zapatería_, que sólo de Pascuas a Ramos tenía alguna mala chapuza que
hacer.

La primera mañana de trabajo fué pesadísimo para Manuel; el estar tanto
tiempo quieto le resultó insoportable. Al mediodía entró en el almacén
una vieja gorda, con la comida en una cesta; era la madre del señor
Ignacio.

--¿Y mi mujer?--le preguntó el zapatero.

--Ha ido a lavar.

--¿Y la Salomé? ¿No viene?

--Tampoco; le ha salido trabajo en una casa para toda la semana.

Sacó la vieja un puchero, platos, cubiertos y un pan grande de la cesta;
extendió un paño en el suelo, sentáronse todos alrededor de él, vertió
el caldo del puchero en los platos, en donde cada uno desmigó un pedazo
de pan, y fueron comiendo. Después dió la vieja a cada uno su ración de
cocido, y, mientras comían, el zapatero discurseó un poco acerca del
porvenir de España y de los motivos de nuestro atraso, conversación
agradable para la mayoría de los españoles que nos sentimos regenadores.

Era el señor Ignacio de un liberalismo templado, hombre a quien
entusiasmaban esas palabras de la soberanía nacional y que hablaba a
boca llena de la Gloriosa. En cuestiones de religión se mostraba
partidario de la libertad de cultos; para él, el ideal hubiese sido que
en España existiese el mismo número de curas católicos, protestantes,
judíos, de todas las religiones, porque así, decía, cada uno elegiría el
dogma que le pareciera mejor. Eso sí, si él fuera del Gobierno,
expulsaría a todos los frailes y monjas, porque son como la sarna, que
viven mejor cuanto más débil se encuentra el que la padece. A esto
arguyó Leandro, el hijo mayor, diciendo que a los frailes, monjas y
demás morralla lo mejor era degollarlos, como se hace con los cerdos, y
que respecto a los curas, fuesen católicos, protestantes o chinos,
aunque no hubiera ninguno, no se perdería nada.

Terció también la vieja en la conversación, y como para ella, vendedora
de verduras, la política era principalmente cuestión entre verduleras y
guardias municipales, habló de un motín en que las amables damas del
mercado de la Cebada dispararon sus hortalizas a la cabeza de unos
cuantos guindillas, defensores de un contratista del mercado. Las
verduleras querían asociarse, y después poner la ley y fijar los
precios; y eso a ella no le parecía bien.

--Porque ¡qué moler!--dijo--. ¿Por qué le han de quitar a una el género,
si quiere venderlo más barato? Como si a mí se me pone en el moño darlo
todo de balde.

--Pues, no, señora--le replicó Leandro--. Eso no está bien.

--¿Por qué no?

--Porque no; porque los industriales tienen que ayudarse, y si usted
hace eso, pongo por caso, impide usted que otra venda, y para eso se ha
inventado el socialismo, para favorecer la industria del hombre.

--Bueno; pues que le den dos duros a la industria del hombre y que la
maten.

Hablaba la mujer muy cachazuda y sentenciosamente. Estaba su calma muy
en perfecta consonancia con su corpachón, de un grosor y de una rigidez
de tronco; tenía la cara carnosa y de torpes facciones; las arrugas
profundas, bolsas de piel lacia debajo de los ojos; en la cabeza llevaba
un pañuelo negro, muy ceñido y apretado a las sienes.

Era la señora Jacoba, así se llamaba, una mujer que no debía sentir ni
el frío ni el calor: verano e invierno se pasaba las horas muertas
sentada en su puesto de verduras de Puerta de Moros; si vendía una
lechuga, desde que el sol nace hasta que se pone, vendía mucho.

Después de comer la familia del zapatero, fueron unos a dormir la siesta
al patio de la casa, y otros se quedaron allí en el almacén.

Vidal, el hijo menor del zapatero, se tendió en el patio al lado de
Manuel, y después de interrogarle acerca de la causa de aquellos
chichones que apuntaban en la frente de su primo, le preguntó:

--¿Tú habías estado alguna vez en esta calle?

--Yo, no.

--Por estos barrios se divierte uno la mar.

--Sí, ¿eh?

--Ya lo creo. ¿Tú no tienes novia?

--Yo, no.

--Pues hay muchas chicas que están deseando tener avío.

--¿De veras?

--Sí, hombre. En la casa donde vivimos hay una chica muy bonita, amiga
de mi novia. Te puedes quedar con ella.

--Pero vosotros, ¿no vivís en esta casa?

--No; nosotros vivimos en el arroyo de Embajadores; mi tía Salomé y mi
abuela son las que viven aquí. Pero allá en mi casa se divierte uno;
¡gachó! las cosas que me han pasado a mí allí.

--En el pueblo en donde he estado yo--dijo Manuel, para no dejarse
achicar por su primo--había montes más altos que veinte casas de éstas.

--En Madrid también hay la Montaña del Príncipe Pío.

--Pero no será tan grande como la del pueblo.

--¿Que no? Si en Madrid está todo lo mejor.

Molestaba bastante a Manuel la superioridad que su primo quería
asignarse, hablándole de mujeres con el tono de un hombre experimentado
que las conoce a fondo. Después de echar la siesta y de terminar una
partida al mus, en que se enzarzaron el zapatero y unos vecinos,
volvieron el señor Ignacio y los muchachos a su faena de cortar tacones
y destripar botas. Se cerró de noche el almacén; el zapatero y sus hijos
se fueron a su casa. Manuel cenó en el cuarto de la señora Jacoba la
verdulera, y durmió en una hermosa cama, que le pareció bastante mejor
que la de la casa de huéspedes.

Ya acostado, pesó el pro y el contra de su nueva posición social, y,
calculando si el fiel de la balanza se inclinaría a uno u otro lado, se
quedó dormido.

Al principio, la monotonía en el trabajo y la sujeción atormentaban a
Manuel; pero pronto se acostumbró a una cosa y otra, y los días le
parecieron más cortos y la labor menos penosa.

El primer domingo dormía Manuel a pierna suelta en casa de la señora
Jacoba, cuando entró Vidal a despertarle. Eran más de las once; la
verdulera, según su costumbre, había salido al amanecer para su puesto,
dejando al muchacho solo.

--¿Qué haces?--le preguntó Vidal--. ¿Por qué no te levantas?

--Pues ¿qué hora es?

--La mar de tarde.

Se vistió Manuel de prisa y corriendo, y salieron los dos de casa;
cerca, enfrente de la calle del Aguila, en una plazoleta, se reunieron a
un grupo de granujas que jugaban al chito, y observaron muy atentos las
peripecias del juego.

Al mediodía Vidal le dijo a su primo:

--Hoy vamos a comer allá.

--¿En vuestra casa?

--Sí; anda, vamos.

Vidal, cuya especialidad eran los hallazgos, encontró cerca de la fuente
de la Ronda, que está próxima a la calle del Aguila, un sombrero de
copa, viejo, de grandes alas, escondido el cuitado en un rincón, quizá
por modestia, y empezó a darle de puntapiés y a echarlo por el alto; se
asoció Manuel a la empresa, y entre los dos llevaron aquella reliquia,
venerable por su antigüedad, desde la ronda de Segovia a la de Toledo, y
de ésta a la de Embajadores, hasta dejarla, sin copa y sin alas, en
medio del arroyo. Cometida esta perversidad, Manuel y Vidal desembocaron
en el paseo de las Acacias y entraron en una casa cuya entrada mostraba
un arco sin puerta.

Pasaron los dos muchachos por una callejuela, empedrada con cantos
redondos, hasta un patio, y después, por una de sus muchas escalerillas
subieron al balcón del piso primero, en el cual se abría una fila de
puertas y de ventanas pintadas de azul.

--Aquí vivimos nosotros--dijo Vidal, señalando una de aquellas puertas.

Pasaron adentro; era la casa del señor Ignacio pequeña: la componían dos
alcobas, una sala, la cocina y un cuarto obscuro. El primer cuarto era
la sala, amueblada con una cómoda de pino, un sofá, varias sillas de
paja y un espejo verde, lleno de cromos y de fotografías, envuelto en
una gasa roja. Solía la familia del zapatero hacer de comedor este
cuarto los domingos, por ser el más espacioso y el de más luz.

Cuando llegaron Manuel y Vidal, hacía tiempo que los esperaban.
Sentáronse todos a la mesa, y la Salomé, la cuñada del zapatero, se
encargó de servir la comida. Manuel no conocía a la Salomé. Era
parecidísima a su hermana, la madre de Vidal. Las dos, de mediana
estatura, tenían la nariz corta y descarada, los ojos negros y hermosos;
a pesar de su semejanza física, las diferenciaba por completo su
aspecto: la madre de Vidal, llamada Leandra, sucia, despeinada, astrosa,
con trazas de malhumor, parecía mucho más vieja que la Salomé, aunque no
la llevaba mas que tres o cuatro años. La Salomé mostraba en su
semblante un aire alegre y decidido.

¡Y lo que es la suerte! La Leandra, a pesar de su abandono, de su humor
agrio y de su afición al aguardiente, estaba casada con un hombre
trabajador y bueno, y, en cambio, la Salomé, dotada de excelentes
condiciones de laboriosidad y buen genio, había concluído amontonándose
con un gachó entre estafador, descuidero y matón, del cual tenía dos
hijos. Por un espíritu de humildad o de esclavitud, unido a un natural
independiente y bravío, la Salomé adoraba a su hombre, y se engañaba a
sí misma, para considerarlo como tremendo y bragado, aunque era un
cobarde y un gandul. El bellaco se había dado cuenta clara de la cosa, y
cuando le parecía bien, con un ceño terrible aparecía en la casa y
exigía los cuartos que la Salomé ganaba cosiendo a máquina, a cinco
céntimos las dos varas. Ella le daba sin pena el producto de su penoso
trabajo, y muchas veces el truhán no se contentaba con sacarle el
dinero, sino que la zurraba además.

Los dos niños de la Salomé no estaban este día en casa del señor
Ignacio; los domingos, después de ponerlos muy guapos y bien vestidos,
su madre los enviaba a casa de una parienta suya, maestra de un taller,
en donde pasaban la tarde.

En la comida, Manuel escuchó, sin terciar en la conversación. Se habló
de una de las muchachas de la vecindad que se había ido con un chalán
muy rico, hombre casado y con familia.

--Ha hecho bien--dijo la Leandra, vaciando un vaso de vino.

--Si no sabía que era casado...

--¿Qué más da?--contestó la Leandra, con aire indiferente.

--Mucho. ¿A ti te gustaría que una mujer se llevara tu marido?--preguntó
la Salomé a su hermana.

--¡Psch!

--Sí; ahora ya se sabe--interrumpió la madre del señor Ignacio--. ¡Si de
dos mujeres no hay una _honrá_!

--Bastante se adelanta con ser _honrá_--repuso la Leandra--: miseria y
hambre... Si no se casara una, podría una alternar y hasta tener dinero.

--Pues no sé cómo--replicó la Salomé.

--¿Cómo? Aunque fuese haciendo la carrera.

El señor Ignacio desvió con disgusto la vista de su mujer, y el hijo
mayor, Leandro, miró a su madre de un modo torvo y severo.

--¡Bah!, eso se dice--arguyó la Salomé, que quería discutir la cuestión
impersonalmente--; pero a ti no te hubiera gustado que te insultaran por
todas partes.

--¿A mí? ¡Bastante me importa a mí lo que digan!--contestó la
zapatera--. ¡Ay, qué leñe! Si me dicen golfa, y no soy golfa..., ya ves:
corona de flores; y si lo soy..., pata.

El señor Ignacio se sentía ofendido, y desvió la conversación, hablando
del crimen de las Peñuelas: se trataba de un organillero celoso que
había matado a su querida por una mala palabra; la cuestión apasionaba;
cada uno dió su parecer. Concluyó la comida, y el señor Ignacio,
Leandro, Vidal y Manuel salieron a la galería a echar la siesta mientras
las mujeres quedaban dentro hablando.

En el patio, todos los vecinos sacaban el petate fuera, y, en camiseta,
medio desnudos, sentados unos, tendidos los otros, dormían en las
galerías.

--Anda, tú, vamos--dijo Vidal a Manuel.

--¿Adónde?

--Con los Piratas. Hoy tenemos cita; nos estarán esperando.

--Pero ¿qué piratas?

--El _Bizco_ y esos.

--¿Y por qué los llaman así?

--Porque son como los piratas.

Bajaron Manuel y Vidal al patio; salieron de casa y descendieron por el
arroyo de Embajadores.

--Pues nos llaman los Piratas--dijo Vidal--, de una pedrea que tuvimos.
Unos chicos del paseo de las Acacias se habían formado con palos, y
llevaban una bandera española, y, entonces, yo, el _Bizco_ y otros tres
o cuatro, empezamos con ellos a pedradas y les hicimos escapar; y el
_Corretor_, uno que vive en nuestra casa y que nos vió ir detrás de
ellos, nos dijo: «--Pero vosotros, ¿sois piratas o qué? Porque si sois
piratas debéis llevar la bandera negra». Y al día siguiente yo cogí un
delantal obscuro de mi padre y lo até en un palo y fuimos detrás de los
que llevaban la bandera española, y por poco no se la quitamos; por eso
nos llaman los piratas.

Llegaron los dos primos a una barriada miserable y pequeña.

--Esta es la Casa del Cabrero--dijo Vidal--; aquí están los socios.

Efectivamente; se hallaba acampada toda la piratería. Allí conoció
Manuel al _Bizco_, una especie de chimpancé, cuadrado, membrudo, con los
brazos largos, las piernas torcidas y las manos enormes y rojas.

--Este es mi primo--añadió Vidal, presentando Manuel a la cuadrilla; y
después, para hacerle más interesante, contó cómo había llegado a casa
con dos chichones inmensos producidos en lucha homérica sostenida contra
un hombre.

El _Bizco_ miró atentamente a Manuel, y viendo que Manuel le observaba a
su vez con tranquilidad, desvió la vista. La cara del _Bizco_ producía
el interés de un bicharraco extraño o de un tic patológico. La frente
estrecha, la nariz roma, los labios abultados, la piel pecosa y el pelo
rojo y duro, le daban el aspecto de un mandril grande y rubio.

Desde el momento que llegó Vidal, la cuadrilla se movilizó y anduvieron
todos los chicos merodeando por la Casa del Cabrero.

Llamaban así a un grupo de casuchas bajas con un patio estrecho y largo
en medio. En aquella hora de calor, a la sombra, dormían como
aletargados, tendidos en el suelo, hombres y mujeres medio desnudos.
Algunas mujeres en camisa, acurrucadas y en corro de cuatro o cinco,
fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dándole cada una su
chupada.

Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la mayoría
negros, algunos rubios, de ojos, azules. Como si sintieran ya la
degradación de su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban.

Unas cuantas chiquillas de diez a catorce años charlaban en grupo. El
_Bizco_ y Vidal y los demás las persiguieron por el patio. Corrían las
chicas medio desnudas, insultándoles y chillando.

El _Bizco_ contó que había forzado algunas de aquellas muchachitas.

--Son todas puchereras, como las de la calle de Ceres--dijo uno de los
piratas.

--¿Hacen pucheros?--preguntó Manuel.

--Sí; buenos pucheros.

--Pues ¿por qué son puchereras?

--Pu... lo demás--añadió el chico haciendo un corte de mangas.

--Que son zorras, tartamudeó el _Bizco_--. Pareces tonto.

Manuel contempló al _Bizco_ con desprecio, y preguntó a su primo:

--¿Pero esas chicas?

--Ellas y sus madres--repuso Vidal con filosofía--. Casi todas las que
viven aquí.

Salieron los Piratas de la Casa del Cabrero, bajaron a una hondonada,
después de pasar al lado de una valla alta y negra, y por en medio de
Casa Blanca desembocaron en el paseo de Yeserías.

Se acercaron al Depósito de cadáveres, un pabellón blanco próximo al
río, colocado al comienzo de la Dehesa del Canal. Le dieron vuelta por
si veían por las ventanas algún muerto, pero las ventanas estaban
cerradas.

Siguieron andando por la orilla del Manzanares, entre los pinos torcidos
de la Dehesa. El río venía exhausto, formado por unos cuantos hilillos
de agua negra y de charcos encima del barro.

Al final de la Dehesa de la Arganzuela, frente a un solar espacioso y
grande, limitado por una valla hecha con latas de petróleo, extendidas
y clavadas en postes, se detuvo la cuadrilla a contemplar el solar,
cuya área extensa la ocupaban carros de riego, barrederas mecánicas,
bombas de extraer pozos negros, montones de escobas y otra porción de
menesteres y utensilios de la limpieza urbana.

A uno de los lados del solar se levantaba un edificio blanco, en otra
época iglesia o convento, a juzgar por sus dos torres y el hueco de las
campanas abierto en ellas.

Anduvo la cuadrilla husmeando por allí; pasaron los chicos por debajo de
un arco, con un letrero, en donde se leía: «Depósito de Caballos
Padres»; y por detrás del edificio con trazas de convento llegaron cerca
de unas barracas de esteras sucias y mugrientas: chozas de aduar
africano, construídas sobre armazón de palitroques y cañas.

El _Bizco_ entró en una de aquellas chozas y salió con un pedazo de
bacalao en la mano.

Manuel sintió un miedo horrible.

--Me voy--dijo a Vidal.

--¡Anda éste!...--exclamó uno con ironía--. Pues no tienes tú poco
sorullo.

De pronto otro de los chicos gritó:

--A _najarse_, que viene gente.

Echaron todos los de la cuadrilla a correr por el paseo del Canal.

Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo, con sus casas
amarillentas. Las altas vidrieras relucían a la luz del sol poniente.
Del paseo del Canal, atravesando un campo de rastrojo, entraron todos
por una callejuela en la plaza de las Peñuelas; luego, por otra calle en
cuesta, subieron al paseo de las Acacias.

Entraron en el Corralón, Manuel y Vidal, después de citarse con la
cuadrilla para el domingo siguiente, subieron la escalera hasta la
galería de la casa del señor Ignacio, y cuando se acercaron a la puerta
del zapatero oyeron gritos.

--Padre está zurrando a la vieja--murmuró Vidal--. Lo que haya hoy que
_jamar_ aquí, _pa_ el gato. Me marcho a acostar.

--Y yo, ¿cómo voy a la otra casa?--preguntó Manuel.

--No tienes mas que seguir la Ronda hasta llegar a la escalera de la
calle del Aguila. No hay pérdida.

Manuel siguió el camino indicado. Hacía un calor horrible; el aire
estaba lleno de polvo: jugaban algunos hombres a los naipes a las
puertas de las tabernas, y en otras, al son de un organillo, bailaban
abrazados.

Cuando llegó Manuel frente a la escalera de la calle del Aguila,
anochecía. Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón.
Veíase desde allá arriba el campo amarillento, cada vez más sombrío con
la proximidad de la noche, y las chimeneas y las casas, perfiladas con
dureza en el horizonte. El cielo azul y verde arriba se inyectaba de
rojo a ras de la tierra, se obscurecía y tomaba colores siniestros,
rojos cobrizos, rojos de púrpura.

Asomaban por encima de las tapias las torrecitas y cipreses del
cementerio de San Isidro; una cúpula redonda se destacaba recortada en
el aire; en su remate se erguía un angelote, con las alas desplegadas,
como presto para levantar el vuelo sobre el fondo incendiado y
sangriento de la tarde.

Por encima de las nubes estratificadas del crepúsculo brillaba una
pálida estrella en una gran franja verde, y en el vago horizonte,
animado por la última palpitación del día, se divisaban, inciertos,
montes lejanos.



CAPÍTULO II

EL CORRALÓN O LA CASA DEL TÍO RILO. LOS ODIOS DE VECINDAD.


CUANDO la Salomé terminó su labor de costura y fué a dormir a la calle
del Aguila, Manuel pasó definitivamente a sentar sus reales a la casa
del tío Rilo, del arroyo de Embajadores. Llamaban unos a esta casa la
Corrala, otros el Corralón, otros la Piltra, y con tantos nombres la
designaban, que no parecía sino que los inquilinos se pasaban horas y
horas pensando motes para ella.

Daba el Corralón--este era el nombre más familiar de la piltra del tío
Rilo--al paseo de las Acacias, pero no se hallaba en la línea de este
paseo, sino algo metida hacia atrás. La fachada de esta casa, baja,
estrecha, enjalbegada de cal, no indicaba su profundidad y tamaño; se
abrían en esta fachada unos cuantos ventanucos y agujeros
asimétricamente combinados, y un arco sin puerta daba acceso a un
callejón empedrado con cantos, el cual, ensanchado después, formaba un
patio, circunscrito por altas paredes negruzcas.

De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo a
galerías abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos,
dando la vuelta al patio. Abríanse de trecho en trecho, en el fondo de
estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con un número negro
en el dintel de cada una.

Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos
puestos al descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas
resecas. Las columnas de las galerías, así como las zapatas y pies
derechos en que se apoyaban, debían haber estado en otro tiempo pintados
de verde; pero, a consecuencia de la acción constante del sol y de la
lluvia, ya no les quedaban mas que alguna que otra zona con su primitivo
color.

Hallábase el patio siempre sucio; en un ángulo se levantaba un montón de
trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas puercas
y tablas carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos: un revoltijo
de mil diablos. Todas las tardes algunas vecinas lavaban el patio, y
cuando terminaban su faena vaciaban los lebrillos en el suelo, y los
grandes charcos, al secarse, dejaban manchas blancas y regueros azules
del agua de añil. Solían echar también los vecinos por cualquier parte
la basura, y cuando llovía, como se obturaba casi siempre la boca del
sumidero, se producía una pestilencia insoportable de la corrupción del
agua negra que inundaba el patio, y sobre la cual nadaban hojas de col y
papeles pringosos.

A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que
ocupaba su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado
de miseria o de relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus
gustos, Aquí se advertía cierta limpieza y curiosidad: la pared
blanqueada, una jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se
traslucía cierto instinto utilitario en las ristras de ajos puestas a
secar, en las uvas colgadas; en otra parte, un banco de carpintero, la
caja de herramientas, denunciaban al hombre laborioso, que trabajaba en
las horas libres.

Pero, en general, no se veían mas que ropas sucias, colgadas en las
barandillas; cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de
abigarrados colores, harapos negruzcos puestos sobre mangos de escobas o
tendidos en cuerdas atadas de un pilar a otro, para interceptar más aún
la luz y el aire.

Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del
comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices
de la miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente,
hasta la más nauseabunda y repulsiva.

En la mayor parte de los cuartos y chiribitiles de la Corrala, saltaba a
los ojos la miseria resignada y perezosa, unida al empobrecimiento
orgánico y al empobrecimiento moral.

En el espacio que disfrutaba la familia del zapatero; en la punta de una
pértiga muy larga, atada a uno de los pilares, colgaban unos pantalones
llenos de remiendos, que se balanceaban cómicamente.

Del patio grande del Corralón partía un pasillo, lleno de inmundicias,
que daba a otro patio más pequeño, en el invierno convertido en un
fétido pantano.

Un farol, metido dentro de una alambrera, para evitar que lo rompiesen
los chicos a pedradas, colgaba de una de sus paredes negras.

En el patio interior los cuartos costaban mucho menos que en el grande;
la mayoría eran de veinte y treinta reales; pero los había de dos y tres
pesetas al mes: chiscones obscuros, sin ventilación alguna, construídos
en los huecos de las escaleras y debajo del tejado.

En otro clima más húmedo, la Corrala hubiera sido un foco de infección;
el viento y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se
encargaba de desinfectar aquella madriguera.

Para que en aquella casa hubiese siempre algo terrible y trágico, al
entrar solía verse en el portal o en el pasillo una mujer borracha y
delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien
llamaban _La Muerte_. Debía ser muy vieja, o lo parecía al menos; su
mirada era extraviada, su aspecto huraño, la cara llena de costras; uno
de sus párpados inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver
el interior del globo del ojo, sangriento y turbio. Solía andar _La
Muerte_ cubierta de harapos, en chanelas, con una lata y un cesto viejo,
donde recogía lo que encontraba. Por cierta consideración supersticiosa
no la echaban a la calle.

La primera noche de Manuel en la Corrala vió, no sin cierto asombro, la
verdad de lo que decía Vidal. Este y casi todos los de su edad tenían
sus novias entre las chiquillas de la casa, y no era raro, al pasar
junto a un rincón, ver una pareja que se levantaba y echaba a correr.

Los chicos pequeños se divertían jugando al toro, y entre las suertes
más aplaudidas se contaba la de Don Tancredo. Se ponía un chico a cuatro
patas, y otro, que no pesase mucho, encima, con los brazos cruzados, el
cuerpo echado para atrás, y en la cabeza, alta y erguida, un sombrero de
papel de tres picos.

Se acercaba el que hacía de toro, mugía sonoramente, olfateaba a Don
Tancredo y pasaba junto a él sin derribarle; volvía a pasar un par de
veces, hasta que se largaba. Entonces Don Tancredo bajaba de su vivo
pedestal a recibir el aplauso del público. Había toros marrajos, y
guasones que se les ocurría tirar estatua y pedestal al suelo, lo cual
era recibido entre el clamoreo y la algazara del público.

Mientras tanto, las chicas jugaban al corro, las mujeres gritaban de
galería a galería y los hombres charlaban en mangas de camisa; alguno,
sentado en el suelo, rasgueaba monótonamente en las cuerdas de una
guitarra.

_La Muerte_, la vieja mendiga, solía también amenizar las veladas con
sus largos parlamentos.

Era la Corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como
una gusanera. Allí se trabajaba, se holgaba, se bebía, se ayunaba, se
moría de hambre; allí se construían muebles, se falsificaban
antigüedades, se zurcían bordados antiguos, se fabricaban buñuelos, se
componían porcelanas rotas, se concertaban robos, se prostituían
mujeres.

Era la Corrala un microcosmo; se decía que, puestos en hilera los
vecinos, llegarían desde el arroyo de Embajadores a la plaza del
Progreso; allí había hombres que lo eran todo, y no eran nada: medio
sabios, medio herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio
comerciantes, medio ladrones.

Era, en general, toda la gente que allí habitaba gente descentrada, que
vivía en el continuo aplanamiento producido por la eterna e irremediable
miseria; muchos cambiaban de oficio, como un reptil, de piel; otros no
lo tenían; algunos peones de carpintero, de albañil, a consecuencia de
su falta de iniciativa, de comprensión y de habilidad, no podían pasar
de peones. Había también gitanos, esquiladores de mulas y de perros, y
no faltaban cargadores, barberos ambulantes y saltimbanquis. Casi todos
ellos, si se terciaba, robaban lo que podían; todos presentaban el mismo
aspecto de miseria y de consunción. Todos sentían una rabia constante,
que se manifestaba en imprecaciones furiosas y en blasfemias.

Vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin formarse
idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos, ni
nada.

Había algunos a los cuales un par de vasos de vino les dejaba borrachos
media semana; otros parecían estarlo, sin beber, y reflejaban
constantemente en su rostro el abatimiento más absoluto, del cual no
salían mas que en un momento de ira o de indignación.

El dinero era para ellos la mayoría de las veces una desgracia.
Comprendiendo instintivamente la debilidad de sus fuerzas y de sus
inclinaciones, se preparaban a hacer ánimos yendo a la taberna; allí se
exaltaban, gritaban, discutían, olvidaban las penas del momento, se
sentían generosos, y cuando, después de soltar baladronadas, se creían
dispuestos para algo, se encontraban sin un céntimo y con las energías
ficticias del alcohol que se iba disipando.

Las mujeres de la casa, por lo general, trabajaban más que los hombres,
y reñían casi constantemente. De treinta años para arriba tenían todas
el mismo carácter y casi el mismo tipo: negras, desmelenadas, iracundas;
gritaban y se desesperaban por cualquier cosa.

De cuando en cuando, como un suave rayo de sol en la umbría, penetraba
en el alma de aquellos hombres entontecidos y bestiales, de aquellas
mujeres agriadas por la vida áspera y sin consuelo ni ilusión, un
sentimiento romántico, de desinterés, de ternura, que les hacía vivir
humanamente; y cuando pasaba la racha de sentimentalismo, volvían otra
vez a su inercia moral, resignada y pasiva.

Los vecinos constantes del Corralón se contaban entre los del primer
patio. En el otro, la mayoría ambulantes, pasaban en la casa a lo más un
par de semanas, y luego, como se decía allí, ahuecaban el ala.

Un día se presentaba un lañador con su gran zurrón, su berbiquí y sus
alicates, que gritaba por las calles, con voz bronca: «¡A componer
tinajas y artesones..., barreños, platos y fuentes!», y después de pasar
una corta temporada se largaba; a la semana siguiente aparecía un
vendedor de telas de saldo, que pregonaba a gritos pañuelos de seda a
diez y quince céntimos; otro día se hospedaba un buhonero con sus cajas
llenas de alfileres, horquillas y pasadores, o algún comprador de
galones de oro y plata. Ciertas épocas del año daban un contingente de
tipos especiales; la primavera se revelaba por la aparición de
vendedores de burros, caldereros, gitanos y bohemios; en otoño se
presentaban cuadrillas de paletos con quesos de la Mancha y pucheros de
miel, y en el invierno abundaban los nueceros y castañeros.

De los vecinos constantes del primer patio, los que se trataban con el
señor Ignacio el zapatero eran: un corrector de pruebas, a quien
llamaban el _Corretor_; un tal Rebolledo, barbero e inventor, y cuatro
ciegos, que se conocían por los remoquetes de el _Calabazas_, el
_Sopistas_, el _Brígido_ y el _Cuco_, los cuales vivían decentemente con
sus mujeres respectivas y tocaban por las calles los últimos tangos,
tientos y coplas de zarzuela.

El corrector tenía una familia numerosa: su mujer, la suegra, una hija
de veinte años y una lechigada de chiquillos; no le bastaba el jornal
que ganaba corrigiendo pruebas en un periódico, y solía pasar grandes
apuros. El corrector solía llevar un macfarlán destrozado, lleno de
flecos, un pañuelo grande y sucio anudado a la garganta y un hongo
amarillo, blanco y mugriento.

Su hija, Milagros de nombre, una muchacha esbelta, fina como un
pajarito, estaba en relaciones con Leandro, el primo de Manuel.

Los novios solían tener alternativas en sus amores, unas veces por
coqueterías de ella, otras, por la mala vida de él.

No se entendían, porque la Milagros era un poco entonada y ambiciosa, se
consideraba como venida a menos, y Leandro tenía, en cambio, un genio
brusco e irascible.

El otro vecino del zapatero, el señor Zurro, tipo pintoresco y curioso,
no se trataba con el señor Ignacio y odiaba cordialmente al corrector.
El Zurro andaba siempre agazapado tras de unas antiparras azules,
llevaba gorra de piel y balandranes largos.

--Se llama Zurro de apellido--decía el corrector--; pero es un zorro en
sus actos; de estos zorros camperos, maestros en malicias y habilidades.

Según se hablaba, el Zurro entendía su negocio; tenía un puesto en la
parte baja del Rastro, una choza obscura e infecta rellena de trapos,
casacas antiguas, retales de telas viejas, tapicerías, trozos de
casullas, y, además de esto, botellas vacías, botellas llenas de
aguardiente y _cognac_, sifones de agua de Seltz, cerraduras roñosas,
escopetas tomadas por la herrumbre, llaves, pistolas, botones, medallas
y otras baratijas sin valor.

Y a pesar de que en la tienda del señor Zurro no entraban, seguramente,
al cabo del día, más de dos personas, que harían un gasto de un par de
reales, el ropavejero marchaba bien.

Vivía con su hija, la Encarna, una flamencona de unos veinticinco años,
muy chulapa, muy descarada, que los domingos salía a pasear con su padre
cargada de joyas. La Encarna sentía arder en su pecho el fuego de la
pasión por Leandro; pero éste, enamorado de la Milagros, no correspondía
al fuego del alma de la ropavejera.

Por tal motivo, la Encarna odiaba cordialmente a la Milagros y a los
individuos de su familia, y los ponía a todas horas de cursis y de
muertos de hambre, los injuriaba con motes desdeñosos, como el de
_Sopista mendrugo_, adjudicado por ella al corrector, y el de _La Loca
del Vaticano_ a su hija.

Odios de personas de vida casi común, no era raro que fuesen de un
encono y de un rencor violento; así, los de una y otra familia, no se
miraban sin maldecirse y sin desearse mutuamente las mayores
desgracias.



CAPÍTULO III

ROBERTO HASTING EN LA ZAPATERÍA.--PROCESIÓN DE MENDIGOS.--CORTE DE LOS
MILAGROS.


UNA mañana de fines de septiembre presentóse Roberto en la puerta de _La
regeneración del calzado_, y asomando la cabeza al interior del almacén,
dijo:

--¡Hola, Manuel!

--¡Hola, don Roberto!

--Se trabaja, ¿eh?

Manuel se encogió de hombres dando a entender que no era precisamente
por su gusto.

Roberto vaciló un momento para entrar en la zapatería, y, al último, se
decidió y entró.

--Siéntese usted--le dijo el señor Ignacio, ofreciéndole una silla.

--¿Usted es el tío de Manuel?

--Para servirle.

Se sentó Roberto, ofreció un cigarro al señor Ignacio, otro a Leandro, y
se pusieron a fumar los tres.

--Yo conozco a su sobrino--dijo Roberto al zapatero--, porque vivo en
casa de la Petra.

--¡Ah! ¿Sí?

--Y hoy quisiera que le dejara usted libre un par de horas.

--Sí, señor; toda la tarde, si usted quiere.

--Bueno; entonces, yo vendré por él después de comer.

--Está bien.

Roberto contempló cómo trabajaban, y de repente se levantó y se fué.

Manuel no comprendía qué le quería Roberto, y por la tarde le esperó con
verdadera impaciencia. Llegó, y los dos salieron de la calle del Aguila
y bajaron a la ronda de Segovia.

--¿Tú sabes dónde está la Doctrina?--preguntó Roberto a Manuel.

--¿Qué Doctrina?

--Un sitio donde se reúnen los viernes muchos mendigos.

--No sé.

--¿Sabes dónde está el camino alto de San Isidro?

-Sí.

--Bueno; pues allí vamos a ir; ahí es dónde está la Doctrina.

Manuel y Roberto bajaron por el paseo de los Pontones y siguieron en
dirección del puente de Toledo. El estudiante no dijo nada, y Manuel
nada quiso preguntarle.

El día estaba seco, polvoriento. El viento sur, sofocante, echaba
bocanadas de calor y de arena; algunos relámpagos iluminaban las nubes;
se oía el sonar lejano de los truenos; el campo amarilleaba cubierto de
polvo.

Por el puente de Toledo pasaba una procesión de mendigos y mendigas, al
cual más desastrados y sucios. Salía gente, para formar aquella
procesión del harapo, de las Cambroneras y de las Injurias; llegaban
del paseo Imperial y de los Ocho Hilos; y ya, en filas apretadas,
entraban por el puente de Toledo y seguían por el camino alto de San
Isidro a detenerse ante una casa roja.

--Esto debe ser la Doctrina--dijo Roberto a Manuel señalándole un
edificio, que tenía un patio con una figura de Cristo en medio.

Se acercaron los dos a la verja. Era aquello un conclave de mendigos, un
conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el
patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres;
no se veían mas que caras hinchadas, de estúpida apariencia, narices
inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas,
melancólicas; viejezuelas esqueléticas de boca hundida y nariz de ave
rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de pelos, y
la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas,
desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes
raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no dejar una
pulgada sin su remiendo. Los mantones, verdes, de color de aceituna, y
el traje tiste ciudadano, alternaban con los refajos de bayeta,
amarillos y rojos, de las campesinas.

Roberto paseó mirando con atención el interior del patio. Manuel le
seguía indiferente.

Entre los mendigos, un gran número lo formaban los ciegos; había
lisiados, cojos, mancos; unos hieráticos, silenciosos y graves; otros
movedizos. Se mezclaban las anguarinas pardas con las americanas raídas
y las blusas sucias. Algunos andrajosos llevaban a la espalda sacos y
morrales negros; otros, enormes cachiporras en la mano; un negrazo, con
la cara tatuada a rayas profundas, esclavo, sin duda, en otra época,
envuelto en harapos, se apoyaba en la pared con una indiferencia digna;
por entre hombres y mujeres correteaban los chiquillos descalzos y los
perros escuálidos; y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado,
palpitante, bullía como una gusanera.

--Vamos--dijo Roberto--, no está aquí ninguna de las que busco. ¿Te has
fijado?--añadió--. ¡Qué pocas caras humanas hay entre los hombres! En
estos miserables no se lee mas que la suspicacia, la ruindad, la mala
intención, como en los ricos no se advierte mas que la solemnidad, la
gravedad, la pedantería. Es curioso, ¿verdad? Todos los gatos tienen
cara de gatos, todos los bueyes tienen cara de bueyes; en cambio, la
mayoría de los hombres no tienen cara de hombres.

Salieron del patio Roberto y Manuel. Frente a la Doctrina, al otro lado
de la carretera, en unos desmontes arenosos, se sentaron.

--A ti te chocarán--dijo Roberto--estas maniobras mías; pero no te
extrañarán cuando te diga que busco aquí dos mujeres; una, pobre, que
puede hacerme rico; otra, rica, que quizá me hiciera pobre.

Manuel contempló a Roberto con asombro. Tenía siempre cierta sospecha de
que la cabeza del estudiante no andaba bien.

--No, no creas que es una tontería; voy corriendo detrás de una fortuna,
pero de una fortuna enorme; si tú me ayudas, me acordaré de ti.

--Bueno; y ¿qué quiere usted que yo haga?

--Te lo diré cuando llegue el momento.

Manuel no pudo ocultar una sonrisa de ironía.

--Tú no lo crees--murmuró Roberto--; no importa; cuando veas, creerás.

--Claro.

--Por si acaso, si te necesito, ayúdame.

--Le ayudaré a usted en todo lo que pueda--contestó Manuel con fingida
seriedad.

Unos golfos se tendieron en los desmontes, cerca de Manuel y de Roberto,
y éste no quiso seguir hablando.

--Ya empiezan a dividirse en secciones--dijo uno de los golfos, que
llevaba una gorra de cochero, señalando con una vara a las mujeres que
estaban en la Doctrina.

Efectivamente; formáronse grupos alrededor de los árboles del patio, en
cada uno de los cuales colgaba un cartelón con una imagen y un número en
medio.

--Ahí están las marquesas--añadió el de la gorra indicando a unas
cuantas señoras vestidas de negro que se presentaron en el patio.

Se destacaban las caras blancas entre las telas de luto.

--Todas son marquesas--advirtió uno.

--Pues todas no son guapas--replicó Manuel terciando en la
conversación--. ¿Y a qué vienen aquí?

--Son éstas las que enseñan la doctrina--contestó el de la gorra--; de
vez en cuando regalan sábanas y camisas a las mujeres y a los hombres.
Ahora van a pasar lista.

Comenzó a sonar una campana; cerraron la verja del edificio; se formaron
corros, y en medio de cada uno de ellos entró una señora.

--¿Ves aquella que está allá?--preguntó Roberto--. Es la sobrina de don
Telmo.

--¿Aquella rubia?

--Sí. Espérame aquí.

Bajó Roberto el camino y se acercó a la verja.

Comenzó la lección de doctrina; salía del patio un rumor de rezo, lento
y monótono.

Manuel se tendió de espaldas en el suelo. Desde allá surgía Madrid, muy
llano, bajo el horizonte gris, por entre la gasa del aire polvoriento.
El cauce ancho del Manzanares, de color de ocre, aparecía surcado por
alguno que otro hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un
modo confuso la línea de sus crestas en el aire empañado.

Roberto paseaba por delante del patio. Seguía el rumor de los mendigos
recitando la doctrina. Una vieja, con un pañuelo rojo en la cabeza y un
mantón negro que verdeaba, se sentó en el desmonte.

--¿Qué es eso _agüela_? ¿No le han querido abrir la puerta?--gritó el de
la gorra.

--No... ¡Las tías brujas esas!

--No tenga usted cuidado, que hoy no dan nada. El viernes que viene es
el reparto. Ya le darán a usted lo menos una sábana--añadió el de la
gorra con aviesa intención.

--Si no me dan más que una sábana--chilló la vieja torciendo la jeta--,
les digo que se la guarden en el moño. ¡Las tías zorras!...

--Ya la han tañado a usted, _agüela_--exclamó uno de los golfos tendidos
en el suelo--. Usted lo que es, es una ansiosa.

Celebraron los circunstantes la frase, que procedía de una zarzuela, y
el de la gorra siguió explicando a Manuel particularidades de la
Doctrina.

--Hay algunas y algunos que se inscriben en dos y en tres secciones para
coger más veces limosnas--dijo--. Nosotros, mi padre y yo, nos
inscribimos una vez en cuatro secciones con nombres distintos... ¡Vaya
un lío que se armó! Y ¡menudo choteo que tuvimos con las marquesas!

--Y ¿para qué querías tanta sábana?--le preguntó Manuel.

--¡Toma!, para pulirlas. Se venden aquí en la misma puerta a dos
_chulés_.

--Yo voy a comprar una--dijo un cochero de punto que se acercó al
corro--; la unto con aceite de linaza, luego la doy barniz, y hago un
impermeable cogolludo.

--Pero las marquesas, ¿no notan que la gente vende en seguida lo que
ellas dan?

--¡Qué han de notar!

Para los golfos todo aquello no era mas que un piadoso entretenimiento
de las señoras devotas; hablaban de ellas con amable ironía.

No llegó a durar una hora la lección de doctrina.

Sonó una campana; se abrió la puerta de la verja; se disolvieron y
confundieron los grupos; todo el mundo se puso de pie, y comenzaron a
marcharse las mujeres con sus sillas, colocadas en equilibrio sobre la
cabeza, gritando, empujándose violentamente unas a otras; dos o tres
vendedoras pregonaron su mercancía mientras salía aquella muchedumbre de
andrajosos apretándose, chillando, como si escaparan de algún peligro.
Unas viejas corrían pesadamente por la carretera; otras se ponían a
orinar acurrucadas, y todas vociferaban y sentían la necesidad de
insultar a las señoras de la Doctrina, como si instintivamente
adivinasen lo inútil de un simulacro de caridad que no remediaba nada.
No se oían mas que protestas y manifestaciones de odio y desprecio.

--¡Moler! Con las mujeres de Dios...

--Ahora _quien_ que se confiese una.

--Esas tías borrachas.

--¡Anda que confiesen ellas y la _maire_ que las ha _parío_!

--Que las den morcilla a todas.

Después de las mujeres salían los hombres, los ciegos, los tullidos y
los mancos, sin apresurarse, hablando con gravedad.

--¡Pues no _quien_ que me case!--murmuraba un ciego, sarcásticamente,
dirigiéndose a un cojo.

--Y tú ¿qué dices?--le preguntaba éste.

--¿Yo? ¡Que naranjas de la China! Que se casen ellas si _tien_ con
quién. Vienen aquí amolando con rezos y oraciones. Aquí no hacen falta
oraciones, sino _jierro_, mucho _jierro_.

--Claro, hombre..., _parné_, eso es lo que hace falta.

--Y todo lo demás... leñe y jarabe de pico...; porque _pa_ dar consejos
_toos semos_ buenos; pero en tocante al _manró_, ni las gracias.

--Me parece.

Salieron las señoras con sus libros de rezos en la mano; las viejas
mendigas las perseguían y las atosigaban con sus peticiones.

Manuel miraba a todas partes por si encontraba al estudiante; al fin lo
vió cerca de la sobrina de don Telmo. La rubia se volvió a mirarle, y
subió en un coche. Roberto la saludó y el coche echó a andar.

Volvieron Roberto y Manuel por el camino de San Isidro.

Seguía el cielo nublado, el aire seco; la procesión de mendigos avanzaba
en dirección a Madrid. Antes de llegar al puente de Toledo, en la
esquina del camino alto de San Isidro y de la carretera de Extremadura,
en una taberna muy grande entraron Roberto y Manuel. Roberto pidió una
botella de cerveza.

--¿Vives ahí en la misma casa en donde está la zapatería?--preguntó
Roberto.

--No; vivo en el paseo de las Acacias, en una casa que se llama el
Corralón.

--Bueno, te iré a ver allá; y ya sabes, siempre que vayas a algún sitio
donde se reúna gente pobre o de mala vida avísame.

--Le avisaré a usted. Ya he visto cómo le miraba a usted la rubia. Es
bonita.

--Sí.

--Y tiene un coche pistonudo.

--Ya lo creo.

--Y ¿qué? ¿Es que se va usted a casar con ella?

--¿Qué sé yo? Ya veremos. Vamos, aquí no se puede estar--dijo Roberto--y
se acercó al mostrador a pagar.

En la taberna, un gran número de mendigos, sentados en las mesas,
engullían pedazos de bacalao y piltrafas de carne; un olor picante de
gallinejas y de aceite salía de la cocina.

Salieron. El viento seguía soplando, lleno de arena: volaban locamente
por el aire hojas secas y trozos de periódicos; las casas altas próximas
al puente de Segovia, con sus ventanas estrechas y sus galerías llenas
de harapos, parecían más sórdidas, más grises, entrevistas en la
atmósfera enturbiada por el polvo. De repente, Roberto se paró, y,
poniendo la mano en el hombro de Manuel, le dijo:

--Hazme caso, porque es la verdad. Si quieres hacer algo en la vida, no
creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad
enérgica. Si tratas de disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto
que puedas; cuanto más alto apuntes más lejos irá.

Manuel miró a Roberto con extrañeza, y se encogió de hombros.



CAPÍTULO IV

LA VIDA EN LA ZAPATERÍA.--LOS AMIGOS DE MANUEL.


HIZO calor en aquellos meses de septiembre y octubre; en el almacén de
zapatos no se podía respirar.

Todas las mañanas, Manuel y Vidal, mientras iban a la zapatería,
hablaban de mil cosas, se comunicaban sus impresiones; el dinero, las
mujeres, los planes para el porvenir, eran los motivos constantes de sus
charlas. A los dos les parecía un gran sacrificio, algo como una
eventualidad desgraciada de su mala suerte, pasar días y días metidos en
un rincón arrancando suelas usadas.

Las tardes lánguidas convidaban al sueño. Sobre todo, después de comer,
Manuel sentía un sopor y un abatimiento profundo. Desde la puerta del
almacén se veían los campos de San Isidro inundados de luz; en el
Campillo de Gil Imón las ropas puestas a secar centelleaban al sol.

Oíase cacareos de gallos, gritos lejanos de vendedores, silbidos,
apagados por la distancia, de locomotoras. El aire vibraba seco,
abrasado. Algunas vecinas salían a peinarse a la calle, y los
colchoneros vareaban la lana, a la sombra, en el Campillo, mientras las
gallinas correteaban y escarbaban en el suelo.

Después, al caer de la tarde, el aire y la tierra quedaban grises,
polvorientos; a lo lejos, cortando el horizontes, ondulaba la línea del
campo árido, una línea ingenua, formada por la enarcadura suave de las
lomas; una línea como la de los paisajes dibujados por los chicos, con
sus casas aisladas y sus chimeneas humeantes. Sólo algunas arboledas
verdes manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el sol y
bajo el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni
un grito, ni un leve ruido hendía el aire.

Transparentábase, al anochecer, la niebla, y el horizonte se alargaba
hasta verse muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de
día, sobre el fondo rojo del crepúsculo.

Cuando en la zapatería dejaban el trabajo, solía ser ya de noche.
Bajaban el señor Ignacio, Leandro, Manuel y Vidal a la ronda y volvían a
casa.

Las luces de gas brillaban a largos trechos en el aire polvoriento;
filas de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas
marchaban en cuadrillas los obreros de los talleres próximos.

Y constantemente, al ir y al venir, la conversación de Manuel y Vidal
versaba sobre lo mismo: las mujeres, el dinero.

No tenía ninguno de los dos una idea romántica, ni mucho menos, de las
mujeres. Para Manuel, una mujer era un animal magnífico, con la carne
dura y el pecho turgente; Vidal no sentía este entusiasmo sexual;
experimentaba por todas las mujeres un sentimiento confuso de desprecio,
de curiosidad y preocupación.

En cuestión de dinero, los dos estaban conformes en que era lo más
selecto y admirable; hablaba, sobre todo Vidal, del dinero con un
entusiasmo feroz; pensar que pudiese haber algo, bueno o malo, que no se
consiguiera con _jierro_, era para él el colmo de los absurdos. Manuel
deseaba el dinero para correr el mundo y ver pueblos, y más pueblos, y
andar en barco. Vidal soñaba con llevar la buena vida en Madrid.

A los dos o tres meses de estancia en el Corralón, Manuel se hallaba tan
acostumbrado a su trabajo y a su vida, que no comprendía que pudiese
hacer otra cosa. No le daban aquellas barriadas miserables la impresión
de tristeza sombría y adusta que producen al que no está acostumbrado a
vivir en ellas; al revés, se le antojaban llenas de atractivos. Conocía
a casi toda la gente del barrio. Vidal y él se escapaban de casa con
cualquier pretexto, y los domingos se reunían con el _Bizco_ en casa del
Cabrero, y marchaban por los alrededores: a las Injurias, a las
Cambroneras, a las ventas de Alcorcón, al Campamento y a los ventorros
del camino de Andalucía, en donde se juntaban con merodeadores y randas,
y jugaban con ellos al cané o a la rayuela.

A Manuel no le gustaba la compañía del _Bizco_; éste no quería reunirse
mas que con ladrones. A Manuel y a Vidal constantemente los llevaba a
sitios donde pululaban bandidos y tipos de mala traza, pero Manuel no se
decidía a oponerse a lo que pensaba Vidal.

El lazo de unión entre Manuel y el _Bizco_ era Vidal. El _Bizco_ odiaba
a Manuel y éste sentía odio y repugnancia por el _Bizco_ y no le
ocultaba su repulsión. Era un bruto, una alimaña digna de exterminio.
Lujurioso como un mono, había forzado algunas chiquillas de la casa del
Cabrero a puñetazos; solía robar a su padre, un miserable tejedor de
caña, dinero para ir a algún bajo prostíbulo de las Peñuelas o de la
calle de la Chopa, en donde encontraba mujeronas pintarrajeadas, con la
colilla en los labios, que a él le parecían princesas. Su cráneo
estrecho, su mandíbula fuerte, su morro, la mirada torva, le daban un
aspecto de brutalidad y animalidad repelentes. Hombre primitivo, afilaba
su puñal, comprado en el Rastro, y lo guardaba como una cosa sagrada. Si
cogía a algún gato o perro por su cuenta, lo mataba a pinchazos, gozando
en martirizar al animal. Hablaba torpemente, rellenando sus frases con
barbaridades y blasfemias.

No se sabe quién indujo al _Bizco_ a tatuarse los brazos, o si la idea
se le ocurrió a él; probablemente el tatuaje, visto en alguno de los
bandidos con quien se juntaba, le induciría a él a hacer lo mismo. Vidal
le imitó, y los dos se dedicaron en una época a tatuarse con entusiasmo.
Se pinchaban con un alfiler hasta hacerse un poco de sangre y después
mojaban las heridas con tinta.

El _Bizco_ se pintó cruces, estrellas y nombres en el pecho; Vidal, a
quien no le gustaba pincharse, puso su nombre en un brazo y el de su
novia en el otro; Manuel no quiso marcarse, primeramente, porque le daba
miedo la sangre, y además porque la idea se le había ocurrido al
_Bizco_.

Sentían los dos, uno para el otro, una hostilidad sorda.

Manuel, siempre en acecho, se encontraba dispuesto a hacerle frente; el
_Bizco_, sin duda, notaba el desprecio y el odio en los ojos de Manuel,
y esto le confundía.

Para Manuel, la superioridad de un hombre estaba en el talento y, sobre
todo, en la maña; para el _Bizco_, el valor y la fuerza constituían las
únicas cualidades envidiables: el mérito mayor para él era ser muy
bruto, como decía con entusiasmo.

Por esta condición de habilidad y de maña, que Manuel en tanta estima
tenía, admiraba a los Rebolledos, padre e hijo, los cuales habitaban
también en el Corralón. Rebolledo padre, contrahecho de cuerpo, enano y
jorobado, barbero de oficio, solía afeitar al sol en la Ronda, cerca del
Rastro. Tenía el tal enano una cara muy inteligente, ojos profundos;
gastaba bigote y patillas, y melena azulada y grasienta. Vestía de luto;
en verano y en invierno llevaba gabán, y no se sabe por qué misterios de
la química, el gabán negro verdeaba ostensiblemente, mientras que el
pantalón, también negro, tiraba a rojo.

Por las mañanas, Rebolledo salía del Corralón cargado con un banco y una
palomilla de madera, de la que colgaba una bacía de azófar y un rótulo.
Al llegar a un punto de la tapia de las Américas, sujetaba la palomilla
y a su lado el rótulo, un anuncio humorístico, cuya gracia,
probablemente, sólo él comprendía, y que cantaba así:

              BARBERÍA MODERNISTA

             _Barbería Antisética._

       _Pasar cabayeros, Reboyedo afeita
                       y
                  da dinero._

Los Rebolledos, padre e hijo, eran muy habilidosos; hacían juguetes de
alambre y de cartón, que vendían luego a los vendedores de las calles;
tenían su casa, un cuartucho del primer patio, convertido en taller, y
allí un tornillo de presión, un banco de carpintero y una serie de
baratijas rotas, sin aplicación, al parecer, posible.

Con esta frase indicaban en el Corralón el agudo ingenio de Rebolledo:

--Ese enano--decían--tiene en la cabeza un arca de Noé.

Rebolledo padre había construído para su uso particular una dentadura
postiza. Cogió un servilletero de hueso, lo cortó en dos partes
desiguales, y con la mayor de éstas, limando por un lado y por otro,
logró adaptársela a la boca. Luego, con una sierrecilla hizo los
dientes, y para imitar la encía recubrió una parte del antiguo
servilletero de lacre. Rebolledo se quitaba y se ponía la dentadura con
una maravillosa facilidad y comía con ella perfectamente, siempre que
tuviera qué, como decía él.

El hijo del enano, Perico de nombre, prometía ser más avispado aun que
el padre. Entre las hambres que pasaba y las tercianas pertinaces,
estaba flaco y de color de limón. No era contrahecho, como el padre,
sino esbelto, delgado, con los ojos brillantes y los movimientos vivos y
desordenados. Parecía, como suele decirse, un ratón debajo de una
escudilla.

Una de las pruebas de su ingenio era un apagavelas mecánico que había
construído con una caja de betún para limpiar las botas.

Sentía Perico un gran entusiasmo por las paredes blancas, y allí donde
encontraba alguna dibujaba con carbón procesiones de hombres, mujeres,
caballos y perros, casas echando humo, soldados, barcos en el mar, la
lucha de los hombres flacos con los hombres gordos, y otros pasos
igualmente divertidos.

La obra maestra de Perico en dibujo era el tríptico de Don Tancredo,
pintado al carbón en la callejuela de entrada de la Corrala. La obra
produjo la admiración y el asombro de todos los habitantes de la casa.
La primera parte del tríptico representaba al valiente sugestionador de
toros marchando a la plaza a caballo, en medio de un gran golpe de
jinetes; la leyenda decía: «Don Tancredo _ba_ a los toros». En la
segunda parte del tríptico, el _rey del valor_ estaba con su sombrero de
tres picos, cruzado de brazos frente a la fiera; la leyenda cantaba:
«Don Tancredo en su pedestal». Debajo del tercer dibujo se leía: «El
toro _uye_»; y la representación de esta última escena era admirable; se
veía escapar al toro como alma que lleva el diablo, por entre los
toreros, a los cuales se les veía la nariz de perfil y al mismo tiempo
la boca y los dos ojos de frente.

A pesar de sus triunfos, Perico Rebolledo no se envanecía ni se
consideraba superior a los hombres de su época; su mayor placer era
sentarse a lado de su padre en el patio de la Corrala, entre máquinas de
reloj viejas, manojos de llaves y otra porción de cosas negras y
descabaladas, y pensar y cavilar las aplicaciones de un cristal de unas
gafas, por ejemplo, o de un braguero, o del cuerpo de bomba de una
lavativa, o de cualquier otro trasto roto o descompuesto.

Padre e hijo pasaban la vida soñando maquinarias; para ellos no había
nada inservible: la llave que no abre puerta alguna; la cafetera de
viejo sistema, estrafalaria como un instrumento de física; el quinqué de
aceite con máquina, todo se guardaba, se descomponía y se utilizaba.
Rebolledo, padre e hijo, gastaban más ingenio para vivir miserablemente
que el que emplean un par de docenas de autores cómicos, de periodistas
y de ministros para vivir con esplendidez.

Amigos de Perico Rebolledo eran los Aristas, que luego intimaron con
Manuel.

Los Aristas, dos hermanos, hijos de una planchadora, estaban de
aprendices en una fundición de metales de la Ronda. El más pequeño de
los dos se pasaba la vida en una continua cabriola, dando saltos
mortales, encaramándose por los árboles, andando con los pies para
arriba y haciendo flexiones en todos los montantes de las puertas.

El hermano mayor, un muchacho zanquilargo y tartamudo, a quien llamaban
en broma el Aristón, era el chico más fúnebre del planeta; tenía una
necromanía aguda; todo lo relacionado con ataúdes, muertos, capillas
ardientes y cirios le entusiasmaba. Hubiera querido ser enterrador, cura
de una sacramental, guarda de un cementerio; pero su sueño, lo que más
le encantaba, era una funeraria; pensaba, como en un bello ideal, en las
conversaciones que debía de tener el amo de una tienda de pompas
fúnebres con el padre o con la viuda inconsolable, al ofrecerle coronas
de siemprevivas, al ir a tomar las medidas a un muerto, al pasearse
entre los ataúdes. Hacer cajas mortuorias de hombres, mujeres y chicos,
y acompañarles luego al cementerio. Para el Aristón, las cosas
relacionadas con la muerte eran las más importantes de la vida.

Por estos contrastes del destino, que casi siempre pone las etiquetas
cambiadas a las cosas y a los hombres, el Aristón estaba de comparsa en
un teatro del género chico, por consideración a su padre, que fué
tramoyista, y el tal oficio le disgustaba, porque en el teatro adonde
iba no se moría nadie en la escena, ni salía gente de luto, ni se
lloraba. Y mientras el Aristón no pensaba mas que en cosas fúnebres, el
otro hermano soñaba con circos y trapecios y volatineros, y esperaba que
alguna vez la suerte le proporcionaría el medio de cultivar sus
facultades de gimnasta.



CAPÍTULO V

LA TABERNA DE LA «BLASA»


LAS disputas frecuentes entre Leandro y su novia, la hija del
_Corretor_, servían muy a menudo de comidilla a los inquilinos de la
Corrala. Leandro era malhumorado y camorrista; se le despertaban los
instintos brutales rápidamente; a pesar de que casi todos los sábados,
por la noche, iba a las tabernas y cafetines dispuesto a armar broncas
con matones y gente cruda, no le había sucedido hasta entonces ningún
accidente desagradable. A su novia, en parte, le gustaba este valor;
pero a la madre de la Milagros le producía verdadera indignación, y
recomendaba a todas horas a su hija que diera a Leandro una despedida
terminante.

La muchacha despedía a su novio; pero luego, al verle volver humilde y
dispuesto a aceptar toda condición, se mostraba menos rigurosa.

Esta confianza en su fuerza hacía a la muchacha ser despótica,
caprichosa y voluble; se divertía dando celos a Leandro; había llegado a
un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño
quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda,
en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio.

--Un día lo que tú debías hacer--dijo el señor Ignacio a Leandro,
indignado con las coqueterías de la muchacha--es cogerla en un rincón y
allá hartarte..., y después darla una paliza y dejarla el cuerpo hecho
una breva...; al día siguiente te seguía como un perro.

Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un
doctrino; algunas veces pensó en el consejo de su padre; pero nunca
hubiese tenido ánimos para llevarlo a cabo.

Un sábado por la tarde, después de una agria disputa con la Milagros,
Leandro invitó a Manuel a dar una vuelta de noche en su compañía.

--¿Adónde iremos?--le preguntó Manuel.

--Al café de Naranjeros, o al cafetín de la Esgrima.

--Donde te parezca.

--Daremos una vuelta por esos _chabisques_ e iremos luego a la taberna
de la _Blasa_.

--¿Va por ahí gente del bronce?

--Claro que va, de lo más granado.

--Entonces avisaré a don Roberto, a aquel señorito que me vino a buscar
para ir a la Doctrina.

--Bueno.

--Después del trabajo fué Manuel a la casa de huéspedes y habló con
Roberto.

--Pasar por el café de San Millán a eso de las nueve de la noche--dijo
Roberto--; allí estaré yo con una prima mía.

--¿La va usted a llevar allá?--preguntó asombrado Manuel.

--Sí; es una mujer original, una pintora.

Manuel cenó en la Corrala y contó a Leandro lo que le había dicho
Roberto.

--¿Y esa pintora es guapa?--pregunto Leandro.

--No sé; no la conozco.

--¡Maldita sea la...! Daría cualquier cosa porque viniera, hombre.

--Y yo.

Fueron ambos al café de San Millán, se sentaron y esperaron con
impaciencia. A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que
llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada,
de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la belleza
desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula larga,
las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta de
tafetán verde obscuro, falda negra y un sombrero pequeño.

Leandro y Manuel la saludaron con gran timidez y torpeza; dieron la mano
a Roberto, y hablaron.

--Mi prima--dijo Roberto--tiene gana de ver algo de la vida de estos
pobres barrios.

--Pues cuando ustedes quieran--contestó Leandro--. Eso sí, les advierto
a ustedes que hay mala gente por allá.

--¡Oh, yo voy prevenida!--dijo la dama con ligero acento extranjero,
mostrando un revólver de pequeño calibre.

Pagó Roberto, a pesar de las protestas de Leandro, y salieron todos del
café. Desembocaron en la plaza del Rastro, bajaron por la Ribera de
Curtidores hasta la ronda de Toledo.

--Si quiere ver la señora la casa donde vivimos nosotros, es ésta--dijo
Leandro.

Pasaron al interior del Corralón; un grupo de chiquillos y de viejas se
les acercó, asombrados de ver a aquellas horas a una mujer con tan
extrañas trazas, y acosaron a preguntas a Manuel y a Leandro. Este
quería que supiese la Milagros como había estado allí con una dama, y
fué acompañando a Fanny y enseñándola los cuchitriles del corralón.

--Aquí miseria es lo único que se ve--decía Leandro.

--¡Oh, sí, sí!--contestaba la dama.

--Ahora, si ustedes quieren, vamos a la taberna de la _Blasa_.

Salieron del Corralón hasta tomar el arroyo de Embajadores, y siguieron
a lo largo de la empalizada negra de un lavadero. Hacía una noche
obscura; empezaba a lloviznar. Tropezaron con la vía de circunvalación.

--Tengan ustedes cuidado--dijo Leandro--, que hay un alambre.

Le puso el pie encima. Cruzaron todos la vía y pasaron por delante de
unas casas blancas hasta entrar en el barrio de las Injurias.

Se acercaron a una casita baja con un zócalo obscuro; una puerta de
cristales rotos, empañados, compuestos con tiras de papel, iluminados
por una luz pálida, daba acceso a esta casa. En la opaca claridad de la
vidriera se destacaba a veces la sombra de alguna persona.

Abrió la puerta Leandro, y entraron todos. Un vaho caliente y cargado de
humo les dió en la cara. Un quinqué de petróleo, colgado del techo, con
una pantalla blanca, iluminaba la taberna, pequeña y de techo bajo.

Al entrar los cuatro, todos los concurrentes se les quedaron mirando con
expresión de extrañera; hablaron entre ellos y después siguieron unos
jugando, otros viendo jugar.

Fanny, Roberto, Leandro y Manuel se sentaron a la derecha de la puerta.

--¿Qué van a tomar?--dijo la mujer del mostrador.

--Cuatro quinces--contestó Leandro.

Llevó la mujer vasos en una bandeja sucia y los colocó en la mesa,
Leandro sacó sesenta céntimos.

--Son a diez--dijo la mujer en tono malhumorado.

--¿Por qué?

--Porque esto es el extrarradio.

--Bueno; cobre usted lo que sea.

La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era
ancha, tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los
hombros, con cinco o seis papadas en el cuello; despachaba de cuando en
cuando una copa, que cobraba de antemano, y hablaba poco, con
displicencia, con un gesto invariable del malhumor.

Tenía aquel hipopótamo malhumorado al lado derecho un depósito de hoja
de lata con su grifo para el aguardiente, y al izquierdo un frasco de
peleón y un jarro desportillado con un embudo negro encima, adonde
echaba el sobrante de las copas de vino.

La prima de Roberto sacó un frasco de esencias, lo ocultó en la mano
cerrada, y de vez en cuando aspiraba las sales.

Al otro lado de donde estaban Roberto, Fanny, Leandro y Manuel, un corro
de unos veinte hombres se amontonaban alrededor de una mesa jugando al
cané.

Cerca de ellos, acurrucadas en el suelo, junto a la estufa, recostadas
en la pared, se veían unas cuantas mujeres feas, desgreñadas, vestidas
con corpiños y faldas haraposas, sujetas a la cintura por cuerdas.

--¿Qué son estas mujeres?--preguntó la pintora.

--Son golfas viejas--contestó Leandro--de esas que van al Botánico y a
los desmontes.

Dos o tres de aquellas infelices llevaban en sus brazos niños de otras
mujeres que iban a pasar allí la noche; algunas dormitaban con la
colilla pegada en el extremo de la boca. Entre la fila de viejas había
algunas chiquillas de trece a catorce años, monstruosas, deformes, con
los ojos legañosos; una de ellas tenía la nariz carcomida completamente,
y en su lugar un agujero como una llaga; otra era hidrocéfala, con el
cuello muy delgado, y parecía que al menor movimiento se le iba a caer
la cabeza de los hombros.

--¿Tú has visto las tinajas que hay aquí?--preguntó Leandro a Manuel--,
Ven a verlas.

Se levantaron los dos y se acercaron al grupo de los jugadores. Uno de
éstos interrumpía el paso.

--¿Hace usted el favor?--le dijo Leandro con marcada impertinencia.

El hombre separó la silla malhumorado. Las tinajas no ofrecían nada de
particular; eran grandes, empotradas en la pared, pintadas de minio;
cada una de ellas llevaba un letrero de la clase de vino que contenía y
un grifo.

--Y ¿qué tiene esto de raro?--preguntó Manuel.

Leandro sonrió; volvieron a pasar por el mismo sitio, a molestar al
jugador y a sentarse en la mesa.

Roberto y Fanny hablaban en inglés.

--Ese a quien hemos hecho levantar--dijo Leandro--es el baratero de esta
taberna.

--¿Cómo se llama?--preguntó Fanny.

--El _Valencia_.

El aludido, que oyó su apodo, se volvió y contempló a Leandro; la mirada
de los dos se cruzó un momento desafiadora; el _Valencia_ desvió los
ojos y siguió jugando. Era hombre fuerte, corpulento, de unos cuarenta
años, de cara juanetuda, pelo rojizo y expresión de sarcasmo
desagradable. De vez en cuando echaba una mirada severa al grupo formado
por Fanny, Roberto y los otros dos.

--Y ese _Valencia_, ¿quién es?--preguntó la dama en voz baja.

--Es esterero de oficio--contestó Leandro alzando la voz--, un gandul
que saca las perras a los chavalejos de mal vivir; antes fué de los del
pote, de esos que van a las casas los domingos, llaman, y si ven que no
hay nadie, meten la palanqueta en la cerradura y crac... Pero ni para
eso tenía alma, porque es más blanco que el papel.

--Sería curioso averiguar--dijo Roberto--hasta qué punto la miseria ha
servido de centro de gravedad para la degradación de estos hombres.

--¿Y ese viejo de barba blanca que está a su lado?--preguntó Fanny.

--Ese es un apóstol de los que curan con agua; dicen que sabe mucho...
Tiene una cruz en la lengua; pero creo que se la ha pintado él mismo.

--¿Y esa otra?

--Esa es la _Paloma_, la _gamberra_ del _Valencia_.

--¿Prostituta?--preguntó la dama.

--Desde hace lo menos cuarenta años--contestó Leandro riendo.

Todos contemplaron a la _Paloma_ con atención; tenía una cara enorme,
blanda, con bolsas de piel violácea, una mirada tímida, de animal;
representaba cuarenta años lo menos de prostitución, con sus
enfermedades consiguientes; cuarenta años de noches pasadas en claro,
rondando los cuarteles, durmiendo en cobertizos de las afueras, en las
más nauseabundas casas de dormir.

Entre las mujeres había también una gitana, que de cuando en cuando se
levantaba y cruzaba la taberna con un jacarandoso contoneo.

Pidió Leandro unas copas de aguardiente; pero era tan malo, que nadie lo
pudo beber.

--Tú--dijo Leandro a la gitana, ofreciéndole la copa--. ¿Quieres?

--No.

La gitana puso sus manos sobre la mesa, unas manos cortas, rugosas,
incrustadas en negro.

--¿Quiénes son estos _payos_?--preguntó a Leandro.

--Son amigos. ¿Quieres o no?--Y le volvió a ofrecer la copa.

--No.

Luego, con una voz aguda, gritó:

--Apóstol, ¿quieres una copa?

Se levantó del grupo de los jugadores el Apóstol. Estaba borracho y no
podía andar; tenía los ojos viscosos, de animal descompuesto; se acercó
a Leandro y tomó la copa, que tembló entre sus dedos; la acercó a los
labios y la vació.

--¿Quieres más?--le dijo la gitana.

--Sí, sí--murmuró.

Luego se puso a hablar, enseñando los raigones de los dientes amarillos,
sin que se le entendiera nada; bebió las otras copas, apoyó la mano en
la frente, y despacio fué a un rincón, se arrodilló y se tendió en el
suelo.

--¿Quieres que te la diga, princesa?--preguntó la gitana a Fanny,
agarrándole la mano.

--No--replicó secamente la dama.

--¿No me darás unas perrillas para los _churumbeles_?

--No.

--_Escarriá_, ¿por qué no me das unas perrillas para los _churumbeles_?

--¿Qué son _churumbeles_?--preguntó la dama.

--Los hijos--contestó, riendo, Leandro.

--¿Tienes hijos?--le dijo Fanny a la gitana.

--Sí.

--¿Cuántos?

--Dos. Míralos aquí.

Y la gitana vino con un chiquitín, rubio, y una niña de cinco a seis
años.

La dama acarició al chiquitín; luego sacó un duro de un portamonedas, y
le dió a la gitana.

Esta comenzó a hacer aspavientos y zalamerías y a mostrar el duro a
todos los de la taberna.

--Vamos--dijo Leandro--, sacar aquí un machacante de esos es peligroso.

Salieron los cuatro de la taberna.

--¿Quieren ustedes que demos una vuelta por el barrio?--preguntó
Leandro.

--Sí; vamos--dijo la dama.

Recorrieron juntos las callejuelas de las Injurias.

--Tengan ustedes cuidado, que en medio va la alcantarilla--advirtió
Manuel.

Seguía lloviendo; se internaron los cuatro en patios angostos, en donde
se hundían los pies en el lodo infecto. Sólo algún farol de petróleo,
sujeto en la pared de alguna tapia medio caída, brillaba en toda la
extensión de la hondonada, negra de cieno.

--¿Volvemos ya?--preguntó Roberto.

--Sí--respondió la dama.

Tomaron por el arroyo de Embajadores, y subieron por el paseo de las
Acacias. Arreciaba la lluvia; alguna que otra luz mortecina brillaba a
lo lejos; en el cielo, obscurísimo, se destacaba, de una manera vaga, la
silueta alta de una chimenea...

Acompañaron Leandro y Manuel hasta la plaza del Rastro a Fanny y a
Roberto, y allí se despidieron, cambiando un apretón de manos.

--¡Qué mujer!--exclamó Leandro.

--Es simpática, ¿eh?--preguntó Manuel.

--Sí es. Daría cualquier cosa por tener algo que ver con ella.



CAPÍTULO VI

ROBERTO EN BUSCA DE UNA MUJER.--EL «TABUENCA» Y SUS ARTIFICIOS.--DON
ALONSO O EL «HOMBRE BOA».


UNOS meses después se presentó Roberto en la Corrala, a la hora en que
Manuel y los de la zapatería tornaban de su trabajo.

--¿Tú conoces al señor Zurro?--preguntó Roberto a Manuel.

--Sí; aquí al lado vive.

--Ya lo sé; quisiera hablarle.

--Pues llame usted, porque debe estar.

--Acompáñame tú.

Llamó Manuel, les abrió la Encarna y pasaron adentro. El señor Zurro
leía un periódico a la luz de un velón en su cuarto, un verdadero
almacén repleto de bargueños viejos, arcas apolilladas, relojes de
chimenea y otra porción de cosas. Se ahogaba allí cualquiera; no se
podía respirar ni dar un paso sin tropezar con algo.

--¿Es usted el señor Zurro?--preguntó Roberto.

--Sí.

--Yo venía de parte de don Telmo.

--¡De don Telmo!--repitió el viejo, levantándose y ofreciendo una silla
al estudiante--. Siéntese usted. ¿Cómo está ese buen señor?

--Muy bien.

--Es muy amigo mío--siguió diciendo el Zurro. ¡Vaya! Ya lo creo. Pero
usted me dirá lo que desea, señorito. Para mí basta que venga usted de
parte de don Telmo, para que yo haga lo que pueda por servirle.

--Lo que yo deseo es informarme del paradero de una muchacha volatinera
que vivió hace cinco o seis años en una posada de estos barrios, en el
mesón del Cuco.

--¿Y usted sabe cómo se llamaba la muchacha?

--Sí.

--¿Y dice usted que vivió en el mesón del Cuco?

--Sí, señor.

--Yo conozco alguno que vive ahí--murmuró el ropavejero.

--Sí; es verdad--repuso la Encarna.

--Aquel hombre de los monos, ¿no vivía allá?--preguntó el señor Zurro.

--No; era la Quinta de Goya--contestó su hija.

--¡Pues, señor!... Espere usted un poco, joven...; espere usted.

--¿No será el _Tabuenca_ el que vive allá, padre?--interrumpió la
Encarna.

--Ese es; ese mismo. El _Tabuenca_. Vaya usted a verle. Dígale
usted--añadió el señor Zurro, dirigiéndose a Roberto--que va de mi
parte. Es un tío de mal genio, muy cascarrabias.

Se despidió Roberto del ropavejero y de su hija, y salió con Manuel a la
galería de la casa.

--¿Y dónde está el mesón del Cuco?--preguntó.

--Por ahí, por las Yeserías--le dijo Manuel.

--Acompáñame; luego cenaremos juntos--dijo Roberto.

--Bueno.

Fueron los dos al mesón, colocado en un paseo a aquellas horas desierto.
Era una casa grande, con un zaguán a estilo de pueblo y un patio lleno
de carros. Preguntaron a un muchacho. El _Tabuenca_ acababa de
llegar--les dijo--. Entraron en el zaguán, iluminado por un farol. Allí
había un hombre.

--¿Vive aquí uno a quien llaman el _Tabuenca_?--preguntó Roberto.

--Sí. ¿Qué hay?--dijo el hombre.

--Pues que quisiera hablarle.

--Puede usté hablar, porque el _Tabuenca_ soy yo.

Al volverse éste, la luz del farol de petróleo, colgado en la pared, le
dió en la cara, y Roberto y Manuel le miraron con extrañeza. Era un tipo
apergaminado, amarillento; tenía una nariz absurda, una nariz arrancada
de cuajo y substituída por una bolita de carne. Parecía que miraba al
mismo tiempo con los ojos y con los dos agujeros de la nariz. Estaba
afeitado, vestido decentemente y con una boina de visera verde.

El hombre oyó con displicencia lo que le indicó Roberto; después
encendió un cigarro y tiró lejos el fósforo. A causa, sin duda, de la
exigüidad de su órgano nasal, se veía en la necesidad de tapar con los
dedos las ventanas de la nariz para poder fumar.

Roberto creyó que el hombre no había entendido su pregunta, y la repitió
dos veces. El _Tabuenca_ no hizo caso; pero, de repente, presa de la
mayor indignación, tiró el cigarro con furia y empezó a blasfemar con
una voz gangosa, una voz de gaviota, y a decir que no comprendía por qué
le molestaban con cosas que a él no le importaban nada.

--No chille usted tanto--le dijo Roberto, molestado con aquella
algarabía--; van a creer que hemos venido a asesinarle a usted, lo
menos.

--Chillo, porque me da la gana.

--Bueno, hombre, bueno; chille usted lo que quiera.

--A mí no me dices tú eso, porque te ando en la cara--gritó el
_Tabuenca_.

--¿Usted a mí?--replicó riéndose Roberto--; y añadió dirigiéndose a
Manuel--: Me hacen la santísima los hombres sin nariz, y a este tío
chato le voy a dar un disgusto.

Se retiró el _Tabuenca_, decidido, y salió al poco rato con un bastón de
estoque, que desenvainó; Roberto buscó por todas partes algo para
defenderse, y encontró una vara de un carretero; el _Tabuenca_ tiró una
estocada a Roberto, y éste la paró con la vara; volvió a tirarle otra
estocada, y Roberto, al pararla, rompió el farol del portal y quedaron a
obscuras. Roberto comenzó a hacer molinetes con su vara, y debió de dar
una vez a el _Tabuenca_ en algún sitio delicado, porque el hombre empezó
a gritar horriblemente:

--¡Asesinos! ¡Asesinos!

En esto se presentaron unas cuantas personas en el zaguán, y entre ellas
un arriero gordo, con un candil en la mano.

--¿Qué pasa?--preguntó.

--Estos asesinos, que me quieren matar--gritó el _Tabuenca_.

--No hay nada de eso--repuso Roberto con voz tranquila--, sino que hemos
venido a preguntarle una cosa a este tío, y, sin saber por qué, ha
empezado a gritar y a insultarme.

--Y te andaré en la cara--interrumpió el _Tabuenca_.

--Pues venga usted de una vez; no se quede con las ganas--replicó
Roberto.

--¡Granuja! ¡Cobarde!

--Usted sí que es cobarde. Tiene usted tan pocos riñones como poca
nariz.

El _Tabuenca_ engarzó una porción de insultos y blasfemias, y, volviendo
la espalda, se fué.

--¿Y a mí quién me paga el farol?--preguntó el arriero.

--¿Cuánto vale?--dijo Roberto.

--Tres pesetas.

--Ahí van.

Ese _Tabuenca_ es un boceras--dijo el arriero del candil, al recibir el
dinero--. ¿Y qué es lo que querían ustedes?

--Preguntarle por una mujer que vivió aquí hace años y que era
volatinera.

--Eso, don Alonso, el _Titiri_, quizá lo sepa. Si quieren, díganme
ustedes adónde van, y yo le encargaré al _Titiri_ que les busque.

--Bueno; pues dígale usted que le esperamos en el café de San Millán, a
las nueve--dijo Roberto.

--¿Y cómo le vamos a conocer a ese hombre?--preguntó Manuel.

--Es verdad--dijo Roberto--; ¿cómo le vamos a conocer?

--Muy fácilmente. Él suele andar, de noche, por los cafés con un aparato
de esos para oír canciones.

--¿Un fonógrafo?

--Eso es.

En esto apareció en el portal una vieja, que vino gritando:

--¿Quién ha sido el hijo de la grandísima perra que ha roto el farol?

--Calla, calla--le contestó el arriero--, que está todo arreglado.

--¡Hala, vamos!--dijo Manuel a Roberto.

Los dos salieron de la posada y echaron a andar de prisa. Entraron en el
café de San Millán. Roberto pidió de cenar. Manuel conocía al _Tabuenca_
de verle por las rondas, y explicó a Roberto la clase de tipo que era
mientras cenaban.

El _Tabuenca_ vivía de una porción de artificios construídos por él.
Cuando notaba que el público se cansaba de una cosa, sacaba otra al
mercado, y así iba tirando. Uno de estos artificios era una rueda de
barquillero, que daba vueltas por un círculo de clavos, entre los cuales
había escritos números y pintados colores. Esta rueda la llevaba su
dueño en una caja de cartón, que tenía dos tapas, divididas en cuadritos
con números y colores, donde se apuntaba, y que correspondían a los
números puestos alrededor de los clavos. Solía llevar el _Tabuenca_ en
una mano la caja cerrada y en la otra una mesita de tijera. Colocaba sus
trastos en el rincón de una calle, hacía girar la rueda y, con una voz
gangosa, murmuraba:

--¡Ande la reolina! Hagan juego, señores... Hagan juego. Número o
color... número o color... hagan juego.

Cuando había ya bastantes puestas, lo que era frecuente, daba el
_Tabuenca_ a la rueda del barquillero, diciendo al mismo tiempo su
frase: «¡Ande la reolina!» Saltaba la ballena en los clavos, y antes que
se detuviera, ya sabía el hombre el número y el color que ganaban, y
decía: «El siete encarnado», o «el cinco azul», y siempre acertaba...

Mientras Manuel hablaba, Roberto parecía pensativo.

--¿Ves?--dijo de pronto--estas dilaciones son las que aburren; se tiene
un caudal de voluntad en billetes, en onzas, en grandes unidades, y se
necesita la energía en céntimos, en perros chicos. Lo mismo sucede con
la inteligencia; por eso fracasan muchos ambiciosos, inteligentes y
enérgicos. Les falta las fracciones, les falta también, en general, el
talento para disimular sus fuerzas. Poder ser estúpido en algunas
ocasiones, sería más útil probablemente que poder ser discreto en otras
tantas.

Manuel, que no comprendía el motivo de aquel chaparrón de frases, se
quedó mirando atónito a Roberto, quien volvió a sumirse en sus
cavilaciones.

Permanecieron los dos silenciosos largo tiempo, cuando entró en el café
un hombre alto, flaco, de pelo entrecano y bigote gris.

--¿Será este el _Titiri_, ese don Alonso?--preguntó Roberto.

--Quizá.

El hombre flaco pasó por delante de todas las mesas, mostrando una
cajita, y diciendo: «Novedé, novedé».

Iba a salir cuando le llamó Roberto.

--¿Usted vive en el mesón del Cuco?--le preguntó.

--Sí, señor.

--¿Es usted don Alonso?

--Para servirle.

--Pues le estábamos esperando. Siéntese usted; tomará usted café con
nosotros.

El hombre se sentó. Tenía un aspecto cómico, mezcla de humildad, de
fanfarronería y de jactancia triste. Miró el plato que acababa de dejar
Roberto, en donde quedaba todavía un trozo de carne asada.

--Perdón--le dijo a Roberto--. ¿Usted no piensa concluir este trozo?
¿No? Entonces... con su permiso--y cogió el plato, el tenedor y el
cuchillo.

--Le traerán a usted otro bisteck--dijo Roberto.

--No, no. Si es un capricho; me ha parecido que esta carne debía estar
buena. ¿Me quieres dar un pedazo de pan?--añadió, dirigiéndose a
Manuel--.Gracias, joven, muchas gracias.

Tragó el hombre la carne y el pan en un momento.

--¿Qué? ¿Queda un poco de vino?--preguntó, sonriendo.

--Sí--contestó Manuel, vaciando la botella en la copa.

--_Ol rait_--dijo el hombre al bebería--. ¡Señores! A su disposición.
Creo que querían preguntarme algo.

--Sí.

--Pues a su disposición. Me llamo Alonso de Guzmán Calderón y Téllez.
Aquí donde me ven ustedes, he sido director de un circo en América, he
viajado por todas las tierras y todos los mares del mundo; ahora estoy
sufriendo un temporal deshecho; por las noches ando de café en café con
este fonógrafo, y por la mañana llevo un juego de esos de martingala,
que consiste en una torre _Infiel_ con un espiral. Por debajo de la
torre hay un cañón con resorte que lanza una bola de hueso por la
espiral arriba, y cae luego en un tablero lleno de agujeros y de
colores. Esa es mi vida. ¡Yo! ¡El director de un circo ecuestre! He
venido a parar en esto, en ayudante del _Tabuenca_. ¡Qué cosas se ven en
el mundo!

--Quería yo preguntarle--interrumpió Roberto--si por haber vivido en el
mesón del Cuco conocía usted a una tal Rosita Buenavida, volatinera.

--¡Rosita Buenavida! ¿Dice usted que esa mujer se llamaba Rosita
Buenavida?... No, no recuerdo... Tuve en mi compañía una Rosita, pero no
se llamaba Buenavida; mejor se hubiera llamado Mala vida y costumbres.

--Quizá varió de apellido--dijo Roberto impacientado--. ¿Qué edad tenía
la Rosita que conoció usted?

--Pues le diré a usted; yo fuí a París el sesenta y ocho, contratado al
circo de la Emperatriz. Yo era entonces contorsionista, y en los
carteles me llamaban el _Hombre-Boa_; luego me hice malabarista, y
adopté el nombre de don Alonso. Alonso es mi nombre. A los cuatro meses,
Pérez y yo, Pérez ha sido el gimnasta más grande del mundo, fuimos a
América, y dos o tres años después conocía a Rosita, que entonces
tendría veinticinco o treinta.

--De manera que la Rosita que usted dice tendría ahora sesenta y
tantos--dijo Roberto--; la que yo busco tendrá a lo más treinta.

--Entonces no es ella. ¡Caramba, cuánto lo siento!--murmuró don Alonso,
agarrando el vaso de café con leche y llevándoselo a los labios, como si
tuviera miedo de que se lo fuesen a quitar--. ¡Y qué bonita era aquella
chiquilla! Tenía unos ojos verdes como los de un gato. Una monada, una
verdadera monada.

Roberto había quedado pensativo; don Alonso prosiguió hablando,
dirigiéndose a Manuel:

--No hay vida como la del artista de circo--exclamó--. No sé la
profesión de ustedes, y no quiero rebajarla; pero donde esté el arte...
¡Aquel París, aquel circo de la Emperatriz, no los olvidaré nunca!
Verdad es que Pérez y yo tuvimos suerte: hicimos furor allá, y no digo
nada lo que eso supone. ¡Oh! Era una cosa... Una noche, después de
trabajar, se encontraba uno con un recado: «Se le espera en el café
tal». Iba uno allá y se encontraba uno con una mujer de la _jai laif_,
una mujer caprichosa, que convidaba a cenar... y a todo lo demás. Pero
vinieron otros gimnastas al circo de la Emperatriz; nosotros dejamos de
ser novedad, y el empresario, un yanqui que tenía una porción de
compañías, nos dijo a Pérez y a mí si queríamos ir a Cuba.
_Alante_--dije yo--, _Ol rait_.

--¿Ha estado usted en Cuba?--preguntó Roberto, saliendo de su
abstracción.

--¡He estado en tantos sitios!--contestó, con aire de superioridad, el
antiguo _Hombre-Boa_--. Nos embarcamos en el _Abre_--siguió diciendo don
Alonso--en un barco que se llamaba la _Navarr_, y estuvimos en La Habana
durante unos ocho meses; trabajando allí, nos salió un negocio de una
lotería, y Pérez y yo ganamos veinte mil pesos oro.

--¡Veinte mil duros!--dijo Manuel.

--¡Cabalito! A la semana siguiente ya los habíamos perdido, y nos
encontrábamos Pérez y yo sin un centavo. Pasábamos unos días
alimentándonos de guayaba y de ñame, hasta que encontramos en el muelle
de La Habana unos gimnastas que estaban más arruinados que el verbo y
nos reunimos a ellos. Era gente que no trabajaba mal; había acróbatas,
_clauns_, pantomimistas, barristas y una _equiyer_ francesa; formamos
una compañía e hicimos una _turné_ por los pueblos de la isla; pero una
_turné_ morrocotuda. ¡Cómo nos obsequiaban en aquella tierra! «Pase, mi
amigo, y tomará una copa». «Muchísimas gracias». «No me desaire el
_señó_; _vamo a tomá_ una copa en _eta_ cantina, ¿no?...» Y la bebida
andaba que era un gusto. Como yo era el único de la cuadrilla que sabía
hacer cuentas, he tenido educación--añadió don Alonso--, mi padre fué
militar, me nombré director. En uno de los pueblos reforcé la compañía
con una bailarina y un Hércules. La bailarina se llamaba Rosita
Montañés; de ésta me he acordado cuando me hablaban ustedes de esa
Rosita que buscan. La Montañés era española y estaba casada con el
Hércules, un italiano, Napoleó Pitti, de nombre. El matrimonio llevaba
como secretario a un galleguito muy inteligente, pero detestable como
artista, y la Rosita y él se la pegaban al Hércules. No era esto
difícil, porque Napoleó era uno de los hombres más brutos que he
conocido; como fuerte no había otro: tenía una espalda como una pared
maestra; las orejas aplastadas por los puñetazos del boxeo; era un
barbarote, y es lo que se dice: «al hombre por la palabra y al buey por
el asta»; y el galleguito le llevaba al Hércules por el asta. El
condenado marusiño me engañó a mí también, aunque no como al Hércules,
pues siempre he sido soltero, gracias a Dios, parte por aprensión y
parte por cálculo; y mujeres no me han faltado--dijo don Alonso, con
jactancia.

¿En qué iba? ¡Ah, sí! Yo no sabía el inglés; la condenada lengua esa,
aunque no es muy difícil, no me entraba; tenía necesidad de un
intérprete, y nombré al gallego secretario de la compañía y taquillero.
Así, juntos, estuvimos cerca de un año, y al cabo de este tiempo
llegamos a una isla inglesa que está cerca de la Jamaica. El gobernador
de la isla, un inglés más barbián que el mundo, con unas patillas que
parecían de fuego, me llamó al desembarcar; y como no había sitio para
que trabajáramos nosotros, habilitó la escuela municipal, que era un
palacio, y mandó tirar todos los tabiques y hacer la pista y las gradas.
En el pueblo sólo los negros iban a aquella escuela; y estas criaturas,
¿para qué quieren saber leer y escribir?

Llevábamos allá un mes, y, a pesar de que no pagábamos el local, de que
solía estar lleno todas las tardes, y de que no teníamos apenas gastos,
no ganábamos. ¿En qué consistirá?--me decía yo continuamente--. Un
misterio.

--¿Y en qué consistía?--preguntó Manuel.

--Ahora voy. Antes hay que explicar que el gobernador de las patillas
rojas se enamoró de la Rosita, y, sin andarse por las ramas, se la llevó
a su palacio. El pobre Hércules mugía, rompía los platos con los dedos y
desahogaba su dolor y su rabia haciendo barbaridades.

El gobernador, muy campechano, nos invitaba al galleguito y a mí a su
palacio, y allí, en un jardín que tenía con cedros y palmeras, solíamos
preparar el programa de las funciones y nos entreteníamos en tirar al
blanco, mientras fumábamos unos tabacos admirables y bebíamos copas de
ron. Hacíamos la corte a Rosita, y ella se reía como una loca, y bailaba
el tango, la cachucha y el vito, y le faltaba al inglés una barbaridad
de veces; un día me dijo el gobernador, que me trataba como a un amigo:
«Ese secretario de usted le roba.» «Creo que sí», le contesté. «Esta
noche tendrá usted la prueba».

Concluímos la función; me fuí a casa, cené e iba a acostarme, cuando
viene un negrito y me dice que le siga; bueno: lo hago; salimos los dos:
nos acercamos al circo, y en una cantina próxima veo al gobernador y al
jefe de policía del pueblo. Hacía una noche de luna muy hermosa; en la
cantina no había luz; esperamos, y esperamos, y de pronto aparece un
bulto, y se cuela por una ventana del circo. «_For uer_»--murmuró el
gobernador--. Esto quiere decir: _¡Alante!_--añadió don Alonso.

Nos acercamos los tres, y por la misma ventana pasamos sin hacer ruido;
llegamos, de puntillas, al portal de la antigua escuela, que hacía de
vestíbulo del circo, y que era donde estaba la taquilla, y vemos al
secretario con una linterna en la mano, registrando la caja. «--¡Alto a
la autoridad!»--gritó el gobernador--, y, con el revólver que llevaba en
la mano, disparó un tiro al aire. El secretario quedó paralizado
mirándonos; el gobernador entonces le apuntó con el arma al pecho y
volvió a disparar a boca de jarro; el hombre vaciló, dió una vuelta en
el aire y cayó muerto.

El gobernador estaba celoso, y la verdad es que la Rosita le quería al
secretario. Yo no he visto en mi vida un dolor tan grande como el de
aquella mujer cuando encontró a su amante muerto. Lloraba y se
arrastraba dando unos lamentos que partían el alma. Napoleó lloró
también.

Enterramos al secretario, y a los cuatro o cinco días del entierro nos
comunicó el jefe de policía de la isla que la escuela no podía estar más
tiempo haciendo de circo, y que nos fuéramos. Obedecimos la orden,
porque no había más remedio, y durante un par de años estuvimos andando
por pueblos del centro de América del Yucatán y de Méjico, hasta que en
Tampico se deshizo la compañía. Como allá no había medio de trabajar,
Pérez y yo nos embarcamos para Nueva Orleáns.

--Hermoso pueblo, ¿eh?--dijo Roberto.

--Hermoso ¿Ha estado usted allí?

--Sí.

--Hombre, ¡cuánto me alegro!

--Qué río, ¿eh?

--¡Un mar! Pues voy a mi historia. La primera vez que trabajamos en la
ciudad, señores, ¡qué éxito! El circo era más alto que una iglesia; yo
le dije al carpintero: «--Pon el trapecio nuestro lo más alto posible»;
y después de hacer esta recomendación me fuí a comer.

En nuestra ausencia llegó al circo el empresario y preguntó: «--¿Es que
los gimnastas españoles quieren trabajar a esa altura?» «--Eso han
dicho»--le contestó el carpintero. «--Que les avisen que no quiero ser
responsable de una barbaridad semejante».

Estábamos Pérez y yo en el hotel, y nos dan el recado de que fuéramos en
seguida al circo. «--¿Qué pasará?»--me preguntó mi compañero. «--Ya
verás--le dije yo--cómo nos van a exigir que bajemos el trapecio».

Efectivamente; vamos Pérez y yo al circo, y le vemos al empresario. Era
eso lo que quería. «--Nada--le dije--aunque venga el mismísimo
presidente de la República de los Estados Unidos con su señora madre, no
bajo el trapecio ni una pulgada». «--Pues se le obligará a usted». «--Lo
veremos.» Llamó el empresario a uno de policía; le enseñé yo a éste el
contrato, y me dió la razón: me dijo que mi compañero y yo teníamos el
perfecto derecho de rompernos la cabeza...

--¡Qué país!--murmuró irónicamente Roberto.

--Tiene usted razón--dijo en serio don Alonso--. ¡Qué país! ¡Eso es
adelanto!

Por la noche, en el circo, antes de debutar, estábamos Pérez y yo oyendo
los comentarios del público. «--Pero esos españoles, ¿van a trabajar a
esa altura?»--se preguntaba la gente. «--Se van a matar». Nosotros tan
tranquilos, sonriendo.

Ibamos a salir a la pista, cuando se nos acerca un señor de sotabarba
marinera, sombrero de copa de alas planas y carrick, y gangueando mucho,
nos dice que nos podía suceder una desgracia trabajando tan alto, y
que, si queríamos, podíamos asegurar la vida, para lo cual no había mas
que firmar unos papeles que llevaba en la mano. ¡Cristo! Me quedé
muerto; sentí ganas de estrangular al tío aquel.

Temblando y haciendo de tripas corazón salimos Pérez y yo a la pista.
Tuvimos que darnos colorete. Llevábamos un traje azul cuajado de
estrellas plateadas; una alusión a la bandera del _Unichs Steis_;
saludamos, y arriba por la cuerda.

Al principio, yo creí que me caía; se me iba la cabeza, me zumbaban los
oídos; pero con los primeros aplausos se me olvidó todo, y Pérez y yo
hicimos los ejercicios más difíciles con una precisión admirable. El
publicó aplaudía a rabiar. ¡Qué tiempos!

Y el viejo gimnasta sonrió; luego hizo una mueca de amargura; se le
humedecieron los ojos; parpadeó para absorber una lágrima, que escapó al
fin y corrió por la mejilla terrosa.

--Soy un tonto; no lo puedo remediar--murmuró don Alonso para explicar
su debilidad.

--¿Y siguieron ustedes en Nueva Orleáns?--preguntó Roberto.

--Allí--contestó don Alonso--nos contrató a Pérez y a mí una gran
empresa de circos de _Niu Yoc_, que tenía veinte o treinta compañías
andando por toda América. Ibamos en un tren especial todos los
gimnastas, bailarinas, _equiyeres_, acróbatas, pantomimistas, _clauns_,
contorsionistas, Hércules... La mayoría eran italianos y franceses.

--Habría mujeres guapas, ¿eh?--dijo Manuel.

--¡Uf..., así...--contestó don Alonso uniendo sus dedos--. ¡Mujeres con
unos músculos!... Era una vida como no hay otra--añadió volviendo a su
tema melancólico--. Se tenía dinero, mujeres, trajes... y, sobre todo,
la gloria, el aplauso...

Y el gimnasta quedó entusiasmado, mirando fijamente a un punto.

Roberto y Manuel le contemplaban con curiosidad.

--Y a la Rosita, ¿no la volvió usted a ver más?--preguntó Roberto.

--No; me dijeron que se había divorciado de Napoleó para casarse de
nuevo en _Beustón_ con un millonario del Oeste. Las mujeres... ¿Quién se
fía de ellas?... Pero, señores, son las once. Perdonen ustedes; me tengo
que marchar. ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias!--murmuró don Alonso
apretando con efusión la mano de Roberto y la de Manuel--. Ya nos
veremos otra vez ¿verdad?

--Sí; nos veremos--contestó Roberto.

Don Alonso cogió su fonógrafo en la mano y pasó por entre las mesas
repitiendo su frase: _¡Novedé! ¡Novedé!_ Luego, después de saludar
nuevamente a Roberto y a Manuel, desapareció.

--Nada, no se averigua nada--murmuró Roberto--. Vaya, adiós; hasta otro
día.

Manuel quedó solo, y pensando en las historias de don Alonso y en los
misterios de Roberto, se fué al Corralón a acostarse.



CAPÍTULO VII

LA «KERMESSE» DE LA CALLE DE LA PASIÓN.--EL «LECHUGUINO».--UN CAFÉ
CANTANTE.


LA _kermesse_ de la calle de la Pasión fué esperada por Leandro con
ansiedad. Otros años había acompañado a la Milagros a la verbena de San
Antonio y a las del Prado; bailó con ella, la convidó a buñuelos, la
regaló un tiesto de albahaca; aquel verano la familia del _Corretor_
parecía tener empeño decidido de apartar a la Milagros de Leandro. Este
se enteró de que su novia y su madre pensaban ir a la _kermesse_, y se
agenció dos billetes, y anunció a Manuel que los dos se presentarían
allá.

Efectivamente: fueron una noche de agosto, que hacía un calor horrible;
un vaho denso y turbio llenaba las calles de las cercanías del Rastro,
adornadas e iluminadas con farolillos a la veneciana.

Se celebraba la fiesta en un solar grande de la calle de la Pasión.
Entraron Leandro y Manuel: la música del Hospicio tocaba una habanera.
El solar, alumbrado con arcos voltaicos, estaba adornado con cintas,
gasas y flores artificiales, que partían como radios de un poste del
centro e iban hasta los extremos. Frente a la puerta de entrada había
una caseta de tablas, recubierta con percalina roja y amarilla, y una
porción de banderas españolas: era la tómbola.

Leandro y Manuel se sentaron en un rincón y esperaron. El corrector y su
familia llegaron pasadas las diez; la Milagros estaba muy bonita: vestía
traje claro con dibujos azules, pañuelo de crespón negro y zapato
blanco. Iba un poco escotada hasta el nacimiento del cuello, terso y
redondo.

En aquel momento la banda del Hospicio tocaba a trompetazos el scottish
de _Los Cocineros_, y Leandro, emocionado, invitó a bailar a la
Milagros. La muchacha hizo un gestillo de enfado.

--A ver si me manchas el traje nuevo--murmuró, y se puso el pañuelo en
la cintura.

--Si bailas con otro también te manchará--contestó Leandro humildemente.

La Milagros no hizo caso: bailaba cogiéndose la falda con una mano,
contestando de una manera displicente y por monosílabos.

Concluyó el scottish, y Leandro invitó a la familia a ir al ambigú. A la
derecha de la puerta había dos escalinatas adornadas, que conducían a
otro solar a un nivel de seis o siete metros más alto del sitio donde se
celebraba el baile. En una de las escaleras, llenas de banderas
españolas, había un letrero, sostenido por un poste, donde ponía:
«Subida al ambigú»; en la otra: «Bajada del ambigú».

Subieron todos la escalera. El ambigú era un sitio espacioso, con
árboles, alumbrado por globos eléctricos, que colgaban de gruesos
cables. Sentados a las mesas, una multitud abigarrada hablaba a gritos,
palmoteaba y reía.

Tuvieron que esperar muchísimo tiempo para que un mozo trajese cerveza;
la Milagros pidió un helado, y, como no había, no quiso tomar nada.
Estuvo así, sin hablar, considerándose profundamente ofendida, hasta que
se encontró con dos muchachas de su taller, se reunió con ellas y se le
marchó el enfado al momento. Leandro, a la primera ocasión, abandonó al
corrector, se reunió con Manuel y fué a buscar a su novia. En el solar
próximo de la entrada, en el sitio del baile, paseaban, dando vueltas,
las parejas en los momentos de descanso; las dos amigas de la Milagros y
ésta, las tres agarradas del brazo, paseaban muy alegres, seguidas muy
de cerca por tres hombres. Uno de ellos era un señorito achulapado,
alto, de bigote rubio; el otro, un hombre bajito, de facha ordinaria,
con el bigote pintado, la pechera y los dedos llenos de brillantes, y el
tercero, un chulapón, con patillas de hacha, mezcla de gitano y tratante
en ganados, con las trazas del más abyecto truhán.

Leandro, al notar la maniobra de los tres compadres, se interpuso entre
las muchachas y sus galanteadores, y, volviéndose hacia ellos con
impertinencia, dijo:

--¿Qué hay?

Los tres se hicieron los distraídos y se rezagaron.

--¿Quiénes son?--preguntó Manuel.

--Uno es el _Lechuguino_--dijo Leandro en voz alta para que le oyera su
novia--, un tío que tiene lo menos cincuenta años y anda por ahí
echándoselas de pollo; el bajito, del bigote pintado, es _Pepe el
Federal_, y el otro, _Eusebio el Carnicero_, un hombre que es dueño de
unas cuantas casas de compromiso.

El arranque fanfarrón de Leandro gustó a una de las muchachas, que se
volvió a mirar al mozo y sonrió; pero a la Milagros no le hizo gracia
ninguna, y, mirando hacia atrás, buscó repetidas veces con la mirada al
grupo de los tres hombres.

En esto apareció el que Leandro había designado con el mote de
_Lechuguino_, acompañando al corrector y a su mujer. Las tres muchachas
se acercaron a ellos, y el _Lechuguino_ invitó a bailar a la Milagros.
Leandro miró a su novia angustiosamente; ella, sin hacerle caso, se puso
a bailar. Tocaban el paso doble de _El tambor de granaderos_. El
_Lechuguino_ era un bailarín consumado; llevaba a su pareja como una
pluma y le hablaba tan de cerca, que parecía que le estaba besando.

Leandro no sabía qué cara poner, sufría horriblemente; no se decidía a
marcharse. Concluyó aquel baile, y el _Lechuguino_ acompañó a Milagros
adonde estaba su madre.

--¡Vámonos! ¡Vámonos!--dijo Leandro a Manuel--. Si no, voy a hacer un
disparate.

Salieron de allí escapados y entraron en un café cantante de la calle de
la Encomienda. Estaba desierto. Dos chiquillas bailaron en un tablado:
una vestida de maja, y otra de manolo.

Leandro, pensativo, no hablaba una palabra; Manuel sentía sueño.

--Vamos de aquí--murmuró Leandro, después de breve rato--. Esto está muy
triste.

Salieron a la plaza del Progreso; Leandro, siempre cabizbajo y
pensativo; Manuel, muerto de sueño.

--En el café de la Marina--dijo Leandro--habrá holgorio.

Más nos vale ir a casa--contestó Manuel.

Leandro, sin atenderle, bajó a la Puerta del Sol; entraron los dos muy
silenciosos por la calle de la Montera y volvieron la esquina de la de
Jardines. Era más de la una. Al paso las busconas, apostadas en los
portales, con sus trajes claros, les detenían, y al ver el aspecto torvo
de Leandro y la facha pobre de Manuel, les dejaban pasar, dándoles
alguna broma por su seriedad.

A la mitad de la calle, estrecha y obscura, brillaba un farol rojo, que
iluminaba la portada sórdida del café de la Marina.

Empujó la puerta Leandro y pasaron adentro. Enfrente, el tablado con
cuatro o cinco espejos, relucía lleno de luz; en el local, angosto, la
fila de mesas arrinconadas a una y otra pared no dejaban en medio mas
que un pasillo.

Se sentaron Leandro y Manuel. Este apoyó la frente en la mano y quedó
dormido; Leandro hizo una seña a dos _cantaoras_, vestidas con trajes
vistosos, que hablaban con unas mujeres gordas, y las dos fueron a
sentarse a la mesa.

--¿Qué vais a tomar?--las preguntó Leandro.

--Yo alpiste--contestó una de ellas, que era delgadita, nerviosa, con
los ojos pequeños y pintados.

--¿Tú cómo te llamas?

--Yo, _María la Chivato_.

--¿Y ésta?

--_La Tarugo._

La _Tarugo_, que era una malagueña gorda y agitanada, se sentó al lado
de Leandro, y se pusieron los dos a hablar bajo.

Se acercó el mozo a la mesa.

--Tráenos cuatro medias de aguardiente--dijo la _Chivato_--, porque éste
beberá--añadió dirigiéndose a Manuel y agarrándole del brazo--. ¡Tú,
chaval!

--¡Eh!--exclamó el muchacho, despertándose, sin tener idea de dónde
estaba--. ¿Qué quiere usted?

La _Chivato_ se echó a reír.

--¡Despiértate, hombre, que se te va el tren! ¿Has venido en el mixto de
esta tarde?

--He venido en la...--y Manuel soltó un rosario de barbaridades.

Luego, de muy malhumor, se puso a mirar a todos lados, haciendo
esfuerzos para no dormirse.

En una mesa de al lado, un hombre con trazas de chalán discutía acerca
del cante y del baile flamenco con un bizco de cara de asesino.

--Ya no hay artistas--decía el chalán--; antes venía uno aquí a ver al
_Pinto_, al _Canito_, a los _Feos_, a las _Macarronas_... Ahora, ¿qué?
Ahora, _na_; pollos en vinagre.

--Me parece--decía muy serio el bizco.

--Ese es el _tocaor_--dijo, señalando a este último la _Chivato_.

No pararon mucho tiempo las dos _cantaoras_ en la mesa de Leandro y
Manuel. El bizco estaba ya en el tablado; empezó a puntear la guitarra,
se sentaron seis mujeres en fila y comenzaron a palmotear rítmicamente;
la _Tarugo_ se levantó de su asiento y se arrancó a bailar de costado,
luego zarandeó las caderas de una manera convulsiva; el _cantaor_
comenzó a gargarizar suavemente; a intervalos callaba y no se oía
entonces más que el castañeteo de los dedos de la _Tarugo_ y los golpes
de sus tacones, que llevaban el contrapunto.

Cuando concluyó la _cantaora_ malagueña, se levantó un gitano de piel
achocolatada, y bailó un tango, un danzón de negro; se retorcía, echaba
el abdomen para adelante y los brazos atrás. Terminó con movimientos de
caderas afeminados y un trenzado complicadísimo de brazos y de piernas.

--Eso es trabajar--dijo el chalán.

--Mira, yo me voy--murmuró Manuel.

--Espera; vamos a tomar otra copa.

--No; me marcho.

-Bueno; vámonos. ¡Es lástima!

En aquel momento un _cantaor_ gordo, con una cerviz poderosa, y el
guitarrista bizco de cara de asesino, se adelantaron al público, y
mientras el uno rasgueaba la guitarra, poniendo de repente la mano sobre
las cuerdas para detener el sonido, el otro, con la cara inyectada, las
venas del cuello tensas y los ojos fuera de las órbitas, lanzaba una
queja gutural, sin duda muy dificultosa, porque le hacía enrojecer hasta
la frente.



CAPÍTULO VIII

LAS VACILACIONES DE LEANDRO.--EN LA TABERNA DE LA «BLASA».--EL DE LAS
TRES CARTAS.--LUCHA CON EL «VALENCIA».


ALGUNAS noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en la
cama y suspiraba con unos suspiros tan profundos como los mugidos de un
toro.

--Las cosas le van mal--pensaba Manuel.

La ruptura entre la Milagros y Leandro era definitiva. El _Lechuguino_,
en cambio, ganaba terreno: había conquistado a la madre de la muchacha,
convidaba al corrector y esperaba y acompañaba a la Milagros.

Un día, al anochecer, los vió Manuel a los dos, calle de Embajadores
abajo: él iba contoneándose, con la capa terciada; ella, arrebujada en
el mantón; el la hablaba y ella se reía.

--¿Qué va a hacer Leandro cuando lo sepa?--preguntó Manuel--. No, pues
yo no se lo digo; ya se encargará alguna bruja de la vecindad de darle
la noticia.

Efectivamente, así pasó; y antes de un mes nadie ignoraba en la casa
que la Milagros era la novia del _Lechuguino_; que éste había abandonado
la vida de juerga y de garito, y pensaba seguir con el negocio de su
padre: la venta de materiales para construcciones, y establecerse y
hacer la vida de una persona formal.

Mientras que Leandro trabajaba en la zapatería, el _Lechuguino_ solía
visitar a la familia del corrector, y hablaba con la Milagros ya con el
consentimiento de los padres.

Leandro era o aparentaba ser el único no enterado de las nuevas
relaciones de la Milagros. Algunas mañanas, al pasar el mozo por delante
de la casa del señor Zurro, para bajar al patio, solía encontrar a la
Encarna, y ésta, al verle, le preguntaba con sorna por la Milagros,
cuando no solía cantarle un tango, que empezaba diciendo:

         De las grandes locuras que el hombre hace,
       no comete ninguna como casarse,

y especificando la locura y entrando en detalles, añadía a voz en grito:

         Y por la mañana él va a la oficina,
       y ella queda en casa con algún vecino
       que es persona fina.

Leandro sentía el amargor que se deslizaba hasta el fondo de su alma, y
por más que se revolvía para dominar sus instintos, no lograba
tranquilizarse. Un sábado por la noche, mientras volvían por la Ronda
hacia casa, Leandro se acercó a Manuel.

--¿Tú sabes si la Milagros habla con el _Lechuguino_?--le preguntó.

-¿Yo?

--¿No has oído decir que se van a casar?

--Sí; eso se ha dicho.

--¿Tú que harías en mi caso?

--Yo... me enteraría.

--¿Y si resultaba verdad?

Manuel se calló. Fueron andando juntos sin hablarse. De pronto Leandro
se paró bruscamente, y puso la mano en el hombro de Manuel.

--¿Tú crees--dijo--que si una mujer le engaña a un hombre no tiene uno
el derecho de matarla?

--Yo creo que no--contestó Manuel, mirando a Leandro a los ojos.

--Pues cuando un hombre tiene riñones lo hace con derecho o sin él.

--Pero ¡moler! ¿A ti te ha engañado la Milagros? ¿Estabas casado con
ella? Habéis reñido, y nada más.

--Yo voy a concluir haciendo una barbaridad. Créelo--murmuró Leandro.

Se callaron los dos. Cruzaron el portal de la Corrala; subieron las
escaleras y entraron en casa. Sacaron la cena; pero Leandro no comió,
bebió tres vasos de agua seguidos y salió a la galería.

Iba a salir Manuel después de cenar, cuando oyó que Leandro le llamaba
repetidas veces.

--¿Qué quieres?

--Anda, vamos.

Manuel salió al balcón corrido; la Milagros y su madre, desde la puerta
de su casa, insultaban a Leandro violentamente.

--¡Golfo! ¡Granuja!--decía la mujer del corrector--. Si estuviera aquí
su padre no hablarías de ese modo.

--Y si estuviera su abuelo lo mismo--exclamó Leandro, riéndose de un
modo salvaje--. Anda, vámonos, tú--añadió dirigiéndose a Manuel--. Ya
está uno harto de estas zorras.

Salieron los dos de la galería, y después del Corralón.

--Pero, ¿qué ha pasado?--preguntó Manuel.

--Nada, que esto se ha concluído--contestó Leandro--. La he dicho de
buena manera: Oye, Milagros, ¿es verdad que te vas a casar con el
_Lechuguino_? «Sí, es verdad, ¿te importa algo?» «Sí, la he contestado,
porque ya sabes que yo te quiero. ¿Es porque es más rico que yo?»
«Aunque fuera más pobre que una rata me casaba con él». «¡Bah!» «¿Es que
no lo crees?» «Bueno». Al último me ha indignado, y la he dicho que me
daba lo mismo que se casara con un perro, y que era una tía zorra
indecente... Luego la madre ha salido a insultarme... Esto ya se ha
concluído. Mejor. Los cosas claras. ¿Adónde vamos? ¿Vamos otra vez a las
Injurias?

--¿Para qué?

--A ver si ese _Valencia_ se sigue poniendo moños conmigo.

Cruzaron la vía de circunvalación. Leandro, dando zancadas, se plantó en
un momento en las Injurias. Manuel apenas podía seguirle.

Entraron en la taberna de la _Blasa_; los mismos hombres de la noche
anterior jugaban al cané cerca de la estufa. De las mujeres, sólo
estaban la _Paloma_ y la _Muerte_. Esta, completamente borracha, dormía
sobre la mesa. La luz daba en su cara erisipelatosa y llena de costras;
de la boca entreabierta, de labios hinchados, le fluía la saliva; la
melena estoposa, gris, sucia y enmarañada le salía en mechones por
debajo del pañuelo negro, verdoso y lleno de caspa; a pesar de los
gritos y riñas de los jugadores, no pestañeaba; sólo de cuando en cuando
lanzaba un ronquido prolongado, que, al comenzar, era sibilante, y que
terminaba con un estertor ronco. A su lado la _Paloma_, acurrucada en
el sucio al lado del _Valencia_, tenía un niño de tres o cuatro años en
los brazos, un chiquillo delgaducho y pálido, que parpadeaba sin cesar,
a quien daba a beber una copa de aguardiente.

Por delante del mostrador un hombre alto y flaco, con una gorrilla con
un número dorado en la cabeza y una blusa azul, se paseaba melancólico;
los brazos, a lo largo del cuerpo, como si no fueran suyos; las piernas,
dobladas. Echaba un sorbo de una copa cuando se le ocurría; se limpiaba
los labios con el dorso de la mano, y volvía a pasearse con indolencia.
Era hermano de la mujer de la taberna.

Se sentaron Leandro y Manuel en la misma mesa donde estaban los
jugadores. Leandro pidió vino, vació un vaso grande de un trago y
suspiró varias veces.

--¡Cristo!--murmuró sordamente Leandro--. Que no se te ocurra
entusiasmarte con una mujer. La más buena es tan venenosa como un sapo.

Después pareció calmarse; contempló los dibujos del tablero de la mesa:
corazones heridos por una flecha, nombres de mujeres; sacó una navaja
del bolsillo y se puso a grabar letras en la tabla.

Cuando se cansó convidó a uno de los jugadores a beber con él.

--Hombre, muchas gracias--replicó el otro--, estoy jugando.

--Bueno; pues deja usted el juego, y si no quiere usted no se le obliga.
¿Nadie quiere tomar una copa? Yo le convido.

--Se acepta--dijo un hombre alto, encorvado, de aire enfermizo, a quien
llamaban el _Pastiri_--, levantándose y acercándose a Leandro.

Este pidió más vino, y se entretuvo en reír alto cuando alguno perdía y
en apostar contra el _Valencia_.

El _Pastiri_ se aprovechaba, vaciando un vaso tras otro. Era el tal un
borrachín, compadre del _Tabuenca_, que se dedicaba también a engañar a
los incautos con juegos de ballestilla. Manuel le conocía de verle en la
Ribera de Curtidores, Solía ejercer su arte en las afueras, jugando a
las tres cartas. Colocaba tres naipes sobre una tablita; uno de éstos lo
mostraba; luego cambiaba de lugar los otros dos muy despacio, dejando
quieta la carta que había enseñado, y ponía encima de los tres naipes un
palito, y apostaba a que no se indicaba cuál era la que había enseñado.
Y no se daba con la carta nunca; tan bien preparado estaba el juego.

Una operación parecida a ésta solía realizar el _Pastiri_ con tres
fichas de juego de damas, debajo de una de las cuales ponía una bolita
de papel o miga de pan; apostaba a que no se decía debajo de cuál de las
tres estaba la bolita, y si por casualidad alguno acertaba, la
escamoteaba con la uña.

El _Pastiri_ aquella noche estaba repleto de alcohol y completamente
afónico.

Manuel, que había bebido algo de más, sintió el principio del mareo,
pensó en el modo de huir disimuladamente; pero, cuando se decidió, el
hermano de la tabernera cerraba la puerta de la taberna.

Antes de que concluyese de hacerlo entró, por la media puerta que aun
quedaba abierta, un hombre bajito, afeitado, vestido de negro, con una
boina de visera, el pelo rizado y un aspecto de andrógino repugnante.
Saludó afectuosamente a Leandro. Era un cordonero de la casa del tío
Rilo, de fama sospechosa, a quien llamaban el _Besuguito_, por su cara
de pez, y por mal mote, la _Tragabatallones_.

Bebió el cordonero un sorbo de una copa, de pie, y se puso a hablar con
una voz gruesa, pero de mujer, una voz untuosa, desagradable, recalcando
sus palabras con una porción de aspavientos y dengues.

No atajaba nadie su verbosidad. El mejor día--dijo--iban a quedar
enterrados todos los que vivían en las Injurias, entre los escombros de
la Fábrica del Gas.

--_Pa_ mí--añadió--que se debía terraplenar toda esta hondonada; en
parte yo lo sentiría, porque tengo buenas amistades en este barrio.

--¡Ay!... Zape--dijo uno de los jugadores

--Sí, lo sentiría--siguió diciendo el _Besuguito_, sin hacer caso de la
interrupción--; pero la verdad es que poco se iba a perder, porque, como
dice Angelillo, el sereno del barrio, aquí no viven mas que los de la
busca, randas y prostitutas.

--¡Cállate tú, _sarasa_! _¡Tragabatallones!_--gritó la tabernera--; este
barrio es tan bueno como el tuyo.

--Y en eso no dejas de tener razón--replicó el _Besuguito_--; porque
mira que el Portillo de Embajadores y las Peñuelas hay que verlos. _Na_,
allí el sereno no ha conseguido que se cierren las puertas de noche. El
las cierra, y las abren los vecinos. Porque como todos son de la
busca... A mí me dan cada susto...

Se celebró entre algazara el susto del _Besuguito_, que siguió
impertérrito con su charla insubstancial y redicha, adornada de
consideraciones y recovecos. Manuel apoyó un brazo encima de la mesa, y
con una mejilla sobre él quedó dormido.

--Pero tú, ¿por qué no bebes, _Pastiri_?--preguntó Leandro--. ¿Es que me
desairas? ¿A mí?

--No, hombre; es que ya no puede pasar--contestó el de las tres cartas,
con su voz desgarrada, llevando la mano abierta a la garganta. Luego,
con una voz que parecía venir de un órgano roto, gritó:

--_¡Paloma!_

--¿Quién llama a esta mujer?--contestó inmediatamente el _Valencia_,
levantando la mirada por entre el grupo de jugadores.

--Yo--contestó el _Pastiri_--. Que venga la _Paloma_.

--¡Ah!... ¿Eres tú? Pues no _pue_ ser--replicó el _Valencia_.

--He dicho que venga la _Paloma_--repuso el _Pastiri_, sin mirar al
matón.

Este pareció no oír la frase. El de las tres cartas se levantó molestado
por la descortesía, y dando en la manga al _Valencia_ con el revés de la
mano, repitió su frase, recalcando palabra por palabra:

--He dicho que venga la _Paloma_, que esos amigos _quien_ hablar con esa
señora.

--Pues yo te digo que no _pue_ ser--contestó el otro.

--Es que esos _cabayeros quien_ hablar con _eya_.

--Bueno... pues que me pidan a mí permiso.

El _Pastiri_ acercó su cara a la del matón, y mirándole a los ojos,
gritó:

--¿Sabes, _Valencia_, que te estás poniendo más patoso que Dios?

--¡Mentira!--replicó el aludido, continuando tranquilamente su juego.

--¿Sabes que te voy a dar dos _trompás_?

--¡Mentira!

El _Pastiri_ se retiró un poco, con la torpeza de un borracho, y comenzó
a buscar la navaja en el bolsillo interior de su chaqueta, entre las
risas burlonas de todos. Entonces, de pronto, con una decisión
repentina, Leandro se levantó con la cara inyectada de sangre, agarró al
_Valencia_ por las solapas de la chaqueta, y lo zarandeó y le golpeó
contra la pared rudamente.

Todos los jugadores se interpusieron: cayó la mesa y se armó un
estrépito infernal de gritos y vociferaciones. Manuel se despertó
despavorido. Se encontró en medio de una trapatiesta horrorosa; la
mayoría de los jugadores, con el hermano de la tabernera a la cabeza,
quería echar fuera a Leandro; pero éste apoyado en el mostrador, recibía
a patadas a todo el que se le acercaba.

--Dejadnos solos--gritaba el _Valencia_ con los labios llenos de saliva
y tratando de desasirse de los que lo sujetaban.

--Sí; dejadlos solos--dijo uno de los jugadores.

--Al que me agarre lo mato--exclamó el _Valencia_, y apareció armado con
un cuchillo largo de cachas negras.

--Eso es--dijo Leandro con sorna--, que se vean los hombres.

--¡Ole!--gritó el _Pastiri_, entusiasmado con su voz ronca.

Leandro sacó del bolsillo interior de la americana una navaja larga y
estrecha; todo el mundo se acercó a las paredes para dejar sitio a los
contendientes. La _Paloma_ se desgañitaba gritando:

--¡Que te pierdes! ¡Que te pierdes!

--Llevad a esa mujer--gritó el _Valencia_ con voz trágica--.
¡Ea!--añadió, haciendo un molinete con su navaja--. Ahora veremos los
hombres de riñones.

Avanzaron los dos rivales hasta el centro de la taberna, lanzándose
furiosas miradas. El interés y el espanto sobrecogió a los
espectadores.

El primero que atacó fué el _Valencia_, se inclinó hacia adelante, como
si quisiera saber dónde le hería al contrario, se agachó, apuntó a la
ingle y se lanzó sobre Leandro; pero viendo que éste le esperaba sin
retroceder, tranquilo, dió un rápido salto hacia atrás. Luego volvió a
los mismos ataques en falso, intentando sorprender al adversario con sus
fintas, amagando al vientre y tratando de herirle en la cara; pero ante
el brazo inmóvil de Leandro, que parecía querer ahorrar movimiento hasta
tener el golpe seguro, el matón se desconcertó y retrocedió. Entonces
avanzó Leandro. Se adelantaba el mozo con una sangre fría que daba
miedo; se veía en su cara la resolución de clavar al _Valencia_. En la
taberna reinaba un silencio angustioso, y sólo se oía el hipo de la
_Paloma_ en el cuarto de al lado.

El _Valencia_ palideció de tal modo al comprender la decisión de
Leandro, que su cara quedó azulada, los ojos se le dilataron y le
castañetearon los dientes. Al primer envite retrocedió, pero quedó en
guardia; luego el miedo pudo más que él y huyó, sin pensar ya en atacar,
derribando los bancos, y Leandro, ciego, con una sonrisa de crueldad en
los labios, le persiguió implacablemente.

El espectáculo era triste y penoso; todos los partidarios del matón
comenzaban a mirarle con sorna.

--_Menúo_ canguelo _ties_, gachó--gritó el _Pastiri_--. Pareces un
saltamontes. ¡Anda ahí, barbián! ¡Que te la _diñan_! Si no te retiras
pronto te meten un palmo _jierro_ en el cuerpo.

Una de los golpes de Leandro rasgó la chaqueta del matón.

Entonces éste, poseído del mayor pánico, se refugió detrás del
mostrador; los ojos desencajados reflejaban un terror espantoso.

Leandro, despreciativo e insolente, quedó parado en medio de la taberna,
y tirando del muelle de su navaja la cerró. Un murmullo de admiración
salió de los espectadores.

El _Valencia_ lanzó un grito de dolor, como si le hubieran herido; su
honra, su fama de valiente, quedaba por los suelos; desesperado se
acercó a la puerta de la trastienda y miró a la tabernera anhelante.
Esta debió de entenderle, porque le dió una llave y el _Valencia_ se
escabulló. Pero de pronto volvió a abrirse con rapidez la puerta de la
trastienda, y apareció en ella el matón de nuevo, y blandiendo su largo
cuchillo por la punta, lo lanzó furioso a la cara de Leandro. Pasó el
arma zumbando por el aire como una terrible flecha y quedó temblando
clavado en la pared.

Leandro se levantó al momento, pero el _Valencia_ había desaparecido.
Entonces, repuesto el mozo de la impresión, desclavó la navaja con
calma, la cerró y se la entregó a la tabernera.

--Cuando no se sabe hacer uso de estas cosas--la dijo con petulancia--,
no se deben emplear. Adviértaselo usted así a ese señor cuando le vea.

La tabernera contestó con un gruñido, y Leandro se sentó a recibir
felicitaciones por su valor y sangre fría; todos querían obsequiarle.

--El _Valencia_ empezaba a molestar demasiado--dijo uno--. Daba el pego
todas las noches; y se lo pasaban por ser quien era; pero ya estaba
molestando.

--Claro--repuso otro de los jugadores, un viejo sombrío escapado de
Ceuta, que tenía un aire de zorro--. Porque un hombre, cuando _tie_ lado
izquierdo, echa los negros a la manta--e hizo ademán de coger con los
dedos las monedas de encima de la mesa--y se _naja_.

Pero si ese _Valencia_ es un blanco--dijo el _Pastiri_ con su voz
estropajosa--. Un boceras, que no _tie_ media _bofetá_.

--Pues él se había _empalmao_ en seguida. ¡Por si acaso!--repuso el
_Besuguito_ con su voz extraña, imitando la actitud del que va a atacar
con una navaja.

--¿Y qué? ¿Y qué?--repuso el _Pastiri_--. Yo te digo que es un _pipi_ y
que no _pue_ con la _jinda_ que tiene.

--Bueno; pero él se rascaba y echaba cada derrote...--añadió el
cordonero.

--¡Que se rascaba! Pero, ¡qué cacho de primo! ¿Tú lo has visto?

--Y bien.

--Pero, ¡qué vas a ver tú, si estás _cheo_!

--Ya quisieras estar tan fresco como yo, ¡bah!

--¡Pero si no puedes con la tajada que llevas!

--Calla, calla, tú sí que no puedes con la curda; yo te digo que si se
descuida aquí--y el _Besuguito_ señaló a Leandro--, con los viajes que
le ha tirado malamente, le moja.

--¡Magras!

--Es una opinión, hombre.

--Tú no opinas aquí ni _na_--exclamó Leandro--. Tú te vas a tomar el
fresco y te callas. El _Valencia_ es más blanco que el papel; lo que
dice el _Pastiri_, eso. Muy valiente para explotar a los _sarasas_ como
tú y a los chavalejos de mal vivir...; pero cuando se encuentra con un
tío que los tiene bien puestos, ¿qué? _Na_, que es un ganguero más
blanco que el papel.

--Es verdad--asintieron todos.

Y _menúo abucheo_ que le vamos a dar a ese gachó--dijo el presidiario
cumplido--, si viene aquí a cobrar el barato.

--¡La pértiga!--exclamó el _Pastiri_.

--Bueno, señores; ahora yo convido--dijo Leandro--, porque tengo dinero,
y porque sí--y sacó unas monedas del bolsillo y dió con ellas en la
mesa--. Tabernera, unas tintas.

--Ya van.

--¡Manuel! ¡Manuel!--gritó después Leandro varias veces--. Pero, ¿dónde
está ese chaval?...

Manuel, siguiendo el camino del matón, se había escapado por la puerta
de la trastienda.



CAPÍTULO IX

UNA HISTORIA INVEROSÍMIL.--LAS HERMANAS DE MANUEL.--LO INCOMPRENSIBLE DE
LA VIDA.


ERA ya a principios de otoño; Leandro, por consejo del señor Ignacio,
vivía con su abuela en la calle del Aguila; la Milagros seguía en
relaciones con el _Lechuguino_. Manuel abandonaba a Vidal y al _Bizco_
en sus escaramuzas y se juntaba con Rebolledo y los dos Aristas.

El mayor, el _Aristón_, le entretenía y le aterrorizaba contándole cosas
lúgubres de cementerios y aparecidos; el Aristas pequeño seguía en sus
ejercicios gimnásticos; había hecho un trampolín con una tabla puesta
sobre un montón de arena, y allí aprendía a dar saltos mortales.

Un día apareció en el Corralón don Alonso, el ayudante del _Tabuenca_,
acompañado de una mujer y de una niña.

La mujer parecía vieja y cansada; la niña era larguirucha pálida. Don
Alonso las acomodó en un chiscón del patio pequeño.

Traían un fardelillo de ropa, un perro de lanas sucio con una mirada muy
inteligente y un mono atado a una cadena; al poco tiempo tuvieron que
vender el mono a unos gitanos que vivían en la Quinta de Goya.

Don Alonso llamó a Manuel y le dijo:

--Vete a buscar a don Roberto y dile que hay aquí una mujer que se llama
Rosa, y que es o ha sido volatinera; debe ser la que el busca.

Manuel fué inmediatamente a la casa; Roberto se había marchado de allí y
no sabía su paradero.

Don Alonso iba por el Corralón con mucha frecuencia y hablaba con la
mujer y la niña. En el marco de la ventana de su casa tenían madre e
hija una cajita con una mata de hierbabuena, que, aunque la regaban
todas las mañanas, como no le daba el sol, apenas crecía. Un día las
mujeres desaparecieron con su hermoso perro de aguas; no dejaron en la
casa mas que una pandereta usada y rota...

       *       *       *       *       *

Don Alonso tomó la costumbre de aparecer por el Corralón; solía echar un
párrafo con Rebolledo, el de la barbería modernista, que hablaba por los
codos, y presenciaba las habilidades gimnásticas del Aristas. Una tarde
la madre de éste le preguntó al antiguo _Hombre-Boa_ si el chico tenía
verdaderas disposiciones.

Don Alonso se puso serio y examinó detenidamente los trabajos del
muchacho para darse cuenta de sus facultades, y le dió algunos útiles
consejos.

Era verdaderamente curioso ver al viejo titiritero dando órdenes; lo
hacía con una seriedad augusta.

--Una, dos, tres... _O pla_... De nuevo. En posición. Las rodillas cerca
de la cabeza..., uñas para abajo..., una, dos..., una, dos... _O pla_.

Don Alonso no quedó descontento del Aristas, pero afirmó la necesidad
ineludible del trabajo constante.

--Quien algo quiere, algo le cuesta, chiquillo--dijo--, y el ser
gimnasta no está a la altura de cualquiera.

A la madre, confidencialmente, le aseguró que su hijo podría ser un buen
artista de circo.

Después don Alonso, viéndose ante un público numeroso, comenzó a hablar
con volubilidad de los Estados Unidos, de Méjico y de las Repúblicas
sudamericanas.

--¿Por qué no nos cuenta usted cosas de esos países que ha visto?--le
preguntó Perico Rebolledo.

--No, ahora no; tengo que salir con la torre _Infiel_.

--¡Ah!... Cuente usted--dijeron todos.

--Don Alonso aparentó que le molestaba la petición; pero, cuando tomó el
hilo, contó, una tras otra, historias y anécdotas en tal cantidad, que
casi le tuvieron que pedir que se callara.

--¿Y en esas tierras no ha visto usted hombres muertos por los
leones?--preguntó Aristón.

--No.

--¿Es que no hay leones?

--Leones en jaulas... muchos.

--Pero yo digo en el campo.

--En el campo, no.

Don Alonso pareció bastante contrariado al hacer estas confesiones.

--¿Ni otras fieras tampoco?

--Ya no hay fieras en los países civilizados--dijo el barbero.

--Pues mire usted, si, allá hay fieras--y don Alonso hizo una mueca
burlona y una señal de inteligencia a Rebolledo--. Una vez me sucedió
una cosa terrible; pasábamos cerca de una isla y oímos cañonazos. Era la
guarnición que tiraba salvas.

--Pero, ¿por qué se ríe usted?--preguntó el Aristón.

--Es nervioso... Pues sí, me acerqué al capitán del barco y le pedí
permiso para que me dejase desembarcar en la isla. Bueno--me dijo--;
llévese usted la _Golondrina_, si quiere--la _Golondrina_ era el nombre
de la piragua--; pero dentro de un par de horas esté usted de vuelta.

Me embarco en mi bote, y ¡hala!, ¡hala!..., llego a la isla, que estaba
poblada de plátanos y cocoteros, y desembarco en una playa, en donde se
hundió la proa de la _Golondrina_.

Aquí, don Alonso hizo una mueca del hombre que no puede contener la
risa, y lanzó después al barbero una mirada, acompañada de un guiño
confidencial.

--Salto a tierra--siguió diciendo don Alonso--; echo a andar, y de
pronto, paf... en la cara, un mosquito enorme, y luego, paf... otro
mosquito, hasta que me rodeó una nube de aquellos animales tan grandes
como murciélagos. Con la cara martirizada echo a correr a la playa, a
embarcarme, cuando veo a un cangrejo que estaba junto a la _Golondrina_;
pero ¡qué cangrejo! Sería como un oso de grande; era negro, reluciente y
hacía fa... fa... fa..., como un automóvil. Verme el bicho y echarse a
correr sobre mí, gritando, todo fué uno; yo corría hacia un cocotero, y
tras... tras... tras..., subí por él hasta arriba. El cangrejo se acerca
al árbol, se detiene pensativo y se decide y empieza a subir también.

--Terrible situación--dijo el barbero.

--Figúrese usted--replicó don Alonso guiñando los ojos--, yo no tenía en
la mano mas que un palito, y me defendí del cangrejo dándole golpes en
los nudillos; pero él, bramando de rabia y con los ojos brillantes,
seguía subiendo. Yo no podía ir más lejos, y pensé en bajar; pero al
hacer un movimiento, ¡tras!... me agarra el granuja del bicho con una de
sus muchas patas de la levita y se queda colgando de mí. El condenado
pesaba de una manera atroz; ya estaba levantando otra de las zarpas para
agarrarme, cuando me acorde que llevaba en el bolsillo del chaleco un
limpiadientes que había comprado en Chicago y que tenía una navajita;
abrí esta, y en un momento corté los faldones de mi levita, y ¡cataplún!
desde una altura, lo menos de cuarenta metros, el cangrejo se cayó al
suelo. Yo no sé cómo no se mató. Allá empezó a llorar, y a berrear, y a
dar vueltas al cocotero, en donde yo estaba, mirándome con ojos
terribles. Yo entonces, para algo le tenía que servir a uno el ser
gimnasta, fuí saltando de una rama a otra, de cocotero en cocotero y de
plátano en plátano, y el cangrejo siguiéndome, berreando, con los
faldones de la levita en la boca.

Al llegar cerca de la playa me encuentro con que había bajado la marea y
que la _Golondrina_ andaba a más de cincuenta metros por encima de las
olas. Esperaré--me dije--; pero en esto veo asomar en la copa del árbol
donde estaba la cabeza de una serpiente; me agarro a una rama, me
balanceo para caer lo más lejos posible del cangrejo y se me rompe la
rama y me falta el sostén.

--¿Y qué hizo usted entonces?--preguntó el barbero.

--Di dos saltos mortales en el aire, por si acaso.

--Fué una precaución útil.

--Ciertamente, creí que estaba perdido. Todo lo contrario: estaba
salvado.

--Pero, ¿cómo?--preguntó el Aristón.

--Nada, que al caer, con la rama que llevaba en la mano di sobre el
cangrejo, y como llevaba tanta fuerza, lo atravesé de parte a parte y le
dejé clavado en la playa. El animal bramaba como un toro; yo me metí en
la _Golondrina_ y me escapé; pero el barco mío se había marchado. Me
puse a remar, no había una vela a la vista. Estoy perdido--dije--; pero
gracias al cangrejo me salvé...

--¿Al cangrejo?--preguntaron todos extrañados.

--Sí; un vapor que pasó a muchas millas, al oír los lamentos del
cangrejo pensó si sería la señal de alarma de algún barco náufrago, se
acercó a la isla, me recogió, y a los pocos días ya estaba con mi
compañía.

Don Alonso, al concluir su narración, hizo una mueca más expresiva, y
con su torre _Infiel_ se marchó a la calle. El Aristas, Rebolledo y
Manuel celebraron las historias del titiritero, y el aprendiz de
gimnasta se afianzó más en su idea de seguir trabajando en el trapecio y
en el trampolín, para ver aquellas lejanas tierras de las cuales hablaba
don Alonso.

Un par de semanas después ocurrió una de las cosas que más impresionaron
a Manuel en toda su vida. Era domingo; el muchacho fué a casa de su
madre, la ayudó, como solía hacer siempre, a secar platos. Vinieron
después las hijas de la Petra, y, por cuestión de unas faldas o de unas
enaguas que la menor había comprado con el dinero de la mayor, se
pasaron las dos toda la tarde riñendo.

Manuel, aburrido de la charla, se fué, pretextando una ocupación.

Estaba lloviendo a cántaros; Manuel llegó a la Puerta del Sol, entró en
el café de Levante y se sentó cerca de la ventana. Huía la gente
endomingada corriendo a refugiarse en los portales de la ancha plaza;
los coches pasaban de prisa en medio de aquel diluvio; los paraguas iban
y venían y se entrecruzaban con sus convexidades negras, brillantes por
el agua, como un rebaño de tortugas. A la hora escampó, y Manuel salió
del café; era todavía temprano para ir a casa; Manuel pasó por la plaza
de Oriente y quedó en el Viaducto mirando desde allá a la gente que
pasaba por la calle de Segovia.

En el cielo, ya despejado, nadaban nubes obscuras, blancas en los
bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento corrían
y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro el
campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas; algunos
celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. Aun no
manchaba la hierba verde las lomas y las hondonadas de los alrededores
madrileños; los árboles del Campo del Moro aparecían rojizos,
esqueléticos, entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas
negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el
viento. Al paso de las nubes la llanura cambiaba de color; era
sucesivamente morada, plomiza, amarilla, de cobre; la carretera de
Extremadura trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas
grises y sucias. Aquel severo, aquel triste paisaje de los alrededores
madrileños con su hosquedad torva y fría le llegaba a Manuel al alma.

Abandonó el balcón del Viaducto, cruzó por unas cuantas callejuelas,
hasta llegar a la calle de Toledo; bajó a la Ronda y se dirigió a su
casa Llegaba cerca del paseo de las Acacias cuando oyó a dos viejas que
hablaban de un crimen cometido hacía un instante en la esquina de la
calle del Amparo.

--Cuando le iban a coger, él mismo se ha matado--dijo una.

Manuel apresuró el paso por curiosidad y se acercó a un grupo de
personas que había a la puerta del Corralón.

--¿De dónde era ese que se ha matado?--preguntó Manuel a Aristas.

--¡Pero si es Leandro!

--¡Leandro!

--Sí; Leandro, que ha matado a la Milagros, y luego se ha matado él.

--Pero... ¿es verdad?

--Sí, hombre. Hace un momento.

--¿Aquí, en casa?

--Aquí mismo.

Manuel, despavorido, subió la escalera hasta la galería. Aun quedaba el
charco de sangre en el suelo. El señor Zurro, el único espectador del
drama, contaba lo ocurrido a un grupo de vecinos.

--Estaba yo aquí, leyendo el periódico--dijo el ropavejero--, y la
Milagros, con su madre, hablaba con el _Lechuguino_. Estaban los novios
de broma, cuando subió Leandro a la galería; fué a abrir la puerta de su
casa y, antes de entrar, volviéndose de repente, le dice a la Milagros:
«¿Es ese tu novio?» Me pareció que él estaba pálido como un muerto.
«Si», contestó ella. «Bueno; pues yo vengo aquí a concluir de una vez»,
gritó. «¿A cuál de los dos quieres, a él o a mí?» «A él», chilló la
Milagros. «Entonces se acabó todo», gritó Leandro con una voz ronca.
«Voy a matarte.» Luego, ya no me pude dar cuenta de nada; fué todo
rápido como un rayo; cuando me acerqué, la muchacha echaba un caño de
sangre por la boca, la mujer del _Corretor_ gritaba y Leandro seguía al
_Lechuguino_ con la navaja abierta.

--Yo le vi salir de casa--añadió una vieja--; llevaba en la mano la
navaja manchada de sangre; mi marido quiso detenerle, pero él paró como
un toro, le echó un derrote y por poco le mata.

--Y mis tíos, ¿dónde están?--preguntó Manuel.

--En la Casa de Socorro. Han ido detrás de la camilla.

Bajó Manuel al patio.

--¿Adónde vas?--le preguntó el _Aristón_.

--Voy a la Casa de Socorro.

--Yo iré contigo.

Se reunió a los dos muchachos un aprendiz de un taller de máquinas que
vivía en la Corrala.

--Yo le vi cuando se mató--dijo el aprendiz--; íbamos corriendo todos
detrás de él, gritando: «¡A ése! ¡A ése!», cuando aparecieron por la
calle del Amparo dos guardias, sacaron el sable y se pusieron delante de
él; entonces Leandro dió un bote hacia atrás, abrió paso entre la gente
y volvió otra vez para aquí; iba a bajar por el paseo de las Acacias,
cuando tropezó con la _Muerte_, que le empezó a insultar. Leandro se
paró, miró a todos lados; nadie se atrevía a acercarse; le echaban fuego
los ojos. De pronto se metió la navaja por el costado izquierdo, yo no
sé cuántas veces. Cuando uno de los guardias le agarró del brazo, se
cayó como un saco.

Los comentarios del _Aristón_ y del aprendiz eran inacabables; llegaron
los muchachos a la Casa de Socorro, y allí les dijeron que los dos
cadáveres, el de la Milagros y el de Leandro, los habían llevado al
Depósito. Bajaron los tres chicos al Canal, a la casita próxima al río,
que tantas veces Manuel y los de su cuadrilla miraban con curiosidad
desde las ventanas. En la puerta se agrupaban varias personas.

--Vamos a mirar--dijo el _Aristón_.

Había una ventana abierta de par en par y se asomaron a ella. Tendido
sobre una mesa de mármol estaba Leandro; tenía un color de cera, y en su
rostro se leía una expresión de soberbia y de desafío. A su lado, la
señora Leandra gritaba y vociferaba; el señor Ignacio, con la mano de su
hijo entre las suyas, lloraba en silencio. En otra mesa rodeaban el
cadáver de la Milagros un grupo de personas. El empleado del Depósito
hizo salir a todos. Al encontrarse el _Corretor_ y el señor Ignacio en
la puerta, se vieron y desviaron la vista: las dos madres, en cambio, se
lanzaron una mirada de odio terrible.

El señor Ignacio dispuso que no fueran a dormir al Corralón, sino a la
calle del Aguila. Allí, en casa de la señora Jacoba, hubo una algarabía
horrorosa de lloros y de imprecaciones. Las tres mujeres echaban la
culpa de todo a la Milagros, que era una golfa, una mala hembra
descastada, egoísta y miserable.

Un vecino de la Corrala señaló un detalle raro; al reconocer el médico
forense a la Milagros y al quitarle el corsé para apreciar la herida,
entre unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de
Leandro.

--¿De quién es este retrato?--dicen que preguntó.

--Del que la ha matado--le contestaron.

Era una cosa rara que intrigaba a Manuel; muchas veces había pensado que
la Milagros quería a Leandro; aquello casi lo confirmaba.

Durante toda la noche, el señor Ignacio, sentado en una silla, lloró sin
cesar; Vidal estaba asustado y Manuel también. La presencia de la
muerte, vista tan de cerca, les aterrorizó a los dos.

Y mientras lloraban dentro, en la calle las niñas cantaban a coro; y
aquel contraste de angustia y de calma, de dolor y de serenidad, daba a
Manuel una sensación confusa de la vida; algo pensaba él que debía ser
muy triste; algo muy incomprensible y extraño.



TERCERA PARTE



CAPÍTULO PRIMERO

EL DRAMA DEL TÍO PATAS.--LA TAHONA.--KARL EL HORNERO.--LA SOCIEDAD DE
LOS TRES.


LA impresión por la muerte de su hijo en el señor Ignacio fué tan
profunda, que cayó enfermo. Se dejó de trabajar en el almacén, y al cabo
de dos o tres semanas, como el señor Ignacio no se ponía bueno, la
Leandra le dijo a Manuel:

--Mira: vete a casa de tu madre, porque aquí yo no te puedo tener.

Volvió Manuel a la casa de huéspedes, y la Petra, por mediación de la
patrona, llevó al muchacho de mozo a un puesto de pan y verduras situado
en la plaza del Carmen.

Allá Manuel tuvo que sujetarse más que en la casa del señor Ignacio. El
tío _Patas_, el dueño del puesto, un gallegazo pesadote como un buey,
puso al corriente a Manuel de sus obligaciones.

Tenía que levantarse el muchacho al amanecer, abrir el puesto, soltar
los fardos de verdura que subía un mozo de la plaza de la Cebada, e ir
tomando el pan que traían los repartidores. Después, barrer la tienda y
esperar a que se levantara el tío _Patas_, su mujer o su cuñada. Al
llegar alguno de ellos, Manuel abandonaba el mostrador, y con una cesta
pequeña a la cabeza iba con el pan a las casas de los parroquianos de la
vecindad. En ir y venir se pasaba toda la mañana. Por la tarde era más
pesado el trabajo: Manuel tenía que estarse quieto detrás del mostrador,
aburriéndose, vigilado por el ama y su cuñada.

Acostumbrado a los paseos diarios por las rondas, le desesperaba tal
inmovilidad.

La tienda del tío _Patas_, pequeña y mal oliente, tenía un papel
amarillo, que se despegaba de puro viejo, con unas cenefas verdes. Un
mostrador de madera, unos cuantos vasares sucios, un quinqué de petróleo
en el techo y dos bancos constituían todo el mobiliario.

La trastienda, a la cual se llegaba por una puerta del fondo, era un
cuarto sin más luz que la que entraba por un montante que daba al
portal. En este cuarto se comía; de él se pasaba a la cocina y de ésta a
un patio estrecho, muy sucio, con una fuente. Al otro lado del patio
estaban las alcobas del tío _Patas_, de su mujer y de la cuñada.

A Manuel le ponían un jergón y unas mantas detrás del mostrador. Allí
dentro, de noche sobre todo, olía a berza podrida; pero más que esto aun
molestaba a Manuel el levantarse de madrugada, cuando el sereno daba dos
o tres golpes con el chuzo a la puerta de la tienda.

En el puesto se vendía algo, lo bastante para vivir, nada más. En aquel
tabuco había reunido el tío Patas una fortuna, ahorrando céntimo a
céntimo.

La historia del tío _Patas_ era verdaderamente interesante. Manuel la
averiguó por las habladurías de los repartidores de pan y de los chicos
de los otros puestos.

El tío _Patas_ había llegado a Madrid, desde un pueblo de Lugo, a
buscarse la vida, a los quince años. Al cabo de veinte de economías
inverosímiles, trabajando en una tahona, ahorró tres o cuatro mil
pesetas, y con ellas estableció un puesto de pan y de verdura. Su mujer
despachaba en el puesto, y él seguía trabajando en la tahona y guardando
dinero. Cuando su hijo creció, le tomó en traspaso una taberna, y luego
una casa de préstamos. En esta época de prosperidad murió la mujer del
tío _Patas_, y el hombre, ya viudo, quiso saborear la vida, que tan
estéril fué para él, y se casó, a pesar de sus cincuenta y tantos, con
una muchacha, paisana suya, de veinte, que no pensaba, al ir al
matrimonio, mas que en convertirse de criada en ama. Todos los amigos
del tío _Patas_ trataron de convencerle de que era una barbaridad el
casarse a sus años, y con una moza tan joven; pero él siguió en sus
trece, y se casó.

A los dos meses de matrimonio, el hijo del tío _Patas_ se entendía con
su madrastra, y poco tiempo después el viejo se enteraba. Espió un día,
y vió salir a su hijo y a su mujer de una casa de compromiso de la calle
de Santa Margarita. Quizá el hombre pensó tomar una determinación
enérgica, decir a los dos algo muy fuerte; pero como era calmoso y
tranquilo, y no quería perturbar sus negocios, dejó pasar tiempo, y poco
a poco se acostumbró a su situación. Después, la mujer del tío _Patas_
trajo del pueblo a una hermana suya, y cuando llegó, entre la mujer y el
hijo del tío _Patas_ se la empujaron al viejo, y éste concluyó
amontonándose con su cuñada. Desde entonces los cuatro vivieron con una
tranquilidad completa. Se entendían admirablemente.

A Manuel, que estaba curado de espanto, porque en la Corrala había más
de una combinación matrimonial parecida, no le asombró la cosa; lo que
le indignaba era la tacañería del tío _Patas_ y de su gente.

Toda la escrupulosidad que no tenía la mujer del tío _Patas_ en otras
cuestiones, la guardaba, sin duda, para las cuentas. Acostumbraba a
sisar, conocía al dedillo las socaliñas de las criadas, y no se le
escapaba un céntimo: siempre creía que la robaban. Era tal su espíritu
de economía, que todos en casa comían pan seco, confirmando el dicho
popular de que «en casa del herrero, cuchillo de palo».

La cuñada, una mujer cerril, de nariz corta, mejillas rojas, de pecho y
caderas abundantes, podía dar lecciones de sordidez a su hermana, y en
cuestión de falta de pudor y de dignidad la aventajaba con mucho. Solía
andar por la tienda despechugada, y no había repartidor que no la diese
un tiento en la pechera.

--¡Qué gorda estás, _oh_!--la decían los paisanos.

Y no parecía sino que toda aquella grasa tan manoseada no la pertenecía,
porque no protestaba; pero si alguien trataba de escamotearla en la
cuenta algún panecillo, entonces se ponía hecha una fiera.

Los domingos por la tarde el tío _Patas_, su mujer, su cuñada y su hijo
solían jugar en la calle, al mus, en una mesita, en medio del arroyo;
nunca se atrevían a dejar la tienda sola.

A los tres meses de entrar Manuel allá, la Petra fué a ver al tío
_Patas_, y le dijo que diera al chico algún jornal. El tío _Patas_ se
echó a reír: le parecía la pretensión el colmo de lo absurdo, y dijo que
no, que era imposible: que el muchacho no ganaba el pan que comía.

Entonces la Petra buscó otra casa para Manuel, y lo llevó a una tahona
de la calle del Horno de la Mata, a que aprendiera el oficio de
panadero.

En la tahona, para comenzar el aprendizaje, le pusieron en el horno, a
ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se
tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con
una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían bollos, pasándolas,
después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho
esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un
hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas
pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero a la
boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía
Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno,
lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza.
A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de
descanso, Manuel y los trabajadores dormían.

La vida allí era horriblemente penosa.

La tahona ocupaba un sótano obscuro, triste y sucio. Estaba el piso del
sótano por debajo del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas
con cristales tan obscurecidos por el polvo y las telarañas, que no
dejaban pasar mas que una luz turbia y amarillenta. A todas horas se
trabajaba con gas.

Se entraba a la tahona por una puerta que daba a un patio grande, en el
cual se levantaba un cobertizo de cinc agujereado, que protegía de la
lluvia, o trataba de proteger al menos, las cargas de ramaje de retama y
las pilas de leña allí amontonadas.

De este patio, por una puerta baja, se pasaba a un largo corredor,
estrecho y húmedo, negro por todas partes, y en el cual no se veía mas
que allá en el fondo un cuadrado de luz de una ventana alta con unos
cuantos cristales rajados y sucios, por donde entraba una claridad
triste.

Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra reinante, se veían en las
paredes del corredor cestos de repartir, palas del horno, blusas, gorras
y zapatos colgados en clavos, y en el techo, gruesas telas de araña
plateadas y llenas de polvo.

A ambos lados del pasillo y a la mitad de su longitud se abrían dos
puertas frente por frente: una daba al horno, la otra, al amasadero.

El sitio del horno era anchuroso, con las paredes recubiertas de hollín,
negro como una cámara obscura; un mechero de gas brillaba en aquella
caverna, sin iluminar apenas nada. Delante de la boca del horno, en un
tinglado de hierro, estaban colocadas las palas; arriba, en el techo, se
entreveían tubos grandes de chimenea cruzados.

El amasadero, menos negro, resultaba más sombrío que la cocina del
horno; a su interior llegaba una luz pálida por dos ventanas que daban
al patio, con los cristales empañados por el polvo de la harina. Veíase
siempre allí a diez o doce hombres en camiseta, agitando los brazos
desesperadamente sobre las artesas, y en el fondo del local una mula
movía lentamente la máquina de amasar.

La vida en la tahona era antipática y molesta; el trabajo, abrumador, y
el jornal, pequeño: siete reales al día. Manuel, no acostumbrado a
sufrir el calor del horno, se mareaba; además, al mojar los panes recién
cocidos se le quemaban los dedos y sentía repugnancia al verse con las
manos infiltradas de grasa y de hollín.

Tuvo también la mala suerte de que su cama estuviese en el cuarto de los
panaderos, al lado de la de un viejo, mozo de la tahona, enfermo de
catarro crónico, por la infiltración de harina en el pulmón, que
gargajeaba a todas horas.

Manuel, de asco, no podía dormir en el cuarto de los panaderos, y se
marchaba a la cocina del horno y se echaba en el suelo. Se sentía
siempre cansado; pero, a pesar de esto, trabajaba automáticamente.

Luego nadie le hacía caso; los demás panaderos, una colección de
gallegos bastante brutos, le trataban como a una mula; ni siquiera se
ocupó alguno de ellos en saber el nombre de Manuel, y unos le llamaban:
«¡Eh, tú, _Choto_!»; otros le gritaban: «¡Hala, _Barriga_!»; cuando
hablaban de él, decían «O golfo de Madrid», o solamente «o golfo». El
contestaba a los nombres y motes que le daban.

Al principio, de todos, el más odioso para Manuel, fué el hornero: le
mandaba de una manera despótica; se incomodaba si no lo encontraba todo
hecho en seguida. Era este hornero un alemán llamado Karl Schneider;
había venido a España huyendo de las quintas de su país, vagabundeando.
Tenía unos veinticuatro o veinticinco años, los ojos muy claros, el pelo
y el bigote casi blancos, de puro rubios.

Hombre tímido y flemático, todo le asombraba y le parecía difícil. Sus
impresiones fuertes no se manifestaban ni en gestos ni en palabras, sino
en un enrojecimiento súbito, que coloreaba sus mejillas y su frente, y
que desaparecía para ser reemplazado por una palidez intensa.

Se expresaba Karl muy bien en castellano, pero de una manera rara; sabía
una retahíla de refranes y de frases, que barajaba sin medida; esto daba
a su conversación un carácter extraño.

Pronto pudo ver Manuel que el alemán, a pesar de su brusquedad, era un
excelente muchacho, muy inocente, muy sentimental y de una candidez
paradisíaca.

Al mes de trabajar en la tahona, Manuel consideraba a Karl como su único
amigo: se trataban los dos como camaradas; se llamaban de tú, y si el
hornero ayudaba muchas veces a su pinche para cualquier trabajo de
fuerza, en cambio, en ocasiones, le pedía su parecer y le consultaba
acerca de puntos y complicaciones sentimentales, que al alemán
intrigaban, y que Manuel resolvía con su perspicacia y su instinto de
chiquillo vagabundo, convencido de que todos los móviles de la vida son
egoístas y bajos. La igualdad entre maestro y ayudante desaparecía desde
que Karl se ponía a la boca del horno. Entonces Manuel debía obedecer al
alemán sin vacilaciones ni tardanzas.

El único vicio de Karl era la borrachera: continuamente tenía sed;
cuando bebía vino y cerveza, marchaba bien; llevaba método en su vida, y
las horas libres las pasaba en la plaza de Oriente o en la Moncloa,
leyendo los dos tomos que constituían su biblioteca: uno, _Las ilusiones
perdidas_, de Balzac, y el otro, una colección de poesías alemanas.

Estos dos libros, constantemente leídos, comentados y anotados por él,
le llenaban la cabeza de preocupaciones y de sueños. Entre los
razonamientos amargos y desesperados de Balzac, pero en el fondo llenos
de romanticismo, y las idealidades de Goethe y de Heine, el pobre
hornero vivía en el más irreal de los mundos. Muchas veces Karl le
explicaba a Manuel los conflictos de los personajes de su novela
favorita, y le preguntaba cómo se conduciría él en casos semejantes.
Manuel encontraba casi siempre una solución tan lógica, tan natural y
tan poco romántica, que el alemán quedaba perplejo e intrigado con la
claridad de juicio del muchacho; pero luego, pensando otra vez sobre el
mismo tema, veía que la tal solución no podía tener valor para sus
personajes quintaesenciados, porque el conflicto mismo de la novela no
hubiera llegado a existir entre gente de pensamientos vulgares.

En algunas épocas de diez y doce días el alemán necesitaba excitantes
más fuertes que el vino y la lectura, y solía emborracharse con
aguardiente, y bebía media botella como si fuera agua.

Según le contaba a Manuel, sentía una avalancha de tristeza y todo lo
veía negro y desagradable; se encontraba febril, y el único remedio para
su tristeza era el alcohol.

Cuando entraba en la taberna llevaba el corazón oprimido y la cabeza
pesada y llena de ideas feas, y a medida que iba bebiendo sentía que el
corazón se le ensanchaba y respiraba mejor, y los pensamientos alegres
se le metían en la cabeza. Luego, al salir de la taberna, por más
esfuerzos que hacía, le era imposible conservar la seriedad, y la risa
le retozaba en los labios. Entonces llegaban a su memoria canciones de
su tierra, y las cantaba, llevando el compás al andar. Mientras iba por
las calles céntricas caminaba derecho; pero cuando llegaba a las
callejuelas apartadas, a las avenidas desiertas, se abandonaba al placer
de trompicar y de ir haciendo eses, dando un encontronazo aquí y un
tropezón allá. En aquellas horas todo le parecía al alemán grande,
hermoso, soberbio; el sentimentalismo de su raza se desbordaba en él y
comenzaba a recitar versos y a llorar, y a cualquier conocido que
encontraba en la calle le pedía perdón por su falta imaginaria y le
preguntaba si le seguía estimándole y concediéndole su amistad.

Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la obligación,
y a la hora de cocer se marchaba vacilando a la tahona; e inmediatamente
que se ponía a la boca del horno se le pasaba la borrachera y trabajaba
como si tal cosa, riéndose él solo de sus extravagancias.

Tenía el alemán una fuerza orgánica maravillosa, una resistencia
inaudita; Manuel necesitaba dormir todo el tiempo que estaba libre, y
aun así no conseguía levantarse de la cama descansado. Durante dos meses
que pasó Manuel en la tahona, vivió como un autómata. El trabajo en el
horno le había cambiado de tal modo las horas de sueño, que los días le
parecían noches, y al revés.

Un día, Manuel cayó enfermo, y toda la fuerza que le sostenía le
abandonó de repente; dejó el trabajo, cobró la quincena y, sin saber
cómo, casi arrastrándose, fué hasta la casa de huéspedes.

La Petra, al verle en aquel estado, le hizo acostarse, y Manuel pasó
cerca de dos semanas con una calentura muy alta, delirando. Al
levantarse había crecido, estaba demacrado y sentía una gran laxitud y
desmadejamiento en todo el cuerpo y una sensibilidad tal, que una
palabra más fuerte que otra le daba ganas de llorar.

Cuando salió a la calle, por consejo de la Petra, compró un broche de
dublé y se lo regaló a doña Casiana, y ésta lo agradeció tanto que le
dijo a su criada que el muchacho podía quedarse en la casa hasta su
completo restablecimiento.

Aquellos días fueron de los más agradables de la vida de Manuel; lo
único que le molestaba era el hambre.

Hacía un tiempo soberbio, y Manuel marchaba por las mañanas a pasear al
Retiro. El periodista, a quien llamaban el _Superhombre_, utilizaba a
Manuel para que le copiara cuartillas, y, como compensación, sin duda,
le prestaba novelas de Paúl de Kock y de Pigaul-Lebrún, algunas de un
verde muy subido, como _Monjas y corsarios_ y _Gustavo el calavera_.

Las teorías amorosas de los dos escritores convencieron a Manuel de tal
manera, que quiso ponerlas en práctica con la sobrina de la patrona. En
dos años la muchacha se había desarrollado tanto, que estaba hecha una
mujer.

Una noche, a primera hora, poco después de cenar, por influencia de la
estación primaveral o por seguir las teorías del autor de _Monjas y
corsarios_, el caso fué que Manuel convenció a la chica de la patrona de
la utilidad de una explicación a solas, y una vecina los vió a los dos
que marchaban juntos, escaleras arriba, y entraban en el desván.

Cuando iban a encerrarse, la vecina les sorprendió y los llevó contritos
a presencia de doña Casiana. La paliza que la patrona propinó a su
sobrina le quitó a la muchacha las ganas de nuevas aventuras, y a la tía
fuerzas para administrar otra a Manuel.

--Tú te vas a la calle--le dijo, agarrándole del brazo e hincándole las
uñas--, y que no te vuelva a ver más aquí, porque te desuello.

Manuel, avergonzado y confuso, no deseaba en aquel momento mas que
escapar, y se marchó a la calle en cuanto pudo, como un perro azotado.
Estaba la noche fresca, agradable. Como no tenía un céntimo, se aburrió
pronto de pasear; llamó en la tahona, preguntó por Karl el hornero, le
abrieron y se tendió en una de las camas. Al amanecer se despertó a la
voz de uno de los panaderos, que gritaba:

--¡Eh, tú, _golfo_, ahueca!

Se levantó Manuel, y salió a la calle. Paseando, se acercó al Viaducto,
a su sitio favorito, a mirar el paisaje y la calle de Segovia.

Era una mañana espléndida, de un día de primavera. En el sotillo próximo
al Campo del Moro algunos soldados se ejercitaban tocando cornetas y
tambores; de una chimenea de ladrillo de la ronda de Segovia salía a
borbotones un humazo obscuro que manchaba el cielo, limpio y
transparente; en los lavaderos del Manzanares brillaban al sol las ropas
puestas a secar, con vívida blancura.

Manuel cruzó despacio el Viaducto, llegó a las Vistillas, miró cómo unos
traperos hacían sus apartijos, después de extender el contenido de los
sacos en el suelo, y se sentó un rato al sol. Veía, con los ojos
entornados, los arcos de la iglesia de la Almudena, por encima de una
tapia; más arriba, el Palacio Real, blanco y brillante; los desmontes
arenosos de la Montaña del Príncipe Pío, y su cuartel rojo y largo, y la
hilera de casas del paseo de Rosales, con sus cristales incendiados por
la luz del sol.

Hacia la Casa de Campo algunos cerrillos pardos se destacaban, escuetos,
con dos o tres pinos, como recortados y pegados sobre el aire azul.

De las Vistillas bajó Manuel a la ronda de Segovia. Al pasar por la
calle del Aguila vió que el almacén del señor Ignacio seguía cerrado.
Entró Manuel en la casa, y preguntó en el patio por la Salomé.

--Estará trabajando en su casa--le dijeron.

Subió por la escalera y llamó en el cuarto; se oía desde fuera el ruido
de la máquina de coser.

Abrió la Salomé y pasó Manuel. Estaba la costurera tan guapa como
siempre, y, como siempre, trabajando. Sus dos chicos todavía no habían
ido al colegio. La Salomé contó a Manuel que el señor Ignacio había
estado en el hospital y que andaba buscando dinero para pagar algunas
deudas y seguir con el negocio; la Leandra, en aquel momento, en el río;
la señora Jacoba, en el puesto, y Vidal, golfeando y sin querer
trabajar. Se empeñaba en reunirse con un condenado bizco, más malo que
un dolor, y estaba hecho un randa. Andaban siempre los dos con mujeres
perdidas, en los cajones y merenderos de la carretera de Andalucía.

Manuel contó cómo había estado de panadero y cómo se puso malo; lo que
no dijo fué la despedida de casa de su madre.

--Eso no te conviene a ti; debías aprender algún oficio menos fuerte--le
aconsejó la Salomé.

Manuel estuvo charlando con la costurera toda la mañana; ella le convidó
a almorzar, y él aceptó con gusto.

Por la tarde, Manuel se fué de casa de la Salomé, pensando que si él
tuviera más años y un buen oficio que le diera dinero, se casaría con la
Salomé, aunque se viese en la precisión de darle una puñalada al chulapo
que la entretenía.

Al encontrarse en la ronda, lo primero que se le ocurrió a Manuel fué
que no debía ir al puente de Toledo, ni mucho menos a la carretera de
Andalucía, porque allí era fácil que se encontrase con Vidal o con el
_Bizco_. Pensó así, efectivamente, y, a pesar de esto, bajó hacia el
puente, echó una ojeada por los cajones, y viendo que allí no estaban
sus amigos, siguió por el Canal, atravesó el Manzanares por el puente de
un lavadero y salió a la carretera de Andalucía. En un merendero, con
varias mesas debajo del cobertizo, estaban Vidal y el _Bizco_ entre unos
cuantos golfos que jugaban al cané.

--¡Eh!, tú, Vidal--gritó Manuel.

--¡Rediez! ¿Eres tú?--dijo su primo.

--Ya ves...

--¿Qué te haces?

--Nada, ¿y vosotros?

--A lo que cae.

Contempló Manuel cómo jugaban al cané. Cuando terminaron una de las
partidas, Vidal dijo:

--¿Qué? ¿vamos a dar un paseo?

--Vamos.

--¿Vienes tú, _Bizco_?

--Sí.

Echaron los tres a andar carretera de Andalucía adelante.

Vivían Vidal y el _Bizco_ de randas: aquí cogiendo una manta de un
caballo, allá llevándose las lamparillas eléctricas de una escalera o
robando alambres del teléfono; lo que se terciaba. No iban al centro de
Madrid porque no se consideraban todavía bastante diestros.

Hacía unos días, contó Vidal, birlaron entre los dos a un chico una
cabra, a orillas del Manzanares, cerca del puente de Toledo; Vidal
entretuvo al chico jugando a las chapas, mientras que el _Bizco_
agarraba la cabra y la subía por la rampa de los pinos al paseo de las
Yeserías y la llevaba después a las Injurias. Entonces Vidal,
señalándole al chico la parte opuesta de la rampa, le dijo: «Corre, que
por allá va tu cabra», y mientras el muchacho echaba a trotar en la
dirección indicada, Vidal se escabullía en las Injurias y se juntaba con
el _Bizco_ y su querida. Todavía estaban comiendo la carne de la cabra.

--Es lo que tú debes hacer--dijo Vidal--. Venirte con nosotros. ¡Si esta
es una vida de _chipendi_! Ya ves, hace unos días Juan el _Burra_ y el
_Arenero_, que viven en Casa Blanca, se encontraron en el camino de las
Yeserías con un cerdo muerto. Iba un mozo con una piara al matadero,
cuando se conoce que murió el animal; el mozo lo dejó allá, y Juan el
_Burra_ y el _Arenero_ lo arrastraron hasta su casa, lo descuartizaron y
hemos comido cerdo sus amigos durante más de una semana. ¡Si te digo que
es una vida de _chipendi_!

Se conocían, por lo que decía Vidal, todos los randas, hasta los de los
barrios más lejanos. Era una vida extrasocial la suya, admirable; hoy se
veían en los Cuatro Caminos; a los tres o cuatro días, en el puente de
Vallecas o en la Guindalera, se ayudaban unos a otros.

Su radio de acción era una zona comprendida desde el extremo de la Casa
de Campo, en donde se encuentran el ventorro de Agapito y las ventas de
Alcorcón, hasta los Carabancheles; desde aquí, las orillas del arroyo
Abroñigal, La Elipa; el Este, las Ventas y la Concepción hasta la
Prosperidad; luego, Tetuán hasta la Puerta de Hierro. Dormían, en
verano, en corrales y cobertizos de las afueras.

Los del centro, mejor vestidos, más aristócratas, tenían ya su golfa, a
la que fiscalizaban las ganancias y que se cuidaban de ellos; pero la
golfería del centro era ya distinta, de otra clase, con otros matices.

A veces el _Bizco_ y Vidal habían pasado malas épocas, comiendo gatos y
ratas, guareciéndose en las cuevas del cerrillo de San Blas, de Madrid
Moderno y del cementerio del Este; pero ya tenían los dos su apaño.

--¿Y de trabajar? ¿Nada?--preguntó Manuel.

--¡Trabajar!... _pa_ el gato--contestó Vidal.

Ellos no trabajaban, tartamudeó el _Bizco_; con su chaira en la mano,
¿quien le tosía a el?

En el cerebro de aquella bestia fiera no habían entrado, ni aun
vagamente, ideas de derechos y de deberes. Ni deberes, ni leyes, ni
nada; para él la fuerza era la razón; el mundo un bosque de caza. Sólo
los miserables podían obedecer la ley del trabajo; así decía él: El
trabajo _pa_ los primos; el miedo _pa_ los blancos.

Mientras hablaban los tres, pasaron por la carretera un hombre y una
mujer con un niño en brazos. Tenían un aspecto entristecido, de gente
perseguida y famélica, la mirada tímida y huraña.

--Esos son los que trabajan--exclamó Vidal--. Así están ellos.

--Que se hagan la santísima--murmuró el _Bizco_.

--¿Adónde irán?--preguntó Manuel, contemplándolos con pena.

--A los tejares--contestó Vidal--. A vender azafrán, como dicen por ahí.

--¿Y por qué dicen eso?

--Como el azafrán es tan caro...

Se detuvieron los tres y se tendieron en el suelo. Estuvieron más de una
hora hablando de mujeres y de medios de sacar dinero.

--¿No tenéis perras?--preguntó Vidal a Manuel y al _Bizco_.

--Dos reales--contestó éste.

--¡Anda, convida! Vamos a tomar una botella.

Accedió el _Bizco_ refunfuñando, se levantaron y se fueron acercando a
Madrid. Una fila de burros blanquecinos pasó por delante de ellos; un
gitano joven y moreno, con una larga vara debajo del brazo, montado en
las ancas del último borrico de la fila, gritaba a cada paso:
_¡Coroné!_, _¡coroné!_

--¡Adiós, _cañí_!--le dijo Vidal.

--Vaya con Dios la gente buena--contestó el gitano, con voz ronca. Al
llegar a una taberna del camino, al lado de la casucha de un trapero, se
detuvieron, y Vidal pidió la botella de vino.

--¡Qué es esa fábrica?--preguntó Manuel, señalando una que estaba a la
izquierda de la carretera de Andalucía, según se había vuelto a Madrid.

--Ahí hacen dinero con sangre--contestó Vidal solemnemente.

Manuel le miró asustado.

--Es que hacen cola con la sangre que sobra en el Matadero--añadió su
primo, riéndose.

Escanció Vidal en las copas y bebieron los tres.

Se veía Madrid en alto, con su caserío alargado y plano, sobre la
arboleda del Canal. A la luz roja del sol poniente brillaban las
ventanas con resplandor de brasa; destacábanse muy cerca, debajo de San
Francisco el Grande, los rojos depósitos de la fábrica del gas, con sus
altos soportes, entre escombreras negruzcas; del centro de la ciudad
brotaban torrecillas de poca altura y chimeneas que vomitaban, en
borbotones negros, columnas de humo inmovilizadas en el aire tranquilo.
A un lado se erguía el Observatorio, sobre un cerrillo, centelleando el
sol en sus ventanas; al otro, el Guadarrama, azul, con sus crestas
blancas, se recortaba en el cielo limpio y transparente, surcado por
nubes rojas.

--_Na_--añadió Vidal, después de un momento de silencio, dirigiéndose a
Manuel--, tú has de venir con nosotros; formaremos una cuadrilla.

--Eso es--tartamudeó el _Bizco_.

--Bueno; ya veré--dijo Manuel de mala gana.

--¿Qué ya veré ni qué hostia? Ya está formada la cuadrilla. Se llamará
la cuadrilla de los Tres.

--Muy bien--gritó el _Bizco_.

--¿Y nos ayudaremos unos a otros?--preguntó Manuel.

--Claro que sí--contestó su primo--. Y si hay alguno que hace
traición...

--Si hay alguno que haga traición--interrumpió el _Bizco_--, se le
cortan los riñones--. Y para dar fuerza a su afirmación, sacó el puñal y
lo clavó con energía en la mesa.

Al anochecer volvieron los tres por la carretera hasta el puente de
Toledo, y se separaron allí, citándose para el día siguiente.

Manuel pensaba en lo que le podía comprometer la promesa hecha de entrar
a formar parte de la Sociedad de los Tres. La vida del _Bizco_ y de
Vidal le daba miedo. Tenía que resolverse a dar a su existencia un nuevo
giro; pero ¿cuál? Eso es lo que no sabía.

Durante algún tiempo, Manuel no se atrevió a aparecer en casa de la
patrona; veía a su madre en la calle, y dormía en la cuadra de la casa
en donde servía una de sus hermanas. Luego se dió el caso de que a la
sobrina de la patrona la encontraron en la alcoba de un estudiante de la
vecindad, y esto le rehabilitó un tanto a Manuel en la casa de
huéspedes.



CAPÍTULO II

UNA DE LAS MUCHAS MANERAS DESAGRADABLES DE MORIRSE QUE HAY EN
MADRID.--EL «EXPÓSITO».--EL «COJO» Y SU CUEVA.--LA NOCHE EN EL
OBSERVATORIO.


UN día Manuel se vió bastante sorprendido al saber que su madre no se
levantaba y que estaba enferma. Hacía tiempo que echaba sangre por la
boca; pero no le daba importancia a esto.

Manuel se presentó en la casa humildemente, y la patrona, en vez de
recriminarle, le hizo pasar a ver a su madre. No se quejaba ésta mas que
de un magullamiento grande en todo el cuerpo y de dolor en la espalda.

Pasó así días y días, unas veces mejor, otras peor, hasta que empezó a
tener mucha fiebre y hubo que llamar al médico. La patrona dijo que
habría que llevar a la enferma al hospital; pero como tenía buen
corazón, no se determinó a hacerlo.

Ya había confesado a la Petra el cura de la casa una porción de veces.
Las hermanas de Manuel iban de vez en cuando por allí, pero ninguna de
las dos traía el dinero necesario para comprar las medicinas y los
alimentos que recomendaba el médico.

El Domingo de Piñata, por la noche, la Petra se puso peor; por la tarde
había estado hablando animadamente con su hijo: pero esta animación fué
desapareciendo, hasta que quedó presa de un aniquilamiento mortal.

Aquella noche del Domingo de Piñata tenían los huéspedes de doña Casiana
una cena más suculenta que de ordinario, y después de la cena unas
rosquillas de postre, regadas con el más puro amílico de las destilerías
prusianas.

A las doce de la noche seguía la juerga. La Petra le dijo a Manuel:

--Llámale a don Jacinto y dile que estoy peor.

Manuel entró en el comedor. En la atmósfera, espesa por el humo del
tabaco, apenas se veían las caras congestionadas. Al entrar Manuel, uno
dijo:

--Callad un poco, que hay un enfermo.

Manuel dió el recado al cura.

--Tu madre no tiene mas que aprensión. Luego iré--repuso don Jacinto.

Manuel volvió al cuarto.

--¿No viene?--preguntó la enferma.

--Ahora vendrá; dice que no tiene usted mas que aprensión.

--¡Sí; buena aprensión!--murmuró ella tristemente--. Estate aquí.

Manuel se sentó sobre un baúl; tenía un sueño que no veía.

Iba a dormirse cuando le llamó su madre.

--Mira--le dijo--, trae el cuadro de la Virgen de los Dolores que hay en
la sala.

Manuel descolgó el cuadro, un cromo barato, y lo llevó a la alcoba.

--Ponlo a los pies de la cama, que lo pueda ver yo.

Hizo el muchacho lo que le mandaban, y volvió a sentarse. Seguía el
jaleo de canciones, palmadas y castañuelas en el comedor.

De pronto, Manuel, que estaba medio dormido, oyó un estertor fuerte, que
salía del pecho de su madre, y al mismo tiempo vió que su cara, más
pálida, tenía extrañas contracciones.

--¿Que le pasa a usted?

La enferma no contestó. Entonces Manuel volvió a avisar al cura. Este
abandonó el comedor refunfuñando, miró a la enferma y le dijo al
muchacho:

--Tu madre se muere. Estate aquí, que yo vengo en seguida con la Unción.

Mandó el cura callar a los que alborotaban en el comedor, y enmudeció la
casa entera.

No se oyó entonces mas que un ruido de pasos, abrir y cerrar de puertas
y luego el estertor de la moribunda y el tic-tac de un reloj del
pasillo.

Llegó el cura con otro que traía una estola e hizo todas las ceremonias
de la Unción. Cuando el vicario y sacristán salían, Manuel miró a su
madre y la vió lívida, con la mandíbula desencajada. Estaba muerta.

El muchacho se quedó solo en el cuarto, iluminado por la luz de aceite,
sentado en un baúl, temblando de frío y de miedo.

Toda la noche la pasó así; de vez en cuando entraba la patrona en paños
menores y preguntaba algo a Manuel, o le hacía alguna recomendación, que
este, en general, no comprendía.

Manuel aquella noche pensó y sufrió lo que, quizá nunca pensara ni
sufriera: reflexionó acerca de la utilidad de la vida y acerca de la
muerte con una lucidez que nunca había tenido. Por más esfuerzos que
hacía, no podía detener aquel flujo de pensamientos que se enlazaban
unos con otros.

A las cuatro de la mañana estaba toda la casa en silencio, cuando se oyó
el ruido del picaporte en la puerta de la escalera; después, pasos en el
corredor, y luego, el sonido quejumbroso de la caja de música colocada
en la mesa del vestíbulo, que tocaba la Mandolinata.

Manuel se despertó sobresaltado, como de un sueño; no se pudo dar cuenta
de lo que era aquella música; hasta pensó si se le había trastornado la
cabeza. El organillo, después de unas cuantas paradas y asmáticos hipos,
abandonó la Mandolinata y comenzó a tocar atropelladamente el dúo de
Bettina y de Pippo, de _La Mascota_:

         Me olvidarás, gentil pastor,
       con ese traje tan señor.

Manuel salió de la alcoba y preguntó en la obscuridad:

--¿Quién es?

Al mismo tiempo se oyeron voces que salían de todos los cuartos. El
organillo interrumpió el aire de _La Mascota_ para emprender con brío el
himno de Garibaldi. De repente cesaron las notas de la caja de música y
una voz ronca gritó:

--¡Paco! ¡Paco!

La patrona se levantó y preguntó quiénes alborotaban así; uno de los que
habían entrado en la casa, con voz aguardentosa, dijo que eran
estudiantes de la casa de huéspedes del piso tercero, que venían del
baile en busca de Paco, uno de los comisionistas. La patrona les dijo
que había un muerto en la casa, y uno de los borrachos, que era
estudiante de Medicina, dijo que deseaba verle. Se le pudo disuadir de
su idea y todos se marcharon. Al otro día se avisó a las hermanas de
Manuel y se enterró a la Petra...

Al día siguiente del entierro, Manuel salió de la casa de huéspedes y se
despidió de doña Casiana.

--¿Qué vas a hacer?--le dijo ésta.

--No sé; ya veremos.

--Yo no te puedo tener, pero no quiero que pases hambre. Alguna que otra
vez ven por aquí.

Después de callejear toda la mañana, Manuel se encontró al mediodía en
la ronda de Toledo, recostado en la tapia de las Américas y sin saber
qué hacer. A un lado, sentado también en el suelo, había un chiquillo
astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies
desnudos y un chaquetón roto, por cuyos agujeros se veía la piel negra,
curtida por el sol y la intemperie. Colgando del cuello llevaba un bote
para coger colillas.

¿Dónde vives tú?--le preguntó Manuel.

--Yo no tengo padre ni madre--contestó indirectamente el muchacho.

--¿Cómo te llamas?

--El _Expósito_.

--¿Y por qué te llaman _Expósito_?

--¡Toma! Porque soy inclusero.

--Y tú ¿no has tenido nunca casa?

--Yo no.

--¿Y dónde sueles dormir?

--Pues en el verano, en las cuevas y en los corrales, y en el invierno,
en las calderas del asfalto.

--¿Y cuando no hay asfalto?

--En algún asilo.

--Pero bueno, ¿qué comes?

--Lo que me dan.

--¿Y se vive bien así?

El inclusero no debió de entender la pregunta o le pareció muy necia,
porque se encogió de hombros. Manuel siguió interrogándole con
curiosidad.

--¿No tienes frío en los pies?

--No.

--¿Y no haces nada?

--¡Psch...!, lo que se tercia: cojo colillas, vendo arena, y cuando no
gano nada voy al cuartel de María Cristina.

--¿A qué?

--Toma, por rancho.

--¿Y dónde está ese cuartel?

--Cerca de la estación de Atocha. ¿Qué? ¿También quieres ir tú allí?

--Sí; también.

--Pues vamos, no se vaya a pasar la hora del cocido.

Se levantaron los dos y echaron a andar por las rondas. El _Expósito_
entró en las tiendas del camino a pedir, y le dieron dos pedazos de pan
y una perra chica.

--¿Quieres, _ninchi_?--dijo ofreciendo uno de los pedazos a Manuel.

--Venga.

Llegaron los dos por la ronda de Atocha frente a la estación del
Mediodía.

--¿Tú conoces la hora?--preguntó el _Expósito_.

--Sí, son las once.

--Entonces aun es temprano para ir al cuartel.

Frente a la estación, una señora, subida en un coche rojo, peroraba y
ofrecía un ungüento para las heridas y un específico para quitar el
dolor de muelas.

El _Expósito_, mordiendo el pedazo de pan, interrumpió el discurso de
la señora del coche, gritando irónicamente:

--¡Deme usted una tajada para que se me quite el dolor de muelas!

--Y a mí otra--dijo Manuel.

--El marido de la señora del coche, un viejo con un ranglán muy largo,
que, en el grupo de los oyentes, escuchaba con el mayor respeto lo que
decía su costilla, se indignó y, hablando medio en castellano, dijo:

--Ahora sí que os van a _dolert_ de _veres_.

--Este señor ha venido del Archipipi--interrumpió el _Expósito_.

El señor trató de coger a uno de los chicos. Manuel y el _Expósito_ se
alejaban corriendo, le daban un quiebro al del ranglán y se plantaban
frente a él.

_Sinvergüenses_--gritaba el señor--os voy a _dart_ una _guantade_, que
_entonses_ si que os van a _dolert_ de _verdat_.

--Si ya nos duelen--le replicaban ellos.

El hombre, en el último grado de exasperación, comenzó a perseguir
frenético a los chicos; un grupo de golfos y de vendedores de periódicos
le achucharon irónicamente, y el viejo, sudando, secándose la cara con
el pañuelo, fué en busca de un guardia municipal.

--¡Golfolaire! ¡Frachute! _¡Méndigo!_--le gritó el _Expósito_.

Luego, riéndose de la guasa, se acercaron al cuartel y se pusieron a la
cola de una fila de pobres y de vagos que esperaban la comida. Una
vieja, que ya había comido, les prestó una lata para recoger el rancho.

Comieron, y después, en unión de otros chiquillos andrajosos, subieron
por los altos arenosos del cerrillo de San Blas, a ver desde allá el
ejercicio de los soldados en el paseo de Atocha.

Manuel se tendió perezosamente al sol; sentía el bienestar de hallarse
libre por completo de preocupaciones, de ver el cielo azul extendiéndose
hasta el infinito. Aquel bienestar le llevó a un sueño profundo.

Cuando se despertó era ya media tarde; el viento arrastraba nubes
obscuras por el cielo. Manuel se sentó; había un grupo de golfos junto
él, pero entre ellos no estaba el _Expósito_.

Un nubarrón negro vino avanzando hasta ocultar el sol; poco después
empezó a llover.

--¿Vamos a la cueva del _Cojo_?--dijo uno de los muchachos.

--Vamos.

Echó toda la golfería a correr, y Manuel con ella, en la dirección del
Retiro. Caían las gruesas gotas de lluvia en líneas oblicuas de color de
acero; en el cielo, algunos rayos de sol pasaban brillantes por entre
las violáceas nubes obscuras y alargadas, como grandes peces inmóviles.

Delante de los golfos, a bastante distancia, corrían dos mujeres y dos
hombres.

Son la _Rubia_ y la _Chata_, que van con dos paletos--dijo uno.

--Van a la cueva--añadió otro.

Llegaron los muchachos a la parte alta del cerrillo; en la entrada de la
cueva, un agujero hecho en la arena; sentado en el suelo, un hombre, a
quien le faltaba una pierna, fumaba en una pipa.

--Vamos a entrar--advirtió uno de los golfos al _Cojo_.

--No se puede--replicó él.

--¿Por qué?

--Porque no.

--¡Hombre! Déjenos usted entrar hasta que pase la lluvia.

--No puede ser.

--¿Es que están la _Rubia_ y la _Chata_ ahí?

--A vosotros ¿qué os importa?

--¿Vamos a darles un susto a esos paletos?--propuso uno de los golfos,
que llevaba largos tufos negros por encima de las orejas.

--Ven y verás--masculló el _Cojo_, agarrando una piedra.

--Vamos al Observatorio--dijo otro--. Allá no nos mojaremos.

Los de la cuadrilla volvieron hacia atrás, saltaron una tapia que les
salió al paso, y se guarecieron en el pórtico del Observatorio, del lado
de Atocha. Venía el viento del Guadarrama, y allá quedaban al socaire.

La tarde y parte de la noche estuvo lloviendo, y la pasaron hablando de
mujeres, de robos y de crímenes. Dos o tres de aquellos chicos tenían
casa, pero no querían ir. Uno, que se llamaba el _Mariané_, contó una
porción de timos y de estafas notables; algunos, que demostraban un
ingenio y habilidad portentosos, entusiasmaron a la concurrencia.
Agotado este tema, unos cuantos se pusieron a jugar al cané, y el de los
tufos negros, a quien llamaban el _Canco_, cantó por lo bajo canciones
flamencas con voz de mujer.

De noche, como hacía frío, se tendieron muy juntos en el suelo y
siguieron hablando. A Manuel le chocaba la mala intención de todos; uno
explicó cómo a un viejo de ochenta años, que dormía furtivamente en un
cuchitril formado por cuatro esteras en el lavadero del Manzanares el
Arco Iris, le abrieron una noche que corría un viento helado dos de las
esteras, y al día siguiente lo encontraron muerto de frío; el _Mariané_
contó que había estado con un primo suyo, que era sargento de
caballería, en una casa pública, y el sargento se montó sobre la espalda
de una mujer desnuda y con las espuelas le desgarró los muslos.

--Es que para tener contentas a las mujeres no hay como hacerlas
sufrir--terminó diciendo el _Mariané_.

Manuel oyó esta sentencia asombrado; pensó en aquella costurerita que
iba a casa de la patrona, y después en la Salomé, y en que no le hubiese
gustado hacerse querer de ellas martirizándolas; y barajando estas ideas
quedó dormido.

Cuando despertó sintió el frío, que le penetraba hasta los huesos.
Alboreaba la mañana, ya no llovía; el cielo, aun obscuro, se llenaba de
nubes negruzcas. Por encima de un seto de evónimos brillaba una
estrella, en medio de la pálida franja del horizonte, y sobre aquella
claridad de ópalo se destacaban entrecruzadas las ramas de los árboles,
todavía sin hojas.

Se oían silbidos de las locomotoras en la estación próxima; hacia
Carabanchel palidecían las luces de los faroles en el campo obscuro
entrevisto a la vaga luminosidad del día naciente.

Madrid, plano, blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la noche
con sus tejados, que cortaban en una línea recta el cielo; sus
torrecillas, sus altas chimeneas de fábrica y, en el silencio del
amanecer, el pueblo y el paisaje lejano tenían algo de lo irreal y de lo
inmóvil de una pintura.

Clareaba más el cielo, azuleando poco a poco. Se destacaban ya de un
modo preciso las casas nuevas, blancas; las medianerías altas de
ladrillo, agujereadas por ventanucos simétricos; los tejados, los
esquinazos, las balaustradas, las torres rojas, recién construídas, los
ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y
triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc.

Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en suaves
ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del amanecer; serpenteaba
el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo
de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para
curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid,
el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas
blanqueadas por la nieve.

En pleno silencio el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre,
olvidado en la ciudad dormida.

Manuel sentía mucho frío y comenzó a pasearse de un lado a otro,
golpeándose con las manos en los hombros y en las piernas. Entretenido
en esta operación, no vió a un hombre de boina, con una linterna en la
mano, que se acercó y le dijo:

--¿Qué haces ahí?

Manuel, sin contestar, echó a correr para abajo; poco después comenzaron
a bajar los demás, despertados a puntapiés por el hombre de la boina.

Al llegar junto al Museo Velasco, el _Mariané_ dijo:

--Vamos a ver si hacemos la Pascua a ese morral del _Cojo_.

--Sí; vamos.

Volvieron a subir por una vereda al sitio en donde habían estado la
tarde anterior. De las cuevas del cerrillo de San Blas salían gateando
algunos golfos miserables que, asustados al oír ruido de voces, y
pensando sin duda en alguna batida de la policía, echaban a correr
desnudos, con los harapos debajo del brazo.

Se acercaron a la cueva del _Cojo_; el _Mariané_ propuso que en castigo
a no haberles dejado entrar el día anterior, debían hacer un montón de
hierbas en la entrada de la cueva y pegarle fuego.

--No, hombre, eso es una barbaridad--dijo el _Canco_--. El hombre
alquila su cueva a la _Rubia_ y a la _Chata_, que andan por ahí y tienen
su parroquia en el cuartel, y no puede menos de respetar sus contratos.

--Pues hay que amolarle--repuso el _Mariané_--. Ya veréis. El muchacho
entró a gatas en la cueva y salió poco después con la pierna de palo del
_Cojo_ en una mano y en la otra un puchero.

--_¡Cojo! ¡Cojo!_--gritó.

A los gritos se presentó el lisiado en la boca de la cueva, apoyándose
en las manos, andando a rastras, vociferando y blasfemando con furia.

--_¡Cojo! ¡Cojo!_--le volvió a gritar el _Mariané_ como quien azuza a un
perro--. ¡Que se te va la pierna! ¡Que se te escapa el _piri_!--y
cogiendo la pata de palo y el puchero los tiró por el desmonte abajo.

Echaron todos a correr hacia la ronda de Vallecas. Por encima de los
altos y hondonadas del barrio del Pacífico, el disco rojo enorme del sol
brotaba de la tierra y ascendía lento y majestuoso por detrás de unas
casuchas negras.



CAPÍTULO III

ENCUENTRO CON ROBERTO.--ROBERTO CUENTA EL ORIGEN DE UNA FORTUNA
FANTÁSTICA.


TUVO Manuel que volver a la tahona a pedir trabajo, y allí, gracias a
que Karl le habló al amo, pasó el muchacho algún tiempo substituyendo a
un repartidor.

Manuel comprendía que aquello no era definitivo, ni llevaba a ninguna
parte; pero no sabía qué hacer, ni qué camino seguir.

Cuando se quedó sin jornal, mientras no le faltó para comer, en un figón
fué viviendo; llegó un día en que se quedó sin un céntimo y recurrió al
cuartel de María Cristina.

Dos o tres días aguardaba entre la fila de mendigos a que sacasen el
rancho, cuando vió a Roberto que entraba en el cuartel. Por no perder la
vez no se acercó, pero, después de comer, le esperó hasta que le vió
salir.

--¡Don Roberto!--gritó Manuel.

El estudiante se puso muy pálido; luego se tranquilizó al ver a Manuel.

--¿Qué haces aquí?--dijo.

--Pues, ya ve usted, aquí vengo a comer; no encuentro trabajo.

--¡Ah! ¿Vienes a comer aquí?

--Sí, señor.

--Pues yo vengo a lo mismo--murmuró Roberto, riéndose.

--¿Usted?

--Sí; el destino que tenía me lo quitaron.

--¿Y qué hace usted ahora?

--Estoy en un periódico trabajando y esperando a que haya una plaza
vacante. En el cuartel me he hecho amigo de un escultor que viene a
comer también aquí y vivimos los dos en una guardilla. Yo me río de
estas cosas, porque tengo el convencimiento de que he de ser rico, y,
cuando lo sea, recordaré con gusto mis apuros.

--Ya empieza a desbarrar--pensó Manuel.

--¿Es que tú no estás convencido de que yo voy a ser rico?

--Sí; ¡ya lo creo!

--¿Adónde vas?--preguntó Roberto.

--A ninguna parte.

--Pasearemos.

--Vamos.

Bajaron a la calle de Alfonso XII y entraron en el Retiro; llegaron
hasta el final del paseo de coches, y allí se sentaron en un banco.

--Por aquí andaremos nosotros en carruaje cuando yo sea millonario--dijo
Roberto.

--Usted...; lo que es yo--replicó Manuel.

--Tú también. ¿Te crees tú que te voy a dejar comer en el cuartel cuando
tenga millones?

--La verdad es que estará chiflado, pero tiene buen corazón--pensó
Manuel--; luego añadió:--¿Han adelantado mucho sus cosas?

--No, mucho, no; todavía la cuestión está embrollada; pero ya se
aclarará.

--¿Sabe usted que el titiritero aquel del fonógrafo--dijo Manuel--vino
con una mujer que se llamaba Rosa? Yo fuí a buscarle a usted para ver si
era la que usted decía.

--No. Esta que yo buscaba ha muerto

--¿Entonces el asunto de usted se habrá aclarado?

--Sí; pero me falta dinero. Don Telmo me prestaba diez mil duros, a
condición de cederle, en el caso de ganar, la mitad de la fortuna al
entrar en posesión de ella, y no he aceptado.

--Qué disparate.

--Quería, además, que me casase con su sobrina.

--¿Y usted no ha querido?

--No.

--Pues es guapa.

--Sí; pero no me gusta.

--¿Qué? ¿Se acuerda usted todavía de la chica de la Baronesa?

--¡No me he de acordar! La he visto. Está preciosa.

--Sí; es bonita.

--¡Bonita sólo! No blasfemes. Desde que la vi, me he decidido. O va uno
al fondo o arriba.

--Se expone usted a quedarse sin nada.

--Ya lo sé; no me importa. O todo o nada.

Los Hasting han tenido siempre voluntad y decisión para las cosas. El
ejemplo de un pariente mío me alienta. Es un caso de terquedad,
tonificador. Verás.

Mi tío, el hermano de mi abuelo, estuvo en Londres en una casa de
comercio; supo por un marino que en una isla del Pacífico habían sacado
una vez una caja llena de plata, que suponían sería de un barco que
había salido del Perú para Filipinas. Mi tío logró saber el punto fijo
en donde había naufragado el barco, e, inmediatamente, dejó su empleo y
se fué a Filipinas. Fletó un barquito, llegó al punto señalado, un peñón
del archipiélago de Magallanes, sondaron en distintas partes y no
llegaron a sacar, después de grandes trabajos, mas que unas cuantas
cajas rotas, en donde no quedaban huellas de nada. Cuando los víveres se
acabaron tuvieron que volver, y mi tío llegó sin un cuarto a Manila, y
se metió de empleado en una casa de comercio. Al año de esto, un yanqui
le propuso buscar el tesoro juntos, y mi tío aceptó, con la condición de
que partirían entre los dos las ganancias. En este segundo viaje sacaron
dos cajas pesadísimas y grandes, una llena de lingotes de plata, la otra
con onzas mejicanas. El yanqui y mi tío se repartieron el dinero, y a
cada uno le tocó más de cien mil duros; pero mi tío, que era terco,
volvió al lugar del naufragio, y entonces ya debió de encontrar el
tesoro, porque llegó a Inglaterra con una fortuna colosal. Hoy los
Hasting, que viven en Inglaterra, siguen siendo millonarios. ¿No te
acuerdas de Fanny, la que vino a la taberna de las Injurias con
nosotros?

--Sí.

--Pues es de los Hasting ricos de Inglaterra.

--¿Y usted por qué no les pide algún dinero?--preguntó Manuel.

--No, nunca, aunque me muriera de hambre, y eso que ellos se han
prestado muchas veces a favorecerme. Antes de venir a Madrid estuve
viajando por casi todas partes del mundo en un yate del hermano de
Fanny.

--¿Y esa fortuna que usted piensa encontrar está también en alguna
isla?--dijo Manuel.

--Me parece que eres de los que no tienen fe--contestó Roberto--. Antes
de que cantara el gallo me negarías tres veces.

--No; yo no conozco sus asuntos; pero si usted me necesitara a mí, yo le
serviría con mucho gusto.

--Pero dudas de mi estrella, y haces mal; te figuras que estoy chiflado.

--No, no, señor.

--¡Bah! Tú te crees que esa fortuna que yo tengo que heredar es una
filfa.

--Yo no sé.

--Pues, no; la fortuna existe. ¿Tú te acuerdas una vez que hablaba con
don Telmo delante de ti de cómo había estado en casa de un
encuadernador, y la conversación que tuve con él?

--Sí, señor; me acuerdo.

Pues bien; aquella conversación fué para mí la base de las indagaciones
que he hecho después; no te contaré yo cómo he ido recogiendo datos y
más datos, poco a poco, porque esto te resultaría pesado; te mostraré
escuetamente la cuestión.

Al concluir esto, Roberto se levantó del banco en donde estaban
sentados, y dijo a Manuel:

--Vamos de aquí. Aquel señor anda rondándonos; trata de oír nuestra
conversación.

Manuel se levantó convencido de la chifladura de Roberto; pasaron por
delante del Ángel Caído, llegaron cerca del Observatorio Meteorológico,
y de allí salieron a unos cerrillos que están frente al Pacífico y al
barrio de Doña Carlota.

--Aquí se puede hablar--murmuró Roberto--. Si viene alguno, avísame.

--No tenga usted cuidado--respondió Manuel.

--Pues como te decía, esa conversación fué la base de una fortuna que
pronto me pertenecerá; pero mira si será uno torpe y lo mal que se ven
las cosas cuando están al lado de uno. Hasta pasado lo menos un año de
la conversación no empecé yo a hacer gestiones. Las primeras las hice
hace dos años. Un día de Carnaval se me ocurrió la idea. Yo daba
lecciones de inglés y estudiaba en la Universidad; con el poco dinero
que ganaba tenía que enviar parte a mi madre, y parte me servía para
vivir y para las matrículas. Este día de Carnaval, un martes, lo
recuerdo, no tenía mas que tres pesetas en el bolsillo; llevaba tanto
tiempo trabajando sin distraerme un momento, que dije:--Nada, hoy voy a
hacer una calaverada; me voy a disfrazar. Efectivamente, en la calle de
San Marcos alquilé un dominó y un antifaz por tres pesetas, y me eché a
la calle, sin un céntimo en el bolsillo. Comencé a bajar hacia la
Castellana, y al llegar a la Cibeles me pregunté a mí mismo, extrañado:
¿Para qué habré hecho yo la necedad de gastar el poco dinero que tenía
en disfrazarme cuando no conozco a nadie?

Quise volver hacia arriba a abandonar mi disfraz; pero había tanta
gente, que tuve que seguir con la marea. No sé si te habrás fijado en lo
solo que se encuentra uno esos días de Carnaval entre las oleadas de la
multitud. Esa soledad entre la muchedumbre es mucho mayor que la soledad
en el bosque. Esto me hizo pensar en las mil torpezas que uno comete: en
la esterilidad de mi vida.--Me voy a consumir--me dije--en una actividad
de ratoncillo; voy a terminar en ser un profesor, una especie de
institutriz inglesa. No; eso nunca. Hay que buscar una ocasión y un fin
para emanciparse de esta existencia mezquina, y si no lanzarse a la vida
trágica. Pensé también en que era muy posible que la ocasión hubiese
pasado ante mí sin que yo supiese aprovecharme de ella, y de pronto
recordé la conversación con el encuadernador. Me decidí a enterarme,
hasta ver la cosa claramente, sin esperanza ninguna, sólo como una
gimnasia de la voluntad.--Se necesita más voluntad--me dije--para
vencer los detalles que aparecen a cada instante que no para hacer un
gran sacrificio o para tener un momento de abnegación. Los momentos
sublimes, los actos heroicos, son más bien actos de exaltación de la
inteligencia que de voluntad; yo me he sentido siempre capaz de hacer
una gran cosa, de tomar una trinchera, de defender una barricada, de ir
al Polo Norte; pero ¿sería capaz de llevar a cabo una obra diaria, de
pequeñas molestias y de fastidios cotidianos? Sí, me dije a mí mismo, y
decidido me metí entre las máscaras, y volví a Madrid mientras los demás
alborotaban.

--¿Y desde entonces trabajó usted?

--Desde entonces, con una constancia rabiosa. El encuadernador no quería
darme ningún dato; me instalé en la Casa de Canónigos, pedí el libro de
Turnos, y allí un día y otro estuve revisando listas y listas, hasta que
encontré la fecha del proceso; de aquí me fuí a las Salesas, di con el
archivo, y un mes entero pasé allá en una guardilla abriendo legajos,
hasta que pude ver los autos. Luego tuve que sacar fes de bautismo,
buscar recomendaciones para un obispo, andar, correr, intrigar, ir de un
lado a otro, hasta que la cuestión comenzó a aclararse, y con mis
documentos en regla hice mi reclamación en Londres. He plantado durante
estos dos años los cimientos para levantar la torre a la que he de
subir.

--¿Y está usted seguro que los cimientos son sólidos?

--¡Oh, son los hechos! Aquí están--y Roberto sacó un papel doblado del
bolsillo--. Es el árbol genealógico de mi familia. Este círculo rojo es
don Fermín Núñez de Letona, cura de Labraz, que va a Venezuela, a fines
del siglo XVIII. Hace, no se sabe cómo, una inmensa fortuna, y vuelve a
España en la época de Trafalgar. En la travesía, un barco inglés aborda
al español en donde viene el cura, y a éste y a los demás pasajeros los
apresan y los llevan a Inglaterra. Don Fermín reclama su fortuna al
Gobierno inglés, se la devuelven, y la coloca en el Banco de Londres, y
viene a España en la época de la guerra de la Independencia. Como en
aquellos tiempos el dinero no estaba muy seguro en España, don Fermín
deja su fortuna en el Banco de Londres, y una de las veces que trata de
retirar una cantidad grande para comprar propiedades, va a Inglaterra
con la sobrina de un primo suyo y único pariente, llamado Juan Antonio.
Esta sobrina--y Roberto señaló un círculo en el papel--se casa con un
señorito irlandés, Bandon, y muere a los tres años de casada. El cura
don Fermín decide volver a España, y manda girar su fortuna al Banco de
San Fernando, y antes de que se haga el giro don Fermín muere. Bandon,
el irlandés, presenta un testamento en que el cura deja como heredera
universal a su sobrina, y además prueba que tuvo un hijo de su mujer,
que murió después de bautizado. El primo de don Fermín, Juan Antonio, el
de Labraz, le pone pleito a Bandon, y el pleito dura cerca de veinte
años, y muere Juan Antonio, y el irlandés puede recoger una parte de la
herencia.

La otra hija de Juan Antonio se casa con un primo suyo, comerciante de
Haro, y tiene tres hijos, dos varones y una hembra. Esta se mete monja,
uno de los varones muere en la guerra carlista y el otro entra en un
comercio y se va a América.

Este, Juan Manuel Núñez, hace una fortuna regular, se casa con una
criolla y tiene dos hijas: Augusta y Margarita. Augusta, la menor, se
casa con mi padre, Ricardo Hasting, que era un calavera que se escapó
de su casa, y Margarita, con un militar, el coronel Buenavida. Vienen
todos a España en muy buena posición, mi padre se mete en negocios
ruinosos, y ya arruinado, no sé por dónde averigua que la fortuna del
cura Núñez de Letona está a disposición de los herederos; va a
Inglaterra, hace su reclamación, le exigen documentos, saca las fes de
bautismo de los antepasados de su mujer y se encuentra con que la
partida de nacimiento del cura don Fermín no se encuentra por ningún
lado. De pronto, mi padre deja de escribir y pasan años y años, y al
cabo de más de diez recibimos una carta participándonos que ha muerto en
Australia.

Margarita, la hermana de mi madre, queda viuda con una hija, se vuelve a
casar, y el segundo marido resulta un bribón de marca mayor, que la deja
sin un céntimo. La hija del primer matrimonio, Rosa, sin poder sufrir al
padrastro, se escapa de casa con un cómico, y no sabe más de ella.

Si has seguido--añadió Roberto--mis explicaciones, habrás visto que no
quedan más parientes de don Fermín Núñez de Letona que mis hermanas y
yo, porque la hija de Margarita, Rosa Núñez, ha muerto.

Ahora, la cuestión está en probar este parentesco, y ese parentesco está
probado; tengo las partidas de bautismo que acreditan que descendemos en
línea directa de Juan Antonio, el hermano de Fermín. Pero ¿por qué no
aparece el nombre de Fermín Núñez de Letona en el libro parroquial de
Labraz? Eso es lo que a mí me preocupó y eso es lo que he resuelto.
Bandon el irlandés, cuando murió su contrincante Juan Antonio, envió a
España un agente llamado Shaphter, y éste hizo desaparecer la fe de
bautismo de don Fermín. ¿Cómo? Aun no lo sé. Mientras tanto, yo sigo en
Londres la reclamación, sólo para mantener la causa en estado de
litigio, y los Hasting son los que llevan el proceso.

--¿Y a cuánto asciende esa fortuna?--preguntó Manuel.

--Entre el capital y los intereses, a un millón de libras esterlinas.

--¿Y es mucho eso?

--Sin el cambio, unos cien millones de reales; con el cambio, ciento
treinta.

Manuel se echó a reír.

--¿Para usted solo?

--Para mí y para mis hermanas. Figúrate tú, cuando yo coja esa cantidad,
lo que van a ser para mí estos cochecitos y estas cosas. Nada.

--Y ahora, mientras tanto, no tiene usted una perra.

--Así es la vida, hay que esperar, no hay más remedio. Ahora que nadie
me cree, gozo yo más con el reconocimiento de mi fuerza que gozaré
después con el éxito. He construído una montaña entera; una niebla
profunda impide verla; mañana se desgarrará la niebla y el monte
aparecerá erguido, con las cumbres cubiertas de nieve.

Manuel encontraba necio estar hablando de tanta grandeza cuando ni uno
ni otro tenían para comer, y, pretextando una ocupación, se despidió de
Roberto.



CAPÍTULO IV

DOLORES LA «ESCANDALOSA».--LAS ENGAÑIFAS DEL «PASTIRI».--DULCE
SALVAJISMO.--UN MODESTO ROBO EN DESPOBLADO.


DESPUÉS de una semana pasada al sereno, un día Manuel se decidió a
reunirse con Vidal y el _Bizco_ y a lanzarse a la vida maleante.

Preguntó por sus amigos en los ventorros de la carretera de Andalucía,
en la Llorosa, en las Injurias, y un compinche del _Bizco_, que se
llamaba el _Chungui_, le dijo que el _Bizco_ paraba en las Cambroneras,
en casa de una mujer ladrona de fama, conocida por Dolores la
_Escandalosa_.

Fué Manuel a las Cambroneras, preguntó por la Dolores y le indicaron una
puerta en un patio habitado por gitanos.

Llamó Manuel, pero la Dolores no quiso abrir la puerta; luego, con las
explicaciones que le dió el muchacho, le dejó entrar.

La casa de la _Escandalosa_ consistía en un cuarto de unos tres metros
en cuadro; en el fondo se veía una cama, donde dormía vestido el
_Bizco_; a un lado, una especie de hornacina con su chimenea y un fogón
pequeño. Además, ocupaban el cuarto una mesa, un baúl, un vasar blanco
con platos y pucheros de barro y una palomilla de pino con un quinqué de
petróleo encima.

La Dolores era una mujer de cincuenta años próximamente; vestía traje
negro, un pañuelo rojo atado como una venda a la frente, y otro, de
color obscuro, por encima.

Llamó Manuel al _Bizco_, y, cuando éste se despertó, le preguntó por
Vidal.

--Ahora vendrá--dijo el _Bizco_; luego, dirigiéndose a la vieja,
gritó--: Tráeme las botas, tú.

La Dolores no hizo pronto el mandado, y el _Bizco_, por alarde, para
demostrar el dominio que tenía sobre ella, le dió una bofetada.

La mujer no chistó; Manuel miró al _Bizco_ fríamente, con disgusto; el
otro desvió la vista de un modo huraño.

--¿Quieres almorzar?--le preguntó el _Bizco_ a Manuel cuando se hubo
levantado.

--Si das algo bueno...

La Dolores sacó la sartén del fuego llena de pedazos de carne y de
patatas.

--No os tratáis poco bien--murmuró Manuel, a quien el hambre hacía
profundamente cínico.

--Nos dan fiado en la casquería--dijo la Dolores, para explicar la
abundancia de carne.

--¡Si tú y yo no afanáramos por ahí--saltó el _Bizco_, dirigiéndose a la
vieja--, lo que comiéramos nosotros!

La mujer sonrió modestamente. Acabaron con el almuerzo, y la Dolores
sacó una botella de vino.

--Esta mujer--dijo el _Bizco_--, ahí donde la ves, no hay otra como
ella. Enséñale lo que tenemos en el rincón.

--Ahora, no, hombre.

--¿Por qué no?

--¿Si viene alguno?

--Echo el cerrojo.

--Bueno.

Cerró la puerta el _Bizco_, la Dolores empujó la cama al centro del
cuarto, se acercó a la pared, despegó un trozo de tela rebozado de cal,
de una vara en cuadro, y apareció un boquete lleno de cintas, cordones,
puntillas y otros objetos de pasamanería.

--¿Eh?--dijo el _Bizco_--; pues todo esto lo ha afanado ella.

--Aquí debéis tener mucho dinero.

--Sí; algo hay--contestó la Dolores--. Luego, dejó caer el trozo de tela
que tapaba la excavación de la pared, lo sujetó y colocó delante la
cama. El _Bizco_ descorrió el cerrojo. Al poco rato llamaban en la
puerta.

--Debe ser Vidal--dijo el _Bizco_, y añadió en voz baja, dirigiéndose a
Manuel--: Oye, tú, a éste no le digas nada.

Entró Vidal con su aire desenvuelto, celebró la llegada de Manuel, y los
tres camaradas salieron a la calle.

--¿Vais a barbear por ahí?--preguntó la vieja.

--Sí.

--A ver si no vienes tarde, ¿eh?--añadió la Dolores, dirigiéndose al
_Bizco_.

Este no se dignó contestar a la recomendación.

Salieron los tres a la glorieta del puente de Toledo; allí cerca tomaron
una copa, en el cajón del _Garatusa_, un licenciado de presidio,
protector de descuideros, no sin interés y su cuenta, y luego, por el
paseo de los Ocho Hilos, salieron a la ronda de Toledo.

Como domingo, los alrededores del Rastro rebosaban gente.

A lo largo de la tapia de las grandiosas Américas, en el espacio
comprendido entre el Matadero y la Escuela de Veterinaria, una larga
fila de vendedores ambulantes establecía sus reales.

Había algunos de éstos con trazas de mendigos, inmóviles, somnolientos,
apoyados en la pared, contemplando con indiferencia sus géneros: cuadros
viejos, cromos nuevos, libros, cosas inútiles, desportilladas, sucias,
convencidos de que nadie mercaría lo que ellos mostraban al público.
Otros gesticulaban, discutían con los compradores; algunas viejas
horribles y atezadas, con sombreros de paja grandes en la cabeza, las
manos negras, los brazos en jarra, la desvergüenza pronta a surgir del
labio, chillaban como cotorras.

Las gitanas de trajes abigarrados peinaban al sol a las gitanillas
morenuchas y a los _churumbeles_ de pelo negro y ojos grandes; una
porción de vagos discurría gravemente; pordioseros envueltos en harapos,
lisiados, lacrosos, clamaban, cantaban, se lamentaban, y el público
dominguero, buscador de gangas, iba y venía, deteniéndose en este
puesto, preguntando, husmeando, y la gente pasaba, con el rostro
inyectado por el calor del sol, un sol de primavera que cegaba al
reflejar la blancura de creta de la tierra polvorienta, y brillaba y
centelleaba con reflejos mil en los espejos rotos y en los cachivaches
de metal, tirados y amontonados en el suelo. Y para aumentar aquella
baraúnda turbadora de voces y de gritos, dos organillos llenaban el aire
con el campanilleo alegre de sus notas, mezcladas y entrecruzadas.

Manuel, el _Bizco_ y Vidal subieron a la cabecera del Rastro y volvieron
a bajar. En la puerta de las Américas se encontraron con el _Pastiri_,
que andaba husmeando por allí.

Al ver a Manuel y a los otros dos, el de las tres cartas se les acercó y
les dijo:

--¿Vamos a tomar unas tintas?

--Vamos.

Entraron en una tasca de la Ronda. El _Pastiri_ aquel día estaba solo,
porque su compañero se había marchado a El Escorial, y como no tenía
quien le hiciera el paripé en el juego, no sacaba una perra. Si ellos
tomaban el papel de ganchos, para decidir a los curiosos a jugar, les
daría una parte en las ganancias.

--Pregúntale cuánto--dijo el _Bizco_ a Vidal.

--No seas tonto.

El _Pastiri_ explicó la cosa para que la entendiera el _Bizco_; la
cuestión era apostar y decir en voz alta que ganaban, que él se
encargaría de meter en ganas de jugar a los espectadores.

--Ya, ya sabemos lo que hay que hacer--dijo Vidal.

--¿Y aceptáis la _combi_?

--Sí, hombre.

Repartió el _Pastiri_ tres pesetas por barba, y salieron los cuatro de
la taberna, atravesaron la Ronda y se metieron en el Rastro.

A veces se paraba el _Pastiri_, creyendo tener algún tonto a la vista;
el _Bizco_ o Manuel apuntaban; pero el que parecía tonto sonreía al
notar la celada, o pasaba indiferente, acostumbrado a presenciar aquella
clase de timos.

De pronto vió venir el _Pastiri_ un grupo de paletos con sombrero ancho
y calzón corto.

--_Aluspiar_, que ahí vienen unos pardillos, y puede caer algo--dijo, y
se plantó delante de los paletos con su tablita y sus cartas, y comenzó
el juego.

El _Bizco_ apuntó dos pesetas y ganó; Manuel hizo lo mismo, y ganó
también.

--Este hombre es un primo--dijo Vidal, en voz alta, y dirigiéndose al
grupo de los campesinos--. Pero ¿han visto ustedes el dinero que está
perdiendo?--añadió--. Aquel militar le ha ganado seis duros.

Uno de los paletos se acercó al oír esto, y viendo que Manuel y el
_Bizco_ ganaban, apostó una peseta y ganó. Los compañeros del paleto le
aconsejaron que se retirara con su ganancia; pero la codicia pudo más en
él, y, volviendo, apostó dos pesetas y las perdió.

Vidal puso entonces un duro.

--Un machacante--dijo, dando con la moneda en el suelo--. Acertó la
carta y ganó.

El _Pastiri_ hizo un gesto de fastidio.

Apostó el paleto otro duro y lo perdió; miró angustiado a sus paisanos,
sacó otro duro y lo volvió a perder.

En aquel momento se acercó un guardia y se disolvió el grupo; al ver el
movimiento de fuga del _Pastiri_, el paleto quiso sujetarle, agarrándole
de la americana; pero el hombre dió un tirón y se escabulló por entre la
gente.

Manuel, Vidal y el _Bizco_ salieron por la plaza del Rastro a la calle
de Embajadores.

El _Bizco_ tenía cuatro pesetas, Manuel seis y Vidal catorce.

--¿Y qué le vamos a devolver a ése?--preguntó el _Bizco_.

--¿Devolver? Nada--contestó Vidal.

--Le vamos a _apandar_ la ganancia del año--dijo Manuel.

--Bueno; que lo maten--replicó Vidal--. _Pa_ chasco que nos fuéramos
nosotros de rositas.

Era hora de almorzar, discutieron adónde irían, y Vidal dispuso que ya
que se encontraban en la calle de Embajadores, la Sociedad de los Tres
en pleno siguiera hacia abajo hasta el merendero de la Manigua.

Se tuvo en cuenta la indicación, y los socios pasaron toda la tarde del
domingo hechos unos príncipes; Vidal estuvo espléndido, gastando el
dinero del _Pastiri_, convidando a unas chicas y bailando a lo chulo.

A Manuel no le pareció tan mal el comienzo de la vida de golfería. De
noche, los tres socios, un poco cargados de vino, subieron por la calle
de Embajadores, tomando después por la vía de circunvalación.

--¿Adónde iré yo a dormir?--preguntó Manuel.

--Ven a mi casa--le contestó Vidal.

Al acercarse a Casa Blanca, se separó el _Bizco_.

--Gracias a Dios que se va ese tío--murmuró Vidal.

--¿Estás reñido con él?

--Es un tío bestia. Vive con la _Escandalosa_, que es una vieja zorra;
es verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus
queridos; pero bueno, le alimenta y él debía considerarla; pues nada,
anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos y la pincha con el
puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.
Bueno que la quite el dinero; pero eso de quemarla, ¿para qué?

Llegaron a Casa Blanca, que era como una aldea pobre, de una calle sola;
Vidal abrió con su llave una puerta, encendió un fósforo y subieron los
dos a un cuarto estrecho con un colchón puesto sobre los ladrillos.

--Te tendrás que echar en el suelo--dijo Vidal--. Esta cama es la de mi
chica.

--Bueno.

--Toma esto para la cabeza--y le arrojó una falda de mujer arrebuñada.

Manuel apoyó allí la cabeza y quedó dormido. Se despertó a la madrugada.
Se incorporó y se sentó en el suelo sin darse cuenta de dónde podía
encontrarse. Entraba pálida claridad de un ventanuco. Vidal, tendido en
el colchón, roncaba: a su lado dormía una muchacha, respirando con la
boca abierta; grandes chafarrinones de pintura le surcaban las mejillas.

Manuel sentía el malestar de haber bebido demasiado el día anterior y un
profundo abatimiento. Pensó seriamente en su vida:

--Yo no sirvo para esto--se dijo--; ni soy un salvaje como el _Bizco_,
ni un desahogado como Vidal. ¿Y qué hacer?

Ideó mil cosas, la mayoría irrealizables; imaginó proyectos complicados.
En el interior luchaban obscuramente la tendencia de su madre, de
respeto a todo lo establecido, con su instinto antisocial de vagabundo,
aumentado por su clase de vida.

--Vidal y el _Bizco_--se dijo--son más afortunados que yo; no tienen
vacilaciones ni reparos; se han lanzado...

Pensó que al final podían encontrar el palo o el presidio; pero mientras
tanto no sufrían; el uno por bestialidad, el otro por pereza, se
abandonaban con tranquilidad a la corriente...

       *       *       *       *       *

A pesar de sus escrúpulos y remordimientos, el verano lo pasó Manuel
protegido por el _Bizco_ y Vidal, viviendo en Casa Blanca con su primo y
la querida de éste, una muchachuela vendedora de periódicos y buscona al
mismo tiempo.

La Sociedad de los Tres funcionó por las afueras y las Ventas, la
Prosperidad y el barrio de Doña Carlota, el puente de Vallecas y los
Cuatro Caminos; y si la existencia de esa Sociedad no llegó a
sospecharse ni a pasar a los anales del crimen, fué porque sus fechorías
se redujeron a modestos robos de los llamados por los profesionales al
descuido.

No se contentaban los tres socios con espigar en las afueras de Madrid:
extendían su radio de acción a los pueblos próximos y a todos los sitios
en general en donde se reuniera alguna gente.

Los mercados y las plazuelas eran lugares de prueba, porque el
_descuido_ podía ser de mayor cantidad, pero, en cambio, la policía
andaba ojo avizor.

En general, los puntos más explotados por ellos eran los lavaderos.

Vidal, con su genuina listeza, convenció al _Bizco_ de que él era quien
poseía más condiciones para el afano; el otro, por vanidad, se lanzaba
siempre a lo más peligroso, el coger la prenda, mientras Vidal y Manuel
estaban a la husma.

Solía decir Vidal a Manuel, en el momento mismo del robo, cuando el
_Bizco_ se guardaba debajo de la chaqueta la sábana o la camisa:

--Si viene alguno no hagas una seña ni nada. Que lo cojan; nosotros
callados, hechos unos _púas_, sin movernos; nos preguntan algo, nosotros
no sabemos nada, ¿eh?

--Convenido.

Sábanas, camisas, mantas y otra porción de ropas robadas por ellos las
pulían en la ropavejería de la Ribera de Curtidores, adonde solía ir de
visita don Telmo. El amo, encargado o lo que fuese, de la tienda,
compraba todo lo que le llevaban los randas, a bajo precio.

Vigilaba esta ropavejería de peristas, de las asechanzas de algún
polizonte torpe (los listos no se ocupaban de estas cosas), un hombre a
quien llamaban el _Tío Pérquique_. Este hombre se pasaba la vida
paseándose por delante del establecimiento. Para disimular la guardia
vendía cordones para las botas y géneros de saldo que le entregaban en
la ropavejería.

En la primavera este hombre se ponía un gorro blanco de cocinero y
pregonaba unos pastelillos con una palabra que apenas pronunciaba y que
se entretenía en cambiar constantemente. Unas veces la palabra parecía
ser ¡Pérquique! ¡Pérquique!; pero inmediatamente cambiaba el sonido, se
transformaba en ¡Pérqueque! o en ¡Párquique!, y estas evoluciones
fonéticas se alargaban hasta el infinito.

El origen de esta palabra Pérquique, que no se encuentra en el
diccionario, era el siguiente: Los pastelillos rellenos de crema que
vendía el del gorro blanco los daba al precio de cinco céntimos y los
voceaba: ¡A perra chica! ¡A perra chica! De vocearlos perezosamente
suprimió la A primera y convirtió en e las otras dos, transformando su
grito en ¡Perre chique! ¡Perre chique! Después Perre chique se convirtió
en Pérquique.

El guardián de la ropavejería, hombre de carácter jovial, tenía la
especialidad en los pregones, los matizaba artísticamente; iba de las
notas agudas a las más graves, o al contrario. Comenzaba, por ejemplo,
en un tono muy alto, gritando:

--¡Miren, a real! ¡Miren, a real! ¡Calcetines y medias a real! ¡Miren, a
real!--Luego bajaba el diapasón, y decía gravemente--: ¡Chalequito de
Bayona muy bonito!--Y, por último, en voz de bajo profundo, añadía--: ¡A
cuatro perra _orda_!

El _Tío Pérquique_ conocía la Sociedad de los Tres, y daba al _Bizco_ y
a Vidal algunos consejos.

Más seguro y mucho más productivo que el trato con los peristas de la
ropavejería era el procedimiento de Dolores la _Escandalosa_, la cual
vendía las cintas y encajes robados por ella a buhoneros que pagaban
bien; pero los socios de la Sociedad de los Tres querían cobrar sus
dividendos pronto.

Hecha la venta se iban los tres a una taberna del final del paseo de
Embajadores, esquina al de las Delicias, que llamaban del Pico del
Pañuelo.

Tenían los socios especial cuidado de no robar en el mismo sitio y de no
presentarse juntos por aquellos parajes de donde había temor de una
vigilancia molesta.

Algunos días, muy pocos, que la rapiña no dió resultado, se vieron los
tres socios obligados a trabajar en el Campillo del Mundo Nuevo,
esparciendo montones de lana y recogiéndola, después de aireada y seca,
con unos rastrillos.

Otro de los medios de subsistencia de la Sociedad era la caza del gato.
El _Bizco_, que no atesoraba ningún talento, su cabeza, según frase de
Vidal, era un melón salado, poseía, en cambio, uno grandísimo para coger
gatos. Con un saco y una vara se las arreglaba admirablemente. Bicho que
veía, a los pocos instantes había caído.

Los socios no distinguían de gato flaco o tísico, ni de gata embarazada;
todos los que caían se devoraban con idéntico apetito. Se vendían las
pieles en el Rastro; el tabernero del Pico del Pañuelo fiaba el vino y
el pan, cuando no había fondos con qué pagarlos, y la Sociedad se
entregaba al sardanapalesco festín...

Una tarde de agosto, Vidal, que había estado merendando en las Ventas
con su prójima el día anterior, expuso ante sus socios y compañeros el
proyecto de asaltar una casa abandonada del camino del Este.

Se discutió el proyecto con seriedad, y al día siguiente, por la tarde,
fueron los tres a estudiar el terreno.

Era domingo; había novillos en la plaza; pasaban por la calle de Alcalá
ómnibus y tranvías llenos de bote en bote, manuelas ocupadas por
mujeronas con mantones de Manila y hombres de aspecto rufianesco.

En los alrededores de la plaza el gentío se amontonaba; de los tranvías
bajaban grupos de gente que corrían hacia la puerta; los revendedores se
abalanzaban sobre ellos voceando; brillaban entre la masa negra de la
multitud los cascos de los guardias a caballo. Del interior de la plaza
salía un vago rumor, como el de la marea.

Vidal el _Bizco_ y Manuel, lamentándose de no poder entrar allí,
siguieron adelante, pasaron las Ventas y tomaron el camino de Vicálvaro.
El viento sur, cálido, ardoroso, blanqueaba de polvo el campo; por la
carretera pasaban y se cruzaban coches de muerto blancos y negros, de
hombres y de niños, seguidos de tartanas llenas de gente.

Vidal mostró la casa: hallábase a un lado del camino; parecía
abandonada; por delante la rodeaba un jardín con su verja; por la parte
de atrás se extendía un huerto plantado de arbolillos sin hojas, con un
molino para sacar agua. La tapia del huerto, baja, podía escalarse con
relativa facilidad; ningún peligro amenazaba; ni vecinos curiosos ni
perros; la casa más próxima, un taller de marmolista, distaba más de
trescientos metros.

Desde las cercanías de la casa se divisaba el cementerio del Este,
rodeado de campos áridos amarillos y lomas yermas; en dirección
contraria se presentaba la Plaza de Toros, con su bandera flameante, y
las primeras casas de Madrid; el camino del camposanto se tendía,
polvoriento, por entre hondonadas y taludes verdes, por entre tejares
abandonados y lomas con las entrañas de ocre rojo al descubierto.

Cuando examinaron bien las condiciones de la casa, volvieron los tres a
las Ventas. De noche, se hallaban dispuestos a regresar a Madrid; pero
Vidal aconsejó el quedarse allá para dar el golpe al amanecer del día
siguiente. Decidieron esto, y se tendieron en un tejar, en el callejón
constituído por dos murallas de ladrillos apilados.

El viento, frío, sopló durante toda la noche con violencia. El primero
que se despertó fué Manuel, y llamó a los otros dos. Salieron del
callejón formado por los dos muros de ladrillo. Aun era de noche; un
trozo de luna asomaba de vez en cuando en el cielo por entre las nubes
obscuras; a veces se ocultaba, a veces parecía descansar en el seno de
uno de aquellos nubarrones, a los cuales plateaba débilmente.

A lo lejos, sobre Madrid, se cernía una gran claridad, irradiada de las
luces del pueblo; en el camposanto blanqueaban algunas lápidas
pálidamente.

El alba teñía con su claridad melancólica el cielo, cuando los tres
socios se acercaron a la casa.

A Manuel le palpitaba el corazón con fuerza.

--¡Ah! Una advertencia--dijo Vidal--: Si por casualidad nos pescaran, no
hay que echar a correr, sino quedarse dentro de la casa.

El _Bizco_ se echó a reír; Manuel, que comprendía que su primo no
hablaba por hablar, preguntó:

--¿Y por qué?

--Porque si nos pescan en la casa es un robo frustrado, y tiene poco
castigo; en cambio, si nos cogieran huyendo, sería un robo consumado, lo
que tiene mucha pena. Esto me lo dijeron ayer.

--Pues yo escapo si puedo--dijo el _Bizco_.

--Haz lo que quieras.

Saltaron la cerca de la casa; Vidal quedó a caballo encima, agachado,
espiando, por si venía alguno. Manuel y el _Bizco_, a horcajadas, se
acercaron a la casa y, afianzando el pie en el tejadillo de un
cobertizo, bajaron a una terraza con un emparrado un tanto más alto que
la huerta.

A esta galería daban la puerta trasera y los balcones del piso bajo de
la casa; pero estaban una y otros tan bien cerrados, que era imposible
abrirlos.

--¿No se puede?--preguntó Vidal desde arriba.

--No.

--Ahí va mi navaja--y Vidal la tiró a la galería.

Manuel intentó con la navaja abrir los balcones; pero no había medio; el
_Bizco_ se puso a empujar con el hombro la puerta, cedió algo, dejando
un resquicio, y entonces Manuel introdujo por allí la hoja del cuchillo,
e hizo correr la lengüeta de la cerradura hasta conseguir abrir la
puerta. Al momento entraron el _Bizco_ y Manuel.

El piso bajo de la casa constaba de un vestíbulo, desde donde comenzaba
la escalera de un corredor, y de dos gabinetes con balcón al huerto.

La primera idea de Manuel fué salir al vestíbulo y echar el cerrojo a la
puerta que daba a la carretera.

--Ahora--le dijo al _Bizco_, que quedó admirado de aquel rasgo de
prudencia--vamos a ver qué hay aquí.

Se pusieron a registrar la casa con tranquilidad, sin apurarse; no había
nada que valiera tres ochavos. Estaban forzando el armario del comedor,
cuando, de pronto, oyeron muy cerca los ladridos de un perro, y salieron
asustados a la galería.

--¿Qué hay?--preguntaron a Vidal.

--Un condenado perro que se ha puesto a ladrar y va a llamar la atención
de alguno.

--Tírale una piedra.

--¿De dónde?

--Asústale.

--Ladra más.

--Baja aquí, si no te van a ver.

--Vidal saltó al huerto. El perro, que debía ser un perro moral,
defensor de la propiedad, siguió ladrando fuerte.

--Pero ¡leñe!--dijo Vidal a sus amigos--, ¿no habéis concluído?

--¡Si no hay nada!

Entraron los tres llenos de miedo, atortolados, cogieron una servilleta
y metieron dentro lo que encontraron a mano, un reloj de cobre, un
candelero de metal blanco, un timbre eléctrico roto, un barómetro de
mercurio, un imán y un cañón de juguete.

Vidal se subió a la tapia con el lío.

--Ahí está--dijo asustado.

--¿Quién?

--El perro.

--Yo bajaré primero--murmuró Manuel--y se puso la navaja en los dientes
y se dejó caer. El perro, en vez de acercarse, se alejó un poco; pero
siguió ladrando.

Vidal no se atrevía a saltar la tapia con el lío en la mano y lo echó
con cuidado sobre unas matas; en la caída no se rompió mas que el
barómetro, lo demás estaba roto. Saltaron la tapia el _Bizco_ y Vidal, y
los tres socios echaron a correr a campo traviesa, perseguidos por el
perro defensor de la propiedad, que ladraba tras de ellos.

--¡Qué brutos somos!--exclamó Vidal deteniéndose--. Si nos ve un guardia
correr así nos coge.

--Y si pasamos por el fielato reconocerán lo que llevamos en el lío y
nos detendrán--añadió Manuel.

La Sociedad se detuvo a deliberar y a tomar acuerdos. Se dejó el botín
al pie de una tapia. Se tendieron en el suelo.

--Por aquí--dijo Vidal--pasan muchos traperos y basureros a La Elipa. Al
primero que veamos le ofrecemos esto.

--Si nos diese tres duros--murmuró el _Bizco_.

--Sí, hombre.

Esperaron un rato y no tardó en pasar un trapero con un saco vacío en
dirección a Madrid. Le llamó Vidal y le propuso la venta.

--¿Cuánto nos da usted por estas cosas?

El trapero miró y remiró lo que había en el lío, y después en tono de
chunga y manera de hablar achulapada preguntó:

--¿Dónde habéis _robao_ eso?

Protestaron los tres socios, pero el trapero no hizo caso de sus
protestas.

--No os puedo dar por _to_ más que tres pesetas.

--No--contestó Vidal--; para eso nos llevamos el lío.

--Bueno. Al primer guardia que encuentre le daré vuestras señas y le
diré que _sus_ lleváis unas cosas _robás_.

--Vengan las tres pesetas--dijo Vidal--; tome _usté_ el lío.

Tomó Vidal el dinero, y el trapero, riéndose, el envoltorio.

--Cuando veamos al primer guardia le diremos que lleva usted unas cosas
_robás_--le gritó Vidal al trapero--. Alteróse éste y empezó a correr
detrás de los tres.

--_¡Esperaisos! ¡Esperaisos!_--gritaba.

--¿Qué quiere _usté_?

--Dame mis tres pesetas y toma el lío.

--No; denos _usté_ un duro y no decimos nada.

--Un tiro.

--Denos _usté_ aunque no sea mas que dos pesetas.

--Ahí tienes una, bribón.

Cogió Vidal la moneda que tiró el trapero, y como no las tenían todas
consigo, fueron andando de prisa. Cuando llegaron a la casa de la
Dolores, en las Cambroneras, estaban rendidos, nadando en sudor.

Mandaron traer un frasco de vino de la taberna.

--Menuda chapuza hemos hecho, ¡moler!--dijo Vidal.

Después de pagado el frasco les quedaban diez reales; repartidos entre
los tres les tocaron a ochenta céntimos cada uno. Vidal resumió la
jornada diciendo que robar en despoblado tenía todos los inconvenientes
y ninguna de las ventajas, pues, además de exponerse a ir a presidio
para casi toda la vida y a recibir una paliza y a ser mordido por un
perro moral, corría uno el riesgo de ser miserablemente engañado.



CAPÍTULO V

VESTALES DEL ARROYO.--LOS TROGLODITAS.


NADA. Tenemos que separarnos de ese bruto de _Bizco_. Cada vez le tengo
más odio y más asco.

--¿Por qué?

--Porque es un bestia. Que se vaya con esa vieja zorra de la Dolores.
Nosotros, tú y yo, vamos a ir al teatro todas las noches.

--¿Cómo?

--Con la _clac_. No tenemos que pagar; lo único que hay que hacer es
aplaudir cuando nos den la señal.

La condición le pareció a Manuel tan fácil de cumplir, que le preguntó a
su primo:

--Pero oye, ¿cómo no va todo el mundo así?

--Todos no conocen como yo al jefe de la _clac_.

Fueron, efectivamente, al teatro de Apolo. Manuel los primeros días no
hizo mas que pensar en las funciones y en las actrices. Vidal, con la
superioridad que tenía para todo, aprendió las canciones en seguida;
Manuel, en secreto, le envidiaba.

En los entreactos iban los de la _clac_ a una taberna de la calle del
Barquillo, y algunas veces a otra de la plaza del Rey. En esta última
abundaban los alabarderos del circo de Price.

Casi todos los que formaban la legión de aplaudidores contaban pocos
años; algunos, en corto número, trabajaban en algún taller; la mayoría,
golfos y organilleros, terminaban después en comparsas, coristas o
revendedores.

Había entre ellos tipos afeminados, afeitados, con cara de mujer y voz
aguda.

A la puerta del teatro conocieron Vidal y Manuel una cuadrilla de
muchachas, de trece a diez y ocho años, que merodeaban por la calle de
Alcalá, acercándose a los buenos burgueses, fingiéndose vendedoras de
periódicos y llevando constantemente un _Heraldo_ en la mano.

Vidal cultivó la amistad de las muchachas; casi todas eran feas, pero
esto no estorbaba para sus planes, que consistían en ensanchar el radio
de acción de sus conocimientos.

--Hay que dejar las afueras y meterse en el centro--decía Vidal.

Vidal quería que Manuel le secundase, pero éste no tenía aptitudes.
Vidal llegó a ser el indispensable para cuatro muchachas que vivían
juntas en Cuatro Caminos, que se llamaban la _Mellá_, la _Goya_, la
_Rabanitos_ y la Engracia, y que habían formado con Vidal, el _Bizco_ y
Manuel una Sociedad, aunque anónima.

Las pobres muchachas necesitaban alguna protección; las perseguían los
polizontes más que a las demás mujeres de la vida porque no pagaban a
los inspectores. Solían andar huyendo de los guardias y agentes, los
cuales, cuando había recogida, las llevaban al Gobierno civil, y de aquí
al convento de las Trinitarias.

La idea de quedar encerradas en el convento producía en ellas un
verdadero terror.

--¡Eso de no ver la _caye_!--decían, como si fuera un tremendo castigo.

Y el abandono de noche, en las calles desamparadas, para otros un motivo
de horror: el frío, el agua, la nieve, era para ellas la libertad y la
vida.

Hablaban todas de una manera tosca; decían _veniría_, _saliría_,
_quedría_; en ellas el lenguaje saltaba hacia atrás en una curiosa
regresión atávica.

Adornaban sus dichos con una larga serie de frases y muletillas del
teatro.

Llevaban las cuatro una vida terrible; pasaban la mañana y tarde
durmiendo y se acostaban al amanecer.

--Nosotras somos como los gatos--decía la _Mellá_--, cazamos de noche y
dormimos de día.

La _Mellá_, la _Goya_, la _Rabanitos_ y la Engracia, solían venir de
noche al centro de Madrid, acompañadas por un mendigo de barba blanca,
cara sonriente y boina a rayas.

El viejo venía a pedir limosna, era vecino de las muchachas y éstas le
llamaban el _Tío Tarrillo_ y le daban broma por las borracheras que
pescaba. Completamente chocho, le gustaba hablar de lo corrompido de las
costumbres.

La _Mellá_ contaba que el _Tío Tarrillo_ la quiso forzar al volver a
casa los dos solos una noche en los jardinillos del Depósito de Agua, y
la dió a la muchacha tanta risa que no pudo ser.

El mendigo se indignaba al oír esto y perseguía a la indiscreta como un
viejo fauno.

De las cuatro muchachas la más fea era la _Mellá_; con su cabeza gorda y
disforme, los ojos negros, la boca grande con los dientes rotos, el
cuerpo rechoncho, parecía la bufona de una antigua princesa. Había
estado a punto de entrar de corista en un teatro; pero no pudo, porque,
a pesar de su buena voz y oído, no pronunciaba con claridad por la falta
de dientes.

Estaba la _Mellá_ siempre alegre, a todas horas cantando y riendo;
llevaba una polvera pequeña en el bolsillo del delantal, que en el fondo
de la tapa tenía un espejo, y mirándose en él a la luz de un farol, se
enharinaba la cara a cada paso.

La _Mellá_ era cariñosa y de muy buen corazón; a Manuel se le
atragantaba por demasiado fea; la muchacha quería captarse sus
simpatías, pero Vidal aconsejó a su primo que no se quedara con ella; le
convenía más la _Goya_, que sacaba más dinero.

A Manuel no le gustaba la _Mellá_, a pesar de sus arrumacos; pero la
_Goya_ estaba comprometida con el _Soldadito_, un hombre con oficio,
según decía ella, porque cuando se ponía a trabajar era pianista de
manubrio.

Este organillero sacaba los cuartos a la _Goya_, que, como más bonita,
tenía también más parroquia; el _Soldadito_ la vigilaba, y cuando se iba
con alguno, la seguía y la esperaba a la salida de la casa de citas para
sacarle el dinero.

Vidal, de las cuatro, se dignaba proteger a la _Rabanitos_ y a la
Engracia; las dos se lo disputaban. La _Rabanitos_ parecía una mujer en
miniatura: una carita blanca con manchas azules alrededor de la nariz y
de la boca; un cuerpecillo raquítico y delgaducho; labios finos y ojos
grandes de esclerótica azul; en el vestir una vieja, con su mantoncito
obscuro y su falda negra: ésta era la _Rabanitos_. Echaba sangre por la
boca con frecuencia; hablaba con unos remilgos de comadre, haciendo
gestos y jeribeques, y todo su dinero lo gastaba en mojama, en
caramelos y en golosinas.

La Engracia, la otra favorita de Vidal, era el tipo de la mujer de
burdel: llevaba la cara blanca por los polvos de arroz; sus ojos, negros
y brillantes, tenían una expresión de melancolía puramente animal; al
hablar enseñaba los dientes azulados, que contrastaban con la blancura
de su cara empolvada. Pasaba de la alegría al enfado sin transición. No
sabía sonreír. En su cara aleteaba tan pronto la estupidez como una
alegría canallesca, insultante y cínica.

La Engracia hablaba poco, y cuando hablaba era para decir algo muy
bestial y muy sucio, algo de un cinismo y de una pornografía complicada.
Tenía la imaginación monstruosa y fecunda.

Un imaginero macabro hubiese encontrado algo genial tallando en piedra
los pensamientos de aquella muchacha en el infierno de una Danza de la
Muerte.

La Engracia no sabía leer. Vestía blusas vistosas, azules y sonrosadas;
pañuelo blanco en la cabeza y delantal de color; andaba siempre
corriendo de un lado a otro, haciendo sonar las monedas del bolsillo.
Llevaba ocho años de buscona y tenía diez y siete. Se lamentaba de haber
crecido, porque decía que de niña ganaba más.

Las amistades de Manuel y Vidal con las muchachas duraron un par de
meses; Manuel no se decidía por la _Mellá_, le resultaba demasiado fea;
Vidal extendía su radio de acción, copeaba con unos cuantos chulos y se
dedicaba a la conquista de una florera que vendía claveles.

La Engracia y la _Rabanitos_ tenían un odio feroz a la muchacha.

--Esa--decía la _Rabanitos_--, esa está ya tan _deshonrá_ como
nosotras...

Una noche, Vidal no se presentó en Casa Blanca, y a los dos o tres días
apareció en la Puerta del Sol con una mujerona alta, vestida de gris.

--¿Quién es?--le preguntó Manuel a su primo.

--Se llama Violeta; me he quedado con ella.

--¿Y la otra, la de Casa Blanca?

Vidal se encogió de hombros.

--Quédate tú con ella si quieres--dijo.

La antigua querida de Vidal dejó de aparecer también por Casa Blanca, y
a las dos semanas de no pagar, el administrador puso a Manuel en la
calle y vendió el mobiliario: unas cuantas botellas vacías, un puchero y
una cama.

Manuel durmió durante algunos días en los bancos de la plaza de Oriente
y en las sillas de la Castellana y Recoletos. Era al final del verano y
todavía se podía dormir al raso. Algunos céntimos que ganó subiendo
maletas de las estaciones le permitieron ir viviendo, aunque malamente,
hasta octubre.

Hubo días en que no comió mas que tronchos de berza cogidos en el suelo
de los mercados; otros, en cambio, se regaló con banquetes de setenta y
ochenta céntimos en los figones.

Llegó octubre, y Manuel empezó a helarse por las noches; su hermana
mayor le proporcionó un gabán raído y una bufanda; pero, a pesar de
esto, cuando no encontraba sitio donde dormir bajo techado, se moría de
frío en la calle.

Una noche, a principios de noviembre, Manuel se encontró a la puerta de
un cafetín de la Cabecera del Rastro con el _Bizco_, que iba encorvado,
casi desnudo, con los brazos cruzados por delante del pecho, y descalzo;
tenía un aspecto imponente de miseria y de frío.

Dolores la _Escandalosa_ le había dejado por otro.

--¿Dónde podríamos ir a dormir?--le preguntó Manuel.

--Vamos a las cuevas de la Montaña--contestó el _Bizco_.

--Pero ¿allá se podrá entrar?

--Sí; si no hay mucha gente.

--Entonces, andando.

Salieron los dos, por Puerta de Moros y la calle de los Mancebos, al
Viaducto; cruzaron la plaza de Oriente, siguieron la calle de Bailen y
la de Ferraz, y, al llegar a la Montaña del Príncipe Pío, subieron por
una vereda estrecha, entre pinos recién plantados.

A obscuras anduvieron el _Bizco_ y Manuel de un lado a otro, explorando
los huecos de la Montaña, hasta que una línea de luz que brotaba de una
rendija de la tierra les indicó una de las cuevas.

Se acercaron al agujero; salía del interior un murmullo interrumpido de
voces roncas.

A la claridad vacilante de una bujía, sujeta en el suelo entre dos
piedras, más de una docena de golfos, sentados unos, otros de rodillas,
formaban un corro jugando a las cartas. En los rincones se esbozaban
vagas siluetas de hombres tendidos en la arena.

Un vaho pestilente se exhalaba del interior del agujero.

Temblaba la llama, iluminando a ratos, ya un trozo de la cueva, ya la
cara pálida de uno de los jugadores, y, al parpadear de la luz, las
sombras de los hombres se alargaban y se achicaban en las paredes
arenosas. De cuando en cuando se oía una maldición o una blasfemia.

Manuel pensó haber visto algo parecido en la pesadilla de una fiebre.

--Yo no entro--le dijo al _Bizco_.

--¿Por qué?--preguntó éste.

--Prefiero helarme.

--Haz lo que quieras. Yo conozco a uno de esos. Es el _Intérprete_.

--¿Y quién es el _Intérprete_?

--El capitán de los golfos de la Montaña.

A pesar de estas seguridades, Manuel no se decidió.

--¿Quién está ahí?--se oyó que preguntaban de dentro.

--Yo--contestó el _Bizco_.

Manuel se alejó de allá a todo correr. Cerca de la cueva había dos o
tres casuchas reunidas, con un corral en medio, cercada por una tapia de
pedruscos.

Era aquello, según el nombre irónico puesto por la golfería, el Palacio
de Cristal, nido de palomas torcaces de bajo vuelo que garfaban en el
cuartel de la montaña, y a las cuales, por la noche, acompañaban
gavilanes y gerifaltes amigos.

El paso del corral estaba cerrado por una puerta de dos hojas.

Manuel la examinó por ver si cedía, pero era fuerte, y blindada con
latas extendidas y claveteadas sobre esteras.

Pensó que allí no habría nadie, e intentó saltar la tapia; subió sobre
el muro bajo de cascote y, al ir a pasar, se enredó en un alambre, cayó
una piedra de la cerca al suelo, comenzó a ladrar un perro con furia y
se oyó de dentro una maldición.

Manuel pudo convencerse de que el nido no estaba vacío, y huyó de allá.
En un hueco, algo resguardado de la lluvia, se metió y se acurrucó a
dormir.

Era de noche aún cuando se despertó tiritando de frío, temblando de la
cabeza a los pies. Echó a correr para entrar en reacción; llegó al
paseo de Rosales y dió varias vueltas arriba y abajo.

La noche se le hizo eterna.

Dejó de llover; a la mañana salió el sol; en un agujero abierto en la
pendiente del terraplén, Manuel se guareció. El sol comenzaba a calentar
de una manera deliciosa. Manuel soñó con una mujer muy blanca y muy
hermosa, con unos cabellos de oro. Se acercó a la dama, muerto de frío,
y ella le envolvió con sus hebras doradas y él se fué quedando en su
regazo agazapado dulcemente, muy dulcemente...



CAPÍTULO VI

EL SEÑOR CUSTODIO Y SU HACIENDA.--A LA BUSCA.


... Y dormía con el más dulce de los sueños, cuando una voz áspera le
trajo a las amargas e impuras realidades de la existencia.

--¿Qué haces ahí, golfo?--le dijeron.

--¡Yo!--murmuró Manuel, abriendo los ojos y contemplando a quien le
hablaba--. Yo no hago nada.

--Sí; ya lo veo; ya lo veo.

Manuel se incorporó; tenía ante sí un viejo de barba entrecana y mirada
adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano. Llevaba el viejo
una gorra de piel, una especie de gabán amarillento y una bufanda rojiza
arrollada al cuello.

--¿Es que no tienes casa?--preguntó el hombre.

--No, señor.

--¿Y duermes al aire libre?

--Como no tengo casa...

El trapero se puso a escarbar en el suelo, sacó algunos trapos y
papeles, los guardó en el saco y, volviendo a mirar a Manuel, añadió:

--Más te valdría trabajar.

--Si tuviera trabajo, trabajaría; pero como no tengo... a ver...--y
Manuel, harto de palabras inútiles, se acurrucó para seguir durmiendo.

--Mira...--dijo el trapero--ven conmigo. Yo necesito un chico... te dará
de comer.

Manuel miró al viejo, sin contestar nada.

--Conque ¿quieres o no? Anda, decídete.

Manuel se levantó perezosamente. El trapero subió la cuesta del
terraplén con el saco al hombro, hasta llegar a la calle de Rosales, en
donde tenía un carrito, tirado por dos burros. Arreó el hombre a los
animales, bajaron al paseo de la Florida, y después, por el de los
Melancólicos, pasaron por delante de la Virgen del Puerto y siguieron la
ronda de Segovia. El carro era viejo, compuesto con tiras de pleita, con
su chapa y su número y estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y
espuertas.

El trapero, el señor Custodio, así dijo él que se llamaba, tenía facha
de buena persona.

De cuando en cuando recogía algo en la calle y lo echaba en el carro.

Debajo del carro, sujeto por una cadena y andando despacio, iba un perro
con unas lanas amarillas, largas y lustrosas, un perro simpático que, en
su clase, le pareció a Manuel que debía ser tan buena persona como su
amo.

       *       *       *       *       *

Entre el puente de Segovia y el de Toledo, no muy lejos del comienzo del
paseo Imperial, se abre una hondonada negra con dos o tres chozas
sórdidas y miserables. Es un hoyo cuadrangular, ennegrecido por el humo
y el polvo del carbón, limitado por murallas de cascote y montones de
escombros.

Al llegar a los bordes de esta hondonada, el trapero se detuvo e indicó
a Manuel una casucha próxima a un _Tío Vivo_ roto y a unos columpios, y
le dijo:

--Esa es mi casa; lleva el carro ahí y vete descargando. ¿Podrás?

--Sí; creo que sí.

--¿Tienes hambre?

--Sí, señor.

--Bueno; pues dile a mi mujer que te dé de almorzar.

Bajó Manuel con el carro hasta la hondonada por una pendiente de
escombros. La casa del trapero era la mayor de todas y tenía corral y un
cobertizo adosado a ella.

Se detuvo Manuel en la puerta de la casucha; una vieja le salió al
encuentro:

--¿Qué quieres tú, chaval?--le dijo--. ¿Quién te manda venir aquí?

--El señor Custodio. Me ha encargado que me diga usted dónde tengo que
dejar lo que va en el carro.

La vieja le indicó el cobertizo.

--Me ha dicho también--agregó el muchacho--que me dé usted de almorzar.

--¡Te conozco, lebrel!--murmuró la vieja.

Y después de refunfuñar durante largo rato y de esperar a que Manuel
descargara el carro, le dió un trozo de pan y de queso.

La vieja desenganchó los dos borricos del carrito y soltó al perro, que
se puso a ladrar y a jugar de contento; ladró a los burros, uno negro y
otro rucio, que volvieron la cabeza para mirarle y le enseñaron los
dientes; persiguió desesperadamente a un gato blanco de cola erizada
como un plumero, luego se acercó a Manuel, que, sentado al sol, comía su
trozo de queso y de pan en espera de algo. Almorzaron los dos.

Manuel dió vuelta a la casa para verla. Uno de sus lados estrechos lo
componían dos casetas de baño.

Estas dos casetas no se hallaban unidas, dejaban entre ambas un espacio
tapado por una puerta de hierro, de las usadas para cerrar las tiendas,
llenas de orín.

Formaban las dos paredes más largas de la casa del trapero estacas
embreadas, y la pared contraria a la de las dos casetas de baño estaba
construída con piedras gruesas e irregulares, y se curvaba hacia el
exterior con un abombamiento como el del ábside de una iglesia. Por
dentro, esta curvatura correspondía a un hueco a modo de ancha
hornacina, ocupado por el fogón de la chimenea.

La casa, a pesar de ser pequeña, no tenía un sistema igual de cubierta;
en unas partes, las latas, con grandes pedruscos encima y con los
intersticios llenos de paja, substituían a las tejas; en otras, las
pizarras sujetas y afianzadas con barro; en otras, las chapas de cinc.

Se notaba en la construcción de la casa las fases de su crecimiento.
Como el caparazón de una tortuga aumenta a medida del desarrollo del
animal, así la casucha del trapero debió ir agrandándose poco a poco. Al
principio aquello debió ser una choza para un hombre solo, como la de un
pastor; luego se ensanchó, se alargó, se dividió en habitaciones;
después agregó sus dependencias, su cubierto y su corraliza.

Frente a la puerta de la vivienda, en un raso de tierra apisonado, se
levantaba un _Tío Vivo_, rodeado de una valla bajita, octogonal, en
cuyos palitroques, podridos por la acción de la humedad y del calor, se
conservaban algunos restos de pintura azul.

Aquellos pobres caballos del _Tío Vivo_, pintados de rojo, ofrecían a
las miradas del espectador indiferente el más cómico y al mismo tiempo
el más lamentable de los aspectos; uno de los corceles, desteñido,
presentaba un color indefinible; otro debió de olvidar una de sus patas
en su veloz carrera; algunos de ellos, en una postura elegantemente
incómoda, simbolizaba la tristeza humilde y la modestia honrada y de
buen gusto.

Al lado del _Tio Vivo_ se levantaba un caballete formado por dos
trípodes, sobre los cuales se apoyaba una viga, cuyos ganchos servían
para colgar los columpios.

La hondonada negra contaba con tres casuchas más, las tres construídas
con latas, escombros, tablas, cascotes y otros elementos similares de
construcción; una de las chozas se cuarteaba por vejez o mala
construcción, y para impedir su caída, su dueño, sin duda, la puso, a lo
largo de una de las paredes, una fila de estacas, en las cuales se
apoyaba como un cojo en su muleta; otra de las casas tenía, a modo de
asta bandera, un palo largo en el tejado, con un puchero en la punta...

Después de almorzar, Manuel indicó a la vieja cómo el señor Custodio le
había dicho que se quedara allí.

--Dígame usted si tengo que hacer algo--concluyó diciendo.

--Bueno; quédate aquí. Ten cuidado con la lumbre; si el puchero hierve,
déjalo; si no, echa al fuego un poco de carbón. ¡Reverte!
¡Reverte!--gritó la vieja llamando al perro--. Que se quede aquí.

Se fué la mujer y quedó Manuel solo con el perro. La olla hervía.
Manuel, seguido de Reverte, recorrió la casa por dentro. Estaba dividida
en tres cuartos: una cocina pequeña y un cuarto grande, al cual entraba
la luz por dos altos ventanillos.

En este cuarto o almacén, por todas partes, de las paredes y del techo,
colgaban trapos viejos de diversos colores, ropas blancas, barretinas y
boinas rojas, trozos de mantones de crespón. En los vasares y en el
suelo, separados por clases y tamaños, había frascos, botellas, tarros,
botes, un verdadero ejército de cacharros de cristal y de porcelana;
rompían fila esos botellones verdosos hidrópicos de las droguerías y
unas cuantas ventrudas damajuanas; luego venían botellas de azumbre,
altas, negruzcas; bombonas recubiertas de paja; después seguía la
sección de aguas medicamentosas, la más variada y numerosa, pues en ella
se incluían los sifones de agua de Seltz y de agua oxigenada, los
botellines de gaseosa, las botellas de Vichy, de Mondariz, de Carabaña;
y pasada esta sección, se amontonaba la morralla, los frascos de
perfumería, los tarros y botes de pomada, de crema y de velutina.

Además de este departamento de botillería, había otros: de lata de
conservas y de galletas, colocadas en vasares; de botones y llaves
metidos en cajas; de retales, de cintas y de puntillas arrollados en
carretes y cartones.

A Manuel le pareció agradable aquello. Hallábase todo arreglado, limpio
relativamente, se notaba la mano de una persona ordenada y pulcra.

En la cocina, enjalbegada de cal, brillaban los pocos trastos de la
espetera. En el fogón, sobre la ceniza blanca, un puchero de barro
hervía con un glu glu suave.

De fuera, apenas llegaba vagamente, y eso como un pálido rumor, el ruido
lejano de la ciudad; reinaba un silencio de aldea; a intervalos, algún
perro ladraba, algún carro resonaba al dar barquinazos por el camino y
volvía el silencio, y en la cocina sólo se escuchaba el glu glu del
puchero, como un suave y confidencial murmullo...

Manuel echaba una mirada de satisfacción, por la rendija de la puerta, a
la hondonada negra. En el corral, las gallinas picoteaban la tierra; un
cerdo hozaba y corría asustado de un lado a otro, gruñendo y agitándose
con estremecimientos nerviosos; Reverte bostezaba y guiñaba los ojos con
gravedad, y uno de los burros se revolcaba alegremente entre pucheros
rotos, cestas carcomidas y montones de basura, mientras el otro
contemplaba con la mayor sorpresa, como escandalizado por un
comportamiento tan poco distinguido.

Toda aquella tierra negra daba a Manuel una impresión de fealdad, pero
al mismo tiempo de algo tranquilizador, abrigado; le parecía un medio
propio para él. Aquella tierra, formada por el aluvión diario de los
vertederos; aquella tierra, cuyos únicos productos eran latas viejas de
sardinas, conchas de ostras, peines rotos y cacharros desportillados;
aquella tierra, árida y negra, constituída por detritus de la
civilización, por trozos de cal y de mortero y escorias de fábricas, por
todo lo arrojado del pueblo como inservible, le parecía a Manuel un
lugar a propósito para él, residuo también desechado de la vida urbana.

Manuel no había visto más campos que los tristes y pedregosos del pueblo
de Soria y los más tristes aún de los alrededores de Madrid. No
sospechaba que en sitios no cultivados por el hombre hubiese praderas
verdes, bosques frondosos, macizos de flores; creía que los árboles y
las flores sólo nacían en los jardines de los ricos...

Los primeros días en casa del señor Custodio parecieron a Manuel de
demasiada sujeción; pero como en la vida del trapero hay mucho de
vagabundaje, pronto se acostumbró a ella.

Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel,
enganchaban entre los dos los borricos al carro y comenzaban a subir a
Madrid, a la caza cotidiana de la bota vieja y del pedazo de trapo. Unas
veces iban por el paseo de los Melancólicos; otras, por las rondas o por
la calle de Segovia.

El invierno comenzaba; a las horas que salían Madrid estaba
completamente a obscuras. El trapero tenía sus itinerarios fijos y sus
puntos de parada determinados. Cuando iba por las rondas y subía por la
calle de Toledo, que era lo más frecuente, se detenía en la plaza de la
Cebada y en Puerta de Moros, llenaba los serones de verdura y seguía
hacia el centro.

Otros días se encaminaba por el paseo de los Melancólicos a la Virgen
del Puerto, de aquí a la Florida, luego a la calle de Rosales, en donde
escogía lo que echaban algunos volquetes de la basura, y seguía a la
plaza de San Marcial y llegaba a la plaza de los Mostenses.

En el camino, el señor Custodio no veía nada sin examinar al pasar lo
que fuera, y recogerlo si valía la pena; las hojas de verdura iban a los
serones; el trapo, el papel y los huesos, a los sacos; el cok medio
quemado y el carbón, a un cubo, y el estiércol, al fondo del carro.

Regresaban Manuel y el trapero por la mañana temprano; descargaban en el
raso que había delante de la puerta, y marido y mujer y el chico hacían
las separaciones y clasificaciones. El trapero y su mujer tenían una
habilidad y una rapidez para esto pasmosa.

Los días de lluvia hacían la selección dentro del cobertizo. En estos
días la hondonada era un pantano negro, repugnante, y para cruzarlo
había que meterse en el lodo, en algunos sitios hasta media pierna. Todo
en estos días chorreaba agua; en el corral, el cerdo se revolcaba en el
cieno; las gallinas aparecían con las plumas negras, y los perros
andaban llenos de barro hasta las orejas.

Después de la clasificación de todo lo recogido, el señor Custodio y
Manuel, con una espuerta cada uno, esperaban a que vinieran los carros
de escombros, y cuando descargaban los carreros, iban apartando en el
mismo vertedero: los cartones, los pedazos de trapo, de cristal y de
hueso.

Por las tardes, el señor Custodio iba a algunas cuadras del barrio de
Argüelles a sacar el estiércol y lo llevaba a las huertas del
Manzanares.

Entre unas cosas y otras, el señor Custodio sacaba para vivir con cierta
holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado, y como el vender su
género no le apremiaba, solía esperar las ocasiones más convenientes
para hacerlo con alguna ventaja.

El papel que almacenaba se lo compraban en las fábricas de cartón; le
daban de treinta a cuarenta céntimos por arroba. Exigían los fabricantes
que estuviera perfectamente seco, y el señor Custodio lo secaba al sol.
Como a veces querían escatimarle en el peso, solía meter en cada saco
tres o cuatro arrobas justas, pesadas con una romana; en la jerga del
talego pintaba un número con tinta, indicador de las arrobas que
contenía; estos sacos los guardaba en una especie de bodega o sentina de
barco que había hecho el trapero ahondando en el suelo del cobertizo.

Cuando había una partida grande de papel se vendía en una fábrica de
cartón que había en el paseo de las Acacias. No solía perder el viaje
el señor Custodio, porque además de vender el género en buenas
condiciones, a la vuelta llevaba su carro a unas escombreras de una
fábrica de alquitrán que había por allá, y recogía del suelo una
carbonilla muy menuda, que se quemaba bien y ardía como cisco.

Las botellas las vendía el trapero en los almacenes de vino, en las
fábricas de licores y de cervezas; los frascos de específicos en las
droguerías; los huesos iban a parar a las refinerías y el trapo a las
fábricas de papel.

Los desperdicios de pan, hojas de verdura, restos de frutas, se
reservaban para la comida de los cerdos y gallinas, y lo que no servía
para nada se echaba al pudridero y, convertido en fiemo, se vendía en
las huertas próximas al río.

El primer domingo que estuvo allí Manuel, el señor Custodio y su mujer
aprovecharon la tarde. Hacía mucho tiempo que no salían juntos por no
dejar la casa sola; se vistieron los dos muy elegantes y fueron a
visitar a su hija, que estaba de modista en el taller de una parienta.

Manuel se quedó solo muy a gusto con Reverte, contemplando la casa, el
corral, la hondonada; hizo dar vueltas al _Tío Vivo_, que rechinó como
malhumorado; se subió al caballete del columpio, contempló a las
gallinas, molestó un poco al cerdo y corrió de un lado para otro,
perseguido por el perro, que ladraba alegremente con furia fingida.

Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus
escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado _Tío Vivo_,
su caballete de columpio y su suelo lleno de sorpresas, pues lo mismo
brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherete tosco y ordinario, que el
elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una
prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de
amor.

Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir
refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de
una capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí
de la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y
peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y
menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto
de la tierra.

Manuel pensó que si con el tiempo llegaba a tener una casucha igual a la
del señor Custodio y su carro, y sus borricos y sus gallinas, y su
perro, y además una mujer que le quisiera, sería uno de los hombres casi
felices de este mundo.



CAPÍTULO VII

EL SEÑOR CUSTODIO Y SUS IDEAS.--LA JUSTA, EL «CARNICERÍN» Y EL «CONEJO».


EL señor Custodio era un hombre inteligente, de luces naturales, muy
observador y aprovechado. No sabía leer ni escribir, y, sin embargo,
hacía notas y cuentas; con cruces y garabatos de su invención, llegaba a
substituir la escritura, al menos para los usos de su industria.

Sentía el señor Custodio un gran deseo de instruirse, y a no ser porque
le parecía ridículo, se hubiese puesto a aprender a leer y escribir. Por
las tardes, concluído el trabajo, solía decir a Manuel que leyese los
periódicos y revistas ilustradas que recogía por la calle, y el trapero
y su mujer prestaban gran atención a la lectura.

Guardaba también el señor Custodio unos cuantos tomos de novelas por
entregas que había dejado su hija, y Manuel comenzó a leerlos en voz
alta.

Las observaciones del trapero, el cual tomaba por historia la ficción
novelesca, eran siempre atinadas y justas, reveladoras de un instinto
de sensatez y de buen sentido. El criterio sensato del trapero a Manuel
no siempre le agradaba, y a veces se atrevía a defender una tesis
romántica e inmoral; pero el señor Custodio le atajaba en seguida, sin
permitirle que siguiera adelante.

Por razón de su oficio, el trapero tenía una preocupación por el abono
que se desperdiciaba en Madrid.

Solía decir a Manuel:

--¿Tú te figuras el dinero que vale toda la basura que sale de Madrid?

--Yo no.

--Pues haz la cuenta. A sesenta céntimos la arroba, los millones de
arrobas que saldrán al año... Extiende eso por los alrededores y haz que
el agua del Manzanares y la del Lozoya rieguen estos terrenos, y verías
tú huertas y más huertas.

Otra de las ideas fijas del trapero era la de regenerar los materiales
usados. Creía que se debía de poder sacar la cal y la arena de los
cascotes de mortero, el yeso vivo del ya viejo y apagado, y suponía que
esta regeneración daría una gran cantidad de dinero.

El señor Custodio, que había nacido cerca de aquella hondonada en donde
estaba su casa, sentía por sus barrios, y, en general, por Madrid, un
gran entusiasmo; el Manzanares era para él un río tan serio como el
Amazonas.

El señor Custodio tenía dos hijos, de los cuales no conocía Manuel mas
que a Juan, un chulapo alto y moreno, que estaba casado con la hija de
la dueña de un lavadero de la Bombilla. La hija, Justa de nombre, estaba
de modista en un taller.

En las primeras semanas, ninguno de los hijos apareció por casa de los
padres. Juan vivía en el lavadero, y la Justa, con una pariente suya,
dueña de un taller.

Manuel, que solía hablar mucho con el señor Custodio, pudo notar pronto
que el trapero era, aunque comprendiendo lo ínfimo de su condición, de
un orgullo extraordinario, y que tenía acerca del honor y de la virtud
las ideas de un señor noble de la Edad Media.

Al mes de vivir allí estaba Manuel un domingo a la puerta de la casa,
después de comer, cuando vió que por la pendiente del vertedero bajaba a
la hondonada corriendo, con las faldas recogidas, una muchacha, Al verla
de cerca, Manuel quedó rojo, luego pálido. Era la chiquilla que había
ido dos o tres veces a casa de la patrona, a probar los trajes a la
Baronesa, pero hecha ya una mujer.

Se acercó la muchacha, levantando las faldas y las enaguas almidonadas,
cuidando de no ensuciarse los zapatitos de charol.

--¿Qué vendrá a hacer aquí?--se dijo Manuel.

--¿Está padre?--preguntó ella.

Salió el señor Custodio y abrazó a la muchacha. Era la hija del trapero,
la Justa, de quien Manuel oía hablar continuamente, y que, sin saber por
qué, se había figurado que debía de ser muy flaca, muy esmirriada y
desagradable.

La Justa entró en la cocina, y después de mirar las sillas, por si
tenían algo que ensuciara su vestido, se sentó en una. Luego habló por
los codos, diciendo tonterías a porrillo y riendo ella misma chistes.

Manuel la escuchaba silencioso; la verdad es que no era tan guapa como
se había figurado, pero no por eso le gustaba menos. Tendría unos diez y
ocho años, era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la nariz
respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era algo
fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca, con
el moño muy empingorotado y unos zapatos nuevos y relucientes.

Mientras hablaba la Justa y la oían extasiados sus padres, se presentó
en la cocina un jorobado de una de las casuchas de la hondonada, a quien
llamaban el _Conejo_, y que tenía, efectivamente, en su rostro una gran
semejanza con el simpático roedor cuyo nombre llevaba.

Era el _Conejo_ del gremio del señor Custodio, y conocía a Justa desde
niño; Manuel solía verle todos los días, pero no paraba su atención en
él.

Entró el _Conejo_ en casa del señor Custodio y se puso a decir simplezas
y a reírse a carcajadas; pero de un modo tan mecánico que molestaba,
porque parecía que detrás de aquel reír continuo debía haber una
amargura muy grande. La Justa le tocó la joroba, pues sabido es que esto
da la buena suerte, y el _Conejo_ se echó a reír.

--¿Te han llevado alguna otra vez a la Delegación?--le preguntó ella.

--Sí; muchas veces... ji... ji...

--¿Y por qué?

--Porque el otro día me puse a gritar en la calle: ¡Aire, quién compra
el paraguas de Sagasta, el sombrero de Krüger, el orinal del Papa, una
lavativa que se le ha perdido a una monja cuando estaba hablando con el
sacristán!...

El _Conejo_ daba gritos formidables y la Justa se reía a carcajadas.

--¿Y ya no cantas la misa como antes?

--Sí, también.

--Pues cántala.

El jorobado había tomado, como motivo de escándalo, el Prefacio de la
Misa, y substituía las palabras sagradas por otras con que anunciaba su
comercio, y empezó a gritar:

--Quién me vende... las zapatillas... los pantalones... las
alpargatas... las botas viejas... y las usadas... las lavativas... los
orinales y hasta la camisa.

A la Justa le producían los gritos del jorobado una risa nerviosa. El
_Conejo_, después de cantar dos o tres veces el Prefacio, tomó el aire
de las rogativas y cantó unas cosas con voz de tiple y otras con voz de
bajo:

El sombrero de copa... y en vez de decir _Liberanos dominé_, decía:
ahora mismo compraré... el chaleco viejo... una perra gorda daré...

El jorobado tuvo que callarse para que dejara de reír la Justa.

De pronto ésta advirtió el entusiasmo de Manuel, y, a pesar de que no le
parecía una gran conquista, se puso seria, le animó y le dedicó miradas
furtivas, que hicieron latir apresuradamente el corazón del muchacho.

Cuando se fué la hija del señor Custodio, Manuel se quedó como si le
hubieran dejado a obscuras. Pensó que con el recuerdo de las miradas
incendiarias tendría que vivir dos o tres semanas.

Al día siguiente, cuando Manuel se encontró con el _Conejo_, escuchó las
tonterías que le dijo el jorobado, que siempre estaba hablando del
obispo de Madrid-Alcalá, y luego trató de llevar la conversación al tema
del señor Custodio y su familia.

--Es guapa la Justa, ¿verdad?

--Psch... sí--y el _Conejo_ le miró a Manuel con un aspecto reservado de
hombre que oculta un misterio.

--Usted la ha conocido de chica, ¿eh?

--Sí; pero he conocido otras muchas.

--¿Tiene novio?

--Sí lo tendrá. Todas las mujeres tienen novio, a no ser que sean muy
feas.

--¿Y quién es el novio de la Justa?

--Cualquiera; yo creo que es el obispo de Madrid-Alcalá.

El _Conejo_ era un hombre de aspecto muy inteligente; tenía la cara
larga, la nariz corva, la frente ancha, los ojos pequeños y brillantes y
una perilla rojiza y en punta como la de un chivo.

Un tic especial, un movimiento convulsivo de la nariz agitaba su rostro
de vez en cuando, y era lo que le daba más semejanza con un conejo. Reía
tan pronto con una carcajada nerviosa, metálica, sonora, como con una
risa sorda de polichinela. Miraba a la gente de arriba abajo y de abajo
arriba, de una manera insolente a fuerza de ser burlona, y para más
sorna detenía su mirada en los botones del traje de su interlocutor, e
iba danzando con la vista de la corbata al pantalón y de las botas al
sombrero. Tenía especial empeño en vestir de un modo ridículo y le
gustaba adornarse la gorra con vistosas plumas de gallo, andar con botas
de montar y hacer otra porción de extravagancias.

Le gustaba también embromar a la gente con sus mentiras, y afirmaba las
cosas que inventaba con tal tesón, que no se comprendía si se estaba
riendo o hablando en serio:

--¿No sabe usted lo que le ha pasado esta tarde al obispo de
Madrid-Alcalá en las Cambroneras?--decía a algún conocido.

--No.

--Pues que ha ido a hacer una visita para darle una limosna a
_Garibaldi_, y _Garibaldi_ le ha sacado una jícara de chocolate al señor
obispo. Se ha sentado el señor obispo, ha tomado una sopa y clac... no
se sabe qué le ha pasado: se ha quedado muerto.

--¡Pero, hombre!...

--Es cosa de los republicanos--decía el _Conejo_, muy serio, y se
marchaba a otra parte a propalar la noticia o a contar otro embuste. Se
metía en un grupo:

--¿Ya saben ustedes eso de Weyler?

--No, ¿qué ha pasado?

--Nada; que al volver del Campamento unas moscas se le han puesto en la
cara y le han comido toda la oreja. Ha pasado por el puente de Segovia
echando sangre.

Así se divertía aquel bufón.

Por las mañanas echaba el saco a la espalda e iba al centro de Madrid y
anunciaba su oficio por las calles, mezclando en sus pregones a
personajes políticos y hombres ilustres, lo que algunas veces le había
valido los honores de la Delegación.

Era el _Conejo_ perverso y malintencionado como un demonio; la muchacha
de los alrededores que tuviera su lío podía temblar, porque se las
apañaba para sorprenderla. Lo sabía todo, lo husmeaba todo; pero, al
parecer, no se valía de sus descubrimientos. Con asustar, estaba
satisfecho.

--El _Conejo_ lo sabrá--le solían decir algunas veces cuando se
sospechaba algo.

--Yo no sé nada; yo no he visto nada--contestaba él riéndose--; yo no sé
nada.

Y de aquí no había medio de sacarle.

Cuando Manuel fué conociendo al _Conejo_, sintió por él, si no
estimación, un cierto respeto por su inteligencia.

Era tan listo aquel jorobado bufón, que se las arreglaba en el Rastro
muchas veces para engañar a sus colegas, que de tontos no tenían un
pelo.

Casi todas las mañanas se reunían los traperos en la cabecera del Rastro
para cambiar impresiones y prendas usadas. El _Conejo_ se enteraba de
lo que necesitaban los vendedores de los puestos, y aquello que querían,
él lo compraba a los traperos y se lo revendía a los de los puestos, y
entre cambalaches y ventas siempre salía ganando...

En los domingos sucesivos la Justa tomó como entretenimiento el
entusiasmar a Manuel. La muchacha tenía una libertad absoluta de palabra
y un conocimiento completo y acabado de todas las frases y timos
madrileños.

Manuel, al principio, se mostraba respetuoso; pero viendo que ella no se
incomodaba, se iba atreviendo cada vez más y la abrazaba a traición. La
Justa se desasía con facilidad y se reía al ver al mozo con su cara
seria y la mirada brillante de deseos.

Con la libertad de palabras que le caracterizaba, la Justa tenía
conversaciones escabrosas; contaba a Manuel lo que la decían en la
calle, las proposiciones que los hombres deslizaban en su oído y hablaba
con gran delectación de compañeras de taller que habían perdido su flor
de azahar en la Bombilla o en las Ventas con cualquier Tenorio de
mostrador que se pasaba la vida atusándose el bigote delante del espejo
de alguna perfumería o tienda de sedas.

Las frases de la Justa tenían siempre un doble sentido y eran, a veces,
alusiones candentes. Su malicia y su coquetería chulesca y desgarrada
creaba en derredor suyo una atmósfera de deseo.

Manuel sentía por ella un anhelo doloroso de posesión, mezclado con una
gran tristeza y hasta con odio, al ver que la Justa se reía de él.

Muchas veces, al verla llegar, Manuel se juraba a sí mismo no hablarla,
ni mirarla, ni decirla nada y entonces ella le buscaba y le sonreía y
le provocaba haciéndole señas y dándole con el pie.

Era la Justa de una desigualdad de carácter perturbadora. Unas veces, al
verla asida por Manuel de la cintura y sentada en sus rodillas, se
dejaba abrazar y besar; otras, en cambio, sólo porque se le acercaba y
le tomaba la mano, le soltaba una bofetada que le dejaba aturdido.

--Y vuelve por otra--añadía, al parecer incomodada.

Manuel sentía ganas de llorar de ira y de rabia, y se tenía que contener
para no preguntarle con una lógica infantil: «¿Por qué la otra tarde
dejaste que te besara?» Pero luego pensaba en la ridiculez de una
pregunta así hecha.

La Justa iba sintiendo cierto cariño por Manuel, pero un cariño de
hermana o de amiga; como novio, como pretendiente, no le parecía
bastante para tomarle en serio.

Aquel flirteo, que fué para la Justa como un simulacro de amor,
constituyó para Manuel un doloroso despertar de la pubertad. Sentía
vértigos de lujuria, que terminaban en una atonía y en un aplanamiento
mortales. Y entonces echaba a andar de prisa con el paso irregular de un
atáxico; muchas veces, al atravesar el pinar del Canal, le entraban
deseos de dejarse ahogar en el río; pero el agua sucia y negra no
invitaba a sumergirse en ella.

En estas rachas de lujuria era cuando le acometían con más fuerza los
pensamientos negros y tristes, la idea de la inutilidad de su vida, de
la seguridad de un destino adverso, y al pensar en la existencia de
abandonado que se le preparaba, sentía su alma llena de amargura y los
sollozos le subían a la garganta...

Un domingo de invierno, la Justa, que había tomado la costumbre de ir
todos los días de fiesta a casa de sus padres, dejó de aparecer por
allá; Manuel supuso si la causa de esto sería el mal tiempo, y pasó toda
la semana intranquilo y nervioso, contando los días que faltaban para
ver a la Justa.

Al domingo siguiente, Manuel se apostó en la esquina del paseo de los
Pontones a esperar que pasara la muchacha, y al verla de lejos le dió un
vuelco el corazón. Venía acompañada por un joven elegante, medio torero,
medio señorito, con sombrero cordobés y capa azul llena de bordados. Al
final del paseo se despidió la Justa del que la acompañaba.

Al otro domingo, la Justa se presentó en casa de su padre con una amiga
y el joven de la capa bordada, y presentó a éste al señor Custodio. Dijo
después que era hijo de un carnicero de la Corredera Alta y muy rico,
hermano de una muchacha del taller, y a su madre la Justa le confesó,
alborozada, que el muchacho le había pedido relaciones. Aquella frase de
pedir relaciones, que lo dicen relamiéndose, desde la princesa altiva
hasta la portera humilde, encantó a la mujer del trapero, mayormente
tratándose de un muchacho rico.

El hijo del carnicero fué considerado en casa del señor Custodio como
prototipo de todas las perfecciones y bellezas; Manuel únicamente
protestaba y fulminaba sobre el _Carnicerín_, como le denominó desde el
primer momento con desprecio, miradas asesinas.

Los sufrimientos de Manuel al comprender que la Justa admitía con
entusiasmo como novio al hijo del carnicero fueron crueles; ya no la
melancolía, la ira y la desesperación más rabiosa agitaban su alma.

Eran también demasiadas ventajas las de aquel mozo: alto, gallardo,
esbelto, de naciente y rubio bigote, bien vestido, con los dedos llenos
de sortijas, bailarín consumado y guitarrista hábil; tenía casi el
derecho de estar tan satisfecho de su persona como lo estaba.

--¿Cómo no notará esa mujer--pensaba Manuel--que ese tipo no se quiere
mas que a sí mismo? En cambio yo...

Solía haber los domingos baile en una explanada próxima a la ronda de
Segovia, y el señor Custodio, con su mujer, la Justa y su novio, iban
allí. A Manuel le dejaban guardando la casa, pero algunas veces se
escapó para ver el baile.

Cuando vió a la Justa bailando con el _Carnicerín_ le dieron ganas de
ahogarles a los dos.

Luego el novio era de una petulancia extraordinaria; cuando bailaba se
contoneaba y parecía que iba jaleándose y piropeándose a sí mismo y que
guardaba en el ritmo del baile algo tan precioso, que un movimiento de
abandono podría echarlo todo a perder. Ni aun para decir misa, lo
hubiera hecho con tanta ceremonia.

Como es natural, un conocimiento tan completo de la ciencia del baile,
unido a la conciencia de su superioridad, le daban al _Carnicerín_ un
admirable aplomo. Era él quien se dejaba conquistar indolentemente por
la Justa, que estaba frenética. Al bailar se le echaba encima, sus ojos
brillaban y le temblaban las alas de la nariz; parecía que le quería
sujetar, tragar, devorar. No separaba la vista de él, y si le veía con
otra mujer se alteraba su rostro rápidamente.

Una de las tardes, el _Carnicerín_ hablaba con un amigo suyo. Manuel se
acercó a oír la conversación.

--¿Es aquélla?--le preguntaba el amigo.

--Sí.

--Gachó, como está de _colá_ contigo.

Y el _Carnicerín_, con una sonrisa petulante, añadió:

--La tengo _chalá_.

Manuel en aquel momento le hubiera arrancado el corazón.

La decepción amorosa hizo que Manuel pensara en abandonar la casa del
señor Custodio.

Un día se encontró cerca del puente de Segovia con el _Bizco_ y otro
golfo que le acompañaba.

Iban los dos desharrapados; el _Bizco_ tenía un aspecto más ceñudo y
brutal que nunca; llevaba una chaqueta vieja, por entre cuyos agujeros
se veía la piel negruzca; los dos marchaban, según le dijeron, al cruce
del camino de Aravaca con la carretera de Extremadura, a un rincón que
llamaban el Confesonario. Allí pensaban reunirse con el _Cura_ y el
_Hospiciano_ para asaltar una casa.

--Anda, ¿vienes?--le dijo irónicamente el _Bizco_.

--Yo, no.

--¿Dónde estás ahora?

--En una casa... trabajando.

--¡Valiente panoli! Anda, vente con nosotros.

--No, no puede ser... Oye, ¿y Vidal? ¿No le has vuelto a ver?

El rostro del _Bizco_ quedó más ceñudo.

--Ya me las pagará ese charrán. No se escapa sin que yo le pinte un
chirlo en la cara... Pero, ¿vienes o no?

--No.

Las ideas del señor Custodio habían influído en Manuel fuertemente;
pero, como a pesar de esto sus instintos aventureros le persistían,
pensaba marcharse a América, en hacerse marinero, en alguna cosa por el
estilo.



CAPÍTULO VIII

LA PLAZA.--UNA BODA EN LA BOMBILLA.--LAS CALDERAS DEL ASFALTO.


EL noviazgo del _Carnicerín_ y de la Justa se formalizaba; el señor
Custodio y su mujer se bañaban en agua de rosas, y únicamente Manuel
creía que el matrimonio, al fin, no se realizaría.

El _Carnicerín_ era demasiado estirado y señorito para casarse con la
hija de un trapero; Manuel pensaba que iba a ver si se aprovechaba de la
ocasión; pero nada autorizaba por el momento estas malévolas
suposiciones.

El _Carnicerín_ se mostraba generoso y tenía delicados obsequios para
los padres de su novia.

Un día de verano convidó a toda la familia y a Manuel a una corrida de
toros. La Justa se puso muy elegante y bonita para ir con su novio. El
señor Custodio llevaba las prendas de toda gala: el sombrero hongo
nuevo, nuevo aunque tenía más de treinta años; su chaqueta de pana
forrada, excelente para las regiones boreales, y un bastón con puño de
cuerno comprado en el Rastro; la mujer del trapero llevaba un traje
antiguo y un pañuelo alfombrado, y Manuel estaba ridículo con un
sombrero sacado del almacén, que le salía un palmo por delante de los
ojos, un traje de invierno que le sofocaba y unas botas estrechas.

Detrás de la Justa y del _Carnicerín_, el señor Custodio, su mujer y
Manuel llamaban la atención de la gente, que se reía al verlos.

La Justa se volvía a mirarlos y sonreía. Manuel iba furioso, sofocado;
el sombrero le apretaba en la frente y le dolían los pies.

Salieron a la calle de Toledo y llegaron en el tranvía a la Puerta del
Sol; allí subieron a un ómnibus, que los llevó a la plaza de toros.

Entraron, y, dirigidos por el _Carnicerín_, se colocaron cada uno en su
sitio. Había empezado la corrida; la plaza estaba llena. Se veían todas
las gradas y tendidos ocupados por una masa negra de gente.

Manuel miró al redondel; iban a matar al toro cerca de la barrera, a muy
poca distancia de donde ellos estaban. El pobre animal, ya medio muerto,
andaba despacio, seguido de tres o cuatro toreros y del matador, que,
encorvado hacia adelante, con la muleta en una mano y la espada en la
otra, marchaba tras de él. Tenía el matador un miedo horrible; se ponía
enfrente del toro, tanteaba dónde le había de pinchar, y al menor
movimiento de la bestia, se preparaba para correr. Luego, si el toro se
quedaba quieto, le daba un pinchazo; después, otro pinchazo, y el animal
bajaba la cabeza y, con la lengua fuera, chorreando sangre, miraba con
ojos tristes de moribundo. Tras de mucho bregar el matador, le clavó la
espada más, y lo mató.

Aplaudió la gente y comenzó a tocar la música. El lance le pareció
bastante desagradable a Manuel; pero esperó con ansiedad. Salieron las
mulillas y arrastraron al toro muerto.

Al poco rato cesó la música y salió otro toro. Los picadores se quedaron
cerca de las vallas, los toreros se aventuraban un poco, daban un
capotazo y echaban a correr en seguida.

No era aquello, ni mucho menos, lo que Manuel se figuraba, lo visto por
él en los cromos de _La Lidia_. El creía que los toreros, a fuerza de
arte, andarían jugando con el toro, y no había nada de aquello;
encomendaban su salvación a las piernas, como todo el mundo.

Después de los capotazos de los toreros, dos monosabios empezaron a
golpear con unas varas al caballo de un picador, hasta hacerle avanzar
al medio. Manuel vió al caballo de cerca, era blanco, grande, huesudo,
con un aspecto tristísimo. Los monosabios acercaron al caballo al toro.
Este, de pronto, se acercó; el picador le aplicó la punta de su lanza,
el toro embistió y levantó el caballo en el aire. Cayó el jinete al
suelo, y lo cogieron en seguida; el caballo trató de levantarse, con
todos los intestinos sangrientos fuera, pisó sus entrañas con los cascos
y, agitando las piernas, cayó convulsivamente al suelo.

Manuel se levantó pálido.

Un monosabio se acercó al caballo, que seguía estremeciéndose; el animal
levantó la cabeza como para pedir auxilio; entonces, el hombre le dió un
cachetazo y lo dejó muerto.

--Yo me voy. Esto es una porquería--dijo Manuel al señor Custodio--;
pero no era fácil salir de allí en aquel momento.

--Al muchacho--dijo el trapero a su mujer--no le gusta.

La Justa, que se enteró, se echó a reír.

Manuel esperó la muerte del toro mirando al suelo; volvieron a salir
las mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en
el suelo, y un monosabio los llevó con un rastrillo.

--Mira, mira el mondongo--dijo, riendo, la Justa.

Manuel, sin decir nada ni hacer caso de observaciones, salió del
tendido. Bajó a unas galerías grandes, llenas de urinarios que olían
mal, y anduvo buscando la puerta, sin encontrarla.

Sentía rabia contra todo el mundo, contra los demás y contra él. Le
pareció el espectáculo una asquerosidad repugnante y cobarde.

Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que
acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre
sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los
momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y en vez de un
espectáculo como él soñaba, en vez de una apoteosis sangrienta del valor
y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de
intestinos; una fiesta en donde no se notaba mas que el miedo del torero
y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de
aquel miedo.

Aquello no podía gustar--pensó Manuel--mas que a gente como el
_Carnicerín_, a chulapos afeminados y a mujerzuelas indecentes.

Al llegar a casa, Manuel arrojó de sí con rabia el sombrero y las botas
y el traje con el cual había ido a la plaza tan ridículo...

Se comentó mucho por el señor Custodio y su mujer la indignación de
Manuel, y a él mismo le produjo cierto asombro; comprendía que no le
hubiera gustado; lo que le chocaba es que le produjese tanta ira y tanta
rabia.

Pasó el verano; la Justa comenzó a hacer los preparativos para la boda,
Manuel mientras tanto proyectaba marcharse de casa del señor Custodio y
salir de Madrid, ¿Adónde? No lo sabía; cuanto más lejos, mejor, pensaba.

En el mes de noviembre se celebró la boda de una compañera del taller de
la Justa, en la Bombilla. No podían ir el señor Custodio y su mujer, y
Manuel acompañó a la Justa.

Vivía la novia en la ronda de Toledo, y su casa era el punto de partida
de los invitados.

A la puerta esperaba un ómnibus grande, en donde cabían una infinidad de
personas.

Subieron todos los invitados; la Justa y Manuel se acomodaron en la
imperial del coche y esperaron un rato. Se presentaron los novios
rodeados de una nube de chiquillos que gritaban; él tenía facha de
hortera; ella, esmirriada y fea, parecía una mona; los padrinos iban
detrás, y en el grupo de éstos, una vieja gorda, chata, bizca, de pelo
blanco, con una rosa roja en la cabeza y una guitarra en la mano,
avanzaba con aire flamenco.

--¡Viva la novia! ¡Vivan los padrinos!--gritó la bizca; contestaron
todos sin gran entusiasmo y echó andar el coche en medio de la algarabía
y las voces de unos y de otros. En el camino fueron todos chillando y
cantando.

Manuel, al no ver al _Carnicerín_ allí, no se atrevía a alegrarse,
pensando que estaría ya en los Viveros.

La mañana era hermosa, húmeda; los árboles, de color de cobre, iban
desprendiéndose de sus hojas secas, a impulso de las ráfagas suaves de
viento; surcaba el cielo pálido nubes blancas, la carretera brillaba por
la humedad, a lo lejos en el campo ardían montones de hojas, y las
humaredas espesas corrían rasando la tierra.

Se detuvo el coche en una de las fondas de los Viveros; bajaron todos
del ómnibus, y se reprodujeron los gritos y el clamoreo. El _Carnicerín_
no estaba allí, pero se presentó poco después, y en la mesa se colocó al
lado de la Justa.

A Manuel le pareció el día odioso; hubo momentos en que sintió ganas de
llorar. Pasó toda la tarde desesperado en un rincón, viendo cómo bailaba
la Justa con su novio al compás de las notas de un organillo.

Al anochecer, Manuel se acercó a la Justa y, con gravedad cómica, la
dijo bruscamente:

--Vamos, tú--y viendo que no le hacía caso, añadió--. Oye, Justa, vamos
a casa.

--Anda ¡Déjame a mí en paz!--replicó ella con malos modos.

--Es que tu padre ha dicho que para la noche estés en casa. Anda, vamos.

--Oye, niño--dijo el _Carnicerín_ con pausa--. ¿A ti quién te da vela en
este entierro?

--A mí me han encargado...

--Bueno; pues tú te callas. ¿Sabes?

--No me da la gana.

--Te haré callar yo calentándote las orejas.

--¿Usted a mí?... Si usted lo que es es un morral, un ladrón--y Manuel
se echó sobre el _Carnicerín_; pero uno de los amigos de éste le soltó
un garrotazo en la cabeza que lo dejó atontado. Trató el muchacho de
volver a acometer al hijo del carnicero; dos o tres invitados le
empujaron y lo zarandearon hasta ponerle en la carretera a la puerta de
la fonda.

--¡Hambrón!... Golfo--gritaba Manuel.

--Expresiones en casa--le dijo una de las amigas de la Justa con
sorna--y _canalla novedá_.

Manuel, avergonzado y sediento de venganza, medio aturdido aún con el
golpe, se tapó la cara con la boina y fué andando por el camino
llorando de rabia. Al poco tiempo sintió alguien que se le acercaba
corriendo tras él.

--Manuel, Manolillo--le dijo la Justa con voz cariñosa y burlona--, ¿qué
tienes?

Manuel respiró fuerte y se le escapó un largo sollozo de dolor.

--¿Qué tienes? Anda; vuelve. Iremos juntos.

--No, no; déjame.

Luego no supo qué resolución tomar, y sin hablar más echó a correr
camino de Madrid.

La carrera secó sus lágrimas y reanimó sus iras. Estaba dispuesto a no
volver a casa del señor Custodio, aunque se muriera de hambre.

La ira le subía en oleadas a la garganta, sentía un furor negro, vagas
ideas de acometer, de destruir todo, de echar todas las cosas al suelo y
despanzurrar a todos los hombres.

El le prometía al _Carnicerín_ que, si alguna vez le encontraba a solas,
le echaría las zarpas al cuello hasta estrangularle, le abriría en canal
como a los cerdos y le colgaría con la cabeza para abajo y un palo entre
las costillas y otro en las tripas, y le pondría, además, en la boca una
taza de hoja de lata, para que gotease allí su maldita sangre de
cochino.

Y luego generalizaba su odio y pensaba que la sociedad entera se ponía
en contra de él y no trataba mas que de martirizarle y de negarle todo.

Pues bien; él se pondría en contra de la sociedad, se reuniría con el
_Bizco_ y asesinaría a diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer
crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con
desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén.

Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba
obscureciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de aquí siguió por
la calle del Arenal.

Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos
puestos en hilera vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre.
Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no habían iluminado la
plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de
asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente
ante las bocas inflamadas de los hornillos.

Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el
_Bizco_; se hallaba sentado sobre unos adoquines.

--¿Qué hacéis aquí?--le preguntó Manuel.

--Nos han derribado las cuevas de la Montaña--dijo el _Bizco_--, y hace
frío. Y tú, ¿qué? ¿Has dejado la casa?

--Sí.

--Anda, siéntate.

Manuel se sentó y se recostó en una barrica de asfalto.

En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces;
llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles
amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta
del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros,
gritaban los vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda
ensordecedora... Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del
crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario.

--Y a Vidal, ¿no lo ves?--preguntó Manuel.

--No. Oye: ¿tú tienes dinero?--dijo el _Bizco_.

--Veinte o treinta céntimos nada más.

--¿Vamos por una libreta?

--Bueno.

Compró Manuel un panecillo, que dió al _Bizco_, y los dos tomaron una
copa de aguardiente en una taberna. Anduvieron después correteando por
las calles, y a las once, próximamente, volvieron a la Puerta del Sol.

Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de
hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza apoyada
en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos hablaban
y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con
curiosidad a mirarles.

--Dormimos como en campaña--decía uno de los golfos.

--Ahora no vendría mal--agregaba otro--pasarse a dar una vuelta por la
Plaza Mayor, a ver si nos daban una libra de jamón.

--Tiene trichina.

--Cuidado con el colchón de muelles--vociferaba uno chato, que andaba
con una varita dando en las piernas de los que dormían--. ¡Eh, tú, que
estás estropeando las sábanas!

Al lado de Manuel, un chiquillo raquítico, de labios belfos y ojos
ribeteados, con uno de los pies envuelto en trapos sucios, lloraba y
gimoteaba; Manuel, absorto en sus ideas, no se había fijado en él.

--Pues no berreas tú poco--le dijo al enfermo un muchacho que estaba
tendido en el suelo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en
una piedra.

--Es que me duele mucho.

--Pues, amolarse. Ahórcate.

Manuel creyó oír la voz del _Carnicerín_, y miró al que hablaba. Con la
gorra puesta sobre los ojos, no se le veía la cara.

--¿Quién es ése?--preguntó Manuel al _Bizco_.

--Es el capitán de los de la Montaña: el _Intérprete_.

--¿Y por qué le habla así a ese chico?

--El _Bizco_ se encogió de hombros con un ademán de indiferencia.

--¿Qué te pasa?--le preguntó Manuel al chiquillo.

--Tengo una llaga en un pie--contestó el otro, volviendo a llorar.

--Te callarás--interrumpió el _Intérprete_ soltando una patada al
enfermo, el cual pudo esquivar el golpe--. Vete a contar eso a la perra
de tu madre... ¡Moler! No se puede dormir aquí.

--Amolarse--gritó Manuel.

--Eso ¿a quién se lo dices?--preguntó el _Intérprete_, echando la gorra
hacia atrás y mostrando su cara brutal de nariz chata y pómulos
salientes.

--A ti te lo digo ¡ladrón! ¡cobarde!

El _Intérprete_ se levantó y marchó contra Manuel; éste, en un arrebato
de ira, le agarró del cuello con las dos manos, le dió con el talón
derecho un golpe en la pierna, le hizo perder el equilibrio y le tumbó
en la tierra. Allí le golpeó violentamente. El _Intérprete_, más forzudo
que Manuel, logró levantarse; pero había perdido la fuerza moral, y
Manuel estaba enardecido y volvió a tumbarle, e iba a darle con un
pedrusco en la cara, cuando una pareja de municipales los separó a
puntapiés. El _Intérprete_ se marchó de allí avergonzado.

Se tranquilizó el corro, y fueron, unos tras otros, tendiéndose
nuevamente alrededor de la caldera.

Manuel se sentó sobre unos adoquines; la lucha le había hecho olvidar el
golpe recibido a la tarde; se sentía valiente y burlón, y encarándose
con los curiosos que contemplaban el corro, unos con risas y otros con
lástima, se puso a hablar con ellos.

--Se va a terminar la sesión--les dijo--. Ahora van a dar comienzo los
grandes ejercicios de canto. Vamos a empezar a roncar, señores. ¡No se
inquieten los señores del público! Tendremos cuidado con las sábanas.
Mañana las enviaremos a lavar al río. Ahora es el momento. El que
quiera--señalando una piedra--puede aprovecharse de estas almohadas. Son
almohadas finas, como las gastan los marqueses del Archipipi. El que no
quiera que se vaya y no moleste. ¡Ea!, señores: si no pagan, llamo a la
criada y digo que cierre...

--Pero si a todos éstos les pasa lo mismo--dijo uno de los golfos--;
cuando duermen van al mesón de la Cuerda. Si todos tienen cara de
hambre.

Manuel sentía una verbosidad de charlatán. Cuando se cansó se apoyó en
un montón de piedras y, con los brazos cruzados, se dispuso a dormir.

Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaban mas
que un municipal y un señor viejo, que hablaban de los golfos en tono de
lástima.

El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos, y
decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El
municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último resumió la
conversación, diciendo con un tono tranquilo de gallego:

--Créame usted a mí: éstos ya no son buenos.

--Manuel, al oír aquello, se estremeció; se levantó del suelo en donde
estaba, salió de la Puerta del Sol y se puso a andar sin dirección ni
rumbo.

«¡Estos ya no son buenos!» La frase le había producido una impresión
profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por qué? Examinó su vida. El no era
malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al _Carnicerín_ porque le
arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde
únicamente encontró algún cariño y alguna protección. Después,
contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más
remedio que corregirse y hacerse mejor.

Embebido en estos pensamientos oyó, al pasar por la calle de Alcalá, que
le llamaban repetidas veces. Era la _Mellá_ y la _Rabanitos_,
acurrucadas en un portal.

--¿Qué queréis?--las dijo.

--_Na_, hombre, hablarte. ¿Has heredado?

--No; ¿qué hacéis?

--Aquí filando--contestó la _Mellá_.

--¿Pues qué pasa?

--Que hay recogida, y ese morral de _ispetor_, a pesar de que le
pagamos, nos _quie_ llevar a la _delega_. ¡Acompáñanos!

Manuel las acompañó un rato; pero una y otra se fueron con unos señores
y él quedó sólo. Volvió a la Puerta del Sol.

La noche le pareció interminable: dió vueltas y más vueltas; apagaron la
luz eléctrica, los tranvías cesaron de pasar, la plaza quedó a obscuras.

Entre la calle de la Montera y la de Alcalá iban y venían delante de un
café, con las ventanas iluminadas, mujeres de trajes claros y pañuelos
de crespón, cantando, parando a los noctámbulos; unos cuantos chulos,
agazapados tras de los faroles, las vigilaban y charlaban con ellas,
dándoles órdenes...

Luego fueron desfilando busconas, chulos y celestinas. Todo el Madrid
parásito, holgazán, alegre, abandonaba en aquellas horas las tabernas,
los garitos, las casas de juego, las madrigueras y los refugios del
vicio, y por en medio de la miseria que palpitaba en las calles, pasaban
los trasnochadores con el cigarro encendido, hablando, riendo, bromeando
con las busconas, indiferentes a las agonías de tanto miserable
desharrapado, sin pan y sin techo, que se refugiaba temblando de frío en
los quicios de las puertas.

Quedaban algunas viejas busconas en las esquinas, envueltas en el
mantón, fumando...

Tardó mucho en aclarar el cielo; aun de noche se armaron puestos de
café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa.
Se apagaron los faroles de gas.

Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo
gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas
negras de los traperos se detenían en los montones de basura,
encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido,
con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho
ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid
trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.

Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena
y tranquila de la mañana le hizo pensar a Manuel largamente.

Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores
vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los
unos, el placer, el vicio, la noche; para los otros, el trabajo, la
fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía ser de éstos, de los que
trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra.

     FIN



ÍNDICE


                                                 Págs.

  PRIMERA PARTE

  I.--Preámbulo.--Conceptos un tanto inmorales
  de una pupilera.--Charlas.--Se oye cerrar un
  balcón.--Canta un grillo.                           9

  II.--La casa de doña Casiana.--Una ceremonia
  matinal.--Complot.--En donde se discurre
  acerca del valor alimenticio de los huesos.
  --La Petra y su familia.--Manuel; su llegada
  a Madrid.                                          15

  III.--Primeras impresiones de Madrid.--Los
  huéspedes.--Escena apacible.--Dulces y
  deleitosas enseñanzas.                             29

  IV.--¡Oh, el amor, el amor!--¿Qué hace don
  Telmo?--¿Quién es don Telmo?--En el cual el
  estudiante y don Telmo toman ciertas
  proporciones novelescas.                           41


  SEGUNDA PARTE

  I.--La regeneración del calzado y El león de
  la zapatería.--El primer domingo.--Una
  escapatoria.--El _Bizco_ y su cuadrilla.           53

  II.--El corralón o la casa del tío Rilo.--Los
  odios de vecindad.                                 71

  III.--Roberto Hasting en la zapatería.
  --Procesión de mendigos.--Corte de los
  Milagros.                                          81

  IV.--La vida en la zapatería.--Los amigos de
  Manuel.                                            91

  V.--La taberna de la _Blasa_.                      99

  VI.--Roberto en busca de una mujer.--El
  _Tabuenca_ y sus artificios.--Don Alonso
  o el _Hombre Boa_.                                109

  VII.--La _kermesse_ de la calle de la
  Pasión.--El _Lechuguino_.--Un café
  cantante.                                         125

  VIII.--Las vacilaciones de Leandro.--En la
  taberna de la _Blasa_.--El de las tres
  cartas.--Lucha con el _Valencia_.                 133

  IX.--Una historia inverosímil.--Las hermanas
  de Manuel.--Lo incomprensible de la vida.         147


  TERCERA PARTE

  I.--El drama del _Tío Patas_.--La tahona.
  --Karl el hornero.--La Sociedad de los Tres.      159

  II.--Una de las muchas maneras desagradables
  de morirse que hay en Madrid.--El _Expósito_.
  --El _Cojo_ y su cueva.--La noche en el
  Observatorio.                                     177

  III.--Encuentro con Roberto.--Roberto cuenta
  el origen de una fortuna fantástica.              189

  IV.--Dolores la _Escandalosa_.--Las
  engañifas del _Pastiri_.--Dulce salvajismo.
  --Un modesto robo en despoblado.                  199

  V.--Vestales del arroyo.--Los trogloditas.        217

  VI.--El señor Custodio y su hacienda.--A la
  busca.                                            227

  VII.--El señor Custodio y sus ideas.--La
  Justa, el _Carnicerín_ y el _Conejo_.   239

  VIII.--La plaza.--Una boda en la Bombilla.
  --Las calderas del asfalto.                       251



_Rafael Caro Raggio: Editor.--Ventura Rodríguez, 18._

COLECCIÓN SELECTA

VOLÚMENES PUBLICADOS


  JULIO VALLÉS.--=El Niño.= (Vida de Jaime Vigntras.)

  ENRIQUE BARBUSSE.--=El fuego en las trincheras.=
     »       »     --=Claridad.=

  CARLOS RIVET.--=El último Romanof.= (Historia del Tsar de Rusia
                  y su corte.)

  STENDHAL.--I. =Un oficial enamorado.= (Luciano Leuwen.)
     »           --II. =Un oficial enamorado.= (Luciano Leuwen.)

  HENRY KISTEMAECKERS.--=El relevo galante.= (Novela.)

  RUDYARD KIPLING.--=Capitanes valientes.=

  JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA.--=Los conquistadores.= (El
                           origen heroico de América).
    »     »      »      --=En la Vorágine.=

  JUAN GUALBERTO NESSI.--=Aventuras del submarino alemán U...=
   »     »        »    --=De tobillera a “cocotte”.=

  ABEL BOTELHO.--I. =El libro de Alda.=
   »     »     --II. =El libro de Alda.=

  A. S. PUSHKIN.--=El bandido Dubrovsky.=
         »      --=La casita solitaria de la isla Basilio.=

  ABEL HERMANT.--=Los amores de Fanfán.=

  A. GUILMAIN.--=La condesa busca un amante.=
        »     --=Margot peca siete veces.=
        »     --=Frou-frou, vendedora de caricias.=

  AUGUSTO MARTÍNEZ OLMEDILLA.--=Resurgimiento.=



JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ (AZORÍN)


COLECCIÓN DE OBRAS COMPLETAS

      I.--EL ALMA CASTELLANA.
     II.--LA VOLUNTAD.
    III.--ANTONIO AZORÍN.
     IV.--LAS CONFESIONES DE UN PEQUEÑO FILÓSOFO. (Aumentada.)
      V.--ESPAÑA.
     VI.--LOS PUEBLOS.
    VII.--FANTASÍAS Y DEVANEOS.
   VIII.--EL POLÍTICO.
     IX.--LA RUTA DE DON QUIJOTE.
      X.--LECTURAS ESPAÑOLAS.
     XI.--LOS VALORES LITERARIOS.
    XII.--CLÁSICOS Y MODERNOS.
   XIII.--CASTILLA.
    XIV.--UN DISCURSO DE LA CIERVA.
     XV.--AL MARGEN DE LOS CLÁSICOS.
    XVI.--EL LICENCIADO VIDRIERA.
   XVII.--UN PUEBLECITO.
  XVIII.--RIVAS Y LARRA.
    XIX.--EL PAISAJE DE ESPAÑA VISTO POR LOS ESPAÑOLES.
     XX.--ENTRE ESPAÑA Y FRANCIA.
    XXI.--PARLAMENTARISMO ESPAÑOL.
   XXII.--PARÍS, BOMBARDEADO Y MADRID SENTIMENTAL.
  XXIII.--LABERINTO.


OTRAS PUBLICACIONES

  LORENZO GALLEGO CARRANZA.--=Lecciones de Topografía.=    9 ptas.
            »        »     --=Sistema de acotaciones.=     3,50 ptas.




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