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Title: La invasión o El loco Yégof
Author: Erckmann-Chatrian
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "La invasión o El loco Yégof" ***


Erckmann-Chatrian

LA INVASION O EL LOCO YEGOF

MCMXX

ES PROPIEDAD
Copyright by Calpe, Madrid, 1921.

Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA



ERCKMANN-CHATRIAN

La invasión
o
El loco Yégof

NOVELA

La traducción del francés ha
sido hecha por J. Alvarez Pastor

[Illustration]

MADRID, 1921

"Tipográfica Renovación" (C. A.). Larra, 6 y 8.--MADRID



_Erckmann-Chatrian es un nombre doble, formado con los apellidos de
Emilio Erckmann y Alejandro Chatrian. Ambos eran alsacianos. En 1847
conociéronse, trabaron amistad y comenzaron una colaboración íntima que
duró casi tanto como su vida. Numerosísimas novelas han publicado, que
se cuentan entre las más famosas y leídas de la literatura francesa en
el siglo XIX. Son las principales_: El amigo Fritz (1864), Madama Teresa
(1863), Cuentos de las orillas del Rin (1862), LA INVASIÓN O EL LOCO
YÉGOF (1862), Historia de un quinto de 1813 (1864), Waterlóo (1865),
etc. _Han cultivado principalmente la nota campesina, popular, ingenua,
y la novela histórica con una visión también popular; los grandes
acontecimientos de la Revolución francesa y del Imperio son descritos
desde el punto de vista peculiar, rústico, honradote, de un soldado
alsaciano, de una cantinera, de un campesino; pero con el interés
novelesco más hondo y una rapidez e intensidad dramática admirables.
Llevaron al teatro alguna de sus mejores novelas._



LA INVASION O EL LOCO YEGOF



EL LOCO YEGOF

EPISODIO DE LA INVASION



I


Si deseáis conocer la historia de la gran invasión de 1814 tal como me
la ha referido el anciano cazador Frantz del Hengst, debéis trasladaros
a la aldea de Charmes, en los Vosgos. Unas treinta casitas, con tejados
de madera cubiertos de obscuras siemprevivas, se alinean a lo largo del
Sarre; de ellas se ven los mojinetes llenos de yedra y de madreselvas
marchitas--pues ya se acerca el invierno--, las colmenas cerradas con
haces de paja, los jardinillos, las empalizadas y los setos que separan
unas viviendas de otras.

A la izquierda, en una elevada montaña, se alzan las ruinas del antiguo
castillo de Falkenstein, destruido, hace doscientos años, por los
suecos. Del castillo no queda mas que un montón de escombros erizado de
zarzas; un antiguo camino de _schlitte_[1], de escalones desgastados,
asciende entre los abetos. A la derecha, en una pendiente, se divisa la
casería de «El Encinar»: un gran edificio con trojes, establos y
cobertizos, de tejados planos cargados con gruesas piedras para resistir
los vientos del Norte. Algunas vacas pastan entre los brezos y algunas
cabras sobre las rocas.

Todo allí es tranquilo, silencioso.

Los niños, vestidos con pantalones de lienzo gris y con la cabeza y los
pies desnudos, se calientan alrededor de las hogueras que hacen en las
lindes de los bosques. Las espirales de humo azul se pierden en la
altura, en donde grandes nubes blancas y grises permanecen inmóviles
sobre el valle. Detrás de las nubes se descubren las cimas áridas del
Grosmann y del Donon.

Pues bien; es preciso saber que la última casa de la aldea, cuyo tejado
de caballete se halla atravesado por dos claraboyas de cristales y cuya
planta baja se abre hacia una calle fangosa, pertenecía en 1813 a Juan
Claudio Hullin, un antiguo voluntario del 92, a la sazón almadreñero en
la aldea de Charmes y que gozaba de una gran consideración entre los
serranos. Hullin era un hombre rechoncho y fornido, de ojos grises,
labios gruesos, nariz corta, con una hendedura en la punta, y pobladas
cejas canosas. Era de carácter alegre y cariñoso, y nunca podía negar
nada a su hija Luisa, una niña recogida en tiempos lejanos de entre esos
miserables _heimatshlos_--herreros, caldereros--sin casa ni hogar, que
van de pueblo en pueblo reparando sartenes, fundiendo cucharas y
componiendo la vajilla rota. Hullin consideraba a Luisa como hija
propia, y había olvidado que pertenecía a una raza extranjera.

Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, en
primer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo
«El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado en
quinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regreso
esperaba la familia cuando la campaña terminase.

Hullin se acordaba siempre con entusiasmo de sus campañas de Sambre y
Mosa, de Italia y de Egipto. Pensaba a menudo en ellas, y muchas veces,
al caer la tarde, después del trabajo, se dirigía a la fábrica de
aserrar del Valtin, ese lóbrego edificio, construido con troncos de
árboles sin desbastar, que podéis ver allá, al fondo del desfiladero.
Hullin se sentaba entre los leñadores, los carboneros, los
_schlitteros_, frente a un gran fuego hecho con serrín, y mientras
giraba la pesada rueda, retumbaba la presa y rechinaba la sierra, él,
con el codo apoyado en la rodilla y la pipa en los labios, hablaba a
aquella buena gente de Hoche, de Kléber y, por último, del general
Bonaparte, a quien había visto cien veces, describiendo su rostro
enjuto, sus ojos penetrantes y su perfil de águila, como si le tuviera
presente.

Tal era Juan Claudio Hullin.

Era un hombre de la vieja cepa gala, apasionado por las aventuras
extraordinarias y las empresas heroicas, pero aferrado al trabajo por el
sentimiento del deber desde el día primero del año hasta el día de San
Silvestre.

En cuanto a Luisa, la hija de los _heimatshlos_, era una muchacha
esbelta, fina, de afiladas y delicadas manos, de ojos de un azul celeste
y tan dulces que penetraban hasta el fondo del alma de quien los veía;
su tez era blanca como la nieve; sus cabellos, rubios como el oro, tan
suaves como la seda, y los hombros, oblicuos como los de una virgen en
oración. Su inocente sonrisa, su frente soñadora, toda su persona, en
fin, recordaba el antiguo _lied_ del _minnesinger_ Erbart, cuando dice:
«He visto pasar un rayo de luz, y mis ojos se hallan aún deslumbrados...
¿Era una mirada de la Luna a través del follaje?... ¿Era una sonrisa de
la aurora en el fondo de los bosques?... No... Era la hermosa Edit, mi
amor, que pasaba... La he visto, y mis ojos se hallan aún deslumbrados.»

Luisa amaba con pasión el campo, los jardines y las flores. Al llegar la
primavera, los primeros cantos de la alondra le hacían derramar lágrimas
de ternura. Luisa iba a ver brotar los azulejos y las espinas tras los
zarzales del monte, y espiaba la vuelta de las golondrinas que anidaban
en un ángulo de la ventana de su buhardilla. No podía dudarse que era
hija de los _heimatshlos_ errantes y vagabundos, aunque no fuese tan
salvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter,
y muchas veces le decía riendo:

--Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes--esas gavillas de
hermosas flores y de espigas doradas--nos moriríamos de hambre en tres
días.

Pero la joven sonreía tan dulcemente y besaba a Hullin con tanto afecto,
que el hombre volvía a su trabajo diciendo:

--¡Bah! ¿Qué necesidad tengo de reprender? Tiene razón; le gusta el
sol... Gaspar trabajará por los dos y será feliz como cuatro... Y no lo
siento, al contrario... Mujeres que trabajen hay muchas, y no por eso
son más hermosas; ¡pero mujeres que amen! ¡Qué suerte si se encuentra
una! ¡Qué suerte!

Así razonaba el buen hombre, y los días, las semanas, los meses se
sucedían esperando la próxima vuelta de Gaspar.

Catalina Lefèvre, mujer dotada de una gran energía, compartía las ideas
de Hullin respecto de Luisa.

--Yo--decía--sólo quiero tener una hija que me ame; no deseo que se
ocupe de las cosas de mi casa. ¡Con tal que esté contenta!... ¿No es
verdad, Luisa, que no me incomodarás en nada?

Y las dos mujeres se besaban.

Pero Gaspar no volvía, y hacía dos meses que no se tenían noticias
suyas.

Pues bien; aquel día, a mediados del mes de diciembre de 1813, entre
tres y cuatro de la tarde, Hullin, inclinado sobre su banco, terminaba
un par de zuecos claveteados para el leñador Rochart. Luisa acababa de
colocar una vasija de barro vidriado en la estufita que chisporroteaba y
hacía cierto ruido triste, mientras que el viejo péndulo contaba los
segundos con su tic-tac monótono. Fuera, a lo largo de la calle, se
veían esos charquitos de agua, cubiertos de una capa de hielo blanca y
friable que anuncia la proximidad de los grandes fríos. A veces se oía
la marcha de pesados zuecos sobre la tierra endurecida y se veía pasar
un sombrero de fieltro, una capucha o un gorro de algodón; después, el
ruido se alejaba, y el crujido de la madera verde en las llamas, el
zumbido del torno de hilar de Luisa y el hervor de la olla volvían a
reinar. Habían pasado así dos horas cuando Hullin, al mirar casualmente
a través de los cristalillos de la ventana, suspendió su trabajo y
permaneció con los ojos muy abiertos, como absorto por un espectáculo
inusitado.

En efecto; en el sitio donde torcía la calle, frente a la taberna de
_Los tres pichones_, avanzaba--en medio de un corro de muchachos que
silbaban, saltaban y gritaban «¡El _Rey de Bastos_! ¡El _Rey de
Bastos_!»,--, avanzaba, repito, el más extraño personaje que es posible
imaginar: figuraos un hombre de barba y cabellos rojos, el rostro grave,
la mirada sombría, la nariz recta, las cejas juntas en medio de la
frente, con un círculo de hojalata en la cabeza, con una piel de perro
de ganado, de color gris acero y largos pelos, puesta sobre la espalda y
las dos patas de delante atadas alrededor del cuello; el pecho cubierto
de crucecillas de cobre falso; las piernas vestidas con una especie de
calzón de lienzo gris, atado por encima del tobillo, y los pies
desnudos. Un cuervo de gran tamaño, cuyas negras alas brillaban como un
espejo, se posaba sobre su hombro. Se diría al contemplar la marcha
majestuosa de tal hombre que era uno de aquellos antiguos reyes
merovingios, tales como los representan las imágenes de Montbéliard;
sostenía con su mano izquierda un palo grueso y corto, que tenía la
forma de cetro, y con la mano derecha hacía gestos imponentes,
levantando el dedo hacia el cielo y apostrofando al cortejo.

A su paso, todas las puertas se abrían; detrás de los cristales se
apretujaban los rostros de los curiosos. Algunas viejas, desde la
escalera exterior de sus barracas, llamaban al loco, que no se dignaba
siquiera volver la cabeza; otras descendían a la calle y trataban de
cortarle el paso; pero él, levantando la cabeza y alzando las cejas, con
un gesto o una palabra les obligaba a separarse.

--¡Vaya!--dijo Hullin--; aquí tenemos a Yégof... No esperaba volver a
verle este invierno... Eso es raro en él... ¿Qué le sucederá para
regresar con semejante tiempo?

Y Luisa, dejando la rueca, corrió a contemplar al _Rey de Bastos_. Era,
en verdad, un acontecimiento la llegada del loco Yégof al comenzar el
invierno; unos se alegraban con la esperanza de retenerle y de hacerle
hablar en las tabernas de su fortuna y de su gloria; otros, sobre todo
las mujeres, sentían cierta vaga inquietud, porque los locos, como se
sabe, participan de las ideas de otro mundo, conocen el pasado y el
porvenir y están inspirados por Dios; el secreto está en llegar a
comprenderles, pues sus palabras siempre tienen dos sentidos, uno
vulgar, para las gentes ordinarias, y otro profundo, para los espíritus
delicados y las personas juiciosas. Por otra parte, aquel loco, más que
ninguno, tenía pensamientos verdaderamente extraordinarios y sublimes.
No se sabía ni de dónde venía ni adónde iba, ni lo que quería, pues
Yégof erraba por todas partes como alma en pena; a veces hablaba de
razas desaparecidas y decía que era emperador de Austrasia, de Polinesia
y de otros lugares. Se hubiera podido escribir extensos libros acerca de
sus castillos, sus palacios y sus fortalezas, de los cuales conocía el
número, la situación y la arquitectura, y de los que celebraba la
amplitud, la belleza y la riqueza con un aire sencillo y modesto.
Hablaba el loco de sus caballerizas, de sus cotos de caza, de los
grandes dignatarios de su Imperio, de sus ministros, de sus consejeros,
de los intendentes de sus provincias, y nunca se equivocaba ni acerca de
sus nombres ni acerca de sus méritos, pero se lamentaba amargamente de
haber sido derrotado por la raza maldita; y la anciana comadre Sapiencia
Coquelin, siempre que le oía quejarse con tal motivo, lloraba a lágrima
viva, y otras mujeres también lloraban. Entonces Yégof, levantando el
dedo hacia el cielo, exclamaba:

--¡Oh mujeres! ¡Oh mujeres!... ¡Acordaos!... ¡Acordaos!... La hora se
acerca... El espíritu de las tinieblas huye... ¡La antigua raza..., los
señores de vuestros señores avanzan como las olas del mar!

Y todas las primaveras tenía la costumbre de ir a ver los viejos nidos
de búhos los antiguos castillos y las ruinas que coronan los Vosgos en
el seno de los bosques, en el Nideck, en el Géroldseck, en Lutzelburg,
en Turkestein, diciendo que iba a visitar sus _leudes_, y hablaba de
restaurar el pasado esplendor de sus Estados y de reducir nuevamente a
esclavitud a los pueblos sublevados, con la ayuda del _Gran Golo_, su
primo.

Juan Claudio Hullin se reía de estas cosas, pues no era su ingenio
bastante sutil para penetrar en las esferas invisibles; pero Luisa al
oírlos experimentaba una gran turbación, sobre todo cuando el cuervo
agitaba las alas y dejaba oír su ronco grito. Descendía, pues, Yégof por
la calle sin detenerse en ninguna parte, y Luisa, muy inquieta, viendo
que el loco miraba hacia su casita, dijo:

--Papá Juan Claudio, me parece que Yégof viene a nuestra casa.

--Es muy posible--respondió Hullin--; el pobre diablo no dejará de
necesitar un par de zuecos claveteados con el frío que hace; y si me lo
pide, a fe mía que me costará gran trabajo negárselo.

--¡Oh, qué bueno es usted!--dijo la joven besando a su padre con cariño.

--Sí, sí...; tú me acaricias--dijo Hullin riendo--porque hago todo lo
que quieres... Pero ¿quién me pagará la madera y el trabajo?... No será
ciertamente Yégof...

Luisa besó otra vez a Hullin, el cual, mirándola con ternura, murmuró:

--Esta moneda bien vale aquella otra.

Yégof se encontraba entonces a cincuenta pasos de la casita, y el
tumulto iba en aumento. Los muchachos, agarrándose a los pingajos de la
chaqueta del loco, gritaban: «¡Bastos! ¡Espadas! ¡Copas!» De improviso
el viejo se volvió, y levantado el cetro que llevaba, con aire digno,
aunque irritado, exclamó:

--¡Retiraos, raza maldita!... ¡Retiraos..., no me aturdáis más... o
suelto contra vosotros mi jauría de dogos!

Aquella amenaza no produjo otro efecto que aumentar los silbidos y las
carcajadas; pero como en el mismo instante Hullin apareció en el umbral
de la puerta con una larga barrena en la mano y como, distinguiendo a
cinco o seis de los más revoltosos, les advirtiese que aquella misma
noche iría a tirarles de las orejas durante la cena, lo que el buen
hombre había hecho ya varias veces con el consentimiento de sus padres,
el cortejo se disolvió, consternado de semejante encuentro. Entonces,
volviéndose hacia el loco, el almadreñero dijo:

--Entra, Yégof, y ven a calentarte al lado del fuego.

--Yo no me llamo Yégof--respondió el desdichado como si le hubiesen
ofendido--; yo me llamo Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia.

--Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé--dijo Juan Claudio--. Me has contado todo
eso. De cualquier modo, no importa; te llames Yégof o Luitprand, entra.
Hace frío y necesitas calentarte.

--Yo entro--contestó el loco--, pero es para tratar de un asunto muy
importante; es para una cuestión de Estado..., para pactar una alianza
indisoluble entre los germanos y los triboques.

--Bien; pues hablaremos de eso.

Yégof, inclinándose bajo la puerta, entró muy pensativo y saludó a Luisa
con la cabeza, al mismo tiempo que bajaba el cetro; pero el cuervo no
quiso entrar; desplegando sus grandes alas cóncavas, dio una amplia
vuelta alrededor de la barraca y fue a caer a todo volar sobre los
cristales para romperlos.

--¡_Hans_--le gritó el loco--, ten cuidado! Yo vengo...

Pero el pájaro no separó sus agudas garras de las mallas de plomo y no
dejó de agitar en la ventana sus grandes alas mientras que su amo
permaneció en la casa. Luisa, llena de miedo, apartaba de él los ojos.
En cuanto a Yégof, sentose en el viejo sillón de cuero, detrás de la
estufa, extendió las piernas, como si estuviera en un trono, y paseando
a su alrededor la mirada con imperio, exclamó:

--Vengo de Jéromé directamente para concertar contigo un matrimonio,
Hullin. No ignoras que me he dignado fijar los ojos en tu hija, y vengo
a pedírtela para que sea mi mujer.

Luisa, al oír aquella proposición, enrojeció hasta las orejas, y Hullin
lanzó una sonora carcajada.

--¡Te ríes!--exclamó el loco con voz cavernosa--. Pues haces mal en
reírte... Este matrimonio es lo único que puede salvar de la ruina que
amenaza tanto a ti como a tu casa y a todos los tuyos... Ahora mismo mis
ejércitos van avanzando... Son innumerables... Cubren gran parte de la
Tierra... ¿Qué podéis vosotros contra mí? Seréis vencidos, aniquilados,
reducidos a la esclavitud como lo habéis sido ya durante siglos enteros,
porque yo, Luitprand, rey de Austrasia y de Polinesia, he decidido que
todo vuelva al estado que antiguamente tenía... ¡Acuérdate!

Y diciendo esto, el loco levantó el dedo con aire solemne.

--¡Acuérdate de lo que ha pasado!... ¡Vosotros habéis sido vencidos!...
Y nosotros, las viejas razas del Norte, os hemos puesto el pie en la
frente. Hemos cargado sobre vuestras espaldas las más pesadas piedras
para construir nuestras fortalezas y nuestras prisiones subterráneas...
Os hemos uncido a nuestros arados y habéis sido para nosotros lo que la
paja para el huracán... ¡Acuérdate, acuérdate, triboque, y tiembla!

--Me acuerdo muy bien--dijo Hullin sin dejar de reír--; pero nosotros
hemos tomado el desquite... ¿No es verdad?

--Sí, sí--interrumpió el loco frunciendo las cejas--; pero aquel tiempo
ha pasado. Mis guerreros son más numerosos que las hojas de los
bosques... y vuestra sangre fluye como el agua de los arroyos. ¡Te
conozco hace más de mil años!

--¡Bah!--respondió Hullin.

--Sí, esta mano, ¿lo oyes?, esta mano es la que te ha vencido cuando
llegamos por vez primera al corazón de vuestros bosques... ¡Mi mano es
la que ha doblado tu cerviz bajo el yugo y te la volverá a doblar otra
vez! Porque vosotros sois valientes, creéis que seréis para siempre
dueños de este país y de Francia entera... ¡Pues bien, estáis
equivocados! Nosotros os hemos dividido y os dividiremos: devolveremos
Alsacia y Lorena a Alemania; Bretaña y Normandía, a los hombres del
Norte; Flandes y el Mediodía, a España. Haremos de Francia un pequeño
reino alrededor de París..., un reino muy pequeño, con un descendiente
de la vieja raza por jefe..., y vosotros no os moveréis..., estaréis
muy tranquilos... ¡Je, je, je!

Yégof comenzó a reír.

Hullin, que no sabía casi nada de Historia, estaba admirado de que el
loco conociese tantos nombres.

--¡Bah, dejemos eso, Yégof--le dijo--, y come un poco de sopa para que
te calientes el estómago!

--No es sopa lo que te pido; lo que te pido es tu hija..., la más
hermosa de mis Estados... Dámela voluntariamente y te elevo a las gradas
de mi trono; de lo contrario, mis ejércitos te la arrebatarán por la
fuerza y no tendrás el mérito de habérmela dado.

Y al hablar así, el desgraciado miraba a Luisa con profunda admiración.

--¡Qué hermosa es!...--añadió Yégof--. Los más preciados honores le
están reservados... ¡Alégrate, joven, alégrate... Tú serás reina de
Austrasia!

--Oye, Yégof--dijo Hullin--, me honra mucho tu petición...; eso prueba
que sabes estimar la belleza... Está muy bien...; pero mi hija está
prometida ya a Gaspar Lefèvre.

--¡Pues yo--exclamó el loco lleno de irritación--no quiero oír hablar de
eso!

Después, levantándose, añadió, volviendo a tomar su aspecto solemne:

--Hullin, ésta es mi primera petición; volveré a hacerla dos veces...,
¿lo oyes?..., dos veces. Y si persistes en tu obstinación..., ¡que la
desgracia caiga sobre ti y sobre tu raza!

--¡Cómo! ¿No quieres comerte la sopa?

--No, no--aulló el loco--; no aceptaré nada tuyo hasta que no hayas
consentido...; nada, nada.

Y dirigiéndose a la puerta con gran satisfacción de Luisa, que no
apartaba los ojos del cuervo que golpeaba los cristales con las alas,
dijo alzando el cetro:

--Dos veces...

Y salió.

Hullin prorrumpió en una sonora carcajada.

--¡Pobre diablo!--exclamó--. A pesar suyo, la nariz se le volvía hacia
la olla... Tiene el estómago vacío..., los dientes le crujen de
miseria... Y, sin embargo, la locura es más fuerte que el frío y el
hambre.

--¡Oh, qué miedo he tenido!--dijo Luisa.

--Vamos, vamos, hija mía, tranquilízate... Ya se ha ido... A pesar de su
locura, le parece que eres bonita; no debes asustarte de esto.

No obstante aquellas palabras y la marcha del loco, Luisa temblaba y aún
sentía el rubor en el rostro cuando pensaba en las miradas que el
desdichado le había dirigido.

Yégof tomó el camino del Valtin. Se le veía alejarse reposadamente, con
el cuervo al hombro, haciendo extraños gestos, aunque no había nadie a
su alrededor; poco después, la alta figura del _Rey de Bastos_ se fundió
en los tonos grises del crepúsculo de invierno y desapareció.



II


Aquel mismo día, por la noche, después de cenar, Luisa cogió el torno y
fue a pasar la velada a casa de la señora Rochart, en la que se reunían
las mujeres y las muchachas de la vecindad hasta cerca de la media
noche. Allí se contaban antiguas leyendas y se hablaba de la lluvia, del
tiempo, de los matrimonios, de los bautismos, de la marcha y de la
vuelta de los reclutas..., ¿qué sé yo? Y eso les ayudaba a pasar las
horas de un modo agradable.

Hullin, que se había quedado solo frente a su lamparilla de cobre,
ferraba los zuecos del anciano leñador; ya no se acordaba del loco
Yégof; subía y bajaba el martillo clavando gruesos clavos en las recias
suelas de madera, de una manera automática, por la fuerza de la
costumbre. Mientras tanto, mil ideas cruzaban la mente del almadreñero;
estaba pensativo sin saber por qué. Unas veces pensaba en Gaspar, que no
daba señales de vida; otras veces pensaba en la campaña, que se
prolongaba indefinidamente. La lámpara alumbraba con reflejos
amarillentos la casita llena de humo. Fuera, no se oía un ruido. El
fuego comenzaba a apagarse; Juan Claudio se levantó para echar un leño y
luego volvió a sentarse murmurando:

--¡Bah! Esto no puede ser... El día menos pensado recibiremos una carta.

El viejo péndulo dio las nueve, y cuando Hullin reanudaba su tarea, se
abrió la puerta y apareció en el umbral Catalina Lefèvre, la labradora
de «El Encinar», con gran asombro del almadreñero, porque no era
frecuente que dicha mujer viniese a semejantes horas.

Catalina Lefèvre podía tener unos sesenta años, pero se conservaba aún
derecha y fuerte como si tuviera treinta; sus ojos de color gris perla
y su nariz aguileña le daban cierto parecido con un ave de rapiña; sus
enjutas mejillas y la comisura de sus labios, hundidos por la reflexión,
tenían algo de lúgubre y doloroso. Dos o tres grandes mechones de pelos
de color gris verdoso caían a lo largo de sus sienes; un obscuro
capuchón listado bajaba desde su cabeza a los hombros y le llegaba cerca
de los codos. En una palabra, su fisonomía revelaba un carácter firme,
tenaz, y poseía cierto aire indefinible, entre magnífico y triste, que
inspiraba respeto y temor.

--¿Es usted, Catalina?--dijo Hullin muy sorprendido.

--Sí, yo soy--respondió la anciana labradora, con voz reposada--. Vengo
a hablar con usted, Juan Claudio... ¿Ha salido Luisa?

--Está en casa de Magdalena Rochart pasando la velada.

--Muy bien.

Catalina dejó caer el capuchón sobre el cuello y fue a sentarse al lado
del banco. Hullin la miraba fijamente y le encontraba algo
extraordinario y misterioso que le extrañaba.

--¿Qué sucede?--dijo Juan Claudio dejando el martillo.

En vez de contestar a esta pregunta, la anciana, mirando hacia la
puerta, parecía escuchar algo; luego, al no oír nada, volvió a adquirir
su expresión meditativa.

--El loco Yégof ha pasado la noche última en la finca--dijo Catalina.

--También ha venido a verme esta tarde--dijo Hullin, sin conceder gran
importancia al hecho, que le parecía indiferente.

--Sí--añadió la anciana en voz baja--; ha pasado la noche en casa, y
anoche, a esta hora, delante de todo el mundo, ese hombre, ese loco, nos
ha contado cosas horribles.

Catalina calló, y las comisuras de sus labios parecieron hundirse más.

--¡Cosas horribles!--murmuró el almadreñero cada vez más asombrado, pues
nunca había visto a la labradora en semejante estado--; ¿pero qué,
Catalina?... Hable usted; ¿qué decía?

--¡Qué sueños he tenido!

--¿Sueños?... Por lo visto, usted quiere reírse de mí.

--No.

Y después de un instante de silencio, viendo a Hullin boquiabierto, la
anciana prosiguió lentamente:

--Anoche nos hallábamos todos reunidos, después de cenar, en la cocina
bajo la campana de la chimenea; la mesa estaba todavía puesta con las
escudillas vacías, los platos y las cucharas. Yégof había cenado con
nosotros y nos había distraído con la historia de sus tesoros, de sus
castillos y de sus provincias. Eran próximamente las nueve; el loco fue
a sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozo
de labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacía
una cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercado
el torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, los
perros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío. Pasábamos la
velada hablando del invierno que se aproxima. Duchêne decía que iba a
ser rudo, porque había visto grandes bandadas de patos silvestres. Y el
cuervo de Yégof, apoyado en el borde de la campana de la chimenea, con
la cabezota oculta entre las despeluzadas plumas, parecía dormir; pero,
de vez en cuando, alargaba el cuello, se limpiaba una pluma con el pico,
nos miraba después escuchando un segundo y volvía a meter en seguida la
cabeza bajo las alas.

La labradora callose un momento, como si tratara de recoger las ideas;
luego bajó los ojos, enarcó la gran nariz aguileña hasta cerca de los
labios y una extraña palidez pareció extenderse sobre su faz.

--¿Adónde demonio irá a parar?--se decía Hullin.

La anciana prosiguió:

--Yégof, al lado del hogar, con su corona de hojalata y el palo entre
las rodillas, pensaba sin duda en algo. Miraba hacia la chimenea grande
y negra, hacia la gran campana de piedra, en la que se veían figuras y
árboles de talla y el humo subir en espesas nubes hasta donde se
hallaban los trozos de tocino. De repente, cuando menos lo esperábamos,
el loco dio un golpe con el palo en la losa y exclamó como si soñara:

«¡Sí..., sí..., yo lo he visto... hace mucho tiempo..., mucho tiempo!»

Y al mirarle nosotros, extrañados de sus palabras, añadió:

«En aquel tiempo los bosques de abetos eran bosques de robles... El
Nideck, el Dagsberg, el Falkenstein, el Géroldseck, todos los viejos
castillos ruinosos aún no existían. En aquel tiempo se cazaban los
toros bravos en medio de los bosques, se pescaba el salmón en el Sarre,
y vosotros, hombres rubios, enterrados en la nieve durante seis meses
del año, vivíais de la leche y del queso, porque teníais grandes rebaños
en el Hengst, el Schneeberg, el Grosmann, el Donon. En verano cazabais y
trabajabais hasta el Rin, en el Mosela y el Mosa; recuerdo todo eso.»

--Cosa rara, Juan Claudio; a medida que el loco hablaba, me parecía que
volvía a ver aquellos países de otro tiempo y recordarlos como si fuesen
sueños... Yo había soltado la rueca, y el viejo Duchêne, Robin, Juana,
todo el mundo, en fin, escuchaba. «Sí, hace mucho tiempo--añadió el
loco--. En aquella época ya construíais vosotros estas grandes
chimeneas, y por todo alrededor, a doscientos o trescientos pasos,
levantabais estacadas de quince pies de alto con las puntas endurecidas
por el fuego. Allí dentro guardabais los enormes perros de hinchados
carrillos, que ladraban noche y día.»

Lo que Yégof decía nosotros lo veíamos, Juan Claudio... El loco parecía
no fijarse en nosotros y miraba las figuras de la chimenea con la boca
abierta; pero, después de un momento, al bajar la cabeza y vernos a
todos atentos, comenzó a reír, con risa de loco, gritando: «Y en ese
tiempo, vosotros creíais ser los señores del país, ¡oh hombres rubios,
de ojos azules y blancas carnes, alimentados de leche y de queso, que no
bebíais sangre mas que en otoño, en la época de la caza mayor!; os
creíais los dueños del llano y de la montaña, cuando nosotros, los
hombres rojos de ojos verdes, que venían del mar...; nosotros, que
bebíamos siempre sangre y que sólo amábamos la guerra, llegamos una
buena mañana, con nuestras hachas y venablos, remontando la cuenca del
Sarre a la sombra de los viejos robles... ¡Ah! Fue aquélla una guerra
terrible, que duró semanas y meses... Y la vieja... allí...--dijo
señalándome, con sonrisa extraña--; la Margarita del clan de los
Kilberix, esa vieja de nariz ganchuda, dentro de las estacadas, en medio
de sus perros y de sus guerreros, se defendió como una loba; pero al
cabo de cinco lunas vino el hambre..., las puertas de las estacadas se
abrieron para huir, y nosotros, emboscados en el arroyo, lo exterminamos
todo..., todo..., menos los niños y las jóvenes hermosas. La vieja,
sola, con las uñas y los dientes se defendió hasta lo último. Y yo,
Luitprand, abrí su cabeza gris y me apoderé de su padre, el anciano
entre los ancianos, para encadenarlo a la puerta de mi castillo como un
perro.»

--Después, Hullin--añadió la labradora inclinando la cabeza--, después
el loco comenzó a cantar una larga canción: las quejas del anciano atado
a la puerta. Esperad que la recuerde... Era triste..., triste como un
_miserere_. No puedo acordarme, Juan Claudio, pero me parece oírla
todavía, pues nos heló la sangre. Y como Yégof no cesara de reír, la
cólera se apoderó a la vez de toda la gente, que lanzó un grito
terrible. El viejo Duchêne se arrojó sobre el loco para estrangularlo;
pero éste, más fuerte de lo que podía pensarse, lo rechazó, y, alzando
el palo con furia, nos dijo: «¡De rodillas, esclavos, de rodillas! Mis
ejércitos avanzan... ¿Oís?... La tierra tiembla. Estos castillos, el
Nideck, el Haut-Barr, el Dagsberg, el Turkestein, tenéis que
reedificarlos... ¡De rodillas!»

Nunca he visto una figura más horrible que la de Yégof en aquel momento;
mas al ver que, por segunda vez, la gente iba a arrojarse sobre él, me
vi obligada a defenderle.

--Es un loco--les dije--; ¿no os da vergüenza creer en las palabras de
un loco?

Por mi mediación, los hombres se detuvieron; pero yo no pude cerrar un
ojo en toda la noche. Recordaba a cada momento lo que aquel miserable
había dicho. Me parecía oír el canto del viejo, el ladrido de los perros
y los ruidos de la batalla. Hacía mucho tiempo que no había
experimentado inquietudes semejantes. Ya sabe por qué he venido a
verle... ¿Qué piensa usted de todo esto, Hullin?

--¡Yo!--dijo el almadreñero, cuyo rostro colorado y lleno revelaba
cierta ironía triste no exenta de compasión--; si no conociera a usted
tan bien como la conozco, Catalina, diría que había usted perdido la
cabeza..., usted y Duchêne, Robin y los demás; todo eso me produce el
efecto de un cuento de Genoveva de Brabante, de una historia a propósito
para niños y que muestra la estupidez de nuestros antepasados.

--No comprende usted esas cosa--dijo la anciana con voz reposada y
seria--; pero usted ¿no ha tenido nunca ideas de esta clase?

--Entonces, ¿cree usted en lo que ha contado Yégof?

--Sí, lo creo.

--¡Cómo, Catalina, usted, una mujer de buen sentido! Si fuera la señora
Rochart, no diría nada... ¡Pero usted!

Juan Claudio se levantó como indignado, desatose el mandil, alzó los
hombros y volvió luego a sentarse exclamando:

--¿Sabe usted quién es ese loco? Pues se lo voy a decir. Es seguramente
uno de esos maestros de escuela alemanes que se atiborran la cabeza de
rancias historias del tiempo de Maricastaña y que las refieren con la
mayor gravedad. A fuerza de estudiar, de desvariar, de rumiar y de
buscarle tres pies al gato, sus cerebros se trastornan, ven visiones,
tienen ideas extravagantes y toman sus sueños por verdades. Siempre he
considerado a Yégof como uno de esos pobres diablos; sabe una infinidad
de nombres y habla de la Bretaña, de Austrasia, de Polinesia, del Nideck
y del Géroldseck, del Turkestein, de las orillas del Rin, en fin, de
todo al azar; y eso parece que es algo y, en el fondo, no es nada. En
épocas normales, usted pensaría como yo, Catalina; pero usted ahora está
inquieta por no recibir noticias de Gaspar... Esos rumores de guerra, de
invasión, que corren la atormentan y la preocupan... No duerme usted...,
y lo que le dice un pobre loco lo toma por artículo de fe.

--No, Hullin, no es eso; usted mismo, si hubiera oído a Yégof...

--¡Vamos!--exclamó el buen hombre--. Si yo lo hubiese oído, me hubiera
reído en sus barbas como hace poco... ¿Sabe usted que el loco ha venido
a pedirme la mano de Luisa, para hacerla reina de Austrasia?

Catalina Lefèvre no pudo dejar de sonreír; mas, volviendo a adquirir en
seguida su aire serio, añadió:

--Todos sus razonamientos, Juan Claudio, no pueden convencerme; pero, lo
confieso, el silencio de Gaspar me horroriza... Conozco muy bien a mi
hijo y sé que seguramente me ha escrito. ¿Por qué sus cartas no han
llegado a mi poder?... La guerra marcha mal, Hullin; tenemos todo el
mundo contra nosotros; por ahí fuera no quieren nuestra Revolución,
usted lo sabe tan bien como yo. Mientras fuimos los dueños, mientras
ganábamos victoria tras victoria, se nos ponía buena cara; pero a partir
de los reveses de Rusia, esto toma mal cariz.

--¡Vamos, vamos, Catalina! Su cabeza se va del seguro...; usted lo ve
todo negro.

--Sí, todo lo veo negro, y tengo razón... Lo que más me inquieta es no
recibir ninguna noticia de afuera; vivimos aquí como en un país de
salvajes; no sabemos nada de lo que pasa... Los austriacos y los cosacos
caerán sobre nosotros un día u otro y el hecho causará la mayor
sorpresa.

Hullin observaba a la anciana mujer, cuya mirada se animaba, y, a su
pesar, sufría la influencia de los mismos temores.

--Oiga usted, Catalina--dijo Juan Claudio de improviso--, cuando habla
usted de un modo razonable no seré yo el que la contradiga... Lo que
dice usted ahora es posible... No lo creo, pero es preciso salir de
dudas. Yo me proponía ir a Falsburg dentro de ocho días a comprar pieles
de carnero para las guarniciones de los zuecos; pero iré mañana. En
Falsburg, que es plaza fuerte y tiene administración de Correos, se
deben saber noticias seguras... ¿Se convencerá usted con las que le
traiga de allí?

--Sí.

--Bien; quedamos conformes... Saldré mañana bien temprano... Hay cinco
leguas; hacia las seis estaré de vuelta... Y usted verá, Catalina, cómo
sus tristes pensamientos no tienen fundamento.

--Así sea--respondió la labradora levantándose--, así sea... Usted me ha
tranquilizado algo, Hullin... Ahora, me vuelvo a la granja y espero
dormir mejor que la noche pasada... Buenas noches, Juan Claudio.



III


Al día siguiente, al amanecer, Hullin, muy endomingado con su pantalón
de recio paño azul, amplia chaqueta de terciopelo obscuro, chaleco rojo
con botones dorados, y cubriendo la cabeza con un ancho sombrero de
campo, sujeto por delante, sobre la cara bermeja, con una escarapela, se
puso en camino para Falsburg, empuñando un grueso palo de serbal.

Falsburg es una plaza fuerte pequeña, situada en el camino imperial de
Estrasburgo a París, que domina la ladera de Saverne, los puertos del
alto Barr, de la Roche-Plate, de la Bonne-Fontaine y del Graufthal. Sus
baluartes, sus defensas exteriores, sus medias lunas se recortan en
zig-zag sobre una meseta rocosa; vistos de lejos, cualquiera creería
poder franquear los muros de un salto; pero, al llegar, se descubre el
foso, de cien pies de ancho y de una profundidad de treinta, y,
enfrente, las obscuras murallas cortadas a pico. Aquello detiene a uno
bruscamente. Por lo demás, a excepción de la iglesia, de la
Casa-Ayuntamiento, de las Puertas de Francia y de Alemania, que tienen
forma de mitra, y de las agujas de los dos polvorines, todo lo restante
queda oculto detrás de los glacis. Tal es la pequeña ciudad de Falsburg,
que no deja de poseer cierto sello de grandeza, sobre todo cuando
atravesamos sus puertas y penetramos en ella por sus amazacotadas
puertas, provistas de rastrillos con púas de hierro. En el interior, las
casas se distribuyen en manzanas regulares, son bajas y se hallan
perfectamente alineadas; la construcción es de sillería; allí todo tiene
un aspecto militar.

Hullin, llevado de su robusta naturaleza y de su carácter alegre, que
nunca se alarmaba por las cosas que pudieran venir, consideraba aquellos
ruidos de retirada, desastre e invasión como mentiras propagadas por la
mala fe. Así es que se comprende cuál sería su estupefacción cuando, al
salir de la montaña y a la orilla del bosque, vio el ruedo del pueblo
arrasado como un pontón; no quedaba ni un jardín, ni un huerto, ni un
paseo, ni un árbol, ni un matojo; todo lo que se hallaba al alcance del
cañón había sido destruido. Algunos desgraciados se dedicaban a recoger
los últimos restos de sus casuchas para llevarlos a la ciudad. No se
veía en el horizonte mas que la cintura de las murallas, que trazaba una
línea obscura por encima de los caminos cubiertos. Aquello fue un rayo
que cayó sobre la cabeza de Juan Claudio; durante algunos minutos no
pudo articular una palabra ni dar un paso.

--¡Oh, oh!--dijo Hullin al fin--. ¡Esto va mal! ¡Esto va muy mal! ¡Están
esperando al enemigo!

Luego, sobreponiéndose a los demás su instinto guerrero, una oleada de
sangre coloreó sus mejillas morenas.

--¿Y son esos granujas de austriacos, de prusianos, de rusos y demás
miserables sacados del fondo de Europa la causa de todo esto?--exclamó
Hullin agitando la tranca--; ¡pues tened cuidado! ¡Nosotros os
obligaremos a pagar el gasto!...

Juan Claudio se hallaba dominado por una de esas cóleras sordas que
experimentan los hombres pacíficos cuando se les saca de quicio.
¡Desgraciado de aquel que le hubiese mirado con malos ojos en tal
momento!

Veinte minutos más tarde, Hullin entraba en la ciudad, detrás de una
larga fila de carros tirados por cinco o seis caballos que arrastraban
con gran trabajo enormes troncos de árboles destinados a construir
varios _blocaos_ en la plaza de armas. Entre los conductores, los
aldeanos y los caballos, que relinchaban, se revolvían y echaban chispas
por las cuatro patas, marchaba gravemente un gendarme a caballo, el
señor Kels, el cual parecía no oír nada y decía de una manera grave:

--Valor, valor, amigos... Todavía tenemos que hacer hoy dos viajes...
¡Vosotros seréis beneméritos de la patria!

Juan Claudio atravesó el puente.

Un nuevo espectáculo se presentó a sus ojos; en la ciudad reinaba el
ardor de la defensa; las puertas se encontraban abiertas, y hombres,
mujeres y niños iban y venían, corrían de un lado a otro, ayudando a
transportar la pólvora y los proyectiles. De vez en cuando se formaban
grupos de tres, cuatro o seis personas para comunicarse noticias.

--¡Eh, vecino!

--¿Qué pasa?

--Un correo acaba de llegar a todo galope... Por la Puerta de Francia ha
entrado...

--Vendrá a anunciar la llegada de la guardia nacional de Nancy.

--O quizás un convoy de Metz.

--Tiene usted razón... Faltan balas de diez y seis... También
necesitamos metralla, y, para poder hacerla, vamos a destruir los
hornillos.

Algunos pacíficos ciudadanos, en mangas de camisa, subidos en mesas
colocadas a lo largo de las aceras, se dedicaban a tapiar las ventanas
de sus casas con grandes trozos de madera y con jergones; otros hacían
rodar delante de las puertas cubas de agua. Aquel entusiasmo reanimó a
Hullin.

--¡Esto está bien!--exclamó Juan Claudio--; todo el mundo está de fiesta
aquí... Los aliados van a ser bien recibidos.

Frente al colegio, la voz chillona del guardia municipal Harmentier
gritaba: «Ordeno y mando: que las casamatas se abran para que todos
puedan llevar a ellas un colchón y dos mantas por persona. Además, los
comisarios de la plaza comenzarán la visita de inspección, para
averiguar si los habitantes tienen víveres para tres meses, lo cual
deberá justificarse por éstos.--Hoy, 20 de diciembre de 1813.--Juan
Pedro Meunier, gobernador.»

Todo aquello lo vio y lo oyó Hullin en menos de un minuto, pues el
pueblo entero estaba en vilo.

Escenas extrañas, serias, cómicas, se sucedían sin interrupción. Hacia
la callejuela del Arsenal varios guardias nacionales arrastraban una
pieza de artillería de veinticuatro. Aquella buena gente tenía que subir
una cuesta bastante pina y no podía más. «¡Hué!, ¡a una!, ¡con mil
demonios! ¡Otro empujón!... ¡Adelante!» Todos gritaban a la vez,
empujaban las ruedas, y el pesado cañón, asomando el largo cuello de
bronce entre la enorme cureña, por encima de las laderas, rodaba
lentamente y estremecía el pavimento.

Hullin, muy alegre, no era ya el mismo hombre; sus instintos de soldado,
los recuerdos del vivaque, de las marchas, de las descargas, de las
batallas, volvían a su espíritu a paso de carga; brillábale la mirada,
el corazón le latía con más violencia y ya iban y venían en su cabeza
ideas de defensa, de atrincheramiento, de lucha a muerte.

--¡A fe mía--se decía Juan Claudio--, todo va bien! Ya he hecho
bastantes zuecos en mi vida, y puesto que se presenta la ocasión de
volver a coger el mosquete..., ¡tanto mejor!; ahora demostraremos a los
prusianos y a los austriacos que no olvidamos la carga en doce tiempos.

De este modo razonaba el buen hombre, dominado por los recuerdos
bélicos; pero su alegría no duró mucho.

Delante de la iglesia, en la plaza de armas, se hallaban parados quince
o veinte carros de heridos procedentes de Leipzig y de Hanau. Aquellos
desgraciados, pálidos, lívidos, la mirada lúgubre, unos ya amputados,
otros que no habían sido curados siquiera, esperaban tranquilamente la
muerte. Cerca de ellos, algunos viejos jamelgos alazanes, cuyos lomos
cubrían sendas pieles de perro, comían su escasa pitanza, mientras que
los carreteros--unos infelices reclutados en Alsacia--, envueltos en
grandes capas agujereadas, dormían, a pesar del frío, con el sombrero
sobre los ojos y los brazos cruzados, en los escalones de la iglesia.
Era espeluznante ver aquellos grupos de hombres demacrados, con grandes
capotes grises, amontonados sobre paja sanguinolenta, llevando uno de
ellos el brazo partido sobre las rodillas; otro con la cabeza atada con
un pañuelo viejo, y otro, por último, ya muerto, sirviendo de asiento a
los vivos, con las manos negras colgando entre las escalas. Hullin,
frente a tan lúgubre espectáculo, permaneció clavado a la tierra y no
podía apartar de él los ojos. Los grandes dolores humanos tienen el raro
poder de fascinarnos; queremos ver cómo los hombres perecen, con qué
cara afrontan la muerte; los mejores espíritus no se hallan exentos de
esa horrible curiosidad. ¡Dijérase que la eternidad va a revelarnos su
secreto!

Cerca de la lanza del primer carro, a la derecha de la fila, se hallaban
acurrucados dos carabineros, que llevaban unas guerreras de color azul
celeste; dos verdaderos colosos, cuyas robustas naturalezas se rendían
agobiadas por el dolor; parecían dos cariátides aplastadas por el peso
de una masa enorme. Uno de ellos, de grandes bigotes rubios y mejillas
terrosas, miraba con los ojos empañados, como dominados por una horrible
pesadilla; el otro, completamente doblado, con las manos azules y el
hombro destrozado por la metralla, se encogía cada vez más y luego se
enderezaba como sobresaltado, hablando en voz muy baja, como si
estuviera soñando. Detrás se hallaban, tendidos de dos en dos, varios
soldados de infantería, la mayoría heridos de un balazo, con las piernas
o los brazos quebrantados. Aquellos infelices no decían nada; solamente
algunos, los más jóvenes, pedían de un modo furioso agua o pan; y en el
carro inmediato, una voz lastimera, la voz de un recluta, llamaba:
«¡Madre! ¡Madre mía!»..., mientras que los veteranos sonreían
lúgubremente, como diciendo: «Sí, sí..., pronto va a venir tu madre.»
Pero quizás no pensaran en nada.

De cuando en cuando, una especie de estremecimiento agitaba todo el
convoy; veíase entonces algunos heridos que se incorporaban un poco
lanzando prolongados gemidos y volviendo a caer en seguida, como si la
muerte hubiera hecho su recorrido en aquel momento.

Después, nuevamente se hacía el silencio.

Y mientras Hullin contemplaba tales escenas, desgarrándosele las
entrañas, un individuo de la vecindad, el panadero, salió de su casa
llevando una gran olla llena de caldo. Fue digno de ver entonces a
aquellos espectros agitarse, brillarles los ojos, dilatárseles las
narices; parecía que volvían a la vida. ¡Los desgraciados estaban
muertos de hambre!

El señor Sôme, con las lágrimas en los ojos, se acercó diciendo:

--¡Aquí estoy, hijos míos! ¡Tened un poco de paciencia!... ¡Soy yo! ¡Ya
me conocéis!

Mas apenas hubo llegado el panadero cerca del primer carro, el
corpulento carabinero de las mejillas verdosas se reanimó y, metiendo el
brazo hasta el codo en el puchero hirviendo, cogió la carne y la ocultó
bajo la guerrera. La operación se llevó a cabo con la rapidez del
relámpago, e inmediatamente salvajes alaridos resonaron por todas
partes. Aquellas gentes, si hubieran podido moverse, habrían devorado a
su compañero. Este, con los brazos cruzados sobre el pecho, los dientes
clavados en la presa, los ojos bizcos mirando en todas direcciones,
parecía no oír nada. Al ruido de los gritos, un veterano, un sargento,
salió apresuradamente de una posada cercana. Era un guía antiguo, que
comprendió en seguida de lo que se trataba, y, sin inútiles reflexiones,
arrebató la carne a la bestia feroz, diciéndole:

--¡Te mereces que no te den nada!... ¡Ahora lo partiremos y haremos diez
porciones!

--¡No somos mas que ocho!--dijo uno de los heridos, muy tranquilo, al
parecer, pero a quien chispeaban los ojos bajo una máscara de bronce.

--¿Cómo ocho?

--Vea usted, mi sargento, que estos dos están a punto de hincar el
pico... y sería perder esos víveres...

El viejo sargento los miró.

--¡Es verdad!--dijo el guía--; hagamos ocho partes.

Hullin no pudo ver por más tiempo aquellas escenas y se dirigió, pálido
como la muerte, a casa del posadero Wittmann, que se hallaba enfrente.
Wittmann era también comerciante en pieles y cueros.

--¡Qué! ¿Es usted, maestro Juan Claudio?--exclamó el posadero viéndolo
entrar--. Viene usted más pronto que acostumbra; no le esperaba hasta la
semana próxima.

Mas al ver que se tambaleaba, le preguntó:

--Pero, diga usted, ¿le pasa algo?

--Vengo de ver a los heridos.

--¡Ah! ¡Sí! Las primeras veces le flaquean a uno las piernas; pero si
usted hubiera visto pasar quince mil, como nosotros, ya no se
preocuparía.

--¡Un cuartillo de vino! ¡Pronto!--dijo Hullin, que se sentía mal--.
¡Oh! ¡Los hombres! ¡Los hombres!... ¡Y dicen que somos hermanos!...

--Sí, hermanos hasta tocar el bolsillo--respondió Wittmann--. Vamos,
eche usted un trago, y eso le tranquilizará.

--Entonces, ¿usted ha visto pasar quince mil?--añadió el almadreñero.

--Lo menos... desde hace dos meses..., sin hablar de los que se han
quedado en Alsacia y del otro lado del Rin; porque, como usted
comprenderá, no hay carros para todos, y, además, muchos no valen la
pena de que se les traslade.

--Sí, lo comprendo; pero ¿por qué están aquí esos desgraciados? ¿Por qué
no los llevan al hospital?

--¡El hospital!... ¿Qué es un hospital..., qué son diez hospitales...
para cincuenta mil heridos? Todos los hospitales, desde Maguncia y
Coblenza hasta Falsburg, se hallan abarrotados. Además, esa maldita
enfermedad, el tifus, Hullin, mata más gente que las balas. Todas las
aldeas del llano, en veinte leguas a la redonda, están infestadas: las
gentes mueren como moscas. Afortunadamente, hace tres días que la ciudad
se halla en estado de sitio y se van a cerrar las puertas para que no
entre nadie. Por mi parte, he perdido a mi tío Cristián y a mi tía
Isabel, que eran personas tan sanas y fuertes como usted y como yo,
maestro Juan Claudio. Por último, el frío ha llegado y la noche pasada
ha escarchado.

--¿Y los heridos se han quedado en medio de la calle toda la noche?

--No; han llegado de Saverne esta mañana, y dentro de una o dos horas,
así que los caballos descansen, se pondrán en camino para Sarreburg.

En aquel momento el sargento, que acababa de restablecer el orden en los
carros, entró frotándose las manos.

--¡Vaya, vaya! El tiempo refresca; papá Wittmann, ha hecho usted bien
encendiendo la estufa, ¡Una copita de coñac para disipar la niebla!
¡Ején, ején!

Sus arrugados ojuelos, su nariz de pico de cuervo, los pómulos de sus
mejillas separados de la nariz por dos grandes pliegues parecidos a dos
trazos que iban a perderse en una extensa rubicundez imperial, todo reía
en la fisonomía del viejo soldado, todo revelaba un carácter animoso y
jovial. Era el suyo un verdadero tipo militar, tostado por el sol,
curtido por el aire, lleno de franqueza y no exento de cierta astucia
socarrona; el gran chaleco que llevaba, el recio capote gris-acero, el
tahalí, las charreteras, parecían formar parte de su persona. No hubiera
sido posible imaginárselo de otro modo.

El sargento iba y venía de un lado a otro por la sala y seguía
frotándose las manos, mientras que Wittmann le servía una copita de
aguardiente; Hullin, sentado cerca de la ventana, había visto desde el
primer instante el número del regimiento a que el veterano pertenecía:
el 6.º de infantería ligera; Gaspar, el hijo de la señora Lefèvre,
servía en aquel regimiento. Juan Claudio iba, pues, a tener noticias del
novio de Luisa; pero en el momento de hablar comenzó a latir su corazón
con violencia. ¡Y si Gaspar hubiese muerto! ¡Y si hubiera perecido como
tantos otros!

El buen almadreñero quedose como ahogado y se calló. «Más vale--pensó
luego--no saber nada.»

Sin embargo, al cabo de algunos instantes, no pudo contenerse.

--Mi sargento--le dijo con voz enronquecida--, ¿usted es del sexto
ligero?

--Del mismo, ciudadano--replicó el otro volviéndose en medio de la
sala.

--¿No conoce usted a uno que se llama Gaspar Lefèvre?

--¡Gaspar Lefèvre!, de la segunda del primero; ¡demonio, vaya si le
conozco! Yo he sido quien le ha enseñado a llevar las armas; ¡un
magnífico soldado, pardiez! ¡Duro para la fatiga!... ¡Si tuviéramos cien
mil de esa clase!...

--Entonces, ¿vive?, ¿está bien?

--Sí, ciudadano; pero hace ocho días que yo dejé el regimiento en
Fredericsthal para escoltar este convoy de heridos...; usted comprende,
la cosa está que arde..., y no puedo responder de nada; cuando menos se
piense, cualquiera de nosotros puede recibir el pasaporte. Ahora hace
ocho días, en Fredericsthal, el 15 de diciembre, Gaspar Lefèvre
respondía a la llamada.

Juan Claudio respiró.

--Pero, entonces, mi sargento, hágame usted el favor de decirme por qué
Gaspar no ha escrito hace dos meses.

El veterano sonrió y sus ojillos pestañearon.

--¡Ah!; vaya, ciudadano, ¿por ventura cree usted que no hay otra cosa
que hacer sino escribir cuando se va de camino?

--No; yo he servido también; he hecho las campañas de Sambre y Mosa, de
Egipto y de Italia; pero eso no me impedía mandar noticias.

--Un momento, compañero--interrumpió el sargento--; he estado en Egipto
e Italia como usted, pero la campaña que acabamos de terminar es
completamente especial.

--¡Qué! ¡Ha sido muy dura!

--¡Dura! Era preciso ser de bronce para no dejarse allí los huesos. Todo
se ha vuelto contra nosotros: las enfermedades, los traidores, los
campesinos, la gente de la ciudad, nuestros aliados; en fin, todo. De
nuestra compañía, que se hallaba completa cuando salimos de Falsburg, el
21 de enero último, no han vuelto mas que treinta y dos hombres. Me
parece que Gaspar Lefèvre es el único recluta que queda. ¡Los pobres
reclutas se baten muy bien, pero no tienen costumbre de salvar la
pelleja y se deshacen como la manteca en la sartén!

Y diciendo esto, el viejo sargento se acercó al mostrador y se bebió la
copita de un solo trago.

--¡A vuestra salud, ciudadano! ¿Acaso es usted el padre de Gaspar?

--No, soy un pariente.

--¡Pueden ustedes jactarse de ser fuertes en la familia! ¡Vaya un
ejemplar de hombre de veinte años! Así, a pesar de todo, él ha podido
resistir, mientras que los otros caían por docenas.

--Pero no veo--añadió Hullin, después de un momento de silencio--lo que
tiene de particular la última campaña, porque también nosotros hemos
tenido enfermedades y traidores.

--¡De particular!--exclamó el sargento--; ¡todo era particular! En otras
ocasiones, usted debe recordarlo si ha hecho la guerra de Alemania,
después de una o dos victorias se había acabado todo; la gente nos
recibía bien; bebíamos vino blanco, comíamos chucruta y jamón en
compañía de los pacíficos ciudadanos, bailábamos con sus gordas
mujeres. Los maridos, los abuelos, se reían de buena gana, y cuando se
marchaba el regimiento todo el mundo lloraba conmovido. Pero ahora,
después de Lutzen y Bautzen, en vez de tranquilizarse, la gente le
recibía a uno con cara de mil demonios; no se podía obtener nada sino
por la fuerza; cualquiera hubiera dicho que estábamos en España o en
Vendée. No sé lo que se les ha metido en la cabeza contra nosotros. ¡Y
si hubiéramos sido sólo franceses, si no hubiésemos tenido que luchar
con esa ralea de sajones y demás aliados que no esperaban mas que el
momento de arrojarse sobre nosotros, hubiéramos escapado bien a pesar de
todo, a pesar de ser uno contra cinco! ¡Pero los aliados! ¡No me hable
usted de los aliados! Mire usted: en Leipzig, el 18 de octubre último,
en plena batalla, los aliados se volvieron contra nosotros y nos
fusilaron por la espalda. ¡Eso hicieron nuestros buenos amigos los
sajones! Ocho días después, nuestros antiguos y excelentes amigos los
bávaros tratan de cortarnos la retirada y hay que pasarlos a cuchillo en
Hanau. Al día siguiente, cerca de Francfort, se presenta otra columna de
buenos amigos, que hay que exterminar. En fin, mientras más se matan,
más salen. Y henos ahora de este lado del Rin. Seguramente, desde Moscú
se han puesto en marcha contra nosotros amigos de tal calaña. ¡Ah! ¡Si
lo hubiéramos previsto después de Austerlitz, Jena, Friedland y Wagram!

Hullin se había quedado muy pensativo.

--Y ahora, ¿en qué estamos, mi sargento?

--Estamos en que ha sido preciso repasar el Rin, y que todas nuestras
plazas fuertes del otro lado se hallan bloqueadas. El 10 de noviembre
pasado el príncipe de Neufchatel pasó revista al regimiento en
Bleckheim; el tercer batallón ha disuelto sus efectivos en el segundo, y
el cuadro recibió la orden de estar preparado para marchar al depósito.
Cuadros no faltan; lo que faltan son hombres. Hace más de veinte años
que se nos sangra por los cuatro costados; por consiguiente, nada de
extraño tiene... Europa entera avanza... El emperador está en París
trazando el plan de campaña,... en el supuesto que nos dejen respirar
hasta la primavera...

En aquel momento, Wittmann, que se hallaba de pie cerca de la ventana,
comenzó a decir:

--Aquí llega el gobernador, que viene a inspeccionar las talas que se
hacen alrededor del pueblo.

En efecto; el comandante Juan Pedro Meunier, llevando un gran sombrero
de picos y la faja tricolor a la cintura, atravesaba la plaza.

--¡Ah!--dijo el sargento--, voy a pedirle que firme la hoja de ruta.
Perdón, ciudadano; me veo obligado a dejarle.

--Como usted quiera, mi sargento, y gracias. Si vuelve usted a ver a
Gaspar, dígale que le lleva un abrazo de Juan Claudio Hullin y que
esperamos noticias suyas en la aldea.

--Bien..., bien..., no dejaré de hacerlo.

El sargento salió, y Hullin vació su jarro, muy pensativo.

--Señor Wittmann--dijo al cabo de un momento--, ¿y mi paquete?

--Está preparado, maestro Juan Claudio.

Después, volviéndose hacia la puerta de la cocina, gritó:

--¡Gredel!... ¡Gredel! Trae el paquete de Hullin.

Una mujercita apareció y dejó en la mesa un rollo de pieles de carnero.
Juan Claudio metió el palo que llevaba en el tubo que aquéllas formaban
y se lo puso al hombro.

--¿Cómo? ¿Se va usted en seguida?

--Sí, Wittmann; los días son cortos, y los caminos, a través de los
bosques, difíciles después de las seis; tengo que llegar a buena hora.

--Entonces, buen viaje, maestro Juan Claudio.

Hullin salió y atravesó la plaza apartando la vista del convoy, que
estaba aún parado a la puerta de la iglesia.

Y el posadero, detrás de la ventana, al verle alejarse a buen paso, se
decía:

--¡Qué pálido estaba cuando entró! No podía sostenerse sobre las
piernas. ¡Es raro! Un hombre rudo, un veterano que se asusta de tan poca
cosa. Por mi parte, ya puedo ver pasar cincuenta regimientos tendidos
sobre los carros y me preocuparía tanto de ellos como de mi primera
pipa.



IV


Mientras Hullin se enteraba del desastre de nuestros ejércitos y
mientras se dirigía lentamente, cabizbajo y preocupado, hacia la aldea
de Charmes, todo seguía su marcha acostumbrada en la granja de «El
Encinar». Nadie pensaba ya en el extraño relato de Yégof, nadie se
cuidaba de la guerra; el viejo Duchêne llevaba los bueyes al abrevadero;
el pastor Robin removía la cama del ganado, y Anita y Juana desnataban
las ollas de leche cuajada. Catalina Lefèvre, sola, seria y callada,
pensaba en los pasados tiempos, mientras vigilaba con aspecto impasible
las idas y venidas del pequeño mundo que la rodeaba. Aquella mujer tenía
demasiada edad y era demasiado seria para olvidar en un día lo que le
había tan vivamente conmovido. Al llegar la noche, después de la cena,
Catalina marchose a la sala contigua, en la que se le oyó sacar el libro
de apuntes del armario y colocarlo en la mesa para ajustar sus cuentas
como de ordinario.

Luego los hombres comenzaron a cargar un carro de trigo, legumbres y
aves de corral, porque al día siguiente había mercado en Sarreburg, y
Duchêne tenía que salir al amanecer.

Imaginaos aquella amplia cocina con la gente a punto de acabar sus
tareas, antes de marcharse a acostar; el enorme puchero negro, lleno de
remolacha y patatas destinadas al ganado, humeando sobre un inmenso
fuego de leña que se consumía formando tulipanes de oro y púrpura; los
platos, las escudillas y las soperas reluciendo como soles en el vasar;
las ristras de ajos y de cebollas bermejas colgadas en hilera de las
obscuras vigas del techo, entre los jamones y las lonjas de tocino;
Juana, con su papalina azul y su faldilla roja, agitando lo que contenía
el puchero con un cucharón de madera; los jaulones de mimbres, en los
que cacarean las gallinas con el rubio gallo, que pasa la cabeza entre
los barrotes y mira la llama con ojo interrogante y la cresta caída
encima de la oreja; el dogo _Michel_, de cabeza aplastada e hinchados
carrillos, husmeando una escudilla olvidada; Dubourg, bajando la obscura
escalera que cruje, a la izquierda, inclinado hacia adelante, con un
saco sobre el hombro y el brazo arqueado, apoyado en la cadera, mientras
que fuera, en medio de la negra noche, el anciano Duchêne, de pie en el
carro, levanta la linterna y grita: «Este hace quince, Dubourg; faltan
todavía dos.» También se ven, colgados de la pared, una liebre vieja y
rubia, traída por el cazador Heinrich para venderla en el mercado, y un
hermoso gallo, cuyas plumas tenían visos verdes y rojos, con el ojo
empañado y una gota de sangre en la punta del pico.

Eran cerca de las siete y media cuando se oyó un ruido de pasos a la
entrada del patio. El perro se adelantó hasta el umbral refunfuñando;
mas al llegar allí respiró el viento de la noche, y después volvió
tranquilamente a lamer de nuevo su escudilla.

--Debe de ser alguien de la casa--dijo Anita--, porque _Michel_ no se
mueve.

Casi al mismo tiempo Duchêne gritó desde fuera:

--Buenas noches, maestro Juan Claudio. ¿Es usted?

--Sí, vengo de Falsburg y quiero descansar un momento antes de llegar a
la aldea. Catalina ¿está ahí?

Entonces pudo verse al buen hombre aparecer a la luz con su ancho
sombrero echado hacia atrás y el rollo de pieles de carnero al hombro.

--¡Buenas noches, hijos míos!--dijo Juan Claudio--, ¡buenas noches!...
Siempre ocupados...

--Gracias a Dios, sí, señor Hullin, como usted ve--respondió Juana
riendo--. Si no se tuviese nada que hacer, la vida sería demasiado
aburrida.

--Es verdad, hija mía, es verdad: sólo el trabajo suele producir esos
frescos colores y esos ojos tan grandes y vivos.

Juana iba a contestar cuando la puerta de la sala se abrió, y adelantose
Catalina Lefèvre, dirigiendo a Hullin una mirada profunda como para
adivinar de antemano las noticias que traía.

--Y bien, Juan Claudio, ¿ya está usted de vuelta?

--Sí, Catalina. Hay de todo: bueno y malo.

Ambos penetraron en la sala, que era una habitación alta y bastante
grande cubierta de maderas hasta el techo, con armarios de roble
provistos de brillantes herrajes, con una estufa en forma de pirámide
que comunicaba con la cocina, un reloj antiguo que contaba los segundos,
dentro de una caja de nogal, y un gran sillón de cuero, articulado por
una cremallera, que había sido usado por diez generaciones de ancianos.
Juan Claudio no entraba nunca en aquella sala sin recordar al abuelo de
Catalina, a quien le parecía ver aún con la cabeza blanca, sentado en
la sombra, detrás del hogar.

--¿Qué hay?--preguntó la labradora ofreciendo un asiento al almadreñero,
que acababa de dejar el rollo de pieles en la mesa.

--Pues de Gaspar, las noticias son buenas; el muchacho está bien, aunque
ha sufrido muchas penalidades... ¡Tanto mejor! ¡Así se forma la
juventud!... Pero en cuanto a lo demás, Catalina, los asuntos van mal:
¡la guerra, la guerra!...

Hullin sacudió la cabeza; Catalina, con los labios contraídos, se sentó
frente a él, muy derecha en la silla, con los ojos fijos y atentos, y
dijo:

--¿De modo que la cosa está mal... decididamente... y tendremos la
guerra aquí?

--Sí, Catalina; de un día a otro veremos llegar a los aliados a nuestras
montañas.

--Lo sospechaba..., estaba segura de ello; pero hable usted, Juan
Claudio.

Entonces Hullin, con los codos hacia adelante, las gruesas orejas rojas
entre las manos y bajando la voz contó lo que había visto: las talas
alrededor de la ciudad, la distribución de las baterías en las murallas,
la publicación del estado de sitio, los carros de heridos en la plaza de
armas, la conversación con el viejo sargento en casa de Wittmann y el
resumen de la campaña. De vez en cuando hacía una pausa, y la anciana
labradora entornaba los ojos lentamente como para grabar los hechos en
su memoria. Cuando Juan Claudio habló de los heridos, la buena mujer
murmuró en voz baja: «¡Gaspar se ha escapado de ésta!».

Por último, cuando acabose aquella lúgubre historia, hubo un largo
silencio y ambos se miraron sin decir una palabra.

¡Cuántas reflexiones, cuán amargos sentimientos invadían sus almas!

Así que pasaron unos instantes, la anciana, sobreponiéndose a los
terribles pensamientos que la embargaban, dijo gravemente:

--¿Ve usted, Juan Claudio, como Yégof no estaba equivocado?

--Sin duda, sin duda, no estaba equivocado--respondió Hullin--; pero
¿qué prueba eso? Un loco que va de pueblo en pueblo, que sube y baja de
Alsacia a Lorena, que va de acá para allá, nada de extraño tiene que vea
o que de cuando en cuando diga una verdad en medio de sus desvaríos. En
su cabeza todo se embrolla, y los demás creen comprender lo que él mismo
no comprende. Pero no se trata de historia de loco, Catalina. Los
austriacos se acercan y lo que se trata de saber es si los dejaremos
pasar o si tendremos el valor de defendernos.

--¡De defendernos!--exclamó la anciana, cuyas pálidas mejillas se
estremecieron--. ¡Si nosotros tendremos el valor de defendernos! No es
conmigo, Hullin, con quien tiene usted que hablar. ¡Cómo!... ¿Acaso
valemos menos que nuestros antepasados? ¿Acaso ellos no se han
defendido?... ¿No ha sido preciso exterminarlos a todos, hombres,
mujeres y niños?

--Entonces, Catalina, ¿usted es partidaria de la defensa?

--¡Sí, sí..., en tanto que me quede un soplo de vida! ¡Que vengan, que
vengan! ¡La vieja de las viejas aquí les espera!

Sus largos cabellos grises se agitaron, sus pálidas y contraídas
mejillas se estremecieron y sus ojos despedían relámpagos. En aquel
momento Catalina parecía hermosa, hermosa como la anciana Margarita de
la que había hablado Yégof. Hullin le tendió la mano en silencio,
sonriendo de entusiasmo, y dijo:

--¡Perfectamente, perfectamente!... En la familia somos siempre lo
mismo. No puede usted negar quién es, Catalina; ya está usted en marcha;
pero tenga un poco de tranquilidad y óigame. Nosotros vamos a luchar;
pero ¿con qué medios?

--Con todos; todos son buenos: las hachas, las hoces, los bieldos...

--Desde luego; pero los mejores son los fusiles y las balas. Fusiles
tenemos, porque todo campesino guarda el suyo encima de la puerta; pero,
desgraciadamente, nos hacen falta pólvora y balas.

La anciana labradora se había tranquilizado súbitamente, y mientras
recogía sus cabellos debajo de la cofia miraba hacia adelante, como al
azar, con aire pensativo.

--Sí--añadió Catalina bruscamente--, pólvora y balas hacen falta, es
verdad; pero ya tendremos. Marcos Divès, el contrabandista, tiene en
abundancia; mañana irá usted a verle de mi parte, y le dirá que Catalina
Lefèvre compra toda la pólvora y todas las balas de que disponga; que
ella paga; que venderá su ganado, su granja, sus tierras..., todo...,
todo, para adquirirla; ¿comprende usted, Hullin?

--Sí, comprendido; es muy hermoso lo que usted hace, Catalina.

--¡Bah! Muy hermoso..., muy hermoso--replicó la anciana--; es muy
sencillo: ¡quiero vengarme! Esos austriacos, esos prusianos, esos
hombres rubios que nos han exterminado otras veces..., yo los odio...,
yo los detesto de padres a hijos. ¡Eso es! Usted comprará la pólvora y
ese loco miserable verá si nosotros vamos a reedificar sus castillos.

Hullin comprendió por lo que oía que Catalina seguía pensando en la
historia de Yégof; pero viendo cuán irritada estaba la anciana y
pensando que sus propósitos contribuirían a la defensa del país, no hizo
ninguna observación a este respecto, y dijo solamente:

--Entonces, Catalina, quedamos conformes; mañana iré a ver a Marcos
Divès...

--Sí, compre usted toda la pólvora y todo el plomo que tenga. También
convendría recorrer las aldeas de la sierra para comunicar a la gente lo
que sucede y convenir con ellos una señal a fin de reunirse en caso de
ataque.

--Esté usted tranquila--dijo Juan Claudio--; yo me encargo de eso.

Levantáronse los dos interlocutores y se dirigieron a la puerta. Hacía
media hora que había cesado el ruido en la cocina: la gente de la granja
se había ido a acostar. La anciana colocó la lámpara en una esquina del
hogar y corrió los cerrojos. Fuera, el frío era intenso; el aire,
tranquilo y límpido. Las cumbres de alrededor y los abetos del
Jaegerthal se destacaban del cielo como masas obscuras o iluminadas.
Lejos, bastante apartado de la ladera, un zorro aullaba en el valle del
Blanru.

--¡Buenas noches, Hullin!--dijo la señora Lefèvre.

--¡Buenas noches, Catalina!

Juan Claudio alejose rápidamente por la cuesta de los brezos, y la
labradora, después de contemplar durante un segundo, cerró la puerta.

Fácilmente se podrá imaginar la alegría de Luisa cuando supo que Gaspar
se hallaba sano y salvo. La pobre joven no vivía desde hacía dos meses.
Hullin tuvo buen cuidado de no mostrarle la negra nube que asomaba por
el horizonte. Durante toda la noche la oyó Juan Claudio ir de un lado
para otro en su cuartito, hablando a solas como si se felicitara a sí
misma, pronunciando el nombre de Gaspar y abriendo cajones y cajas para
buscar, sin duda, algunos recuerdos que le hablasen de amor.

Así el pajarillo, sorprendido por la tormenta, tiritando aún, comienza a
cantar y a saltar de rama en rama, al salir al primer rayo de sol.



V


Cuando Juan Claudio Hullin, en mangas de camisa, abrió al día siguiente
las ventanas de su casilla vio las montañas vecinas--el Jaegerthal, el
Grosmann, el Donon--cubiertas de nieve. La primera aparición del
invierno, ocurrida mientras dormimos, tiene algo de sorprendente: los
viejos abetos, las rocas, cubiertas de musgo, que la víspera se
adornaban de verdor y que ahora centellean llenas de escarcha, producen
en el alma una tristeza indefinible. «Ha pasado otro año--nos decimos--,
y otra vez tenemos que sufrir los rigores del tiempo antes que vuelva la
primavera.» Y nos apresuramos a vestir la recia hopalanda y a encender
el fuego. Las habitaciones obscuras se llenan de luz blanca, y por
primera vez oímos a los gorriones, agazapados bajo los rastrojos, con
las plumas erizadas, que gritan afuera: «Esta mañana no hay comida, no
hay comida.»

Hullin se calzó sus recios zapatos herrados de doble suela, y sobre la
chaqueta púsose un amplio jubón de paño buriel.

Juan Claudio oía en el techo los pasos de Luisa, que iba de un lado a
otro en la buhardilla, y gritó:

--¡Luisa, me marcho!

--¡Cómo! ¿Se marcha usted hoy también?

--Sí, hija mía; tengo que salir, mis asuntos no han terminado.

Después, así que se hubo puesto un ancho sombrero de fieltro, subió la
escalera y dijo en voz baja:

--Hija mía, tardaré algún tiempo en volver, pues tengo que ir bastante
lejos; pero no te inquietes. Si alguien pregunta dónde estoy, le dices:
«En casa del primo Matías, en Saverne.»

--¿No quiere usted almorzar antes de salir?

--No; me llevo un pedazo de pan y la calabacilla de aguardiente. Adiós,
hija mía; alégrate, y piensa en Gaspar.

Y sin esperar que le hiciera nuevas preguntas, cogió su palo y salió de
la casilla, dirigiéndose hacia la colina de los Abedules, a la
izquierda de la aldea. No había pasado un cuarto de hora cuando Hullin
la había recorrido y llegaba al sendero de las Tres Fuentes, que rodea
el Falkenstein, siguiendo un murillo de piedra en seco. Las primeras
nieves, que nunca se endurecen, comenzaban, con el ambiente húmedo de
las cañadas, a fundirse y se deslizaban por el sendero. Hullin saltó el
murillo para subir la pendiente. Y dirigiendo casualmente la mirada
hacia la aldea, que se hallaba sólo a dos tiros de carabina, vio a
algunas mujeres barrer delante de sus puertas y a algunos vejetes que se
saludaban, mientras fumaban la primera pipa del día, junto al umbral de
su chamizo. Aquella profunda tranquilidad de la vida, en contraste con
los pensamientos que le agitaban, le impresionó, y siguiendo su camino
muy preocupado se dijo: «¡Qué tranquilo está todo allá abajo!... Nadie
sospecha nada, y, sin embargo, dentro de pocos días cuántos clamores,
qué estruendo de descargas no hendirán los aires!»

Como de lo que se trataba en primer lugar era de procurarse pólvora,
Catalina Lefèvre había puesto naturalmente los ojos en Marcos Divès, el
contrabandista, y en su virtuosa esposa Hexe-Baizel.

Aquellas gentes vivían al otro lado del Falkenstein y debajo de la roca
que servía de asiento a un antiguo _burg_[2] en ruinas; allí se habían
construido una especie de cubil bastante cómodo, el cual no tenía mas
que la puerta de entrada y dos ventanillos, pero que, según ciertos
rumores, se hallaba en comunicación con unos subterráneos por cierta
hendedura; nunca los carabineros habían podido descubrirla, a pesar de
los numerosos registros que habían hecho con tal fin. Juan Claudio y
Marcos Divès se conocían desde la infancia; juntos habían ido a coger
nidos de gavilanes y mochuelos, y desde entonces continuaban viéndose
casi todas las semanas, por lo menos una vez, en la fábrica de aserrar
del Valtin. Hullin estaba, pues, seguro del contrabandista, pero le
infundía alguna sospecha la señora Hexe-Baizel, mujer demasiado
circunspecta y que quizás no se inclinase del lado de la guerra. «En
fin--se decía Juan Claudio mientras caminaba--, ahora veremos.»

El almadreñero encendió la pipa, y de vez en cuando se volvía para
contemplar el inmenso paisaje, cuyos límites se ensanchaban cada momento
más.

Nada hay tan hermoso como el espectáculo de aquellas montañas pobladas
de bosques, elevándose unas sobre otras en el cielo pálido; de los
corpulentos brazos, que se extienden hasta perderse de vista, cubiertos
de nieve; de los obscuros barrancos, encajonados entre los bosques, con
el torrente al fondo saltando entre los cantos rodados tan verdosos y
bruñidos como el bronce. Y además el silencio, ese gran silencio del
invierno...; la nieve todavía blanda, que cae de la copa de los altos
abetos sobre las ramas inferiores que se inclinan; las aves de rapiña,
dando vueltas de dos en dos por encima de los montes y lanzando sus
gritos de combate: cosas son ésas que sólo se pueden ver, que no se
pueden describir.

Próximamente una hora después de haber salido de la aldea de Charmes,
Hullin trepaba por la cumbre del monte y llegaba al pie del peñón de los
Madroños. Alrededor de aquella masa granítica se extiende una especie de
terraplén de tres a cuatro pies de ancho. Semejante camino, hasta donde
llegan las copas de los abetos más altos que suben del precipicio, tiene
algo de siniestro, pero es seguro; si no se siente el vértigo, no hay
peligro alguno en recorrerlo. Por encima, formando una media bóveda,
avanzaba la roca cubierta de ruinas.

Juan Claudio se acercaba a la cueva del contrabandista, y deteniéndose
un momento en el terraplén, guardose la pipa en el bolsillo; luego
siguió andando por el sendero, que describe un semicírculo y termina por
el otro lado en una brecha. Al final, y casi junto a dicha cortadura,
vio Hullin las dos ventanillas del cubil y la puerta, que se hallaba
entreabierta. Un gran montón de estiércol se divisaba delante del
umbral.

En el mismo instante apareció Hexe-Baizel, arrojando, con una gran
escoba de retamas verdes, el estiércol al abismo. Aquella mujer era
pequeña y delgaducha; tenía los cabellos rojos y desgreñados, las
mejillas hundidas, la nariz afilada, los ojos pequeños y brillantes como
dos centellas; la boca fina, con los dientes muy blancos, y la tez
rojiza. En cuanto a su vestidura, se componía de una falda de lana muy
corta y sucia y de una camisola de lienzo bastante blanca; sus curtidos
bracillos musculosos, cubiertos de vello dorado, estaban desnudos hasta
el codo, a pesar del intenso frío que hace en el invierno a tal altura;
en fin, por todo calzado llevaba dos enormes chanclos destrozados.

--¡Hola! ¡Buenos días, Hexe-Baizel!--gritó Juan Claudio alegremente y en
tono burlón--; usted siempre tan gruesa y oronda, alegre y satisfecha...
¡Así me gusta!

Hexe-Baizel se había vuelto rápidamente, como una comadreja sorprendida
en acecho, sacudiendo la cabellera roja y lanzando chispas por los ojos;
pero se tranquilizó en seguida y exclamó secamente, como si se hablara a
sí misma:

--¡Hullin... el almadreñero! ¿Qué se le habrá perdido por aquí?

--Vengo a ver a mi amigo Marcos, señora Hexe-Baizel--respondió Juan
Claudio--; tenemos que hablar de negocios.

--¿Qué negocios?

--¡Ah! Eso queda para nosotros. Vamos, déjeme usted pasar, pues quiero
hablarle.

--Marcos está durmiendo.

--Pues hay que despertarle, porque el tiempo vuela.

Y diciendo esto, Hullin se inclinó para entrar por la puerta y penetró
en una pequeña cueva, cuya bóveda, en vez de ser redonda, era de forma
irregular, surcada de hendeduras. Cerca de la entrada, a dos pies del
suelo, la roca formaba una especie de hogar natural, en el que ardían
algunos carbones y ramas de enebro. Todos los utensilios de cocina de
Hexe-Baizel consistían en una olla de metal, un puchero de barro rojo,
dos platos desportillados y tres o cuatro tenedores de estaño; todo su
mobiliario, en un asiento de madera, una hacheta para partir la leña,
una caja con sal colgada de la piedra y la gran escoba de retamas
verdes. A la izquierda de tal cocina se veía otra caverna con una puerta
irregular, más ancha por arriba que por abajo, que se cerraba por medio
de dos tablas y un travesaño.

--Y ¿dónde está Marcos?--dijo Hullin sentándose cerca del hogar.

--Ya le he dicho que está durmiendo; ayer vino muy tarde, y hay que
dejarle dormir, ¿lo oye usted?

--Lo oigo muy bien, Hexe-Baizel, pero no tengo tiempo de esperar.

--Entonces, márchese.

--¡Márchese! ¡Eso se dice muy pronto!; pero es el caso que no quiero
irme. No he hecho una legua de camino para volverme con las manos
vacías.

--¿Eres tú, Hullin?--interrumpió bruscamente una voz saliendo de la
cueva de al lado.

--Sí, Marcos.

--¡Ah! Ya voy.

Oyose un ruido como de paja removida, y luego la tapadera de madera se
corrió: un cuerpo enorme, de una anchura de tres pies de hombro a
hombro, delgado, huesudo, cargado de espaldas, con el cuello y las
orejas color de ladrillo, los cabellos obscuros y espesos, inclinose
para pasar por el boquete, y Marcos Divès apareció ante Hullin
bostezando, estirando sus largos brazos y dando un suspiro contenido.

A primera vista, la fisonomía de Marcos Divès parecía bastante pacífica.
La frente ancha y baja, las despejadas sienes, los cabellos cortos y
rizados que avanzaban en punta hasta cerca de las cejas, la nariz recta
y larga, el mentón prolongado, y, sobre todo, la expresión tranquila de
sus ojos obscuros hubieran inducido a creer que pertenecía a la familia
de los rumiantes más bien que a la de las fieras; pero hubiese sido
aventurado fiarse de las apariencias. Por la comarca corrían rumores de
que Marcos Divès, en caso de que le atacaran los carabineros, no tendría
el menor reparo en servirse del hacha y de la escopeta para acabar
pronto; a él se le atribuían varios accidentes graves ocurridos a los
agentes del fisco; pero las pruebas faltaban en absoluto. El
contrabandista, gracias a su profundo conocimiento de los puertos de la
sierra y de las veredas que van de Dagsburg a Sarrebrück y de
Raon-l'Etape a Basilea, en Suiza, siempre se hallaba a quince leguas de
los sitios donde había sucedido alguna fechoría. Además, tenía un aire
bonachón, y aquellos que habían hecho correr rumores que le perjudicaban
siempre hubieron de acabar mal; lo que prueba la justicia del Señor en
este mundo.

--A fe mía, Hullin--exclamó Marcos después de salir del agujero--, ayer
estuve pensando en ti, y si no hubieras venido, hubiese ido yo a la
fábrica del Valtin con el solo objeto de buscarte. Siéntate.
Hexe-Baizel, trae un asiento a Hullin.

Luego sentose el contrabandista en el hogar, con la espalda hacia el
fuego y frente a la puerta abierta, por la que penetraban juntos los
vientos de Alsacia y de Suiza.

Por el boquete podía descubrirse una vista espléndida; parecía un
verdadero cuadro recortado por la roca, un cuadro inmenso abarcando todo
el valle del Rin, y del otro lado, las montañas, que se perdían en la
bruma. Respirábase un vientecillo fresco, y el fuego que danzaba en
aquel nido de búhos era agradable de ver con sus tonos rojos, después
que los ojos habían recorrido la extensión azulada.

--Marcos--dijo Hullin tras un instante de silencio--, ¿puedo hablar
delante de tu mujer?

--Ella y yo somos una sola persona.

--Pues bien, Marcos, vengo a comprarte pólvora y plomo.

--Para tirar liebres, ¿no es verdad?--dijo el contrabandista guiñando
los ojos.

--No; para batirnos con los alemanes y los rusos.

Hubo un instante de silencio.

--¿Y necesitarás mucha pólvora y mucho plomo?

--Todo el que me puedas proporcionar.

--Puedo proporcionarte hoy municiones por valor de tres mil
francos--dijo el contrabandista.

--Las compro.

--Y dentro de ocho días dispondré de otras tantas--añadió Marcos con la
misma tranquila voz y la mirada atenta.

--También las compro.

--¡Sí, usted las compra--exclamó Hexe-Baizel--, usted las compra, no lo
dudo!; pero ¿quién las paga?

--Cállate--dijo Marcos con acritud--; Hullin las compra, y su palabra
basta.--Después, tendiéndole la ancha mano de un modo afectuoso, añadió:

--Juan Claudio, aquí está mi mano; la pólvora y el plomo son tuyos; pero
quiero gastar la parte que me corresponde, ¿comprendes?

--Sí, Marcos; pienso pagarte en seguida.

--Pagará--dijo Haxe Baizel--, ¿lo oyes?

--¡Bah! ¡No soy sordo! Baizel, ve por una botella de _brimbelle-wasser_
para calentarnos un poco el estómago. Lo que Hullin acaba de decirme me
gusta. Esos granujas de _kaiserlicks_ no nos ganarán la partida con
tanta facilidad como yo creía. Parece que vamos a defendernos con
energía.

--Sí, con energía.

--¿Hay algunos que pagan?

--La que paga es Catalina Lefèvre, y ella es la que me manda--dijo
Hullin.

Entonces Marcos se levantó, y con voz grave, extendiendo el brazo hacia
los precipicios, exclamó:

--¡Es una mujer..., una mujer tan grande como aquel peñón de allá abajo,
el Oxenstein, el mayor que he visto en mi vida! ¡Bebo a su salud! ¡Bebe
tú también, Juan Claudio!

Hullin bebió, y luego lo hizo la anciana.

--Después de eso no hay más que hablar--exclamó Divès--; pero escucha,
Hullin; no hay que creer que es empresa fácil cortarles el paso; todos
los cazadores furtivos, todos los _segares_[3] _schileteros_ y
leñadores de la sierra no bastarán para ello. Acabo de llegar del otro
lado del Rin. ¡Cuántos rusos, austriacos, bávaros, prusianos, cosacos y
húngaros..., cuántos he visto! ¡Cubren la tierra; los pueblos no pueden
albergarlos y acampan en las llanuras, en las cañadas, en las alturas,
en las ciudades, a campo raso; por todas partes, por todas partes hay
enemigos!

En aquel momento un grito agudo hendió los aires.

--¡Es un halcón que está de caza!--dijo Marcos interrumpiéndose.

Mas en el mismo instante pasó una sombra por el peñón.

Era una bandada de pinzones que volaba sobre el abismo, y centenares de
halcones y gavilanes se agitaban sobre ellos, dando vertiginosas vueltas
y gritos estridentes para azorar a su presa, mientras que la bandada
parecía inmóvil, de densa que era. El movimiento regular de tantos miles
de alas producía en el silencio un ruido semejante al de las hojas secas
arrastradas por el cierzo.

--Son los pinzones, que se marchan de las Ardennas--dijo Hullin.

--Sí, es el último paso; ya el hayuco está enterrado en la nieve lo
mismo que la sementera. Pues bien, mira; hay más hombres allá abajo que
pájaros en esa bandada. Pero es igual, Juan Claudio; saldremos bien de
nuestra empresa, siempre que todo el mundo tome parte en ella.
¡Hexe-Baizel, enciende la linterna, porque voy a enseñar a Hullin las
provisiones que tenemos de pólvora y plomo!

Hexe-Baizel, al oír semejante proposición no pudo contener un gesto de
extrañeza, y dijo:

--Nadie, desde hace veinte años, ha entrado en la cueva; bien puede él
creernos bajo nuestra palabra como nosotros creemos bajo la suya que nos
pagará; de modo que no tengo para qué encender la linterna.

Marcos, sin contestar nada, extendió el brazo y tomó de la leñera una
gruesa tranca; entonces la vieja, con los cabellos erizados, desapareció
por el boquete más próximo como un hurón, y dos segundos después salía
con una enorme linterna de cuerno, que Divès encendió tranquilamente con
el fuego del hogar.

--Baizel--dijo Marcos volviendo a colocar el palo en el rincón--, tú
sabes que Juan Claudio es un amigo mío de la infancia, y que me fío
mucho más de él que de ti, vieja garduña; porque si no temieras que te
ahorcaran el mismo día que a mí, hace tiempo que me hubieran colgado de
una cuerda. Vamos, Hullin, sígueme.

Salieron ambos, y el contrabandista, torciendo a la izquierda, se
dirigió hacia la cortadura, que formaba una especie de salidizo sobre el
Valtin, a doscientos pies de altura. Separó con la mano las hojas de una
encinilla que había arraigado por debajo, alargó la pierna y desapareció
como si se hubiera arrojado al abismo. Juan Claudio se estremeció; pero
casi al mismo tiempo, sobre la pared que formaba la roca, vio destacarse
la cabeza de Divès, que avanzaba gritándole:

--Hullin, pon la mano a la izquierda, donde hay un agujero; extiende el
pie sin miedo y tocará en un escalón, y después da media vuelta.

Juan Claudio obedeció muerto de miedo; encontró el boquete en la piedra,
alcanzó el escalón y, dando media vuelta, se encontró frente a frente
con su compañero en una especie de nicho apuntado, que sin duda se
comunicaba en otro tiempo con una poterna. Al fondo del nicho abríase
una bóveda baja.

--¿Cómo demonio has encontrado esto?--exclamó Hullin completamente
maravillado.

--Lo encontré buscando nidos hace treinta y cinco años. Un día me
hallaba en la peña, y yo había visto salir de allí muchas veces un búho
de gran tamaño con la hembra, dos pájaros magníficos, con la cabeza
gorda como mi puño y unas alas de seis pies de ancho, cuando oí gritar a
las crías y me dije: «Están cerca de la caverna, en el extremo del
terraplén. Si pudiera dar la vuelta un poco más allá de la cortadura,
las cogería.» A fuerza de mirar y de inclinarme logré ver una esquina
del escalón, por encima del precipicio. Al lado había un acebo bastante
firme. Me así del acebo, extendí la pierna y, ¡ya lo ves!, aquí llegué.
¡Pero qué lucha, Hullin! El padre y la madre querían sacarme los ojos.
Por fortuna era de día, y aunque ambos se dirigían contra mí, abriendo
el pico y silbando, el sol los deslumbraba. Les di unos cuantos
puntapiés, y por fin fueron a caer en un abeto, allá abajo; y los
grajos, los zorzales, los pinzones, estuvieron volando alrededor de
ellos hasta que llegó la noche, para arrancarles las plumas. No puedes
figurarte, Juan Claudio, el montón de huesos, pellejos de ratas y
lebratos, la carroña que habían reunido en este nido aquellos animales.
Era una verdadera inmundicia. Lo arrojé todo al Jaegerthal y vi el
pasadizo cubierto. Se me olvidó decirte que me encontré dos crías;
retorcíles el pescuezo y las metí en el saco. Después de lo cual, con
toda tranquilidad entré, y ahora verás lo que hallé. Entra.

Ambos penetraron en una bóveda estrecha y baja, formada por enormes
piedras rojas, en las que la luz proyectaba, al marchar los dos amigos,
su vacilante resplandor.

Cuando hubieron andado unos treinta pasos, apareció ante Hullin una gran
cueva de forma circular, desplomada por lo alto y abierta en la roca
viva. Al fondo se veían unos cincuenta barriles apilados en forma de
pirámide, y a los lados, gran cantidad de barras de plomo y sacos de
tabaco, cuyo fuerte olor impregnaba el aire.

Marcos había dejado la linterna a la entrada de la bóveda y miraba su
guarida con la cabeza levantada y la sonrisa en los labios.

--He aquí lo que descubrí--dijo el contrabandista--, la cueva estaba
vacía; solamente encontré ahí en medio el esqueleto de un animal, tan
blanco como la nieve, seguramente de un zorro muerto de viejo. ¡El
granuja descubrió el pasadizo antes que yo, y aquí dormía a pierna
suelta! ¡A quién hubiera podido ocurrírsele venir a este lugar! En aquel
tiempo, Juan Claudio, yo tenía doce años. En seguida pensé que este
escondrijo podría serme útil algún día. No sabía entonces para qué...;
pero así que pasó tiempo, cuando hice las primeras salidas de
contrabando a Landau, Khel y Basilea con Jacobo Zimmer, y cuando los
carabineros se dedicaron a perseguirnos durante dos inviernos, la idea
de la cueva abandonada comenzó a rondar mi pensamiento desde la mañana
hasta la noche. Yo conocía ya a Hexe-Baizel, que era entonces criada de
la granja de «El Encinar», en casa del padre de Catalina. Trájome en
dote veinticinco luises, y vinimos a establecernos en la caverna de los
Madroños.

Callose Divès, y Hullin, muy pensativo, le preguntó:

--Entonces ¿has tomado cariño a este agujero?

--¡Que si le he tomado cariño!... Mira, no me iría a vivir a la casa más
hermosa de Estrasburgo aun cuando me dieran dos mil libras de renta.
Hace veintitrés años que guardo aquí mis mercancías: azúcar, café,
pólvora, tabaco, aguardiente; todo se mete ahí. Tengo ocho caballerías
siempre de camino.

--Pero no disfrutas de nada.

--¡Que no disfruto de nada! ¿Tú crees que no es nada burlarse de los
gendarmes, de los investigadores, de los carabineros, irritarlos,
despistarlos y oír decir por todas partes: «Ese granuja de Marcos, ¡qué
listo es!... ¡Cómo hace lo que quiere!... Es capaz de acabar con todo el
Estado...» Y esto y lo otro. ¡Je, je, je! Te aseguro que es el placer
mayor del mundo. Además, la gente te quiere porque vendes a mitad de
precio, con lo cual prestas un servicio a los pobres y mantienes
caliente el estómago.

--Sí; pero ¡cuántos peligros!

--¡Bah! Nunca se le ocurrirá a un carabinero pasar por la brecha.

--¡Desde luego!--pensó Hullin, al recordar que tendría necesidad de
salvar nuevamente el precipicio.

--Es igual--prosiguió Marcos--; no te falta del todo razón, Juan
Claudio. Al principio, cuando yo tenía que entrar aquí con esos
barrilillos a la espalda, sudaba la gota gorda; pero ahora ya me he
acostumbrado.

--¿Y si se te escurriera un pie?

--Pues nada; se acabaría todo. Lo mismo da morir ensartado en un abeto
que toser durante semanas y meses tendido en un jergón.

En tal momento, Divès iluminaba con la linterna las pilas de barriles,
que llegaban hasta la bóveda.

--Es pólvora fina inglesa--dijo Marcos--que se va de las manos como las
pepitas de plata y que caza a las mil maravillas. No se necesita mucha;
con un dedal basta. Y aquí tienes el plomo puro, sin mezcla de estaño.
Esta noche comenzará Hexe-Baizel a fundir las balas; ella entiende de
eso; tú verás.

Y ya se disponían a volver en dirección a la cortadura, cuando, de
repente, un confuso ruido de palabras se oyó zumbar en el aire. Marcos
apagó la linterna, y ambos quedaron sumidos en la obscuridad.

--Alguien va por ahí arriba--dijo el contrabandista en voz muy baja--.
¿Quién será el que se ha aventurado a trepar al Falkenstein con este
tiempo de nieves?

Estuvieron escuchando, conteniendo la respiración, con la vista fija en
el rayo de luz azulada que descendía por una estrecha falla hasta el
fondo de la caverna. Alrededor de aquella hendedura crecían algunas
malezas salpicadas de escarcha centelleante; más arriba se divisaba la
coronación de un antiguo muro. Y en el momento en que Divès y Hullin
miraban manteniendo el más profundo silencio, he aquí que aparece al pie
del muro una enorme cabeza despeluznada, una frente dentro de un aro
reluciente, una cara alargada y después una barba roja, puntiaguda, todo
lo cual se recortaba, formando una extraña silueta, en el cielo blanco
del invierno.

--Es el _Rey de Bastos_--dijo Marcos riendo.

--¡Pobre hombre!--murmuró Hullin gravemente--; viene a visitar su
castillo, andando por el hielo con los pies descalzos y con su corona de
hojalata en la cabeza. ¡Oye, oye cómo habla! Está dando órdenes a los
caballeros y a la corte; ahora extiende el cetro ya al Norte, ya al
Mediodía; todo es suyo; es el señor del cielo y de la tierra... ¡Pobre
hombre! ¡Sólo de verle con los calzoncillos que lleva y con la piel de
perro pelada a la espalda, siento frío en los huesos!

--Sí, Juan Claudio, esto me produce el efecto de un burgomaestre o de un
alcalde de pueblo, con una panza tan abultada como la de un palomo, a
quien se le hinchan los carrillos cuando dice: «Yo, Hans Aden, tengo
diez fanegas de magníficos prados, tengo también dos casas, una viña, un
huerto y un jardín; ¡ején!, ¡ején!, tengo esto, y lo otro, y lo de más
allá.» Pero al día siguiente le da un coliquillo, y... ¡andando! ¡Los
locos, los locos!... ¿Quién puede decir que no está loco? Vámonos,
Hullin; la vista de ese desgraciado que habla a solas y los gritos del
cuervo anunciando el hambre me estremecen.

Penetraron ambos en la galería, y al salir de las tinieblas, la claridad
del día estuvo a punto de deslumbrar a Hullin. Por fortuna, el cuerpo
aventajado de su camarada, que se había colocado delante de él, le
preservó del vértigo.

--¡Agárrate con fuerza--dijo Marcos--y haz como yo! La mano derecha en
el boquete, y el pie derecho delante, en el escalón; ahora, media
vuelta. ¡Ya estamos!

Volvieron a la cocina, en la que se hallaba Hexe-Baizel, quien les dijo
que Yégof estaba en las ruinas del antiguo _burg_.

--Ya lo sabemos--respondió Marcos--; acabamos de verle tomando el fresco
allá arriba: cada loco con su tema.

En tal momento, _Hans_, el cuervo, volando por encima del abismo, pasó
ante la puerta lanzando un grito ronco; oyose un ruido como de granizo
desprendiéndose de la maleza y apareció el loco en el terraplén con un
aspecto muy hosco; dirigió una mirada hacia el hogar, y exclamó:

--Marcos Divès, procura mudarte pronto. Te lo advierto porque estoy
cansado de este desorden. Las fortificaciones de mis dominios tienen que
quedar libres. No consiento que mi casa sea una gusanera. Por
consiguiente, prepáralo todo.

Luego, al ver a Juan Claudio, desarrugósele el entrecejo y le dijo:

--¿Tú por aquí, Hullin? ¿Serás, por fin, bastante perspicaz para
aceptar las proposiciones que me he dignado hacerte? ¿Comprenderás que
una unión como la que te propongo es el solo medio de libraros de la
completa destrucción de vuestra raza? Si así es, te felicito, pues das
prueba de más discreción de la que te creía capaz.

Hullin no pudo contener la risa y le respondió:

--No, Yégof, no; el Cielo no me ha iluminado aún lo suficiente para
aceptar el honor que me quieres hacer. Además, Luisa no está en edad de
contraer matrimonio.

El loco volvió a tomar un aspecto grave y sombrío. De pie, al borde del
terraplén, de espaldas al abismo, parecía ser aquel su lugar natural, y
el cuervo, dando vueltas a uno y otro lado, no conseguía alterarle.

Yégof levantó el cetro, frunció las cejas y exclamó:

--¡Hullin! Por segunda vez te reitero mi petición y tú por segunda vez
la rechazas. Volveré a hacértela por última vez, ¿lo oyes?, por última
vez. Después... ¡que se cumpla el destino!

Y girando pausadamente los talones, con paso firme, alta y derecha la
cabeza, a pesar de la extraordinaria inclinación de la pendiente, el
_Rey de Bastos_ descendió el sendero de la roca.

Hullin, Marcos Divès y también Hexe-Baizel prorrumpieron en una sonora
carcajada.

--Está completamente loco--dijo Hexe-Baizel.

--Me parece que no te equivocas--contestó el contrabandista--. El pobre
Yégof, desde luego, ha perdido la razón. Pero no se trata de eso ahora;
Baizel, atiende a lo que te digo: vas a dedicarte a fundir balas de
todos los calibres; por mi parte, voy a ponerme en camino de Suiza.
Dentro de ocho días, cuando más, las municiones que faltan estarán aquí.
Y ve en busca de mis botas.

Después, golpeando el suelo con el tacón y poniéndose al cuello una
gruesa corbata de lana roja, descolgó de la pared una de esas capas de
color verde obscuro, como las que llevan los pastores, y se la echó
sobre los hombros; calose luego un sombrero de fieltro viejo y raído,
cogió una estaca y exclamó:

--¡No olvides lo que acabo de decirte, mujer; si no, ya verás! ¡Andando,
Juan Claudio!

Obedeció Hullin, y ambos se alejaron por la explanada sin despedirse de
Hexe-Baizel, la cual, por su parte, no se atrevió siquiera a asomarse al
umbral para verlos marchar. Cuando los dos amigos estuvieron en lo bajo
del peñón, Marcos Divès, deteniéndose, dijo:

--Tú vas a los pueblos de la sierra, ¿no es eso, Hullin?

--Sí, es lo primero que tengo que hacer; hay que avisar a los leñadores,
a los carboneros, a los almadieros, y decirles lo que ocurre.

--Desde luego; no dejes de ver a Materne del Hengst y a sus dos hijos, a
Labarbe de Dagsburg y a Jerónimo de San Quirino. Diles que habrá pólvora
y balas; que nos hallamos metidos en el asunto Catalina Lefèvre, yo,
Marcos Divès, y todas las personas decentes de la comarca.

--Quédate tranquilo, Marcos; yo conozco a la gente.

--Entonces, hasta pronto.

Los dos amigos se estrecharon fuertemente las manos.

El contrabandista tomó el sendero de la derecha, hacia el Donon; Hullin,
el sendero de la izquierda, hacia el Sarre.

Ambos se alejaban a buen paso, cuando Hullin llamó a su compañero:

--¡Eh! ¡Marcos! Dile, al pasar, a Catalina Lefèvre que todo marcha bien
y que yo voy a la sierra.

El otro respondió, con un movimiento de cabeza, que había comprendido y
ambos siguieron su camino.



VI


Una agitación extraordinaria reinaba en toda la línea de los Vosgos; el
rumor de la invasión próxima se esparcía de aldea en aldea hasta llegar
a las granjas y casas forestales del Hengst y del Nideck. Los buhoneros,
los carreteros, los caldereros, toda esa población flotante que va
continuamente de la sierra al llano y del llano a la sierra, llevaban
día por día, de Alsacia y de las orillas del Rin, una porción de
noticias inquietantes: «Las plazas--decían tales gentes--se preparan
para la defensa; se busca trigo y carne para aprovisionarlas; las
carreteras de Metz, Nancy, Huningue y Estrasburgo se ven surcadas de
convoyes. Por todas partes no se encuentran mas que cajones de pólvora,
de balas y de obuses; la caballería, la infantería y los artilleros
vuelven a sus puestos. El mariscal Victor, con doce mil hombres,
defiende la carretera de Saverne; pero los puentes de las plazas fuertes
están levantados desde las siete de la noche hasta las ocho de la
mañana.

Todo el mundo pensaba que aquello no era anuncio de nada bueno. Sin
embargo, aunque muchos sentían un gran temor ante la guerra, aunque las
viejas levantaban las manos al cielo implorando a «Jesús, María y José»,
la mayoría de las personas pensaban en procurarse medios de defensa. En
tales circunstancias, Juan Claudio Hullin fue bien acogido en todos
lados.

Aquel mismo día, hacia las cinco de la tarde, Hullin llegaba a la cima
del Hengst y se detuvo en casa del patriarca de los cazadores de monte,
el anciano Materne. Allí pernoctó, porque en invierno las jornadas son
cortas y los caminos difíciles. Materne prometió vigilar el desfiladero
de la Aduana con sus dos hijos, Kasper y Frantz, y contestar a la
primera señal que le hicieran desde el Falkenstein.

Al día siguiente, Juan Claudio marchó a Dagsburg, muy temprano, para
ponerse de acuerdo con su amigo Labarbe, el leñador. Juntos fueron a
recorrer los caseríos de alrededor, con el fin de encender en los pechos
el amor a la tierra natal, y al siguiente día Labarbe acompañó a Hullin
a casa del anabaptista Cristián Nickel, el colono del Painbach, persona
respetable y de buen sentido, pero a quien no pudieron convencer de que
debía tomar parte en la gloriosa empresa. Cristián Nickel tenía siempre
la misma respuesta para todas las observaciones que le hicieron: «Está
bien..., es justo..., pero el Evangelio dice: «Vuelva el palo a su
sitio... Quien a hierro mata, a hierro muere.» Sin embargo, les ofreció
que rogaría por la buena causa; eso fue todo lo que pudieron obtener de
él.

Los dos amigos llegaron hasta Walsch con el objeto de estrechar la mano
de Daniel Hirsch, antiguo artillero de marina, que les prometió
arrastrar consigo a la gente de su concejo.

En aquel sitio, Labarbe dejó a Juan Claudio, que siguió solo su camino.

Durante ocho días Hullin recorrió la sierra de un extremo al otro, de
Soldatenthal al Leonsberg, a Meienthal, a Abreschwiller, Voyer,
Loettenbach, Cirey, Petit-Mont y Saint-Sauver, y al noveno día fue a
casa del zapatero Jerónimo de San Quirino. Juntos visitaron el
desfiladero del Blanru, después de lo cual Hullin, satisfecho de su
viaje, tomó, por último, el camino de la aldea.

Hacía dos horas que Juan Claudio marchaba a buen paso, imaginándose la
vida del campamento, el vivaque, las descargas, las marchas y
contramarchas, toda aquella existencia de soldado que tantas veces había
echado de menos y que veía ahora volver con entusiasmo, cuando a lo
lejos, a mucha distancia aún, envuelto en la sombra del crepúsculo,
descubrió la mancha azulada del caserío de Charmes, su pobre casita que
deshacía en el cielo blanco una madeja de humo casi imperceptible, los
jardinillos rodeados de empalizadas, los tejados de madera, y, a la
izquierda, a media ladera, la gran finca de «El Encinar», con la
fábrica de aserrar del Valtin al fondo, en el barranco ya en sombra.

Entonces, de repente y sin saber por qué, inundose su alma de una
profunda tristeza.

Hullin detuvo el paso, pensando en la vida tranquila, apacible, que
abandonaba quizá para siempre; en su cuartito, tan abrigado en invierno
y tan alegre en la primavera, cuando abría las ventanitas para que
penetrase la brisa de los bosques; en el tic-tac monótono del viejo
reloj y, sobre todo, en Luisa, en su buena y querida Luisa, hilando
silenciosamente, con los ojos bajos, cantando alguna antigua canción,
con voz pura y penetrante, durante las horas del atardecer, en que ambos
se consumían de aburrimiento. Aquel recuerdo le conmovió tan
profundamente, que los más pequeños objetos, las herramientas de su
oficio--las barrenas largas y relucientes, el hacha de mango corto, los
mazos de madera, la estufilla, el armario desvencijado, las vasijas de
barro vidriado, la vieja imagen de San Miguel colgada de la pared, el
antiguo lecho de dosel que se hallaba al fondo de la alcoba, el
taburete, el baúl, la lámpara de mechero de cobre--, todo se le
reproducía en la memoria como una pintura animada, y las lágrimas
asomaron a sus ojos.

Pero sobre todo lo que sentía era Luisa, su querida hijita. ¡Cuántas
lágrimas iba a derramar! ¡Cómo iba a suplicarle que renunciase a la
guerra! ¡Y cómo se arrojaría a sus brazos, diciéndole: «¡Oh, no me
abandones, papá Juan Claudio! ¡Tanto como te quiero! ¿No es verdad que
no quieres dejarme?»

Y el buen hombre veía los hermosos ojos de su hija llenos de terror;
sentía los brazos de Luisa que le rodeaban el cuello. Pero estaba
decidido a ocultarle la verdad, a hacerle creer cualquier cosa,
valiéndose de un pretexto para explicar su ausencia y tranquilizarla;
mas tales medios no eran propios de su carácter, y por ello su tristeza
aumentaba.

Al pasar frente a la granja de «El Encinar» entró para decir a Catalina
Lefèvre que todo marchaba bien y que los campesinos sólo esperaban la
señal.

Un cuarto de hora después, el señor Juan Claudio desembocaba por el
sendero de los acebos frente a su casita.

Antes de empujar la puerta, que hacía mucho ruido, se le ocurrió ver lo
que hacía Luisa en aquel momento. Acercose, pues, a la ventana y miró
hacia dentro de la habitación: Luisa se hallaba de pie, junto a las
cortinas de la alcoba; parecía muy animada, arreglando, doblando y
desdoblando varios vestidos extendidos sobre la cama. Su dulce rostro
resplandecía de contento, y sus grandes ojos azules brillaban como
llenos de entusiasmo; hasta parecía que la joven hablaba en voz alta.
Hullin prestó atención, pero precisamente en aquel momento pasaba un
carro por la calle y no pudo oír nada.

Entonces, tomando una resolución sin titubear, entró diciendo con voz
fuerte:

--Luisa, ya estoy de vuelta.

Acto continuo, la joven, rebosando alegría y saltando como una corza,
corrió a abrazar a Hullin.

--¡Ah! ¿Eres tú, papá Juan Claudio? ¡Te esperaba! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Cuánto tiempo has estado de viaje! ¡Pero ya estás aquí!

--¡Es que, hija mía--contestó el buen hombre en tono menos decidido,
dejando la estaca detrás de la puerta y el sombrero sobre la mesa--, es
que...

Y no pudo decir más.

--Sí, sí, has ido a ver a tus amigos--dijo riendo Luisa--; lo sé todo;
mamá Lefèvre me lo ha contado todo.

--¿Cómo, tú lo sabes?... ¿Y no te impresiona nada?... Me alegro, me
alegro; eso prueba tu buen sentido. ¡Y yo que temía verte llorar!

--¡Llorar! ¿Y por qué, papá Juan Claudio? ¡Oh! Yo tengo valor; tú no me
conoces, por lo visto.

Luisa tomó una expresión decidida, que hizo sonreír a Hullin; pero
aquella sonrisa desapareció súbitamente cuando la joven agregó:

--Vamos a ir a la guerra..., vamos a pelear..., vamos a batir la
sierra...

--¿Cómo? ¿Qué es eso de vamos, vamos?--exclamó el buen hombre
completamente sorprendido.

--¡Pues claro! ¿Es que no vamos ya?--dijo Luisa con voz que revelaba su
contrariedad.

--Quiero decir... que tengo que dejarte sola algún tiempo, hija mía.

--¡Dejarme!... ¡Oh!, de ningún modo. Me voy contigo; eso está decidido.
Mira, mi equipaje ya está preparado en ese paquete, y ahora estoy
arreglando el tuyo. No te preocupes de nada; déjame disponerlo todo y
quedarás satisfecho.

Hullin no podía salir de su estupor.

--¡Pero, Luisa--exclamó por fin--; tú no sabes lo que dices! ¡Reflexiona
un poco! Hay que pasar muchas noches a campo raso, marchar, correr, y el
frío y la nieve, los tiros... ¡Eso no puede ser!

--¡Por Dios--exclamó la joven, con voz nublada por las lágrimas y
arrojándose a sus brazos--, no me digas que no! Quieres reírte a costa
de tu hijita Luisa...; tú no puedes abandonarme.

--¡Pero estarás mejor aquí!... Tendrás fuego..., recibirás noticias
nuestras todos los días...

--No, no quiero; quiero marcharme. El frío no me importa nada. Hace
mucho tiempo que estoy encerrada; deseo tomar un poco de aire. ¿No salen
también los pájaros? Los petirrojos se pasan fuera todo el invierno.
Cuando era muy pequeña ¿no he sufrido hambre y frío?

Luisa golpeaba el suelo con el pie, y luego, abrazando a Juan Claudio
por tercera vez, le dijo cariñosamente:

--Vamos, papá Hullin; la señora Lefèvre ha dicho que sí... ¿Serás tú más
malo que ella? ¡Ah! ¡Si supieras cuánto te quiero!

El buen hombre, enternecido por tales palabras, se había sentado y
volvía hacia otro lado la cabeza para no dejarse vencer y para no dejar
que su hija le besara.

--¡Oh! ¡Y qué malo eres hoy conmigo, papá!

--Es por ti, hija mía.

--¡Pues bien; será peor..., porque me escaparé e iré en busca tuya! ¡El
frío!... ¿Qué me importa el frío? ¿Y si caes herido, si quieres ver a tu
Luisa por última vez y ella no está allí, a tu lado, para cuidarte,
para quererte hasta el último momento?... ¡Oh! ¡Tú crees que tengo el
corazón de piedra!

La joven sollozaba; Hullin no pudo resistir más y preguntó:

--¿Pero es cierto que la señora Lefèvre consiente?

--¡Ah, sí! ¡Ah, sí! Me lo ha dicho ella misma; me ha dicho: «Procura
convencer a papá Juan Claudio; por mi parte, no deseo otra cosa; estoy
muy contenta.»

--¡Pues!... ¿Cómo voy a defenderme contra vosotros dos?; vendrás con
nosotros; quedamos conformes.

Un grito de alegría resonó en la casuca.

--¡Oh! ¡Qué bueno eres!

Y, en un momento, las lágrimas de Luisa se secaron.

--Marcharemos a batir los bosques, a luchar.

--¡Ah!--exclamó Hullin moviendo de arriba abajo la cabeza--; ahora lo
veo claro; no puedes negar que eres la pequeña _heimatshlos_. ¡Vaya
usted a domesticar una golondrina!

Después, sentándola sobre sus rodillas, le dijo:

--Mira, Luisa; hace ahora doce años que te encontré un día en medio de
la nieve; ¡estabas completamente amoratada, pobre niña! Y cuando
estuvimos en la barraca, cerca de un gran fuego, y poco a poco fuiste
volviendo, lo primero que hiciste fue sonreírme. Desde entonces no he
tenido otra voluntad que la tuya. Con esa sonrisa me has llevado donde
has querido.

Y como Luisa le sonriera nuevamente, Juan Claudio y su ahijada se
besaron.

--Pues bien--dijo Hullin dando un suspiro--; veamos si los paquetes
están bien hechos.

Acercose a la cama y vio con asombro sus trajes de abrigo, sus chalecos
de franela muy bien cepillados, muy bien doblados y perfectamente
empaquetados; allí estaba asimismo el paquete de Luisa con sus vestidos,
sus faldas y sus recios zapatos cuidadosamente ordenados. Por último, no
pudiendo dejar de reír, exclamó:

--¡Oh, _heimatshlos_, _heimatshlos_! ¡Nadie como tú para hacer bien un
paquete y para marcharse sin volver la cabeza!

Luisa sonrió.

--¿Estás contento?

--¡No he de estarlo! Pero mientras hacías todo esto, estoy seguro que no
has pensado en preparar la cena.

--¡Oh! ¡Eso se arregla pronto! No sabía que venías esta noche, papá Juan
Claudio.

--Es verdad, hija mía. Prepárame algo, cualquier cosa, con tal que sea
pronto, porque tengo mucho apetito. Mientras tanto, voy a fumar una
pipa.

--Sí, eso es; fúmate una pipa.

Hullin se sentó junto al banco de trabajo y comenzó a golpear con el
eslabón con aspecto muy pensativo. Luisa iba de un lado a otro, como un
verdadero diablillo, atizando el fuego, partiendo los huevos sobre la
sartén y haciendo surgir, en un abrir y cerrar de ojos, una tortilla.
Nunca la joven se había mostrado tan dispuesta, tan alegre y tan linda.
Hullin, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, la
miraba ir y venir, gravemente, pensando en la cantidad de firmeza, de
voluntad y de resolución que existía en aquel cuerpecillo, ligero como
una hada y decidido como un húsar. Pocos instantes después Luisa le
servía la tortilla en un plato grande y vidriado, el pan, el vaso y la
botella.

--Aquí tienes, papá; y, ahora, regálate.

Y mientras Juan Claudio comía, Luisa le miraba afectuosamente.

Las llamas se retorcían en la estufa, iluminando con viva luz las vigas
bajas, la escalera de madera que quedaba en la obscuridad, el amplio
lecho situado al fondo de la alcoba, toda la vivienda, en una palabra,
tantas veces animada por el carácter alegre del almadreñero, las
canciones de su hija y el ardor del trabajo. Y todo aquello Luisa lo
abandonaba sin pena, pensando sólo en los bosques, en los senderos
cubiertos de nieve, en las montañas que se perdían de vista desde la
aldea hasta Suiza y más lejos aún. ¡Ah! El maestro Juan Claudio tenía
razón al exclamar: _¡Heimatshlos, heimatshlos!_ La golondrina no puede
domesticarse; necesita el aire libre, el cielo inmenso, el movimiento
incesante. En el momento de la partida no le asusta la tormenta, ni el
viento, ni la lluvia torrencial. Sólo tiene un pensamiento, un deseo
único, una palabra: «¡En marcha! ¡En marcha!»

Una vez terminada la comida, levantose Hullin y dijo a su hija:

--Estoy cansado, hija mía; dame un beso y vamos a dormir.

--Sí, papá Juan Claudio; pero no olvides despertarme si sales antes del
amanecer.

--No tengas cuidado; vendrás con nosotros.

Luego, al verla subir la escalera y desaparecer en la buhardilla, se
dijo:

--¡Tiene miedo de quedarse en el nido!

Fuera, el silencio era muy profundo. Dieron las once en el reloj de la
iglesia. El almadreñero se sentó para quitarse las botas. En aquel
momento su mirada fue a caer casualmente sobre el viejo fusil que se
hallaba colgado encima de la puerta; lo cogió con mucho cuidado, lo
limpió y lo hizo funcionar para ver si marchaba bien. El alma entera de
Hullin estaba absorbida por aquella tarea.

--Esto va bien--murmuró Juan Claudio.

Y luego, gravemente, añadió:

--¡Es curioso! ¡Es curioso! La última vez lo cogí en Marengo..., hace
catorce años... ¡Me parece que fue ayer!

De repente, oyose fuera crujir la nieve endurecida como por la presión
de unas pisadas rápidas. Hullin prestó atención: «¡Es alguien!...»

Casi inmediatamente después dos golpes, suaves y secos, sonaron en los
cristales. Juan Claudio se dirigió a la ventana y la abrió. La cabeza de
Marcos Divès, con su ancho sombrero de fieltro, rígido por el frío, se
inclinó en la sombra.

--¿Qué hay, Marcos? ¿Qué noticias?

--¿Has avisado a los de la sierra, a Materne, a Jerónimo, a Labarbe?

--Sí, a todos.

--Pues no hay tiempo que perder; el enemigo ha pasado.

--¿Ha pasado?

--Sí..., en toda la línea... He recorrido quince leguas por la nieve,
desde esta mañana, para decírtelo.

--¡Bien! Es preciso hacer la señal: una gran hoguera en el Falkenstein.

Hullin estaba muy pálido; volvió a ponerse los zapatos. Dos minutos
después, con la recia zamarra sobre los hombros y empuñando una estaca,
abría suavemente la puerta y marchaba a largos pasos, junto a Marcos
Divès, camino del Falkenstein.



VII


Desde media noche hasta las seis de la mañana brilló, en medio de la
obscuridad, una hoguera en la cumbre del Falkenstein, y toda la sierra
se puso en movimiento.

Los amigos de Hullin, de Marcos Divès y de la Lefèvre, calzando altas
polainas y llevando sendos fusiles, se encaminaron, en el silencio de
los bosques, hacia los puertos del Valtin. El propósito del enemigo de
atravesar las llanuras de Alsacia para caer de improviso sobre los
desfiladeros había sido adivinado por todos. La campana de Dagsburg, de
Abreschwiller, de Walsch, de San Quirino y de las demás aldeas no
cesaban de tocar alarma.

Hay que imaginarse el Jaegerthal, al pie del viejo _burg_, en una época
de nieves extraordinaria a la pálida luz de aquella hora temprana cuando
los macizos de árboles comienzan a surgir de las sombras, cuando el
excesivo frío de la noche empieza a templar, al acercarse el día. Hay
que figurarse la antigua fábrica de aserrar, con su amplio techo plano,
su pesada rueda llena de témpanos, su ancha barraca débilmente iluminada
por una hoguera, cuya luz disminuía al acercarse el crepúsculo, y
alrededor del fuego gorros de piel, sombreros de fieltro, negros
perfiles mirándose unos por encima de otros y apretándose como si
formaran una muralla; a lo lejos, en los claros de los bosques y en las
anfractuosidades de la cañada, se veían otras hogueras que iluminaban
grupos de hombres y mujeres agazapados en la nieve.

La agitación comenzaba a disminuir. A medida que el cielo se aclaraba,
la gente se reconocía.

--¡Toma! ¡El primo Daniel, de Soldatenthal! ¿También tú has venido?

--¡Es claro! Ya lo ves, Enrique, y mi mujer también.

--¿Cómo? ¿La prima Nanette? ¿Y dónde está?

--Allá abajo, cerca de la encina grande, junto al fuego del tío Hars.

Dábanse la mano unos a otros. Algunos prorrumpían en largos bostezos y
otros arrojaban al fuego trozos de tablas; corrían de mano en mano las
calabazas de aguardiente, y los que se habían calentado se retiraban del
corro para ceder el puesto a los vecinos que tiritaban. Pero cierta
impaciencia se iba apoderando de la multitud.

--¡Ah!--se oía exclamar en diversos sitios--; no hemos venido aquí para
chamuscarnos la planta de los pies. Es hora de hablar, de ponernos de
acuerdo.

--¡Sí, sí; pongámonos de acuerdo! ¡Nombremos los jefes!

--No; todavía falta mucha gente. ¡Ved cómo siguen llegando de Dagsburg y
de San Quirino!

En efecto; a medida que el día avanzaba se veían más grupos de personas
que venían por los distintos senderos de la sierra. En el valle había
varios centenares de hombres reunidos: leñadores, carboneros,
almadieros, sin contar las mujeres ni los niños.

Nada tan pintoresco como aquella parada en medio de la nieve, en el
fondo del desfiladero rodeado de abetos altísimos que llegaban hasta las
nubes; a la derecha, los valles se unen unos a otros hasta perderse de
vista; a la izquierda, las ruinas del Falkenstein se recortan en el
cielo. De lejos, los grupos parecían bandadas de grullas posadas sobre
el hielo; pero de cerca se veía que eran hombres rudos, con las barbas
erizadas como cerdas de jabalí, la mirada sombría, los hombros anchos y
cuadrados y las manos callosas. Algunos que descollaban por su estatura
pertenecían a una raza de hombres de pelo rojo, de piel blanca, velludos
hasta la punta de los dedos y tan fuertes que podrían arrancar de cuajo
una encina. Entre éstos se encontraba el viejo Materne del Hengst y sus
dos hijos Frantz y Kasper. Aquellos tres hombrachos--armados de
carabinas cortas de Inspruck, con polainas altas de color azul y botones
de cuero que les subían por encima de la rodilla, las espaldas
cubiertas con una especie de casaca de piel de cabra y el sombrero muy
echado atrás--no se habían dignado siquiera acercarse al fuego. Hacía
una hora que el padre y los hijos se hallaban sentados en el tronco
cortado de un árbol, a la orilla del río, el ojo alerta y los pies en la
nieve, como al acecho. De vez en cuando el anciano decía a sus hijos:

--No sé cómo tiritan tanto allá abajo. Nunca he visto una noche tan
templada en este tiempo; es una noche de corzos; los arroyos no están
siquiera helados.

Todos los monteros de la comarca, al pasar, iban a estrecharles la mano,
y luego se reunían a su alrededor, formando así una especie de grupo
aparte. Tales hombres hablaban poco, porque habían adquirido la
costumbre de pasar callados noches y días enteros, a fin de no espantar
la caza.

Marcos Divès, de pie en medio de otro grupo, del que sobresalía
completamente su cabeza, hablaba y gesticulaba, señalando ya a un punto
de la sierra ya a otro. Frente a él se hallaba el anciano pastor
Lagarmitte, con una amplia blusa gris, una larga trompa de madera
colgada del hombro y su perro. Lagarmitte escuchaba al contrabandista
con la boca abierta y de vez en cuando inclinaba la cabeza. Por lo
demás, parecía que prestaba atención todo el corro, que se componía
principalmente de leñadores y almadieros, con los cuales el
contrabandista estaba en relación diariamente.

Entre la fábrica de aserrar y la primera hoguera, en la compuerta de la
esclusa, se hallaba sentado el zapatero Jerónimo de San Quirino, un
hombre de cincuenta a sesenta años, de cara larga y curtida, ojos
hundidos, nariz gruesa, orejas cubiertas con un gorro de piel de nutria
y barba rubia y puntiaguda que le llegaba hasta la cintura. Sus manos,
cubiertas con guantes gruesos de lana de color verde claro, se apoyaban
en un enorme garrote de serbal lleno de nudos. Iba vestido con un largo
capote de paño pardo; cualquiera hubiera creído que era un ermitaño.
Cada vez que se levantaba un rumor de algún lado, el señor Jerónimo
volvía lentamente la cabeza y se ponía a escuchar, frunciendo las cejas.

Juan Labarbe, por su parte, con el codo apoyado en un mango de hacha,
permanecía impasible. Era un hombre de pálidas mejillas, nariz aguileña
y finos labios. Tenía gran ascendiente sobre los de Dagsburg por su
resolución y por la claridad de su talento. Cuando los demás gritaban a
su alrededor: «¡Hay que deliberar! ¡No podemos estar así, sin hacer
nada!», él se limitaba sencillamente a decir: «Esperemos; todavía no ha
llegado Hullin, ni Catalina Lefèvre. No tenemos prisa». Entonces se
callaban todos, mirando con impaciencia hacia el sendero de Charmes.

El _ségare_ Piorette, un hombrecillo flaco, escurrido, enérgico, con las
cejas negras en medio de la frente y la pipa en la boca, estaba junto al
umbral de su choza, y contemplaba, con la mirada a la vez viva y
profunda, el conjunto de aquella escena.

Mientras tanto, la impaciencia aumentaba de minuto en minuto. Algunos
alcaldes de pueblo, con casaca y sombrero de picos, se dirigieron a la
fábrica de aserrar llamando a sus concejos respectivos para deliberar.
Pero, afortunadamente, el carro de Catalina Lefèvre apareció, por fin,
en el camino y mil gritos de entusiasmo se elevaron en seguida por todas
partes.

--¡Aquí están! ¡Aquí están! ¡Han llegado!

El anciano Materne se subió en un tronco y luego descendió, diciendo
gravemente:

--Son ellos.

Se produjo una gran agitación. Los grupos lejanos se acercaron, y los
demás se aproximaron también. Una especie de estremecimiento de
impaciencia dominaba a la multitud. Apenas viose distintamente a la
anciana labradora, con la fusta en la mano, sentada en un haz de paja,
cuando en todas partes resonaron, repetidos por el eco, gritos de:

--¡Viva Francia! ¡Viva la señora Catalina!

Hullin, que se había quedado atrás, con el sombrero sobre la nuca y el
viejo fusil en bandolera, atravesaba en aquel momento la pradera de
Eichmath repartiendo fuertes apretones de manos.

--¡Buenos días, Daniel! ¡Buenos días, Colon! ¡Buenos días! ¡Buenos días!

--¡Bah! ¡Esto está que arde, Hullin!

--Sí, sí; este invierno vamos a oír crujir las castañas. Buenos días,
amigo Jerónimo; ha llegado la hora de los grandes acontecimientos.

--Sí, Juan Claudio, y hay que esperar que, con la ayuda de Dios,
saldremos de ellos.

Catalina había llegado mientras tanto a la puerta de la fábrica de
aserrar, y ordenó a Labarbe que dejara en el suelo un barrilillo de
aguardiente, que había traído de la granja, y que fuera a buscar un
cántaro a la choza del _ségare_.

Pocos instantes después, Hullin, al acercarse a la hoguera, encontró a
Materne y a sus dos hijos.

--Llega usted tarde--le dijo el anciano cazador.

--Sí; es cierto. ¿Qué quieres? He tenido que bajar del Falkenstein,
coger el fusil y acomodar a las mujeres. Pero, en fin, ya estamos aquí,
no perdamos tiempo. ¡Lagarmitte, toca la cuerna para que se reúna la
gente! Ante todo, es preciso ponerse de acuerdo y hay que nombrar jefes.

Lagarmitte tocó la trompa, hinchándosele las mejillas hasta las orejas,
y los grupos que aún se hallaban dispersos a lo largo de los senderos y
a las orillas de los bosques apresuraron el paso para llegar a tiempo.
Momentos después aquella muchedumbre de gentes se hallaba reunida frente
a la fábrica de aserrar. Hullin, que había adquirido un aspecto muy
serio, subiose en una pila de troncos cortados y, dirigiendo a la
multitud profundas miradas, dijo en medio del mayor silencio.

--El enemigo ha pasado el Rin anteanoche y se dirige a la sierra para
penetrar en Lorena: Estrasburgo y Huningue se hallan sitiados. Hay que
suponer que dentro de tres o cuatro días veremos aquí a los alemanes y a
los rusos.

Se oyó un grito unánime de «¡Viva Francia!»

--Sí, viva Francia--añadió Juan Claudio--, porque si los aliados llegan
a París son dueños de todo; pueden imponer trabajos obligatorios,
diezmos, conventos; restablecer los privilegios y levantar patíbulos.
¡Si queréis volver a tener todo eso, no tenéis mas que dejarlos pasar!

Imposible sería describir el furor reconcentrado que se manifestaba en
los rostros de los reunidos.

--¡Eso era lo que yo tenía que deciros!--gritó Hullin muy pálido--. Si
hemos venido aquí, es para luchar.

--Sí, sí.

--Está bien, pero oídme. No quiero entre nosotros traidores. Hay aquí
algunos que son padres. Hemos de ser uno contra diez, contra cincuenta;
fácil será que perezcamos. Así es que aquellos que no lo hayan pensado
bien, aquellos que no se sientan con ánimos de llegar hasta el fin, que
se vayan; no se lo reprocharemos. Todo el mundo es libre.

Hullin callose un momento, mirando a su alrededor. Nadie se movió. En
vista de lo cual, con voz más segura, acabó de esta manera:

--¡Nadie se marcha! ¡Todos, todos estáis conformes con luchar! ¡Muy
bien; mucho me alegra que no haya un solo granuja entre nosotros! Ahora
es preciso que nombremos un jefe. En los momentos de peligro, lo primero
es el orden, la disciplina. El jefe que vais a nombrar tendrá derecho
absoluto a mandar y ser obedecido. Así es que pensadlo bien, porque de
tal hombre va a depender la suerte de todos.

Una vez que hubo terminado, Juan Claudio descendió de los troncos, y la
agitación que entonces se produjo fue extraordinaria. Cada aldea
deliberaba separadamente; cada aldea tenía una persona a quien proponer.
Mientras, el tiempo corría y Catalina Lefèvre consumíase de
impaciencia. Por último, no pudiendo resistir más, se levantó de su
asiento e hizo seña de que quería hablar.

Catalina gozaba de una gran consideración. Al pronto fueron sólo
algunos, pero luego fueron en gran número los que se acercaron para
saber lo que quería decir.

--¡Amigos míos!--dijo--, perdemos mucho tiempo. ¿Qué es lo que
necesitamos? Una persona de quien nos podamos fiar, ¿no es eso? ¿Un
soldado, un hombre que haya estado en la guerra y que sepa aprovechar la
ventaja de nuestras posiciones? Pues bien, ¿por qué no nombráis a
Hullin? ¿Hay alguno que sea mejor? Que se levante en seguida y
decidiremos. Por mi parte, propongo a Juan Claudio Hullin. ¡Eh! ¡Allá
abajo! ¿Lo oís? Pero si esto continúa, los austriacos estarán aquí antes
de que tengamos un jefe.

--¡Sí, sí, Hullin!--exclamaron Labarbe, Divès, Jerónimo y otros
varios--. ¡Vamos a votar en pro o en contra!

Entonces Marcos Divès, encaramándose en los troncos, exclamó con voz de
trueno:

--¡Los que no quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la
mano!

Ni una sola mano se levantó.

--¡Los que quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la mano!

No se vieron mas que manos en el aire.

--Juan Claudio--dijo el contrabandista--, sube aquí, mira..., ¡es a ti a
quien quieren!

El señor Juan Claudio subió acto continuo, y vio que, en efecto, estaba
nombrado, e inmediatamente, con voz firme, dijo:

--¡Está bien! Me nombráis vuestro jefe, y yo acepto. Que Materne, el
padre; Labarbe, de Dagsburg; Jerónimo, de San Quirino; Marcos Divès,
Piorette el _ségare_ y Catalina Lefèvre entren en la fábrica. Vamos a
deliberar. Dentro de un cuarto de hora o de veinte minutos daré las
órdenes. Mientras tanto, cada aldea designará dos hombres para que vayan
con Marcos Divès a buscar pólvora y balas al Falkenstein.



VIII


Todos los que fueron designados por Juan Claudio Hullin se reunieron en
la cabaña del _ségare_ al abrigo de la campana de la inmensa chimenea.
Un cierto buen humor resplandecía en el rostro de aquellas animosas
gentes.

--Hace veinte años que oigo hablar de los rusos, de los austriacos y de
los cosacos--decía sonriendo el anciano Materne--, y no me disgustaría
ver algunos en la punta de mi fusil; eso siempre alegra el ánimo.

--Sí--respondió Labarbe--; vamos a ver tipos curiosos; los niños de la
sierra podrán contar anécdotas de sus padres y de sus abuelos. Y las
viejas, en las veladas, van a tener materia para contar historias de
aquí a cincuenta años.

--Compañeros--dijo Hullin--, todos vosotros conocéis el país y tenéis
presente la sierra, desde Thann hasta Wissemburg. Sabéis también que dos
grandes caminos, dos caminos reales, atraviesan Alsacia y los Vosgos;
ambos parten de Basilea: uno, a lo largo del Rin hasta Estrasburgo, y de
aquí sube por la ladera de Saverne y entra en Lorena; Huningue, Nuevo
Brisach, Estrasburgo y Falsburgo lo defienden. El otro tuerce a la
izquierda y va a Schlestadt; por Schlestadt entra en la sierra y llega a
San Dié, Raon-l'Etape, Baccarat y Luneville. El enemigo tratará de
forzar ambos caminos, que son los mejores para la caballería, la
artillería y la impedimenta; pero como están defendidos, no tenemos por
qué inquietarnos. Si los aliados ponen sitio a las plazas fuertes--lo
que prolongaría mucho la campaña--, no hay que temer nada; pero eso es
poco probable. Después de intimar a rendirse a Huningue, Belfort,
Schlestadt, Estrasburgo y Falsburgo, de este lado de los Vosgos; Bitche,
Lutzelstein y Sarrebrück, del otro, creo que vendrán sobre nosotros.
Ahora, oídme bien: entre Falsburgo y San Dié hay varios desfiladeros
para la infantería, pero no hay mas que un camino por el que puedan
pasar los cañones: es la carretera de Estrasburgo a Raon-les-Leaux, que
va por Urmatt, Mutzig, Lutzelhouse, Framont y Grand-Fontaine. Una vez
dueños de tal entrada, los aliados podrán invadir la Lorena. Dicha
carretera pasa por el Donon, a dos leguas de aquí, a la derecha. Lo
primero que hay que hacer es fortificarse allí poderosamente, en el
sitio más adecuado para la defensa, es decir, en la meseta, y cortar la
carretera, destruyendo los puentes y llenándola de obstáculos. Varios
centenares de árboles grandes, atravesados en un camino con sus ramas y
hojas, valen como murallas. Esas son las mejores emboscadas, pues se
está bien resguardado y se ve venir a la gente. ¡Los árboles son una
complicación de mil demonios! Es preciso hacerlos pedazos; no es posible
echar puentes por encima de ellos, en fin, que no hay nada mejor. Todo
eso, compañeros, quedará terminado mañana por la noche o pasado mañana
cuando más; yo me encargo de ello; pero no se reduce todo a ocupar una
posición y ponerla en buenas condiciones de defensa; es preciso obrar de
manera que el enemigo no pueda rodearla...

--Precisamente estaba pensando en eso--dijo Materne--; una vez en el
valle del Brugo, los alemanes pueden penetrar con la infantería en las
colinas de Haslach y rodear nuestra izquierda. Nada les impedirá hacer
la misma maniobra en el flanco derecho, si llegan a Raon-l'Etape.

--Sí, pero para quitarles esas ideas nos basta con hacer una cosa muy
sencilla: ocupar los desfiladeros de la Aduana y del Sarre, a nuestra
izquierda, y el del Blanru, a la derecha; y como no se puede defender un
puerto mas que conservando las alturas, Piorette irá a situarse con cien
hombres del lado de Raon-les-Leaux; Jerónimo, al Grosmann, con otros
cien, para cerrar el valle del Sarre, y Labarbe, al frente de los demás,
se colocará en la ladera para vigilar las colinas de Haslach. Cuidaréis
que la gente de cada uno de estos grupos sea de las aldeas próximas,
para evitar que las mujeres tengan que andar mucho al llevar las
provisiones. Además, los heridos estarán así más cerca de sus casas, lo
que hay que tener también presente. Esto es lo que tenía que deciros,
por el momento. Los jefes de los puestos me enviarán todos los días al
Donon, donde voy a establecer esta noche nuestro cuartel general, un
hombre que ande mucho, para comunicarme lo que suceda y recibir el santo
y seña. También organizaremos una reserva; pero como hay necesidad de ir
de prisa, hablaremos de eso cuando estéis en vuestras posiciones y no
haya que temer una sorpresa del lado enemigo.

--¿Y yo?--exclamó Marcos Divès--. ¿Yo no tendré nada que hacer? ¿Voy a
permanecer con los brazos cruzados viendo batirse a los demás?

--Tú quedas encargado del transporte de municiones; ninguno sabría
manejar la pólvora mejor que tú, preservándola del fuego y de la
humedad, fundir balas, hacer cartuchos...

--¡Pero eso es propio de las mujeres!--exclamó el contrabandista--.
Hexe-Baizel lo hará tan bien como yo. ¡Cómo! ¿Yo no he de disparar un
solo tiro?

--Tranquilízate, Marcos--respondió Hullin riendo--; no te faltará
ocasión de tirar cuanto quieras. En primer lugar, el Falkenstein es el
centro de nuestra línea, nuestro depósito y nuestro punto de retirada en
caso de contratiempo. El enemigo sabrá, por sus espías, que los convoyes
salen de allí, y tratará probablemente de arrebatárnoslo; las balas y
los bayonetazos no escasearán. Además, aun cuando estuvieses libre de
peligro, no habría que lamentarlo, porque no se pueden entregar tus
cuevas al primero que llegue. Sin embargo, si tienes un interés
decidido...

--No--dijo el contrabandista, a quien la reflexión de Hullin sobre las
cuevas había impresionado--; no, si se piensa bien, no te falta razón.
Juan Claudio, dispongo de varios hombres con buenas armas; defenderemos
el Falkenstein, y si se presenta la ocasión de dar un balazo, así estaré
más libre.

--Entonces, ¿es asunto concluido y perfectamente comprendido?--preguntó
Hullin.

--Sí, sí; comprendido.

--Pues bien, compañeros--exclamó el animoso jefe con voz alegre--; vamos
a calentarnos con unos vasos de buen vino. Son las diez; que cada uno se
marche a su aldea y se procure provisiones. Mañana por la mañana, a más
tardar, es preciso que todos los desfiladeros se hallen perfectamente
defendidos.

Los reunidos salieron de la cabaña, y Hullin, en presencia de todo el
mundo, nombró a Labarbe, a Jerónimo y a Piorette, jefes de los puertos;
luego ordenó a los naturales de las orillas del Sarre que se congregasen
lo más pronto posible cerca de la finca de «El Encinar» llevando hachas,
picos y fusiles.

--Saldremos a las dos--les dijo Juan Claudio--, y acamparemos en el
Donon, enmedio del camino. Mañana, a primera hora, comenzaremos la tala.

Hullin quedose un momento hablando con Materne y sus hijos Frantz y
Kasper, advirtiéndoles que la batalla seguramente comenzaría en el Donon
y que se necesitaban por este lado buenos tiradores, lo cual fue oído
por aquéllos con gran complacencia.

La señora Lefèvre nunca había sido más feliz; cuando subió al carro que
la esperaba, besó a Luisa y le dijo al oído:

--Todo va bien... Juan Claudio es un hombre...; todo lo prevé... y sabe
arrastrar a la gente... Yo, que le conozco hace cuarenta años, estoy
asombrada.

Y luego, volviéndose, exclamó:

--Juan Claudio, abajo nos espera un jamón y algunas botellas de vino
añejo, que no se beberán los alemanes.

--No, Catalina, no se las beberán. Vámonos; aquí estoy.

Pero en el momento de ir a dar el latigazo y cuando numerosos campesinos
trepaban ya por la ladera para regresar a sus aldeas, se vio asomar muy
lejos, en el sendero de Trois-Fontaines, un hombre alto, delgado,
cabalgando en una jaca grande y roja, con una gorra de piel de conejo,
de visera ancha y baja, metida hasta los hombros, dejando ver sólo la
nariz. Un hermoso perro de caza negro saltaba junto a él, y los faldones
de su desmesurada levita se movían como si fuesen alas. Todo el mundo
exclamó:

--Es el doctor Lorquin, el del llano, el que cura gratis a los pobres;
viene con su perro _Plutón_; es una excelente persona.

En efecto, era él, que llegaba trotando y dando voces:

--¡Alto!... ¡Quietos!... ¡Alto!

Y su cara roja, sus ojos vivos y abultados, su barba de un color rojizo
obscuro, sus anchas y encorvadas espaldas, su caballo y su perro, todo
aquello hendía el aire y crecía a ojos vistas. En dos minutos llegó al
pie de la sierra, atravesó el prado y desembocó por el puente a la
choza. Y, con voz entrecortada por la falta de aliento, comenzó a decir
en seguida:

--¡Ah, los taimados! ¡Pues no quieren entrar en campaña sin mí! ¡Ya me
lo pagarán!

Y dando golpes en una arquita que llevaba a la grupa, añadió:

--Esperad, amigos míos, esperad; llevo aquí dentro algo que ya sabéis lo
que es: aquí traigo cuchillos pequeños y grandes, redondos y
puntiagudos, para atrapar las balas, los cascos de granada y la metralla
de diferente clase que os van a regalar.

Y, dicho esto, el médico prorrumpió en una carcajada estentórea; todos
los que escuchaban sintieron un momentáneo escalofrío.

Habiendo conseguido dar aquella broma agradable, el doctor Lorquin
añadió en tono más serio:

--Hullin, yo debía tirar a usted de las orejas. ¿Por qué, cuando se
trata de defender la patria, no se acuerda de mí? He tenido que
enterarme por otras personas. Y, sin embargo, me parece que un médico no
está aquí de más. Eso no se lo perdono.

--Excúseme usted, doctor; he hecho mal--dijo Hullin estrechándole la
mano--. ¡Pero han pasado tantas cosas desde hace ocho días!... ¡Siempre
se le olvida a uno algo! Y, además, un hombre como usted no necesita que
le requieran para cumplir con su deber.

Apaciguose el doctor y dijo:

--Todo eso está bien y es cierto; pero no impide que yo, por culpa suya,
llegue tarde; los buenos puestos ya están tomados, y distribuidas las
cruces. Vamos a ver, ¿dónde está el general, para presentarle mis
quejas?

--Soy yo.

--¡Oh!, ¡oh! ¿De veras?

--Sí, doctor, yo soy, y le nombro nuestro médico mayor.

--¡Médico mayor de los guerrilleros de los Vosgos! ¡Bien; eso me agrada!
Lo olvido todo, Juan Claudio.

Y, acercándose al carruaje, el doctor dijo a Catalina que contaba con
ella para organizar las ambulancias.

--Esté usted tranquilo, doctor--respondió la labradora--; todo estará
dispuesto; Luisa y yo vamos a ocuparnos del asunto a partir de esta
noche; ¿no te parece, Luisa?

--¡Sí, sí, mamá!--exclamó la joven, entusiasmada al ver que se iba
decididamente a la guerra--; vamos a trabajar muchísimo; pasaremos la
noche velando, si es preciso. El señor Lorquin quedará satisfecho.

--¡Pues bien! ¡En marcha! Usted comerá con nosotros, doctor.

El carro partió al trote. Mientras le seguía, el animoso doctor contó a
Catalina cómo había sabido la noticia de la sublevación general, la
desolación de su ama de llaves, la anciana María, que no quería dejarle
ir a matarse con los _kaiserlicks_; en fin, los diferentes episodios de
su viaje desde Quibolo hasta la aldea de Charmes. Hullin, Materne y sus
hijos iban algunos pasos más atrás, con la carabina al hombro, y de este
modo subieron la ladera y se dirigieron hacia la granja de «El
Encinar».



IX


Fácilmente puede imaginarse la animación de la granja, las idas y
venidas de los criados, los gritos de entusiasmo de todo el mundo, el
chocar de vasos y tenedores, y la alegría que reflejaban aquellos
rostros cuando Juan Claudio, el doctor Lorquin, los Materne y cuantos
habían acompañado al carruaje de Catalina se instalaron en la amplia
sala, alrededor de un magnífico jamón, y se pusieron a celebrar sus
futuros triunfos con la jarra en la mano.

Era precisamente un martes, día de amasar en la granja.

La cocina, desde por la mañana, estaba hecha un ascua de oro; Duchêne,
el viejo aperador, en mangas de camisa y con su gorro de algodón metido
hasta las orejas, sacaba del horno innumerables panecillos, cuyo buen
olor llenaba toda la casa. Anita los tomaba e iba apilándolos en un
rincón del hogar. Luisa servía a los convidados, y Catalina Lefèvre lo
vigilaba todo, diciendo de vez en cuando:

--Daos prisa, hijos míos, daos prisa. La tercera hornada debe estar
acabada cuando lleguen los del Sarre. Ya sabéis que tocan a seis libras
de pan por hombre.

Hullin, desde su sitio, veía a la anciana labradora ir y venir.

--¡Qué mujer!--se decía--, ¡qué mujer! ¡Vaya usted a encontrar dos
semejantes en toda la comarca! ¡A la salud de Catalina Lefèvre!

--¡A la salud de Catalina!--respondían los demás.

Chocaban los vasos unos contra otros, y se reanudaban las conversaciones
de combates, ataques y atrincheramientos. Todos se sentían poseídos de
una ciega confianza, todos se decían para sus adentros: «¡Esto marcha
bien!»

Pero el cielo les reservaba en aquel día una satisfacción aún mayor,
sobre todo a Luisa y a la señora Lefèvre. Hacia mediodía, cuando un
hermoso sol de invierno blanqueaba la nieve y fundía la escarcha de los
cristales, y cuando el arrogante gallo rojo, sacando la cabeza del
gallinero y moviendo las alas, lanzaba su grito triunfal, que repetían
los ecos del Valtin, de repente el perro de la puerta, el viejo _Johan_,
que estaba completamente mellado y casi ciego, prorrumpió en aullidos
tan alegres y al mismo tiempo tan lastimeros, que todo el mundo prestó
atención.

Era el momento de mayor animación en la cocina; la tercera hornada salía
del horno, y, no obstante, todos, hasta Catalina Lefèvre, suspendieron
el trabajo.

--Algo sucede--dijo la labradora en voz baja.

Y luego añadió muy conmovida:

--Desde que se marchó mi hijo, _Johan_ no ha aullado así.

En aquel instante se oyeron pasos ligeros que atravesaban el patio.
Luisa corrió a la puerta, gritando: «¡Es él, es él!» Y casi al mismo
tiempo, una mano agitada buscaba el pestillo; abriose la puerta y
apareció en el umbral un soldado, pero un soldado tan flaco, tan moreno
y escuálido, con un capote gris con botones de estaño tan viejo y raído,
con unas altas polainas tan destrozadas, que todos los allí presentes
quedáronse, al verle, sobrecogidos.

El soldado parecía no poder dar un paso más, y muy despacio dejó caer el
fusil con la culata hacia el suelo. La punta de la nariz del recién
llegado--la nariz de la señora Lefèvre--relucía como el bronce; sus
rubios bigotes temblaban; cualquiera hubiera pensado en uno de esos
gavilanes grandes y flacos a los que el hambre lleva a las puertas de
los establos en invierno. El soldado contemplaba la cocina, muy pálido,
a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenos
de lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.

Fuera, el viejo perro saltaba, aullaba, sacudía la cadena; dentro se oía
la llama chisporrotear: tan profundo era el silencio; pero, en seguida,
Catalina Lefèvre, con voz desgarradora, exclamó:

--¡Gaspar!... ¡Hijo mío!... ¿Eres tú?

--¡Sí, madre!--respondió el soldado en voz baja y como si le ahogara la
emoción.

Y en el mismo momento Luisa comenzó a sollozar, mientras que en la
amplia sala se levantaba un ruido ensordecedor.

Todos los amigos se acercaron al recién llegado, con el señor Juan
Claudio al frente, gritando: «¡Gaspar! ¡Gaspar Lefèvre!»

Al aproximarse vieron que madre e hijo se besaban: aquella mujer tan
enérgica, tan decidida, lloraba a lágrima viva: Gaspar no lloraba,
sostenía a su madre junto a su pecho, mezclándose sus bigotes rubios con
los cabellos grises de la anciana, mientras murmuraba:

--¡Madre!... ¡Madre!... ¡Ah! ¡Cuántas veces he pensado en ti!

Luego, con voz más firme, añadió:

--¡Luisa! ¡Yo he visto a Luisa!...

Y Luisa se arrojó en sus brazos, cambiando entre ambos muchos besos.

--¡Ah! ¡No me has reconocido, Luisa!

--¡Oh, sí!; ¡oh, sí!; te he reconocido en seguida, por tus pasos.

El anciano Duchêne, con el gorro de algodón en la mano, cerca del hogar,
tartamudeaba:

--¡Santo Dios!... ¿Es posible?... ¡Pobre muchacho..., cómo viene!...

El aperador había criado a Gaspar y se lo imaginaba siempre, desde que
se marchó, rozagante y mofletudo, vistiendo un uniforme nuevo con
adornos encarnados. Y al verle de distinto modo, todas sus ideas habían
venido a tierra.

En tal momento Hullin, alzando la voz, dijo:

--¿Y nosotros, Gaspar, nosotros, tus antiguos amigos? ¿Nos vas a dejar
en blanco?

Entonces el muchacho se volvió y prorrumpió en un grito de entusiasmo:

--¡Hullin! ¡El doctor Lorquin! ¡Materne! ¡Todos, todos, aquí están
todos!

Y comenzaron de nuevo los abrazos; pero ahora más alegres, con risotadas
y apretones de manos que no acababan nunca.

--¡Ah, doctor, es usted! ¡Ah, querido papá Juan Claudio!

Todos se miraban hasta el fondo de los ojos, y en los rostros rebosaba
la alegría; cogidos del brazo unos y otros, hablaban e iban de acá para
allá en la sala; la señora Catalina con la mochila, Luisa con el fusil,
Duchêne con el saco, continuaban riendo, secándose los ojos y las
mejillas; nunca se había visto nada semejante.

--¡Sentémonos!... ¡Bebamos!--exclamó el doctor Lorquin--; ésta es la
corona de la fiesta.

--¡Ah, querido Gaspar, cuán contento estoy de verte sano y salvo!--decía
Hullin--. ¡Eh!, ¡eh!, sin que esto sea adularte; más me agrada verte así
que cuando tenías la cara redonda y colorada. ¡Ahora estás hecho un
hombre, pardiez! Me recuerdas a los veteranos de mi tiempo, a los del
Sambre, a los de Egipto. ¡Bah, bah, bah! No teníamos los carrillos
hinchados ni estábamos relucientes de grasa; mirábamos como las ratas
hambrientas cuando ven un queso, y teníamos los dientes largos y
limpios.

--Sí, sí, no me extraña, papá Juan Claudio--respondía Gaspar--.
Sentémonos; así se puede hablar más cómodamente. ¡Ah, vaya! ¿y por qué
están todos ustedes aquí?

--Pero ¿cómo? ¿No sabes nada? ¡Toda la comarca se ha levantado, desde el
Houpe hasta San Salvador, para la defensa!

--Sí, el anabaptista del Painbach me ha dicho algo cuando pasé; ¿y es
cierto?

--¡Completamente cierto! Todo el mundo toma parte en el alzamiento, y yo
soy el general en jefe.

--¡Perfectamente, perfectamente! ¡Con mil demonios! ¡Que esos granujas
de _kaiserlicks_ no caigan sobre nosotros sin llevar su merecido, me
parece muy bien! ¡Bah! Deme uste el cuchillo. Es igual; ¡qué bien se
encuentra uno en su casa! ¡Eh, Luisa! ¡Ven y siéntate un momento aquí!
¡Mire usted, papá Juan Claudio, con esta personilla a un lado, el jamón
al otro y la jarra en frente, en menos de quince días me reponía
completamente; no me reconocían los camaradas de la compañía!

Todos se habían sentado y veían con admiración al valiente muchacho
cortar, despedazar, empinar el codo, mirar luego a Luisa y a su madre
con ojos tiernos, y contestar a unos y otros sin perder bocado.

La gente de la finca, Duchêne, Anita, Robin, Dubourg, formando un
semicírculo, miraban a Gaspar con aire extático; Luisa llenaba de vez en
cuando la copa; la madre Lefèvre, sentada cerca del horno, revolvía la
mochila y, al no ver mas que dos camisas viejas muy sucias, con agujeros
como puños, unos zapatos torcidos, betún para la cartuchera, un peine
con sólo tres púas y una botella vacía, levantó las manos al cielo y se
apresuró a abrir el armario de la ropa blanca, murmurando:

--¡Señor! ¿Cómo extrañarse de que muera tanta gente de miseria?

El doctor Lorquin, ante un apetito tan voraz, se frotaba las manos muy
satisfecho y murmuraba entre dientes:

--¡Qué salud!, ¡qué estómago!, ¡qué diente!; ¡podría partir piedras como
si fuesen avellanas!

Y el anciano Materne decía a sus hijos:

--Otras veces, después de dos o tres días de caza en la sierra, durante
el invierno, me entraba también a mí un hambre de lobo y me comía una
pierna de corzo sin respirar; ahora, ya voy haciéndome viejo y me bastan
una o dos libras de carne. ¡Lo que es la edad!

Hullin había encendido su pipa y parecía muy pensativo; no cabía duda de
que algo le inquietaba. Cuando hubieron pasado algunos minutos, viendo
que el apetito de Gaspar se moderaba, exclamó repentinamente:

--Dime, Gaspar, sin dejar de comer, ¿cómo es posible que estés aquí?
Nosotros creíamos que te hallabas aún a orillas del Rin, cerca de
Estrasburgo.

--¡Ah, ah, el veterano! Ya comprendo--dijo Lefèvre guiñando un ojo--.
¡Como hay tantos desertores! ¿No es eso?

--¡Oh!, semejante idea no se me ocurrirá nunca; pero, sin embargo...

--¡A usted no le desagradará saber que tengo mis papeles en regla! No
puedo engañarle, papá Juan Claudio; usted está en su derecho; ¡el que
falta al llamamiento cuando los _kaiserlicks_ están en Francia merece
que le fusilen! Pero no tenga cuidado, aquí está mi permiso.

Hullin, que no sentía una falsa delicadeza, leyó:

       *       *       *       *       *

«Permiso de veinticuatro horas al granadero Gaspar Lefèvre, de la 2.ª
del 1.º.

»Hoy, 3 de enero de 1814.

»_Gémeau_, comandante del batallón.»

       *       *       *       *       *

--Bien, bien--dijo Hullin--; mete esto en la mochila, porque puede
perderse.

Juan Claudio había vuelto a adquirir su alegría habitual.

--Mirad, hijos míos--añadió luego--, sé bien lo que es el amor; es algo
muy bueno y muy malo; es malo particularmente para los soldados jóvenes
cuando se aproximan a su aldea después de una campaña. Son capaces de
faltar a su deber y hasta llegar a huir, perseguidos por dos o tres
gendarmes. Lo he visto yo mismo. En fin, puesto que todo está en regla,
bebamos una copa de _rikevir_. ¿Qué dice usted de esto, Catalina? Los
del Sarre pueden llegar de un momento a otro, y no tenemos un minuto que
perder.

--Tiene usted razón, Juan Claudio--respondió la anciana labradora
tristemente--. Anita, baja a la cueva y trae tres botellas de la
despensa.

La criada se marchó corriendo.

--Pero ese permiso, Gaspar--añadió Catalina--, ¿cuándo comenzaste a
usarlo?

--Me lo dieron ayer, a las ocho de la noche, en Vasselone. El regimiento
se retiraba hacia Lorena, y yo debo alcanzarlo esta noche en Falsburgo.

--Bien; todavía tienes siete horas por delante; no necesitarás más de
seis para llegar a tiempo, aun cuando haya mucha nieve en el Foxthal.

La animosa mujer fue a sentarse junto a su hijo, muy afligida. Todo el
mundo estaba conmovido. Luisa, con el brazo apoyado en la descolorida
charretera de Gaspar y la mejilla junto a su oreja, sollozaba; Hullin
golpeaba en un extremo de la mesa para vaciar de cenizas la pipa, y
fruncía las cejas, sin decir nada; pero cuando llegaron las botellas, y
una vez que fueron abiertas, exclamó:

--Vamos, Luisa, valor. Todo esto no puede durar mucho tiempo, ¡pardiez!
De un modo o de otro tiene que acabarse, y yo afirmo que acabará bien;
Gaspar volverá, y entonces nos divertiremos.

Juan Claudio llenó las copas y Catalina secose las lágrimas, murmurando:

--¡Y pensar que esos bandidos tienen la culpa de lo que nos pasa! ¡Ah!
¡Que vengan, que vengan por aquí!

Se vaciaron las copas sin ninguna alegría; pero el añejo _rikevir_, al
penetrar en la sangre de aquellas buenas gentes, no tardó en
reanimarlos. Gaspar, más firme de lo que hubiera podido sospechar,
comenzó a referir los terribles sucesos de Bautzen, Lurtzen, Leipzig y
Hannau, donde los reclutas se habían batido como veteranos ganando
victoria tras victoria, hasta que los traidores se pasaron al otro lado.

Todo el mundo escuchaba en silencio. Luisa, en los momentos de
peligro--al pasar los ríos bajo el fuego enemigo, al tomar una batería a
la bayoneta--, apretaba el brazo de Gaspar como para defenderle. Los
ojos de Juan Claudio chispeaban; el doctor preguntaba siempre dónde se
hallaba situada la ambulancia; Materne y sus hijos alargaban el cuello y
apretaban las mandíbulas, y el vinillo añejo, acudiendo en ayuda de la
imaginación, aumentaba el entusiasmo cada momento más: «¡Ah, los
granujas! ¡ah, bandidos! ¡Cuidado, cuidado, no ha terminado todo!...»

La señora Lefèvre admiraba el valor y la fortuna de su hijo en medio de
estos acontecimientos, de los que los siglos venideros guardarán por
siempre memoria.

Pero cuando Lagarmitte, con aire serio y solemne, vistiendo larga blusa
gris, sombrero flexible, de color negro, que resaltaba sobre su
cabellera blanca, y llevando colgada del hombro su enorme trompa,
atravesó la cocina y asomose a la puerta de la sala, diciendo: «¡Los del
Sarre llegan!», entonces toda aquella exaltación desapareció y los
reunidos se levantaron, pensando en la terrible lucha que iba pronto a
comenzar en la sierra.

Luisa, arrojándose en brazos de Gaspar, exclamó:

--¡Gaspar, no te vayas! ¡Quédate con nosotros!

El joven se puso muy pálido, y dijo:

--Soy soldado; me llamo Gaspar Lefèvre; te amo mil veces más que a mi
vida; pero un Lefèvre cumple siempre con su deber.

Desasiose el joven de los brazos de su novia; Luisa se recostó sobre la
mesa y comenzó a gemir en alta voz. Levantose Gaspar; pero Hullin se
interpuso, y estrechándole fuertemente las manos, mientras que un ligero
temblor le agitaba el rostro, exclamó:

--¡Está muy bien! ¡Acabas de hablar como un hombre!

La señora Lefèvre se aproximó a su hijo reposadamente, para atarle la
mochila a los hombros. Así lo hizo, con las cejas fruncidas, los labios
contraídos bajo la nariz aguileña, sin dar un suspiro; pero dos gruesas
lágrimas corrieron lentamente por las arrugas de sus mejillas. Y cuando
hubo acabado, volviose, ocultando los ojos con la manga del vestido, y
dijo:

--Está bien... Ve..., ve..., hijo mío, tu madre te bendice. Si la guerra
te lleva, no morirás... Aquí tienes tu sitio, aquí, entre Luisa y yo:
¡siempre estarás con nosotras! ¡Esta pobre niña no tiene aún bastante
edad para saber que vivir es sufrir!...

Todos los que allí estaban salieron; sólo Luisa permaneció en la sala,
entregada a sus lamentos. Pocos momentos después, al oír la culata del
fusil golpear en las losas de la cocina y que se abría la puerta
exterior, la joven lanzó un grito desgarrador y precipitose fuera.

--¡Gaspar!, ¡Gaspar!--dijo--, ya estoy tranquila, ya no lloro más; no
quiero que te quedes, pero no te marches disgustado conmigo. ¡Perdóname!

--¡Disgustado! ¡Disgustado contigo, Luisa mía! ¡Oh, no!, ¡no!--dijo
Gaspar--. Pero verte tan apenada me destroza el alma... ¡Ah!, pero si
tienes un poco de ánimo..., entonces me iré contento.

--Pues, sí, lo tengo... Dame un beso... ¿Lo ves? Ya no soy la misma,
¡quiero ser como mamá!

Los dos jóvenes se dieron los abrazos de despedida con serenidad. Hullin
sostenía el fusil, y Catalina agitaba la mano como diciendo: «¡Vamos,
vamos, ya está bien!»

Gaspar, cogiendo rápidamente el fusil, se alejó con paso firme, sin
volver la cabeza.

En dirección opuesta, los del Sarre, provistos de picos y hachas,
trepaban en fila por el sendero del Valtin.

Cuando pasaron cinco minutos, en el recodo de la encina grande, Gaspar
se volvió y levantó la mano; Catalina y Luisa le respondieron. Hullin se
adelantó para recibir a la gente. Sólo el doctor Lorquin permaneció con
las mujeres; y así que Gaspar, continuando su camino, hubo desaparecido,
el doctor exclamó:

--Catalina Lefèvre, usted puede enorgullecerse de tener por hijo un
hombre de corazón. ¡Quiera Dios que tenga suerte!

Se oían las voces lejanas de los que llegaban, que reían y marchaban a
la guerra como si fuesen de fiesta.



X


Mientras que Hullin, al frente de los montañeses, se preparaba para la
defensa, el loco Yégof, aquel ser inconsciente, aquel desgraciado que
llevaba en la cabeza una corona de hojalata, aquella dolorosa imagen del
alma humana herida en su parte más noble, más hermosa y más importante,
la inteligencia, el loco Yégof, con el pecho descubierto, los pies
desnudos, insensible al frío, como el reptil preso en el hielo, vagaba
de montaña en montaña, en medio de las nieves.

¿Por qué causa los privados de razón resisten las temperaturas más
rigurosas, mientras que las personas con juicio en el mismo caso
sucumben? ¿Se debe a una concentración más poderosa de la vida, a una
circulación más rápida de la sangre, a un estado continuo de fiebre?
¿Es efecto de la sobreexcitación de los sentidos, o tiene quizás un
origen que se desconoce?

La Ciencia nada dice a este respecto, pues no admite mas que causas
materiales y se declara impotente para explicar tales fenómenos.

Yégof caminaba a la ventura mientras que la noche se acercaba; el frío
aumentaba por momentos, y los zorros rechinaban los dientes persiguiendo
una caza invisible: el buharro hambriento se dejaba caer sobre la maleza
con las garras vacías, lanzando angustiosos gritos. El loco, con el
cuervo al hombro, gesticulando y hablando como en sueños, caminaba,
caminaba sin cesar, desde el Holderloch al Sonneberg, y desde el
Sonneberg al Blutfeld.

Mas durante aquella noche el pastor Robin, de la granja de «El Encinar»,
iba a ser testigo del más raro y emocionante espectáculo.

Habiendo sorprendido al pastor Robin las primeras nieves, algunos días
antes, en lo hondo del puerto de Blutfeld, dejó abandonado allí su
carro, para llevar el rebaño a la granja; pero notando la falta de la
piel de carnero con que se cubría y que se había dejado olvidada en su
cabaña ambulante aquel día, terminada su labor, se puso en camino, hacia
las cuatro de la tarde, para ir a buscarla.

El Blutfeld, situado entre el Schneeberg y el Grosmann, es una estrecha
garganta rodeada de ingentes rocas cortadas a pico. Una corriente de
agua se desliza por allí sinuosamente, tanto en invierno como en verano,
a la sombra de crecidas malezas, y al fondo se extiende un ancho prado,
en el que se ven grandes piedras esparcidas.

Rara vez cruza este desfiladero la gente de los contornos, porque el
Blutfeld tiene algo de siniestro, sobre todo en invierno, a la luz de la
Luna. Las personas ilustradas de la comarca, el maestro de escuela de
Dagsburg lo mismo que el de Halzach, dicen que en aquel sitio se había
librado una gran batalla entre los triboques y los germanos, los cuales
querían penetrar en las Galias a las órdenes de un jefe llamado
Luitprandt. Dicen los mismos que los triboques, situados en las cumbres
de alrededor, arrojaron sobre sus enemigos numerosas piedras de gran
tamaño y los trituraron allí como en un mortero, y que del hecho de tan
gran matanza el puerto lleva el nombre de _Blutfeld_ (campo de sangre).
Se encuentran en tal lugar trastos viejos, pedazos de lanza enmohecidos,
trozos de casco y espadas de dos varas de largas en forma de cruz.

De noche, cuando la Luna ilumina aquel campo y las ingentes piedras
cubiertas de nieve, cuando el cierzo sopla moviendo las zarzas heladas,
parece que se oye el grito de espanto de los germanos en el momento de
la sorpresa, el llanto de las mujeres, el relinchar de los caballos, el
estruendoso rodar de los carromatos que desfilaron; pues, a lo que
parece, aquellos hombres conducían en carros cubiertos de pieles a
mujeres, niños, viejos y todo cuanto poseían en oro y plata, así como
sus muebles, del mismo modo que lo hacen los alemanes que se marchan a
América.

Durante dos días, los triboques no cesaron de exterminarlos y, al
tercero, volvieron a trepar al Donon, al Schneeberg, al Grosmann, al
Giromani y al Hengst cargados con un inmenso botín.

Tal es la leyenda conocida respecto del Blutfeld; y ciertamente, cuando
se contempla aquel desfiladero, encajonado entre montañas como una
enorme cisterna, sin más salida que un estrecho sendero, se comprende
que los germanos no debían hallarse allí muy a gusto.

Robin llegó al puerto entre las siete y las ocho, a la salida de la
Luna.

Mil veces había bajado el pastor al fondo del precipicio; pero nunca lo
había visto iluminado tan claramente ni tan melancólico.

De lejos, su carro plateado, en lo hondo del abismo, le producía el
efecto de una de aquellas enormes piedras cubiertas de nieve, bajo las
cuales se hallaban sepultados los germanos. Estaba el carro a la entrada
del desfiladero, detrás de unos espesos matorrales, y el arroyuelo
murmuraba no lejos y se extendía en estrías de hielo, brillante como
cuchillas.

Llegado al sitio donde se dirigía, el pastor comenzó a buscar la llave
del candado; después, abrió la garita, y marchando a cuatro pies, pudo
recuperar la zamarra y una hacheta que no recordaba siquiera haber
perdido.

¡Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al volverse para salir, vio al
loco Yégof aparecer por un recodo del sendero y dirigirse hacia él, a la
clara luz de la Luna!

El pastor recordó en seguida la historia espeluznante que había oído en
la cocina de «El Encinar» y tuvo miedo...; pero no hay que decir lo que
sentiría cuando vio detrás del loco, a quince o veinte pasos, aparecer
también cinco lobos grises, dos de ellos grandes y tres pequeños.

Al pronto creyó que eran perros; pero no, eran lobos, y marchaban
lentamente detrás de Yégof, el cual no los veía, al parecer. Revoloteaba
el cuervo, pasando de la luz a la sombra que arrojaban las rocas, y
después volvía; los lobos, con los ojos brillantes y los hocicos
levantados, olfateaban, y el loco alzaba su cetro.

El pastor cerró la puerta de la garita con la rapidez del rayo, pero
Yégof no lo vio. El loco caminaba por el desfiladero como por una
inmensa sala; a izquierda y derecha se alzaban tajos ingentes; en lo
alto brillaban millones de estrellas. Se hubiera oído volar una mosca;
los lobos, al andar, no hacían ruido alguno, y el cuervo iba a posarse
en la copa de una encina seca, situada sobre una de las rocas opuestas;
su brillante plumaje parecía de color azul, y de vez en cuando volvía la
cabeza como si escuchara.

Aquello era extraordinario.

Robin pensó:

--El loco no ve nada ni oye nada; y van a devorarle. Si tropieza, si
cae, han acabado sus días.

Pero, en medio del desfiladero, Yégof se volvió, sentose en una piedra,
y los cinco lobos, alrededor de él, con el hocico levantado, se sentaron
también en la nieve.

Entonces sucedió algo verdaderamente estupendo: el loco, alzando el
cetro, comenzó a hablarles, llamándolos por su nombres.

Los lobos respondían con lúgubres lamentos.

He aquí lo que les decía:

--¡Eh! ¡_Child_, _Bléed_, _Merweg_, y tú, _Sarimar_, amigos míos, ya
estamos otra vez reunidos! Volvéis gordos... ¡Se conoce que os han
tratado bien en Alemania! ¿No?

Luego, señalando hacia el desfiladero cubierto de nieve, añadió:

--¿Os acordáis de la gran batalla?

Uno de los lobos comenzó a aullar con voz lastimera; después, otro, y,
por último, los cinco a la vez.

El concierto duró más de diez minutos.

El cuervo, posado en el árbol seco, no se movía.

Robin hubiera querido huir; rezaba, llamaba en su auxilio a todos los
santos, y muy particularmente a su patrón, del que son muy devotos los
pastores de la sierra.

Pero los lobos continuaban aullando, y sus alaridos eran repetidos por
los ecos del Blutfeld.

Por último, uno de ellos, el más viejo, se calló; después lo hizo otro,
y finalmente los demás. Yégof prosiguió de esta manera:

--Sí, sí, es una dolorosa historia. ¡Oh, mirad! ¡Este es el arroyo por
donde corría la sangre de los nuestros! Es igual, _Merweg_, es igual;
también los otros sembraron de huesos la maleza. ¡Y la Luna vio a sus
mujeres arrancarse los cabellos durante tres días y tres noches! ¡Oh,
qué horrible jornada! ¡Oh, los perros, se han ensoberbecido con su gran
victoria! ¡Que la maldición caiga sobre ellos!... ¡Malditos sean!

El loco había arrojado al suelo la corona y la recogió sollozando.

Los lobos, que permanecían sentados, le oían como personas que prestan
atención. El mayor de ellos comenzó a aullar, y Yégof le dijo:

--¡Tú tienes hambre, _Sarimar_! ¡Alégrate, alégrate, pues la carne no va
a faltar en mucho tiempo; los nuestros están al llegar, y la batalla va
a empezar de nuevo.

Después se levantó y, golpeando una piedra con el cetro, dijo:

--¡Aquí están tus huesos!

Acercose a otra piedra, y añadió:

--¡Y los tuyos, _Merweg_, los tuyos!

El cortejo de lobos le siguió; el loco, subiéndose a una piedra y
contemplando el abismo silencioso, exclamó:

--¡Nuestro canto de guerra ha muerto! ¡Nuestro canto de guerra es una
lamentación! ¡La hora de que resucite se acerca! Y vosotros seréis los
guerreros: volverán a ser vuestras estas cañadas y estas montañas.

--¡Oh! En el aire vibran aún los chirridos de los carros, los gritos de
las mujeres, los golpes de las mazas.

--Sí, sí; nuestros enemigos descendieron de las alturas y nos vimos
rodeados. Y ahora, todo ha muerto; oíd, todo ha muerto; vuestros huesos
reposan, pero vuestros hijos llegan, y el día de la venganza volverá.
¡Cantad! ¡Cantad!

Y el loco comenzó también a aullar, mientras que los lobos reanudaban
sus salvajes gritos.

Aquellos quejidos se hacían cada vez más lastimeros, y en el silencio de
los montes cercanos, unos en sombra y otros iluminados por la Luna, en
medio de la absoluta quietud de los arbustos que se doblaban por el peso
de la nieve, los ecos lejanos respondían al lúgubre concierto con voz
tan misteriosa, que el pobre pastor se hallaba poseído de un horror de
que guardaría memoria durante toda su vida.

Pero su temor iba disminuyendo porque Yégof y su fúnebre cortejo se
hallaban cada vez más lejos y se encaminaban hacia Halzach.

El cuervo, lanzando un grito ronco, extendió las alas y levantó el vuelo
en el cielo azul pálido.

Esta sorprendente escena desapareció sin dejar rastro.

Durante largo tiempo, Robin oyó los aullidos que, poco a poco, se
extinguían. Hacía más de veinte minutos que habían cesado y que el
silencio del invierno reinaba solo en aquel abrupto paraje, cuando el
buen hombre, sintiéndose seguro, salió de la garita y tomó corriendo el
camino de la granja.

Cuando llegó a «El Encinar» encontró toda la casa en movimiento. Se
hacían preparativos para matar un buey con destino a la tropa del Donon.
Hullin, el doctor Lorquin y Luisa se habían marchado con los del Sarre.
Catalina Lefèvre dirigía en persona la operación de cargar la galera,
tirada por cuatro caballos, de pan, carne y aguardiente. Todo era ir y
venir, correr y ayudar a hacer los preparativos.

Robin no pudo contar a nadie lo que había presenciado. Además, aquello
le parecía a él mismo tan increíble, que no se atrevía a abrir la boca.

Y cuando se acostó en el pesebre que le servía de cama, en medio del
establo, acabó por convencerse que Yégof había en otro tiempo
domesticado una camada de lobos y que hablaba con ellos de sus
desvaríos, como a veces se habla a un perro.

Pero siempre conservó de tal encuentro un temor supersticioso, y aun en
su más avanzada edad el buen hombre no habló nunca de estas cosas sin
estremecerse.



XI


Cuanto Hullin ordenó llevose a cabo; los desfiladeros de la Aduana y del
Sarre se fortificaron con solidez; el de Blanru, que se hallaba a un
extremo de la posición, fue puesto en condiciones de defensa por el
propio Juan Claudio y los trescientos hombres que constituían su fuerza
principal.

Allí, a la vertiente oriental del Donon, a dos kilómetros de
Grand-Fontaine, debemos trasladarnos para presenciar los acontecimientos
ulteriores.

Por encima de la carretera que costea oblicuamente la ladera hasta
llegar a los dos tercios de la cumbre se veía entonces una casa, rodeada
de algunas fanegas de tierra de labor, la alquería de Pelsly, el
anabaptista: era un edificio bajo, de tejado plano a propósito para
poder resistir los fuertes vientos que en tal sitio combatían; detrás de
la casa, hacia la cúspide de la sierra, se extendían los establos y las
corralizas de cerdos.

Los hombres que formaban la partida vivaqueaban en los alrededores; a
sus pies se descubrían Grand-Fontaine y Framont, presos en una estrecha
garganta; más lejos, en la curva del valle, Schirmeck y los viejos
residuos de ruinas feudales; por último, en las ondulaciones de la
montaña, el río Bruche se aleja haciendo zigzags entre las brumas grises
de Alsacia. A la izquierda se eleva la cúspide del Donon, sembrada de
rocas y de algunos abetos achaparrados. Delante, el camino estaba
interceptado: la tierra de los desmontes se había dejado correr sobre la
nieve, y varios árboles corpulentos, con las ramas sin cortar, se
hallaban atravesados en la carretera.

La nieve, que se fundía, dejaba asomar de trecho en trecho terrones
amarillos y formaba como anchas ondas que eran atravesadas por el
cierzo.

Presentaba el paisaje un aspecto severo y grandioso. No se veía una
persona, y en todo el camino del valle, que serpentea entre los sotos
hasta perderse de vista, no se divisaba un carruaje: parecía un
desierto.

Sólo algunas hogueras esparcidas aquí y allá alrededor de la alquería,
de las que se elevaba en el cielo un humo débil, indican el
emplazamiento del vivaque.

Los montañeses, sentados alrededor de las ollas, con el sombrero echado
atrás y el fusil en bandolera, se hallaban aburridos; hacía tres días
que esperaban al enemigo. En uno de los grupos, con las piernas
encogidas, las espaldas dobladas y la pipa en los labios, se
encontraban Materne y sus dos hijos.

De vez en cuando, Luisa aparecía en la puerta de la granja, y en seguida
entraba de nuevo para recomenzar la labor. Un apuesto gallo escarbaba en
el estiércol y cantaba con voz ronca; dos o tres gallinas se paseaban
entre la maleza. Aquello era agradable de ver; pero lo que constituía el
mayor consuelo para los hombres que formaban la partida era contemplar
los magníficos cuartos de tocino, con sus dos caras, una blanca y otra
rojiza, espetados en varetas de madera verde, que destilaban la grasa
gota a gota sobre las brasas, e ir a llenar las jarras a un barrilillo
de aguardiente, colocado en el carro de Catalina Lefèvre.

Hacia las ocho de la mañana apareció repentinamente un hombre entre el
gran y el pequeño Donon; los centinelas lo descubrieron en seguida; el
hombre descendía agitando el sombrero.

Pocos minutos después se le reconoció: era Nickel Bentz, el antiguo
guarda forestal de Houpe.

Todo el campo se puso en movimiento; algunos hombres corrieron a avisar
a Hullin, que desde hacía una hora dormía en la alquería, echado en un
enorme jergón, junto al doctor Lorquin y su perro _Plutón_.

Los tres salieron, acompañados del pastor Lagarmitte, a quien se había
nombrado trompeta, y del anabaptista Pelsly, persona grave, de amplia
barba corrida alrededor de las mandíbulas, que iba con los brazos
metidos hasta los codos en los enormes bolsillos de su túnica de lana
gris guarnecida de broche de latón, y a quien la borla de su gorro de
algodón le caía en medio de la espalda.

Juan Claudio parecía contento.

--¿Qué hay, Nickel? ¿Qué pasa por allá abajo?--exclamó.

--Hasta el presente, nada nuevo, señor Juan Claudio; sólo del lado de
Falsburgo se oye tronar como si fuese una tormenta. Labarbe dice que son
cañonazos, porque durante la noche se han visto pasar los relámpagos
sobre el bosque de Hildehouse, y esta mañana unas nubes grises se han
extendido por el llano.

--Están atacando la ciudad--dijo Hullin--, ¿pero del lado de
Lutzelstein?

--No se oye nada--respondió Bentz.

--Entonces es que el enemigo se propone rodear la plaza. De todos modos,
los aliados están allá abajo; debe de haber muchísima gente en Alsacia.

Luego, volviéndose hacia Materne, que estaba de pie detrás de él, dijo:

--No podemos permanecer más tiempo en esta incertidumbre; así es que vas
a salir, con tus hijos, de reconocimiento.

El rostro del viejo cazador se animó repentinamente.

--¡Muy bien! Por fin voy a poder estirar un poco las piernas--dijo
Materne--, y a ver si logro despachar a uno de esos granujas de
austriacos o de cosacos.

--¡Un momento, amigo mío! No se trata ahora de despachar a nadie; se
trata de ver lo que pasa. Frantz y Kasper llevarán armas; pero tú, como
te conozco, vas a dejar aquí la carabina, el cuerno de la pólvora y el
cuchillo de monte.

--¿Y por qué?

--Porque tienes que entrar en poblado, y si te cogen con armas te
fusilarán inmediatamente.

--¿Me fusilarán?

--Desde luego. Nosotros no somos tropas regulares y no podemos ser
prisioneros; nos fusilan, y en paz. Así es que vas a tomar el camino de
Schirmeck, con un palo solamente en la mano, y tus hijos te seguirán de
lejos marchando entre la maleza, a la distancia de medio tiro de
carabina. Si te atacan algunos merodeadores, ellos te auxiliarán; pero
si es una columna o un pelotón, no harán nada y dejarán que te prendan.

--¡Ellos van a dejar que me prendan!--exclamó el cazador indignado--; yo
quisiera ver semejante cosa.

--Sí, Materne, y eso será lo más sencillo, porque a un hombre desarmado
se le suelta pronto; pero a un hombre que lleva armas se le fusila. No
tengo necesidad de decirte que no pregones que vas a espiar a los
alemanes.

--¡Ah!, ¡ah!, entiendo. Sí, sí; no está mal pensado; yo nunca dejo la
carabina, Juan Claudio; pero la guerra es la guerra; aquí tienes la
carabina, el cuerno y el cuchillo. ¿Quién quiere prestarme una blusa y
un palo?

Nickel Bentz le dio su angarina y su sombrero. La gente que les rodeaba
contemplábales con admiración.

Cuando hubo cambiado de traje, cualquiera hubiese tomado al anciano
cazador, a pesar de sus grandes bigotes grises, por un aldeano de la
montaña alta.

Sus dos hijos, muy satisfechos de tomar parte en aquella primera
expedición, repasaban las espoletas de las carabinas, y sacando las
bayonetas de caza, largas y rectas como espadas, las colocaron al
extremo de los cañones. Al mismo tiempo requerían los cuchillos de
monte, se pasaban los morrales, con un movimiento de hombros, a la
cintura y se convencían de que todo se hallaba en orden, mientras
dirigían a su alrededor miradas de triunfo.

--¡Eh, cuidado!--les dijo riendo el doctor Lorquin--; no olviden el
consejo del señor Juan Claudio: ¡prudencia! Un alemán más o menos entre
cien mil no nos ha de sacar ciertamente de apuros; en cambio, si alguno
de ustedes vuelve estropeado, será difícil encontrar quien le sustituya.

--¡Oh, no tenga usted cuidado, doctor!, ¡iremos con el ojo alerta!

--Mis hijos--respondió altivamente Materne--son verdaderos cazadores y
saben esperar y aprovechar la ocasión. No tirarán mas que si yo llamo.
¡Puede usted estar tranquilo! Y ahora, en marcha; hay que estar de
vuelta antes de que llegue la noche.

Los expedicionarios salieron.

--¡Buena suerte!--les gritó Hullin, mientras trepaban por la nieve para
salvar los obstáculos amontonados en el camino.

No tardaron los tres cazadores en descender al sendero que acorta el
camino hacia la derecha de la sierra.

Los montañeses que formaban la partida le siguieron con la mirada. Sus
largos cabellos rojos y rizados, sus enjutas y prolongadas piernas, sus
anchos hombros, sus movimientos ligeros y rápidos, todo revelaba que, en
caso de ocurrir un encuentro, cinco o seis _kaiserlicks_ no saldrían
bien parados de semejantes hombres.

Al cabo de un cuarto de hora, rodearon el monte de abetos y
desaparecieron.

Entonces Hullin volvió tranquilamente a la granja, hablando con Nickel
Bentz.

El doctor Lorquin iba detrás, seguido de _Plutón_, y los restantes
espectadores se marcharon cada uno a su sitio, alrededor de las hogueras
del vivaque.



XII


Hacía tiempo que Materne y sus hijos caminaban sin hablar; el tiempo se
había presentado hermoso; el pálido sol de invierno brillaba en la nieve
deslumbrante sin llegar a fundirla; el suelo sonaba a duro. A lo lejos,
en el valle, se dibujaban con una limpidez extraordinaria las flechas de
los abetos, los lomos rojizos de las rocas, los tejados de los caseríos,
con sus estalactitas de hielo pendientes de las tejas, sus ventanillas
centelleantes y sus agudos mojinetes.

La gente paseaba por las calles de Grand-Fontaine; un corro de muchachas
se hallaba parado delante del lavadero; algunos viejos, cubiertas las
cabezas con gorros de algodón, fumaban una pipa junto a la puerta de sus
casuchas. Aquel enjambre humano, en el fondo de la llanura azulada, iba,
venía y se agitaba sin que un aliento o un suspiro llegase al oído de
los cazadores.

Detúvose Materne al salir del bosque, y dijo a sus hijos:

--Voy a bajar a la aldea para ver a Dubreuil, el posadero de _La Piña_.

Y señalaba con el palo una amplia construcción blanca, cuyas ventanas,
así como la puerta, se hallaban rodeadas de una franja amarilla,
viéndose colgada de la pared una rama de pino a guisa de muestra.

--Vosotros me esperáis aquí; si no hay peligro, saldré al escalón de la
puerta y agitaré el sombrero; entonces podéis venir a tomar una copa de
vino conmigo.

Materne, acto continuo, bajó por la ladera, cubierta de nieve, hasta los
jardinillos escalonados que se extienden por encima de Grand-Fontaine,
en lo que tardó unos diez minutos; después, siguiendo unos surcos, llegó
a la pradera, atravesó la plaza de la aldea, y sus dos hijos, que
aguardaban con las armas en descanso, le vieron entrar en la posada.
Pocos momentos después el cazador apareció en el umbral y agitó el
sombrero, lo cual produjo a los jóvenes viva satisfacción.

No había pasado un cuarto de hora cuando los dos muchachos se
encontraron con su padre en la sala grande de _La Piña_; era aquélla una
habitación baja de techo, que tenía una estufa de hierro pintada de
color plomo, con el suelo terrizo y unas largas mesas de pino
perfectamente limpias con cola de caballo.

A excepción del posadero Dubreuil, el más gordo y apoplético de los
taberneros de los Vosgos, un hombre de vientre hinchado en forma de
odre, que se sustentaba en los enormes muslos, de ojos redondos, de
nariz chata, con una verruga en la mejilla derecha y una triple papada
que le caía a la manera de cascada sobre el doblado cuello de la camisa,
a excepción de este curioso personaje, sentado en un ancho sillón de
cuero cerca de la estufa, Materne se encontraba solo. Acababa el cazador
de llenar las copas, cuando en el viejo reloj dieron las nueve; el gallo
de madera agitaba las alas con un chirrido extraño.

--¡Salud, señor Dubreuil!--dijeron los muchachos con voz ruda.

--¡Buenos días, amigos míos, buenos días!--respondió el posadero
esforzándose por sonreír; y luego, con voz opaca, preguntó:

--¿No hay nada nuevo?

--¡No, por cierto!--respondió Kasper--; ha llegado el invierno, el
tiempo del jabalí.

Después, dejando uno y otro las carabinas en el rincón de la ventana, al
alcance de la mano, por si llegaba un caso de alarma, montaron la pierna
por encima del banco y se sentaron frente a su padre, que ocupaba la
cabecera de la mesa.

Bebieron los tres, después de decir: «¡A vuestra salud!», como tenían
siempre costumbre de hacer.

--¿De modo--dijo Materne volviéndose hacia el enorme posadero, como si
prosiguiera una conversación interrumpida--que usted cree, señor
Dubreuil, que no tenemos nada que temer en el bosque de las Baronías y
que podremos tranquilamente entregarnos a cazar jabalíes?

--¡Oh!, de eso no sé nada--exclamó el posadero--; sólo puedo decir que
hasta el presente los aliados no han pasado de Mutzig y, además, que no
hacen daño a nadie y que admiten a todos los hombres de buena voluntad
que quieran combatir al usurpador.

--¡El usurpador! ¿Qué es eso?

--¡Bah! ¡Napoleón Bonaparte, el usurpador, todo el mundo lo conoce!
Miren ustedes a la pared.

Y les señaló un cartelón pegado a la pared, cerca del reloj.

--Vean ustedes esto y se convencerán que los austriacos son
verdaderamente amigos nuestros.

Las cejas del anciano Materne se unieron; pero reprimiendo acto continuo
aquel estremecimiento, dijo:

--¡Ah, bah!

--Sí; lean eso.

--Pero si yo no sé leer, señor Dubreuil, ni mis hijos tampoco;
explíquenos usted por encima de lo que se trata.

Entonces el tabernero, apoyando las pesadas manos rojas en los brazos
del sillón, se levantó resoplando como un becerro y fue a colocarse
delante del cartelón, con los brazos cruzados sobre su enorme grupa.
Después, en tono solemne, leyó una proclama de los soberanos aliados en
la que declaraban «que habían declarado la guerra a la persona de
Napoleón, pero no a Francia; y como consecuencia de ello todo el mundo
debía permanecer tranquilo y no mezclarse en sus asuntos, so pena de ser
quemados, saqueados y fusilados».

Los cazadores oyeron la lectura y se miraron unos a otros con extrañeza.

Cuando Dubreuil hubo acabado, se dirigió a su asiento, mientras decía:

--¡Ya lo ven ustedes!

--¿Y cómo tiene usted esto?--preguntó Kasper.

--Ese cartel, hijo mío, está puesto en todas las esquinas.

--¡Pues bien, no nos parece mal!--dijo Materne asiendo el brazo de
Frantz, que se levantaba echando chispas por los ojos--. ¿Quieres fuego,
Frantz? Aquí tienes mi eslabón.

Frantz volvió a sentarse; el viejo tomó una expresión ingenua y
preguntó:

--Y nuestros amigos los alemanes ¿no se quedan con nada de nadie?

--La gente pacífica no tiene nada que temer; pero a los granujas que se
insurreccionen se les confisca todo; y eso es justo, pues los buenos no
deben pagar las culpas de los malos. Así, ustedes, por ejemplo, en lugar
de ser maltratados, serían muy bien recibidos en el cuartel general de
los aliados. Conocen ustedes la comarca, podrían servir de guías y les
pagarían espléndidamente.

Hubo un instante de silencio; los cazadores se miraron otra vez; el
padre había extendido las manos sobre la mesa, abriéndolas mucho, como
aconsejando a sus hijos que tuvieran calma. Sin embargo, Materne estaba
pálido.

El posadero, que no se daba cuenta de nada, prosiguió:

--Ustedes tienen que temer más bien, por el bosque de las Baronías, a
esos bandidos de Dagsburg, del Sarre y del Blanru que se han sublevado
en masa y quieren volver al 93.

--¿Está usted seguro?--preguntó Materne haciendo esfuerzos por
dominarse.

--¡Estoy seguro! No tiene usted mas que mirar por la ventana y los verá
en el camino del Donon. Han sorprendido al anabaptista Pelsly, lo han
atado al pie de la cama y se entregan a robar, al saqueo y a cortar los
caminos; pero que tengan mucho cuidado. Dentro de pocos días van a ver
cosas buenas. No son mil hombres los que los van a atacar; no son diez
mil, son millares de millares... ¡Y no quedará uno!

Materne se levantó y dijo secamente:

--Es hora de ponerse en camino; hay que estar en el bosque a las dos, y
estamos aquí hablando tranquilamente como cotorras. ¡Hasta la vista,
señor Dubreuil!

Salieron los tres rápidamente, no pudiendo reprimir la cólera.

--¡No olviden lo que les he dicho!--gritó el posadero desde su asiento.

Una vez fuera, volviose Materne y exclamó, al tiempo que le temblaban
los labios:

--Si no me hubiese contenido, le hubiera roto la botella en la cabeza.

--Y yo--dijo Frantz--estuve por atravesarle la tripa con la bayoneta.

Kasper, con un pie en el escalón, parecía querer entrar; apretaba el
mango del cuchillo de monte y su rostro tenía una expresión terrible.
Pero el anciano lo cogió del brazo y se lo llevó, mientras decía:

--Vamos, vamos... ¡Ya nos lo tropezaremos más adelante! ¡Aconsejarme a
mí que haga traición a mi país! Hullin hizo bien advirtiéndonos que
tomáramos precauciones; tenía razón.

Bajaron los cazadores por la calle, dirigiendo a derecha e izquierda
miradas hurañas. Las gentes se preguntaban unas a otras: «¿Qué les
sucede a ésos?»

Cuando llegaron a las afueras del pueblo, frente a una cruz antigua que
se alza muy cerca de la iglesia, se detuvieron los tres, y Materne, en
un tono más reposado, señalando a sus hijos el sendero que, entre
brezos, rodea a Framont, les dijo:

--Vais a tomar esa vereda. Yo sigo el camino hasta Schirmeck. No iré muy
de prisa, para que podáis llegar al mismo tiempo que yo.

Se separaron, y el anciano cazador, muy pensativo y cabizbajo, anduvo un
buen trecho preguntándose cuál habría sido la causa interna que le
impidió abrir la cabeza al obeso posadero. Materne pensó que el hecho
obedecía, sin duda, al miedo de comprometer a sus hijos.

Mientras iba pensando en estas cosas, Materne se encontraba de vez en
cuando numerosos rebaños de bueyes, carneros y cabras que se encaminaban
a la sierra. Había algunos que venían de Wisch, de Urmatt y hasta de
Mutzig; los pobres animales no podían más.

--¿Adónde demonios vais tan de prisa?--gritaba el cazador a los pastores
cariacontecidos--. ¿No tenéis vosotros confianza en las proclamas de los
rusos y de los austriacos?

Los campesinos, de mal humor, le respondían:

--¡Sí, sí; ríase usted de las proclamas! ¡Ya sabemos lo que ahora valen!
Por todas partes no hay mas que saqueos y robos; se imponen
contribuciones forzosas, se confiscan los caballos, las vacas, los
bueyes, los carruajes.

--¡Bah!, ¡bah!, ¡bah!, no es posible... ¿Qué me dicen ustedes? Eso me
asombra; ¡unos hombres tan francos, unos amigos tan buenos, que vienen a
salvar a Francia! No puedo creerlo. ¡Después de una proclama tan
hermosa!

--¡Pues baje usted a Alsacia y ya verá!

Aquella pobre gente se marchaba moviendo la cabeza con un aire de
profunda indignación, y Materne se reía para sus adentros.

A medida que el cazador avanzaba, aumentaba el número de rebaños; y no
eran solamente rebaños de ganado los que huían, unos mugiendo, otros
berreando, sino también bandadas de ocas que se extendían hasta perderse
de vista, gritando, graznando, arrastrando sus buches a lo largo del
camino, con las alas abiertas y las patas medio heladas; ¡daba pena
verlas!

Mas al acercarse a Schirmeck el espectáculo era más doloroso aún;
familias enteras huían en sus carromatos cargados de barriles de
alimentos y muebles, con mujeres y niños que golpeaban a los caballos
hasta acabar con ellos, y diciendo con voz lastimera: «Estamos perdidos;
han entrado los cosacos.»

Aquel grito «¡los cosacos!, ¡los cosacos!» corría de un extremo a otro
del camino como una ráfaga de viento; las mujeres se volvían
estupefactas, y los niños se ponían de pie en los carruajes para ver más
lejos. Nunca se había visto nada semejante, y Materne, indignado, se
avergonzaba del miedo de aquella gente, que, pudiendo defenderse, huían
de una manera cobarde por egoísmo y por salvar sus bienes.

Muy cerca de Schirmeck, en la encrucijada de la Hondonada de los Sauces,
Kasper y Frantz volvieron a unirse a su padre y los tres entraron en la
taberna de _La Llave de Oro_, que, a la derecha del camino y en la parte
baja de la ladera, tenía la viuda Faltaux.

La pobre mujer y sus dos hijas contemplaban desde una ventana aquella
emigración, y cruzaban las manos como en súplica.

El tumulto, en efecto, aumentaba de momento en momento; el ganado, los
carruajes y la gente parecían querer pasar unos por encima de los otros.
Ninguno era dueño de sí; todos gritaban y pugnaban por hacerse sitio.

Materne empujó la puerta, y viendo a las mujeres más muertas que vivas,
pálidas y desmelenadas, gritó golpeando el suelo con el palo:

--¡Vaya! ¡Vaya con la madre! ¿Pero usted se ha vuelto loca? ¡Vamos,
usted, que debía dar ejemplo a sus hijas, es la primera en acobardarse!
¡Es vergonzoso!

Volviose en tal ocasión la anciana y contestó con voz lastimera:

--¡Ay, amigo Materne! ¡Si usted supiera!...

--¡Qué! ¿Que el enemigo se acerca? No se comerá a usted...

--No, pero todo lo devora sin compasión. La anciana Ursula, de
Schlestadt, que llegó ayer tarde, dice que los austriacos no quieren mas
que _knoepfe y noudel_; los rusos, _schnaps_, y los bávaros, chucruta. Y
cuando se han atracado de todo esto hasta no poder más, gritan con la
boca llena: _¡schokolate, schokolate!_ ¡Dios mío! ¡Dios mío!... ¿Cómo
vamos a alimentar a esta gente?

--Ya sé que la cosa es muy difícil--dijo el cazador--; los grajos nunca
tienen bastante queso. Pero, vamos a ver, ¿dónde están esos cosacos,
bávaros y austriacos? Desde Grand-Fontaine no hemos encontrado ni uno
solo.

--Están en Alsacia, cerca de Urmatt, y vienen hacia aquí.

--Mientras vienen o no vienen, sírvanos una jarra de vino; aquí tiene
usted un escudo de tres libras, que le será más fácil de ocultar que los
toneles.

Una de las muchachas bajó a la cueva, y en el mismo instante otras
personas entraron en la taberna: un vendedor de almanaques de las
cercanías de Estrasburgo, un guía de Sarrebrück, que iba de blusa, y dos
o tres vecinos de Mutzig, de Wisch y de Schirmeck, que huían con sus
rebaños y que no podían más a fuerza de gritar.

Todos se sentaron a la misma mesa, frente a las ventanas, para no perder
de vista el camino; sirviéronles vino, y cada cual comenzó a contar lo
que sabía; uno dijo que los aliados eran tantos que tenían que acostarse
uno junto a otro en el valle de Hirschenthal, y que estaban tan llenos
de miseria que, así que se marchaban, las hojas secas andaban solas por
el bosque; otro contó que los cosacos habían prendido fuego a una aldea
de Alsacia porque no les dieron velas como postre después de una comida;
que algunos de ellos, en particular los calmucos, comían jabón como si
fuera queso, y la corteza del tocino como galleta; que muchos bebían
aguardiente en vasos, después de haber echado en el líquido varios
puñados de pimienta; que era preciso ocultarlo todo, porque todo era
para ellos comestible y bebedero.

A este propósito, el guía dijo que, tres días antes, un cuerpo de
ejército ruso, que había pasado por la noche al alcance de los cañones
de Wisch y se había visto obligado a detenerse durante más de una hora
en medio de la nieve, en la aldehuela de Rorbach, había bebido en un
calentador que se hallaba abandonado en una ventana de la casa de una
anciana de ochenta años; añadió que aquellos salvajes rompían el hielo
para bañarse y luego, para secarse, se metían en hornos de ladrillos; en
una palabra, que sólo temían al caporal _schlague_.

Aquellas sencillas gentes refirieron cosas tan extrañas--vistas por
ellos mismos, según aseguraban, o sabidas por personas veraces--que
apenas se podía creer nada de lo que contaban.

Fuera proseguía sin interrupción el tumulto, el rodar de los carros, el
berrear de los rebaños, el clamor de los fugitivos, lo que producía el
efecto de un descomunal zumbido.

A mediodía, cuando Materne y sus hijos se disponían a partir, oyose un
grito más fuerte, más prolongado que los demás: «¡Los cosacos!, ¡los
cosacos!»

Todo el mundo salió fuera, a excepción de los cazadores, que se
limitaron a abrir una ventana para ver lo que pasaba; la gente huía a
campo traviesa; hombres, rebaños, carros, todo se dispersaba como las
hojas ante el viento del otoño.

En menos de dos minutos el camino quedó libre, salvo en Schirmeck, donde
era tal la confusión, que no se podía dar un paso. Materne, alzando la
vista a la parte más lejana del camino, exclamó:

--No hago mas que mirar, pero no veo nada.

--Ni yo--contestó Kasper.

--¡Vamos!, ¡vamos!--exclamó el cazador--; me parece que el miedo de esta
gente atribuye al enemigo más fuerza de la que tiene. No recibiremos
nosotros así a los cosacos en la sierra; ¡ya encontrarán quien les dé
las buenas tardes!

Luego, alzando los hombros con expresión de repugnancia, dijo:

--El miedo es algo ruin; ¡y todavía más cuando lo que podemos perder es
una vida miserable! Vámonos.

Salieron los tres de la posada, y el anciano siguió el camino del valle
con el fin de subir a la cima del Hirschberg, situada enfrente; sus
hijos le acompañaron, y pronto se encontraron todos a la orilla del
bosque. Materne dijo que era preciso subir lo más alto que fuese
posible, con el objeto de dominar la llanura para adquirir noticias
ciertas que llevar al vivaque, pues todas las habladurías de los
fugitivos no valían lo que una simple ojeada al terreno.

Kasper y Frantz estuvieron conformes, y comenzaron los tres a trepar por
el monte, que forma una especie de promontorio avanzando dentro de la
llanura.

Cuando llegaron a la cumbre, divisaron claramente la posición del
enemigo, situada a tres leguas de allí, entre Urmatt y Lutzelhouse; se
veían grandes líneas negras sobre la nieve; más lejos, algunas masas
obscuras, que serían sin duda la artillería y los bagajes; otras masas
rodeaban las aldeas, y, a pesar de la distancia, el centelleo de las
bayonetas indicaba que una columna acababa de ponerse en camino, en
dirección de Wisch.

Después de contemplar detenidamente aquel espectáculo con melancólica
mirada, el anciano dijo:

--Tenemos a la vista lo menos treinta mil hombres, y avanzan hacia
nuestras posiciones; mañana, o pasado mañana lo más tarde, nos atacarán.
No va a ser un encuentro de poca monta; pero si ellos son muchos,
nosotros tenemos la ventaja del terreno, y además siempre es agradable
tirar a las masas; así no se malgastan las balas.

Hechas aquellas razonables reflexiones, Materne calculó la altura del
sol y dijo:

--Ahora son las dos; ya sabemos cuanto queríamos saber. Volvamos al
vivaque.

Los dos muchachos se pasaron las carabinas a la espalda a modo de
bandolera, y, dejando a la izquierda el valle del Brocque, Schirmeck y
Framont, subieron la empinada cuesta del Hengsbach, que domina, a una
distancia de dos leguas, al pequeño Donon; bajaron por la falda opuesta,
sin seguir ningún sendero en la nieve, guiándose sólo por las cimas para
cortar terreno.

Hacía dos horas que caminaban de tal manera; el sol frío del invierno se
hundía en el horizonte, y la noche, una noche clara y tranquila, se
aproximaba. Solamente les faltaba bajar y subir la ladera opuesta del
solitario desfiladero del Riel, que formaba una gran hoya redonda en
medio del bosque, en el fondo de la cual se aparece una laguna de
azuladas aguas que sirve de abrevadero a los corzos.

De repente, al salir los cazadores de la espesura, cuando marchaban
distraídamente y sin pensar en nada, el anciano Materne, deteniéndose
tras unas malezas, dijo:

--¡Quietos!

Y con la mano señaló a la laguna, por entonces cubierta de una capa de
hielo delgada y transparente. Bastó a los muchachos dirigir una mirada
hacia aquel sitio para gozar del más sorprendente espectáculo: unos
veinte cosacos, hombres de revueltas barbas rubias, que llevaban a la
cabeza gorros de viejas pieles en forma de tubos de chimenea, que
cubrían sus escuálidos cuerpos con mugrientos harapos, cabalgaban,
apoyados en estribos hechos de cuerda, en caballitos de crines flotantes
que les llegaban al petral, de cola escasa y grupa amarilla, negra y
blanca como de cabras. Unos llevaban por toda arma un lanzón; otros, un
sable; otros, un hacha atada con una cuerda a la silla y una enorme
pistola de arzón sujeta a la cintura. Varios otros, con el rostro
levantado contemplaban extáticamente la verde copa de los abetos, que se
escalonaban unos sobre otros y llegaban hasta las nubes. Un hombre alto
y delgado rompía el hielo con el extremo de la lanza, mientras su
caballejo bebía, con el cuello estirado y las crines caídas, en forma de
barba, sobre la cara. Otros, que habían echado pie a tierra, separaban
la nieve y señalaban al bosque, como manifestando que era aquél un buen
sitio para establecer el campamento. Los demás compañeros, que
permanecían a caballo, hablaban entre sí e indicaban hacia el fondo del
valle que a la derecha desciende en forma de hendedura hasta
Grinderwald.

Era lo que veían los cazadores un descanso, y nadie podría expresar
hasta qué punto aquellos seres venidos de tan lejanas tierras, con sus
rostros cobrizos, sus grandes barbas, sus ojos negros, su frente
hundida, su nariz chata y sus harapos pardos, parecían extraños y
pintorescos al borde de la laguna, al pie de las ingentes rocas
verticales que sostenían los verdes abetos junto al cielo.

Era un mundo nuevo dentro del nuestro, un género de caza desconocido,
sorprendente, extraño, que los tres cazadores se entregaron a contemplar
poseídos de una curiosidad extraordinaria. Pero, satisfecha ésta, así
que pasaron cinco minutos, Kasper y Frantz pusieron las bayonetas al
extremo de las carabinas y retrocedieron unos veinte pasos en la
espesura. El padre y los dos hijos llegaron a la base de una roca, que
tendría quince o veinte pies de altura, a la que subió el anciano
Materne, pues nada mejor podía hacer, puesto que no llevaba armas;
luego, después de cruzar algunas palabras en voz baja, Kasper examinó la
espoleta de su carabina y apuntó muy despacio, mientras su hermano se
hallaba preparado para imitarle.

Uno de los cosacos, el que los cazadores habían visto dando de beber al
caballo, se encontraba a doscientos pasos aproximadamente. Sonó el tiro,
que repitieron los ecos profundos de la garganta, y el cosaco, cayendo
por encima de la cabeza de su montura, desapareció en el hielo de la
laguna.

Es imposible describir el estupor que se apoderó del enemigo al oír la
detonación. Las miradas de aquellos hombres se dirigían a todas partes,
y el eco repetía el sonido como si fuesen muchos los disparos, mientras
que se elevaba una ancha nube de humo encima del macizo de árboles donde
se hallaban los cazadores.

Kasper, en menos que se dice, había vuelto a cargar la carabina; pero,
al mismo tiempo, los cosacos que estaban a pie saltaron sobre sus
caballos y se precipitaron por la pendiente del Hartz, marchando en fila
como los corzos y gritando con voz terrible:

--¡Hurra! ¡Hurra!

Aquella huída fue tan rápida como una visión; en el momento que Kasper
apuntaba por segunda vez, la cola del último caballo desaparecía entre
los matorrales.

El caballo del cosaco muerto permanecía solo, junto al agua, porque una
rara circunstancia le impedía moverse; su dueño, con la cabeza hundida
en el légamo, tenía el pie metido en el estribo.

Materne, desde lo alto de la roca, estuvo escuchando un momento;
después, alegremente, dijo:

--¡Se han marchado!... Pues bien...; vamos a ver. Tú, Frantz, quédate
aquí... por si volviera alguno...

A pesar de la advertencia, los tres bajaron adonde se hallaba el
caballo.

Materne cogió acto continuo la brida, diciendo:

--¡Bien, amigo mío!; ahora te enseñaremos a hablar francés.

--¡Vámonos!--dijo Kasper.

--No; hay que ver lo que hemos tirado; eso servirá para animar a los
compañeros; los perros que no muerden la piel del animal nunca son
buenos cazadores.

Los tres hombres extrajeron del légamo al cosaco, lo colocaron
atravesado sobre el caballo y comenzaron a subir la falda del Donon por
un sendero tan rápido, que Materne, en más de cien ocasiones, llegó a
decir: «El caballo no puede pasar por ahí.»

Pero el caballo, que era tan ágil como una cabra, pasaba más fácilmente
que ellos; visto lo cual, el anciano acabó diciendo:

--¡Excelentes caballos tienen estos cosacos! Si llego a viejo, éste me
servirá para ir a cazar corzas. Hemos dado con un caballo excelente,
muchachos; a pesar de su aspecto vacuno, vale tanto como un caballo de
camino.

De vez en cuando hacía Materne sobre el cosaco reflexiones como éstas:

--¡Qué cosa más singular!, ¿eh? Una nariz redonda y una frente como una
caja de queso. ¡Y eso que hay hombres raros en el mundo! Le has dado
bien, Kasper; exactamente en medio del pecho; y, mira, la bala le ha
salido por la espalda. ¡La pólvora es magnífica! Divès tiene siempre
buen género.

Hacia las tres de la tarde, los caminantes oyeron las primeras voces de
los centinelas de la partida:

--¿Quién vive?

--¡Francia!--respondió Materne adelantándose.

Todos salieron al encuentro de los recién llegados, gritando: «¡Viva
Materne!»

El mismo Hullin, lleno de tanta curiosidad como los demás, no pudo
contenerse y acudió, acompañado del doctor Lorquin. Los hombres de la
partida rodeaban ya al caballo, y alargaban el cuello y se quedaban
pasmados, junto a la gran hoguera en la que la comida se sazonaba.

--Es un cosaco--dijo Hullin, estrechando la mano de Materne.

--Sí, Juan Claudio; le vimos en la laguna de Riel, y Kasper le tiró.

Varios hombres bajaron el cadáver de la cabalgadura y le tendieron en el
suelo.

Su rostro, de color amarillo viejo, presentaba reflejos extraños a la
luz de las llamas.

El doctor Lorquin, después de contemplarlo, dijo:

--Es un hermoso ejemplar de la raza tártara; si yo tuviese tiempo, lo
cubriría con una capa de cal para tener un esqueleto de esta especie.

Luego, arrodillándose y abriendo el largo casacón que cubría el cuerpo
del cadáver, dijo:

--La bala ha atravesado el pericardio, lo que produce un efecto
semejante al de un aneurisma cuando revienta.

Todos los demás guardaban silencio.

Kasper, con la mano apoyada en el cañón de la carabina, parecía muy
contento de su cacería, y Materne, frotándose las manos, decía:

--Yo estaba seguro que les traería a ustedes algo; nosotros, lo mismo
mis hijos que yo, nunca volvemos con las manos vacías. En fin, ahí está.

Entonces Hullin le llamó aparte, y juntos entraron en la granja, en
tanto que, pasado el primer momento de sorpresa, cada cual comenzaba a
hacer reflexiones particulares sobre el cosaco.



XIII


Aquella noche, que era la víspera de un sábado, la reducida alquería del
anabaptista no dejó un minuto de hallarse llena de gente.

Hullin estableció su cuartel general en una gran sala baja, a la derecha
de los trojes, que daba frente a Framont; al otro lado del pasadizo se
encontraba la ambulancia, y en las habitaciones superiores vivían las
personas de la granja.

Aunque la noche estaba muy tranquila y el cielo tachonado de
innumerables estrellas, el frío era tan intenso que había cerca de una
pulgada de escarcha en los cristales.

Fuera se oía el «¿quién vive?» de los centinelas, las pisadas de las
patrullas, y, en las cumbres de alrededor, los aullidos de los lobos,
que seguían a nuestros ejércitos por centenares desde 1812. Estos
feroces animales, sentados sobre témpanos de hielo, con el puntiagudo
hocico entre las patas y el hambre mordiendo las entrañas, se llamaban
unos a otros del Grosmann al Donon, con gemidos semejantes a los del
viento.

Más de un montañés sentía, al oírlos, que se le helaba la sangre: «Son
cantos fúnebres--pensaban--; es la Muerte que olfatea la batalla y nos
llama.»

Los bueyes, en el establo, mugían y los caballos daban coces terribles.

Unas treinta hogueras brillaban en la meseta; se había entrado a saco en
la leñera del anabaptista, se amontonaban los leños unos sobre otros, y
mientras los hombres se quemaban la cara, sus espaldas tiritaban; mas
cuando se calentaban las espaldas, los bigotes se cubrían de escarcha.

Hullin, solo, frente a una amplia mesa de pino, pensaba en todo. Por las
últimas noticias recibidas durante la noche, que anunciaban la llegada
de los cosacos a Framont, estaba convencido de que el primer ataque
tendría lugar al día siguiente. Había mandado distribuir los cartuchos,
reforzado los centinelas, organizado patrullas y señalado los puestos
convenientes, a lo largo de los parapetos. Cada cual sabía de antemano
el sitio que debía ocupar. Asimismo, Hullin dio orden a Piorette, a
Jerónimo de San Quirino y a Labarbe de que le enviaran sus mejores
tiradores.

El estrecho pasillo obscuro, alumbrado solamente por una linterna
grasienta, estaba lleno de nieve, y a cada instante se veía pasar, bajo
la luz inmóvil, a los jefes de destacamento, con el sombrero metido
hasta las orejas, las anchas mangas de sus hopalandas extendidas hasta
la mano, la mirada dura y las barbas cubiertas de hielo.

_Plutón_ ya no refunfuñaba al oír las recias pisadas de aquellos
hombres. Hullin, muy pensativo, con la cabeza entre las manos y los
codos apoyados en la mesa, escuchaba cuantas noticias le transmitían.

--Señor Juan Claudio, se nota gran movimiento hacia Grand-Fontaine; se
oye galopar.

--Señor Juan Claudio, el aguardiente se ha helado.

--Señor Juan Claudio, varios me han pedido pólvora.

--Falta esto... y lo otro.

--Que se vigile Grand-Fontaine y que se cambien los centinelas de ese
lado cada media hora. Que se ponga el aguardiente junto al fuego.
Esperad que llegue Divès, que trae municiones; que se distribuyan los
cartuchos sobrantes y que todo el que tenga más de veinte entregue el
resto a sus compañeros.

Y así durante toda la noche.

Cerca de las cinco de la mañana, Kasper, el hijo de Materne, fue a decir
a Hullin que Marcos Divès con un volquete lleno de cartuchos, Catalina
Lefèvre en un carro y un destacamento de Labarbe acababan de llegar al
mismo tiempo y que se hallaban en la meseta.

Tal noticia causó a Hullin una viva alegría, sobre todo por lo que se
refiere a los cartuchos, pues temía que llegasen tarde.

En seguida Juan Claudio se levantó y salió con Kasper.

La meseta ofrecía un extraño aspecto.

Al acercarse el día, comenzaban a subir del valle masas de bruma; las
hogueras chisporroteaban por efecto de la humedad, y por doquiera se
veían hombres que dormían; unos, tendidos boca arriba, con las manos
cruzadas detrás del sombrero, con la cara roja y las piernas dobladas;
otros, con la mejilla apoyada en el brazo y el lomo vuelto hacia el
fuego; la mayoría, sentados, con la cabeza inclinada y el fusil a la
espalda. Todo se hallaba en silencio, envuelto en una onda de luz rojiza
o de tonos grises, según que las llamas bajaban o subían. Más separados,
en la lejanía, se dibujaban las siluetas de los centinelas, con el fusil
al brazo o con la culata junto a los pies, que miraban al abismo
cubierto de nubes.

A la derecha, a cincuenta pasos de la última hoguera, se oía a los
caballos relinchar y a los hombres golpear el suelo con los pies para
entrar en calor mientras hablaban en voz alta.

--El señor Juan Claudio llega--dijo Kasper, adelantándose por aquel
lado.

Uno de los hombres de la partida arrojó al fuego un brazado de ramillas
secas; se formó una alta llama y aparecieron los jinetes de Marcos Divès
a caballo: doce hombres corpulentos, envueltos en grandes capas grises,
con el sombrero caído sobre los hombros, los espesos bigotes retorcidos
o lacios y largos hasta el cuello, el sable en la diestra, inmóviles
alrededor del volquete; más allá, Catalina Lefèvre, acurrucada junto a
la barandilla de su carro, con una capucha metida hasta la nariz, los
pies enterrados en paja y la espalda apoyada en un gran barril; detrás
de Catalina se amontonaban una olla, unas parrillas, un cerdo abierto en
canal, limpio, blanco y sonrosado, varias gavillas de cebollas y algunas
coles para hacer la sopa: todo aquello salió un momento de la obscuridad
y volvió a quedar en la sombra.

Divès se había separado del convoy y avanzaba, cabalgando sobre un
hermoso caballo.

--¿Eres tú, Juan Claudio?

--Sí, Marcos, yo soy.

--Allí tengo preparados varios miles de cartuchos. Hexe-Baizel trabaja
noche y día.

--¡Bien! ¡Bien!

--Sí, amigo mío. Y Catalina Lefèvre, por su parte, trae víveres; ayer ha
hecho matanza...

--Está bien, Marcos; tendremos necesidad de todo eso. La batalla se
acerca.

--Sí, sí; ya lo sospechaba; hemos venido a paso de carga. ¿Dónde hay que
meter la pólvora?

--Allá en el cobertizo, detrás de la granja. ¿Eh? ¿Es usted, Catalina?

--Sí, Juan Claudio; ¡qué frío hace esta mañana!

--Usted es siempre la misma; nunca le teme a nada.

--Si no fuese curiosa, ¿no dejaría de ser mujer?; tengo que meter las
narices en todo.

--Sí, sí; usted siempre encuentra una excusa para cualquier bien que
hace.

--Hullin, es usted muy machacón; déjeme usted tranquila y no me alabe
más. ¿Acaso estos hombres no tienen necesidad de comer? ¿Acaso pueden
mantenerse del aire? ¡Con lo que alimenta el vientecillo que se deja
sentir y con el frío que hace!: corta la piel como una navaja. Así es
que he tenido que preparar algo: ayer matamos un buey--el pobre
_Schwartz_, usted sabe--que pesaba más de novecientos kilos; traigo aquí
el cuarto trasero para la comida de esta mañana.

--Catalina--exclamó Juan Claudio conmovido--, por bien que la conozca,
siempre encuentro algo nuevo y admirable en usted. Nada le pesa; ni el
dinero, ni el trabajo, ni los sacrificios.

--¡Bah!--respondió la labradora levantándose y saltando del carro--;
usted me confunde, Hullin. Voy a calentarme.

Catalina entregó las riendas de los caballos a Dubourg, y luego,
volviéndose, dijo:

--La cosa no tiene importancia, Juan Claudio; ¡y qué agradable es ver
la hoguera aquí y allá! Pero... ¿y Luisa? ¿Dónde está?

--Luisa ha pasado la noche cortando y cosiendo vendas con las dos hijas
de Pelsly. Está en la ambulancia; vea usted, allá abajo, donde brilla
aquella luz.

--¡Pobre hija mía!--dijo Catalina--; voy a ayudarle, y así entraré en
calor.

Hullin, cuando vio que se alejaba, hizo un gesto como diciendo: «¡Qué
mujer!»

Al mismo tiempo, Divès y sus hombres transportaban la pólvora al
cobertizo, y en el momento que Juan Claudio se acercaba a la hoguera más
próxima ¡cuál no sería su sorpresa al ver, entre los hombres de la
partida, al loco Yégof con la corona a la cabeza, sentado gravemente en
una piedra, con los pies cerca del fuego y cubierto con sus andrajos
como si fuese un manto real!

Nada más extraño que tal figura vista a la luz de la hoguera. Yégof era,
de toda la tropa que allí había, el único que se hallaba despierto; se
le hubiera, en verdad, tomado por algún rey bárbaro que soñaba en medio
de su horda adormecida.

Hullin, por su parte, no vio en él mas que un loco, y poniéndole
suavemente la mano en el hombro le dijo irónicamente:

--¡Salud, Yégof! ¡Vienes sin duda a prestarnos el socorro de tu brazo
invencible y de tus innumerables ejércitos!

El loco, sin revelar la menor sorpresa, respondió:

--Eso depende de ti, Hullin; tu suerte y la de toda esta gente pende de
tus manos. He detenido mi cólera y dejo que tú pronuncies la sentencia.

--¿Qué sentencia?--preguntó Juan Claudio.

El loco, sin contestar, prosiguió en voz baja y solemne:

--Henos los dos aquí, como hace mil seiscientos años, en vísperas de una
gran batalla. En aquella ocasión, yo, jefe de tantos pueblos, fui a tu
clan para pedirte que me franquearas el paso...

--¡Hace mil seiscientos años!--dijo Hullin--; ¡demonio, Yégof, resulta
que somos viejísimos! De todos modos, no importa; cada cual cree lo que
le parece.

--Sí--añadió el loco--; pero, con tu obstinación de costumbre, no
quisiste oír nada; hubo muchos muertos en el Blutfeld, y esos muertos
claman venganza.

--¡Ah! ¡El Blutfeld!--dijo Juan Claudio--; sí, sí, una historia antigua;
me parece haber oído hablar de eso.

Yégof se puso rojo, los ojos se le encendieron, y exclamó:

--¡Te vanaglorias de tu triunfo! Bien; pero ten cuidado, ten mucho
cuidado: la sangre pide sangre.

Luego, en tono más tranquilo, prosiguió:

--Oye, Hullin; no te quiero mal; eres valiente; los descendientes de tu
raza pueden mezclarse con los de la mía; deseo una alianza contigo, tú
lo sabes...

--¡Vamos!--pensó Juan Claudio--; otra vez me va a hablar de Luisa...

Y como previese una petición en regla, dijo:

--Yégof, lo siento mucho; pero me veo obligado a dejarte; ¡tengo tantas
cosas que ver!...

El loco no esperó el fin de aquella despedida, y levantándose, con el
rostro demudado por la cólera, exclamó, alzando la mano solemnemente:

--¡No me concedes tu hija!

--Ya hablaremos de eso más tarde.

--¡Me la niegas!

--Vamos, Yégof, con tus gritos vas a despertar a todo el mundo.

--¡Me la niegas!... ¡Es la tercera vez! ¡Guárdate, Hullin, guárdate!

Juan Claudio, convencido de que no podía hacerle entrar en razón, se
alejó apresuradamente; pero el loco, poseído de violenta cólera,
descargó sobre sus espaldas estas extrañas palabras:

--¡Huldrix! ¡Desdichado de ti! Tu última hora se acerca; tu cuerpo
servirá de pasto a los lobos. Todo se ha acabado; desataré los rayos de
mi ira, y no habrá para ti ni para los tuyos ni gracia, ni piedad, ni
merced. Tú lo has querido.

Y cruzándose el hombro izquierdo con un trozo de sus andrajos, el
desgraciado se alejó rápidamente hacia la cumbre del Donon.

Varios hombres de la partida, que se despertaron al ruido de los gritos,
vieron al loco de un modo confuso cuando se perdía en las tinieblas.
También oyeron un rumor de alas alrededor de la hoguera; después, sin
darles más importancia que a las imágenes del sueño, se volvieron del
otro lado y otra vez se durmieron.

Cerca de una hora más tarde, la cuerna de Lagarmitte tocaba diana. En
pocos momentos, todo el mundo se puso de pie.

Los jefes de los destacamentos reunían a sus soldados; unos se dirigían
al cobertizo, donde se distribuían los cartuchos; otros llenaban las
calabazas de aguardiente en el barril; todo se hacía con orden, con el
jefe al frente; luego cada pelotón se alejaba, a la débil claridad del
amanecer, hacia los parapetos, por ambos lados de la ladera.

Cuando salió el Sol, la meseta se hallaba desierta y, a excepción de
cinco o seis hogueras que continuaban humeando, nada revelaba que
numerosos guerrilleros ocupaban los puntos estratégicos de la sierra, ni
que habían pasado la noche en aquel sitio.

Hullin, sin sentarse, tomó un bocado y se bebió un vaso de vino en unión
del doctor Lorquin y del anabaptista Pelsly.

Lagarmitte estaba con ellos, pues no debía separarse del señor Juan
Claudio en todo el día, para transmitir sus órdenes en caso de
necesidad.



XIV


A las siete de la mañana no se había notado aún movimiento alguno en el
valle.

De vez en cuando, el doctor Lorquin abría la hoja de una ventana de la
sala grande y miraba: nada se movía; las hogueras se habían apagado;
todo se hallaba en tranquilidad.

Frente a la granja, a unos cinco pasos, en un talud, se veía al cosaco
muerto por Kasper el día anterior; estaba blanco por la escarcha y
rígido como si fuese de piedra.

Dentro, el fuego de la estufa, que se había encendido, calentaba el
ambiente.

Luisa, sentada al lado de su padre, miraba a éste con una inefable
ternura; diríase que la joven abrigaba el temor de no verle más; sus
irritados ojos revelaban que por ellos habían corrido abundantes
lágrimas.

Hullin, aunque estaba sereno, parecía algo intranquilo.

El doctor y el anabaptista, serios y solemnes, hablaban de los asuntos
de actualidad, y Lagarmitte, detrás del hogar, los escuchaba con
recogimiento.

--Nosotros tenemos no sólo el derecho sino también el deber de
defendernos--decía el doctor--; nuestros padres han cultivado estos
bosques, los han hecho producir; es una legítima propiedad nuestra.

--Sin duda--respondía el anabaptista en tono sentencioso--; pero está
escrito: «¡No matarás! ¡No derramarás sangre de tus hermanos!»

Catalina Lefèvre, que se hallaba comiendo apresuradamente una lonja de
jamón, y a quien, sin duda, aquella conversación desagradaba, se volvió
con rapidez y contestó:

--Eso quiere decir que, si nosotros tuviéramos la religión de usted, los
alemanes, los rusos y todos esos hombres rojos podían meterse por las
puertas de nuestras casas. ¡Es curiosa esa religión de usted; sí,
curiosa y conveniente para los bribones! Así pueden atropellar
cómodamente a las personas honradas. ¡Los aliados desearían que
tuviésemos una religión semejante, estoy segura! Pero, por desgracia,
todo el mundo no se siente con vocación de cordero. Por mi parte, y sin
tratar de ofender a usted, creo que es algo estúpido trabajar para los
demás. En fin, ustedes son buenas personas y nadie puede desearles
ningún mal; esas ideas son de familia y han ido de padres a hijos: el
mismo camino que ha recorrido el abuelo lo sigue el nieto. Pero nosotros
les defenderemos, no obstante, y después nos pronunciarán ustedes
discursos sobre la paz eterna. Me agradan mucho los discursos sobre la
paz cuando nada tengo que hacer y hago la digestión de la comida; eso
conforta el ánimo.

Y después de dichas tales palabras, Catalina se volvió tranquilamente y
acabó de comer el trozo de jamón.

Pelsly quedose estupefacto, y el doctor Lorquin no podía reprimir una
sonrisa.

En aquel momento se abrió la puerta, y uno de los centinelas que se
hallaban de vigilancia en los extremos de la meseta gritó:

--Señor Juan Claudio, venga usted a ver; me parece que quieren subir.

--Está bien, Simón, voy en seguida--dijo Hullin levantándose--. Dame un
beso, Luisa; valor, hija mía; no tengas miedo, todo marchará bien.

Y la estrechó contra su pecho, con los ojos cargados de lágrimas. Luisa
parecía más muerta que viva.

--Sobre todo--dijo Juan Claudio dirigiéndose a Catalina--, que nadie
salga; ¡que nadie se acerque a las ventanas!

Y acto continuo salió al pasadizo.

Cuantos presenciaron la anterior escena palidecieron intensamente.

El señor Juan Claudio llegó hasta el extremo de la meseta y, dirigiendo
la vista hacia Grand-Fontaine y Framont, que se hallaban a tres mil
metros debajo de él, vio lo siguiente:

Los alemanes, que habían llegado el día antes, a la caída de la tarde,
pocas horas después que los cosacos, habían pasado la noche en las
trojes, en los establos, en los cobertizos, y en aquel momento se
agitaban como un hormiguero. Serían cinco o seis mil y salían por las
puertas en filas de diez, quince y veinte, abrochando rápidamente las
mochilas, colgándose los sables y calando las bayonetas.

Otros soldados, los de caballería--ulanos, cosacos, húsares, con
uniformes verdes, grises, azules, galoneados de rojo y amarillo; con
morriones de hule y piel de carnero, quepis y gorros desmesurados--,
ensillaban los caballos y liaban los capotes apresuradamente.

Los oficiales, con las capas terciadas, descendían las escalerillas,
unos mirando altivamente a todas partes, otros besando a las mujeres, a
la puerta de las casas.

Los trompetas, con la mano en la cadera y el codo levantado, tocaban
diana en las esquinas de las calles; los tambores apretaban las cuerdas
de las cajas. En una palabra, podían observarse en aquel espacio, no
mayor que la palma de la mano, los aprestos militares de un ejército que
se pone en marcha.

Algunos labriegos, asomados a las ventanas, contemplaban el espectáculo;
las mujeres sacaban la cabeza por los ventanillos de los graneros. Los
posaderos llenaban las cantimploras en presencia del caporal _schlague_,
que se hallaba de pie junto a ellos.

A Hullin, que tenía buena vista, no se le escapaba nada; además, hacía
muchos años que había sido testigo de hechos análogos; pero Lagarmitte,
que nunca había visto nada parecido, estaba estupefacto.

--¡Cuántos son!--decía moviendo la cabeza.

--¡Bah! ¿Y eso qué significa?--dijo Hullin--. En mi tiempo hemos
aniquilado tres ejércitos de cincuenta mil, de la misma raza que éstos,
en seis meses. Todo lo que ves ahí no nos hubiera bastado para merendar.
Y además, tranquilízate, no tenemos necesidad de matarlos a todos; ya
los verás correr como conejos. No sería la primera vez.

Después de haber hecho estas juiciosas reflexiones, Juan Claudio quiso
ir a ver cómo se hallaba la gente.

--¡Vamos!--dijo al pastor.

Ambos comenzaron a caminar por detrás de los parapetos, siguiendo una
trinchera, abierta en la nieve dos días antes. La nieve, endurecida por
la helada, se había convertido en hielo. Los árboles, tumbados delante y
completamente cubiertos de granizo muy denso, formaban una barrera
infranqueable, que alcanzaba una anchura de cerca de seiscientos
metros. El camino cortado pasaba por debajo.

Al acercarse, Juan Claudio vio a los montañeses del Dagsberg acurrucados
en unos a modo de pozos redondos que, a distancia de veinte pasos unos
de otros, habían hecho.

Aquellos animosos hombres se hallaban sentados en las mochilas, con la
cantimplora a la derecha, el sombrero o las gorras de piel de zorro
metidos hasta las orejas y el fusil entre las piernas. No tenían mas que
levantarse para ver el camino a cincuenta pasos por debajo de ellos, al
extremo de una rampa suave.

La llegada de Hullin causó una satisfacción general.

--¡Eh, señor Juan Claudio!, ¿cuándo vamos a empezar?

--Pronto, hijos míos, no tengáis prisa; antes de una hora habrá
comenzado la partida.

--¡Ah! ¡Tanto mejor!

--Sí, pero sobre todo, apuntad bien, a la altura del pecho, sin
apresuramiento y sin descubrir el cuerpo más de lo que sea preciso.

--Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio--le contestaban.

Hullin se alejaba luego en otra dirección; por todas partes se le
recibía con igual entusiasmo.

--No se olviden--decía a todos--de parar el fuego en cuanto oigan la
cuerna de Lagarmitte; pues, de lo contrario, se gastaría inútilmente la
pólvora.

Cuando llegaron donde se encontraba Materne, que mandaba un pelotón de
hombres, cuyo número ascendía a cerca de doscientos cincuenta, Hullin
halló al cazador en disposición de fumarse una pipa, con la nariz roja
como un ascua y la barba erizada por el frío, como piel de jabalí.

--¡Eh! ¿Eres tú, Juan Claudio?

--Sí, vengo a estrechar tu mano.

--Con mucho gusto; pero oye: el enemigo no se da prisa en venir; ¿irán a
pasar por otra parte?

--No tengas cuidado; necesitan apoderarse de la carretera para
transportar la artillería y los bagajes. ¿Ves? Ya han tocado a
botasilla.

--Sí, lo he visto; parece que se preparan.

Luego, riendo en voz baja, Materne añadió:

--No sabes, Juan Claudio, hace un momento, cuando miraba hacia
Grand-Fontaine, la cosa tan divertida que he visto.

--¿Qué, amigo mío?

--He visto a cuatro alemanes que asían a Dubreuil, el gordo, amigo de
los aliados; le han tendido en el banco de piedra que hay a la puerta de
su casa, y uno de aquéllos, un hombre alto y delgado, le ha dado no sé
cuántos estacazos en las costillas. ¡Je, je, je! ¡Cómo gritaría el muy
bribón! Apuesto a que ha negado algo a sus excelentes amigos; por
ejemplo, el vino que tiene del año once.

Hullin ya no oía a su compañero, porque, habiendo mirado casualmente
hacia el valle, acababa de ver un regimiento de infantería que
desembocaba en la carretera. Más allá, en la calle, la caballería
avanzaba, y cinco o seis oficiales iban delante galopando.

--¡Ah, ah! ¡Ahí vienen, ahí vienen!--exclamó el antiguo soldado, cuyo
rostro tomó de pronto una expresión de singular entusiasmo. ¡Vamos! ¡Por
fin se deciden!

Y se arrojó por la trinchera gritando:

--¡Muchachos, atención!

Al pasar, vio a Riffi, el sastrecillo de Charmes, inclinado sobre un
enorme fusil de munición; el hombrecillo había hecho un escalón en la
nieve para apuntar mejor. Más arriba reconoció al leñador Rochart, con
sus recias almadreñas cubiertas con pieles de carnero; en tal instante,
llenaba la cantimplora y se ponía derecho lentamente, con la carabina
bajo el brazo y el gorro de algodón inclinado hacia la oreja.

Y no hubo más, porque para dominar todo el campo de batalla Hullin debía
trepar a la cumbre del Donon, en la que be elevaba una roca.

Lagarmitte le seguía muy de prisa, dando zancadas. Diez minutos después,
cuando llegaron jadeantes a lo alto de la roca, vieron, a mil quinientos
metros por debajo de ellos, la columna enemiga, que se componía de unos
tres mil hombres, luciendo amplios uniformes blancos, obscuros
correajes, polainas de paño, los chacós muy anchos y los bigotes rojos;
los oficiales, con gorras de plato, marchaban en el espacio que separaba
unas compañías de otras, contoneándose a caballo, con la espada en la
mano y volviéndose de vez en cuando, para gritar con voz aguda:
_Worwaerts!_, _worwaerts!_[4].

Y todo el conjunto erizado de refulgentes bayonetas, que subían a paso
de carga hacia los parapetos.

Materne, el cazador, asomando su gran nariz aguileña por encima de una
rama de enebro y enarcando las cejas, observaba también la llegada de
los alemanes. Y como tenía muy buena vista, distinguía las caras entre
aquella multitud y podía elegir la persona que quería derribar.

En medio de la tropa, jinete en un caballo bayo, avanzaba muy erguido un
oficial de edad provecta, peluca blanca y con un sombrero de picos con
galón de oro, el cuerpo cruzado por una banda amarilla y el pecho
cubierto de cintajos. Cuando dicho personaje alzaba la cabeza, el pico
del sombrero, coronado por un penacho de plumas negras, hacía las veces
de visera. Profundas arrugas surcaban las mejillas del caballero, que
parecía no tener nada de amable.

--¡Este es mi hombre!--se dijo el cazador, mientras apoyaba en el hombro
la carabina muy despacio.

Luego apuntó, hizo fuego, y cuando miró, el anciano oficial había
desaparecido.

Acto continuo comenzó en la ladera, a lo largo de los atrincheramientos,
un fuego de fusilería incesante, parecido a un chisporroteo; pero los
alemanes, sin contestar, continuaron avanzando hacia los parapetos con
los fusiles al hombro y las filas de soldados muy derechas, como si
estuvieran en una parada.

A decir verdad, más de un montañés valiente, padre de familia, al ver
subir aquella selva de bayonetas, a pesar de las descargas, pensó que
quizás hubiera sido más prudente haberse quedado en la aldea que
meterse en una aventura semejante. Pero, como dice el refrán, «cuando el
vino está servido hay que apurar las copas».

Riffi, el sastrecillo de Charmes, recordó las juiciosas palabras de su
mujer Sapiencia: «¡Riffi, darás lugar a que te rompan un hueso, y te lo
habrás merecido!»

El pobre hombre hizo promesa de un _ex voto_ magnífico a la capilla de
San León si volvía de la guerra; pero al mismo tiempo se dispuso a
utilizar cuanto pudiera el gran fusil de munición.

A doscientos pasos del parapeto los alemanes se detuvieron y comenzaron
un fuego graneado tan intenso como no se había oído otro semejante en la
sierra; era un verdadero zumbido constante de disparos; las balas, a
centenares, segaban las ramas, hacían saltar pedazos de hielo, se
aplastaban en las piedras, a izquierda, a derecha, por delante, por
detrás. Unas rebotaban con silbidos extraños, y a veces pasaban como
bandadas de pichones.

No impedía aquello a los montañeses continuar el fuego; pero hubo
necesidad de pararlo, porque toda la ladera se hallaba envuelta en un
humo azulado que impedía ver.

Pasados próximamente diez minutos, se oyó el redoble de un tambor, y
aquella masa humana se lanzó corriendo hacia los parapetos, gritando,
tanto los oficiales como los soldados: _Worwaerts!_

La tierra se estremecía.

Materne irguiose cuan largo era, y colocándose al lado de la trinchera,
con voz terrible y un fuerte temblor en las mejillas, exclamó:

--¡Arriba!..., ¡arriba!...

Era el momento conveniente, porque gran número de alemanes, casi todos
estudiantes de filosofía, de derecho y de medicina, con las caras llenas
de cicatrices a consecuencia de los duelos tenidos en las cervecerías de
Munich, de Jena y de otras partes, y que luchaban contra nosotros en
virtud de la promesa que se les había hecho de concederles ciertas
libertades después de la caída de Napoleón; todos aquellos mozalbetes
intrépidos trepaban asiéndose de pies y manos del hielo y trataban de
saltar a las trincheras.

Pero a medida que trepaban se les rechazaba a culatazos y caían en sus
propias filas como un pedrisco.

En tal ocasión, pudo preciarse el ejemplar comportamiento del anciano
leñador Rochart. El solo hizo rodar por tierra a más de diez hijos de la
vieja Germania; los cogía por debajo de los brazos y los arrojaba al
camino. Materne tenía la bayoneta viscosa de sangre. Y el pequeño Riffi
no cesaba de cargar el fusil y de tirar con ardor sobre la masa de
enemigos; y José Larnette, que tuvo la desgracia de que le alcanzase un
tiro en un ojo; Hans Baumgarten, que resultó con un hombro maltrecho;
Daniel Spitz, que perdió dos dedos de un sablazo, y otros muchos, cuyos
nombres deben ser honrados y venerados por los siglos de los siglos, no
dejaron durante un segundo de cargar y descargar sus fusiles.

Por la parte baja de la rampa se oían gritos horribles, y cuando se
miraba por encima se veían bayonetas de punta y hombres a caballo.

Aquel choque duró más de un cuarto de hora. Nadie sabía lo que los
alemanes pretendían hacer, puesto que no podían forzar el paso; pero, de
improviso, decidieron retroceder. Habían muerto casi todos los
estudiantes, y los demás, aguerridos guías acostumbrados a las retiradas
honrosas, no eran capaces de combatir con el mismo entusiasmo.

Comenzaron, pues, a retirarse lentamente, y, por último, con mayor
prisa. Los oficiales, detrás de los fugitivos, les golpeaban con los
sables de plano, y como los tiros les iban a los alcances, acabaron
huyendo con tanta precipitación como orden habían empleado a su llegada.

Materne, de pie en lo alto del talud y acompañado de cincuenta hombres,
blandía la carabina y reía con la mayor satisfacción.

En la parte inferior de la rampa se arrastraban masas de heridos. La
nieve, removida por las pisadas, estaba roja de sangre. En medio de un
montón de cadáveres se veían dos oficiales jóvenes que aún se hallaban
vivos y que sucumbían por el peso de sus caballos muertos.

Era horrible el espectáculo; pero los hombres son, en verdad, feroces.
No hubo uno solo, de los victoriosos montañeses, que se compadeciera de
aquellos desgraciados; al contrario, cuantos más muertos veían, tanto
más se regocijaban.

En tal momento, Riffi, poseído de un noble entusiasmo, se deslizó a lo
largo del talud, porque acababa de ver, un poco a la izquierda, por
debajo de los parapetos, un magnífico caballo, perteneciente al coronel
muerto por Materne, que se había refugiado en aquel rincón, sano y
salvo.

--En mis manos caerás--se decía Riffi--; Sapiencia se va a quedar
asombrada.

Cuantos contemplaban la escena envidiaban la suerte del hombrecillo, el
cual, cogiendo el caballo por la brida, se montó en él. ¡Pero cuál no
sería la estupefacción general, y sobre todo la de Riffi, cuando vieron
al noble bruto emprender una carrera desenfrenada en dirección de las
tropas alemanas!

El sastrecillo levantaba al cielo las manos, implorando a Dios y a todos
los santos.

Materne tuvo la idea de disparar contra el caballo, pero no se atrevió a
hacerlo porque iba demasiado de prisa.

Apenas hubo llegado al bosque de bayonetas enemigas, Riffi desapareció.

Todo el mundo creyó que había muerto asesinado; pero una hora después se
le vio pasar por la calle Mayor de Grand-Fontaine, con las manos atadas
a la espalda, seguido del caporal _schlague_, que empuñaba una baqueta.

¡Pobre Riffi! Fue el único que no pudo gozar del triunfo, y sus
compañeros acabaron por reírse de su triste sino, como si se hubiera
tratado de un _kaiserlick_.

Tal es el carácter de los hombres; cuando la alegría pasa por su puerta,
no sienten los dolores de los demás.



XV


Los montañeses rebosaban de entusiasmo; alzaban las manos, se ensalzaban
unos a otros y se consideraban los primeros héroes de la Tierra.

Catalina, Luisa, el doctor Lorquin, todo el mundo se apresuró a salir de
la casa, gritando, felicitándose mutuamente, para ver las huellas de las
balas y los taludes ennegrecidos por la pólvora; por otra parte, José
Larnette, con la cabeza maltrecha, se hallaba tendido en un hoyo;
Baumgarten, con un brazo colgando, se dirigió a la ambulancia muy
pálido, y Daniel Spitz, a pesar del balazo recibido, quería seguir
luchando; pero el doctor no hizo caso de aquellos deseos y le obligó a
marchar a casa.

Luisa llegó con el carrillo y dio de beber aguardiente a los que habían
combatido, y Catalina Lefèvre, de pie junto al borde de la rampa,
contemplaba los muertos y los heridos esparcidos en la carretera, al
final de largos regueros de sangre. Entre aquellos desgraciados había
unos que eran jóvenes y otros viejos, con los rostros blancos como la
cera, los ojos desmesuradamente abiertos y los brazos extendidos.
Algunos pugnaban por levantarse, pero volvían a caer en seguida; otros
miraban a las alturas como temiendo que les disparasen desde ellas. Y se
arrastraban desde lo largo del talud para ponerse al abrigo de las
balas.

Muchos parecían resignados y buscaban un lugar donde morir, o se
quedaban mirando a su regimiento, que se alejaba en dirección de
Framont; ¡aquel regimiento de que formaban parte cuando salieron de su
aldea, en el que habían hecho una larga campaña, y que ahora les
abandonaba! «¡El regimiento volverá a ver a Alemania!--pensaban los
desgraciados--. Y cuando pregunten al capitán o al sargento: «¡Conoce
usted a un tal Hans, Kasper o Nickel, de la primera o de la segunda
compañía?», responderán: «Espere usted... Me parece recordar... ¿Era uno
que tenía una cicatriz en la oreja o en la mejilla, los cabellos rubios
o castaños y cinco pies y seis pulgadas? Sí, le conocí. En Francia se ha
quedado cerca de una aldehuela cuyo nombre no recuerdo. Los montañeses
le mataron el mismo día que al comandante Yeri-Peter; era un excelente
muchacho.» Y después se acabó.

Tal vez, entre tantos, habría algunos que se acordaban de sus madres...
o de cierta linda muchacha de su país, _Gretchen o Lotchen_[5], que les
había dado una cinta al partir mientras lloraban a lágrima viva: «¡Te
esperaré, Kasper; sólo contigo me he de casar!» «¡Sí, sí; mucho tiempo
has de esperar!»

La señora Lefèvre, viendo aquel cuadro de dolor, pensaba en Gaspar.
Hullin, que acababa de llegar con Lagarmitte, gritaba alegremente:

--¡Bien, amigos míos! ¡Ya habéis entrado en fuego! ¡Mil demonios! ¡Esto
marcha! Los alemanes no estarán muy orgullosos de la jornada.

Luego besó a Luisa y corrió a ver a la señora Lefèvre.

--¿Está usted satisfecha, Catalina? ¡No van mal nuestros asuntos! Pero
¿qué le sucede? ¿Usted no se alegra?

--Sí, Juan Claudio, todo va bien..., estoy contenta; pero mire usted al
camino: ¡qué matanza!

--Es la guerra--respondió gravemente Hullin.

--¿Y no habría medio de ir abajo a recoger a ese chico..., que nos mira
con sus hermosos ojos azules, ¡Qué lástima me da de él!..., o a ese otro
moreno que se venda la pierna con un pañuelo?

--Imposible, Catalina, lo siento mucho; habría necesidad de hacer una
escalera en el hielo para bajar, y los alemanes, que van a volver dentro
de una o dos horas, la utilizarían para el asalto. Vámonos. Hay que
comunicar el triunfo a todas las aldeas: a Labarde, a Jerónimo, a
Piorette. ¡Eh! ¡Simón, Niklo, Marchal, venid! Vais ahora mismo a llevar
la gran noticia a los compañeros. ¡Materne, mucho cuidado! Al menor
movimiento no dejes de avisarme.

Se acercaron todos a la casa, y Juan Claudio, al pasar, vio la tropa de
reserva, y a Marcos Divès montado a caballo en medio de sus hombres. El
contrabandista se quejaba amargamente de permanecer con los brazos
cruzados. Se consideraba como deshonrado por no haber hecho nada.

--¡Bah!--le dijo Hullin--, ¡tanto mejor! Además, tú guardas nuestra
derecha. Mira, allá, aquella meseta: si nos atacan por ese lado, puedes
marchar.

Divès no contestó nada; su rostro tenía una expresión triste e indignada
a la vez, y los contrabandistas que le acompañaban, envueltos en sus
capas, con sus largos espadones colgando por encima de ellas, no
parecían tampoco de muy buen humor; diríase que proyectaban una
venganza.

Hullin, convencido de que no podía consolarles, entró en la alquería. El
doctor Lorquin se disponía a extraer la bala de la herida de Baumgarten,
el cual daba terribles gritos.

Pelsly, en el portal de la casa, temblaba de pies a cabeza. Juan Claudio
le pidió papel y tinta para transmitir las órdenes a las demás
posiciones de la sierra; y era tan grande la turbación del pobre
anabaptista, que a duras penas pudo dárselos. No obstante, consiguió
hacerlo, y los peatones se marcharon muy orgullosos de haber recibido el
encargo de comunicar la primera batalla y la victoria.

En la sala grande se habían reunido muchos montañeses que se calentaban
cerca del hogar y hablaban con animación. Daniel Spitz había sufrido ya
la amputación de dos dedos y se hallaba sentado detrás de la estufa, con
la mano envuelta en unos trapos blancos.

Los hombres que se habían apostado, desde antes del amanecer, detrás de
los parapetos, como no habían comido, tomaban un bocado y bebían un poco
de vino, mientras gritaban, gesticulaban y enaltecían a boca llena sus
acciones. Luego salían, iban a echar una ojeada a la trinchera, volvían
a calentarse, y todo el mundo, al recordar a Riffi, sus alaridos cuando
se le iba el caballo y sus gritos de angustia, se reía hasta
desternillarse.

Eran las once. Aquellas idas y venidas duraron hasta mediodía, momento
en que Marcos Divès penetró rápidamente en la sala gritando:

--¡Hullin! ¿Dónde está Hullin?

--Aquí estoy.

--¡Pronto, ven!

La voz del contrabandista tenía un acento extraño; hacía un momento,
aunque irritado por no haber intervenido en el combate, parecía más bien
triunfante. Juan Claudio le siguió lleno de inquietud, y la sala quedó
vacía en un momento, pues todo el mundo se dio cuenta, por la animada
expresión de Marcos, que se trataba de un asunto grave.

A la derecha del Donon se extiende el barranco de las Mineras, que sirve
de cauce a un torrente en la época del deshielo y que baja desde la
cumbre de la sierra hasta lo hondo del valle.

Frente por frente de la meseta que defendían los guerrilleros, y en la
ladera opuesta del barranco, a quinientos o seiscientos metros, avanza
una especie de espolón descubierto y escarpado que Hullin no había
creído necesario ocupar provisionalmente para no dividir las fuerzas, y
además porque imaginaba que no le sería difícil rodear la posición por
los pinares y establecerse allí en caso que el enemigo intentase
apoderarse de ella.

Ahora bien: imagínese la consternación de nuestros personajes cuando, al
asomarse al umbral de la alquería, vieron dos compañías de alemanes
trepar por las faldas opuestas, entre los huertos de Grand-Fontaine, con
dos piezas de artillería, arrastradas por vigorosos tiros, y que
parecían colgadas del precipicio. Una gran multitud empujaba las ruedas,
y pocos momentos faltaban para que los cañones alcanzasen lo alto de la
meseta. Aquello fue como un rayo sobre la cabeza de Juan Claudio; se
puso intensamente pálido, y le acometió un acceso de furor
indescriptible contra Divès.

--¿No has podido avisarme antes?--díjole Hullin con voz semejante a un
aullido--. ¿No te encargué que vigilaras el barranco? ¡Estamos cercados!
¡Ahora nos cogerán de flanco y cruzarán el camino más lejos! ¡Todo se lo
ha llevado el demonio!

Cuantos se hallaban presentes, incluso Materne, que había acudido a toda
prisa, se estremecieron de pies a cabeza al ver la mirada que Juan
Claudio dirigió al contrabandista.

Este, a pesar de su audacia habitual, quedose sobrecogido y no sabía qué
responder.

--Vamos, vamos, Juan Claudio--dijo por último--; la cosa no es tan grave
como dices. Todavía no hemos pegado nosotros. Además, nos hacen falta
cañones, y esos nos vendrán a maravilla.

--¡Sí, a maravilla, idiota! Has estado esperando hasta el último momento
por amor propio, ¿no es eso? Querías batirte, ensalzar tus hazañas,
vanagloriarte. Y para eso juegas con la vida de todos nosotros. ¡Ea,
mira! ¡Allí tienes a los otros preparándose en Framont!

En efecto; una nueva columna, mucho más fuerte que la primera, salía de
Framont a paso de carga y subía hacia los parapetos. Divès no decía una
palabra; Hullin, reprimiendo su indignación, se tranquilizó súbitamente
ante la gravedad del peligro.

--¡Id a ocupar vuestros puestos!--dijo Juan Claudio con voz seca a
cuantos se hallaban presentes--; que todo el mundo esté preparado para
el ataque que se aproxima. ¡Materne, mucho cuidado!

El cazador bajó la cabeza.

Mientras tanto, Marcos Divès había recobrado su aplomo.

--En vez de gritar como una mujer--dijo a Hullin--, mejor sería que me
mandaras atacar allá abajo, rodeando el barranco por los pinares.

--¡No queda otro recurso, con mil demonios!--replicó Juan Claudio.

Y algo más tranquilo añadió:

--Oye, Marcos, te aborrezco hasta la muerte. Habíamos vencido, y por tu
culpa todo está como antes. ¡Si se frustra tu ataque, los dos nos
cortaremos la cabeza!

--Bueno, bueno; la pelota está en el tejado; ¡yo te respondo de lo que
ocurra!

El contrabandista montó, de un salto, a caballo, terciose sobre el
hombro uno de los picos de la capa y desenvainó su gran espada con un
continente magnífico. Todos los hombres que le seguían hicieron lo
mismo.

Luego, Divès, volviéndose hacia la tropa de reserva, compuesta de
cincuenta rudos montañeses, y señalando la meseta con el sable, les
dijo:

--¿Veis aquello, muchachos? Nuestro tiene que ser. Los de Dagsburgo no
podrán decir que tienen más valor que los del Sarre. ¡Adelante!

Y la tropa, enardecida, se puso en marcha, flanqueando el barranco.
Hullin, muy pálido, gritó:

--¡A la bayoneta!

El enorme contrabandista, montado en un altísimo rocín de musculosa y
reluciente grupa, se volvió sonriendo para sí; agitó luego la espada con
un ademán expresivo, y la tropa se perdió en los pinares.

En aquel momento los alemanes, con las piezas de ocho, llegaban a la
meseta y se formaban en batería, mientras que la columna de Framont
trataba de escalar la ladera. Todo se hallaba, pues, en el mismo estado
que antes de la batalla, con la diferencia de que los cañones enemigos
iban a entrar en juego y a coger a los defensores por la espalda.

Se veían claramente las dos piezas, los grapones, las palancas, los
escobillones, los artilleros y el oficial: un individuo delgado, ancho
de espaldas, de largos bigotes rubios. La niebla azulada del valle
acortaba las distancias, hasta el extremo de que se hubiera creído poder
alcanzar la posición con la mano; pero Hullin y Materne no se engañaban;
había más de seiscientos metros, y ningún fusil alejaba tanto.

No obstante, el cazador Materne, antes de regresar a los parapetos,
quiso convencerse de ello; y acercándose cuanto le fue posible al
barranco, acompañado de su hijo Kasper y de otros varios, se apoyó en un
árbol y apuntó con lentitud hacia el oficial de los bigotes rubios.

Cuantos presenciaron la escena contuvieron la respiración, temerosos de
que fracasara la prueba.

Materne hizo el disparo; mas cuando puso la culata en el suelo y miró,
nada había cambiado.

--¡Es curioso cómo la edad acorta la vista!--dijo el cazador.

--¡Usted corto de vista!--exclamó Kasper--; ¡desde los Vosgos a Suiza no
hay nadie que pueda hacer un blanco a doscientos metros mejor que usted!

El anciano guardabosque lo sabía perfectamente; pero no quería desanimar
a los demás.

--Está bien--añadió Materne--; no es hora de discutir. Los enemigos van
a subir; cada cual cumpla con su deber.

A pesar de tales palabras, sencillas y reposadas en apariencia, Materne
sentía una gran inquietud interior. Al entrar en la trinchera llegaron a
sus oídos rumores vagos; el resonar de armas, el ruido de una multitud
de pasos regulares; miró entonces por encima de la rampa y vio a los
alemanes que llegaban provistos de largas escalas terminadas en garfios
de hierro.

Aquel nuevo contratiempo causó una impresión desagradable al
guardabosque; hizo señas a su hijo para que se acercara y le dijo en voz
muy baja:

--Kasper, esto va mal, esto va muy mal; esos bribones traen las escalas;
dame la mano. Quisiera tenerte cerca de mí y también a Frantz; ¡pero
hemos de defender el pellejo hasta lo último!

En aquel momento un golpe terrible sacudió los parapetos de arriba
abajo: oyose una voz ronca que gritaba: «¡Ay, Dios mío!»

Luego, un ruido sordo a unos cien pasos de distancia, y un abeto se
inclinó lentamente y cayó al abismo. Eran los efectos del primer
cañonazo; había cortado las piernas al anciano Rochart. A este primero,
siguió casi al mismo tiempo un segundo cañonazo, que cubrió a los
defensores de hielo pulverizado, con un zumbido terrible. Materne, al
oírlo, no pudo menos de bajar la cabeza; pero en seguida se puso
derecho, exclamando:

--¡Venguémonos, hijos míos!... ¡Aquí están!... ¡Vamos a vencer o a
morir!

Por fortuna, el terror de los defensores no duró más de un segundo;
todos comprendieron que a la menor vacilación estaban perdidos. Dos
escalas se elevaban en aquel momento por los aires, a pesar del fuego, y
venían a apoyar sus garfios en la rampa. El peligro inminente reavivó
las energías de los defensores de la trinchera, y el combate comenzó de
nuevo más furioso, más desesperado que la primera vez.

Hullin había visto las escalas antes que Materne, y su indignación
contra Divès aumentó más aún; pero como en semejantes ocasiones la
indignación no sirve para nada, mandó a Lagarmitte que dijera a Frantz
Materne, el cual se hallaba apostado al otro lado del Donon, que
acudiese a toda prisa con la mitad de los hombres a sus órdenes.
Fácilmente puede adivinarse si el muchacho, advertido del peligro que
corría su padre, dejaría perder un segundo. Ya se veían los amplios
sombreros negros trepar por la ladera a través de la nieve, con el fusil
a la espalda y marchando tan de prisa como podían, y, sin embargo, Juan
Claudio salió al encuentro de ellos, sudoroso, con la mirada huraña, y
les gritó con voz enérgica:

--¡Vamos! ¡Vamos!... ¡Más de prisa! ¡A ese paso no llegaréis nunca!

Hullin temblaba de ira, haciendo responsable de la situación al
contrabandista.

Mientras tanto, Marcos Divès había rodeado el barranco, en lo que empleó
una media hora, y comenzaba a divisar las dos compañías alemanas
situadas, en posición de descanso, a cien pasos detrás de los cañones
que hacían fuego sobre las trincheras. Entonces, el contrabandista se
acercó a los de a pie y, conteniendo la voz, les dijo, al mismo tiempo
que los cañonazos percutían uno tras otro en la garganta y que se oían,
a lo lejos, los clamores del asalto:

--¡Compañeros! ¡Vais a arremeter contra la infantería a la bayoneta!
Nosotros nos encargamos de los demás. ¿Estamos?

--Sí, estamos.

--Pues ¡en marcha!

La tropa avanzó en buen orden hasta la orilla del bosque, con Piercy de
Soldatenthal a la cabeza. Casi al mismo tiempo se oyó el _¿verdá?_[6] de
un centinela; luego dos tiros, un grito estentóreo de «¡Viva Francia!» y
el ruido sordo de una multitud de pasos que se precipitaban al mismo
tiempo; los valientes montañeses cayeron sobre el enemigo como una
manada de lobos.

Divès, de pie en los estribos, con la cabeza levantada y los bigotes de
punta, los miraba sonriendo, y decía:

--¡Esto va bien!

La refriega era terrible; el suelo se estremecía. Los alemanes, lo mismo
que los franceses, no hacían fuego; el ataque se verificaba en silencio;
un choque de bayonetas, un ruido de culatazos interrumpidos de vez en
cuando por algún tiro suelto, gritos de ira, recias pisadas y voces
indistintas: no se oía nada más.

Los contrabandistas, con la cabeza erguida y el sable en la mano, se
regodeaban pensando en la matanza próxima y aguardaban la orden de su
jefe con impaciencia.

--Ahora nos toca a nosotros--dijo por último Marcos--. ¡Los cañones son
nuestros!

Y de la parte más intrincada de la espesura, con las amplias capas
abiertas como alas, el cuerpo inclinado hacia adelante y las espaldas en
alto, los contrabandistas partieron.

--No dar tajos, sino estocadas--dijo Marcos.

Y no hubo más.

Los doce buitres llegaron a los cañones en un segundo. Formaban parte
del pequeño escuadrón cuatro antiguos dragones españoles y dos
aguerridos coraceros de la guardia que se habían unido a Marcos en busca
de aventuras. Ya puede imaginarse lo que estos hombres hicieron. Los
golpes dados con las palancas, las escobillas y los sables, únicas
armas de que disponían los artilleros, llovían a su alrededor como una
granizada; pero eran parados de firme, y cada estocada devuelta hacía
rodar a un hombre.

Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales le
cubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero;
pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla y
alargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubios
y le clavó a uno de los cañones. Después, se puso derecho, y mirando
alrededor, con las cejas fruncidas y en tono sentencioso, dijo:

--Ya están todos despachados; los cañones son nuestros.

Para abarcar el conjunto de tal escena hay que imaginarse la refriega
que tenía lugar en la meseta de las Mineras; los aullidos, los relinchos
de los caballos, los gritos de ira, la huída de unos, arrojando las
armas para correr más de prisa, el encarnizamiento de otros; más allá
del barranco, las escalas, cubiertas de uniformes blancos y erizadas de
bayonetas; los montañeses, situados en la rampa, defendiéndose
desesperadamente; las vertientes de la ladera, el camino y, sobre todo,
la parte baja de los parapetos, cubiertos de muertos y heridos; el
tropel de enemigos, con el fusil al hombro, los oficiales en medio de
ellos, apresurándose por seguir el movimiento; por último, Materne, de
pie en la cima del talud, con la carabina en alto, cogida por el cañón,
la boca abierta hasta las orejas, llamando a voz en grito a su hijo
Frantz, que llegaba con el pelotón, precedido del señor Juan Claudio,
para ayudar a la defensa. Hay que imaginarse también el ruido de la
multitud de disparos que se hacían, de las descargas, ya cerradas, ya
sucesivas, y, sobre todo, los gritos lejanos, vagos, terribles,
interrumpidos por prolongados lamentos, que iban a morir en los ecos de
los montes. Todo aquello concentrado en un solo instante y en una sola
mirada: tal era el cuadro que debemos tener ante los ojos.

Pero Divès no era hombre que se entregara a la contemplación, y no
perdió tiempo en hacer reflexiones poéticas sobre el tumulto y el
encarnizamiento de la batalla. Bastole una mirada para hacerse cargo de
la situación, y arrojándose del caballo, se dirigió al cañón más
próximo, que se hallaba cargado; cogió las palancas de ajuste para
cambiar la dirección, apuntó al pie de las escalas y, aplicando una
mecha encendida que encontró por allí, hizo fuego.

Un momento después se oyeron, en la lejanía, clamores extraños, y el
contrabandista, mirando a través del humo, vio una brecha sangrienta en
las filas del enemigo. Agitó entonces los brazos en señal de triunfo, y
los montañeses, encaramados en los parapetos, le respondieron con un
hurra general.

--¡Vamos! ¡Pie a tierra!--dijo Divès a sus hombres--; no hay que
dormirse. ¡Aquí un cartucho! ¡Una bala! ¡Ahora, estopa! Nosotros somos
los que vamos a limpiar el camino. ¡Cuidado!

Los contrabandistas se colocaron en posición, y el fuego continuó contra
los uniformes blancos con entusiasmo. Las balas atravesaban de una punta
a otra las filas enemigas. A la décima descarga, hubo un clamor general
de «¡Sálvese quien pueda!»

--¡Fuego!, ¡fuego!--gritaba Marcos.

Y los defensores de las trincheras, apoyados finalmente por la tropa de
Frantz y dirigidos por Hullin, volvieron a tomar las posiciones que
habían por un momento perdido.

Al cabo de unos segundos no se vieron en la ladera mas que fugitivos,
muertos y heridos. Eran las cuatro de la tarde; la noche se acercaba. La
última bala cayó en la calle de Grand-Fontaine y, rebotando en la
esquina del abrevadero, derribó la chimenea de _El Buey Rojo_.

Cerca de seiscientos hombres perecieron aquel día. No fueron pocos los
montañeses muertos; pero los _kaiserlicks_ fueron muchos más. Y sin el
cañoneo de Divès todo se hubiera perdido, porque los defensores eran
menos de uno contra diez, y el enemigo comenzaba a hacerse dueño de la
trinchera.



XVI


Los alemanes, amontonados en Grand-Fontaine, huían en bandadas hacia
Framont, unos a pie, otros a caballo, aligerando el paso, arrastrando
pesados cajones, arrojando las mochilas y mirando para atrás, como si
temieran que los franceses les fueran a los alcances.

En Grand-Fontaine, todo lo destruían por venganza, forzaban puertas y
ventanas, maltrataban a las gentes, exigían comidas y bebidas sin
dilación y perseguían a las muchachas hasta los graneros. Los gritos,
las imprecaciones, las órdenes de los jefes, las lamentaciones de los
aldeanos, el rumor sordo, continuo, de pasos que se elevaba del puente
de Framont, el relinchar penetrante de los caballos heridos, todo
aquello subía como un zumbido confuso hasta los parapetos.

En la ladera sólo se veían armas, chacós y muertos; en una palabra, los
residuos de una gran derrota. Enfrente se aparecían los cañones de
Marcos Divès enfilados hacia el valle y dispuestos a hacer fuego en caso
de un nuevo ataque.

Todo había afortunadamente acabado. Y, sin embargo, ni un solo grito se
elevaba de las trincheras; las pérdidas de los montañeses habían sido
muy dolorosas en el último asalto. El silencio que siguió al tumulto
tenía algo de solemne, y cuantos hombres lograron escapar a la
carnicería se miraban unos a otros con gravedad, como admirados de
volverse a ver. Algunos llamaban al amigo; otros, al hermano, que no
respondía, y dirigiéndose en su busca por la trinchera, a lo largo de
los parapetos o por la rampa, gritaban: «¡Eh! ¡Jacobo, Felipe! ¿Eres
tú?»

Mientras tanto, iba acercándose la noche; sus tonos grises se extendían
por los atrincheramientos y por el abismo, envolviendo en el misterio
aquellas horribles escenas. La gente iba y venía entre los despojos de
la batalla sin reconocerse.

Materne, después de haber secado la bayoneta, llamó a sus hijos con voz
ronca.

--¡Eh! ¡Kasper! ¡Frantz!

Y al ver que se acercaban entre sombras, les preguntó:

--¿Sois vosotros?

--Sí; nosotros somos.

--¿No tenéis nada?

--No.

La voz del cazador, que era sorda al principio, ahora temblaba, y
quedamente añadió:

--¡Nos hallamos otra vez los tres reunidos!

Y el cazador, del que no podía decirse que era nada cariñoso, besó a sus
hijos con frenesí, lo cual sorprendió a éstos sobremanera. Mas al oír un
ruido que se escapaba del pecho de su padre, algo así como sollozos
interiores, ambos jóvenes se quedaron atónitos y no pudieron dejar de
pensar: «¡Cómo nos quiere! ¡Nunca hubiéramos creído esto!»

Frantz y Kasper se sintieron también conmovidos hasta las entrañas.

Pero en seguida, el anciano, dominando su emoción, exclamó:

--¡Está bien, hijos míos! ¡La jornada ha sido dura! ¡Vamos a beber un
trago, porque tengo sed!

Dirigieron los tres una última mirada hacia el talud sombrío, y viendo
los centinelas que de treinta en treinta pasos acababa de poner Hullin
al pasar, se encaminaron juntos hacia la vieja alquería.

Iban atravesando la trinchera, llena de muertos, levantando los pies al
sentir algún objeto blando, cuando oyeron una voz ahogada que decía:

--¿Eres tú, Materne?

--¡Ah! ¡Pobre amigo Rochart, perdón!--respondió el cazador
inclinándose--; ¡te he tocado! Pero ¿cómo? ¿Estás todavía aquí?

--Sí... No puedo andar..., porque me faltan las piernas.

Permanecieron los tres silenciosos, y el leñador añadió luego:

--Dile a mi mujer que detrás del armario, en una media, hay cinco
escudos de seis libras; los había reservado... por si caíamos enfermos
uno u otro... Pero yo no necesito nada ya.

--¡Ya veremos, ya veremos!... No hay que perder la esperanza de
salvarse, amigo mío. Ahora vamos a trasladarte.

--No, no merece la pena; no duraré más de una hora; ya habrá ocasión de
que me lleven.

Materne, sin responder, hizo una seña a Kasper para que cruzara la
carabina a modo de angarilla con la suya, y a Frantz le indicó que
colocara encima al leñador, a pesar de sus lamentos, lo cual quedó hecho
en un instante, y de este modo llegaron juntos a la casa.

Todos los heridos que durante el combate se habían sentido con fuerzas
para llegar a la ambulancia se encontraban allí. El doctor Lorquin y su
colega Despois, que llegó en el transcurso de la acción, tuvieron que
trabajar de firme, y no hay que creer que la tarea se había acabado.

Cuando Materne, sus hijos y Rochart atravesaban el obscuro pasillo
alumbrado por la luz de una linterna, oyeron a la izquierda un grito que
les heló la sangre en las venas, y el leñador, medio muerto, exclamó:

--¿Por qué me traéis aquí? No quiero, no... No consentiré que me hagan
nada.

--Abre la puerta, Frantz--dijo Materne con la frente cubierta de un
sudor frío--; ¡abre pronto!

Frantz empujó la puerta, y vieron en una gran mesa de cocina, en medio
de la sala baja, cuyo techo era de anchas vigas obscuras, rodeado de
seis velas de sebo, al joven Colard, tendido cuan largo era, dos hombres
sujetándole los brazos, y una cubeta debajo. El doctor Lorquin, con las
mangas de la camisa dobladas hasta los codos y una sierra corta, de tres
dedos de ancha, en la mano, se hallaba ocupado en cortar una pierna al
pobre muchacho, mientras que Despois manejaba una gran esponja. La
sangre espejeaba en la cubeta; Colard estaba más pálido que la muerte.
Catalina Lefèvre, de pie, a su lado, con un paquete de hilas sobre los
brazos, parecía serena; pero de tanto apretar los dientes, dos profundas
arrugas surcaban sus mejillas, a los lados de su ganchuda nariz. La
anciana tenía los ojos fijos en el suelo y no veía nada.

--¡Se ha terminado!--dijo el doctor volviéndose.

Y dirigiendo una mirada hacia los recién llegados, dijo:

--¡Eh! ¿Es usted, señor Rochart?

--Sí, yo soy; pero no quiero que nadie me toque. Prefiero acabar así.

El doctor levantó una vela, le miró e hizo un gesto.

--¡Vamos, amigo mío! ¡Ha perdido usted mucha sangre, y si esperamos un
poco será demasiado tarde.

--¡Tanto mejor! ¡Ya he sufrido bastante en mi vida!

--Como usted quiera. Pasemos a otro.

Había una larga fila de jergones en el fondo de la sala; los dos últimos
estaban vacíos, y en ellos se veían grandes manchas de sangre. Materne y
Kasper colocaron en el más apartado al leñador, mientras que Despois se
acercaba a otro herido diciéndole:

--¡Nicolás, ha llegado tu hora!

Entonces Nicolás Cerf se levantó con el rostro pálido y los ojos
desencajados de terror.

--Dadle una copa de aguardiente--dijo el doctor.

--No; prefiero fumarme una pipa.

--¿Dónde está tu pipa?

--En el chaleco.

--Bien; aquí la tienes. ¿Y el tabaco?

--En el bolsillo del pantalón.

--Pues cargue usted la pipa, Despois. Este hombre tiene valor; ¡muy
bien! Da gusto ver hombres de corazón. Vamos a cortarle el brazo en dos
tiempos y tres movimientos.

--¿No sería posible conservarlo, señor Lorquin, para dar de comer a mis
hijos? ¡Es lo único que tengo!

--No; el hueso está triturado y no se puede reducir. Encienda usted la
pipa, Despois. Ten, Nicolás, fuma, fuma.

El desgraciado comenzó a fumar sin ninguna gana.

--¿Estamos?--preguntó el doctor.

--Sí--respondió Nicolás con voz ahogada.

--Bien. ¡Cuidado, Despois! ¡Lave usted!

El doctor, con un cuchillo grande, hizo rápidamente un corte circular en
la carne. Nicolás rechinó los dientes. La sangre saltó. Despois se
ocupaba en ligar algo. La sierra rechinó durante dos segundos, y el
brazo cayó pesadamente al suelo.

--Esto es lo que se llama una operación bien terminada--dijo Lorquin.

Nicolás había dejado de fumar; la pipa se desprendió de sus labios.
David Schlosser, de Walsh, que había sujetado al herido, le soltó.
Lorquin envolvió el muñón en unos trapos blancos, y Nicolás, sin ayuda
de nadie, fue a acostarse de nuevo al jergón.

--¡Otro que está despachado! Limpie usted bien la mesa, Despois, y
pasemos a otro--dijo el doctor mientras se lavaba las manos en una
jofaina.

Cada vez que Lorquin decía «Pasemos a otro», los heridos se estremecían
de terror, a causa de los gritos que habían oído y de los cuchillos que
habían visto relucir; pero ¿qué hacer? Todas las habitaciones de la
casa, las trojes, los dos cuartos de arriba, todo se hallaba ocupado. No
quedaba libre mas que la sala grande para la gente de la alquería. Era,
pues, preciso operar a la vista de aquellos a quienes, más tarde o más
temprano, había de llegar el turno.

Cuanto hemos descrito sucedió en pocos instantes. Materne y sus hijos
contemplaban tales escenas como se contemplan las cosas horribles, para
saber lo que son; luego vieron en un rincón, a la izquierda, debajo del
reloj antiguo de loza, un montón de brazos y piernas. Allí había ido a
parar el brazo de Nicolás, y ahora se ocupaban los doctores en extraer
una bala del hombro de un montañés del Harberg, de rojas patillas, para
lo cual hacían a éste anchas incisiones en forma de cruz en la espalda,
cuya carne se estremecía, y de los velludos costados del herido la
sangre corría hasta las botas.

¡Cosa extraña! El perro _Plutón_, situado detrás del doctor, miraba
aquello con aire atento, como si comprendiera de lo que se trataba, y de
vez en cuando estiraba las patas y arqueaba el lomo, abriendo la boca
hasta las orejas.

Materne no pudo ver más.

--¡Vámonos!--dijo.

Apenas hubieron entrado en el obscuro pasillo, oyeron exclamar al
doctor: «¡Aquí está la bala!»

Lo cual debió causar una gran alegría al hombre del Harberg.

Una vez fuera, Materne, respirando el aire frío con toda la fuerza de
sus pulmones, exclamó:

--¡Y cuando pienso que hubiera podido sucedernos lo mismo!

--Sí--respondió Kasper--; recibir una bala en la cabeza, eso no es nada;
pero que le descuarticen a uno de esa manera y tener luego que pasar el
resto de su vida pidiendo limosna...

--¡Bah! ¡Yo haría como Rochart!--exclamó Frantz--; acabaría de una vez.
Tiene razón el viejo: cuando uno ha cumplido su deber, ¿por qué ha de
tener miedo? ¡Dios es justo y lo ve todo!

En tal momento, el ruido de unas voces fue elevándose a la derecha de
los interlocutores.

--Son Marcos Divès y Hullin--dijo Kasper, después de prestar atención.

--Sí; seguramente vienen de poner parapetos detrás del pinar para
defender los cañones--añadió Frantz.

Escucharon otra vez; los pasos se acercaban.

--Tú mismo no sabes qué hacer con esos tres prisioneros--decía Hullin
con brusquedad--; pero puesto que vas a volver esta noche al Falkenstein
para traer municiones, ¿por qué no te los llevas?

--¿Y dónde los meto?

--¡Pardiez! En la prisión municipal de Abreschwiller; nosotros no
podemos tenerlos aquí.

--¡Bien, bien!; comprendido, Juan Claudio. Y si quieren escaparse en el
camino, los atravieso con el sable por la espalda.

--¡Eso, ni que decir tiene!

Llegaron ambos a la puerta, y Hullin, al ver a Materne, no pudo reprimir
un grito de entusiasmo.

--¡Eh! ¿Eres tú, amigo mío?; hace una hora que te busco. ¿Dónde demonio
estabas?

--Hemos traído al pobre Rochart a la ambulancia, Juan Claudio.

--¡Ah!, ¡qué dolor!

--Sí, ¡qué dolor!

Hubo un momento de silencio; luego la satisfacción del jefe,
sobreponiéndose a todo, le hizo exclamar:

--La cosa no tiene nada de alegre; pero, ¿qué quiere usted?, son
consecuencias de la guerra. Y vosotros, ¿no tenéis nada?

--No, estamos los tres sanos y salvos.

--Tanto mejor, tanto mejor. Los que hayan salido con bien pueden
gloriarse de tener suerte.

--Sí--exclamó Marcos Divès riendo--; yo veía llegado el momento en que
Materne iba a tener que tocar llamada; sin los cañonazos de última hora,
a fe mía, la cosa tomaba mal cariz.

Materne enrojeció, y dirigiendo al contrabandista una mirada torva, dijo
ásperamente:

--Puede ser; pero sin los cañonazos del comienzo no hubiéramos tenido
necesidad de los del fin; el pobre Rochart y otros cincuenta hombres
tendrían sus brazos y piernas, lo cual nada dañaría nuestra victoria.

--¡Bah!--interrumpió Hullin, que veía iniciarse una disputa entre los
dos hombres, poco conciliadores por naturaleza--; dejemos eso; todo el
mundo ha cumplido con su deber, que es lo principal.

Y luego, dirigiéndose a Materne, añadió:

--Acabo de enviar un parlamentario a Framont para comunicar a los
alemanes que pueden venir a retirar sus heridos. Sin duda llegarán antes
de una hora; hay que avisar a las avanzadas para que les dejen
acercarse, pero sin armas y con antorchas; si vienen de otro modo, hay
que recibirlos a tiros.

--Voy allí en seguida--respondió el cazador.

--¡Eh, Materne! Volverás pronto a casa con tus hijos para cenar.

--Bien, Juan Claudio, iremos.

Materne se alejó.

Hullin ordenó a Frantz y a Kasper que encendieran grandes hogueras en
el vivaque para la noche; a Marcos, que diera avena a los caballos, para
ir sin pérdida de tiempo a traer municiones, y al ver que ambos se
marchaban, Juan Claudio penetró en la alquería.



XVII


Al final del pasillo obscuro estaba el patio de la casa de labor, al que
se descendía por cinco o seis escalones desgastados. A la izquierda se
alzaban el granero y el lagar; a la derecha, las cuadras y el palomar,
cuyo negro mojinete se destacaba del cielo obscuro y tormentoso; por
último, frente por frente a la puerta, se hallaba el lavadero.

Ningún ruido de fuera llegaba hasta allí; Hullin, después de tantas
escenas tumultuosas, quedose sobrecogido por aquel profundo silencio, y
miraba gavillas de paja amontonadas entre las vigas de la troje hasta
cerca del techo, los rastrillos, los arados, los carros, que se perdían
en la sombra de los cobertizos, con un sentimiento de paz y bienestar
indefinibles. Un gallo cacareaba entre las gallinas, recostadas junto a
la pared. Un gato cruzó como el relámpago y desapareció por la entrada
del sótano. Hullin creía despertar de un sueño.

Después de algunos minutos de aquella silenciosa contemplación,
dirigiose lentamente hacia el lavadero, cuyas tres ventanas brillaban en
medio de las tinieblas. A este local se había trasladado la cocina del
cortijo, que no bastaba para disponer el alimento de trescientos o
cuatrocientos hombres.

El señor Juan Claudio oyó la fresca voz de Luisa que daba órdenes en un
tonillo decidido que le sorprendió:

--¡Vamos, vamos, Katel!--decía--, acabemos pronto; la hora de cenar se
acerca, y nuestras gentes deben tener apetito. ¡Sin tomar nada desde las
seis de la mañana y batiéndose constantemente! No les hagamos esperar.
¡Pronto, pronto! Lesselé, muévase usted; traiga la sal, la pimienta...

El corazón de Juan Claudio se estremeció de alegría al oír aquella voz,
y el anciano, antes de entrar, no pudo dejar de mirar un momento por la
ventana. La cocina era grande, pero baja de techo, y estaba blanqueada.
Una viva hoguera de troncos de haya chisporroteaba en el llar,
envolviendo con sus doradas espirales la negra superficie de una enorme
olla. La campana de la chimenea, muy alta y estrecha, bastaba apenas
para dar salida a las nubes de humo que se desprendían del llar. Sobre
el fondo rojo de este cuadro se recortaba el bello perfil de Luisa, con
la falda recogida para moverse fácilmente, el rostro iluminado con los
más vivos colores y el talle ajustado por un corpiño rojo que dejaba al
descubierto sus redondos hombros y su esbelto cuello. Allí se encontraba
la joven en plena actividad, yendo y viniendo de un lado a otro,
probando las salsas con cierto airecillo de suficiencia, saboreando el
caldo, aprobándolo o censurándolo todo.

--Otro poco de sal, otro de esto, otro de aquello--decía la joven--.
Lesselé, ¿cuándo acabará usted de desplumar ese gallo? A ese paso no
concluiremos nunca.

Era encantador ver a Luisa dar órdenes de aquella manera, y Hullin la
miraba con los ojos llenos de lágrimas.

Las dos hijas mayores del anabaptista--una de ellas alta, delgada y
pálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, de
cabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo un
traje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra,
gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies con
gran lentitud y balanceándose de un lado a otro--, aquellas dos jóvenes
formaban con Luisa el más extraño contraste.

Por su parte, Katel iba y venía muy sofocada, sin decir nada, y Lesselé,
con aire pensativo, lo hacía todo con medida y compás.

Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en una
silla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro de
algodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos del
casacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y de
vez en cuando decía en tono sentencioso:

--Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza;
aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.

--Sí, sí, hay que moverse--decía Luisa--. ¿Qué sería de nosotras, Dios
mío, si tuviéramos que reflexionar semanas y meses para echar una cabeza
de ajo en un guisado? Lesselé, usted que es más alta, alcánceme esa
ristra de cebollas que está colgada del techo.

Y la joven obedecía.

Hullin no había experimentado en toda su vida mayor satisfacción.

--¡Qué bien sabe hacer que se mueva la gente!--se decía el anciano--;
¡je, je, je!; es un húsar, un ama de casa; no hubiera podido
sospecharlo, ¡tan pronto!

Por fin, al cabo de cinco minutos, luego de haberlo visto todo, Hullin
se decidió a entrar, diciendo:

--¡Valor, hijas mías!

En aquel momento, Luisa mantenía en el aire una cuchara con salsa; lo
abandonó todo y corrió a arrojarse en los brazos del anciano, gritando:

--Papá Juan Claudio, papá Juan Claudio, ¿es usted? ¿No está usted
herido? ¿No tiene usted nada?

Hullin, al oír aquellas palabras salidas del corazón, palideció y no
pudo responder. Sólo después de un largo silencio, y reteniendo entre
sus brazos cariñosamente a su hija, pudo al fin contestar con voz
balbuciente:

--No, Luisa, no; estoy bueno y soy muy feliz.

--Siéntese usted, Juan Claudio--dijo el anabaptista viéndole temblar de
emoción--; aquí tiene mi silla.

Hullin se sentó, y Luisa, sentándose en sus rodillas y echándole los
brazos al cuello, comenzó a llorar.

--¿Qué te pasa, hija mía?--decía el buen hombre en voz baja, mientras la
besaba--. Vamos, tranquilízate. ¡Tú! ¡Tan animosa como te veía hace un
momento!

--¡Oh, sí! Sacaba fuerza de flaqueza; pero tenía mucho miedo, porque
pensaba: «¿Por qué no volverá?»

La joven rodeó con sus brazos el cuello de Hullin, y asaltándole de
repente una idea extraña, cogió de la mano al anciano y gritó:

--Vamos, papá Juan Claudio, bailemos, bailemos.

Y le hizo dar dos o tres vueltas.

Hullin, sonriendo a su pesar, se volvió hacia el anabaptista, que
permanecía serio como siempre, y le dijo:

--Estamos algo locos, Pelsly; no debe usted extrañarse de ello.

--No, Hullin, es natural. El mismo rey David, después de haber vencido a
los filisteos, bailó delante del arca.

Juan Claudio, asombrado de parecerse al rey David, no respondió.

--Y dime, Luisa--añadió luego deteniéndose--, ¿no has tenido miedo
durante la última batalla?

--¡Oh! En los primeros momentos, todo aquel ruido de cañonazos...; pero
después no he pensado mas que en usted y en mamá Lefèvre.

Juan Claudio permaneció silencioso:

--Ya sabía yo que esta muchacha era valiente--pensaba el anciano--. No
le falta nada.

Luisa entonces le cogió de la mano, le condujo frente a un batallón de
ollas que se alineaban alrededor del fuego y le enseñó, con aire de
triunfo, toda la cocina.

--Aquí está la vaca, aquí el asado, aquí la cena del general Juan
Claudio, y aquí el caldo para los heridos. ¡Ah! ¡Bien nos hemos movido!
Lesselé y Katel pueden decirlo. Y aquí está la gran hornada que hemos
hecho--dijo la joven mostrando una larga hilera de panecillos dispuestos
sobre la mesa--. Mamá Lefèvre y yo hemos amasado.

Hullin la oía presa del mayor asombro.

--Pero no es esto todo--añadió Luisa--; venga por aquí.

La joven quitó la cubierta de hierro que tapaba la boca del horno, al
fondo del cuarto de cola, y rápidamente se esparció por la cocina un
olor de tortas de manteca que alegraba los corazones.

El señor Juan Claudio se sintió conmovido ante aquello.

En tal momento entró la señora Lefèvre diciendo:

--Vamos, es preciso poner la mesa; todo el mundo está esperando. Vamos,
Katel, vaya usted a poner el mantel.

La voluminosa joven salió corriendo.

Y todos juntos, atravesando el patio en fila, se dirigieron hacia la
sala. El doctor Lorquin, Despois, Marcos Divès, Materne y sus dos hijos,
gente toda de buen diente y de apetito magnífico, esperaban la cena con
impaciencia.

--¿Y nuestros heridos, doctor?--preguntó Hullin al entrar.

--Todo está terminado, señor Juan Claudio. El trabajo que usted nos ha
dado ha sido rudo, pero el tiempo es favorable y no son de temer las
fiebres pútridas; todo se presenta bien.

Katel, Lesselé y Luisa entraron en seguida llevando una enorme sopera
que humeaba y dos suculentos asados de vaca, que depositaron en la mesa.
Todos se sentaron sin ceremonia, Materne a la derecha de Juan Claudio y
Catalina Lefèvre a la izquierda. A partir de aquel momento el ruido de
las cucharas y tenedores y el glogloteo de las botellas substituyeron a
la conversación hasta las ocho y media de la noche. A través de los
cristales de las ventanas se veía el resplandor de grandes hogueras, que
anunciaban que los guerrilleros se disponían a hacer honor a la cocina
de Luisa, y aquello contribuía a la satisfacción de los invitados.

A las nueve, Marcos Divès se hallaba de camino hacia el Falkenstein con
los prisioneros. A las diez, todos dormían en la alquería y en la meseta
de la montaña, alrededor de las hogueras del vivaque.

Sólo se interrumpía el silencio de tarde en tarde, por el ruido de los
pasos de las rondas y por el «¿quién vive?» de los centinelas.

Así terminó aquella jornada, en la que los montañeses mostraron que no
había degenerado la vieja raza.

Otros acontecimientos, no menos graves, iban en breve a suceder a los
que acababan de tener lugar; porque en este mundo, apenas vencido un
obstáculo, se presentan otros nuevos. La vida humana se asemeja a un mar
agitado: una ola sigue a otra, desde el antiguo al nuevo mundo, y nada
puede detener este movimiento eterno.



XVIII


Durante la batalla, y hasta que cerró la noche, los habitantes de
Grand-Fontaine habían visto al loco Yégof, de pie, en la cima del
pequeño Donon, con su corona en la cabeza y el cetro en alto,
transmitiendo órdenes, como un rey merovingio a sus imaginarios
ejércitos. Lo que aconteció en el espíritu de aquel desdichado cuando
vio a los alemanes en completa derrota nadie puede saberlo. Al sonar el
último cañonazo, el loco desapareció. ¿Dónde se había refugiado? He aquí
lo que cuentan a este propósito las gentes de Tiefenbach:

En aquel tiempo vivían en el Bocksberg dos seres singulares, dos
hermanas: una llamada Catalina _la Pequeña_, y la otra Berbel _la
Grande_. Estas dos andrajosas criaturas se habían establecido en la
_caverna de Luitprandt_, así llamada, según las antiguas crónicas,
porque el rey de los germanos, antes de descender a Alsacia, mandó
enterrar bajo aquella bóveda inmensa, de asperón rojizo, a los jefes
bárbaros que habían muerto en la batalla de Blutfeld. La fuente termal
que constantemente brota en medio de la caverna defendía a las dos
hermanas de los rigores del frío del invierno, y el leñador Daniel Horn,
de Tiefenbach, había tenido la caridad de cerrar la entrada de la cueva
con grandes montones de brezos y retamas. Al lado del caliente manantial
se encuentra otro de agua fría como la nieve y límpida como el cristal.
Catalina _la Pequeña_, que bebía de esta fuente, no tenía cuatro pies de
altura; era pesada, gordinflona, y su rostro siempre lleno de asombro,
sus redondos ojuelos y su enorme papera le daban el singular aspecto de
una gran pava en meditación. Todos los domingos llevaba Catalina a la
aldea de Tiefenbach una cesta, que llenaban aquellos buenos aldeanos de
patatas cocidas, pedazos de pan y, algunas veces--los días de fiesta--,
de tortas y otros restos de sus festines. Entonces la pobre mujer, casi
sin aliento, volvía a la cueva cantando y riendo muy ufana y cogiendo de
los cercados lo que a su alcance estaba. Berbel _la Grande_ se guardaba
mucho de beber de la fuente fría. Era aquella mujer enjuta, tuerta y
escurrida como un murciélago; tenía la nariz roma, las orejas caídas y
los ojos chispeantes. Vivía del botín que su hermana hacía, y nunca
bajaba del Bocksberg; pero en el mes de julio, al llegar el tiempo de
los grandes calores, sacudía, desde lo alto de su ladera, un cardo seco
en dirección de las mieses de todos aquellos que no habían llenado
regularmente el cesto de Catalina, lo cual atraía sobre las propiedades
condenadas tormentas terribles, el granizo y grandes plagas de ratas y
topos. Así es que se temían las salidas de Berbel tanto como la peste, y
por todas partes se le llamaba _Wetterhexe_[7], mientras que la pequeña
Catalina pasaba por ser el genio benéfico de Tiefenbach y de las
cercanías. De esta manera, Berbel vivía tranquilamente cruzada de brazos
y su hermana era la que tenía que ir de la Ceca a la Meca.

Desgraciadamente para las dos hermanas, Yégof había establecido hacía
muchos años su residencia de invierno en la caverna de Luitprandt. De
allí partía en la primavera para visitar sus innumerables castillos y
pasar revista a sus leales hasta Geiersteid, en el Hundsrück. Todos los
años, pues, a fines de noviembre, después de las primeras nieves, volvía
el loco con su cuervo, lo que arrancaba siempre gritos de desesperación
a _Wetterhexe_.

--¿De qué te quejas?--decía Yégof instalándose tranquilamente en el
mejor sitio--. ¿No vivís vosotras en mis dominios? Demasiado bueno soy,
pues soporto a dos _valkyrias_ inútiles en el Valhalla de mis
antepasados.

Entonces Berbel, furiosa, le llenaba de injurias, y Catalina cloqueaba
con visible mal humor; pero el loco, sin hacerles caso, encendía su
vieja pipa de boj y comenzaba a contar sus lejanas peregrinaciones a los
espíritus de los guerreros germanos enterrados en la caverna hacía diez
y seis siglos, llamándoles por sus nombres y hablándoles como si
estuviesen vivos. Ya puede comprenderse con cuánta alegría veían ambas
mujeres la llegada del loco; era para ellas una verdadera calamidad.
Ahora bien: aquel año, no habiendo vuelto Yégof, las dos hermanas le
creyeron muerto, y se regocijaron con la idea de no verle más. Por
entonces, _Wetterhexe_ había observado desde hacía varios días mucha
agitación en los desfiladeros cercanos, de gentes que marchaban en masa,
con el fusil al hombro, en dirección del Falkenstein y del Donon.
Indudablemente algo extraordinario pasaba. La bruja, que recordaba que
el año anterior Yégof había referido a las almas de los guerreros que
sus innumerables ejércitos no tardarían en invadir el país,
experimentaba una vaga inquietud. Berbel hubiera querido saber cuál era
la causa de aquella agitación, pero nadie subía a la peña, y Catalina,
después de su excursión del domingo precedente, no se prestaba a moverse
por todo el oro del mundo.

En tal situación, la _Wetterhexe_ iba y venía por el monte, cada vez más
inquieta e irritada. Durante la jornada del sábado, los acontecimientos
se desarrollaron de diferente manera. Desde las nueve de la mañana,
sordas y profundas detonaciones resonaron como truenos de una tempestad
en los mil ecos de la montaña, y muy a lo lejos, hacia el Donon, rápidos
relámpagos rasgaban el cielo entre las cumbres de los montes; y después,
al acercarse la noche, detonaciones más secas y más formidables aún
resonaron al fondo de los desfiladeros silenciosos. A cada disparo
parecía que las cimas del Hengst, del Gantzlée, del Giromani y del
Grosmann contestaban hasta las profundidades del abismo.

--¿Qué es esto?--se preguntaba Berbel--. ¿Ha llegado el fin del mundo?

Y entrando en la cueva y viendo a Catalina agazapada en un rincón
pelando una patata, la sacudió violentamente, gritándole con voz aguda:

--¡Idiota! ¿No oyes nada? ¿No tienes miedo? ¡Tú comes, bebes, gritas, y
eso te basta! ¡Oh! ¡Qué monstruo!

Berbel le arrebató la patata con furor y sentose temblando de
indignación cerca del manantial caliente, del que ascendían hasta la
bóveda grandes nubes grises. Media hora después, cuando las tinieblas se
hicieron muy profundas y el frío llegó a ser excesivo, la bruja encendió
una hoguera con ramas de brezos, que proyectó sus pálidos reflejos en
los macizos de piedra rojiza, hasta el fondo del antro, donde dormía
Catalina con los pies metidos en la paja y las rodillas cerca de la
barba. Fuera había cesado el ruido. _Wetterhexe_ separó la maleza para
dirigir una mirada hacia la ladera; luego volvió a sentarse cerca del
fuego, y cerrando los flojos párpados, con la ancha boca contraída, que
acusaba grandes arrugas circulares alrededor de sus mejillas, trajo
hacia sí una vieja manta de lana y pareció amodorrarse. Sólo se oyó
entonces, a largos intervalos, el ruido del vapor condensado que caía de
la bóveda en la fuente produciendo un chapoteo extraño.

Aquel silencio duró cerca de dos horas. La media noche se aproximaba
cuando, de improviso, un ruido lejano de pasos, mezclado con clamores
discordantes, se oyó en la ladera. Berbel prestó atención y pudo
convencerse de que eran gritos humanos. Levantose llena de espanto, y,
provista del maléfico cardo, se deslizó hasta la entrada de la cueva;
separó la maleza y vio, a unos cincuenta pasos, al loco Yégof que
avanzaba a la luz de la Luna; venía solo y gesticulaba, hendiendo el
aire con su cetro, como si millares de seres invisibles le rodeasen.

--¡A mí, Roug, Bled, Adelrico!--gritaba con voz atronadora, con la barba
erizada, suelta la cabellera roja y la piel de perro alrededor del
brazo a guisa de escudo--. ¡A mí! ¿Me oís, por fin? ¿No veis que llegan?
Aquí los tenéis cayendo del cielo como los buitres. ¡A mí, los hombres
rojos, a mi! ¡Acabemos con esta raza de perros! ¡Ah, ah! ¿Eres tú,
Minau; eres tú, Rochart?...--Y nombraba a los muertos del Donon con
sangrientas burlas, desafiándolos como si estuviesen presentes; después
retrocedía paso a paso, golpeando en el aire, lanzando imprecaciones,
llamando a los suyos, forcejeando como en una refriega. Aquella extraña
lucha con seres invisibles causó a Berbel un terror supersticioso, y
sintiendo que sus cabellos se erizaban, quiso ocultarse; pero en el
mismo instante un vago rumor le obligó a volverse, y ¡cuál no sería su
espanto al ver que el manantial caliente hervía con más fuerza que de
costumbre, y que grandes nubes de vapor se desprendían de él, avanzando
en dirección de la puerta!

Y mientras que, semejantes a fantasmas, estas espesas nubes avanzaban
lentamente, de improviso apareció Yégof gritando con voz seca:

--¡Por fin estáis aquí! ¡Ya me habéis oído!

Luego, con movimiento rápido, el loco separó los obstáculos de la
entrada; el aire glacial penetró por la bóveda y los vapores se
esparcieron en el cielo inmenso, retorciéndose y escapándose por encima
de la peña, como si los muertos de aquel día y los de los pasados siglos
hubiesen vuelto a comenzar en otras esferas el combate eterno.

Yégof, con el rostro contraído, a la pálida luz de la Luna, empuñando el
cetro, con la amplia barba extendida sobre el pecho y los ojos
centelleantes, saludaba a cada fantasma con un gesto y lo llamaba por su
nombre, diciendo:

--¡Salud, Bled; salud, Roug! ¡Y todos vosotros, valientes, salud!... La
hora que aguardáis desde hace siglos se acerca; las águilas afilan sus
picos, la tierra tiene sed de sangre. ¡Acordaos del Blutfeld!

Berbel estaba anonadada, inmovilizada por el terror; mas las últimas
nubes no tardaron en huir de la caverna, desvaneciéndose en el azul
infinito.

Entonces Yégof penetró bruscamente en la cueva y se sentó cerca del
manantial, con la cabeza entre las manos, los codos en las rodillas y
contemplando con mirada huraña cómo hervía el agua.

Catalina acababa de despertarse, y graznaba como cuando se solloza;
_Wetterhexe_, más muerta que viva, observaba los movimientos del loco
desde el rincón más obscuro del antro.

--¡Ya han salido todos de la tierra!--exclamó de repente Yégof--.
¡Todos, todos! ¡No queda ninguno! ¡Ellos reanimarán el espíritu de la
gente joven y le inspirarán el desprecio a la muerte!

Y levantando su pálida faz, en la que se marcaban las huellas de un
dolor agudo, y fijando en _Wetterhexe_ sus ojos de lobo, dijo:

--¡Oh, mujer, descendiente de las estériles _Valkyrias_! ¡Tú no has
recogido en tu seno el aliento de los guerreros para devolverles la
vida! Tú, que nunca has llenado sus profundas copas en la mesa del
festín, ni les has presentado la carne humeante del jabalí _Sarimar_,
¿para qué sirves? ¿Para hilar sábanas? Pues bien; toma la rueca y
trabaja noche y día, porque millares de jóvenes esforzados se acuestan
en la nieve... Han combatido con ardor... Han cumplido con su deber, sí;
pero no ha llegado la hora... ¡Ahora los cuervos se disputan sus
despojos!

Y con rabiosa y espantable voz, arrancándose la corona con ambas manos,
en las que quedaron prendidos gran número de cabellos, gritó enfurecido:

--¡Oh, raza maldita! ¡Siempre serás tú la que se oponga a nuestro paso!
Sin ti ya hubiéramos conquistado a Europa, y los hombres rojos serían
los señores del mundo! ¡Y yo me he humillado ante el jefe de esa raza de
perros!... ¡Yo le he pedido su hija en vez de tomarla y llevármela, como
hace el lobo con la oveja! ¡Ah! ¡Huldrix! ¡Huldrix!...

Y deteniéndose, añadió en voz baja:

--¡Escucha, escucha, _valkyria_!

El viejo levantó la mano con aire solemne.

_Wetterhexe_ escuchó; una ráfaga de viento acababa de oírse en el
silencio de la noche, agitando los bosques seculares cubiertos de
escarcha. ¡Cuántas veces la bruja había oído gemir el cierzo en las
noches de invierno y ni prestó siquiera atención! ¡Pero ahora sentía
miedo!

Mientras la bruja, toda temblorosa, atendía, oyose fuera un grito ronco,
y casi inmediatamente el cuervo _Hans_, penetrando en la cueva, comenzó
a describir grandes círculos bajo la bóveda, agitando las alas como si
estuviese azorado y lanzando lúgubres graznidos.

Yégof se quedó pálido como un muerto.

--¡Vod, Vod!--exclamó el viejo con voz desgarradora--, ¿qué te ha hecho
tu hijo Luitprand? ¿Por qué le prefieres a otro cualquiera?

Y durante algunos segundos permaneció como anonadado; pero de repente,
poseído de un feroz entusiasmo, y blandiendo su cetro, se lanzó fuera de
la caverna.

Dos minutos después, _Wetterhexe_, de pie a la entrada de la cueva, le
seguía con mirada llena de ansiedad.

El loco marchaba en línea recta, con la cabeza erguida y a grandes
pasos; hubiérase dicho que era una fiera que iba a caza de alimento.
_Hans_ le precedía, revoloteando de un sitio a otro.

Y no tardaron en desaparecer ambos tras el desfiladero del Blutfeld.



XIX


Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, comenzó a nevar; al
despuntar el día hubo necesidad de ponerse en movimiento y de darle de
firme a las suelas.

Los alemanes habían abandonado Grand-Fontaine, Framont y Schirmeck.
Lejos, muy lejos, en las llanuras de Alsacia, se veían unos puntos
negros, que eran sus batallones en retirada.

Hullin se despertó muy temprano y dio una vuelta por el vivaque; se
detuvo unos instantes a contemplar la meseta, los cañones que apuntaban
hacia el desfiladero, los guerrilleros tendidos alrededor de las
hogueras y los centinelas con el fusil al brazo. Luego, habiendo quedado
satisfecho de la revista, entró en la casa de labor, en la que aún
dormían Luisa y Catalina.

Una claridad gris se esparcía en la habitación. Algunos heridos, en la
sala contigua, empezaban a sentir el delirio de la fiebre y se les oía
llamar a sus mujeres y a sus hijos. Poco después, un rumor de voces, un
ruido de idas y venidas, rompieron el silencio de la noche. Catalina y
Luisa se despertaron y vieron a Juan Claudio, sentado cerca de la
ventana, que las miraba con ternura. Avergonzadas de ser más perezosas
que él, las dos mujeres se levantaron y corrieron a sus brazos.

--¿Qué hay?--preguntó Catalina.

--Pues nada, se han marchado; quedamos dueños del camino, como había
previsto.

Aquella confianza no pareció tranquilizar a la anciana labradora, que no
pudo dejar de mirar a través de los cristales para ver la retirada de
los alemanes hacia el fondo de Alsacia. A pesar de todo, durante el
resto del día su rostro grave conservó la impresión de una inquietud
indefinible.

Entre ocho y nueve de la mañana llegó el señor Saumaize, cura de la
aldea de Charmes. Descendieron algunos montañeses hasta el pie del monte
para recoger a los muertos; abriose a la derecha de la casa de labor una
ancha fosa, en la que guerrilleros y _kaiserlicks_, con sus vestidos,
sus sombreros, sus chacós y sus uniformes, fueron colocados unos al lado
de otros. El señor Saumaize, un cura anciano de cabeza blanca, leyó las
antiguas preces de difuntos con esa voz rápida y misteriosa que nos
penetra hasta el fondo del alma y por las que parece convocar a las
generaciones pasadas para que den cuenta a las presentes de los horrores
de ultratumba.

Durante todo el día llegaron muchos carruajes y _schlittes_[8] para
trasladar a los heridos, que pedían a grandes voces ser llevados a sus
aldeas. El doctor Lorquin, temeroso de aumentar la excitación que los
desgraciados sufrían, se veía obligado a acceder a su petición. Cerca de
las cuatro de la tarde, Catalina y Hullin se hallaron solos en la sala
grande. Luisa había ido a preparar la cena. Fuera, espesos copos de
nieve continuaban cayendo del cielo, depositándose en el borde de las
ventanas, y a cada instante se veía partir un trineo silenciosamente con
un enfermo sumergido en un lecho de paja; unas veces era una mujer y
otras un hombre los que conducían al caballo de la brida. Catalina,
sentada cerca de la mesa, doblaba los vendajes con aire preocupado.

--¿Qué le pasa a usted, Catalina?--preguntó Hullin--. Desde esta mañana
veo a usted pensativa, a pesar de que nuestros asuntos marchan bien.

La labradora, separando lentamente la ropa que arreglaba, respondió:

--Es verdad, Juan Claudio; estoy inquieta.

--¡Inquieta! ¿Y por qué? El enemigo está en plena retirada. Hace un
momento Frantz Materne, a quien había mandado que hiciera un
reconocimiento, y todos los peatones de Piorette, de Jerónimo y de
Labarbe han venido a decirme que los alemanes regresan a Mutzig. Materne
padre y Kasper, después de enterrar a los muertos, han averiguado en
Grand-Fontaine que no se ve nada anormal del lado de San Blas de la
Peña. Todo lo cual prueba que nuestros dragones de España han rechazado
al enemigo en la carretera de Senones y que éste teme verse envuelto por
Schirmeck. Por lo tanto, no comprendo, Catalina, la razón de su
inquietud.

Y como Hullin la mirase con aire interrogativo, la labradora dijo:

--Usted va a reírse de mí, pero óigame: he tenido un sueño.

--¿Un sueño?

--Sí; el mismo que tuve en «El Encinar».

Luego, Catalina animose y, con voz casi irritada, prosiguió:

--Usted dirá lo que quiera, Juan Claudio, pero un peligro nos amenaza...
Sí, sí; ya sé que esto no tiene para usted ningún valor... Pero, por
otra parte, no era tampoco un sueño; era como una antigua historia que
se reproduce, una cosa que se vuelve a ver en sueños y que se conoce.
Vea usted: estábamos, como hoy, después de una gran victoria, en alguna
parte..., yo no sé dónde..., en una especie de barracón de madera, de
gruesas vigas, rodeado de una empalizada. No pensábamos en nada; todas
las personas que veía me eran conocidas; estaba usted, estaba también
Marcos Divès, el viejo Duchêne y muchos otros ancianos ya muertos; mi
padre y el abuelo Hugo Rochart, del Harberg, el tío de éste que acaba
de morir, todos con anguarinas de paño pardo, las barbas abundantes y el
cuello descubierto. Habíamos obtenido la misma victoria que ayer y
bebíamos en grandes vasijas de barro rojo, cuando, de repente, oyose un
grito de: «¡El enemigo vuelve!» Y Yégof, a caballo, con sus barbas
fluviales, su corona de puntas, un hacha en la mano, brillantes los ojos
como los de un lobo, se apareció ante mí, entre las sombras de la noche.
Corro hacia él, empuñando una estaca; el loco me espera a pie firme... y
desde aquel momento ya no veo más... Sólo siento un agudo dolor en el
cuello, un sudor frío que me baña el rostro y tengo la impresión de que
mi cabeza se bolea al extremo de una cuerda; era el miserable de Yégof
que había atado mi cabeza a la silla de su caballo y que galopaba--dijo
la labradora con tal acento de convicción, que Hullin se estremeció.

Hubo algunos instantes de silencio, y Juan Claudio, saliendo de su
estupor, contestó:

--¡Es un sueño!... Yo también suelo tener sueños... Ayer se afectó usted
demasiado, Catalina; aquel ruido..., aquellos gritos...

--No--respondió la anciana con gran firmeza reanudando su labor--; no es
eso. Si le he de decir toda la verdad, le aseguro que durante la
batalla, y hasta el momento en que el cañón tronaba contra nosotros, no
he tenido miedo; de antemano estaba segura que no podíamos ser
derrotados; ¡eso lo había visto yo hace mucho tiempo!...; pero ahora
tengo miedo.

--Pero los alemanes han evacuado Schirmeck; la línea de los Vosgos está
bien defendida y tenemos más gente de la que necesitamos, sin contar la
que se nos une a cada momento.

--No importa.

Hullin se encogió de hombros y dijo:

--Vamos, vamos; usted tiene fiebre, Catalina; cálmese y procure pensar
en cosas alegres. Todos esos sueños me importan poco y me río de ellos
como del gran turco con su pipa y sus medias azules. Lo principal es
vivir prevenidos, tener municiones, cañones y hombres; eso vale más que
todos los sueños...

--¿Se ríe usted de lo que digo, Juan Claudio?

--No; pero al oír a una mujer de buen juicio y de gran valor hablar como
usted lo hace, no hay más remedio que pensar en Yégof, que se jacta de
haber vivido mil seiscientos años.

--¡Quién sabe--dijo la anciana con obstinación--si él se acuerda de lo
que los otros han olvidado!

Hullin iba a referir a Catalina la conversación que había tenido el día
anterior, en el vivaque, con el loco, pensando que éste sería el mejor
medio de quitar a la anciana sus lúgubres preocupaciones; pero al verla
de acuerdo con Yégof en el capítulo de los mil seiscientos años, el buen
hombre no dijo nada y prosiguió su paseo silenciosamente, cabizbajo y
pensativo. «Está loca--pensaba--; la más ligera agitación acabará con
ella para siempre.»

Catalina, después de reflexionar un instante, iba a decir algo, cuando
Luisa entró, rápida como una golondrina, gritando con dulce voz:

--¡Mamá Lefèvre, mamá Lefèvre! ¡Una carta de Gaspar!

Entonces la labradora, cuya nariz aguileña se había encorvado hasta
tocar los labios, a causa de la indignación que le producía ver cómo
Hullin tomaba a broma su sueño, levantó la cabeza, y los grandes surcos
de sus mejillas desaparecieron.

Catalina cogió la carta, miró el lacre rojo y dijo a la joven:

--Dame un beso, Luisa; son buenas noticias.

Luisa abrazó y besó a la anciana con frenesí.

Hullin se había aproximado, muy alegre por aquel incidente, y el cartero
Brainstein, con sus recios zapatos humedecidos por la nieve, las manos
apoyadas en un garrote y los hombros caídos, permanecía en la puerta con
aire de cansancio.

La anciana se puso las gafas, abrió la carta con cierto recogimiento,
ante las miradas impacientes de Juan Claudio y Luisa, y leyó en alta
voz:

       *       *       *       *       *

«La presente, madre mía, tiene por objeto comunicarle que todo marcha
bien y que he llegado el martes por la tarde a Falsburgo, en el preciso
momento en que se cerraban las puertas. Los cosacos estaban ya en la
ladera de Saverne y hemos tenido que pasar la noche tiroteando sus
avanzadas. Al día siguiente se presentó un parlamentario intimándonos
que rindiéramos la plaza. El comandante Meunier le contestó que se
marchara con la música a otra parte, y tres días después un diluvio de
bombas y obuses comenzó a caer sobre la ciudad. Los rusos tienen tres
baterías; una en la falda de Mittelbronn, otra en Las Barracas de lo
alto, y la tercera detrás del tejar de Pernette, cerca del abrevadero;
pero las balas candentes son las que hacen más daño, porque queman las
casas de arriba abajo, y cuando el incendio se declara en alguna parte,
comienzan a caer obuses a su alrededor, que impiden a las gentes
extinguirlo. Las mujeres y los niños no salen de los blocaos; los
paisanos permanecen con nosotros en las murallas; son gente animosa y
hay entre ellos algunos veteranos de las campañas del Sambre y Mosa, de
Italia y de Egipto, que no han olvidado el manejo de las piezas. Me
estremece verlos, con sus grandes bigotes grises, pegados a los cañones,
para apuntar bien. Puedo asegurarle que con ellos no hay metralla que se
pierda. Después de haber hecho temblar al mundo, es duro verse obligado
a defender, en los días de la vejez, su choza y su último pedazo de
pan...»

       *       *       *       *       *

--Sí, es duro--exclamó la señora Catalina, secándose los ojos--; de
pensarlo solamente da pena.

Después, la anciana prosiguió:

       *       *       *       *       *

«Anteayer, el gobernador ordenó un ataque para destruir los depósitos de
municiones del tejar. Ya sabrá usted que los rusos rompen el hielo del
abrevadero para bañarse en pelotones de veinte a treinta y que en
seguida se meten, para secarse, en los hornos de ladrillos. Pues bien; a
eso de las cuatro, al ponerse el Sol, salimos por la poterna del
arsenal, subimos a los caminos cubiertos y nos encaminamos por la
avenida de las Vacas, con el fusil al brazo y a paso de carga. Diez
minutos después comenzamos a hacer fuego graneado sobre los que se
hallaban en el abrevadero. Los restantes salieron del tejar, sin tener
tiempo mas que para colocarse las cartucheras, tomar el fusil e ir a
ponerse en filas, completamente desnudos en la nieve como verdaderos
salvajes. A pesar de esto, los miserables, que eran diez veces más
numerosos que nosotros, iniciaron un movimiento hacia la derecha, en
dirección de la capillita de San Juan, con el objeto de rodearnos; pero
las baterías del arsenal descargaron sobre ellos un huracán de mil
demonios, como no he visto otro en mi vida; la metralla se llevaba filas
enteras de enemigos. Al cabo de un cuarto de hora, todos en masa
comenzaron a retirarse hacia Cuatro Vientos, sin recoger sus equipos,
con los oficiales a la cabeza y las municiones de la posición a
retaguardia. El señor Juan Claudio se hubiera reído de lo lindo al ver
este desastre. En fin, cuando cerró la noche, volvimos a la ciudad,
después de haber destruido los depósitos de balas y de haber arrojado
dos cañones de ocho a los pozos del tejar. Tal ha sido nuestra primera
expedición. Hoy le escribo desde Las Barracas del Encinar, adonde hemos
venido para buscar vituallas con que abastecer la plaza. Todo esto puede
durar aún varios meses. He oído decir que los aliados suben por el valle
de Dosenheim hasta Weschem, y que invaden por millares el camino de
París... ¡Ah! ¡Si quisiera Dios que el emperador ganase la partida en
Lorena o en la Champaña, no iba a escaparse uno solo! En fin, quien
viva verá... Ahora tocan a retirada; volvemos a Falsburgo. Hemos
recogido no pocas vacas y cabras en las cercanías, y será preciso
batirse para que lleguen sanas y salvas a la ciudad. Hasta la vista,
madre mía, mi querida Luisa, papá Juan Claudio; abrazo a todos con
efusión, como si les tuviera entre mis brazos.»

       *       *       *       *       *

Al acabar la lectura, Catalina Lefèvre se enterneció.

--¡Qué buen muchacho!--exclamó la anciana--; no atiende mas que a su
deber. En fin..., está bien... Ya lo oyes, Luisa, te abraza, con
efusión.

Luisa se precipitó en los brazos de Catalina, y ambas mujeres se
besaron; la labradora, a pesar de la entereza de su carácter, no pudo
contener dos gruesas lágrimas, que siguieron los surcos de sus mejillas.
Luego, tranquilizándose, dijo:

--¡Vamos, vamos; todo marcha bien! Venga usted, Brainstein, que le voy a
dar un trozo de carne y un vaso de vino. Además, aquí tiene un escudo de
seis libras por la caminata; yo quisiera darle lo mismo todas las
semanas por una carta semejante.

El peatón, encantado de tan buena suerte, siguió a la anciana; Luisa iba
detrás, y Juan Claudio marchaba tras ella, impaciente por interrogar a
Brainstein sobre lo que había sabido por el camino referente a los
acontecimientos que se desarrollaban; pero no pudo sacarle nada nuevo,
sino que los aliados bloqueaban Bitche y Lutzelstein y que habían
perdido varios centenares de hombres en el intento de forzar el
desfiladero del Graufthal.



XX


Hacia las diez de la noche, Catalina Lefèvre y Luisa, después de haber
dado las buenas noches a Hullin, subieron a su habitación, que estaba
encima de la sala grande, para acostarse. Había allí dos amplios lechos
de plumas, con colgaduras de tela a rayas azules y rojas, que se
elevaban hasta el techo.

--Vamos--exclamó la labradora encaramándose a una silla--; que duermas
bien, hija mía; yo no puedo más y voy a caer rendida.

Catalina se tapó con la manta, y cinco minutos después dormía
profundamente.

Luisa no tardó en seguir su ejemplo.

De este modo habían transcurrido dos horas, cuando la anciana despertó
sobresaltada por un tumulto espantoso.

--¡A las armas! ¡A las armas!--gritaban por todas partes--. ¡Eh! ¡Por
aquí! ¡Mil centellas! ¡Que vienen!

Cinco o seis disparos se sucedieron, iluminando los cristales envueltos
en la obscuridad.

--¡A las armas! ¡A las armas!

Nuevos disparos se oyeron. La gente iba de un lado a otro, corriendo.

La voz de Hullin, seca, vibrante, sobresalía dando órdenes.

A la izquierda de la alquería, bastante lejos, resonaba como un
chisporroteo sordo y profundo, en los puertos del Grosmann.

--¡Luisa, Luisa!--gritó la labradora--; ¿no oyes?

--¡Sí!... ¡Oh, Dios mío, es terrible!

Catalina saltó de la cama.

--Levántate, hija mía--añadió--; vamos a vestirnos en seguida.

Los disparos aumentaban, y sus fogonazos cruzaban por los cristales como
relámpagos.

--¡Cuidado!--gritó Materne.

Oíanse también los relinchos de un caballo que se hallaba fuera y las
recias pisadas de una muchedumbre de gentes que andaban por el pasillo,
por el patio y delante de la alquería; la casa parecía conmoverse hasta
sus cimientos.

De repente, sonaron unos disparos en las ventanas de la sala baja. Las
dos mujeres se vestían apresuradamente. En aquel momento, unas pisadas
fuertes resonaron en la escalera; abriose la puerta, y Hullin apareció
con una linterna en la mano, pálido el rostro, los cabellos desgreñados
y temblándole las mejillas.

--¡Vamos, de prisa!--exclamó--; no tenemos un minuto que perder.

--¿Pero qué pasa?--preguntó Catalina.

El ruido de las descargas se acercaba.

--¡Vamos!--gritó Juan Claudio levantando los brazos--; ¿cree usted que
hay tiempo de explicarlo?

La anciana comprendió que no tenía mas que obedecer, y cogiendo su manto
bajó la escalera con Luisa. Al resplandor intermitente de los fogonazos,
Catalina vio a Materne, con el pecho al aire, y a su hijo Kasper
disparando desde el umbral del pasillo hacia las barricadas; diez
hombres, situados detrás de ellos, les pasaban los fusiles cargados, de
suerte que no tenían mas que encañonar y hacer fuego. Todas aquellas
figuras apelotonadas, que cargaban las armas y se las alargaban unos a
otros, tenían un terrible aspecto. Tres o cuatro cadáveres, tendidos
junto a la pared derruida, añadían una nota lúgubre al horror del
combate; el humo penetraba dentro de la casucha.

Al llegar a lo alto de la escalera, Hullin gritó:

--¡Ya están aquí, gracias a Dios!

Y todos los valientes que allí se encontraban, levantando la cabeza,
gritaron:

--¡Animo, señora Lefèvre!

Entonces, la pobre mujer, dominada por tantas emociones, rompió a
llorar, apoyándose en el hombro de Juan Claudio; pero éste la tomó en
sus brazos como una pluma y salió corriendo a lo largo del muro, a la
derecha; Luisa les seguía sollozando.

Fuera no se oía mas que el silbido de las balas, y golpes sordos en la
pared; la cal se desconchaba, las tejas caían a tierra, y frente por
frente, en dirección de las barricadas, a trescientos pasos, se veían
los uniformes blancos, alineados, que se iluminaban con los fogonazos de
sus propios disparos, en la noche obscura, y a la izquierda, al otro
lado del barranco de las Minas, se divisaba a los hombres de la sierra
que cogían de flanco al enemigo.

Hullin desapareció tras el ángulo de la casa de labor; allí la
obscuridad era completa, y apenas se veía al doctor Lorquin, a caballo
delante de un trineo, empuñando un espadón de caballería y un par de
pistolas de arzón al cinto, y a Frantz Materne, al frente de una docena
de hombres armados de fusiles, que temblaba de ira. Hullin colocó a
Catalina en el trineo sobre un montón de paja, y Luisa se sentó a su
lado.

--¡Vamos, ya están ustedes aquí!--exclamó el doctor--; gracias a Dios.

Y Frantz Materne agregó:

--Si no fuera por usted, señora Lefèvre, crea que ni uno solo
abandonaría esta noche el monte; pero por usted no hay nada que decir.

--No--gritaron los demás--; nada tenemos que decir.

En aquel momento, un hombre fornido, de piernas largas como las de una
garza real, y cargado de espaldas, pasó corriendo por detrás de la
pared, gritando:

--¡Que vienen!... ¡Sálvese el que pueda!

Hullin palideció.

--Es el amolador del Harberg--dijo Juan Claudio, rechinando los dientes.

Frantz no dijo nada, y, llevándose la carabina al hombro, apuntó e hizo
fuego.

Luisa vio al amolador, distante unos treinta pasos, que alzaba los
brazos en la obscuridad y caía de bruces a tierra.

Frantz volvió a cargar el arma sonriendo de extraño modo.

Hullin dijo:

--Camaradas: aquí tenéis a nuestra madre, la que nos ha dado la pólvora
y la que nos ha mantenido para que defendamos la patria; aquí tenéis
también a mi hija; ¡salvadlas!

Todos contestaron a una voz:

--Las salvaremos o moriremos con ellas.

--Y no olvidéis decir a Divès que permanezca en el Falkenstein hasta
nueva orden.

--Esté usted tranquilo, señor Juan Claudio.

--¡Pues en marcha, doctor, en marcha!--exclamó el valiente guerrillero.

--¿Y usted, Hullin?--dijo Catalina.

--Mi sitio es éste; hay que defender la posición hasta la muerte.

--¡Papá Juan Claudio!--gritó Luisa, tendiéndole los brazos.

Pero el guerrillero doblaba ya la esquina; el doctor arreó el caballo, y
el trineo se deslizó por la nieve. Detrás de él, Frantz Materne y sus
hombres, con las carabinas al hombro, apresuraban el paso, mientras que
el ruido de las descargas continuaba alrededor de la casa.

Esto fue todo lo que Catalina Lefèvre y Luisa vieron en el transcurso de
algunos minutos. Sin duda había sucedido algo extraño y terrible aquella
noche. La anciana, acordándose de su sueño, permanecía silenciosa. Luisa
se secaba las lágrimas y dirigía miradas angustiosas hacia la meseta,
iluminada como por un incendio. El caballo saltaba al recibir los golpes
del doctor, y los hombres de la escolta seguían a duras penas el trineo.
Durante largo tiempo oyéronse los tumultos y clamores del combate, las
descargas y el silbido de las balas que segaban la maleza; pero todo
esto fue diminuyendo cada vez más, y al llegar a la parte baja del
sendero, todo desapareció como si fuese un sueño.

El trineo acababa de llegar a la otra vertiente de la montaña y volaba,
como una flecha, en las tinieblas. Sólo turbaba el silencio el galope
del caballo, la respiración anhelante de la escolta y, de vez en cuando,
el grito del doctor: «¡Eh, _Bruno_! ¡Arriba, vamos!»

Ráfagas de aire frío, ascendiendo de los valles del Sarre, traían de muy
lejos, como un suspiro, los rumores eternos de los torrentes y de los
bosques. La Luna, filtrándose entre las nubes, alumbraba de lleno las
selvas sombrías del Blanru, con sus grandes abetos cargados de nieve.

Diez minutos después llegaba el trineo a la linde de estos bosques, y el
doctor Lorquin, volviéndose sobre la silla del caballo, preguntó:

--¿Qué hacemos ahora, Frantz? Este es el sendero que se dirige a las
colinas de San Quirino, y este otro el que baja al Blanru. ¿Cuál
tomamos?

Frantz y los hombres de la escolta se aproximaron. Como se encontraban
entonces en la vertiente occidental del Donon, empezaban a distinguir,
por el otro lado, en lo alto del cielo, el fuego de los alemanes que
venían por el Grosmann. No se veía mas que los fogonazos, y algunos
minutos después se oía la detonación retumbar en los abismos.

--El sendero de las colinas de San Quirino es el más corto--dijo
Frantz--para ir al «Encinar»; por lo menos, adelantaremos tres cuartos
de hora.

--Sí--exclamó el doctor--, pero nos exponemos a ser detenidos por los
_kaiserlicks_, que han tomado ya el desfiladero del Sarre. Mirad, son
dueños de las alturas; sin duda han enviado destacamentos hacia el
Sarre-Rojo para rodear el Donon.

--Tomemos el sendero del Blanru--dijo Frantz--es más largo, pero es más
seguro.

El trineo descendió a la izquierda, a lo largo de los bosques. Los
guerrilleros, en fila, con el fusil a la espalda, marchaban por lo alto
del talud, y el doctor, a caballo, iba por el camino en trinchera,
abriéndose paso por entre las ramas de los árboles, proyectando su negra
sombra sobre el sendero profundo, y la Luna alumbraba los alrededores.
Aquel paso tenía algo tan pintoresco y majestuoso, que en cualquier otra
circunstancia Catalina hubiese quedado maravillada al contemplarlo, y
Luisa no hubiera dejado de admirar aquellas altas pirámides de escarcha,
aquellos festones que relucían como el cristal, a la pálida luz de la
Luna; pero entonces sus almas estaban llenas de inquietud. Además,
cuando el trineo entró en el desfiladero, desapareció en absoluto la
claridad, y sólo quedaron iluminadas las cimas de las altas montañas de
alrededor. Iban caminando así hacía un cuarto de hora, en silencio,
cuando Catalina, después de haber puesto muchas veces freno a su lengua,
no pudiendo contenerse más, exclamó:

--Doctor Lorquin: puesto que nos tiene usted aquí, en el fondo del
Blanru, y que puede usted hacer de nosotros lo que quiera, ¿quiere
explicarme por qué se nos conduce por fuerza? Juan Claudio me tomó, me
dejó en este montón de paja... y aquí estoy.

--¡Arre, _Bruno_!--murmuró el doctor.

Y luego respondió gravemente:

--Esta noche, señora Catalina, nos ha sucedido la mayor de las
desgracias. No hay que culpar a Juan Claudio si, por la falta de otro,
perdemos el fruto de nuestros sacrificios.

--¿La falta de quién?

--De ese desgraciado de Labarbe, que no ha sabido defender el
desfiladero del Blutfeld. Bien es cierto que ha muerto cumpliendo con su
deber; pero eso no repara el desastre, y si Piorette no llega a tiempo
de socorrer a Hullin, todo se habrá perdido; será preciso abandonar el
camino y batirnos en retirada.

--¡Cómo! ¿El Blutfeld ha sido tomado?

--Sí, Catalina. ¿Quién hubiera nunca pensado que los alemanes entrarían
por allí? ¡Un desfiladero casi impracticable para los peatones, encajado
entre rocas cortadas a pico, en el que hasta los pastores a duras penas
pueden bajar con sus rebaños de cabras! Pues bien; han pasado por allí
dos a dos, han rodeado la Peña Hueca, han destrozado a Labarbe y han
caído sobre Jerónimo, que se ha defendido como un león hasta las nueve
de la noche; pero, al fin, se vio obligado a refugiarse en el monte y
dejar el paso libre a los _kaiserlicks_. Eso ha sido, en resumen, lo que
ha pasado. Es espantoso. Debe haber alguna persona del país, bastante
cobarde y bastante miserable, para guiar al enemigo a nuestras espaldas
y para entregarnos a él atados de pies y manos. ¡Oh, el
bandido!--exclamó Lorquin con voz colérica--; yo no soy malo, pero si el
tal se pone a mi alcance, he de dejarle seco... ¡Arre, _Bruno_, arre!

Los guerrilleros seguían marchando por los lados del camino sin decir
nada, como si fuesen sombras.

El trineo volvió a correr al galope del caballo; poco después moderó la
marcha; el animal respiraba agitadamente.

La labradora permanecía silenciosa, tratando de ordenar aquellas nuevas
ideas en su cabeza.

--Empiezo a comprender--dijo Catalina al cabo de algunos segundos--;
esta noche hemos sido atacados de frente y de costado.

--Exactamente, Catalina; por fortuna, diez minutos antes del ataque, un
hombre de Marcos Divès, el contrabandista Zimmer, que ha sido dragón,
llegó a todo correr para prevenirnos. Sin este aviso, estábamos
perdidos. El muy valiente cayó en nuestras avanzadas, después de haber
atravesado un destacamento de cosacos en la meseta del Grosmann; el
pobre hombre había recibido un sablazo terrible, y sus entrañas colgaban
de la silla del caballo. ¿No es así, Frantz?

--Sí--respondió el cazador con voz sorda.

--¿Y qué dijo?--preguntó la anciana.

--No tuvo tiempo mas que para gritar: «¡A las armas!... ¡Estamos
cercados!... Me envía Jerónimo...; Labarbe ha muerto... Los alemanes han
pasado el Blutfeld.»

--¡Era un valiente!--murmuró Catalina.

--Sí, era un valiente--contestó Frantz inclinando la cabeza.

Quedó todo en silencio, y el trineo siguió avanzando por el valle
tortuoso durante un largo espacio de tiempo. A cada instante era
preciso detenerse, pues la nieve se hacía muy profunda. Entonces tres o
cuatro de aquellos serranos de la escolta descendían de lo alto del
talud, tomaban al caballo de la brida y se continuaba la marcha.

De repente Catalina pareció salir de su sueño, preguntando:

--De todos modos, ¿por qué no me ha dicho Hullin?...

--Si le habla de esos ataques--interrumpió el doctor--, usted hubiera
querido quedarse allí.

--¿Y quién puede impedirme hacer lo que quiera? Si ahora mismo quisiera
apearme del trineo, ¿no podría hacerlo?... He perdonado a Juan Claudio,
y estoy arrepentida...

--¡Oh, mamá Lefèvre!, ¿y si muere mientras usted dice eso?--murmuró
Luisa.

--Tiene razón la niña--pensó Catalina; y rápidamente añadió:

--Digo que estoy arrepentida; pero es un hombre tan valiente, que no se
le puede tener rencor por lo que ha hecho. Le perdono de todo corazón;
en su lugar, hubiera hecho lo mismo.

A doscientos o trescientos pasos de allí, los fugitivos penetraron en el
desfiladero de las Rocas. La nieve había cesado de caer y la Luna
brillaba entre dos grandes nubes, una blanca y otra negra. La estrecha
garganta, bordeada de ingentes rocas cortadas a pico, se extendía
bastante lejos, y sobre ambos lados los abetos gigantes se elevaban
hasta perderse de vista. Nada turbaba en aquel lugar la calma de los
grandes bosques; dijérase que se hallaban muy lejos todas las
agitaciones humanas. El silencio era tan profundo, que se oían los pasos
del caballo en la nieve, y, de vez en cuando, su entrecortada
respiración. Frantz Materne se detenía algunas veces, dirigía una mirada
hacia las laderas obscuras y luego apresuraba el paso para alcanzar a
los demás.

Y los valles se sucedían unos a otros; el trineo subía, bajaba, volvía a
la derecha, después a la izquierda, y los guerrilleros, con la bayoneta
calada, seguían la marcha sin detenerse.

De este modo caminaron todos hasta las tres de la madrugada, en que
llegaron a la pradera de Brimbelles, sitio en el cual se ve hoy todavía
una hermosa encina que avanza sobre el camino, al dar la vuelta al
valle. Al otro lado, hacia la izquierda, en medio de malezas cubiertas
de nieve, detrás de un muro pequeño de piedra en seco y de las
empalizadas de un jardinillo, comenzaba a descubrirse la vieja casa
forestal del guarda Cuny, con sus tres colmenas puestas sobre una tabla,
su antigua y nudosa parra, que trepaba por un colgadizo hasta el tejado,
y su rama de abeto pendiente del canalón a guisa de muestra; porque Cuny
tenía también el oficio de tabernero en aquellas soledades.

En tal sitio, como el camino que corre a lo largo de la parte superior
del muro de la pradera está situado cuatro o cinco pies más arriba que
ésta, y como en aquel momento una densa nube velase la Luna, el doctor,
temiendo volcar, detúvose bajo la encina.

--No nos falta mas que una hora de camino--dijo Lorquin--. Animo, pues,
señora Lefèvre; no tenemos prisa.

--Sí--dijo Frantz--; hemos pasado lo peor y podemos dar descanso al
caballo.

La escolta se reunió alrededor del trineo; el doctor echó pie a tierra.
Algunos hicieron lumbre con los eslabones para encender sus pipas; pero
nadie decía una palabra; todo el mundo pensaba en el Donon. ¿Qué estaría
pasando allí? ¿Lograría Juan Claudio sostenerse en la meseta hasta la
llegada de Piorette? Tantas cosas tristes, tantas reflexiones
desconsoladoras inundaban el alma de aquellos valientes, que nadie
sentía deseos de hablar.

Cinco minutos llevarían de descanso bajo la encina centenaria, cuando,
en el momento que la nube se separaba lentamente de la Luna y que la
pálida luz de ésta penetraba hasta el fondo del desfiladero, a unos
doscientos pasos de distancia de los fugitivos, se destacó en el sendero
y entre los pinares una figura negra a caballo. Aquella figura, alta y
sombría, no tardó en recibir un rayo de Luna; viose entonces
distintamente que era un cosaco con su gorro de piel de cordero y que
llevaba la lanza bajo el brazo, con la punta hacia atrás. Se adelantaba
al paso; y ya Frantz había apuntado, cuando detrás de él apareció otra
lanza y otro cosaco, y después otro... En toda la extensión del monte,
sobre el fondo pálido del cielo, no se veían mas que banderolas en forma
de cola de golondrina y el brillo de las lanzas de los cosacos, que
avanzaban en fila, directamente hacia el trineo, pero sin apresurarse,
como gentes que iban en busca de algo, unos alzando la vista y otros
inclinándose en la silla para mirar entre la maleza. Eran, seguramente,
más de treinta.

Júzguese cuál sería la emoción de Luisa y Catalina, que se hallaban en
tal momento sentadas en medio del camino. Miraban ambas mujeres con la
boca abierta. Un minuto más, y se encontrarían rodeadas de aquellos
bandidos. Los guerrilleros parecían estupefactos; era imposible
retroceder: por un lado había que saltar un muro del prado, y por el
otro, era preciso trepar por la montaña. En su turbación, la pobre
labradora cogió a Luisa por un brazo y gritó con voz alterada por el
peligro:

--¡Huyamos al bosque!

Y quiso saltar por encima del trineo; pero sus pies no pudieron
separarse de la paja.

De repente, uno de los cosacos dejó escapar una exclamación gutural, que
recorrió toda la línea.

--¡Nos han descubierto!--gritó el doctor Lorquin sacando el sable.

Apenas había pronunciado estas palabras, doce disparos iluminaron el
sendero de un extremo al otro, y verdaderos aullidos de salvajes
contestaron a las detonaciones. Los cosacos desembocaron del sendero en
el prado de enfrente, encorvados sobre sus caballos, con las piernas
encogidas, a rienda suelta y corriendo a todo correr hacia la casa
forestal, como ciervos perseguidos.

--¡Ah! huyen como diablos--gritó el doctor.

Pero Lorquin había hablado con sobrada ligereza; después de recorrer
doscientos o trescientos pasos por el valle, los cosacos se apretujaron
como una bandada de estorninos, describiendo un círculo, y con la lanza
en ristre y la cara casi entre las orejas de sus caballos se lanzaron a
todo correr contra los guerrilleros, gritando con voz ronca: «¡Hurra,
hurra!»

Fue un momento terrible.

Frantz y sus compañeros se arrojaron sobre el muro para cubrir el
trineo.

Dos segundos después, la confusión era indescriptible: chocaban las
lanzas contra las bayonetas, y gritos de rabia respondían a las
imprecaciones; a la sombra de la gran encina, por la que se filtraban
algunos rayos de luz débil, no se veía mas que caballos encabritados,
con las crines erizadas, tratando de saltar el muro del prado, y, por
debajo, las figuras bárbaras de los cosacos, con los ojos relucientes,
el brazo en alto, descargando tajos con furor, avanzando, retrocediendo
y lanzando gritos tan espantosos que ponían los cabellos de punta.

Luisa, muy pálida, y Catalina, con la cabellera gris suelta, se hallaban
de pie sobre la paja del trineo.

El doctor Lorquin, delante de ellas, paraba los golpes con su sable, y,
mientras batía el hierro, les gritaba:

--¡Tendedse, con mil demonios, tendedse en el trineo!

Pero ellas no lo oían.

Luisa, en medio del tumulto y de aquellos feroces aullidos, no pensaba
mas que en cubrir con su cuerpo a Catalina. La labradora--¡júzguese cuál
sería su terror!--acababa de reconocer al loco Yégof montado en un
caballo alto y flaco, con la corona de hojalata en la cabeza, la barba
erizada, empuñando una lanza y con la amplia piel de perro flotando
sobre sus hombros. Catalina le veía perfectamente, como en medio del
día: allí estaba el viejo, y su lúgubre perfil se destacaba a unos diez
pasos, con los ojos fulgurantes, blandiendo su larga flecha azul en las
tinieblas y tratando de alcanzar a la labradora. ¿Qué hacer? ¡Someterse,
sufrir su muerte!... Así los más firmes caracteres se sienten carcomidos
por un destino fatal: la anciana se creía señalada de antemano; veía a
aquellos hombres saltar como lobos, darse tajos y pararlos, a la luz de
la Luna. Veía caer algunos combatientes; a los caballos, sueltas las
bridas, huir por el prado... Veía, a la izquierda, que se abría el
ventanuco más alto de la casa forestal, y el anciano Cuny, en mangas de
camisa, apuntando con el fusil en dirección del grupo, pero sin
atreverse a disparar... La anciana veía todas aquellas cosas con una
lucidez extraña, y se decía: «El loco ha vuelto... Suceda lo que quiera,
esto tiene que terminar como he visto en sueños, y mi cabeza colgará de
la silla de su caballo...»

Todo, en efecto, parecía justificar sus temores. Los guerrilleros, muy
inferiores en número, retrocedían. No tardó en producirse un remolino en
el que se mezclaban los adversarios; los cosacos, franqueando el muro,
llegaron al sendero, y un lanzazo, hábilmente dirigido, ensartó el moño
de la anciana, quien sintió el hierro frío deslizarse hasta su nuca.

--¡Oh, miserables!--gritó al caer, mientras que, con ambas manos, se
sostenía de las riendas.

También el doctor Lorquin acababa de ser derribado contra el trineo.
Frantz y sus compañeros, acosados por veinte cosacos, no podían acudir a
su socorro. Luisa sintió una mano posarse sobre su hombro; era la mano
del loco, que trataba de asir a la joven desde lo alto de su gigantesco
caballo.

En aquel instante supremo, la pobre niña, loca de terror, dejó escapar
un grito de angustia, y viendo relucir algo en las tinieblas, las
pistolas de Lorquin, las arrancó del cinto del doctor, con la rapidez
del relámpago, e hizo fuego con las dos a la vez, quemando las barbas de
Yégof, cuyo rostro rojizo se iluminó al resplandor de los fogonazos, y
destrozando la cabeza de un cosaco que se inclinaba hacia ella con los
ojos desencajados por insanos deseos. Rápidamente, se apoderó del látigo
de Catalina, y de pie, pálida como una muerta, descargó varios latigazos
sobre los lomos del caballo, que partió a escape. El trineo volaba entre
la maleza, inclinándose ya a la derecha, ya a la izquierda. De repente
se sintió un choque, y Catalina, Luisa, la paja, todo rodó por la nieve
en el declive del barranco. El caballo se paró en firme, aculándose
sobre los corvejones y arrojando espuma y sangre por la boca, pues había
chocado con una encina.

A pesar de lo rápida que fue la caída, Luisa había visto algunas sombras
pasar como el viento detrás del seto, y había oído una voz terrible, la
voz de Marcos Divès, que gritaba: «¡Adelante! ¡Atravesadlos!»

Aquello no fue mas que una visión, una de esas apariciones confusas que
se nos presentan ante los ojos en el último momento; pero, al
levantarse la pobre niña, no tuvo ya la menor duda: a veinte pasos de
allí, detrás de un grupo de árboles, se oía el choque de las armas y la
voz de Marcos que gritaba: «¡Arriba, amigos míos!... ¡Que no haya
cuartel!»

Después la joven vio una docena de cosacos que trepaban por la pendiente
opuesta, entre los brezos, como si fuesen liebres, y más abajo, en un
claro, a Yégof que atravesaba el valle, a la luz de la Luna, como un
pájaro azorado. Oyéronse numerosos disparos, pero ninguno alcanzó al
loco, el cual, alzándose sobre los estribos en plena carrera, se volvió,
y agitando la lanza con aire altanero, prorrumpió en un ¡hurra! con esa
voz penetrante de la garza que logra escaparse de las garras del águila
y hiende los aires velozmente. Otros dos disparos partieron de la casa
del guardabosque, llevándose un jirón de los andrajos del loco, que
prosiguió su carrera, repitiendo los hurras con ronca voz y subiendo por
el sendero que habían seguido sus camaradas.

Toda aquella visión desapareció como un sueño.

Entonces Luisa se volvió. Catalina estaba de pie a su lado, no menos
estupefacta y no menos atenta que ella. Ambas mujeres se miraron un
instante y luego se confundieron en un estrecho abrazo, con un
sentimiento de bienestar indefinible.

--¡Nos hemos salvado!--murmuró Catalina.

Y las dos comenzaron a llorar.

--Te has portado admirablemente--decía la anciana--; es magnífico, es
valiente lo que has hecho. Juan Claudio, Gaspar y yo podemos estar
orgullosos de ti.

Luisa se hallaba agitada por una emoción tan profunda, que temblaba de
pies a cabeza. Pasado el peligro, volvía a recobrar su carácter dulce, y
ella misma no podía comprender el valor de que había dado pruebas pocos
minutos antes.

Después de un breve silencio, encontrándose más tranquila, se disponían
las dos mujeres a volver al camino, cuando vieron a cinco guerrilleros y
al doctor que iban en su busca.

--¡Bien, Luisa! ¡Ya puede usted llorar cuanto quiera!--dijo Lorquin--;
pero usted es un dragón, un verdadero demonio. Y ahora se hace la
chiquita; pero todos hemos visto lo que ha hecho. Y a propósito, ¿dónde
están mis pistolas?

En aquel momento se separaron las ramas y apareció Marcos Divès, con el
espadón colgando de su mano, gritando:

--¡Bah, señora Catalina! ¡Estas sí que son emociones! ¡Con mil demonios!
¡Y qué suerte la de haber estado yo aquí! Porque esos miserables iban a
desvalijarles de pies a cabeza.

--Sí--dijo la anciana mientras metía sus cabellos grises dentro de la
cofia--; ha sido una gran fortuna.

--¡Sí; ha habido suerte, ya lo creo! No hace todavía diez minutos que
llegué con el furgón a casa del tío Cuny. «No vayas al Donon--me dijo--,
pues hace una hora que se ve el cielo rojo por ese lado... Seguramente
allí arriba se están pegando de firme.» «¿Usted cree?»--contesté--. «A
fe mía, sí.» «Entonces voy a mandar a Joson de explorador, para saber
algo, y mientras tanto beberemos unas copas.» Pues bien, apenas había
salido Joson, oigo unos gritos de dos mil demonios: «¿Qué es eso, Cuny?»
«No sé»--me respondió--. Empujamos la puerta y vemos lo que pasaba:
«¡Eh!--exclamó el contrabandista--; somos nosotros los que tenemos el
fuego en casa.» Salto sobre mi _Fox_, y en marcha. ¡Qué suerte!

--¡Ah!--dijo Catalina--; si estuviéramos seguros de que nuestros asuntos
del Donon fueran tan bien como aquí, podíamos estar satisfechos.

--Sí, sí; ya me ha contado Frantz; es el destino; siempre tiene que
haber algo que salga mal--respondió Marcos--. En fin..., en fin...
Todavía permanecemos allí, con los pies hundidos en la nieve; esperemos
que Piorette no dejará que aplasten a sus camaradas, y vamos a vaciar
las copas, que aun están medio llenas.

Cuatro contrabandistas llegaron en tal momento diciendo que el miserable
Yégof podía fácilmente volver con otra cuadrilla de bandidos de su jaez.

--Es verdad--contestó Divès--. Vamos a regresar al Falkenstein, puesto
que así lo ha ordenado Juan Claudio; pero no podemos llevarnos el
furgón, pues nos impediría ir por el atajo, y dentro de una hora esos
bandidos caerían sobre nuestras espaldas. Entremos un poco en casa de
Cuny; a Catalina y a Luisa no sentará mal tomar un trago, ni a los otros
tampoco; así cobrarán ánimo. ¡Arre, _Bruno_!

Marcos cogió al caballo de la brida... Se acababa de colocar en el
trineo a dos hombres heridos. Otros dos habían perecido en el encuentro,
junto a seis u ocho cosacos que quedaban tendidos en la nieve, con las
piernas abiertas; todo fue abandonado, y los supervivientes se
dirigieron a la casa del guardabosque. Frantz se consolaba, al fin, de
no encontrarse en el Donon. Había despanzurrado a dos cosacos, y la
vista de la casa le puso de bastante buen humor. Delante de la puerta se
hallaba el furgón de las municiones. Cuny salió exclamando:

--¡Sea bien venida la señora Lefèvre! ¡Qué noche para las mujeres!
Siéntense las señoras. ¿Qué pasa en el Donon?

Mientras que se vaciaba la botella apresuradamente, fue preciso explicar
lo sucedido otra vez. El buen anciano, vestido de una sencilla casaca y
de un calzón verde, con la cara llena de arrugas y la cabeza calva,
escuchaba con los ojos fijos, uniendo las manos y gritando:

--¡Dios mío, Dios mío! ¡En qué tiempos vivimos! No se puede andar por
las carreteras sin correr el peligro de ser atacado. ¡Esto es peor que
las antiguas historias de los suecos!

Y el anciano movía la cabeza.

--Vamos--gritó Divès--; el tiempo vuela. ¡En marcha! ¡En marcha!

Todos salieron. Los contrabandistas condujeron el furgón, que contenía
varios millares de cartuchos y dos barriles de aguardiente, a
trescientos pasos de allí, en medio del valle, y desengancharon los
caballos.

--Vosotros, seguid marchando--gritó Marcos al resto de la caravana--;
dentro de pocos minutos os alcanzaremos.

--Pero ¿qué vas a hacer con este furgón?--preguntó Frantz--. Puesto que
no tenemos tiempo de llevarlo al Falkenstein, mejor sería dejarlo en el
cobertizo de Cuny que abandonarlo en medio del camino.

--Sí, para que ahorquen al pobre viejo cuando vuelvan los cosacos, que
estarán aquí antes de una hora. No tengas cuidado; se me ha ocurrido una
idea.

Frantz se unió al trineo que se alejaba. No tardaron los fugitivos en
dejar atrás la fábrica de aserrar del marqués; después torcieron a la
derecha, para llegar a la casa de «El Encinar», cuya elevada chimenea se
descubría sobre la meseta, a tres cuartos de legua. Marcos Divès y su
gente llegaron gritando:

--¡Alto! ¡Pararse un poco! ¡Mirad allá abajo!

Todos volvieron la vista hacia el fondo del desfiladero, y vieron a los
cosacos caracolear alrededor del carro de municiones, en número que no
bajaría de doscientos o trescientos.

--¡Que llegan! ¡Salvémonos!--exclamó Luisa.

--Esperad un poco--dijo el contrabandista--; no tenemos nada que temer.

Y no había éste acabado de pronunciar tales palabras cuando una sábana
inmensa de fuego extendió sus dos alas rojas de una a otra montaña,
iluminando los bosques hasta las copas de los árboles, las peñas y la
casita del guardabosque, situada a mil quinientos metros más abajo;
después se oyó una detonación tan fuerte, que la tierra se estremeció
hasta sus entrañas.

Y mientras cuantos contemplaban el grandioso espectáculo se miraban unos
a otros deslumbrados y mudos de espanto, resonó una formidable
carcajada de Marcos Divès, que se mezcló al zumbido que vibraba en los
oídos de aquéllos.

--¡Ja, ja, ja!--exclamaba el contrabandista--; estaba seguro que los
miserables se detendrían alrededor del furgón para beberse el
aguardiente, y que la mecha tendría tiempo de prender en la pólvora...
¿Creen ustedes que nos perseguirán? Sus brazos y sus piernas han volado
a las copas más altas de los abetos... ¡Vamos, arre! ¡Quiera el cielo
que suceda lo mismo a cuantos acaban de pasar el Rin!...

La escolta, los guerrilleros, el doctor, todo el mundo permanecía
silencioso. Tantas y tan terribles emociones sugerían a cada cual
pensamientos inacabables, que nunca se presentan en la vida ordinaria. Y
cada uno se decía: «¿Qué sucede a los hombres para destruirse de esta
manera, para atormentarse, para destrozarse, para arruinarse así? ¿Qué
se han hecho para odiarse de tal modo? ¿Qué espíritu, qué impulso feroz
les anima, si no es el mismo espíritu del mal?»

Unicamente Divès y su gente no se conmovían por aquellos sucesos, y sin
dejar de galopar, riendo y alborotando, gritaba el contrabandista:

--Nunca he visto una fogarata parecida... ¡Ja, ja, ja! Hay que reírse
mil años...

Pero, al poco tiempo, Marcos quedose pensativo y dijo:

--Todo esto debe venir de Yégof. Es preciso estar ciego para no
comprender que ha sido él quien ha guiado a los alemanes al Blutfeld.
Sentiría que le hubiese alcanzado un trozo del carro; le reservo algo
mejor que eso. Lo que más deseo es que continúe bien de salud, hasta que
nos encontremos un día cara a cara, en cualquier lugar apartado del
bosque. Que esto sea dentro de un año, de dos, de veinte, poco importa,
con tal que suceda. Mientras más tiempo espere más ganas tendré; las
buenas tajadas se comen frías, como la cabeza de jabalí con vino blanco.

El contrabandista decía tales palabras de una manera sencilla; pero los
que le conocían adivinaban en ellas algo peligrosísimo para Yégof.

Media hora después, todos llegaron a la meseta de «El Encinar».



XXI


Jerónimo de San Quirino se había retirado hacia la granja, y desde media
noche ocupaba la meseta.

--¿Quién vive?--gritaron los centinelas al aproximarse la escolta del
trineo.

--Somos nosotros, los de la aldea de Charmes, respondió Marcos Divès con
voz tonante.

Los de Jerónimo se adelantaron para reconocer a los que llegaban y los
dejaron pasar.

En la granja reinaba un silencio profundo; un centinela, arma al brazo,
se paseaba delante de las trojes, en las que dormían sobre montones de
paja unos treinta hombres. Catalina, al ver las sombrías techumbres, los
viejos cobertizos, los establos, toda aquella antigua morada donde había
pasado su juventud, donde se había deslizado la apacible y laboriosa
existencia de su padre y de su abuelo y que ella iba a abandonar quizá
para siempre, experimentó una angustia terrible; pero nada dijo, y
saltando del trineo, como en otras ocasiones cuando volvía del mercado,
exclamó:

--Vamos, Luisa; por fin nos vemos otra vez en nuestra casa, gracias a
Dios.

Mientras tanto, Duchêne había abierto la puerta, gritando:

--¿Es usted, señora Lefèvre?

--Sí, somos nosotros. ¿No hay noticias de Juan Claudio?

--No, señora.

Todos entraron en la cocina.

Algunos rescoldos brillaban aún en el hogar, y bajo la inmensa campana
de la chimenea estaba sentado en la sombra Jerónimo de San Quirino,
envuelto en un gran capote de estameña, con su barba rojiza terminada en
punta, un grueso garrote entre las rodillas y la carabina apoyada en la
pared.

--¡Buenos días, Jerónimo!--dijo la anciana.

--Buenos días, Catalina--contestó grave y solemnemente el jefe del
puerto de Grosmann--. ¿Viene usted del Donon?

--Sí... Aquello va mal, amigo Jerónimo. Los _kaiserlicks_ atacaban la
granja cuando abandonamos la meseta. No se veían mas que uniformes
blancos por todas partes, y ya comenzaban a franquear las defensas.

--Entonces ¿cree usted que Hullin se verá obligado a abandonar el
camino?

--Si Piorette no acude en su socorro, es posible.

Los guerrilleros se habían aproximado al fuego.

Marcos Divès se inclinó hacia los rescoldos para encender la pipa, y al
levantarse dijo:

--Yo, Jerónimo, no te pregunto mas que una cosa; sé de antemano que la
gente se ha batido bien donde tú mandabas...

--Hemos cumplido con nuestro deber--respondió el zapatero--, y los
sesenta hombres que se han quedado tendidos en la falda del Grosmann
pueden atestiguarlo en último término.

--Sí; pero ¿quién ha guiado a los alemanes? Ellos no han podido
encontrar por sí mismos el paso del Blutfeld.

--Ha sido Yégof, el loco Yégof--dijo Jerónimo, cuyos ojos grises,
rodeados de profundas arrugas y cubiertos de espesas cejas blancas,
parecieron fulgurar en las tinieblas.

--¡Ah! ¿Estás seguro?...

--La gente de Labarbe le ha visto subir cuando conducía a los otros.

Los guerrilleros se miraron con indignación.

En aquel momento el doctor Lorquin, que se había quedado fuera para
desenganchar el caballo, abrió la puerta exclamando:

--¡La batalla se ha perdido! Aquí vienen las gentes del Donon; acabo de
oír la cuerna de Lagarmitte.

Fácil es imaginar cuál sería la emoción de los presentes al escuchar
tales palabras. Cada cual pensó en los parientes, en los amigos que no
volverían a ver; y todos, los de la cocina y los de las trojes, se
precipitaron en tropel hacia la meseta. En el mismo instante, Robin y
Dubourg, que estaban de centinela en lo alto de «El Encinar», gritaron:

--¿Quién vive?

--¡Francia!--contestó una voz.

A pesar de la distancia, Luisa, creyendo reconocer la voz de su padre,
fue presa de tal emoción, que Catalina tuvo que sostenerla.

Casi simultáneamente numerosos pasos resonaron en la nieve endurecida, y
Luisa, no pudiendo contenerse, gritó con voz desgarradora:

--¡Papá Juan Claudio!...

--Ya voy, ya voy--contestó Hullin.

--¿Y mi padre?--preguntó Frantz Materne corriendo hacia Juan Claudio.

--Viene con nosotros, Frantz.

--¿Y Kasper?

--Ha recibido una pequeña herida, pero no es nada; ahora verás a los
dos.

En el mismo instante, Catalina se arrojó en brazos de Hullin.

--¡Oh, Juan Claudio! ¡Qué alegría tan grande al volver a verle!

--Sí--murmuró el anciano lúgubremente--; hay muchos que no volverán a
ver a los suyos.

--¡Frantz!--se oyó gritar al viejo Materne--. ¡Eh, por aquí!

Y por todas partes se veían en la sombra personas que se buscaban unas a
otras, que se daban la mano, que se abrazaban. Otros gritaban al mismo
tiempo: «¡Niclau! ¡Sapheri!», pero no obtenían respuesta.

Aquellas voces se repetían hasta volverse roncas, balbucientes, y, por
último, cesaban. La alegría de los unos y la consternación de los otros
producían un efecto desconcertante. Luisa se hallaba en brazos de Hullin
y lloraba amargamente.

--¡Ah, Juan Claudio!--decía la señora Lefèvre--; ya sabrá usted lo que
ha hecho esta niña. Por ahora, no le digo nada; pero hemos sido
atacados.

--Sí, ya hablaremos de eso después... El tiempo vuela--dijo Hullin--; el
camino del Donon se ha perdido, y los cosacos pueden estar aquí al
amanecer; tenemos muchas cosas que hacer.

Juan Claudio volvió la esquina y entró en la casa; todos los demás le
siguieron. Duchêne acababa de echar al fuego un haz de leña. Aquellos
rostros ennegrecidos por la pólvora, animados aún por el ardor del
combate, aquellos hombres, con los vestidos desgarrados por los
bayonetazos, algunos de los cuales sangraban al salir de las tinieblas a
la viva luz, ofrecían el más extraño espectáculo. Kasper, con la frente
vendada con un pañuelo, había recibido un sablazo; su bayoneta, su
correaje y sus altas polainas azules estaban manchados de sangre. El
anciano Materne, gracias a su imperturbable presencia de espíritu,
volvía sano y salvo de la contienda. De este modo, los restos de las
fuerzas de Jerónimo y Hullin se hallaron unidos. Todos tenían el mismo
salvaje aspecto y estaban animados por la misma energía e idéntico
espíritu de venganza. Los de Hullin, rendidos de cansancio, se sentaron
a derecha e izquierda en haces de leña, en las piedras de los desagües y
en las losas del hogar, con la cabeza entre las manos y los codos en
las rodillas. Los demás miraban a todas partes, y no pudiendo
convencerse de la desaparición de Hans, de Joson, de Daniel, cambiaban
entre sí preguntas seguidas de largos silencios. Los dos hijos de
Materne se habían agarrado del brazo, como si tuvieran miedo de
perderse, y su padre, detrás de ellos, apoyado en la pared y el codo en
el cañón de la carabina, les miraba con satisfacción. «Están aquí, los
estoy viendo--parecía decirse el anciano--; son fuertes los muchachos;
los dos han logrado salvar el pellejo.» Y el valiente guerrillero tosía
en el hueco de la mano. Algunos iban a preguntarle por Pedro, por
Jacobo, por Nicolás, por su hijo o por su hermano; y el anciano
respondía maquinalmente: «Sí, sí, han quedado muchos tendidos allá...
¡Qué le vamos a hacer! Es la guerra. Nicolás ha cumplido con su
deber...; es preciso tener paciencia. Pero él pensaba para sus adentros:
«¡Los míos se han escapado de la quema, y eso es lo principal!»

Catalina se ocupó de poner la mesa con Luisa. Duchêne subió de la bodega
un barril de vino, llevándolo sobre el hombro; lo colocó en el aparador,
hizo saltar el tapón, y cada guerrillero fue presentando su vaso, su
cacharro o su cantimplora ante el chorro de color púrpura, que brillaba
a los reflejos del hogar.

--¡Comed y bebed!--les decía la labradora--; esto no se ha acabado aún,
y tendréis necesidad de que no os falten las fuerzas. ¡Eh, Frantz!
¡Descuelga ese jamón! Aquí están el pan y los cuchillos. Sentaos, hijos
míos.

Frantz, con la bayoneta, espetaba los jamones en la chimenea.

Y, acercando los bancos al fuego, los guerrilleros se sentaron; a pesar
de los contratiempos sufridos, todos comieron con ese fuerte apetito que
ni los dolores presentes ni las preocupaciones por el porvenir pueden
hacer perder a los hombres de la sierra. Sin embargo, una tristeza
profunda anudaba la garganta de aquellos valientes, y ora uno, ora otro,
se detenían de improviso en su yantar, dejaban caer el tenedor y
abandonaban la mesa diciendo: «Ya he comido bastante.»

Mientras los guerrilleros reparaban así sus fuerzas, los jefes estaban
reunidos en la sala inmediata para acordar las últimas disposiciones
concernientes a la defensa. Estaban sentados alrededor de una mesa,
alumbrada por una lámpara de metal, el doctor Lorquin, a cuyo lado
olfateaba su enorme perro _Plutón_; Jerónimo, en el ángulo de una
ventana, a la derecha; Hullin, intensamente pálido, a la izquierda;
Marcos Divès, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, se
hallaba de espaldas a la puerta, destacándose sólo su obscura silueta y
una de las puntas de su bigote. Unicamente Materne permanecía de pie,
según su costumbre, apoyado en la pared, detrás de la silla de Lorquin,
con el cañón de la carabina en las manos y descansando la culata en el
suelo. De la cocina llegaba el ruido de las conversaciones.

Cuando Catalina, llamada por Juan Claudio, entró en la sala oyó una
especie de lamento que la estremeció; era Hullin que hablaba.

--Todos esos valientes, todos esos padres de familia que caen unos
después de otros--decía Juan Claudio con voz desgarradora--, ¿creéis que
no pesan sobre mi corazón? ¿No creéis que hubiera mil veces preferido
que me aniquilasen a mí? ¡Ah! ¡No sabéis lo que he sufrido esta noche!
Perder la vida no es nada. ¡Pero llevar yo solo una responsabilidad tan
inmensa...!

Hullin guardó silencio unos instantes; el temblor de sus labios, una
lágrima que rodaba lentamente por su mejilla, toda su actitud revelaba
los escrúpulos que sentía aquel hombre honrado frente a una de esas
situaciones en que la conciencia pierde la fe en sí misma y busca nuevos
apoyos. Catalina se sentó, sin hacer ruido, en el sillón situado a la
izquierda de Hullin, el cual, pasados breves instantes, continuó con
mayor reposo:

--Entre once y doce de la noche, Zimmer llegó diciendo: «¡Estamos
rodeados! ¡Los alemanes bajan del Grosmann! Labarbe ha muerto. Jerónimo
no puede resistir.» Y no dijo más. ¿Qué hacer en aquella situación?...
¿Podía abandonar una posición que nos había costado tanta sangre, el
camino del Donon y la carretera de París? Si llego a hacerlo, ¿no
hubiera sido un miserable? Pero yo no tenía mas que trescientos hombres
contra los cuatro mil de Grand-Fontaine y no sé cuántos que bajaban de
la montaña. Pues bien; costase lo que costase, decidí resistir; era
nuestro deber, y me dije: «¡La vida no vale nada sin honor!... ¡Muramos
todos, si es preciso; pero no se dirá nunca que hemos entregado el
camino de Francia! ¡No, no; nunca se dirá eso!»

En aquel momento la voz de Hullin volvió a temblar; sus ojos se llenaron
de lágrimas, y continuó:

--Resistimos hasta las dos; yo veía a los valientes muchachos caer al
grito de «¡Viva Francia!» Al principio de la acción había mandado un
aviso a Piorette, que llegó a paso de carga con cincuenta hombres
escogidos. ¡Era ya tarde! El enemigo nos rodeaba por la derecha y por la
izquierda, ocupaba las tres cuartas partes de la meseta y nos había
hecho retroceder hasta los pinares, del lado del Blanru; su fuego
diezmaba nuestras filas. Lo único que pude hacer fue reunir aquellos
heridos que aun podían moverse, y ordenar a Piorette que los escoltase;
a ellos se unieron unos cien hombres míos. Por mi parte, me quedé sólo
con cincuenta para ocupar el Falkenstein. Hemos pasado por delante de
las narices de los alemanes, que querían cortarnos la retirada.
Afortunadamente, la noche estaba obscura; de lo contrario, no se hubiera
salvado uno solo de nosotros. Esta es la situación en que nos hallamos;
¡todo se ha perdido! El Falkenstein es lo único que nos queda, y sólo
somos trescientos hombres. Ahora se trata de saber si estamos decididos
a llegar hasta el fin. En cuanto a mí, ya os lo he dicho: me pesa cargar
con una responsabilidad tan grande. Mientras no trataba mas que de
defender el camino del Donon, no había la menor duda: todos nos debemos
a la patria; pero el camino se ha perdido, y necesitaríamos diez mil
hombres para reconquistarlo. En este momento el enemigo está penetrando
en Lorena... Veamos lo que debemos hacer.

--Es preciso ir hasta el fin--dijo Jerónimo.

--Sí, sí--gritaron los demás.

--¿Cree usted lo mismo, Catalina?

--Exactamente--respondió la anciana, cuyas facciones revelaban una
tenacidad inflexible.

Entonces Hullin, con voz más firme, expuso su plan.

--El Falkenstein es nuestro punto de retirada; es además nuestro
arsenal, y allí tenemos las municiones; el enemigo lo sabe, e intentará
un golpe de mano por aquel lado. Es preciso, pues, que todos los
presentes acudamos a defender la posición; es preciso que todo el país
nos vea y diga: «Catalina Lefèvre, Jerónimo, Materne con sus dos hijos,
Hullin, el doctor Lorquin, allí están y no quieren rendir las armas.»
Este ejemplo reanimaría el espíritu de los hombres de corazón. Además,
Piorette resistirá en el bosque, y su fuerza irá aumentando día por día.
El país se verá cubierto de cosacos y bandidos de todas clases. Cuando
el ejército enemigo entre en Lorena, haré una señal a Piorette; éste se
interpondrá desde el Donon al camino, y cuantos rezagados se hallen
esparcidos por la montaña quedarán como cogidos en una red. De este
modo, aprovecharemos las ocasiones favorables para apoderarnos de los
convoyes de los alemanes y para hostilizar sus reservas; y si la fortuna
ayuda, como es de esperar, a nuestros ejércitos y estos _kaiserlicks_
son derrotados en Lorena, les cortaremos la retirada.

Todos se levantaron, y Hullin, entrando en la cocina, dirigió a los
guerrilleros esta sencilla alocución:

--Amigos míos, acabamos de decidir que se lleve la resistencia hasta lo
último. Sin embargo, cada cual es libre de hacer lo que quiera y puede
deponer las armas y volver a su aldea; pero los que quieran vengarse
¡que se unan a nosotros!: con nosotros partirán el último pedazo de pan
y agotarán el último cartucho.

El anciano almadiero Colon se levantó, y dijo:

--Hullin, todos estamos contigo; hemos comenzado juntos a batirnos y
juntos terminaremos.

--¡Sí, sí!--exclamaron los demás.

--¿Estáis decididos? Pues bien; escuchadme un momento; el hermano de
Jerónimo va a tomar el mando.

--Mi hermano ha muerto--interrumpió Jerónimo--; es uno de los que se han
quedado en la ladera del Grosmann.

Hubo un instante de silencio; después, con voz fuerte, Hullin prosiguió:

--Colon: vas a tomar el mando de los que queden, a excepción de los que
forman la escolta de Catalina Lefèvre, que se quedarán conmigo. Irás a
reunirte con Piorette, en el valle del Blanru, pasando por Dos Ríos.

--¿Y las municiones?--preguntó Marcos Divès.

--Yo he traído mi furgón--dijo Jerónimo--; Colon puede utilizarlo.

--Que se enganche también el trineo--exclamó Catalina--. Los cosacos no
han de tardar y lo saquearán todo. Nuestra gente no debe marchar con las
manos vacías; que se lleven los bueyes, las vacas, las cabras; que se
lo lleven todo; así no caerá en poder del enemigo.

Cinco minutos después la casa estaba entregada al saqueo; el trineo se
cargó de jamones, de carnes saladas y de pan; fue sacado el ganado de
los establos y los caballos se engancharon al coche grande. El convoy no
tardó en ponerse en marcha, con Robin a la cabeza, tocando la trompa, y
detrás los guerrilleros, que empujaban las ruedas. Y cuando hubo
desaparecido en el bosque, y el silencio sucedió, de repente, a aquel
discorde ruido, Catalina se volvió y vio a Hullin detrás de ella, pálido
como un muerto.

--Pues bien, Catalina--dijo éste--; todo ha terminado. Ahora vamos a
subir allá arriba.

Frantz, Kasper y los de la escolta, Marcos Divès, Materne, todos
esperaban en la cocina con las armas en descanso.

--Duchêne--dijo la labradora--; márchese a la aldea; no quiero que el
enemigo, por mi causa, le maltrate.

El viejo servidor, moviendo su blanca cabeza, y con los ojos llenos de
lágrimas, contestó:

--Lo mismo es, señora Lefèvre, que yo muera aquí. Hace cincuenta años
que vine a esta casa...; no me obligue usted a dejarla: eso sería mi
muerte.

--Como usted quiera, mi pobre Duchêne--respondió Catalina enternecida--;
aquí tiene las llaves de la casa.

Y el pobre anciano fue a sentarse al fondo del hogar, en un escabel, con
los ojos fijos y la boca entreabierta, como perdido en un largo y
doloroso desvarío.

Emprendiose la marcha hacia el Falkenstein. Marcos Divès, a caballo,
empuñando su largo espadón, constituía la retaguardia. Frantz y Hullin,
a la izquierda, observaban la meseta; Kasper y Jerónimo, a la derecha,
exploraban el valle; Materne y los hombres de la escolta rodeaban a las
mujeres. ¡Cosa extraña! Delante de las casuchas de la aldea de Charmes,
en el umbral de las puertas, en los tragaluces y en las ventanas, se
veían figuras viejas y amarillas que miraban con curiosidad la huída de
la señora Lefèvre; y las malas lenguas no se apiadaban de su situación:
«¡Ah! ¡Vedlos sin casa ni hogar!--exclamaban--. ¡Para que se metan donde
no los llaman!»

Otros decían en voz alta que Catalina había sido rica bastante tiempo, y
que a cada cual le llega el turno de pedir limosna. Respecto de los
trabajos, de la prudencia, de la bondad de corazón, de todas las
virtudes de la anciana labradora, del patriotismo de Juan Claudio, del
valor de Jerónimo y de los tres Materne, del desinterés del doctor
Lorquin y de la abnegación de Marcos Divès, nadie decía nada: ¡estaban
vencidos!



XXII


En el fondo del valle de Bouleaux, a dos tiros de fusil de la aldea de
Charmes, hacia la izquierda, la comitiva empezó a subir lentamente el
sendero del viejo _burgo_. Hullin, al recordar que había seguido el
mismo camino cuando fue a comprar la pólvora a Marcos Divès, no pudo
substraerse a una tristeza profunda. Entonces, a pesar del viaje a
Falsburgo, a pesar del espectáculo de los heridos de Hanau y Leipzig, a
pesar de los relatos del viejo sargento, no temía nada; conservaba
intacta su energía y no dudaba del éxito de la defensa. Ahora todo
estaba perdido; el enemigo entraba en Lorena y los montañeses huían.
Marcos Divès costeaba el muro, marchando por la nieve; su caballo,
acostumbrado sin duda a aquel camino, relinchaba, alzando la cabeza y
bajándola hasta el petral, con bruscas sacudidas. El contrabandista se
volvía, de vez en cuando, para dirigir una mirada a la meseta de «El
Encinar», que se hallaba enfrente. De improviso exclamó:

--¡Ya se ven los cosacos!

Al oír aquella exclamación, la fuerza hizo alto para mirar lo que
sucedía. Se hallaban los expedicionarios muy arriba en la montaña, por
encima de la aldea y de la casa de «El Encinar». La luz grisácea del
invierno dispersaba las nieblas matinales, y en los pliegues de la
ladera se divisaba la silueta de varios cosacos mirando a lo lejos, con
las pistolas en alto y aproximándose lentamente a la vieja alquería. El
enemigo se había desplegado en guerrilla y parecía temer una sorpresa.
Pocos momentos después se vio surgir a otros cosacos que subían por el
valle de Houx, y más tarde, a muchos otros; todos marchaban en la misma
actitud, de pie sobre los estribos para ver de lejos y como si fuesen de
descubierta. Los primeros, al llegar a la casa de labor y no observar
nada sospechoso, agitaron sus lanzas y dieron media vuelta. Los demás
acudieron entonces velozmente, como los cuervos que siguen raudos al
que se eleva mucho, suponiendo que ha descubierto alguna presa. En pocos
instantes la casa fue rodeada y la puerta abierta. Dos minutos después
los cristales volaban en pedazos; los muebles, los jergones y la ropa
blanca salía por todas las ventanas a la vez. Catalina contemplaba aquel
estrago con aire tranquilo, y su nariz aguileña parecía más inclinada
hacia la boca. Durante un buen espacio de tiempo la anciana nada dijo;
pero al ver de repente a Yégof, a quien no había distinguido hasta
entonces, golpear a Duchêne con el cabo de su lanza y arrojarlo fuera de
la casa, no pudo reprimir un grito de indignación.

--¡Oh, miserable!... ¡Es preciso ser un cobarde para maltratar a un
pobre viejo que no puede defenderse! ¡Ah, bandido! ¡Si yo te cogiese!...

--¡Vamos, Catalina!--gritó Juan Claudio--; es demasiado; ¿para que
detenerse a contemplar semejante espectáculo?

--Tiene usted razón--respondió la labradora--; marchemos. Sería capaz de
bajar yo sola para vengarme.

Mientras más subían, más frío y fuerte era el viento. Luisa, la hija de
los _heimatshlos_, con una cestilla de provisiones al brazo, iba delante
de todos. El cielo azulado, las llanuras de Alsacia y Lorena, y, al fin
del horizonte, las de la Champaña, aquella inmensidad sin límites en la
que se perdía la mirada, le producía como un desvanecimiento de
entusiasmo. Parecía que tenía alas y que volaba por el espacio azul,
como esos grandes pájaros que se arrojan desde la cima de los árboles a
los abismos, mientras entonan el himno de su independencia. Todas las
miserias de este bajo mundo, todas las injusticias y sufrimientos se
olvidaban. Luisa recordaba su niñez, cuando iba sobre la espalda de su
madre, la pobre vagabunda, y se decía: «¡Nunca he sido más dichosa,
nunca he tenido menos cuidados, nunca he reído ni cantado tanto! A
menudo el pan nos faltaba; pero ¡qué días tan felices!» Y acudían a su
memoria trozos de antiguas canciones de aquel tiempo.

Al acercarse a la peña rojiza, en la que se hallaban gruesos cantos
blancos y negros incrustados, y que se inclinaba hacia el precipicio
como la bóveda de una inmensa catedral, Luisa y Catalina se detuvieron
extasiadas. En lo alto, el cielo les parecía más profundo, y el sendero,
que formaba una espiral alrededor de la peña, parecía más estrecho. Los
valles que se perdían de vista, los bosques inmensos, los estanques
lejanos de la Lorena, la cinta azul del Rin a la derecha, todo aquel
gran espectáculo las maravillaba, y la labradora dijo con profundo
recogimiento:

--Juan Claudio: aquel que ha levantado esta peña hasta el cielo, que ha
abierto esos valles, que ha sembrado esos montes de brezos y musgos, ése
puede hacernos la justicia que merezcamos.

Cuando hubieron llegado a la primera meseta del peñón, Marcos llevó su
caballo a una caverna que allí cerca se aparecía, volvió en seguida
solo, y comenzando a trepar delante de todos, dijo:

--Mucho cuidado, porque es fácil resbalar.

Al mismo tiempo les mostraba a la derecha el precipicio azulado, con
las copas de los abetos al fondo. Siguieron marchando en silencio los
expedicionarios hasta llegar a la terraza, donde comenzaba la bóveda, y
allí respiraron libremente. En medio del paisaje vieron a los
contrabandistas Brenn, Pfeifer y Toubac, con sus amplias capas grises y
sus sombreros de fieltro negro, sentados alrededor de una hoguera que se
extendía a lo largo de la peña. Marcos Divès les dijo:

--¡Aquí estamos! Los _kaiserlicks_ son los amos... Han matado a Zimmer
esta noche... Hexe-Baizel, ¿está arriba?

--Sí--respondió Brenn--; está haciendo cartuchos.

--Todavía pueden servir--dijo Marcos--. Tened mucho cuidado, y si alguno
sube, hacedle fuego.

Los Materne se habían detenido al borde de la peña; aquellos tres
fuertes hombres rojos, con el sombrero levantado, el cuerno de pólvora
al costado, la carabina al hombro, las piernas enjutas y musculosas,
firmemente erguidos al extremo de la peña, ofrecían un extraño aspecto
sobre el fondo azulado del abismo. El anciano Materne, con la mano
extendida, señalaba a lo lejos, muy a lo lejos, un punto blanco, casi
imperceptible, en medio del pinar, diciendo:

--¿Reconocéis aquello, hijos míos?

Los tres miraron con los ojos medio cerrados.

--Es nuestra casa--respondió Kasper.

--¡Pobre Margredel!--continuó el anciano cazador, tras una pausa--; debe
estar inquieta desde hace ocho días; seguramente rogará por nosotros a
Santa Odilia.

En aquel momento, Marcos Divès, que marchaba delante, lanzó un grito de
sorpresa.

--¡Señora Lefèvre!--dijo deteniéndose--, los cosacos han incendiado su
casa.

Catalina recibió la noticia con la mayor tranquilidad y adelantose hasta
el borde de la explanada; Luisa y Juan Claudio la siguieron. En el fondo
del abismo se extendía una gran nube blanca; a través de aquella nube se
veía una lucecilla agitarse sobre la ladera de «El Encinar» y no se veía
más; pero cuando a veces soplaba el viento, el incendio aparecía: los
dos altos mojinetes, negros: el granero, incendiado; los establos
pequeños, ardiendo; luego, todo desaparecía otra vez.

--Ya ha ardido casi por completo--dijo Hullin en voz baja.

--Sí--respondió la labradora--; he ahí cuarenta años de trabajos y
fatigas que se convierten en humo; pero es igual, no pueden quemar mis
buenas tierras, el gran prado de Eichmath. Empezaremos a trabajar de
nuevo. Gaspar y Luisa reharán todo esto. Por mi parte, no me arrepiento
de nada.

Al cabo de un cuarto de hora se elevaron millares de chispas y el
edificio se hundió. Sólo quedaron en pie los negros mojinetes. Volvió la
comitiva a ponerse en marcha y continuó la ascensión por el sendero. En
el momento de llegar a la explanada superior, oyose la voz agria de
Hexe-Baizel que gritaba:

--¿Eres tú, Catalina? ¡Ah! ¡Nunca hubiera creído que vendrías a verme a
mi pobre tugurio!

Baizel y Catalina habían ido juntas a la escuela y se tuteaban.

--Ni yo tampoco--contestó la labradora--; ¡pero qué más da, Baizel! En
la desgracia sirve de consuelo volver a ver a una antigua compañera de
la infancia.

Baizel parecía conmovida, y dijo:

--Cuanto hay aquí, Catalina, tuyo es...

Y mostraba a la anciana su pobre taburete, su escoba de retamas verdes y
los cinco o seis leños del hogar. Catalina contempló aquello durante
breves momentos, y dijo:

--No es esto muy grande, pero es sólido; seguramente, tu casa no arderá.

--No, no la quemarán--dijo Hexe-Baizel riendo--; necesitarían todos los
bosques del condado de Dabo para calentarla un poco. ¡Je, je, je!

Los guerrilleros, después de tantas fatigas, sentían necesidad de
reposo; apoyó, pues, cada cual su fusil en la pared, y uno a uno fueron
tendiéndose en el suelo. Marcos Divès les abrió la segunda caverna,
donde encontraron, al menos, un poco de abrigo; luego salió con Hullin
para examinar la posición.



XXIII


Sobre el peñón del Falkenstein, en la cumbre de la montaña, se levanta
una torre redonda, socavada por su base. Esta torre, cubierta de zarzas,
espinos silvestres y mirtos, es tan antigua como la sierra; ni los
franceses, ni los alemanes, ni los suecos la han destruido. La piedra y
el cemento se han adherido con tal solidez, que no se puede arrancar el
más pequeño fragmento de ella. La torre presenta un aspecto sombrío y
misterioso, y evoca lejanas épocas que la memoria del hombre no logra
alcanzar. En tiempo del paso de los gansos silvestres, Marcos Divès se
apostaba de ordinario allí, cuando no tenía otra cosa que hacer; y
algunas veces, a la caída de la tarde, en el momento en que las bandadas
llegaban hendiendo la bruma y describiendo un amplio círculo antes de
posarse, el contrabandista mataba dos o tres de aquellas aves, lo cual
alegraba mucho a Hexe-Baizel, que siempre se hallaba dispuesta a
llevarlas al asador. Otras veces, en otoño, Marcos tendía unas redes
sobre la maleza, en las que cogía los zorzales que acudían al engaño;
por último, la torre le servía también de leñera. ¡Cuántas veces
Hexe-Baizel, cuando el viento norte soplaba con tal rigor que parecía
arrancar la piel a los bueyes, y cuando el ruido, el crujir de las ramas
y el lamento agudo de los bosques de alrededor subían a las alturas como
el clamor del mar embravecido, cuántas veces Hexe-Baizel había estado a
punto de ser arrebatada por el huracán hasta la montaña de Kilberi, que
se halla enfrente! Pero la vieja se agarraba con ambas manos a la
maleza, y el viento no conseguía mas que agitar sus cabellos rojos.

Habiendo observado Divès que la leña que allí almacenaba, al cubrirse de
nieve y mojarse por la lluvia, daba más humo que llamas, techó la torre
con un cobertizo de tablas. Con este motivo el contrabandista contaba
una peregrina historia; afirmaba haber descubierto al poner las vigas,
en el fondo de una hendedura, una lechuza blanca como la nieve, ciega y
escuálida, copiosamente abastecida de musarañas y murciélagos. Por esto,
Marcos la había denominado la _abuela de la comarca_, suponiendo que
todos los pájaros se preocupaban de alimentarla, a causa de su mucha
edad.

Al terminar aquel día, los guerrilleros, que observaban lo que sucedía,
como los inquilinos de una casa de muchos pisos, desde las diferentes
quebraduras de la peña, vieron aparecer los uniformes blancos en los
desfiladeros de alrededor. Avanzaban en masas compactas por todas partes
al mismo tiempo, lo que revelaba claramente su intención de bloquear el
Falkenstein. Viendo lo cual, Marcos Divès quedose pensativo. «Si nos
rodean--pensaba--no podremos procurarnos víveres, y será preciso
rendirse o morir de hambre.»

Veíase perfectamente al estado mayor enemigo parado, a caballo,
alrededor de la fuente de la aldea de Charmes. Divisábase a uno de los
jefes, hombre corpulento y de amplio abdomen, que contemplaba la peña
con un anteojo; detrás de él estaba Yégof, hacia quien se volvía de vez
en cuando para interrogarle. Las mujeres y los niños de la aldea
rodeaban a cierta distancia al enemigo, ante el que se extasiaban, y
cinco o seis cosacos hacían caracolear a sus caballos. El contrabandista
no pudo reprimir su inquietud y llamó aparte a Hullin.

--Mira--le dijo--esa fila de chacós que se desliza a lo largo del Sarre
y, por este lado, los que suben por el valle saltando como liebres: son
_kaiserlicks_, ¿no es verdad? ¿Y qué crees que van a hacer, Juan
Claudio?

--Van a rodear la montaña.

--Eso está bien claro. ¿Y cuánta gente habrá ahí?

--Tres o cuatro mil hombres.

--Sin contar los que anden por esos campos. Entonces, ¿qué quieres que
haga Piorette, con sus trescientos hombres, frente a tal muchedumbre de
bandidos? Te lo pregunto con toda franqueza, Hullin.

--No podrá hacer nada--respondió el anciano con sencillez--. Los
alemanes saben que nuestras municiones están en el Falkenstein; temen un
levantamiento general cuando hayan invadido la Lorena y quieren asegurar
su retaguardia. El general enemigo se ha dado cuenta de que no nos puede
vencer a viva fuerza y trata de rendirnos por hambre. Todo esto, Marcos,
es seguro; pero nosotros somos hombres y cumpliremos nuestro deber: aquí
moriremos.

Hubo un instante de silencio; Marcos Divès frunció el ceño y no parecía
muy convencido.

--¡Morir nosotros!--exclamó rascándose la cabeza--; no comprendo por qué
debemos morir; esto no entra en mis planes; además, hay mucha gente que
se alegraría...

--¿Qué quieres hacer?--dijo Hullin con sequedad--. ¿Quieres rendirte?

--¡Rendirme!--exclamó el contrabandista--. ¿Me tienes por un cobarde?

--Entonces, explícate.

--Esta noche salgo para Falsburgo. Arriesgo el pellejo al atravesar las
líneas enemigas, pero prefiero eso a cruzarme de brazos aquí y perecer
de hambre. Entraré en la plaza a la primera salida o trataré de ganar
una poterna. El comandante Meunier me conoce porque le vendo tabaco hace
tres años. Ha hecho, como tú, las campañas de Italia y de Egipto. Le
expondré la situación. Veré a Gaspar Lefèvre. Haré cuanto sea preciso
para que nos den quién sabe si una compañía. Con el uniforme nada más,
estamos salvados, Juan Claudio; la gente útil que quede se unirá a
Piorette y, en cualquier caso, puede venir en nuestro socorro. En fin,
esta es mi idea. ¿Qué te parece?

Divès miró atentamente a Hullin, cuya vista fija y sombría le
inquietaba.

--Dime, ¿no crees que esto puede ser una solución?

--Es una idea--dijo por último Juan Claudio--. No me opongo a ella.

Y mirando a su vez al contrabandista frente a frente, le preguntó:

--¿Me juras hacer todo lo posible por entrar en la plaza?

--Yo no juro nada--respondió Marcos, cuyas tostadas mejillas adquirieron
súbitamente un pronunciado color rojizo--. Dejo aquí cuanto tengo: mis
bienes, mi mujer, mis compañeros, Catalina Lefèvre y tú, mi más antiguo
amigo. Si no vuelvo, seré un traidor; pero si vuelvo, Juan Claudio, me
explicarás lo que acabas de decirme, y arreglaremos esa cuentecita entre
los dos.

--Marcos--dijo Hullin--, perdóname; he dicho mal; ¡he sufrido tanto en
estos días!; la desgracia me hace desconfiar; dame la mano... ¡Anda, ve,
sálvanos, salva a Catalina, salva a mi hija! Desde ahora te lo digo: no
tenemos más recurso que tú.

La voz de Hullin temblaba. Divès aceptó aquellas explicaciones, pero
añadió:

--¡Bien está, Juan Claudio! No has debido decirme eso en un momento
semejante; en fin, no hablemos más del asunto... Perderé la vida en el
camino, o vendré a libertaros. Cuando llegue la noche partiré. Los
_kaiserlicks_ rodean ya la montaña; pero no importa, tengo un buen
caballo, y además ya sabes que siempre he tenido suerte.

A las seis, las últimas cimas de la montaña quedaban sumergidas en las
tinieblas. Centenares de hogueras brillaban en lo hondo de los
desfiladeros, indicando que los alemanes preparaban la comida. Marcos
Divès descendió por la hendedura a tientas. Hullin oyó durante algunos
segundos los pasos de su camarada, y luego, muy pensativo, se dirigió
hacia la vieja torre, en la que se había establecido el cuartel general.
Levantó el pesado cobertor de lana que tapaba el nido de búhos y vio a
Catalina, a Luisa y a los demás sentados alrededor de una pequeña
hoguera, que iluminaba las grises paredes. La anciana, sentada en un
tronco de encina, con las manos cruzadas sobre las rodillas, miraba a la
llama fijamente, con los labios contraídos y el color quebrado. Luisa,
recostada sobre la pared, parecía que soñaba. Jerónimo, en pie detrás de
Catalina, con las manos cruzadas sobre un garrote, casi tocaba el
carcomido techo con su gorro de piel de nutria. Todos estaban tristes y
desanimados. Hexe-Baizel, que levantaba de vez en cuando la tapadera de
una olla, y el doctor Lorquin, que rascaba la cal de la pared con la
punta de su sable, eran los únicos que conservaban su aspecto habitual.

--Parece--dijo el doctor--que hemos vuelto al tiempo de los triboques.
Estas paredes tienen más de mil años. ¡Y ha debido correr una buena
cantidad de agua desde las alturas del Falkenstein y del Grosmann al
Sarre y al Rin desde que no se ha encendido fuego en esta torre!

--Sí--respondió Catalina como saliendo de un sueño--. ¡Cuántas gentes
habrán sufrido aquí frío, hambre y miseria! ¿Y quién lo ha sabido?
Nadie. Puede ser que, pasados cien, doscientos, trescientos años, vengan
otros también a refugiarse a este mismo lugar. Como nosotros,
encontrarán la pared fría y la tierra húmeda; harán fuego, mirarán como
ahora miramos y dirán como decimos: «¿Quién habrá sufrido antes que
nosotros aquí? ¿Por qué habrán padecido? ¿Estarían acaso perseguidos,
expulsados, como nosotros, y vinieron a ocultarse en este miserable
agujero?» Entonces pensarán en los tiempos pasados... y nadie podrá
contestarles.

Juan Claudio se había aproximado. Al cabo de algunos segundos, la
anciana, levantando la cabeza, comenzó a decir, mientras le miraba:

--¡Qué! Estamos bloqueados; el enemigo quiere rendirnos por hambre.

--Es verdad, Catalina--contestó Juan Claudio--. Yo no esperaba esto;
contaba con un ataque a viva fuerza; pero los _kaiserlicks_ no saben lo
que puede suceder. Divès acaba de partir para Falsburgo, conoce al
comandante de la plaza..., y si envía solamente varios centenares de
hombres en nuestro socorro...

--No hay que contar con eso--interrumpió la anciana--; Marcos puede ser
cogido o muerto por los alemanes; y aunque supongamos que consiga
atravesar las líneas enemigas, ¿cómo podrá entrar en Falsburgo?

Todos permanecieron silenciosos.

Hexe-Baizel no tardó en traer la sopa, y los sitiados hicieron círculo
alrededor de la cazuela humeante.



XXIV


Catalina Lefèvre salió del antiguo refugio a las siete de la mañana,
cuando aún dormían Luisa y Hexe-Baizel. La claridad del día, la
espléndida claridad de las altas regiones, iluminaba ya los abismos. Al
fondo, a través de una atmósfera azul, se dibujaban los bosques, los
valles y las peñas como el musgo y los guijarros de un lago bajo el
cristal azulado. Ni una ligera aurilla agitaba la placidez del ambiente.
Catalina, frente a aquel grandioso espectáculo, se sentía más serena,
más tranquila que durante el sueño. «¿Qué importancia tienen nuestros
dolores pasajeros, nuestras inquietudes y nuestras penas?--se decía la
anciana--. ¿Para qué importunar a la Providencia con nuestras
lamentaciones? ¿Por qué temer el porvenir? Todo esto no dura mas que un
segundo; nuestras quejas no se prolongan más que el canto de la cigarra
en otoño; y tales cantos ¿pueden impedir la llegada del invierno? ¿No es
preciso que a cada cosa le llegue su día, que todo muera para que vuelva
a nacer? Ya otras veces hemos muerto y hemos renacido, y deberemos morir
y renacer en lo porvenir. Y las montañas, con sus bosques, sus peñas y
sus ruinas, permanecerán siempre en el mismo sitio, como diciéndonos:
¡Acuérdate, acuérdate! Ya me has visto, ahora me ves y seguirás viéndome
por los siglos de los siglos.»

Así soñaba la anciana, y el porvenir no la causaba ya miedo; los
pensamientos sólo eran para ella recuerdos.

Había pasado algunos minutos en aquella meditación cuando un rumor de
voces vino a herir los oídos de Catalina, la cual, volviéndose, vio a
Hullin y a los tres contrabandistas, que hablaban gravemente entre sí,
al otro lado de la meseta. Los interlocutores no se habían dado cuenta
de su presencia y parecían enfrascados en una discusión importante.

El anciano Brenn, al borde de la peña, con su pipa negra entre los
dientes, las mejillas arrugadas como una hoja de col pasada, la nariz
redonda, el bigote gris, los párpados fláccidos, caídos sobre el ojo
sanguinolento, y las largas mangas de su hopalanda, que descendían a
ambos lados del cuerpo, el viejo Brenn miraba hacia los diferentes
puntos de la montaña que Hullin le indicaba; y los otros dos, envueltos
en sus amplias capas pardas, se adelantaban, retrocedían, se llevaban
las manos a las cejas y parecían absortos por una atención profunda.

Catalina, que se había acercado al grupo, oyó decir:

--¿Entonces, usted cree que no es posible bajar por ninguna parte?

--No, Juan Claudio, no hay medio--respondió Brenn--; esos bandidos
conocen el país a fondo; todos los senderos están interceptados. Mira;
¿ves el manchón de los Corzos, a lo largo de esa charca? Nunca han
tenido los guardas la idea de observarlo; pues el enemigo lo tiene bien
guardado. Y allá, en el paso del Rothstein un verdadero caminillo de
cabras por el que no se pasa una vez cada diez años. ¿No ves brillar una
bayoneta detrás de las rocas? Y aquí este otro, que yo he recorrido
durante ocho años con mis sacos sin encontrarme a un gendarme, también
lo tienen defendido: es preciso que el Diablo ande mezclado en esto y
que los haya conducido a los desfiladeros.

--Sí--exclamó Toubac--; si no ha sido el Diablo, ha sido, desde luego,
Yégof.

--Pero me parece--dijo Hullin--que tres o cuatro hombres decididos
podrían arrollar uno de esos puestos.

--No; se apoyan unos en otros, y al primer disparo tendríamos un
regimiento a la espalda--contestó Brenn--. Pero supongamos que se puede
pasar. ¿Cómo volvemos con los víveres? Es imposible; esa es mi opinión.

--Sin embargo--dijo Toubac--; si Hullin quiere, lo intentaremos a pesar
de todo.

--¿Qué es lo que vamos a intentar?--dijo Brenn--. ¿Exponernos a que nos
rompan un hueso al escapar y dejar a los demás metidos en la ratonera?
Por mi parte, lo mismo me da, y si alguien va, yo voy también. Pero si
se creen que hemos de volver con víveres, sostengo que es imposible.
Veamos, Toubac; ¿por dónde quieres pasar y por dónde quieres volver? No
se trata ahora de proyectos, sino de realidades. Si sabes de algún paso,
dímelo. Hace veinte años que recorro de una punta a otra la sierra, con
Marcos, y conozco todos los caminos y senderos en diez leguas a la
redonda; no veo más camino que el del cielo.

Hullin se volvió en aquel momento y vio a la señora Lefèvre, que se
hallaba a algunos pasos, prestando atención a lo que decían.

--¿Es usted, Catalina? Nuestros asuntos toman mal aspecto--dijo Juan
Claudio.

--Sí; ya he oído; no hay manera de renovar las provisiones.

--¡Las provisiones!--dijo Brenn con sonrisa extraña--. ¿Sabe usted,
señora Lefèvre, para cuánto tiempo tenemos víveres?

--Para más de quince días--contestó la buena mujer.

--¡Para ocho días!--exclamó el contrabandista, vaciando de cenizas la
pipa golpeándola contra la uña.

--Esa es la verdad--dijo Hullin--. Marcos Divès y yo creíamos que el
enemigo atacaría el Falkenstein; pero nunca pudimos pensar que lo
bloquearía como una plaza fuerte. ¡Nos hemos equivocado!

--¿Y qué vamos a hacer?--preguntó Catalina palideciendo intensamente.

--Vamos a reducir la ración de cada uno a la mitad. Si, en quince días,
Marcos no vuelve y no nos queda nada..., entonces veremos.

Dicho lo cual, Hullin, Catalina y los contrabandistas, muy cabizbajos,
tomaron el camino de la brecha. Apenas habían comenzado a bajar por la
pendiente cuando, a unos treinta pasos más abajo de donde se
encontraban, vieron aparecer a Materne, que trepaba por las ruinas casi
ahogándose, agarrándose a la maleza para marchar más de prisa.

--¡Qué!--le gritó Juan Claudio--; ¿qué pasa, amigo mío?

--Iba a buscarte; un oficial enemigo avanza hacia el muro del antiguo
_burg_ con una banderita blanca; parece que quiere hablarnos.

Hullin, dirigiéndose en seguida hacia la pendiente de la peña, vio, en
efecto, a un oficial alemán de pie sobre el muro y que parecía esperar
que se le hiciera señal de subir. Se hallaba a dos tiros de carabina, y
más lejos se veía a cinco o seis soldados con las armas en el suelo.
Después de haber observado aquel grupo Juan Claudio volviose y dijo:

--Es un parlamentario que, sin duda, viene a intimarnos la rendición.

--¡Que se le haga fuego!--exclamó Catalina--. Eso es lo mejor que
podemos contestarle.

Todos parecían de la misma opinión, excepto Hullin, que, sin hacer
ninguna observación, bajó a la terraza, donde se encontraban los demás
guerrilleros.

--Hijos míos--dijo--, el enemigo nos envía un parlamentario. No sabemos
lo que quiere, aunque supongo que será una intimación para deponer las
armas; pero también puede ser otra cosa. Frantz y Kasper irán a su
encuentro, le vendarán los ojos al pie de la peña y le conducirán aquí.

Nadie hizo observación alguna, y los hijos de Materne, cruzándose la
carabina en bandolera, se alejaron bajo la bóveda en espiral. Al cabo de
diez minutos los cazadores llegaron adonde el oficial estaba, hablaron
con él breves momentos, y los tres empezaron a subir al Falkenstein. A
medida que ascendía el pequeño destacamento, mejor se distinguía el
uniforme del parlamentario y hasta su fisonomía: era un hombre delgado,
de cabellos rubios, cenicientos, bien proporcionado y de movimientos
resueltos. Al pie de la peña, Frantz y Kasper le vendaron los ojos, y no
tardaron en oírse sus pisadas, que resonaban bajo la bóveda. Juan
Claudio se adelantó a su encuentro, y desatándole con sus propias manos
el pañuelo, le dijo:

--Si desea usted comunicarme algo, señor, ya le escucho.

Los guerrilleros estaban a quince pasos del grupo que los recién
llegados y Juan Claudio formaban. Catalina Lefèvre, que se hallaba más
cerca, escuchaba con las cejas fruncidas; su cara huesuda, su nariz
aguileña, los tres o cuatro rizos de cabellos grises que caían al azar
sobre sus sienes descarnadas y sobre los pómulos de sus hundidas
mejillas, la contracción de sus labios y la fijeza de su mirada,
llamaron en primer término la atención del oficial; luego éste descubrió
el rostro pálido y dulce de Luisa, detrás de la anciana; más allá, a
Jerónimo, con su barba rojiza, cubierto con una túnica de estameña; al
anciano Materne, apoyado en su carabina, y más lejos a todos los demás;
por último, la elevada bóveda de piedra roja, cuyas masas ingentes,
formadas de sílex y de granito, avanzaban por encima del precipicio con
algunas zarzas marchitas en las hendeduras, servía de fondo. Detrás de
Materne, Hexe-Baizel, con un largo escobón de retamas verdes en la mano,
la cabeza erguida y vuelta de espaldas al borde de la peña, pareció
llamar un momento la atención del oficial.

A su vez, él era objeto de una curiosidad singular. Se veía en su
actitud, en su rostro alargado, fino y moreno, en sus ojos de color gris
claro, en su bigote poco poblado, en la delicadeza de sus miembros
endurecidos por la guerra, que procedía de una raza aristocrática; tenía
algo de hombre de campo y algo de hombre de mundo; era una mezcla de
militar burdo y de diplomático.

Aquella inspección recíproca se terminó en un abrir y cerrar de ojos, y
el parlamentario dijo en buen francés:

--¿Es al comandante Hullin a quien tengo el honor de dirigirme?

--Sí, señor--contestó Juan Claudio.

Y como el parlamentario dirigiese una mirada indecisa alrededor del
círculo, Hullin exclamó:

--¡Señor, hable usted alto para que todo el mundo le oiga! Cuando se
trata del honor y de la patria nadie sobra en Francia, y las mujeres
pueden intervenir lo mismo que los hombres. ¿Tiene usted que hacerme
alguna proposición? ¿De parte de quién?

--Del general comandante en jefe. Mi misión es la siguiente...

--Veamos. Ya le oímos--interrumpió Hullin.

Entonces el oficial, levantando la voz, dijo en tono firme:

--Ante todo, permítame, señor comandante, decirle que usted ha cumplido
magníficamente con su deber y que por ello ha conquistado la estimación
de sus enemigos.

--En materia de deberes--contestó Hullin--, no puede haber más ni menos.
Hemos hecho lo que hemos podido.

--Sí--añadió Catalina con sequedad--, y puesto que el enemigo nos estima
por eso, dentro de diez o quince días tendrá ocasión de estimarnos más
aún, porque no hemos llegado al fin de la guerra, y ha de ver cosas
mejores.

El oficial volvió la cabeza y quedose estupefacto al observar la feroz
energía impresa en la mirada de la anciana.

--Esos son sentimientos muy nobles--replicó el oficial después de un
instante de silencio--; pero la humanidad tiene sus derechos, y derramar
sangre inútilmente es hacer el mal por el mal.

--Entonces, ¿por qué venís a nuestro país?--gritó Catalina con voz
aguda--. Marchaos y os dejaremos tranquilos.

Después añadió:

--Hacéis la guerra como los bandidos: robando, saqueando y quemando.
Merecéis ser ahorcados todos, y para que sirviera de ejemplo, ahora
deberíamos arrojar a usted desde lo alto de esta peña.

El oficial palideció, porque creyó capaz a la vieja de ejecutar la
amenaza; sin embargo, al instante se repuso, y replicó con tranquilidad:

--Sé que los cosacos han prendido fuego a la finca que se ve frente a
esta peña. Esos son bandidos que siempre siguen a todos los ejércitos;
pero un acto aislado no prueba nada contra la disciplina de nuestras
tropas. Los soldados franceses han hecho cosas semejantes en Alemania, y
particularmente en el Tirol: no contentos con saquear e incendiar las
aldeas, fusilaban cruelmente a los campesinos sospechosos de haber
tomado las armas para defender el país. Nosotros podríamos usar
represalias, y estaríamos en nuestro derecho; pero no somos bárbaros,
comprendemos cuánto el patriotismo tiene de noble y de grande, aun en
sus extravíos más lamentables. Por otra parte, no hacemos la guerra al
pueblo francés, sino al emperador Napoleón. Así, el general, al saber la
conducta de los cosacos, ha castigado públicamente ese acto de
vandalismo, y, además, ha acordado indemnizar al propietario de la
finca.

--¡No quiero nada de vosotros!--interrumpió Catalina bruscamente--;
prefiero sufrir la injusticia... y vengarme.

El parlamentario comprendió, por el tono de voz de la anciana, que no
podría hacerla entrar en razón y que sería peligroso siquiera
contestarle. Volviose, pues, a Hullin y continuó:

--Estoy encargado, señor comandante, de ofrecerle honores de guerra si
consiente en rendir la posición. Carecen ustedes de víveres, y nosotros
lo sabemos. Dentro de pocos días se verán obligados a deponer las armas.
La estimación que le profesa el general en jefe es lo único que le ha
movido a ofrecer a usted condiciones tan honrosas. Una larga resistencia
no conduciría a nada. Somos dueños del Donon, y nuestro cuerpo de
ejército ha entrado en Lorena. La campaña no ha de decidirse aquí y no
tiene interés para ustedes defender un punto inútil. Queremos ahorrarles
los horrores del hambre. Y ahora, señor comandante, a usted corresponde
decidir.

Hullin se volvió hacia los guerrilleros y les dijo sencillamente:

--¿Habéis oído? Por mi parte, rehúso; pero me someteré si todos aceptan
las proposiciones del enemigo.

--¡Las rechazamos todos!--dijo Jerónimo.

--Sí, sí, todos--repitieron los demás.

Catalina Lefèvre, hasta entonces inflexible, pareció enternecerse al
dirigir una mirada a Luisa. Cogió la anciana a ésta por un brazo, y
volviéndose hacia el parlamentario, le dijo:

--Tenemos una niña con nosotros; ¿no habría un medio de enviarla a casa
de alguno de nuestros parientes de Saverne?

Apenas Luisa oyó tales palabras se precipitó en brazos de Hullin,
poseída de un gran terror, exclamando:

--No, no. Quiero permanecer con vosotros, papá Juan Claudio; quiero
morir con vosotros.

--Está bien, caballero--dijo Hullin intensamente pálido--; dígale a su
general lo que acaba de ver; dígale que el Falkenstein será nuestro
hasta la muerte. Kasper, Frantz: conducid al parlamentario a sus líneas.

El oficial parecía dudar; pero al tratar de abrir la boca para hacer una
observación, Catalina, pálida de cólera, exclamó:

--¡Fuera, fuera de aquí! Lo que vosotros pensáis está lejos aún de
suceder. Ese bandido de Yégof os ha dicho que carecíamos de víveres,
pero es falso; tenemos para dos meses, y en dos meses nuestro ejército
os habrá exterminado a todos. A los traidores les vuelve la espalda la
fortuna. ¡Desgraciados de vosotros!

Y como la anciana iba excitándose cada vez más, el parlamentario juzgó
prudente marcharse. Volviose, pues, hacia los guías, que le pusieron el
pañuelo en los ojos y le condujeron al pie del Falkenstein.

Lo que Hullin había ordenado a propósito de los víveres fue ejecutado
desde aquel mismo día, y cada cual recibió media ración para la jornada.

Colocose un centinela delante de la caverna de Hexe-Baizel, donde se
guardaban las provisiones; se hizo una barricada ante la puerta, y Juan
Claudio ordenó que los repartos se hicieran en presencia de todos, con
el fin de impedir las injusticias; pero semejantes precauciones no
habían de preservar a aquellos desgraciados del hambre más horrible.



XXV


Hacía tres días que los víveres faltaban completamente en el
Falkenstein, y Divès no había dado señales de vida. ¡Cuántas veces,
durante aquellas largas jornadas de agonía, los sitiados habían vuelto
los ojos hacia Falsburgo! ¡Cuántas veces habían escuchado con inmensa
atención, creyendo oír los pasos del contrabandista, cuando sólo llenaba
el espacio el vago murmullo del aire!

En medio de las torturas del hambre pasó aquel día, que era el que hacía
diez y nueve de la llegada de los guerrilleros al Falkenstein. Todos
permanecían silenciosos, sentados en el suelo, los rostros demacrados y
entregados a una especie de sueño sin fin. De vez en cuando se miraban
unos a otros con miradas centelleantes, como dispuestos a devorarse;
pero luego caían de nuevo en el abatimiento y la languidez.

Cuando el cuervo de Yégof, volando de cima en cima, se acercaba a aquel
lugar de infortunio, el anciano Materne se disponía a disparar su
carabina; pero en seguida el pájaro de mal agüero se alejaba velozmente,
lanzando graznidos lúgubres, y el brazo del anciano cazador volvía a
caer inerte. Como si el agotamiento que causaba el hambre no hubiera
bastado a colmar la medida de tanta miseria, aquellos desgraciados no
abrían la boca sino para acusarse y amenazarse mutuamente.

--¡No me toquéis!--gritaba Hexe-Baizel con voz desgarradora a los que la
miraban--; ¡no me miréis, porque os muerdo!

Luisa deliraba; sus hermosos ojos azules, en vez de objetos reales, no
veían mas que sombras, ya danzando por la meseta, ya suspendidas de la
maleza, ya posadas en la antigua torre.

--¡Aquí están los víveres!--exclamaba de vez en cuando la desdichada
joven.

Entonces los demás sitiados se irritaban contra la pobre niña, gritando,
llenos de indignación, que quería burlarse de ellos y que mirase bien lo
que hacía.

Sólo Jerónimo permanecía en completa calma; pero la gran cantidad de
nieve que había bebido para apagar el ardor de sus entrañas inundaba su
cuerpo y su demacrado rostro de un sudor frío.

El doctor Lorquin se había atado un pañuelo a la altura de los riñones y
lo apretaba cada vez más, pretendiendo de este modo aliviar su estómago.
Se hallaba sentado de espaldas a la torre, con los ojos cerrados, y de
hora en hora los abría, diciendo:

--Estamos en el primero..., en el segundo..., en el tercer período. Un
día más, y todo habrá concluido.

En seguida comenzaba a disertar sobre los druidas, sobre Odin, Brahma y
Pitágoras, haciendo citas latinas y griegas, anunciando la
transformación próxima de los del Harberg en lobos, zorros y animales de
todas clases.

--Yo--exclamaba--seré león, y comeré quince libras de carne de vaca
todos los días.

Y, después de una breve pausa, continuaba:

--¡No; yo quiero ser hombre; predicaré la paz, la fraternidad y la
justicia! ¡Ah, amigos míos! Sufrimos por nuestras propias faltas. ¿Qué
hemos hecho al otro lado del Rin desde hace diez años? ¿Con qué derecho
queremos imponer señores a esos pueblos? ¿Por qué no cambiamos con ellos
nuestras ideas, nuestros sentimientos, los productos de nuestras artes y
de nuestra industria? ¿Por qué no los tratamos como hermanos en lugar de
querer someterlos? En tal caso, hubiéramos sido bien recibidos. ¡Cuánto
han debido sufrir esos desgraciados durante diez años de violencia y de
rapiña!... ¡Ahora se vengan..., y es de justicia! ¡Que la maldición de
Dios caiga sobre los miserables que separan a los pueblos para
oprimirlos!

Después de estos momentos de exaltación, el doctor caía desmayado en el
muro de la torre, murmurando:

--¡Pan!... ¡Oh! ¡Nada más que un pedazo de pan!

Los hijos de Materne, agazapados en la maleza, con la carabina al
hombro, parecían esperar el paso de una caza que no llegaba. La idea de
un acecho sin fin sostenía sus expirantes fuerzas.

Otros muchos, encorvados sobre sí mismos, tiritaban al sentirse
devorados por la fiebre y acusaban a Juan Claudio de haberlos llevado al
Falkenstein.

Hullin, con una firmeza de carácter sobrehumana, iba y venía observando
lo que pasaba en los valles de los alrededores, sin pronunciar una
palabra.

De vez en cuando avanzaba hasta los bordes de la peña, y con las
mandíbulas apretadas y los ojos centelleantes, miraba a Yégof sentado
delante de una gran hoguera en la meseta de «El Encinar», en medio de
una pandilla de cosacos. Desde la llegada de los alemanes al valle de
Charmes el loco no había abandonado aquel puesto; parecía que estaba
contemplando desde allí la agonía de sus víctimas.

Tal era el aspecto que ofrecían aquellos desgraciados bajo la inmensa
bóveda de los cielos.

El suplicio del hambre en el fondo de un calabozo es horrible, sin duda
alguna; pero al aire libre, bajo un cielo lleno de luz, a la vista de
todo el mundo, en presencia de los recursos de la Naturaleza, eso excede
a toda ponderación.

Al acabar aquel día, entre cuatro y cinco de la tarde, el cielo se
encapotó; grandes nubes negras se elevaron por detrás de la cumbre del
Grosmann; el Sol, rojo como una bala al salir de la fragua, lanzaba sus
últimos rayos desde el horizonte cargado de brumas. El silencio en todo
el ámbito de la peña era profundo. Luisa no daba señal alguna de vida;
Kasper y Frantz conservaban una inmovilidad de piedra entre la maleza.
Catalina Lefèvre, sentada en el suelo, con las agudas rodillas entre los
brazos descarnados, las facciones rígidas y duras, los cabellos sueltos,
que caían sobre sus verdosas mejillas, la vista huraña y el mentón
apretado como un tornillo de carpintero, parecía una vieja sibila,
sentada en medio de los brezos. Catalina había enmudecido. Hullin,
Jerónimo, el anciano Materne y el doctor Lorquin se habían sentado
alrededor de la labradora para morir juntos. Todos permanecían
silenciosos, y los últimos rayos del crepúsculo iluminaban el grupo
sombrío. A la derecha, detrás de una prominencia de la peña, se veían
brillar, en el fondo del abismo, algunas hogueras de los alemanes. En
tal situación, la labradora, saliendo del estupor en que se hallaba,
murmuró de repente algunas palabras ininteligibles. Luego añadió en voz
baja:

--¡Divès llega!... Le veo... Sale por la poterna que está a la derecha
del arsenal... Gaspar le sigue y...

Catalina comenzó a hablar lentamente:

--¡Doscientos cuarenta hombres!--añadió--. Son guardias nacionales y
soldados... Ya cruzan el foso... Ahora suben por detrás de la media
luna... Gaspar habla con Marcos... ¿Qué le dice?

La anciana parecía que escuchaba.

--«¿Vamos pronto?» Sí, venid pronto... El tiempo vuela... ¡Ya están en
la explanada!

Hubo un largo silencio; luego, de improviso, la anciana, poniéndose en
pie completamente, con los brazos en alto, los cabellos erizados y la
boca muy abierta, aulló de un modo terrible:

--¡Valor! ¡Sí, matad, matad!; ¡ah!, ¡ah!

Y cayó pesadamente al suelo.

Aquel espantoso grito despertó a toda la gente; los mismos muertos se
hubieran despertado si lo oyeran. Los sitiados dijérase que renacían.
Algo extraño había en el ambiente. ¿Era la esperanza, la vida, el
espíritu? No sé; pero todos llegaban a cuatro pies, como los animales,
conteniendo la respiración para mejor oír. Luisa también se movía
lentamente y levantaba la cabeza. Frantz y Kasper se acercaron andando
de rodillas, y, ¡cosa singular!, Hullin, hundiendo la mirada en las
tinieblas del lado de Falsburgo, creyó ver el chisporroteo de unos
disparos, como si se tratara de hacer una salida de la plaza.

Catalina había vuelto a tomar su primera actitud; pero sus mejillas, que
un momento antes estaban inertes como una máscara de yeso, se
estremecían convulsivamente, y su mirada parecía cubrirse con el velo
del ensueño. Todos prestaban gran atención; hubiérase dicho que sus
vidas pendían de los labios de la anciana. Así transcurrió un cuarto de
hora, al cabo del cual la labradora prosiguió:

--Han atravesado las líneas enemigas... Corren hacia Lutzelburgo... Los
veo... Gaspar y Divès van delante con Desmarets, Ulrich, Weber y los
amigos de la ciudad... ¡Ya llegan, ya llegan!...

Y calló nuevamente; durante largo tiempo los guerrilleros permanecieron
escuchando; pero la visión había pasado. Los segundos se sucedían unos a
otros con la lentitud de los siglos, cuando de repente Hexe-Baizel
comenzó a decir con agria voz:

--¡Está loca! No he visto nada... Yo conozco a Marcos y sé que se burla
de nosotros. ¿Qué le importa a él que perezcamos aquí? ¡Con tal de que
no le falte su botella de vino, sus embuchados y que pueda fumarse una
pipa tranquilamente junto al fuego, lo demás le tiene sin cuidado! ¡Ah,
bandido!

Todo volvió a sumirse en el silencio, y los guerrilleros, reanimados un
instante con la esperanza de una salvación próxima, cayeron de nuevo en
la desesperación.

--Ha sido un sueño--pensaban los desgraciados--. Hexe-Baizel tiene
razón; estamos condenados a morir de hambre.

Mientras se sucedían estos hechos, iba la noche acercándose. Cuando la
Luna salió tras los altos abetos alumbrando los tristes grupos de
sitiados, Hullin era el único que velaba, presa de los ardores de la
fiebre. A lo lejos, muy a lo lejos, en los desfiladeros, oía la voz de
los centinelas alemanes que gritaban: _Wer da!_, _Wer da!_, o bien
percibía el rumor de las rondas del vivaque al atravesar los bosques, o
el agudo relincho de los caballos atados que pateaban el suelo y los
gritos de sus guardianes. Hacia la media noche, el valiente guerrillero
concluyó por dormirse como los demás. Cuando se despertó, el reloj de la
aldea de Charmes daba las cuatro. Hullin, al oír aquellas lejanas
vibraciones, salió de su amodorramiento; abrió los ojos, y como mirase
sin conciencia de lo que hacía, tratando de evocar sus recuerdos, el
vago resplandor de una antorcha pasó ante su vista; el guerrillero
sintió miedo y se dijo:

--¿Me habré vuelto loco? La noche está obscurísima, y, sin embargo, veo
luces...

Volvió a aparecer la llama. Hullin la miró mejor y se levantó
bruscamente, apoyando la mano, durante algunos segundos, en su contraída
faz. Por último, dirigió al azar una mirada y vio distintamente una
hoguera en la cumbre del Giromani, al otro lado del Blanru, una hoguera
que barría el cielo con su ala púrpura y retorcía la sombra de los
abetos proyectada en la nieve. Y recordando que aquella señal era la
convenida entre él y Piorette para anunciar un ataque, comenzó a temblar
de pies a cabeza, su rostro cubriose de sudor y, marchando en la
obscuridad a tientas, como un ciego, con los brazos extendidos,
balbuceó:

--¡Catalina!... ¡Luisa!... ¡Jerónimo!

Pero nadie le respondió, y después de manotear en el vacío, creyendo que
andaba, cuando en realidad no daba un paso, el desdichado guerrillero
cayó al suelo, exclamando:

--¡Hijos míos!... ¡Catalina!... ¡Ya vienen!... ¡Nos hemos salvado!...

En el mismo momento oyose un vago rumor; parecía que los muertos
resucitaban; luego resonó una carcajada seca: era Hexe-Baizel, que se
había vuelto loca de sufrimiento.

Más tarde, Catalina exclamó:

--Hullin... Hullin... ¿Quién ha hablado?

Juan Claudio, repuesto de la emoción, dijo con acento firme:

--Jerónimo, Catalina, Materne y vosotros todos, ¿estáis muertos? ¿No
veis aquella hoguera, más allá del Blanru? Es Piorette, que viene a
socorrernos.

Y en el mismo instante una profunda detonación repercutió en los
desfiladeros del Jaegerthal, como ruido de tormenta. La trompeta del
juicio final no hubiera producido mayor efecto entre los sitiados, que
despertaron repentinamente.

--¡Es Piorette! ¡Es Marcos!--gritaban voces cascadas y secas, voces de
esqueletos--. ¡Vienen a socorrernos!

Todos trataban de incorporarse; algunos sollozaban, pero de sus ojos
habían huido las lágrimas. Una segunda detonación les puso en pie.

--¡Son descargas cerradas!--exclamó Hullin--; los nuestros hacen también
fuego por descargas; ¡tenemos tropas de línea! ¡Viva Francia!

--Sí--contestó Jerónimo--; la señora Lefèvre tenía razón; los de
Falsburgo acuden a socorrernos; ya bajan por las colinas del Sarre, y,
mientras tanto, Piorette ataca por el lado del Blanru.

En efecto; el tiroteo empezaba por ambos lados a la vez, hacia la meseta
de «El Encinar» y las alturas de Kilberi.

Entonces los dos jefes se abrazaron, y cuando marchaban a tientas en
medio de la profunda noche tratando de llegar al borde de la peña, oyose
la voz de Materne que les gritaba:

--¡Tened cuidado, que ahí está el precipicio!

Detuviéronse, mirando a sus pies, pero no vieron nada. Una corriente de
aire frío, que subía del abismo, era lo único que les reveló el peligro.
Las cumbres y desfiladeros de los alrededores estaban envueltos en
tinieblas. A ambos lados de la ladera de enfrente, el resplandor de los
disparos pasaba como la luz del relámpago, iluminando ya una vieja
encina, ya el negro perfil de una peña, ya un pequeño matorral, y los
grupos de hombres que iban y venían como en medio de un incendio. Se oía
a dos mil pies más abajo, en las profundidades del desfiladero, sordos
rumores, galope de caballos, clamores y voces de mando. De vez en
cuando, el grito del serrano que llama, ese grito prolongado que va de
una cumbre a otra, «¡Eh!, ¡oh!, ¡eh!», se elevaba hasta el Falkenstein
como un suspiro.

--Es Marcos--decía Hullin--; es la voz de Marcos.

--Sí, es Marcos, que nos recomienda que tengamos valor--añadía Jerónimo.

Los demás, sentados alrededor de los jefes, con el oído atento y las
manos en el borde de la peña, miraban al abismo. Las descargas
continuaban con gran viveza, lo que revelaba el encarnizamiento de la
batalla; pero era imposible ver nada. ¡Oh! ¡Cómo hubieran querido los
pobres sitiados tomar parte en aquella lucha suprema! ¡Con qué ardor se
hubieran precipitado al combate! El temor de ser otra vez abandonados,
de ver a sus defensores en retirada al llegar el día, les tenía mudos de
espanto.

Mientras tanto, comenzaba a nacer el día; el pálido crepúsculo se
asomaba tras las negras cumbres; algunos rayos descendían hasta los
valles tenebrosos, y media hora después se plateaban las brumas del
abismo. Hullin dirigió una mirada por los intersticios de las nubes y
pudo reconocer la posición. Los alemanes habían perdido la altura del
Valtin y la meseta de «El Encinar» y estaban agrupados en el valle de
Charmes, al pie del Falkenstein, a un tercio de la ladera, para no ser
dominados por el fuego de sus adversarios. Frente a la peña, Piorette,
dueño de «El Encinar», levantaba barricadas con troncos de árboles en la
pendiente de Charmes. Con la pipa en la boca, con el sombrero metido
hasta las orejas y la carabina en bandolera, iba y venía de uno a otro
lado. Brillaban a la luz del Sol naciente las hachas azuladas de los
leñadores. A la izquierda de la aldea, en la ladera del Valtin y en
medio de los matorrales, Marcos Divès, montado en un caballejo negro de
larga cola, con su espadón colgando del puño, señalaba las ruinas y el
camino de _schlitte_. Un oficial de infantería y algunos guardias
nacionales, con uniformes azules, le escuchaban; Gaspar Lefèvre solo,
delante del grupo, y apoyado en el fusil, parecía meditabundo. Por su
actitud se comprendía cuán enérgicas eran las resoluciones que formaba
para el momento del ataque. Por último, en la cumbre de la colina, junto
al bosque, doscientos o trescientos hombres formados en filas, con el
fusil en descanso, también miraban.

Al ver tan escaso número de defensores oprimióseles el corazón a los
sitiados, tanto más cuanto que los alemanes, siete u ocho veces
superiores en número, comenzaban a formar dos columnas de ataque para
tornar de nuevo las posiciones perdidas. El general enemigo enviaba
ayudantes a diferentes lados transmitiendo órdenes, y las bayonetas
empezaban a desfilar.

--¡Esto ha concluido!--dijo Hullin a Jerónimo--. ¿Qué pueden hacer
quinientos o seiscientos hombres contra cuatro mil en línea de batalla?
Los falsburgueses volverán a sus casas diciendo: «¡Hemos cumplido con
nuestro deber!», y Piorette será destrozado.

Todos los sitiados pensaban lo mismo; pero lo que colmó su desesperación
fue ver de repente una larga fila de cosacos desembocar en el valle de
Charmes a galope tendido, con el loco Yégof a la cabeza, volando como
el viento; su barba, la cola de su caballo, su piel de perro y su roja
cabellera hendían el aire. El loco miraba hacia la peña y blandía la
lanza por encima de su cabeza. Desde el fondo del valle se dirigió
derechamente hacia el Estado Mayor enemigo, y cuando llegó delante del
general hizo algunos gestos señalando al otro lado de la meseta de «El
Encinar».

--¡Ah, bandido!--exclamó Hullin--. Está diciendo que Piorette carece de
defensas por aquel lado y que es preciso rodear la montaña.

En efecto; una columna se puso inmediatamente en marcha en tal
dirección, mientras que otra se dirigía a los parapetos para despistar a
los sitiados sobre el movimiento de la primera.

--Materne--gritó Juan Claudio--. ¿No habría medio de darle un tiro a ese
loco?

El anciano cazador movió la cabeza y dijo:

--No; es imposible; está fuera de alcance.

En aquel momento Catalina dejó escapar un grito feroz, que asemejose al
graznido de un gavilán.

--¡Aplastémosles!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld!

Y aquella anciana, que un momento antes parecía tan débil, se arrojó
sobre una enorme piedra y la levantó con ambas manos; luego,
adelantándose con paso firme--sueltos los largos cabellos grises, la
nariz aguileña hundida en sus contraídos labios, las mejillas tersas y
el cuerpo doblado--, llegó hasta el borde del abismo y lanzó la piedra
al vacío, en que describió una curva inmensa.

Oyose un estruendo horrible debajo; saltaron trozos de abetos en
infinitas direcciones, y la enorme piedra rebotó a unos cien pasos con
nuevo ímpetu, descendió luego una rápida pendiente, y de un último salto
fue a caer sobre Yégof, aplastándole a los mismos pies del general
enemigo. Todo ello fue obra de escasos segundos.

Catalina, de pie en el filo de la peña, reía con risa estridente que no
tenía fin.

Y los demás, aquellos hombres que parecían fantasmas, como animados de
una vida nueva, se precipitaron sobre las ruinas del viejo _burgo_
gritando:

--¡A muerte! ¡A muerte!... ¡Aplastémosles como en el Blutfeld!

Nunca se vio una escena más terrible. Aquellos seres que se hallaban a
las puertas del sepulcro, secos y descarnados como esqueletos, volvían a
recobrar sus fuerzas para la matanza. No vacilaban ni estaban
entorpecidos; cada cual cogía su piedra y la arrojaba al precipicio,
volviendo a coger otra sin perder tiempo y sin mirar siquiera lo que
pasaba debajo.

Ya puede imaginarse cuál sería el estupor de los _kaiserlicks_ ante
aquel diluvio de escombros y piedras. Al sentir el ruido que hacían los
peñascos saltando por encima de la maleza y los macizos de árboles, los
atacantes se volvieron y quedáronse como petrificados, al principio; mas
levantando los ojos hacia arriba y viendo que descendían sin cesar
piedras y más piedras, y contemplando en lo alto unos espectros que iban
y venían, alzaban los brazos, arrojaban proyectiles y volvían a comenzar
la tarea, al ver a sus camaradas destrozados, pues había filas de
quince o veinte hombres aniquilados de un solo golpe, un grito inmenso
resonó en el valle de Charmes hasta el Falkenstein, y, a pesar de las
imprecaciones de los jefes, no obstante el fuego de fusilería que
comenzaba a derecha e izquierda, los alemanes iniciaron la desbandada
para escapar a aquella horrible muerte.

En lo más fuerte de la derrota, el general enemigo logró rehacer un
batallón y que marchara al paso hacia la aldea.

Aquel hombre, tranquilo en medio del desastre, tenía algo de grande y de
digno. A veces se volvía con aire sombrío para mirar cómo caían las
rocas, que dejaban claros sangrientos en sus filas.

Juan Claudio lo observaba, y a pesar del entusiasmo del triunfo, a pesar
de la certeza de haber escapado al hambre, el viejo soldado no podía
substraerse a un sentimiento de admiración.

--Mira--dijo a Jerónimo--; hace como nosotros al volver del Donon y del
Grosmann; se queda el último y no cede el terreno sino palmo a palmo.
Decididamente, hay hombres valerosos en todas partes.

Marcos Divès y Piorette, testigos de aquel golpe de audacia, descendían
atravesando los pinares, para cortar la retirada al general enemigo;
pero no pudieron conseguirlo. El batallón, reducido a la mitad, formó el
cuadro detrás de la aldea de Charmes y subió lentamente por el valle del
Sarre, deteniéndose de vez en cuando, como un jabalí herido que hace
frente a la jauría, cuando los hombres de Piorette o los de Falsburgo le
hostigaban mucho.

Así terminó la gran batalla del Falkenstein, conocida en la sierra con
el nombre de _Batalla de las Peñas_.



XXVI


Apenas hubo terminado el combate, cerca de las ocho, Marcos Divès,
Gaspar y unos treinta guerrilleros subieron al Falkenstein con banastas
llenas de víveres. ¡Qué espectáculo les esperaba allí! Todos los
sitiados, tendidos en el suelo, parecían muertos. Por mucho que se les
sacudía, por muy fuerte que se les gritaba en los oídos: «¡Juan
Claudio!... ¡Catalina!... ¡Jerónimo!», no respondían. Gaspar Lefèvre,
viendo a su madre y a Luisa inmóviles y con los dientes apretados, dijo
a Marcos que si ellas no volvían en sí se levantaría la tapa de los
sesos con su fusil. Marcos respondió que cada cual era libre de hacer lo
que quisiera; pero que, por su parte, no estaba dispuesto a darse un
tiro por Hexe-Baizel.

Por último, el anciano Colon colocó una cesta de víveres en una piedra
y, en tal momento, Kasper Materne suspiró, abrió los ojos, y al ver las
provisiones comenzó a castañetear los dientes, como una zorra cuando va
de caza.

Comprendieron en seguida lo que aquello quería decir, y Marcos Divès fue
colocando a cada uno su calabaza de aguardiente bajo la nariz, lo que
bastó para resucitarlos. Todos querían devorar a la vez, pero el doctor
Lorquin, a pesar del hambre canina que sentía, tuvo la buena ocurrencia
de advertir a Marcos que no les hiciera caso, porque la menor
congestión sería para ellos mortal. Por lo cual no recibió cada uno mas
que un pedazo de pan, un huevo y un vaso de vino, lo que les reanimó
extraordinariamente. Después pusieron a Catalina, Luisa y los demás
sitiados en los _schlittes_ y los bajaron a la aldea.

Pintar el entusiasmo y el enternecimiento de sus amigos cuando los
vieron llegar, más delgados que Lázaro al salir de la tumba, es algo
imposible. Unos a otros se miraban, se besaban, y cada vez que llegaba
algún vecino de Abreschwiller, de Dagsburgo o de San Quirino se repetían
tales manifestaciones de afecto.

Marcos Divès se vio obligado a contar más de veinte veces la historia de
su ida a Falsburgo. El valiente contrabandista no había tenido suerte:
después de haber escapado milagrosamente a las balas de los
_kaiserlicks_ había dado con sus huesos en el valle de Spartzprod, en
medio de una partida de cosacos que le habían desvalijado hasta el forro
de los bolsillos. Tuvo necesidad de andar errante dos semanas alrededor
de los puestos rusos que cercaban la ciudad, sufriendo el fuego de los
centinelas, expuesto veinte veces a ser detenido por espía, antes de
poder penetrar en la plaza. Por último, el comandante Meunier, alegando
la debilidad de la guarnición, rehusó al principio el socorro que se le
pedía, y sólo ante la porfiada excitación de los vecinos de la ciudad
consintió en destacar dos compañías.

Los guerrilleros, al oír este relato, admiraban el valor de Marcos y su
perseverancia en los peligros.

--¿Y qué?--respondía el gigante contrabandista con aire de buen humor a
los que le felicitaban--. No he hecho mas que cumplir con mi deber.
¿Podía dejar perecer a mis camaradas? Bien sé que la empresa no era
fácil; esos miserables cosacos son más astutos que los carabineros;
olfatean a una legua de distancia como los cuervos; pero ha sido inútil:
a pesar de todo, les hemos despistado.

Al cabo de cinco o seis días todos estuvieron restablecidos. El capitán
Vidal, de Falsburgo, había dejado veinticinco hombres en el Falkenstein
para custodiar las municiones; entre ellos estaba Gaspar Lefèvre, y el
muchacho bajaba todas las mañanas a la aldea. Los aliados se habían
trasladado a la Lorena; en Alsacia no se les veía mas que alrededor de
las plazas fuertes. Pronto fueron conocidas las victorias de
Champ-Aubert y de Montmirail; pero habían llegado tiempos de desgracia;
los aliados, no obstante el heroísmo de nuestro ejército y el genio del
emperador, entraron en París.

Aquel fue un golpe terrible para Juan Claudio, Catalina, Materne,
Jerónimo y para la sierra entera; mas el relato de estos acontecimientos
no entra en el campo de nuestra historia, ya que otros han relatado
tales cosas.

Hecha la paz, en la primavera se reconstruyó la casa de «El Encinar»:
los leñadores, los almadreñeros, los albañiles, los almadieros y demás
obreros del país prestaron su concurso.

Casi al mismo tiempo el ejército fue licenciado; Gaspar se cortó los
bigotes, y tuvo lugar su matrimonio con Luisa.

Aquel día llegaron los antiguos combatientes del Falkenstein y del
Donon, y la casa los recibió con puertas y ventanas abiertas de par en
par. Cada cual llevaba sus presentes a los novios: Jerónimo, unos
zapatitos para Luisa; Materne y sus hijos, un gallo silvestre, la más
ardiente de las aves, como es sabido; Divès, varios paquetes de tabaco
de contrabando para Gaspar, y el doctor Lorquin, una canastilla de fina
ropa blanca.

Las mesas estuvieron puestas para todo el mundo y las hubo hasta en las
trojes y bajo los cobertizos. Lo que se consumió de vino, pan, carne,
tartas y _kugelhof_ no puede calcularse; pero lo que sí se sabe
positivamente es que Juan Claudio, que estaba muy triste desde la
entrada de los aliados en París, se reanimó aquel día y cantó viejas
canciones de su juventud, tan alegremente como cuando partió con el
fusil al hombro para Valmy, Jemmapes y Fleurus. Los ecos de Falkenstein
repitieron a lo lejos aquellos viejos cantos patrióticos, los más
sublimes, los más nobles que el hombre haya oído nunca sobre la Tierra.
Catalina Lefèvre llevaba el compás golpeando en la mesa con el mango de
un cuchillo, y si es cierto, como algunos dicen, que los muertos acuden
a escuchar cuando se habla de ellos, los muertos debieron quedar
contentos y el _Rey de Bastos_ debió cubrir de espumarajos su barba
roja.

Llegada la media noche se levantó Hullin y, dirigiéndose a los novios,
dijo:

--Tendréis robustos hijos; yo haré que salten en mis rodillas, les
enseñaré mis antiguas canciones y después iré a reunirme con los que
fueron.

Dicho esto, besó a Luisa, y cogiendo de un brazo a Marcos Divès y del
otro a Jerónimo, se dirigió a su casucha, seguido del resto de la
comitiva, que repetía a coro los sublimes cantos del anciano. Nunca se
vio una noche más hermosa; innumerables estrellas brillaban en el cielo
azul obscuro; en la parte baja de la ladera, donde se había enterrado a
tantos héroes, los brezos se estremecían movidos por el viento. Todos se
sentían felices y enternecidos. En el umbral de la barraca se
estrecharon las manos unos a otros y se dieron las buenas noches; y unos
a la derecha y otros a la izquierda, formando pequeños grupos,
regresaron a sus aldeas.

--¡Buenas noches, Materne, Jerónimo, Divès, Piorette; buenas
noches!--gritaba Juan Claudio.

Los antiguos amigos se volvían, agitando los sombreros y exclamaban para
sus adentros:

«Hay días en que se siente uno dichoso de vivir en este mundo. ¡Ah! ¡Si
no hubiera nunca pestes, guerras ni hambres; si los hombres pudieran
entenderse, amarse y socorrerse mutuamente; si no se suscitaran injustas
desconfianzas entre ellos!... La Tierra sería un verdadero paraíso.»

FIN

       *       *       *       *       *


INDICE



                                         _Páginas_
        I.                                     7
       II.                                    20
      III.                                    30
       IV.                                    46
        V.                                    53
       VI.                                    73
      VII.                                    84
     VIII.                                    93
       IX.                                   101
        X.                                   112
       XI.                                   120
      XII.                                   126
     XIII.                                   144
      XIV.                                   153
       XV.                                   166
      XVI.                                   180
     XVII.                                   190
    XVIII.                                   197
      XIX.                                   205
       XX.                                   215
      XXI.                                   237
     XXII.                                   249
    XXIII.                                   255
     XXIV.                                   262
      XXV.                                   263
     XXVI.                                   287

       *       *       *       *       *


VOLÚMENES PUBLICADOS


1.--=Química general=, por el Dr. Luanco.                Pts. 2.

2.--=Historia Natural=, por el Dr. De Buen.              Pts. 2.

3.--=Física=, por el Dr. Lozano.                         Pts. 2.

4.--=Geometría general=, por el Dr. Mundi.               Pts. 2.

5.--=Química orgánica=, por el Dr. Carracido.            Pts. 2.

6.--=La Guerra Moderna=, por D. M. Rubió.                Pts. 2.

7.--=Mineralogía=, por el Dr. S. Calderón.               Pts. 2.

8.--=Ciencia Política=, por D. Adolfo Posada.            Pts. 2.

9.--=Economía Política=, por el Dr. J. Piernas.          Pts. 2.

10.--=Armas de guerra=, por D. J. Génova.                Pts. 2.

11.--=Hongos comestibles y venenosos=,
por don Blas Lázaro.                                     Pts. 2.

12.--=La ignorancia del Derecho=, por D. J. Costa.       Pts. 2.

13.--=El sufragio=, por el Dr. A. Posada.                Pts. 2.

14.--=Geología=, por D. José Macpherson.                 Pts. 2.

15.--=Pólvoras y explosivos=, por D. C. Banús.           Pts. 2.

16.--=Armas de caza=, por D. J. Génova.                  Pts. 2.

17.--=La Guinea Española=, por D. R. Beltrán.            Pts. 2.

18.--=Meteorología=, por D. A. Arcimis.                  Pts. 2.

19.--=Análisis químico=, por D. J. Casares.              Pts. 2.

20.--=Abonos industriales=, por D. A. Maylín.            Pts. 2.

21.--=Unidades=, por D. C. Banús.                        Pts. 2.

22.--=Química biológica=, por el Dr. Carracido.          Pts. 2.

23.--=Bases para un nuevo Derecho penal=,
por el Dr. Dorado.                                       Pts. 2.

24.--=Fuerzas y motores=, por D. M. Rubió.               Pts. 2.

25.--=Gusanos parásitos en el hombre=, por el doctor
Marcelo Rivas.                                           Pts. 2.

26.--=Fabricación del pan=, por D. N. Amorós.            Pts. 3.

27.--=Aire atmosférico=, por D. E. Mascareñas.           Pts. 2.

28.--=Hidrología médica=, por el Dr. D. H. Rodríguez.    Pts. 2.

29.--=Historia de la civilización española=, por
D. Rafael Altamira.                                      Pts. 3.

30.--=Las epidemias=, por D. F. Montaldo.                Pts. 2.

31.--=Cristalografía=, por L. Fernández.                 Pts. 3.

32.--=Artificios de fuego de guerra=, por D. José
de Lossada y Canterac.                                   Pts. 2.

33.--=Agronomía=, por don A. López.                      Pts. 2.

34.--=Bases del Derecho= =mercantil=, por D. L. Benito.  Pts. 2.

35.--=Antropometría=, por D. T. de Aranzadi.             Pts. 2.

36.--=Las provincias de España=, por D. M. Villaescusa.  Pts. 3,50.

37.--=Formulario químico industrial=, por D. Trías.      Pts. 2.

38.--=Valor social de leyes y autoridades=, por don
Pedro Dorado.                                            Pts. 2.

39.--=Canales de riego=, por D. J. Zulueta.              Pts. 3.

40.--=Arte de estudiar=, por D. M. Rubió.                Pts. 2.

41.--=Plantas medicinales=, por D. B. Lázaro.            Pts. 3,50.

42.--=A b c del instalador y montador
electricista.=--Tomo I.--Instalaciones privadas, por
D. Ricardo Yesares.                                      Pts. 3,50.

43.--=A b c del instalador y montador
electricista.=--Tomo II.--Estaciones centrales y
canalizaciones, por D. R. Yesares.                       Pts. 3,50.

44.--=Medicina doméstica=, por D. A. Opisso.             Pts. 3.

45.--=Contabilidad comercial=, por D. J. Prats.          Pts. 4.

46.--=Sociología contemporánea=, por D. A. Posada.       Pts. 2.

47.--=Higiene de los alimentos y bebidas=, por
D. J. Madrid.                                            Pts. 2.

48.--=Operaciones de Bolsa=, por D. U. Bertrán.          Pts. 2.

49.--=Higiene industrial=, por D. J. Eleizegui.          Pts. 3,50.

50.--=Formulario de correspondencia
francés-español=, por D. J. Meca.                        Pts. 3,50.

51.--=Motores de gas, petróleo y aire=, por R.
Yesares.                                                 Pts. 3,50.

52.--=Las bebidas alcohólicas.=--=El alcoholismo=,
por D. A. Piga y don D. Aguado Marinoni.                 Pts. 2.

53.--=Formulario de correspondencia
inglés-español=, por D. J. Meca.                         Pts. 3,50.

54.--=Carpintería práctica=, por D. E. Heras.            Pts. 3.

55.--=Instituciones de Economía social=, por don
J. Torrembó.                                             Pts. 3.

56.--=Prontuario del idioma=, por D. E. Oliver.          Pts. 4.

57.--=Máquinas e instalaciones hidráulicas=, por
D. J. de Igual.                                          Pts. 3,50.

58.--=Pedagogía universitaria=, por D. Francisco
Giner de los Ríos.                                       Pts. 3,50.

59.--=Gallinero práctico=, por D. C. de Torres.          Pts. 4.

60.--=Dai Nipón= (=El Japón=), por D. A. García.         Pts. 4.

61.--=Cultivo del algodonero=, por D. Diego de Rueda.    Pts. 3.

62.--=Galvanoplastia y electrólisis=, por R. Yesares.    Pts. 3,50.

63.--=Educación de los niños=, por F. Climent.           Pts. 4.

64.--=El microscopio=, por D. Ernesto Caballero.         Pts. 2.

65.--=Diccionario de argot español=, por L. Besses.      Pts. 3,50.

66.--=Piedras preciosas=, por Marcos J. Bertrán.         Pts. 3,50.

67.
68.--=Manual de Mecánica elemental=, por Forner
Carratalá. Tomo I: =Mecánica general=.                   Pts. 3.
Tomo II: =Mecánica aplicada=.                            Pts. 3.

69.--=Los remedios vegetales=, por Alfredo Opisso.       Pts. 3.

70.
71.--=Las Repúblicas hispanoamericanas=,
por Emilio H. del Villar (dos tomos).                    Pts. 7.

72.--=Vinificación moderna=, por D. Diego de Rueda.      Pts. 3,50.

73.--=Plantas industriales=, por D. Alfredo Opisso.      Pts. 3.

74.--=Cerrajería práctica=, por Eusebio Heras.           Pts. 3.

75.--=El arte del periodista=, por D. Rafael Mainar.     Pts. 3,50.

76.--=La electricidad en la agricultura=, por don
R. Yesares.                                              Pts. 3.

77.--=Telegrafía eléctrica=, por F. Villaverde Navarro.  Pts. 3.

78.--=Medicina social=, por A. Opisso.                   Pts. 3.

79.--=Geografía general=, por Emilio H. del Villar.      Pts. 4,50.

80.--=La familia y los enfermos=,
por D. J. L. Eleizegui.                                  Pts. 3.

81.
82.--=Elementos del cálculo mercantil=,
por L. de la Fuente. Dos tomos.                          Pts. 7.

83.--=Teoría de la literatura y de las artes=, por
D. H. Giner de los Ríos.                                 Pts. 3.

84.--=Manual del naturalista preparador=, por el
Dr. Areny de Plandolit.                                  Pts. 2.

85.--=Documentos mercantiles=, por Francisco
Grau Granell.                                            Pts. 4.

86.--=Pozos artesianos=, por Lucas F. Navarro.           Pts. 2.

87.--=Investigación y alumbramiento de aguas=,
por Lucas F. Navarro.                                    Pts. 2.

88.--=Manual de Pirotecnia=, por J. B. Ferré.            Pts. 3.

89.--=Elementos de arquitectura naval=
(buques de guerra), por D. A. Blanco.                    Pts. 3.

90.--=Rudimentos de cultura marítima=, por Alfonso
Arnáu. Tomo I.                                           Pts. 4.

91.--=Rudimentos de cultura marítima=, por Alfonso
Arnáu. Tomo II.                                          Pts. 4.

92.--=Ascensores hidráulicos y eléctricos=, por R.
Yesares.                                                 Pts. 3.

93.--=Maravillas de la Ciencia=, por D. J. Usunáriz.     Pts. 2.

94.--=Derecho internacional=, por D. Aniceto Sela.       Pts. 3.

95.--=El boxeo y la esgrima del bastón=, por A. Barba.   Pts. 2.

96.--=Foot-ball, basse ball y lawn tennis=,
por A. Barba.                                            Pts. 2.

97.--=El gas pobre y sus aplicaciones a la fuerza motriz
y a la calefacción=, por M. R. y Bellvé.                 Pts. 3.

98.--=La abeja y sus productos.= (Apicultura moderna),
por Vicente Va.                                          Pts. 3.

99.--=Manual de rimas selectas= (pequeño diccionario
de la Rima), por Pérez Hervás.                           Pts. 3.

100.--=Manual del pintor decorador=, por D. José Cuchy.  Pts. 2.

101.--=El dibujo para todos=, por V. Masriera.           Pts. 4.

102.--=América Sajona=, por Emilio H. del Villar.        Pts. 4.

103.--=Agrimensura=, por J. Ferré.                       Pts. 4.

104.--=Estética=, por D. A. Opisso.                      Pts. 4.

105.--=Floricultura=, por D. J. Garzón Ruiz.             Pts. 4,50.

106.--=Flores artificiales=, por Dolores Andréu.         Pts. 4,50.

107.--=Formulario práctico de artes y oficios=,
por F. Climent Terrer.                                   Pts. 4.

108.
109.--=Astronomía=, por J. Comas Solá.                   Pts. 9.

110.--=El arte de pensar=, por Alfredo Opisso.           Pts. 4.

111.--=Máximas de Epicteto=,
traducidas por Apeles Mestres.                           Pts. 3,50.

112.--=Manual del maquinista fogonero=,
por Balbino Vázquez.                                     Pts. 5,50.

113.--=Perspectiva=, por Francisco Arola Sala.           Pts. 6.

114.--=Educación cívica=, por Federico Climent Terrer.   Pts. 5.

115.--=A b c de la Música=, por Eliseo Carbó.            Pts. 5,50.

116.--=Teoría y concepto del Arte=,
por Francisco Arola Sala.                                Pts. 7,50.


Publicaciones CALPE

COLECCION CONTEMPORANEA


Las obras de éxito indiscutible de la literatura universal contemporánea
forman, escrupulosamente traducidas a nuestro idioma, este grupo de
publicaciones CALPE. Es necesario poseerlas para seguir el movimiento
literario de nuestros días en todos los pueblos cultos.

He aquí las primeras obras de esta serie:

FRANCIA.--ANTHINEA, de _Maurrás_; LA COLINA INSPIRADA, AMORE ET DOLORI
SACRUM, EL VIAJE DE ESPARTA y LOS DESARRAIGADOS, de _Barrés_; POR EL
CAMINO DE SWANN y A LA SOMBRA DE LAS MUCHACHAS EN FLOR, de _Proust_;
LAURA, de _Clermont_; CRESSIDA, de _Suarés_; EL CABARET, de _Arnoux_; LA
ESCUELA DE LOS INDIFERENTES, SIMÓN EL PATETICO y LECTURAS PARA UNA
SOMBRA, de _Giraudoux_; EL ROSARIO AL SOL, de _Francis Jammes_; OBRAS
ESCOGIDAS, de _Peguy_; FERMINA MARQUEZ, de _Larband_.

INGLATERRA.--LA VUELTA AL HOGAR, LEJOS DE LA LOCA MULTITUD, LA MANO DE
ETHELBERTA, LOS WOODLANDERS y EL BIEN AMADO, de _Hardy_; EL CASO DE
RICARDO MEYNELL y ROBERTO ELSMERE, de _Ward_; LOS HIJOS DEL GHETTO y EL
MANTO DE ELIAS, de _Zangwill_.

ALEMANIA.--EL SUBDITO, DIANA, MINERVA, VENUS y LOS POBRES, de _Enrique
Mann_; LA MUERTE EN VENECIA, de _Tomás Mann_.

PORTUGAL.--LA ALEGRÍA, EL DOLOR Y LA GRACIA, de _Coimbra_.

ESPAÑA.--TRES NOVELAS EJEMPLARES Y UN PROLOGO, de _Unamuno_.

RUSIA.--EL JARDÍN DE LOS CEREZOS, de _Chejov_; EL DIACONO DE SANTA SOFIA
y EL ESPÍRITU DE LAS TIERRAS NEGRAS, de _Siviniakof_; HISTORIA DE UNA
BOMBA, de _Strugi-Andrei_.

ITALIA.--TRES DRAMAS, de _Giacomo_; LOS DEVORADORES, de _Annie Vivanti_;
EVA MODERNA y LA MUJER Y EL AMOR, de _Sighele_.


Todos los ejemplares de esta _Colección_ aparecen encuadernados y
editados primorosamente.



PUBLICACIONES CALPE

BIBLIOTECA DEL ELECTRICISTA PRACTICO

Gran enciclopedia de Electricidad

LA MAS MODERNA, MAS CLARA, MAS CONCISA, MAS COMPLETA, MAS ECONOMICA, MAS
MANUABLE Y MAS PRIMOROSAMENTE ILUSTRADA DE CUANTAS SE HAN PUBLICADO
HASTA HOY

OBRA SUMAMENTE PRACTICA Y ORIGINAL REDACTADA POR AUTORES ESPECIALISTAS

bajo la dirección de

D. RICARDO CARO Y ANCHÍA

_Licenciado en Ciencias fisicomatemáticas, oficial de Telégrafos y
profesor de Electrotecnia y Telegrafía en la Escuela Industrial de
Tarrasa._

Biblioteca ideal para cuantas personas intervengan en la electricidad y
sus aplicaciones, pues enseña con admirable claridad todos los
conocimientos relacionados con tan importantísima ciencia.

Consta de 30 preciosos tomos, encuadernados en tela, con unas 5.000
páginas en total, cerca de 1.500 hermosos grabados y muchas láminas en
negro y colores.

Ingenieros industriales, Mecánicos, Electricistas, Contramaestres,
Conductores de máquinas, Fabricantes, Industriales, Maquinistas y
Obreros de Centrales eléctricas, Empleados de Compañías de Electricidad
y Telefónicas, Funcionarios del Cuerpo de Telégrafos, Peritos
industriales, Alumnos de las Escuelas Superiores, Metalúrgicos,
Doradores, Plateadores, Constructores de máquinas, Instaladores de
Electricidad, Maquinistas y Telegrafistas de buques, etc., encontrarán
en estos interesantes volúmenes materia abundantísima de estudio y
consulta.



TOMOS QUE COMPRENDE


                                                              Ptas.
     I. Electricidad y magnetismo                              3
    II. Corrientes alternas. Unidades                          3,50
   III. Pilas eléctricas                                       3
    IV. Dínamos de corriente continua                          3,50
     V. Motores de corriente continua                          3
    VI. Alternadores                                           3,50
   VII. Motores de corriente alternativa.                      3
  VIII. Transformadores y convertidores.                       3,50
    IX. Devanados                                              4
     X. Reóstatos industriales                                 3,50
    XI. Acumuladores                                           3
   XII. Averías en las máquinas eléctricas.                    3
  XIII. Líneas eléctricas                                      3,50
   XIV. Transporte y distribución de la energía eléctrica      3
    XV. Pararrayos                                             3,50
   XVI. Centrales eléctricas                                   3,50
  XVII. Contadores de electricidad                             3
 XVIII. Mediciones de laboratorio                              3,50
   XIX. Mediciones eléctricas de taller                        3
    XX. Instalaciones eléctricas                               3
   XXI. Electroquímica                                         3
  XXII. Galvanoplastia y galvanostogia                         3
 XXIII. Electrometalurgia                                      3
  XXIV. Lámparas eléctricas.                                   3
   XXV. Telegrafía                                             4
  XXVI. Timbres y teléfonos                                    3,50
 XXVII. Centrales telefónicas                                  3,50
XXVIII. Telegrafía y telefonía sin hilos.                      3,50
  XXIX. Tranvías y ferrocarriles eléctricos.                   3,50
   XXX. Electroterapia y Rontgenología.                        3,50

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ACTUALIDADES POLÍTICAS Y SOCIALES

Han aparecido cinco libros interesantísimos y trascendentales:

PEQUEÑA HISTORIA DE LA GRAN GUERRA, de _H. Vast_.--Descripción y
recopilación minuciosa y exacta de la enorme tragedia europea. 300
páginas. 19 mapas.--=Cinco pesetas.=

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Cambridge y miembro que fue de la Conferencia de la Paz, estudia
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Quien quiera conocer a fondo el problema de la revolución rusa y sus
probables consecuencias para Europa, debe leer estas tres obras,
documentadísimas y de poderoso interés dramático.

       *       *       *       *       *

NOTAS:

[1] Se llaman caminos de _schlitte_ aquellos por los que se transportan
los troncos de los árboles que se talan en los bosques.

[2] Castillo.

[3] Los _segares_ son los obreros de una fábrica de aserrar

[4] ¡Adelante!, ¡adelante!

[5] Margarita o Carlota.

[6] ¿Quién vive?

[7] Bruja de las tormentas.

[8] Trineos que se usan en los Vosgos.





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