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Title: Agua de Nieve
Author: Espina, Concha
Language: Spanish
As this book started as an ASCII text book there are no pictures available.


*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Agua de Nieve" ***


(This book was created from images of public domain material
made available by the University of Toronto Libraries
(http://link.library.utoronto.ca/booksonline/).)



  Nota del Transcriptor:


  Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

  Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

  Páginas en blanco han sido eliminadas.

  Letras itálicas son denotadas con _líneas_.

  Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas)
  han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal.



AGUA DE NIEVE



OBRAS DE CONCHA ESPINA


  LA NIÑA DE LUZMELA (novela). (Segunda edición.)

  DESPERTAR PARA MORIR (novela). (Segunda edición.)

  AGUA DE NIEVE (novela). (Tercera edición.)

  LA ESFINGE MARAGATA (novela). (Segunda edición.)
    (Obra premiada por la Real Academia Española de la
    Lengua.) Traducida al inglés.

  LA ROSA DE LOS VIENTOS (novela). (Segunda edición.)

  MUJERES DEL QUIJOTE. Traducida al italiano.

  RUECAS DE MARFIL. (Segunda edición.) Traducida al italiano.

  EL JAYÓN. Drama en tres actos. Traducido al italiano.


EN PREPARACIÓN

  PASTORELAS.

  EL METAL DE LOS MUERTOS.



  CONCHA ESPINA

  AGUA DE NIEVE

  (NOVELA)

  TERCERA EDICIÓN


  MADRID
  IMPRENTA DE JUAN PUEYO
  Luna, 29, teléfono 14-30
  1919



ES PROPIEDAD



A ISABEL CARRANCEJA


AMIGA _y señora: Recibid con buen semblante esta novela, nacida en noble
cuna, pues se escribió en vuestra casa al amparo de generosa
hospitalidad. Si la dulzura del asilo que me disteis y la grandeza de
esas marinas y paisajes montañeses no fueron parte á producir obra más
bella, cúlpese á mi pobre ingenio, harto ruin, que no supo recoger de
tantas hermosuras sino vedijas de niebla, pedazos de hielo y salitres de
la mar. Pero la lumbre de vuestro corazón, al reflejarse en estas
páginas, habrá de encenderlas con suavísimos resplandores, como sol de
Mayo, alegría del agua y de la nieve..._

                                                  CONCHA ESPINA



LIBRO PRIMERO

LA VIAJERA RUBIA



I

EN EL LAZARETO DE SAN SIMÓN.--REGINA DE ALCÁNTARA.--EL ESPEJO
TURBIO.--LOS MISTERIOS DE UNA NOCHE DE MAYO.--LA FELICIDAD DESCALZA.


TOCÓ el bote dulcemente en la tierra, tierra frondosa y húmeda que
emergía de las aguas como un jirón de los blandos vergeles submarinos.
Regina de Alcántara, moza elegante y gentilísima, de ojos negros y
cabellos rubios, desembarcó de un salto, rápida y leve, sin advertir que
un pasajero le tendía, solícito, la mano. Dió la muchacha algunos pasos
por la costa, con visible emoción, y, de pronto, hincándose de rodillas,
hundió en la hierba fragante el demudado rostro. Acarició la mullida
tierra con un largo beso y levantóse después; miró en torno suyo algo
confusa, y como el mismo pasajero se acercara á decirla:--¿Llora
usted?--ella, riendo, contestó:--No lloro... Es que la pradera me ha
mojado con sus lágrimas... Esta tierra mía del Norte siempre está
llorando...

Pero á Regina se le empañaba la voz al dar esta respuesta y le temblaban
las manos al enjugarse las mejillas con el pañuelo. Volvió á quedarse
quieta y muda, entre risueña y llorosa, mirando cómo desembarcaban en
bulliciosos grupos los demás viajeros: gente humilde, repatriados
pobres, de traza miserable algunos, espumas y relieves de la emigración
española, que arrojaba en la costa de Galicia aquel gran trasatlántico
_Iguria_, negro y humeante, presto á zarpar con rumbo á Francia. Los
recios perfiles del navío se recortaban á lo lejos sobre el fondo verde
obscuro del mar, bajo un cielo sereno, entoldado por gasas vacilantes de
niebla y de sol.

Una señora, de semblante dulce y triste, que acababa también de saltar á
tierra, cogía, de manos de un marinero, el equipaje menudo de Regina y
lo colocaba en el suelo á los pies de la absorta muchacha. Pronto el
«cabás» elegantísimo, la maletita de espeso correaje, el portamantas
abrazado á los abrigos, las cajas y estuches, formaron alrededor de la
señorita un copioso cerco. En el bote, donde los marineros aligeraban á
saltos la carga de pintorescos atalajes, se mecían, bien arropados en
sus fundas de lona, los enormes baúles de la interesante viajera.
Absorta estaba todavía, mirando al mar de hito en hito, cuando la señora
del semblante triste la tocó suavemente en el brazo, para decirle, como
quien despierta á un soñoliento:

--¡Eh!... ¡Que ya estamos en San Simón!

Volvió Regina la cara con lentitud, y pronunció vagamente:

Sí... ya lo sé...

Miraba á su lado con hastío, como si la necesidad de ocuparse en algo
práctico la produjese grave repugnancia. Vió que dos mozos del Lazareto
se le acercaban, serviciales, y confióles al punto los trebejos,
indicando que deseaban una de las mejores habitaciones del hotel.

--Podrá elegir la señorita, porque no hay pasajeros más que en el
pabellón de tercera--le replicaron.

Y siguiendo una vereda adoselada entre los árboles soberbios,
detuviéronse en un recodo del camino, ante una caseta rodeada ya por
buen golpe de repatriados.

---Tienen ustedes que «pasar por el médico»--advirtió un mozo.

En el dintel de la puertecilla, rotulada con el aviso, _Sanidad_,
aparecióse un empleado del Lazareto, que gritó:

--¡Pasajeros de primera! A ver... Por familias...

El caballero que antes habló á Regina, se acercó á ella sonriendo:

--Somos los únicos--dijo--; pasen ustedes.

Entraron las señoras, y un médico, joven y buen mozo, las pulsó
ligeramente y las hizo algunas breves preguntas, de pura fórmula, para
declarar que se hallaban en perfecto estado de salud. Un ayudante
confrontaba las listas de los pasajeros, y apuntando los nombres en su
libro, leía en alta voz: «Doña Regina de Alcántara, soltera, veinticinco
años, pasajera de primera clase para Vigo... Doña Eugenia Barquín,
soltera, cuarenta y ocho años, ídem ídem...» Les dieron á entrambas un
pequeño pasaporte que debían entregar al encargado del hotel, y fueron
despedidas cortésmente, no sin que Regina preguntase:

--¿Es verdad que no hay enfermos en la isla?

--Ninguno--respondióle el doctor, muy diligente.--Hubo, hace días, una
defunción entre el pasaje que vino del Brasil, y ustedes traen patente
sucia, por haber tocado en Río de Janeiro; pero sólo estarán aquí unas
horas, pues no desembarcó ningún enfermo declarado por la sanidad de á
bordo.

El empleado de las anotaciones murmuró, mientras escribía:--Daniel de
Alcántara, soltero, diez y nueve años, fallecido en la travesía, á la
altura de...

Regina volvió la cabeza, vivamente, al oir el fúnebre dictado.
Sorprendió el médico la actitud de la joven, y reparando en la igualdad
de los apellidos, preguntó:

--¿De la familia de usted?

--Mi hermano--balbució la muchacha. Y turbada y ligera salióse del
pabellón, seguida por los ojos del médico, inquisitivos y galantes.

Diez minutos después se destocaba Regina en su estancia ante un espejo
de infame luna, que hacía temblar las imágenes, desfigurándolas con
matices verdosos y alteradas líneas. Volvióse la joven con inquietud
hacia la señora que acomodaba el equipaje:

--Oye, Eugenia, mírame--exclamó.--¿Tengo la cara verde?

--No, mujer, ¡qué ocurrencia!

--Pues aquí me veo lívida.

--Será el reflejo de los árboles, ó la calidad del espejo; tú tienes
buen color.

--Ahora me he vuelto aprensiva... Es tan fácil enfermar... y morir en
plena juventud...

La señora, sin abandonar su trajín, respondía con razonada persuasión:

--Danielito estuvo siempre delicado... Acuérdate que desde pequeño era
un nene cativo, siempre en cuita; no tenía resistencia para
desarrollarse... Tú no pareces hermana suya; eres sana y fuerte.

--Sí; eso es verdad--declaró Regina con visible gozo. Irguióse
arrogante, se miró las manos y las uñas y giró hacia el espejo la
cabeza, pero sin atreverse á consultarle otra vez, señalósele á Eugenia,
diciendo:

--No te mires... Creerías que tienes ictericia, y, además, sentirías
náuseas y mareos, lo mismo que en el camarote.

Alzó los brazos para desprenderse las horquillas, y sobre sus hombros
gentiles, cayeron lánguidas, unas guedejas de pelo dorado, fino y débil,
en melena corta, como la de una niña. Aquel cabello sérico y laso, de
traza infantil, contrastaba, de manera singular, con los ojos negros y
apasionados de la moza y con toda su figura, fuerte y mimbreña, de
actitudes algo varoniles.

Con el cabello suelto y flotante acercóse Regina al balcón y,
abriéndole, se quedó recostada en la barandilla, acariciando con sus
ojos profundos y ardientes las arboledas, ya sombrías en la caída de la
tarde. Brotaba de la tierra una humedad fragante y deliciosa, el denso
olor de la campiña del Norte, dulce beleño del alma y de los sentidos;
el aire salobre de la mar, mezclándose con el perfume agreste, movía las
frondas suspirando.

Se oyó la voz de Eugenia desde el fondo de la estancia:

--Si te quieres arreglar, ya lo tienes todo dispuesto.

Pero la muchacha respondió, desanimada y negligente.

--Me duele un poco la cabeza, y me alivia tener el pelo libre de las
horquillas, así, al aire. Corre aquí un viento que es todo aromas. No
iré á cenar al comedor... Me acostaré temprano...

Quedó en silencio, en una bella postura de abandono que hacía resaltar
todos sus encantos. Era alta, delgada, la piel morena, los músculos
recios, desarrollados en una vida de ejercicios corporales, casi
continuos. Con el paso largo y marcial, el talle recto y el seno apenas
iniciado bajo su traje de corte inglés, algo masculino, pareciera un
doncel, á no serle propia cierta gentileza muy femenina, dulce y triste
á la par. Sus ojos, grandes y negros, fulguraban con intensa inquietud
de pasiones: en aquellos ojazos errantes y curiosos, se asomaban al
mundo, al través de la niebla de la miopía, misterios, ansias y fiebres
de un corazón nada tranquilo de mujer. Ojos eran que mostraban, á veces,
una tristeza sorda, un hastío, un desaliento conmovedores, y, á ratos,
una perfidia, una ambición diabólicas. Bajo el arco ligerísimo de las
cejas, en el rostro nimbado por los pálidos cabellos, los ojos
eclipsaban las demás facciones de Regina, no muy correctas, pero, en
conjunto, de expresión hermosa y profunda. Tenía la frente altiva, la
nariz un poquito gruesa, el mentón suave y redondo, la mano
aristocrática. Su boca sensual, propensa siempre á sonreir burlona,
pecaba de grande, pero enseñaba unos dientes blanquísimos y daba
noticias de una voz musical y elocuente, cuyas cadencias sonaban á
canción y á verso. Aquella voz cantora fluía en mágicas palabras llenas
de agudeza y donaire, revelando una cultura, muy rara en labios y
entendimiento de mujer. Su conversación, más todavía que su tipo,
demostraba un carácter fuerte y original.

Largo tiempo estuvo en la misma postura, mirando á la arboleda; pero
volvió sin duda á pensar en el espejo, porque con movimiento repentino
se acercó á los cristales del balcón, tratando de mirarse en ellos. No
estaban muy aseados ni parecían muy complacientes con la tenaz consulta
de la muchacha, que murmuró, al cabo, llena de enojo:

--En este gran hotel sanitario no encuentro ni un cristal limpio donde
mirarme.

Y pasaba el dedo por los vidrios, señalando una huella escandalosa,
mientras Eugenia se lamentaba:

--¡Qué soledad tan triste! Por toda compañía tenemos de vecino á ese
comisionista de Alcoy, tu pretendiente en la travesía. Los comedores y
las dependencias de la servidumbre están en otro edificio.

--No tengo miedo--replicó la muchacha, acodándose de nuevo en el balcón.

Caía la noche con languidez amorosa en el regazo florido de la isla,
entre el perfume de las rosas de Mayo y las frescas alas de la brisa
marinera. Mostraba el cielo todavía un fulgor del incendio que
circundara al sol en el ocaso; la fronda sostenía en cada rama un
susurro glorioso y peregrino; latía una fuente escondida en el huerto, y
un mirlo silbó dos veces, como un zagal oculto en la espesura.

--Parece que está la isla despoblada--murmuró Regina con asombro,--Acaso
nos han dejado solas con el de Alcoy... Eugenia: podías asomarte por
esos pasillos misteriosos, á ver si encuentras quien nos dé noticias del
comedor... Tengo sueño y quisiera acostarme pronto.

Diligente, la señora, se alejó por los obscuros corredores, y, al cabo
de un rato, volvió con una moza descalza y mal vestida, que hacía, por
lo visto, de camarera.

--Mande la señorita--dijo, ofreciéndose con humildad.

La miró Regina un largo rato, con señales de que empezaba á divertirla
aquel hospedaje pintoresco.

La moza bajó los ojos y se puso colorada. Entonces dijo la grata voz de
la señorita:

--¿Qué hay de cena, sabes?

--Hay muchas cosas--respondió la mozuela muy ufana.--Hay sopa, jamón,
pollos, pescado...

--Muy bien. ¿Y de postre?

--Dulce de cabello y fresas.

Regina palmoteó como nena antojadiza que ha logrado un capricho:

--¡Ah, fresas!... Pues yo no ceno más que fresas. Y quiero que me las
traigas aquí... Muchas, ¿oyes? Un plato grande, con leche y azúcar.

La zagala, que era garrida y graciosa, parecía reflexionar. Al cabo
dijo:

--Tendrá que pagar aparte, por servirla en el cuarto...

--Y mis raciones de jamón y de pollo, ¿no me las rebajaréis de la
cuenta?--preguntaba Regina, con una curiosidad llena de regocijo.

Risueña y astuta, escuchaba la moza sin responder, fingiendo ignorancia,
y cuando Regina le aseguró que pagaría lo que fuera menester por aquel
antojo, alejóse en la sombra del corredor con pasos blandos y lentos,
sin resonancia. Poco después volvió trayendo la silvestre cena, mal
presentada y peor servida; pero las fresas eran buenas, y muchas, y
tenían un penetrante aroma fresco y apetitoso.

Aderezó la viajera su manjar favorito con delectación refinada; en el
plato sopero, un poco descascarado por los bordes, exprimió la fruta y
la azucaró. Luego, despacito, vertió encima la leche densa y espumosa,
hasta colmar el plato, y después, muy satisfecha, inclinó la cara con
regalo para aspirar el aroma del singular banquete, poniendo en ello
tales bríos, que tocó la crema rosada con la punta de la nariz...

Mientras cenaba Regina lentamente, con expresión golosa, la zagala
camarera la estaba mirando, de pie al lado de la mesa, con los brazos en
jarras y una mueca simplona en el semblante. No había solicitado permiso
para amenizar con su presencia el refrigerio de la señorita, y calmosa,
esperaba por el menguado servicio para economizarse un paseo al comedor
lejano.

Después que la viajera apuró su golosina, encaróse con la moza, y
sonriente inquirió:

--¿Sirves en el hotel hace mucho?

La galleguita, según la costumbre negligente y lacónica del país,
respondió:

--Sirvo.

--¿Y estás contenta?

--Estoy...

--¿No sales alguna vez de la isla?

--No salgo, pero...--y tras breve indecisión añadió sonrojándose:--me
divierto aquí porque tengo novio.

--¿Gallego como tú?

--Gallego.

--Será guapo...

--Es.

Y la zagala, que había recogido los ligeros cacharros de la cena,
despidióse de la señorita muy amable, asegurándola que era deliciosa la
vida del Lazareto, espléndido el trato de la fonda, y que lo pasaría muy
bien en los dos días de cuarentena.

Respondióle Regina con benévola aquiescencia, y quedó sola en la
estancia, á la temblona luz de una bujía, ya caída la noche dulcemente
sobre el balcón abierto.

A instancias de la joven había emprendido Eugenia Barquín los
penumbrosos caminos del comedor, y cuando la moza camarera se confundió
en las espesas sombras del pasillo, en vano Regina tratara de sorprender
algún rumor de vida en el enorme edificio desierto y mudo. Tan callando
pasaba aquella hora, que la viajera oyó el tic-tac del tiempo,
latiéndole en las sienes y en los pulsos y palpitando en la silente
noche.

De pronto, en el corredor ululó el viento, arrastrando un profundo
sollozo de la marina; se dobló la llama de la vela, y el taque de una
persiana alzó un eco medroso. Quedó á obscuras el cuarto, y Regina se
refugió en el balcón, avergonzada de tener miedo, pensando vagamente en
su revólver, y conmovida, á pesar suyo, por la tristeza quejosa de aquel
soplo extraño, que apagó su luz y agitó su cabello, alejándose rápido y
solemne, como errante suspiro del mar. Miró al cielo Regina, y al fulgor
solitario de la luna, vió cruzar, rauda, una estrella que se abismó en
el fondo de la noche.

--_Es un alma que pasa_--dijo con el poeta.--Un alma que suspira--añadió
cavilosa y triste, sacudida por la ráfaga misteriosa.--Es el alma de mi
hermano... Es Daniel que desde el mar me besa; Daniel que llora, que
tiene miedo...

Convulsa y pálida, consultó las sombras del aposento y el suave
resplandor del paisaje. Parecía investigar con avidez, buscando por el
cielo y la tierra la escondida verdad de grave duda, y en la ardiente
claridad de sus ojos fulguraba una interrogación ansiosa.

Pero, como pasaron fugitivas la ventada por la tierra y el astro por el
cielo, así aquella intensa emoción de la dama huyó también fugaz, y una
escéptica sonrisa apagó la inquietud de los radiantes ojos.

Era que Regina, en un instante, al evocar la escena cruel de la muerte
de su hermano, se había sentido presa de una amargura penetrante y fría,
tan fría como el cuerpo de Daniel sepultado en las olas. Era que le
causaba siempre un helado estupor la imagen del enfermo, estremecido por
la dura congoja de la asfixia, dilatadas las pupilas por el miedo,
luchando mísero, unos minutos, para caer inerte y desvanecido, colgante
como un pobre muñeco de trapo dentro del sillón de mimbres mecido en la
cubierta del buque...

Aún sentía la muchacha en los labios el ardor de los besos con que quiso
colorear la lividez del amado rostro; aún vibraban sus nervios con la
fuerza de aquel abrazo en que alzó al muerto como á un niño, llamándole
á la vida con vehemente súplica... Daniel fué insensible á sus caricias
y á sus ruegos; él, tan apocado, tan espantadizo y cobarde siempre,
mostró impasible en su cara una sonrisa de cera, cuando desde la borda
le dejaron resbalar por el trágico tablón hasta el fondo del Océano...

En la presente espléndida noche, la primera noche española que
custodiaba la juventud de Regina, sintió la viajera que en su alma
hundía una vez más el desencanto su acero agudo. Y después del rápido
sacudimiento que la estremeció, creyente y enternecida murmuró con la
desilusión en los labios:

--No: el pobre Daniel, devorado por los peces, nada tiene que ver con
una estrella que corre, con una brisa que pasa... Mi hermano se acabó
para siempre; no me llama ni me sigue ni me necesita... Y es menester
vivir y gozar y defenderse todo lo posible de ese espantoso acabamiento
en que él cayó.

Rió la muchacha acerbamente cara á las estrellas pensativas, y
sacudiendo su melena infantil, libre y lánguida, sobre los firmes
hombros, tornó resuelta á su habitación, prendió la vela y empezó á
desnudarse con lentitud. Pensaba en la felicidad con una vaga mueca de
cansancio, mientras desabrochaba su levita y soltaba los automáticos de
su falda _tailleur_, corta y liviana.

--¡La felicidad!... exclamó codiciosa. Y con súbita inspiración,
acordándose de la doncellita del hotel, se le ocurrió que bien pudiera
consistir la felicidad de una moza en andar descalza y tener un novio
gallego... Pensar esto y descalzarse, todo fué uno. Curiosa y lista, se
lanzó á la experiencia, en su primera parte por de pronto, y anduvo por
la estancia, vagarosamente, en leves paseos silenciosos, inclinando la
cabeza con placer para mirar sus pies largos y ágiles, de fina piel
morena. Mas, á poco, se detuvo sintiendo la desagradable sensación del
tillo empolvado bajo sus plantas, y sentóse al borde del lecho para
sacudir con escrupulosidad ambos pies desnudos y mortificados...
Decididamente, la felicidad de la niña camarera no era semejante á la de
Regina.

En el pasillo, rumor de pasos y de voces rompió el silencio en que yacía
el hotel. Eugenia Barquín y el caballero alcoyano, se despedían
volviendo del comedor:

--Buenas noches.

--Muy buenas.

--A los pies de Regina.

--Desgracia doble para mis pobres pies--rezongó bajito la muchacha.

Y aún el de Alcoy taconeaba por el corredor cuando Eugenia, precavida y
cuidadosa, empujaba los baúles detrás de la puerta antes de acostarse.

Agonizaba la bujía, crepitante y tembladora, y á Regina, adormilada ya,
le rondaba el sonsonete de una popular oración, ingenua y simple, que
sin pedirle al alma licencia, repetía muchas veces su memoria, como un
eco de la infancia: _Con Dios me acuesto... con Dios me levanto..._

Rumores de la mar y de las frondas llegaban hasta el lecho, como acentos
de la inmensa plegaria entonada por la naturaleza al otro lado del
balcón, donde la luna rezaba con la noche.

...Blanqueaban apenas en el cielo las primeras luces de la aurora,
cuando Regina se despertó sobresaltada por sueños confusos é
inconscientes cavilaciones. Al abrir los ojos suspiró como aliviada de
congojas y pesadumbres. Ya su cama no se mecía en el mar, ni en su
cabeza rodaba isócrono y formidable el rumor del buque. En la quietud de
su lecho, en la silenciosa paz de la alborada, le pareció sentir la
maternal caricia de su noble tierra española. Mejor que entre el
palpitante resuello del barco llegaba ahora á sus oídos la voz dulce del
mar, que mansamente embatía en la ribera su espumoso oleaje. Al son de
las olas cantaban los pajarillos muy delicadas y sutiles melodías, á la
vez que se rizaba el follaje nuevo, tembloroso al recibir los primeros
rayos de la luz. Los árboles centenarios, desperezándose también,
modulaban con las lenguas de sus hojas un saludo cortés á la mañana.

Envuelta en los halagos de la tierra, la peregrina del mar sentíase
dichosa. Y con tan blando deleite se le llenó á Regina el alma de unos
deseos muy cándidos y sencillos. Soñaba ahora ser buena y humilde en un
rincón del mundo; un rinconcito plácido, semejante á Torremar, la ciudad
costeña cuna de sus mayores. Allí se casaría con un mozo hidalgo y
robusto, sano brote de la indomable raza montañesa, diestra antaño en el
uso de linajudos blasones y armas peleadoras, y le nacerían unos hijos
fuertes y hermosos, sonrisas vivientes capaces de realizar todos los
afanes de ventura que empujaron á la viajera ambiciosa por tan varios
caminos de la tierra.

La sonrosada luz de aquellas ilusiones mostrábale á Regina el cuadro
idílico de una nueva existencia: experimentaba la soñadora un bienestar
intenso al sosegar su agitado espíritu en una visión tan apacible y
balsámica. Torremar, la coquetuela ciudad donde nació, se le aparecía
como un gran lecho de silvestres flores, donde iba á dormir años
seguidos en la bella serenidad de un ensueño delicioso. Veía su casita
blanca y verde, asomando al Cantábrico la solana profunda, y
respaldándose en un cercado, mitad huerto, mitad jardín, donde
lozaneaban las sabrosas frutas sobre las aldeanas clavellinas y las
opulentas rosas de Jericó... Allí, entre la ciudad y el campo, entre el
mar y la sierra, con amor y salud, y con dinero, era seguro alcanzar la
dicha y esclavizarla, y poseerla plenamente, si de cierto en el mundo
podía lograrse... Ninguna memoria triste ahuyentaría de la casa blanca y
verde aquellas ambiciones; porque en su hogar sólo había llorado Regina
lágrimas triviales, de las que no dejan sombras en el espíritu ni
huellas en el rostro: todas sus penas nacieron y peregrinaron lejos de
Cantabria. De llantos duraderos y recias tempestades del corazón supo y
adoleció en lueñes playas, muy ajenas á la suya nativa; todos los
jirones de sus anhelos insaciables pendían en las zarzas de remotos
caminos...

De esta suerte razonaba la ilusa, nimbada por un cerco de optimismo
matinal. Pero en el fondo de tales razonamientos, nacidos con la suave
luz de la aurora, temblaba doliente la angustia de una vida llena de
lutos é incertidumbres, de equivocaciones y fracasos...

       *       *       *       *       *

Mientras sueña en su lecho la protagonista de esta veraz historia, yo te
invito, lector, sobre sus páginas, á viajar conmigo en el raudo
Clavileño de la fantasía, para que «á vista de pájaro» contemples una
azarosa juventud de mujer. Por tan alado sistema, conocerás la vida y
milagros de la viajera rubia.



II

LA INFANCIA DE REGINA.--EL ÁRBOL DEL BIEN Y DEL MAL--EUGENIA
BARQUÍN.--LA VUELTA DEL PADRE PRÓDIGO--VIVA LA BOHEMIA.


CONTABA ocho años Regina cuando murió su madre. El cariño de aquella
dulce dama, enfermiza y risueña, de semblante infantil, quedó pronto
confuso en el voluble corazón de la niña y llegó á ser, más tarde, para
la ardiente púber, como una vaga sombra flotando en los recuerdos de los
días de infancia y primavera.

La ausencia prematura de los desvelos maternales, emancipó á Regina de
toda tutela familiar. Educóse en bravía independencia, bajo la guarda
liberal y tolerante de Eugenia Barquín, doncella de confianza de la
difunta señora. Mostraba la niña entonces un desenfado y una agudeza
impropios de su edad: antojadiza y vehemente, con bríos y audacias
varoniles, dióse á vivir sin ley ni freno, por campos y playas,
criándose á su sabor en el regazo amigo de la madre naturaleza. Merced á
este régimen de libertad é indisciplina, se acentuaron los rasgos de
aquel carácter indómito, adquiriendo á la par la altiva huérfana un
desarrollo físico admirable. Intrusa en el mar, con riesgo muchas veces
de su vida; exploradora temeraria de las sierras y de los bosques;
enamorada fuertemente de la emoción y del peligro; llena de precoces
curiosidades, Regina supo de la montaña y de la costa, de los peces y de
los nidos, de misterios y sorpresas, de juegos y burlas, tanto como el
chicuelo más pícaro de la marina.

Medró en tales holgorios la salud de su cuerpo cenceño y grácil--rubia
espiga en flor--y llególe con los primeros barruntos de lozana pubertad
un ansia nueva, una codicia de conocer y penetrar los secretos de las
cosas. Acontecíale á ratos quedarse como suspensa y triste, contemplando
el mar y el cielo y la profunda soledad de las campiñas, escuchando en
el silencio de los crepúsculos la sorda respiración de las aguas, las
pulsaciones inefables del corazón de la naturaleza. Toda el alma se le
henchía de voraces preguntas, de confusos deseos, de misteriosas
revelaciones, y aquella muchacha tan robusta y alegre, que apenas sabía
de lágrimas ni de penas, lloró muchas noches sin saber por qué...

Bajo la dura epidermis de su infancia libre y torcaz, sin consejos ni
ternuras, empezó á latir blandamente, como un río de savia, el hondo
sentimiento femenino, la voz íntima y dulce del sexo, á punto ya de
florecer. Apartóse Regina por instinto de sus joviales camaradas,
cultivó con más delicadeza los cuidados y placeres del hogar; sintióse
mujer al cabo, y fué adquiriendo poco á poco un aire saladísimo de
gravedad señoril.

Pero la vida sedentaria y monótona, entre un aya ignorante y un niño
melancólico, lejos de satisfacer las ansias nuevas de Regina, las empujó
por ásperas rutas de silencio y de tristeza. Juntamente con la fuerza
juvenil se le habían desarrollado las fuerzas todas del espíritu: el
agudo entendimiento, la fértil imaginación, la mal educada voluntad, el
deseo imperioso de vivir y de saber. Encendiósele en el alma una sed
abrasadora de emociones y novedades, una curiosidad violenta de cuanto
veía y adivinaba en torno suyo, en la tierra y en el cielo. Mas recluída
en un rincón provinciano, y un poco refractaria, por su genio
desapacible, al trato de las gentes, cayó en una especie de melancolía,
con trazas de incurable dolencia moral.

Abandonada á su albedrío, en esta profunda crisis de su ardiente
naturaleza, dióse á la lectura sin freno, devorando cuantos volúmenes
había en la olvidada biblioteca familiar. Las trece primaveras de
Regina, inclinadas precozmente en voraces indagaciones, sobre todos los
misterios de lo humano y lo divino, asaltaron como ladrones rapazuelos
las viejas ramas del árbol de la ciencia. Gustaron primero los sabrosos
frutos de la poesía, lindos como racimos de cerezas; luego las novelas
de amor, agridulces como los nísperos; más tarde, las narraciones de
viajes y de historia, las tragedias reales ó imaginadas, de recio sabor
y humano perfume, como los membrillos maduros, y aun llegaron á clavar
el diente en la áspera poma de la discorde filosofía.

Dueña la curiosa de aquellos tesoros ignorados y abierto el apetito por
tan raros estimulantes, no hubo libro, ni siquiera de medicina, donde
ella no clavase los ojos y el pensamiento; repasó estampas, índices,
diccionarios y pergaminos; hurgó, avara, en viejos códices y en
bibliotecas novísimas, royendo como un ratoncillo goloso, cuanto ofrecía
pasto accesible á su creciente curiosidad. Pasó «las noches en claro y
los días en turbio», desflorando las ideas sin discernirlas ni
asimilarlas, creándose un mundo peregrino de falsas imágenes y confusas
memorias, hasta sepultar poco á poco su fresca juventud bajo la balumba
del papel impreso.

Como el _Príncipe azul_, del gran Benavente, _que todo lo aprendió en
los libros_, en libros quiso aprender Regina el arte de vivir, y
buscando, á tientas, luces para las más obscuras razones, abrió los
empolvados volúmenes de su padre, andariego poeta á quien el hogar sólo
recibía en fugaces horas de fatiga ó de antojo. En dos años de
frenéticas lecturas agitó aquella niña su entendimiento y su corazón,
sin otro fruto que una tristeza estéril. Los libros destilaban
melancolía. ¿Es la vida, acaso, tal como la describen los poetas y
filósofos?... Entonces no merece la pena de ser «vivida»; la única
solución es morir... Presa de una calentura romántica, leía con avidez
los sarcasmos crueles de escépticos y pesimistas, embriagándose con el
néctar de fuego de Niezstche, con la cerveza negra de Schopenhauer y el
licor untuoso de Renan.

--Es «el mal del siglo» lo que yo padezco--pensaba Regina entre afligida
y gozosa, ante la idea de sufrir una enfermedad sutil y aristocrática.
Pero en medio de sus hondas melancolías, mezcla de tristeza, de
pedantería y de orgullo, juzgábase como un ente superior y miraba á sus
convecinos con aire de vanidad satisfecha, como si dijese:

--Para mí no hay secretos... Lo sé todo...

Espíritu liviano y enfermiza voluntad, el padre de Regina se había
sometido siempre á la cobarde esclavitud de sus pasiones. Confundiendo
el amor con el capricho y la costumbre con el deber, se dejó llevar de
la vida por los más fáciles senderos, medio loco, medio niño,
inconsciente y errático, con una leve sospecha de sus errores y un gran
fondo de bondad en el corazón. Tal vez la esposa que le destinaron no le
convenía. Era una mujercita infantil, débil de cuerpo, inocente y
cariñosa, que todo se lo toleró á su marido con la sonrisa en los
labios, como si con sus tolerancias solicitase el perdón de alguna culpa
grave. Torpemente le buscaron á Jaime de Alcántara esta novia enamorada
y sumisa que debía refrenar los hábitos del bohemio, guardarle en el
silencioso rincón de Torremar y convertirle en sensato padre de
familia... El aceptó con júbilo aquella alianza, porque le divertía su
inesperado papel de fundador de hogar con tan dulce muñeca. Y ella,
sonriendo, sonriendo, le aburrió y le dejó partir.

Ave de alas inquietas, Jaime cuelga su nido donde el azar se lo depara,
y cuando un ligero escozor de la conciencia le lleva hacia su esposa,
aquella eterna sonrisa humilde le hastía y le entristece. Sus hijos le
desconocen y le huyen; son criaturas ariscas que parecen haber dejado en
los labios maternales toda la dulzura de la infancia; la casa es con
exceso modesta; Torremar un pueblo chismoso y agresivo, donde oye Jaime
reticencias sobre su conducta, consejos que le enojan y profecías que
le estremecen. Entonces, desamorado y generoso, abre su bolsillo á la
mujer que nada pide, que parece que nada necesita, y huye de nuevo hacia
el placer errante...

Jaime sufre un amago de confusión al quedarse viudo. ¿Qué hará de
aquellos niños rústicos que apenas han querido darle un beso? Dos años
tenía Daniel, desazonado fruto concebido por una madre ya consunta,
cuando Alcántara llegó á Torremar apercibido del grave estado de su
mujer. Y como si esperase para ofrecerle su postrera sonrisa, al llegar
el poeta murió la esposa.

Las ocho agrestes primaveras de Regina, nada íntimo y amoroso dijeron al
padre; el adusto recelo con que ella le miraba le intimidó, como si en
el semblante enérgico y esquivo de la niña viese una acusación severa.
El nene, asustadizo y llorón, huía llamando á mamá por los rincones, y á
las voces lamentables de la criatura, la imagen de la muerta se
deslizaba por los aposentos delante del viudo, con un remedo de sonrisa
en el rostro lívido, como Jaime la viera por última vez...

En la hostilidad de aquel ambiente, volvióse el poeta hacia Eugenia
Barquín, buscando su auxilio inapreciable. La honrada montañesa había
heredado la servidumbre en la familia hidalga y pobre de la difunta
señora, y Jaime la había conocido siempre en aquella casa cumpliendo con
abnegación fidelísima los más señalados servicios. Moza y agraciada, con
gracia austera de solterona, Eugenia había desdeñado muy escogidas
proposiciones de matrimonio; miraba á los hombres con una indiferente
frialdad de mujer casta, que ninguna tentadora conveniencia lograra
vencer. Su vida tenia algo de máquina fuerte y diestra, cuyo poderoso
motor fuese la lealtad. Era esta doncella hija de una falta, que
perdonaron los suegros de Jaime. Tan buenos fueron aquellos señores que
consolaron, compasivos, á una pobre mujer engañada en la propia casa de
ellos y apadrinaron á la criatura nacida al abrigo de tan noble
misericordia. Desde que tuvo uso de razón se consideró Eugenia como «una
cosa» de la legítima propiedad de sus padrinos. La gratitud y la
devoción hacia aquella familia que la acogiera, deshonrada antes de
nacer, arraigaron en su alma saludable, tan profundamente, que en ella
no quedó lugar para otras afecciones, y acaso, también el ejemplo de su
madre burlada, patente á sus ojos como ultraje vivo, la obligase á una
rencorosa actitud contra los requerimientos del amor...

Una temprana siega de vidas dejó á Eugenia sola en el mundo con la hija
única de sus padrinos, recién casada á la sazón. Amaba la moza
entrañablemente á la endeble señorita, y sirviéndola con solicitud algo
protectora, vino á ser la segunda madre de Regina y de Daniel. La dama
doliente le contagió á la robusta doncella su blanda sonrisa y su
apacible condición, por suerte de Jaime, que halló en aquella mujer
paciente y desinteresada una activa y amorosa guardiana de sus hijos, á
falta de más inteligente y más enérgica educadora.

Nunca olvidó el poeta aquel coloquio tímido, impaciente, que entabló con
Eugenia Barquín para feliz, solución de su problema frente á los niños.
Como si esperara tales proposiciones, Eugenia iba diciendo á todo que
sí, con el alma y con los labios.--Cuidaría á los nenes igual que si
fueran sus hijos; viviría para ellos; el señorito se podía marchar
descuidado... Dinero... el que bien le pareciera; poco, muy
poco...--Regina entró de rondón á este punto y el misterio obscuro de
sus ojos se clavó en el padre como un puñal.

Jamás, como aquella vez, tuvo la partida de Alcántara toda la apariencia
de una fuga. Salió de Torremar por la noche, esperando que sus hijos
durmieran para besarlos ligeramente, con ruborosa caricia, temiendo
hallar de nuevo en los ojos profundos de la nena aquel acerado fulgor
que se le clavaba en la conciencia como un reproche ó como una acusanza.
Sentíase culpable y avergonzado, y se prometía volver pronto, en íntima
disculpa de su mal proceder.

Pero luego se acallaron sus débiles escrúpulos con el ruido ensordecedor
de las grandes capitales. Las noticias de los niños eran buenas,
descontando los frecuentes achaquillos que padecía Daniel; y, durante
seis años, dos recuerdos contrarios y punzantes le alejaron de Torremar.
Era el uno la heredada sonrisa de Eugenia, diciéndole con apresuramiento
humilde:--Sí... sí... vaya usted descuidado; váyase cuando quiera;
estése tranquilo...--Era otro el lancinante resplandor de unos ojos
sombríos, que le miraban, le miraban, hasta el fondo del corazón.

Ya entonces de lejos, con sugestión indefinible, la proceridad inculta
de la nena dominaba al hombre artista y mundano.

Un día, de pronto, sin atreverse á meditarlo mucho, por miedo á vacilar,
fué Jaime á ver á sus hijos. Aquella buena corazonada tuvo un éxito
feliz, que decidió la suerte de la pequeña familia.

La sorpresa de Alcántara en esta visita fué una deliciosa impresión de
novedad y orgullo; el primer sacudimiento fuerte y noble de su alma. Los
grandes ojos fulgurantes de su hija se le abrieron con una clara luz de
alegría prometedora, y roto el secreto infantil de aquella mirada, la
esfinge habló. Sus primeras palabras fueron de revelación y de asombro
para el padre:

--Ya he leído tus versos--dijo, mirándole devotamente;--eres un poeta.

Estaba fundido el hielo. Regina ya no observaba á Jaime, investigadora y
sombría, dudando qué clase de papá fuese aquel viajero, siempre en
ausencia, siempre en fuga. Su corazoncito de catorce años se le había
subido á la boca, para murmurar, en son de paces:--¡Eres un poeta!--Y
los labios fervorosos de la chiquilla consagraron aquella alabanza con
un beso de perdón y de olvido en los labios del bohemio...

Contemplábala Jaime embelesado. No parecía la misma: andaba con suma
elegancia, erguía el talle con un señorío, hablaba con tal aplomo y
gravedad, con tan escogido y docto lenguaje, que el frívolo Alcántara,
poco ducho en achaques de erudición, tratóla en amistoso compañerismo,
lleno de sumisas admiraciones, sintiéndose feliz bajo la influencia de
aquel naciente dominio intelectual.

Aun el desenfado rústico y plebeyo de que en ocasiones hacía alarde
Regina, era un encanto en su refinada naturaleza, pródiga en novedades y
audacias. Todo en esta criatura tenía un carácter singular y extraño:
su hermosura y su ingenio peregrinos; la mezcla de melancolía y de
orgullo de su mirada; el contraste de viveza y languidez entre sus
dichos y sus maneras; el conjunto armonioso de la figura, delicada y y
fuerte, risueña y altiva, dulce y varonil al propio tiempo. Hasta el
desequilibrio de la imaginación en perpetuo sobresalto, constreñida bajo
el peso de torpe ciencia hurtada á los libros; la excitación constante
de la sensibilidad; el brío precoz del temperamento, ponían un hechizo
misterioso en su gentil cabeza y una sombra de tortura en la luz
vigilante de sus ojos.

Las gracias de la niña sabihonda y refilotera, se le metieron al padre
en el corazón. No comprendía el donoso vagabundo los peligros y
tristezas que amenazaban á la joven, educada por sí misma en lecturas
caprichosas, sin regla y sin oriente. Dióse á quererla con orgullo de
artista, fomentando antojos y vanidades.

Danielito quedó en segundo término; asido siempre á las faldas de
Eugenia, tímido y quejumbroso, no seducía como su hermana. Pero cuando
ella sentaba al nene en las rodillas del papá y alzaba el pequeñuelo sus
atristados ojos, cobardes para vivir, sentíase Jaime poseído de
vehementísimas ternuras. Con la voz empañada por la emoción y el
arrepentimiento, afirmábase en el propósito de nunca abandonar á
aquellos niños con quienes tenia tan grave deuda de amor.

Toda la bondad nativa de Jaime de Alcántara se removió inquieta y
desbordante, calentando su corazón, llevado siempre como una pluma por
los vientos de las pasiones. Quería, al fin, á todo trance, pagar á sus
hijos las caricias y los desvelos que en el olvido les negó; quería
resarcirles del pasado abandono, dándoles ahora á manos llenas alegrías
y regalos.

Regina aprovechaba tan buenas disposiciones para satisfacer sus más
extravagantes caprichos, imponiendo con altivez majestuosa los dictados
contradictorios de su voluntad. A fuerza de oir «que tenía mucho
talento» concluyó por desdeñar á todo el mundo y contemplarse á si misma
con egolátrica devoción. Era en el fondo piadosa y dulce; pero el
sentimiento, como una fuente prisionera en el duro cristal de la nieve,
corría perezoso bajo la costra pegadiza de ideas falsas y abigarrados
sueños con que llenó su cabecita rubia. A la par escéptica y ansiosa,
mezclaba las burlas y las lágrimas con mucha facilidad; pasaba de la
tristeza al júbilo en un instante, de la acritud á la ternura; tenía
arrebatos vehementes de curiosidad y extrañas crisis de desaliento y
melancolía. Pensaba con gozoso candor que todo ello eran estigmas y
señales de «un exceso de inteligencia».

--¡Si yo fuese artista!--dijo un día para sus adentros. Y se propuso
escribir un libro, una obra genial que produjera asombro y maravilla.
Largo tiempo estuvo con la pluma en la mano sobre las satinadas
cuartillas, mientras acariciaba, en traza de meditación, los pelitos
rubios de las sienes.

Pero incapaz de reducir á la disciplina la muchedumbre infantil de sus
pensamientos, acabó por diseñar en las páginas unos muñequines de cabeza
muy gorda y ojillos espantados, caricatura de sus ideas precoces. ¡Oh;
el arte exige paciencia y esfuerzo doloroso; aprendizaje largo y
difícil! ¡Jamás podría la soñadora someterse á tan duro ensayo! Escribir
libros y tañer el piano y el violín; manejar los pinceles; hacer
maravillas con mármoles y bronces, son cosas bellas y admirables, que
despiertan asombro, curiosidad y devoción, pero no se logran sin trabajo
y sin pena...

Regina, luego de llorar sobre las cuartillas de nieve, concluyó riendo
como una loca al ver los fantoches que había dibujado.

--¿No es más cómodo y fácil--dijo al fin--gozar del trabajo ajeno y
echar á volar la fantasía sobre todas las cosas del mundo?...

Dispuesto Jaime de Alcántara á cumplir sus propósitos paternales,
preguntó á Regina qué clase de vida nueva quería emprender.

--¿Qué es lo que tú prefieres?--la dijo, como esos magos de los cuentos
de color de rosa, que interrogan á las princesas sobre sus antojos, con
una varita de virtudes en la mano.

La muchacha tenía prevenida la respuesta. Ya muchas veces se la había
dado, en sueños, al hada visitadora de las juveniles fantasías.

--Quiero viajar--exclamó--. Este pueblo me aburre... Quiero ver cosas
nuevas, atravesar tierras y mares, recorrer el mundo...

Había una infinita impaciencia en estas palabras, un desmán de
curiosidades y deseos contenidos, el ímpetu brioso de una juventud
enérgica y temeraria una ardiente sed de comprobar en el libro grande y
abierto de la vida, cuanto la muchacha leyera en los otros libros,
desatentada y febril.

--¡Viva la bohemia!--pronunció de repente, con un grito que hizo huir á
los pájaros del huerto.

Jaime, halagado en sus gustos nómadas, estrechó en sus brazos á la
niña, repitiendo alegre como un colegial en vacaciones, los versos de un
poeta francés, amigo suyo en París:

  _Mon enfant, ma soeur,
      songe á la douceur
  d'aller la--bas vivre ensemble!
      Aimer á loisir,
      aimer et mourir
  au pays qui te resemble!_

      * * * * * * * *

  _Vois sur ces canaux
      dormir ces vaisseaux
  dont l'humear est vagabonde;
      c'est pour assouvir
      ton moindre desir
  qu'ils viennet du bout du monde..._

Sin otras meditaciones y obtenido fácilmente el consentimiento de
Eugenia Barquín, se puso en pie aquella singular caravana. Fuéronse con
grande sorpresa de los vecinos de Torremar, sin previo itinerario, como
artistas bohemios, por la vida adelante.

Quedó cerrada la vieja casita solariega, donde aún moraba la sombra
triste de la mujer de Jaime; quedó el hogar abandonado, la huerta en
barbecho, y abierta la solana, en muda hospitalidad, á las nidadas
estivales de las golondrinas...



III

PARÍS.--LA MUSA DEL BOULEVARD.--DEL SENA AL TÍBER.--LAS PULSERAS DE
FUEGO.--EL CASTILLO DE ROLANDO.--LAS FRESAS DEL RHIN.


EL primer alto de los peregrinos fué París, antiguo teatro de los
triunfos y aventuras del buen Jaime de Alcántara; imán de todos los
calaveras ociosos y noveleros del mundo. Allí conocieron Regina y su aya
que el veleidoso poeta era todavía muy rico, porque Jaime acomodó á sus
hijos en elegante morada y hartóles de regalos y finezas.

Pero aquel dorado bienestar tuvo para los niños una sombra; una sombra
perfumada y tangible que respondía al nombre romántico de _Silvia_, y
que arrastraba, con mucha languidez, por las lujosas estancias, el
fru-fru de unas faldas de seda y la sonrisa inalterable de unos labios
bermejos.

Antes que la penetración poco sagaz de Eugenia hubiese definido la
categoría de aquella mujer, ya Regina la miraba con ceño adusto,
calificándola, en castizo español, con ignominiosa palabra.

Todas las lagoterías de la astuta francesa para atraerse el afecto de
la niña fueron inútiles; y cuando _Silvia_ se cansó de halagarla y á su
vez arqueó las cejas y esquivó la sonrisa, una guerra dura y enconada se
entabló francamente entre las dos.

De cuanto disponía _mademoiselle_ con dominantes atribuciones,
protestaba Regina en duros enojos y en vehementes quejas á su padre. Ni
una ni otra se entendían de palabra, pero por signos y ademanes, con
ojos airados y acentos iracundos, se maltrataban y perseguían á todas
horas, sin que Alcántara lograse que los espectáculos y curiosidades de
París, tan nuevos para la niña provinciana, diesen tregua á la ardiente
lucha.

No conforme la hija del poeta con rendir su orgullo á los pies de
aquella Musa del boulevard, armóse capitana en la doméstica
insurrección, y fueron tan hábiles sus trazas, que logró arrinconar
maltrecho á su enemigo. Atrajo á Daniel primero, y con persuasivo
discurso, halagador y mimoso, contóle que _Silvia_ era «un demonio
francés» disfrazado de señora; que sus labios tenían un carmín venenoso
para los besos, y sus caricias un hechizo fatal para los niños...
Medroso el nene huyó con espanto de _mademoiselle_; y la servidumbre
francesa de Jaime, un poco fascinada por la travesura gentil de la
mozuela, y un poco egoísta, afiliándose al partido más poderoso,
pronuncióse también á favor de la niña española, imperante en aquel
extraño hogar con toda la supremacía de un ídolo nuevo.

La apacible y diplomática Eugenia Barquín, tan enemiga de contiendas y
disgustos, inflamóse al cabo en el belicoso espíritu de su adorada niña,
y entre dientes llegó á llamar á _Silvia co-co-te_, cuando la francesa
le daba cuenta de los desmanes de Regina, con muchos _¡Hèlas!_ y muchos
_¡Mon Dieu!_, que Eugenia tomaba por agravios.

En lo más recio de aquella diminuta guerra bilingüe, la niña, agotada ya
la paciencia, se presentó á su padre con aire solemne y digna actitud de
mujer, diciendo:

--Elige ahora mismo entre _Silvia_ y yo. Si ella no sale de esta casa en
seguida, yo me vuelvo á Torremar...

Tan firme era su acento y tan segura y valiente la expresión de sus
ojos, que Jaime dispuso al punto la partida de la _Musa_...

Fué aquella la más sonada victoria con que Regina esclavizó al
caballero; desde entonces afirmó su poder con perpetuo dominio sobre el
corazón de Alcántara. No supo ella, ni le importaba gran cosa, si su
padre seguía cultivando el trato de la vencida _demoiselle_, ó de otra
tal; pero por la solicitud y fineza con que la regalaba el paternal
cariño, pudo creer, y lo creyó desde luego, que todas las _Silvias_ del
mundo se habían muerto para el poeta...

Jaime de Alcántara desconocía como sus hermanos los bohemios suelen, la
ciencia crematística. Era de esos hombres, pródigos de corazón y dinero,
que tiran el oro debajo de sus placeres y hunden las plantas en el
blando camino de su ruina, con la más admirable indiferencia; de esos
que saben llegar á la vejez pobres y estoicos, ó morir voluntariamente,
con un altivo gesto de rebeldía ante la miseria.

Oriundo de Torremar y nacido en Cuba, Jaime era rico por herencia de sus
padres. La casualidad, mejor que su cautela, habíale conservado mucha
parte del patrimonio, consistente en cafetales y vegas de tabaco, allá
en la fecunda tierra nativa; pero las rentas copiosas de aquellas
posesiones llegaban á su dueño tarde y con daño, filtrándose entre los
dedos de uno de esos administradores de Ultramar, de quienes tan malas
partidas se cuentan en Europa.

La mueca negligente con que Jaime recibía y gastaba aquellos dineros,
sin contarlos siquiera, desapareció cuando Regina, ya en su papel de
dueña del hogar, dilató la mirada interrogadora sobre los ojos de su
padre, y le llamó á capítulo con una sonrisa no exenta de severidad. Y
Alcántara, de cera entre las manos de su hija y decidido á ser la
Providencia de sus antojos, se puso entonces á escribir cartas, hacer
cuentas y dictar órdenes, ejercitando sus derechos como señor absoluto
de sus haciendas. La amenaza de un viaje á Cuba dió como por ensalmo
solución sencilla á estos asuntos enojosos. Crecieron las rentas,
mejoraron los negocios y descansó Jaime, seguro de poder con holgura
apoyar los designios de su hija.

Tal vez, un poco fatigado de andanzas y aventuras, él hubiera querido
entonces anclar en París la nave de sus cuarenta años, y allí mecerla en
el sosiego de una vida fácil, sin abuso de placeres ni agitación de
pasiones, sometido al influjo bienhechor de sus niños, que tan
dulcemente le habían echado al cuello la santa cadena de olvidados
amores y deberes. Pero Regina, la maga de los cabellos rubios y de los
ojos negros, que con sus manos casi infantiles gobernaba el hogar y
señalaba el rumbo á la existencia del padre, no pensaba lo mismo.

Un año en París le había bastado para agotar el manantial de todas
aquellas novedades. Contempló al principio con devoradora atención el
semblante alegre y magnífico de la villa enorme; visitó los insignes
monumentos, los teatros, los bazares cosmopolitas, los museos, los
palacios históricos, y cuantos lugares le inspiraban curiosidad por
haberlos ya conocido en las novelas. Vió lo que puede ver en París una
mujer aprendedora y honesta, hizo milagros de brujería sobre la movible
cara mundial de la villa luminosa, adivinando los misterios más
recónditos, y así que logró disciplinar la palabra y el oído para
comunicarse con aquel gran pueblo, como ya lo hicieron desde el primer
instante sus ojos parlanchines, suspiró hastiada, y dijo, con insinuante
ruego, firme como un mandato:

--¡Padre! ¡Vámonos de aquí!...

Con la esperanza de hallar nuevos y hermosos los caminos del mundo, al
través de los ojos de su hija, emprendió Jaime sonriente la ruta que
sobre un mapa señaló aquella linda «doctora» de diez y seis primaveras.

Componían un grupo interesante, el papá, joven y guapo, sumiso con
rendición absoluta á los deseos ardientes de la muchacha, y ella,
haciendo con mucho donaire de madrecita entre su padre y su hermano, á
quienes por igual prodigaba órdenes y caricias.

En aquella pequeña tribu, formaba la vanguardia Eugenia Barquín, sin
asombrarse de cosa alguna como buena montañesa, dócil siempre y mollar á
los caprichos de la señorita.

De este modo salieron de París como de Torremar habían salido: llevados
adelante por el mundo bajo el hechizo imperioso de una precoz curiosidad
de mujer...

Anhelosa estaba Regina de verificar en ciudades y en caminos, en selvas
y mares, las historias y las fábulas que aprendiera en su ambicioso
hartazgo de lecturas. Poblada la memoria de ideas y de imágenes en
confuso vértigo; exaltada la fantasía; lleno de fiebres el entendimiento
y el corazón, no había de quedar rincón en el planeta, según se
prometía, donde no pusiera los ojos.

Su gran deseo era conocer Italia. Aplazando con un desdén muy español,
el viaje debido á las glorias y hermosuras de su patria, tan llena de
arte y de recuerdos, quiso ir á Roma.

No la detuvieron por muchos días los monumentos de la ciudad eterna,
Meca de los artistas, ni tampoco los dulcísimos paseos por la encantada
Venecia, ensueño de románticos y propicia excursión de novios ricos. La
reina del Adriático, puesta entre el cielo y el mar con desprecio de la
tierra, tenía para Regina un semblante amigo; cruzó sin extrañeza sus
silenciosas calles de agua, como si ya muchas veces hubiera contemplado
la mansión de los Dux y el león de San Marcos, recostada en el fondo de
una góndola, igual que una antigua dogaresa.

La pequeña mano dictadora se alzó en amistoso saludo hacia el puente de
los Suspiros, y hasta le parecieron familiares á la niña las casas del
Ticiano y el Tintoretto; recordó las páginas de _El Fuego_, de Gabriel
d'Annunzio, y el ceño adusto de Ricardo Wagner llorando sus amores á
compás de la música de _Tristán é Iseo_. Todas las sombras insignes que
poblaban la vieja Señoría, inclináronse reverentes al pasar la niña
española; tanto en láminas y en letras había ella navegado entre
pórticos de mármol, y gondoleros tenores, por aquella peregrina ciudad
de amoríos y tragedias...

La _Pineta_ de Rávena, llamó luego su atención con grandes alicientes.
Le parecía á la soñadora que en el inmenso bosque ribereño del
Adriático, donde anclaron un día las guerreras naves de Roma, erraban
los suspiros del Dante, que desterrado de Florencia bebió en la
silvestre soledad inspiración para las páginas inmortales de su
_Infierno_. Buscó Regina devotamente la silenciosa orilla del Canal,
sitio predilecto del vate florentino; la célebre _Vía del poeta_, donde
cantó y amó lord Byron á la condesa Guiccioli, donde también Bocaccio y
Dryden padecieron y amaron.

Todo el bosque susurró en una lenta cabezada majestuosa, como de saludo
y asentimiento á la férvida evocación de la niña perseguidora de ecos y
de espíritus; y un aroma de poesía y de leyenda envolvió en le nemorosa
espesura á la devota visitante...

Aquella frente juvenil, abrumada por pliegues prematuros, sintióse en
Bolonia _la Docta_ oreada por un altivo soplo de sabiduría; la rubia
cabecita inquieta y febril se irguió con petulancia imperiosa entre
monumentos etruscos y palacios de la Edad Media, ladeándose con tan
ufana seguridad como las insignes torres inclinadas...

Un beso premeditado, un poco frío, incrédulo tal vez, sobre el sepulcro
de Julieta y Romeo, en Verona, y luego el camino austriaco de Splügen
para subir á los Alpes, que ya había contemplado con avaricia desde la
catedral milanesa. Cuando hubo dado fe de arrestada alpinista en el
soberbio monte Rosa, quiso bajar Regina al golfo de Spezzia en busca del
magnífico espectáculo que ofrecen desde allí los mármoles de Carrara,
lanzando sus crestas audaces al cielo intensamente azul, como bravía
cantera de estatuas y palacios vírgenes aún no labrados por la gubia y
el cincel... Deleitoso paseo por el valle del Arno, volviendo siempre la
cabeza hacia el marmóreo monte que el sol inflama con sangrientas luces;
al Sur de la dorada maravilla la solitaria torre de añeja mención en la
literatura italiana, _Pania della Croce_, la _Pietra Pane_ de Dante
Alighieri... Otra vez el recuerdo del inmortal enamorado de Beatriz...
¡El Dante! ¡Oh, muy amigo de Regina!... La cual, como también conoce á
Horacio, se detiene en Tívoli, frecuentado rincón del poeta latino, y
allí consagra la viajera, en español un poco afrancesado, el testimonio
de su fría admiración hacia las musas clásicas.

Pero estas excursiones son como visitas de cumplido, coyunturas que la
niña aprovecha para engreirse de su familiaridad con tan egregios
nombres; tácitas pruebas que á sí misma se ofrece de que todo lo sabe y
todo lo comprende. Sus pasos por aquellos lugares predestinados, semejan
reverencias gentiles, graciosas demostraciones de erudita amistad.

--¡Adiós, Dante!--murmura Regina.--¡Adiós, Horacio! Hasta otro ratito...
Me reclaman las vivas realidades; quiero calentar mis manos en la
hervorosa lava del Vesubio... Siento "la embriaguez del fuego"... Me voy
á Nápoles... ¡Adiós! ¡adiós!

Pero Regina es ya una mujer, y mujer coqueta. Se olvida del volcán
repentinamente para comprarse lindos corales en la _Torre del Greco_.
Después, ya en lo alto de la trágica montaña, entre el cielo y el
cráter, se divierte contemplando las sangrientas pulseras de cuentas
coralinas, que caen como esposas de fuego sobre sus manos... Siempre
guardará aquellas joyas como un regalo ardiente del Vesubio...

Quiere luego mirar el firmamento esplendoroso desde la torre de
Bellosguardo, allí donde el mártir Galileo leyó en los mundos siderales,
y gustar en Florencia, patria de tantos artistas próceres, un saludable
reposo bajo el pálido verdor de las encinas, viendo correr el Arno entre
laureles.

También quiere subir al Etna, que le inspira mucho respeto, ya que data
nada menos que de Píndaro el relato de sus pujanzas destructoras.

Mas llegando á Sicilia ha de buscar la playa donde se abre un túnel en
ruta desconocida. Sonríe la muchacha con desdeño, asegurando que el
misterioso túnel corre por debajo del mar hasta la Elida, hasta el sitio
donde Diana convirtió en fuente á la ruborosa Aretusa para sustraerla á
las persecuciones de Arfeo, el dios río...

--Pero fué el caso--añade Regina--que Arfeo juntó sus aguas con las de
su amada ninfa, y el doble caudal desapareció para siempre, perdiéndose
en las arenas con secreto de amor... ¡Qué preciosa leyenda!... ¡Amar
como los dioses y como las aguas, evaporarse como el rocío en el seno de
la naturaleza! ¡Convertirse en fuente y en nube, en tierra y en flor!
¡Qué maravilla!

La andariega española, que á la postre no sabe qué busca ni qué quiere,
concluye por cansarse de Italia. Ya los museos la aburren, la
contemplación de los tesoros del arte y de la historia la causan un
tedio y una fatiga que no se atreve á confesar. Atenta sólo á las
superficies doradas de las cosas, no acierta á discernirlas, amarlas ni
comprenderlas. El corazón permanece intacto y glacial bajo la calentura
constante de la imaginación y de los sentidos.

Embriagada de luz y de color, en la tierra madre de la raza latina,
busca ahora, por contraste, los cielos norteños, los países románticos
de Noruega y Alemania. Ecos de los antiguos trovadores del Rhin le dicen
leyendas de amor y de muerte, estupendos lances de pasión heroica,
memorias perdurables prendidas en dramáticos jirones en los sombríos
abetos de la Selva Negra. Ríos y afluentes que bajan tranquilos entre
praderas lozanas para dar nombre á risueños valles; torrentes espumosos
que rugen desmelenados en hondos desfiladeros y salvajes rocas, todas
las aguas de la Selva, madre del Danubio, tuvieron para Regina lenguas y
voces, antiguas imágenes y romancescas tradiciones.

Aquí estuvo el castillo que edificó Rolando para vivir en austera
soledad, frente al monasterio donde su amada, creyéndole muerto, se
encerró niña y hermosa... Allí la cima del Dragón, donde Sigfredo mató
al monstruo que robara á la hija de Auderico... Más lejos, la montaña de
la Nube, con la historia sangrienta de la esposa infiel, y entre
visiones de sílfides y gnomos, surge de las aguas la poética relación de
la doncella de Eherenthal. Regina está á punto de batir palmas como en
el teatro de Torremar, durante aquella inusitada representación de _El
oro del Rhin_.

Opera fantástica le parece también á la niña este paseo por el gran río
alemán; cantan las aguas, cantan los bosques, desfilan los valles á
manera de decoraciones peregrinas; y en la inquietud de las ondas, en
las penumbras del paisaje, flota la tradición, viven y sienten las
imágenes legendarias... ¡Rolando! ¡Qué nombre tan varonil!... Es un
caballero fuerte y hermoso que vuelve de la guerra con marciales
arreos...

--Aquí estoy, amor mío, exclama la imaginación de Regina.--No es cierto
que me haya metido monja... No creí en tu muerte nunca... ¡Llévame á tu
palacio de mármoles y bronces!

Y la mocita navegante extiende hacia la ribera sus brazos y dilata con
emoción sus ojos de sonámbula.

Es ella la novia fiel, la dulce prometida. Rolando la espera para
desposarla en su castillo mágico...

Pero la soñadora enamorada se asusta un poco de amores tan serios y
definitivos. Impresionable y golosa, quisiera un placer á flor de labio,
que no se adentrase mucho en el corazón.

Ved por cuánto el territorio de la Selva Negra está lleno de ricos y
perfumados fresales que cubren de flores y frutos las faldas de las
montañas y la ondulación de las praderas; que acosan las ciudades, los
pueblos, las cabañas; invaden los caminos, patios y jardines, y trepan
por las rocas, á lo largo de los muros, ofreciéndose entre las piedras
con prodigiosa fecundidad...

Excitados el apetito y el asombro de la supuesta novia, sus labios «de
fresa» buscan el fruto que tanto se les parece, con repentino abandono
de Rolando el guerrero.

Y todas las leyendas del Rhin se eclipsan en la sabrosa realidad de
aquella golosina predilecta...



IV

EL NIÑO ENFERMO.--ORIENTE.--SPA.---LA MUJER CABEZA.--LA MEDIA
LUNA.--¡VÁMONOS Á AMÉRICA!--EL MAR.


CUATRO años de holgorio por Europa no bastaron á satisfacer la
insaciable curiosidad de Regina. El espectáculo del mundo, atisbado en
tan múltiples formas, superficiales y rápidas, no hacía sino excitar su
apetito de emociones; todo quería verlo y sentirlo en su ruta, sin tener
paciencia para detenerse á comprenderlo y amarlo. De cuantas cosas
percibía no le quedaba luego más que un tropel de sensaciones
contradictorias.

La naturaleza, el arte, la historia y la leyenda, íbanla llamando por
diversos caminos; pero una dolorosa irritabilidad de su imaginación la
obligaba á devorar las impresiones con estímulo impaciente de otras
distintas, como si le faltase tiempo para saborearlas, como si alzase
Dios sobre tan desbocadas ansiedades el castigo de no poder gustar los
frutos de la vida, la maldición de desflorar todos los goces en una
carrera anhelosa y penitente.

Las cuitas de Daniel obligaron á la viajera á muchas detenciones
imprevistas. Con frecuencia el niño necesitaba reposo, y era siempre su
hermana la primera en notarlo y prescribirlo.

En las forzosas paradas del errabundo peregrinaje, muchas eminencias de
la medicina auscultaron el pechito endeble de Daniel. Aquellos sabios
doctores mecieron la cabeza, conpungidos, diciéndole al padre inquieto:

--Muy lento desarrollo... Estrechez de la cavidad torácica... Pobreza de
sangre...

Y algunos, más desengañados ó menos piadosos, añadieron cruelmente:

--Candidato á la tuberculosis...

La amenaza siniestra quedó flotando sobre los alegres nómadas como una
ironía de su buena fortuna.

Joven y hermoso el padre; la hija moza y gentil; robusta y agraciada la
doncella, iban por el mundo, derrochadores, sin pena ni gloria, y era
Daniel á su lado la triste nota del humano dolor, la sombra de la
fatalidad, que no perdona á los felices.

Amaba Regina á su hermano con pía ternura; le mimaba como á un
chiquitín; tenía para él condescendencias protectoras y entrañas
maternales. Pero desde que vió esquiciarse el señuelo de la Avara en los
ojos velados y dulces de Daniel, padeció rudas crisis de terror y
misericordia.

Si el pobre sentenciado se amortecía silencioso y febril, en horas
turbias, era Regina siempre su más infatigable compañera. Apostábase
junto al lecho del paciente, inflamada en temerarios rencores,
avizorando, en traza de reto, el sutil avance de la Intrusa. Con el
frescor saludable de sus bellas manos, acariciaba Regina las manitas
madorosas del niño, y erguía el lozano busto como troquel adversador
contra la enemiga invisible. En esta defensora actitud hablaba á
Danielín alegremente, ocultando en la maravilla de sus gorjas los hilos
de una voz que temblaban rotos de miedo.

Como el muchacho solía animarse con estos halagos, Regina se altivecía
entonces, suponiendo que disputaba, triunfadora, su presa á la muerte.

Otras veces, medrosa del silencio en sus velatorios, entonaba una dulce
cantilena, mientras se adormecía el niño en la quieta oscuridad de la
alcoba. Viéndole ya en reposo, iba á besarle, pero al advertir que
estaba desfallecido en profundo sopor, después del acceso febril,
sentíase á punto de lanzar un grito, helado como la frente del
enfermo... Allí estaba la Astuta, la Invencible... Se removía en la
estancia el toldo de la sombra con rumores macabros, tal vez de
mandíbulas crujientes ó de áspera guadaña, y Regina, en un esfuerzo
viril de angustia y de valor, alzaba los brazos sobre Daniel como
queriendo defenderle.

Cuando el hermanito recobraba algunas fuerzas y volvía, con arrestos
fugaces, á la vida, en vano la moza pretendía arrebatar de aquella
existencia amada el halo de mortal sufrimiento con que se inclinaba
hacia la tierra. Imaginando que el niño se dejaba vencer por cobardía;
que se dejaba morir, como su madre, en la dilatación de una sonrisa
humilde pretendía aleccionarle, fortalecerle, henchirle de esperanzas y
rebeliones.

Mirábale á los ojos con hipnótica fijeza; le soplaba en los labios el
cálido aliento de la florida boca; le sacudía fervorosamente con sus
brazos recios y hermosos, como si se creyera dotada de un poder
sobrenatural para repetir en la carne marchita de Daniel el divino
milagro:

--¡Levántate y anda!...

Reía el niño con diversión, tomando á juego los arrebatos de su hermana,
mientras Jaime se conmovía en aquellas escenas rápidas y crueles, y
Eugenia suspiraba, disimulando sus temores.

De aquellas luchas entre el cariño y el espanto, á la vera de Daniel, le
quedaban á Regina un amargor y un tedio, contra los cuales buscaba
defensa en furiosa renovación de placeres.

Apenas su hermano se animaba con aparentes destellos de salud, la
madrecita delegaba en Eugenia sus obligaciones, y eligiendo un lugar
sano y cómodo para la doncella y el niño, disponíase á tramontar
volcanes, resucitar mitos, registrar monumentos y ruinas y perseguir
sombras y musas. La acompañaba su padre, amante y orgulloso, aliviando
su corazón de la presencia lastimosa de Daniel, con una facilidad acaso
ligeramente egoísta.

Los dos, solos y juntos, sentíanse consolados y felices, llenos de la
fuerza alegre que dan la juventud, el talento y la hermosura. Ligeros y
engreídos, formaban una linda pareja de ambulantes, á quienes se tomaba
por matrimonio, con gran contento por parte de la niña y halago juvenil
para el papá. De esta guisa posaron su fugitiva planta en cientos de
parajes raros y bellos, sin que Regina renunciase á uno solo de sus
caprichos de exploradora, por costoso y difícil que pareciera. Cantó
frente á Estambul la _Canción del pirata_ en homenaje á Espronceda, su
compatriota, y navegó sobre el Mármara y el Bósforo, deteniéndose á
saludar la _Torre de la Doncella_, donde la infiel sacerdotisa de Venus
adoraba en románticas citas á su heroico Leandro, náufrago de amor en
las furias del Helesponto... Quiso buscar las huellas de Shakespeare en
su tierra natal, cabe el Avon, y recitar las baladas de Walter Scott, á
orillas del Tweed... Quiso dormir en los lagos de Suiza y deslizarse en
raudo trineo sobre el Neva helado, envuelta en ricas pieles de
Astracán... Erró, sabia y curiosa, entre los viejos mármoles de Atenas,
y sus ojos aventureros navegaron por la azul bahía de Eleusis, á la hora
melancólica del crepúsculo, cuando los centenarios bosques de mirtos se
inclinan hacia el mar en lánguido suspiro...

Jaime y Regina habían llegado á olvidar un poco el adolecido rostro de
Daniel; pero una fecha vino á decirles que había llegado el tiempo de
llevarle á las aguas salutíferas de Spa, según prescripción de un médico
ilustre.

Y allí precisamente, al pie del famoso manantial, promesa de salud,
sintió Regina, por paradoja, su primer malestar físico. Era un mareo
doloroso, con punzadas en las sienes; una profunda fatiga del espíritu,
que hacía pesadas y enormes todas sus ideas, y mezclaba sus memorias en
extravagante confusión. Inapetente y desmayada, sentía necesidad de
cerrar los ojos á cada momento, con la rara sensación de que todo su
cuerpo era cabeza.

A las alarmas de su padre, contestó, queriendo burlarse de sí misma.

--Tengo náuseas en la frente...

Y era verdad. Sentía ascos y bascas en la cabeza, en la cabeza
monstruosa que le bajaba hasta los pies y le crecía sobre los hombros
hasta dar en el techo de su cuarto. Se acostó entelerida. Dentro del
miembro disforme que había tomado posesión de su persona entera,
bailaban los recuerdos gigantescos y confusos, veloces, disparatados...

Un beso devoto que dió Regina en Ruan al _Corazón de León_ de Ricardo I,
mirábale ahora, sangriento como una herida, impreso en el rostro de
Juana de Arco, la cual se paseaba tranquilamente por la plaza donde la
quemaron, en la propia ciudad de Normandía.

A este punto llega Schiller, con su peluca rubia y su casaca con puños
de encaje, dando voces, pretendiendo que se aplace el suplicio mientras
él compone su drama _La doncella de Orleans_. La gran plaza se llena de
soldados ingleses, de sacerdotes, de gente curiosa y vocinglera; pero de
pronto se disipan todas las imágenes y se abre en el fondo un agujero
inmenso, negro como la boca de un sepulcro. Lanza Regina un grito, y las
tinieblas se deshacen; aparece el mar y en el mar unas islas blancas y
sonrosadas, como mármoles al sol... Luego un paisaje bellísimo, todo
sembrado de ruinas; al fondo se dibuja una gigante acrópolis de airosas
columnas y labrado friso... Un tropel de garzas reales huye á esconderse
en las orillas de un lago azul... Son los dioses fugitivos, que,
añorantes de Grecia, se disfrazan á menudo para visitar los sagrados
lugares de su antigua dominación... Al cabo, Regina, vestida de
tirolesa, baja del Monte Rosa, pisando con blandura la nieve. Atraviesa
valles y ríos con suma facilidad: se detiene en la isla Bella, bajo los
opulentos toronjales, y se pone á hacer un lindo ramo de adelfas,
blancas y rojas...

De repente se le echa encima la rígida sombra de un enorme ciprés, y
Regina se siente presa en tupida maraña de siemprevivas. Todas estas
flores de cementerio muestran unas caritas llorantes y resignadas, y
parecen miniaturas de la cara angustiosa de Daniel.

Medrosa y contrita la muchacha, quiere rezar por su hermano, pero no se
acuerda de ninguna plegaria. En vano pugna por hallarla en su corazón.
Su corazón no existe. Regina sigue siendo toda cabeza... Busca que te
busca, bajo el cráneo fenomenal, encuentra la infeliz muchas imágenes,
algunas ideas enrevesadas, unos pensamientos que se encogen y se
estiran, como larvas temblorosas... ¡oraciones, ninguna! Las caras de
muchos Danielitos chiquitines la acosan en todos aquellos brotes de
sepultura que aciagos crecen en la fecundidad de la isla Bella, entre
bálsamos, orquídeas y limoneros... Quizá su hermanito abandonado la
llama y la acusa; tal vez se está muriendo el triste, solo y mísero...
Regina quiere, á todo trance, pedir clemencia al cielo.

--¡Una oración! ¡una oración!--grita desesperada. Su terrible cabeza se
arrodilla, y con esfuerzo desgarrador, entre unos labios secos y duros,
pronuncia maquinalmente una voz melodiosa:

--_Con Dios me acuesto... con Dios me levanto..._

--Hija mía, ¿qué dices?--pregunta alarmado Jaime, á la cabecera de la
cama.

La enferma abre los ojos.

--Estoy rezando--murmura. Y sonríe con gozo repentino, al sentir en la
almohada su cabeza de tamaño natural, y al advertir que su cuerpo,
bienlogrado y armonioso, obedece á la cabecita rubia en movimientos
fáciles.

Alcántara la observa con ansiedad creyendo que delira, y la muchacha se
coloca una mano sobre el corazón acuciando sus latidos con un resto de
inquietud y pidiéndole todavía una plegaria, más supersticiosa que
ferviente.

El buen corazón, pronto siempre á conceder cuanto le piden, contesta sin
tardanza:

--_Padre nuestro, que estás en los cielos..._

Regina cerró los ojos con dulzura y adormecióse en aparente serenidad,
con la desusada oración entre los labios, que sonreían y rogaban en una
vaga mezcla de beatitud y divertimiento.

Tal vez aquel benéfico reposo gustaba á medias de la santidad de una
deprecación confortadora y de la fantasmagoría de unos sueños
enrevesados y sorprendentes...

Poco después, en su visita de la noche, el médico pulsó á la enferma
cuidadoso, sin despertarla, y aseguró á Jaime que había remitido la
fiebre nerviosa que aquejaba á la niña, y que en unos descansados días
de Spa quedaría sana y alegre.

Y fué verdad que muy pronto, curada y placentera, inventaba Regina
nuevas caminatas, aburriéndose ya en el famoso paseo de _Las siete
horas_, donde Meyerbeer compuso sus más bellas partituras; pero le
habían probado tan bien á Danielito las aguas y los aires del balneario
belga, que en obsequio al muchacho se detuvieron allí los viajeros
cuanto la impaciencia pesquisadora de Regina lo pudo permitir.

Ya en traza de ruta, aquella impaciencia señaló audazmente el camino de
Africa. Ningún obstáculo puso Jaime á tan imprevisto derrotero; mas ante
la flaqueza de Daniel y el semblante estupefacto con que Eugenia recibió
tal noticia, la señorita y el papá resolvieron dejarlos á los dos en un
célebre sanatorio, donde el chico afirmase su naciente mejoría al lado
de la solícita doncella, mientras ellos hacían con libertad y soltura la
expedición africana.

Y así la emprendieron. Los abrasados países del Profeta, el misterio
sensual de la vida mahometana atraían á la moza como un objeto de
suprema curiosidad. Sus últimos sueños de inquietud y de neurosis se
habían balanceado sobre un inmenso campo rojo, lleno de esbeltos
alminares, bajo el arco gracioso de la media luna... Ansiaba conocer las
orillas del Nilo y los restos ciclópeos del Egipto legendario; las
tierras salvajes y escondidas, el desierto, las minas del oro y del
diamante, cuanto había desflorado en los libros de su ardiente
adolescencia.

Pero hubo de contentarse con un breve paseíto por tierra de moros, y al
tornar dos meses después el poeta y su musa al sanatorio suizo, tuvieron
la fortuna de hallar á Daniel muy repuesto de salud.

Al punto concibieron la perdida esperanza de lograrle, firme en la vida
por una de esas prodigiosas evoluciones de la voluble pubertad. Infante
caedizo se aparecía el muchacho, aun en aquel efímero gentilear de sus
catorce abriles. «Su niño» le llamaban siempre con halago de protección
Regina y Eugenia, y «el nene» le nombraba su padre todavía.

En los ojos claros y melancólicos de Danielito flotaba siempre una
niebla de timidez infantil; toda la endeblez de su persona lánguida y
menuda tenía un aspecto enfermizo y contristado que pedía ternura y
caridad. Cuando una ficticia llamarada de vigor se le encendía en las
mejillas y en los ojos y calentaba sus miembros, libertándolos de su
habitual laxitud macilenta, Daniel, con su cabello dorado y rizo, sus
pupilas pesarosas y su delicado perfil, era un bello adolescente, una
interesante figurita que hubiera estado en carácter con hábitos de
terciopelo y gorguera encrespada, como regalado pajecillo de una reina ó
modelo de un cuadro de Van-Dyck.

El padre y la hermana hallaron al doncel sonriendo á una de aquellas
mentiras de salud y de belleza con que los verdes años engañarle solían.
Los peregrinos de Africa se dejaron encantar por la ficción acariciadora
que había pintado rosas falaces en la cara del muchacho y que á su voz y
á sus ojos diera brío y calor.

Regina entonces, infatigable y resuelta, dirigió á su padre unas
palabras sembradas largo tiempo en su imaginación, y que lo mismo podían
ser una consulta que un ruego, ó tal vez un designio.

--Vámonos á América.

Y Jaime, como un eco, sin vacilar ni discutir, con sugestión ferviente,
repitió:

--Vámonos...

Eugenia y Daniel, que tenían ya el presentimiento de aquellas palabras
en los sedientos labios de Regina, también dijeron sumisamente:

--Vamos--con lentitud en que temblaban la curiosidad y el miedo, en
sigilo emocionante.

Y se fueron. En un puerto francés tomaron pasaje para Cuba, primera
tierra americana que deseaba conocer la hija del poeta cubano...

--¡El mar, el mar!... Las azules llanuras pacíficas; las llanuras grises
y espumosas; las naves lejanas, hendiendo la infinita soledad del
horizonte con una vela blanca y fuyente, con una bandera que saluda y se
borra... Las castas bodas inmensas del celaje con las aguas; un pez que
vuela; un monstruo que asoma; un ave que pasa; una estrella que gira...
El peligro acechante; la tempestad inclemente, la dulcísima bonanza...

Estaba Regina loca de contenta con el regalo de tantas novedades, apenas
adivinadas por ella en sus breves navegaciones; y toda la codicia de sus
ojos negros se derramó, febril, sobre la sábana enorme del Océano,
mugiente y abismal...



V

TRES AÑOS DESPUÉS.--EL ÚLTIMO SONETO.--LA SEGADORA.--LOS SUEÑOS DE UNA
NOCHE DE CALENTURA.--EN LAS ALAS DE UN CÓNDOR.


PASÁRONSE tres años desde que la aventurera familia desembarcó en San
Cristóbal de la Habana, con grande escolta de ilusiones y recuerdos,
hasta el instante en que volvemos á encontrar á Regina en otra playa de
América, al lado de un tímido mozalbete y de una pensativa señora, ambos
vestidos de luto...

Delante de aquel mozo eternamente niño, señalado ya por el dedo
inexorable de la Muerte, cayó Jaime de Alcántara, el ufano caballero,
cuando más ovante y feliz gozaba de la vida en la cumbre.

Hallábanse en la Argentina, descansando de aquellas frenéticas jornadas
por el Nuevo Mundo, y de pronto dió Jaime inesperado fin á sus viajes y
emprendió el de la obscura eternidad.

Murió lo mismo que había vivido, fácil y blandamente, sin miedo y sin
dolor, reclinando la hermosa cabeza, vestida de ensortijados cabellos,
sobre un pedazo de papel donde comenzara á escribir un soneto precioso
«A la felicidad»... Dejó iniciada en sus labios frívolos cierta sonrisa
gentil y en sus ojos una mirada burlona, como si una vez más le
preguntase á Regina dulcemente:

--¿Y ahora, ¿adónde vamos?

La muchacha, loca de terror ante la irónica y fúnebre consulta, clamó,
asida al cadáver, con insensata rebeldía:

--¿Adónde vas, adónde, frío, insensible y mudo?... ¿Adónde vas?...
¡Dímelo; quiero saberlo; quiero detenerte!... ¡No consiento que te vayas
de esta espantosa manera, solo y ciego, por un fatal camino
perpetuamente obscuro!...

Pero Jaime se había ido, á pesar de todo. Su arrogante figura de artista
y hombre mundano, su romántica melena, sus ilusiones infantiles, cayeron
allí bajo la tierra joven y floreciente de la costa del Plata.

Danielito le vió marchar sin grande asombro, con una especie de suave
resignación que parecía decir:

--Hasta luego...

Largo tiempo le miró difunto, con fascinados ojos, y después, sin
llorar, sin hablar, lanzó un suspiro y bajó la cabeza, como si á su vez
ofreciese el dócil cuello á la hoz de la eterna Segadora.

Eugenia, apiadada y confusa, rezó y gimió calladamente, hasta que olvidó
su pena para cuidar á Regina, enfebrecida y postrada, á punto de
fenecer. Pasados los primeros días de estupor, después de aquella
catástrofe imprevista, la joven, que había tomado una apariencia de
estólida insensibilidad, sintióse de improviso enferma y náufraga en
mares de amarguras y congojas indefinibles. Su dolencia, aguda y
alarmante, tenía un punto de semejanza con la antigua fiebrecilla
nerviosa padecida en Spa. Lo mismo que entonces, Regina sentía náuseas
cerebrales y padecía delirios monstruosos. Todas las impresiones
copiosas y aceleradas de sus lecturas y sus viajes le fabricaban en la
imaginación estupendas fantasías, con dolor y quebranto de alma y
cuerpo. Soñaba á gritos, despierta y espantada, ó soñaba dormida, quieta
y silenciosa, sin otro síntoma de la quimera mortificante que alguna
furtiva lágrima, densa y ardiente rodando por el rostro impasible, y
algún apagado sollozo henchido de angustia. En aquellas crisis de acerba
insensatez, cuantas figuraciones son posibles bajo una frente ahita de
imágenes y de membranzas surgían volanderas en tropeles, fingiéndole á
la visionaria una existencia de pesadilla y desatino, entre luces y
sombras, entre delicias y torturas. ¡Qué de cosas leídas ó adivinadas;
qué de sucesos peregrinos, fantasmagorías y novelas urdidas al azar en
noches de fiebre! Ya son las impresiones de viajes, revueltas y
agigantadas, encendidas en el lienzo de la imaginación por el pincel de
fuego de la calentura; ya las letras de molde y las estampas de los
libros, fingiendo absurdos garabatos, rojas quimeras, insectos
fabulosos... Rotas las leyes de la gravedad y de la vida, la triste
soñadora vuela de astro en astro, como un ánima en pena; se sumerge en
el mar y hace su lecho entre las algas; corre por la tierra lo mismo que
un antílope; siente palpitar en el corazón toda la muchedumbre de los
seres y de las cosas...

Condenada como el judío errante á vagar por el mundo sin reposo y sin
término, anda y anda y anda... muerta de cansancio y de sed. Abolidas
las distancias para siempre, tan pronto pisa las arenas del desierto
como hunde la planta en los remotos glaciares. Desde una isla de
palmeras y bambúes, que se refleja en el mar como un paisaje de abanico,
sube de repente al cono del Orizaba, de la mano de los volcaneros
indios, y desgarra sus pies en las aristas de la roca. Luego registra
con afán los despojos de un cementerio tolteca donde halla la estatua de
una divinidad benigna: el dios de las cosechas y de las lluvias, Tlaloc
el compasivo.

Entonces empieza á llover con mansedumbre y las montañas enverdecen bajo
el dosel de púrpura del sol levante. Van creciendo las aguas del plácido
diluvio hasta formar con su recial corriente un río inmenso, tal vez el
Napo, quizá el Marañón.

La estatuilla del dios indio se anima por ensalmo, y Tlaloc el bueno,
tripulando una piragua, conduce á la viajera en repentino desliz sobre
las ondas, sin que la muchacha logre descubrir en las orillas rastro
alguno de las bellas amazonas legendarias... Aquel río veloz obra el
prodigio de subir faldeando ásperas y rígidas cordilleras, de cumbres
rojas con fuego de volcanes, y desde la cima hirviente, desciende la
piragua de Tlaloc en vorágine espantosa hasta el fondo profundo de las
hoces. Regina hubiera querido morir pronto en aquella tragedia de los
elementos, porque le dolía cruelmente la cabeza, herida sin piedad por
los colmillos de un monstruo, y le causaba un asco intolerable el
amargor de las aguas en la boca. Pero una mano varonil la levanta en
vilo, salvada por azar del naufragio, y la joven, con una venda en la
frente, trémula de frío y de terror, se encuentra delante de un hombre
osado y apuesto que le dice con una cortesana reverencia:

--Jacinto Ibarrola, para servir á usted.

¡Es Ibarrola! El famoso explorador vasco, de quien Regina se supone un
poco enamorada. Iba ella á corresponder con efusión á su saludo, cuando
un súbito rubor la detiene, presa de terrible azoramiento: está desnuda,
y el explorador vasco la mira con una complacencia sonriente y
triunfal...

Huyendo la codicia de aquellos ojos, llega Regina en absurda carrera
hasta una hermosísima selva colombiana: las cañas de bambú mecen sus
airosas cabelleras verdes entre una corte ufana de bejucos; inmensos
árboles indígenas hunden en la virginidad del suelo las colosales
raíces, asomando á flor de tierra sus tramos retorcidos; los troncos de
los cedrelos, tapizados con hojas nervadas de rubí, se yerguen entre los
luengos y odoríferos estambres de las ingas; cañas bravas, altas cañas
dísticas, aparecen enguirnaldadas por lianas, sutiles como cabellos, ó
gruesas como mástiles, que entre el follaje se encabestran de mil modos,
y que en la altura ostentan con orgullo sus campanillas purpúreas y
azuladas; columnas arborescentes, artísticas y firmes como las de una
catedral gigantesca, elevan un oquedal esquivo á los rayos del sol; vela
la atmósfera misteriosa penumbra, y la silente paz de las llecas duerme
sobre los cálices rojos y erizados, sobre las corolas retorcidas y
doradas, de infinidad de plantas tropicales en plena ostentación de sus
glorias.

De estas bóvedas divinas, cae sin cesar sobre la errante moza una lluvia
de flores; y cada uno de aquellos pétalos odorantes y blandos, al
acariciar su carne desnuda, la avergüenzan y la estremecen, como si
fueran ojos ó besos atrevidos.

Huye y llora Regina sintiendo sobre su espalda la maldición que hace al
pueblo judío vagar sin patria y sin sosiego por las patrias ajenas,
entre los ajenos reposos. Aspada y rendida se deja caer al suelo la
viajera. Unas gotas de líquido frescor le resbalan por la frente y le
salpican el rostro. No sabe si son la sangre de su herida ó las lágrimas
de sus pesares... Tal vez la bienhechora lluvia que el dios tolteca
manda á los sembrados, ó el agua sedativa con que Eugenia humedece las
sienes calenturientas de una joven que yace en desmayo conmovedor...

Encalmada un instante la paciente, se incorpora de pronto al escuchar
cien distintos rumores que en la selva dormían al resistero de la hora
meridiana. Erguida en su lecho, despierta y demente, trata de alcanzar
los racimos de frutas comestibles que cuelgan de una palmera de los
Llanos, y al levantar los ojos, distingue una legión de mariposas
negras, encarnadas y azules, aleteando entre anacardos, musgos y
líquenes, orquídeas y helechos trepadores. Todas estas parasitarias
hacen nidos y palios á los loros y á las cotorras que se cortejan y
charlan con agudas voces. En una red de encajes formados por vainillas
de carnosas guirnaldas, un martín pescador está en acecho, y sobre el
regio dosel del oquedal, pasan volando en raudas parejas los guacamayos
de colores rútilos. A la par de una admirable pasionaria roja, coquetea
un matrimonio de tangaras, y una espesa nube de libélulas cobalto, pinta
un trozo de cielo tropical bajo la fronda... Toda la selvática
hermosura del paraje se ha despertado de la siesta, en brava sacudida.

La enferma, á pesar de sus penalidades, sonríe con embeleso al sublime
espectáculo de aquel paraíso natural, remecido por soberana brisa de
amores bárbaros. Y, á tal tiempo, entre espigas de flores y parásitas
cabelleras ondulantes, asoma enroscada y dañina una serpiente coral, de
venenosa mordedura. Regina que la distingue, abre los ojos desmesurados,
fijos con pavor en un ángulo de su gabinete. Quiere huir, y le corta el
paso un río soberbio. ¿Acaso el Magdalena? No lo sabe. Todos los grandes
ríos que han remontado con varoniles audacias, los confunde ahora; todos
en su recuerdo son azarosos mares sin orillas... Buscando la salvación
con impaciencia furiosa, halla la fugitiva un milagroso puente
bamboleante, formado por dos troncos, cubiertos de fajinas y tierra.
Perseguida muy cerca por la serpiente, trata de ganar de un salto la
frágil esperanza, y una muchedumbre de siemprevivas pálidas forma un
lazo traidor en torno suyo, mientras la sombra huraña de un ciprés la
oculta el puentecillo y la detiene... A sus propios gritos desemejados y
punzantes, recobra Regina la razón en medio del aposento, con la camisa
arpada y la melena en vellones, jadeante y convulsa entre los brazos de
Eugenia, que en el colmo de su aflicción no sabe contener aquel acceso
de la extraña enfermedad.

Lúcida y humilde se esconde la muchacha bajo las ropas de su lecho, con
triste cobardía, dudando y creyendo, entre el espanto del delirio y la
luz de la cordura; trépidos los pulsos, palpitantes los nervios,
desmayado el espíritu en confusiones temerosas.

Cuando supone Eugenia que ha remitido aquel grave recargo, aún la pobre
Regina es un alma que tiembla acosada por un monstruo, delante de un
abismo, agitando las alas con infinito anhelo hacia una sutilísima
ilusión en forma de puente bamboleante...

La solícita enfermera se esperanza advirtiendo la actitud apacible de la
joven, mientras ella, en su cuerpo cansado de correr por desiertos y
montañas, siente las ligaduras de las lívidas flores que la persiguen
como un augurio mortal. Pero tiende hacia su amiga una mirada
complaciente y dulce, y Eugenia sonríe tranquila, sin notar que hay en
aquellos ojos un bosque de secretos donde perdura y se agita la trágica
sombra de un medroso ciprés... ¡Ya para siempre aquella sombra tiembla
con recónditas ondulaciones de misterio en la mirada obscura de Regina!

Así, entre sueños y pócimas, entre los cuidados maternales de Eugenia y
las caricias mudas y devotas de Daniel, padeció Regina, y con denuedo
luchó cara á la muerte. En las breves remitencias de su mal, se daba
cuenta de su estado y hacía inauditos esfuerzos por dominarle, acudiendo
á todas las energías de su ánimo viril en apoyo de la naturaleza
lastimada.

Lentamente iban siendo más largos los sosiegos y más breves las
agitaciones de la enferma. Sus delirios tomaban una forma clemente, en
sucesión de escenas mágicas y disparates confusos, sin graves notas de
terror ni fatídicas advertencias de exterminio. Ya en las vírgenes
espesuras donde ambulaba el espíritu errátil de Regina, no asomaban las
serpientes su aguijón venenoso, ni á los diosecillos indígenas les
acaecían lamentables naufragios al conducir en sus piraguas veloces á
las vagantes doncellas.

Ya la doliente imaginadora no gira, perseguida y desnuda, por los
paraísos americanos, ni lleva en la frente vendajes opresores. Ahora su
cabeza es un casco ligerísimo y hueco, que apenas sirve más que para
sostener los pelitos dorados que le cubren. Bajo aquella peluca liviana
y graciosa, ruedan en el vacío, con ecos musicales y tenues, las
palabras de la enferma, y suceden aventuras de raro prodigio y
placentera traza... Ahora, entunicada á la griega, en traje vaporoso de
ninfa, la niña rubia hace unas plácidas excursiones de ensueño por los
más varios y admirables caminos del planeta... Cruza bosques perfumados
por los aromas de la gran datura blanca, cubiertos de espigas rosas y
azules y enmarañados de enredaderas floridas, y por senderitos abiertos
en las taquitas de las montañas, sube á los Andes ecuatorianos desde el
hondo valle del Chota, ardiente y feraz, el más profundo de la tierra,
hasta el altísimo volcán del Corazón, cubierto de nieve perdurable.
Aunque los parajes que atraviesa deben llenar su alma de espanto y
admiración, ella camina con frívolo placer, sin extrañeza ni afán.

Va pisando suavemente las alfombras de miosótides blancos y las radiadas
de flores de color de azufre, que en las vertientes de la cordillera se
agrupan y sonríen con humildad á las plantas de la peregrina, mientras
el alto paisaje parece tiritar de frío. La muchacha, indemne á todas las
inclemencias de la temperatura, avanza con lentitud caprichosa,
envolviéndose en cendales de tul; pero ya en la cima del páramo, siente
un instante de incertidumbre, no sabiendo qué rumbo tomará por el
sudario de armiño, sin rutas ni límites. Entonces un cóndor altanero y
magnífico desciende hasta sus pies, en rendición de súbdito, y le ofrece
el vasallaje de sus alas, reinas del espacio, deponiendo con estupenda
gracia sus agresivas tendencias.

Sin dudar ni temer, se sume Regina con regalo en las regias plumas del
ave, y se lanza á la inmensidad de los cielos, arrebatada y dominadora,
en un espasmo indescriptible de voluptuosos deleites.

En aquel vuelo felicísimo, la sutil cabecita de la joven va afinando su
ligereza á medida que sube y que flota, triunfante y mayestática. Y se
va convirtiendo en una hoja de papel, en un pétalo de flor, en una
burbuja... hasta quedar confundida con el éter; perdida en el azul;
borrada entre las nubes...

Poco después, Regina, sin cabeza humana, con una especie de globo
atmosférico encima de los hombros, sin dolores ni placeres, igual que
una sombra ó que una estatua, se pasea vagarosa entre las mil quinientas
hijas del sol que en el Imperio lejano de los Incas habitaron el
_Recinto de oro_... Los jardines que rodean al famoso templo están
formados de frutas, plantas y flores artificiales, de plata y oro, y el
insigne inca Garcilaso de la Vega compone sus _Comentarios reales_ en
ronda solemne al través de las joyas del huerto y del vestalato juvenil.

Sin sorpresa ni admiraciones, la rodante muchacha abandona el jardín
peruano que tal vez espera á muchos rimadores dueños de «la flor
natural», y se detiene en la linde de unas ruinas donde un pastorcillo
griego labra en su cayado una artística figura.

Del cercano bosque de laureles rosa llega hasta el camino un penetrante
perfume que embriaga, y Regina comienza á observar que todo su ser,
impasible y etéreo, se enciende en vida cálida y nerviosa, dócil á las
impresiones de los sentidos. Mientras el aroma del bosque la deleita,
tórnase la niebla de sus dedos en carne obediente, y encima de la estofa
de su túnica halla la joven con asombro las sartas de diamantes
transvalinos que le mostró un joyero en un bazar de Marrakkes... Son las
mismas, rutilantes y pródigas, opulento milagro del _desierto aullador_,
patria de héroes...

Conmovida la viajera por el hallazgo portentoso, con un vivaz
sacudimiento de emoción se despierta en la cama y nota en la frente
serenidad benigna y en las ideas calma saludable. Al recordar lo que ha
soñado, con regocijo infantil evoca el sugestivo nombre de una comedia
que antaño aplaudió en Torremar: _Sueños de oro_... El sol, como una
bella realidad de aquella fábula, entra en el cuarto y se posa á los
pies de Regina en dorada columna, viva y ardiente, y un ramo de flores
que el astro besa, embalsama el aire con perfumes de laureles y rosas...

Daniel contempla á su hermanita con silencioso afán, y Eugenia, que ha
envejecido un poco, la besa las manos tiernamente.



VI

ENSENADA.--TRISTES ANATOMÍAS.--JACINTO IBARROLA.--PLACERES DEL GRAN
MUNDO.--LOS AMORÍOS DE REGINA.--LA CAÑA Y EL HENO.


ENSENADA es un puerto chiquito y risueño, sobre El Plata, donde Regina
convalece entre lágrimas y desmayos.

Su juventud y su voluntad le ayudan á vencer la dolencia. No se resigna
á morir; siente una repugnancia insuperable hacia el tenebroso agujero
del sepulcro; tiene un miedo cerval á la Intrusa y se azora, con temor
de precita, ante la idea de borrarse en el mundo sin dejar de su paso un
recuerdo, siquiera fugitivo; una estela como la nave en las aguas; un
aroma como la flor en el ambiente...

A pesar de su escepticismo práctico, le acosa el vivo deseo de
permanecer asida á las cosas firmes y perdurables. Abrazada la tierra,
por un temor extraño de mirar al cielo, pretende hallar en todo lo que
ven sus ojos raíces y promesas de vida y eternidad. Con delirante avidez
quisiera á veces convertirse en campo, rosal ó piedra, para brotar, para
florecer, para resistir... Quisiera ser un libro, un monte, un
torrente, para tener siempre voz, siempre entrañas, siempre fuerza y
poderío... En cuanto recobra algunos vigores se lanza de la cama con un
impulso de terror y de altivez, recelosa y arrogante. Con las manos
pálidas y temblonas se acaricia la frente, asegurándose de que todo está
en su sitio allá dentro. Pero suspira adivinando que siempre habrá un
eco de tormenta debajo de sus cabellos rubios; que siempre encima de sus
ojos, cansados de aprender, habrá marejadas bravías de memorias y
confuso ventar de pensamientos. Y que en aquella oculta borrasca de su
existencia flotará siempre, zozobrante y sin norte, el ansia de la vida
y el dolor de la muerte; dudas del cielo y odios á la sepultura de la
tierra...

Aprendió Regina á rezar y á creer vagamente en el regazo de su madre,
cuitada y niña. De aquella débil alborada de sus fervores infantiles, al
través de los años y de la ciencia, le queda una sombra de crepúsculo. Y
como la sombra es cosa espantadiza y pávida, la joven, al sentirla caer
sobre su espíritu, reza algunas veces, con la tembladora ansiedad del
«por si acaso», unas frías oraciones desamoradas que la atrición
construye á flor de tierra.

Estériles los pasos de Regina por el mundo, no han levantado ni un leve
soplo de inmortalidad que le haya penetrado el corazón. Todo lo vió y lo
tocó su inteligencia. Ninguna maravilla le llegó á la medula del
sentimiento.

Cuanto aprendiera en libros sabedores, lo comprobaron sus ojos;
convirtiéronse en realidades las fantasías, pero su alma no sació
ninguno de sus ocultos anhelos, y ninguna esperanza infinita encendió
en el camino de la viajera la devota lámpara de promesas eternales.
Creyéndose poseedora de raros secretos de la materia, quiso aplicar
aquella sabiduría á los espíritus, empezando por hacer un despiadado
análisis del suyo. Hundía con crueldad el escalpelo en la entraña viva
de sus emociones, y autopsiando sentires y analizando instintos, venía á
deducir que todo en ella era caduco y vano, todo miseria, automatismo y
fatalidad.

Lo que tomó por dolor puro y amoroso en la muerte de su padre, era ahora
lamentación miedosa y egoísta, sensación de abandono y de sorpresa. No
le amaba, puesto que sin él podía vivir y gozar, puesto que no quería
seguirle más allá de la tumba. No le amaba, puesto que al recobrar la
salud, sus primeras ideas de sensatez fueron para pensar que el muerto
había dejado su fortuna líquida y abundante, legada á sus hijos con
todas las formalidades de la ley. También había pensado con descanso y
fruición que era mayor de edad, tutora de Daniel, y apta para manejar
los intereses de ambos. Había sentido crecer la importancia de su
persona, con todas estas dignidades y méritos, y se había engreído con
ufania pueril al borde mismo de la fosa de aquel poeta y amigo, que puso
en la hija ingrata todas sus ilusiones...

Era, pues, evidente que la naturaleza humana se resistía á los duraderos
cariños abnegados, de esos que tal vez no florecen más que en los
discursos poéticos en los credos optimistas; ficciones inventadas por
locos ó soñadas por ilusos, inverosímiles comedias de la vanidad
mundana... Acaso Jaime la quiso á ella por antojo ó diversión, sin esa
entrañable ternura del espíritu, llena de caridad y de heroísmo, que de
los padres cuentan... ¿No la olvidó, como á Daniel, cuando eran
pequeños? ¿No abandonó su infancia largos años en el viejo rincón de
Torremar?

¡Oh! El sagrado calor de los hogares; los benditos lazos de la
familia:--murmuraba Regina acerbamente ¡leyenda de corazones orgullosos,
quimérica invención de almas que quieren emanciparse de la tierra, donde
todo amor es costumbre, interés ó deleite!... Daniel y yo--seguía
escudriñando la joven--queremos á Eugenia, porque nos convienen sus
servicios honrados, y ella nos sigue y nos atiende por hábito y rutina,
tal vez porque no sabe romper una cadena que el destino forjó.

¿Y aquel cariño delicado y profundo; aquella dulcísima terneza que su
hermano la inspira? Regina está confusa unos instantes mientras clava en
este fraternal amor su bisturí anatómico. Mas luego, levanta sobre
aquella duda fugaz una de sus escépticas negaciones, y encogiéndose de
hombros, con desdén de sí misma, declara:--Esto es lástima, es pena de
ese niño infeliz que dan por muerto los sabios; que tiembla y gime á
cada hora; es un alarde que hace mi robustez á su flaqueza. Y á esta
virtud estética que embellece la vida, á este placer físico que produce
el remediar el mal ajeno... porque es ajeno precisamente, le llaman los
sentimentales sacrificio, caridad...

En tal fase del secreto estudio patológico, la doctora piensa con mucha
curiosidad en el amor de los sexos, en el grande y eterno amor, clave de
la vida. Y sonríe meciendo la cabeza con incrédulo signo, porque está
segura que en los «choques pasionales», entre hombre y mujer, no hay más
que instinto, conveniencias y goces.

--Es menester--musita, sagaz y perversa--enterarse de todas estas cosas.
Me casaré; pero quiero un novio de mis gustos, un hombre excepcional y
valioso... Suspira, y añade:--Jacinto Ibarrola tal vez...

No le conoce. Ha visto en los periódicos su retrato y en ellos ha leído
sus aventuras sensacionales, aureoladas con altísimas ponderaciones.

Es Ibarrola un caballero vascongado, valiente y buen mozo, con una
brillante historia de heroísmo. De ilustre familia española, ha luchado
por su patria voluntariamente, con arrojo que decoró su pecho de heridas
y galardones. Aventurero de noble estirpe, se arriesga ahora en una
exploración peligrosísima por el interior del Gran Chaco, proponiéndose
remontar el Pilcomayo hasta sus fuentes originarias; intento en que ya
dejaron la vida ó los propósitos varias huestes de expedicionarios.

Cuatro fecundas castas de habitantes independientes y enemigos entre sí,
celan con salvaje vigilancia aquel bravo territorio, y á sus primeras
tentativas de avance entre las feroces tribus, Ibarrola se queda solo en
la incógnita ruta. Retroceden sus camaradas, enfermos ó arrepentidos, y
él prosigue impávido su temeraria empresa.

Los periódicos del Uruguay y la Argentina consagran diariamente á
Jacinto Ibarrola arrogantes columnas de laureles, y describen
imaginarios derroteros por donde le suponen señor del Pilcomayo, en
regreso feliz. Y Regina, que ha seguido los pasos del héroe con
enamoradas admiraciones, al recobrar los bríos juveniles, después de la
tempestad de sus pesares y dolencias, vuelve hacia el peregrino del
Chaco las miradas curiosas, y anhelante le busca su imaginación cual si
entre ambos existiese el tácito acuerdo de una cita en tal valle, en tal
cumbre, en el suave declive de esta montaña, en el pliegue feroz de
aquella selva, ó en las embosquecidas márgenes de esotro río... Perdida
en una niebla de ilusiones llegó la joven á pensar: Sí; donde nos vimos
la otra vez...--Y recordaba confusamente una entrevista suya con
Ibarrola en el fondo sombrío de una hoz...

Corrieron á poco rumores alarmantes sobre la suerte del viajero. Los
quinientos hombres que en socorro suyo envió el Gobierno argentino al
mando de un coronel, retroceden á las veinte leguas de indagaciones por
el Chaco Austral, sin haber hallado la pista que buscaban. Y según
confidencias de los indios pilagas, sus adversarios en las frecuentes
luchas intestinas de la comarca, los sanguinarios tobas habían dado
cruel muerte al solitario español prisionero en sus tolderías. La
trágica sospecha se extendió con rapidez emocionante por aquellas
repúblicas, interesadas de cerca en la intrépida excursión de Ibarrola,
y agitóse Regina con profundos temores de novia en duelo, igual que si
su denodado compatricio hubiese hecho votos de llevarla al altar cuando
rindiera vencedor aquel famoso viaje...

       *       *       *       *       *

Nota Regina que su dignidad de jefe de la familia la oprime ligeramente
el corazón, y aunque antes lo fuese de hecho tanto como ahora, recuerda
á cada instante con desaliento las confidencias amistosas y plácidas,
que preparando el porvenir tejía con el galante cumplidor de sus
antojos, el infatigable compañero de sus jornadas inquietas. Mira en
torno, y las figuras insignificantes de Eugenia y Daniel la sonríen con
pálida indecisión, con melancólica simplicidad de criaturas tímidas y
obedientes, almas que sólo ofrecen aquiescencia pasiva y humilde.

Si no fuera por el recuerdo de Ibarrola que la encadena allí, por la
inquietud con que aguarda su aparición, Regina escaparía con presteza en
busca de caminos nuevos y de nuevos cansancios. Pero crece con tal
ímpetu aquel interés por el esforzado caballero, que la joven se detiene
uno y otro día, lanzando desde el escondite de la breve playa sus
agitados deseos en pesquisas veloces detrás del peregrino. Pasmados
están Eugenia y Daniel de contar tantas horas en un mismo paraje,
mientras la bella convaleciente escucha con muda ansiedad los rumores
que levanta por dondequiera el misterioso paradero del explorador, de
quien ella se juzga enamorada. ¿Enamorada?

Sí; Regina empieza á creer, ó al menos á dudar en el amor; y ya no se
atreve á analizarle con frías razones. Se ha vuelto de improviso
respetuosa con aquel raro sentimiento que en forma de amor la acompaña y
la abriga y la sostiene en medio del páramo de su mocedad, atenta al eco
de unos pasos desconocidos, pronta á partir no sabe adónde, cuando la
realidad de aquel ensueño llegue. Su actitud es la de una desolada
viajera que en estación de tránsito aguardase un tren de recreo detenido
por lastimoso azar...

Harto sabe la joven de galanteos y de coqueterías, que no en vano es
moza y agraciada. Su belleza, rubia y original, ha despertado admiración
y deseos en muchos pechos varoniles, y entre sus curiosidades de
coleccionista guarda epístolas amatorias escritas en todos los idiomas
universales. Los nerviosos pies, conocedores de las más altas cumbres y
de los valles más hondos, portentos de la Naturaleza, saben, también,
deslizarse por los salones mundanos con un señoril donaire, de mucha
gracia y atractivo.

Jaime de Alcántara, bien relacionado desde París con las legaciones
españolas en los países que ha visitado, pudo presentar á su hija en la
más encumbrada sociedad mundial. Galán y artista, hombre de estrados,
diestro en cortesanías, hizo el papá valer en todas partes la beldad
extraña de aquella niña que le servía de adorno como una flor exótica de
feliz cultivo, linda mujer que cruzaba los salones elegantes con firme
paso de alpinista y gracioso desembarazo de cortesana. Iba ella posando
en torno suyo el grave misterio de unos ojos que parecían pensar siempre
en otra cosa, mientras yacía olvidada una sonrisa noble en la púrpura
regia de sus labios. Su ingenio natural y su nativa distinción la daban
un aplomo que suplía á su inexperiencia en aquellos lances, y detrás de
su gentil persona rondaban siempre en traza de pleitesía rumores de
curiosidad y admiración.

Así gozó Regina sonados triunfos mundanos en salas ilustres y en
espléndidas fiestas. Y no desmintió su carácter femenino mostrándose
insensible á los halagos del éxito y la lisonja, sino que reveló unas
grandes aptitudes para la coquetería de buen tono, y supo acreditarse
ducha en el flirteo más exquisito sin previa novatada.

Pero ningún doncel de los que la pidieron un vals ó un rigodón, en su
galante odisea de excursionista universal, mereció de la niña española
devociones extraordinarias. Cuando los homenajes de que era objeto
tomaban proporciones de pasión, ella deponía sus travesuras femeninas
con grave continente, y si la severa actitud no desanimaba á sus
amadores, se encogía de hombros con indiferencia, para seguir agitando
por la vida su vuelo de mariposa errante y libre.

En Tánger se prendó Regina de un moro rico y gallardo, hospedado en el
mismo hotel que la familia de Alcántara. El hijo de Mahoma parecía haber
inflamado con sus candentes ojos el corazón indómito de la viajera, y
cuando acaso ella vislumbra una romántica aventura de apostasía y
matrimonio, cae sobre la cándida chilaba del africano la funesta sombra
de una tremenda acusación política, y desaparece el buen mozo prisionero
y celado sabe Alah en qué mazmorras inclementes... El espacio de una
quincena había durado aquel idilio singular; pero no fué menester tan
largo tiempo para que la imagen del moro pasase á un rincón de la
memoria de la niña, como pasa una prenda de ropa en desuso á la percha
olvidada de un armario.

Y entre los recuerdos amorosos de Regina, quedó colgado un jaique, junto
al gabán de pieles de un polaco guapísimo á quien ella creyó amar, en
Varsovia, lo menos ocho días... Allí en la extensa galería de tales
membranzas, se esquiciaban en turbio desfile rostros sonrosados y
jocundos de ingleses y alemanes, pálidos fantasmas italianos, perfiles
franceses, siluetas suizas, ropajes turcos... todo un relicario con
vestigios varoniles de la vieja Europa.

Las Américas dieron á esta colección de apuntes íntimos un gran
contingente de nombres y figuras; un cubano impetuoso se suicidó
desesperado por los desdenes de Regina; un yanqui la siguió desde
California, por toda la América Central, inútilmente decidido á
congraciarla; dos bolivianos rivales se desafiaron en disputa celosa: el
duelo era formal, y uno de los combatientes quedó con la cara partida
por el sable enemigo. Como la señorita había coqueteado un poco aquella
vez, sintió el cordial impulso de corresponder á la víctima, á manera de
indemnización. Mas halló tan feo al incauto con las vendas y el
descaecimiento del percance, que, sin esperar á que cicatrizara la
herida de aquel rostro compungido, tramontó, ligera y conquistadora, sin
remordimiento alguno...

Pero todas aquellas recordaciones de sus triunfos juveniles, las ponía
la viajera, como un tributo, debajo de la imagen de Ibarrola, imagen
brava y esquiva, reina de sus pensamientos.

--Esto es amor... Debe de ser amor--murmura la muchacha, deliciosamente
sorprendida--; esto lo tengo aquí, clavado y doliente, hace ya mucho
tiempo.

Y como Regina siente en la cabeza todas sus emociones, al decir _aquí_,
apoya las dos manos sobre sus crenchas doradas. «Mucho tiempo» son tres
meses para aquella novicia de amor, para aquella ilustre confinada que,
desde su rincón porteño, avizora los horizontes donde ha de amanecer su
felicidad en forma de aventurero caminante.

Y un día cercano estalla, al chispazo inquisitivo de los ojos negros,
confirmada y rotunda dentro de un periódico, la tremenda noticia:
¡Ibarrola ha muerto! Los bárbaros tobas han destrozado á su heroico
prisionero en suplicio salvaje.

Una misión que los españoles enviaron en socorro del compatriota, halla
los restos mutilados del mártir, los identifica y los salva del abandono
con veneración piadosa.

Toda la culta América se estremece de espanto al conocer este nuevo
drama en que el altruismo y el valor de un extranjero caen en traición
brutal bajo las mazas primitivas de los indios rebeldes á la redentora
influencia de los conquistadores...

El general boliviano que fracasara en esta misma expedición capitaneando
una lucida hueste; los alemanes Storn y Fielberg, que gastaron tan
inútiles esfuerzos en idéntica empresa, se obscurecieron en el olvido
cuando el francés Crevaux fué asesinado al tratar de internarse en el
territorio independiente. A la sazón, sobre todos los intentos de
exploraciones en el Pilcomayo, quedará el prestigio de la nueva
tragedia, porque la sangre hispana de Ibarrola, sembrando abnegación y
valentía en el vergel indiano, sobre el campo verde, bajo el cielo azul,
es hazaña de sagrado linaje escrita en rojo surco de flores españolas
que trascienden á bravura de raza, á fortaleza de un pueblo inmortal.

El cruento sacrificio se lamenta en todo el Continente con oraciones
cordiales y admirativas, que proclaman á Jacinto Ibarrola mártir insigne
del Gran Chaco, espejo y orgullo de andantes caballeros. Y un
legendario aroma de bizarría castellana unge los despojos del
explorador, á la vez que los cubre la gloriosa bandera, madre de veinte
naciones...

Cuando los restos del noble sacrificado llegan á la costa del Plata
entre cirios y reverencias, buscando amorosa repatriación, ya Regina de
Alcántara atraviesa los Andes en desalada fuga, arrastrando á Eugenia y
á Daniel, que, en pánico desconsuelo, la suponen definitivamente loca.
Ella no se cuida de tranquilizarles. Les mira sin verlos; oye sus
palabras y no las escucha. Huye del amor y de la muerte; huye
velocísima; y estoica padece la puna de las altas mesetas, mientras gime
una sentencia que no sabe dónde la aprendió: «No confíes ni te apoyes en
la débil caña; porque toda carne es heno, y toda su gloria caerá como la
flor del prado...»



VII

NUESTRAS VIDAS SON LOS RÍOS.--LA CRUZ DE LOS ANDES.--EL LOCO DE
AMOR.--REGRESO Á LA PATRIA.--LA COSTA DE LA MUERTE.


AQUELLAS graves palabras de meditación no serenaron el alma tormentosa
de Regina, antes bien la oprimieron con nuevas pesadumbres y tristezas.

--La carne es heno--repetía y nunca duerme la Segadora...

Como todos sus sentimientos volteaban fugaces en torno á las cosas
aprendidas en los libros y almacenadas, sin orden ni luz, en el desván
de la memoria, recordó luego Regina otras frases henchidas de
incertidumbre y de lágrimas: «todo se desliza; todo resbala; nada se
detiene»...

Su mismo fuyente caminar al través de tierras y mares; la fiebre de
emociones renovada en caminos y en lecturas; el desencanto precoz de la
existencia, exagerado por los estímulos de «la loca de la casa» aquel ir
y venir sin término, por ásperas rutas, bajo cielos extraños, eran
otras tantas voces, sordas y tristes, que respondían como un eco de
ultratumba:

--Sí, es cierto; «nada se detiene; todo se desliza; todo se evapora»...

  «Nuestras vidas son los ríos
  que van á dar en el mar,
  que es el morir...»

Al atravesar las cumbres soberanas de los Andes hallaron los viajeros
una enorme cruz, erguida como símbolo de paz en la brava frontera de dos
repúblicas hermanas. Alzó Regina las tinieblas de sus ojos hacia los
brazos redentores, bañados en la luz alegre de una tarde de sol, y al
punto aterró sus miradas con el desaliento de quien, rendido por sed
abrumadora, viese el codiciado manantial muy lejos, donde nunca llegar
pudiera.

La majestad de aquella cruz que parecía cobijar el mundo y ofrecerle un
inmenso abrazo de misericordia, la dejó confusa y aniquilada.

Sentíase Regina en una de esas situaciones de ánimo en que todas los
grandes ideas aplastan nuestro pequeño entendimiento. Atravesaba una de
esas horas cobardes y estrechas de la vida, en que la consideración de
toda magnificencia nos causa un insoportable esfuerzo del espíritu; hora
mezquina y deprimente en que sobre las luces divinas de las almas caen
turbias y cegadoras las cenizas de la materia terrenal.

Con la cabeza humillada y el cerebro oprimido; con los pies esclavos del
monte; en una actitud de absoluto enervamiento, recordó vagamente una
anhelante querella que se compadecía:--_¿quién me diera alas como á la
paloma, para echar á volar y hallar reposo?..._

Mas sin alas, sin nido y enferma con el mal incurable de la vida, sólo
tuvo energías para huir de la cruz colosal que la causaba el asombro
martirizador de una quimera insondable, de una esperanza imposible.
Torturada por ideas de acabamiento y fugacidad, padeció de repente, con
desatinada violencia, el vértigo de la altura, y todo su ser, apasionado
y voluble, sintió la atracción indefinible y repentina de los cauces
hondos y de los surcos opresores. ¿Cómo había subido, ciega y rauda, la
carga de su hastío y su dolor hasta la cumbre del mundo? Ya no se
acordaba de que era aquel alto sendero de su fuga el paso para el país
adonde maquinalmente se había señalado ella misma el camino. Volvióse á
mirar en derredor. Eugenia y Daniel, mustios de cansancio y desaliento,
la contemplaban casi con tanta indiferencia como los guías y los
mulos...

Mísera como nunca se encontró la joven en la breve caravana de viajeros,
en aquel grupo indeciso y callado, sin relieve y sin vigor debajo de la
cruz gigantesca y del celaje infinito. Era una impotente, una casi
invisible representación de la humanidad peregrina, que se arrastraba
torpe y lamentable, con movimiento tardío y esforzado, sobre las
espaldas soberbias de aquellos montes augustos... ¡Magníficos el paraje
y el horizonte, qué pequeños, qué tristes los caminantes!

A esta consideración que se hizo Regina de una sola ojeada, recrudecióse
acerbamente la impulsiva tendencia que la estaba arrebatando hacia los
hondones y los abismos, y el punzador deseo de borrar de aquella
excelsa cumbre la miserable huella de sus pasos.

La mujer bella y moza, de continuo atormentada por el terror de la
muerte, dejóse poseer de una súbita tentación de exterminio y se lanzó
por la vertiente de la cordillera en rápido descenso sembrado de
escollos, con mortales exaltaciones, cuya arrogancia era una forma
enfermiza de orgullo y de espanto. Como si hubiese subido á la cumbre
andina con la sola idea de espeñarse desde la ufana altura, así trató de
acometer la bajada, en un bárbaro intento de rodar y desaparecer, de
hundirse, de acabarse. Se negaban los guías indios á correr á la par de
ella, teniéndola por demente ó por suicida, y la muchacha, huraña y
tenaz, tomaba la delantera por la arisca ruta, sin volver la cabeza
hacia sus compañeros. El instinto y la mansa condición de la bestia que
la conducía la fueron salvando de una en otra jornada fatigosa hacia los
profundos valles de Chile, mientras la conturbada razón de la viajera
murmuraba implacable: _Querer sin motivo, padecer siempre, luchar
siempre y luego... morir..._

Por primera vez en su vida Daniel de Alcántara tiene una decisión y un
arranque...

--Aquí me quedo--dice.

Y había tan inusitada seguridad en su acento, que las dos mujeres le
miraron perplejas.

--¿Por qué?--pregunta Regina poco acostumbrada á la contradicción.

--Porque no puedo más y no quiero morirme en un camino.

¿Morir? Esta palabra buscada y huída constantemente por la viajera
rubia, tiene el privilegio de contenerla en tímida zozobra. Contempla á
su hermano con un interés que hace muchos días no tienen sus ojos para
aquella lánguida existencia, cuyo límite aparece siempre cercano por
irónica mueca de la juventud. Y ve Regina, con remordimientos y pesares,
que Daniel tiene hundidas las ojeras, demacradas las facciones y estuosa
la piel como en los días más desventurados de su lastimada existencia.

¿Otra muerte? ¿Otra tumba?--piensa con espanto la miedosa que ayer mismo
se dejaba arrastrar por la sugestión de la tierra desde la espléndida
altura vecina de los cielos...

Se detiene Regina en aquel extravagante nomadismo. Se detiene con la
solicitud y terneza que había olvidado prodigar á Daniel durante los
últimos meses de infortunio. Están en Santiago de Chile, y allí se
quedan en largas semanas de inquietud para las dos mujeres y de
creciente debilidad para el triste mozo que se apabila en rápida
consumación.

En vano Regina lucha denodada otra vez contra el destino, y de nuevo,
enérgica y dominante, reta á la muerte á la cabecera del enfermo,
escudándole con sus brazos codiciosos. La muerte avanza con glacial
sonrisa delante de aquellos escrutadores ojos negros donde tiembla en
oculto sigilo la sombra funeral de un ciprés.

Las eminencias médicas acuden al llamado angustioso de la joven y
pronuncian su última palabra: el mal que mina aquel pecho juvenil no
tiene remedio humano y ha llegado al período postrero.

Un doctor especialista en la traidora enfermedad extrae de su caletre
una receta muy compasiva para sí mismo y acierta á librarse de un triste
espectáculo de dolor ajeno y de impotencia propia, diciendo á la
muchacha:

--Tal vez una larga travesía por mar, y después los aires nativos...

--¿Si? Usted cree...--indaga febrilmente Regina.

--Yo espero... confío murmura el doctor entre egoísta y piadoso.

Y la señorita de Alcántara hace sus preparativos de viaje en pocos días
y huye con Daniel, que apenas pregunta:

--¿Dónde vamos á parar, en Asia, en Oceanía?

--No, hijo mío; en Torremar, en nuestro pueblo, para que te cures...

El muchacho sonríe, vuelto á la dulce pasividad de su carácter infantil
y sumiso. Y Eugenia se alegra profundamente, alentada por la ilusión de
lograr en la patria remota el apacible bienestar de sus niños amados y
la propia compensación de un definitivo descanso después de aquellos
tiempos azarosos.

Salen de Santiago buscando la costa en demanda de un buque, llevando las
dos enfermeras á Daniel entre sus brazos como una frágil preciosidad.
Regina, mimándole, olvidada de todo lo que no sea aquella ansiada salud,
repite: «¡Hijo mío, hijo mío!», con ternura que nace de sus entrañas de
mujer, de los latidos maternales de su corazón.

La mísera mocedad del hermanito, triste como su infancia doliente, ha
inspirado á Regina ráfagas de pasión y de misericordia, reveladoras de
ocultas raíces sentimentales. En las perturbaciones de su espíritu se
despiertan de pronto los instintos de amor y lástima hacia el pobre
atormentado, que se extingue al lado suyo con inmensa humildad; y toda
su alma femenina se exalta en aquella dulcísima frase, compendio de
caricias y votos: _¡Hijo mío!_ Al pronunciarla siente en sus labios de
doncella las mieles amargas de un sublime cariño que la enciende en
compasiones y desvelos de madre.

La tensión vibrante de aquellos sentimientos da lugar á un episodio raro
y fuerte que nunca olvida la viajera rubia. Ya cerca del gran puerto de
Valparaíso se detiene en un cruce el tren que lleva á los de Alcántara,
y en el convoy ascendente se alborota un jovencito, custodiado en un
coche especial. Le llevan á un manicomio. Padece la locura de amor, que
es la más triste de todas, según cuentan los sabios en locuras. Va el
infeliz pidiendo á gritos:--¡Un beso, un beso! ¡Uno solo, por
piedad!...--Oye Regina el desgarrador plañido; inquiere la razón de
aquellos lamentos, y le dicen:--No hay razón; es un loco que pide un
beso á una mujer. ¿A qué mujer?--pregunta.--A cualquiera, si es joven y
hermosa--le responden--; está enamorado de un ensueño, y padece un
horrible delirio de belleza y amor.--Impulsada entonces la viajera por
una bienhechora actividad exenta de prejuicios y reflexiones, baja de un
salto á la vía, sube al estribo, sobre el cual asoma su desmedrado busto
el jovenzuelo demente, alarga el cuello flexible y le presenta los
labios. El aplica los suyos con ansia de sediento en los frescos corales
de aquella boca, y los besa largamente, vorazmente, silabeando:--¡Ah,
eres tú!...--Luego pronuncia:--Gracias.--Y ahíto de felicidad, sacio y
trémulo, se hunde en los divanes del coche. La generosa donante baja de
aquel estribo y sube al otro, serena y alegre, sin enrojecer ante las
curiosas miradas de todos los viajeros de ambos trenes, asomados á las
ventanillas.

En el paisaje liso y árido de la costa volcánica, este singular suceso
de piedad y dolor halla un escenario frío y silencioso. Tal vez en
España, en el mismo caso, los viajeros espectadores hubieran aplaudido
con apasionada admiración el rasgo noble de la moza enlutada y bella.
Pero en aquel llano camino de América, abierto para el tráfico
cosmopolita y mercantil, sólo quebró el silencio de tan tierno
espectáculo el chasquido ferviente de ambos besos y el sollozo de
gratitud con que el loco ahogó sus imploraciones satisfechas.

Partieron ambos trenes. Eugenia se enjugó los ojos llenos de lágrimas;
estrechó Daniel las manos de su hermana, musitando:--Dios te lo
pague.--Y sin duda se inicia un vago murmullo de comentarios á lo largo
de los vagones caminantes, mientras Regina repite al oído de su pobre
enfermo: _¡hijo mío!_ con un desbordamiento de piedades y dulzuras que
alcanzaban al demente consolado y se extendían á toda la triste
humanidad, huérfana de consuelos.

       *       *       *       *       *

--¡Si pudiera dejar aquí todo lo que me entristece!--piensa Regina antes
de embarcar. Está enojada contra sí misma porque le crecen en el pecho
compasiones profundas hacia todas las pálidas cosas que sonríen con
dolor en la vida, y se le oprime el corazón con extraños pesares.--No
quiero sentir--exclama--; no quiero llorar ni quiero saber.--Y se golpea
las sienes estallantes de ideas, y se enjuga unas lágrimas que en lenta
rebeldía mojan su rostro, mientras cerebro y corazón, unidos con raro
acorde en su gentil persona, laten al compás de unos recuerdos
tentadores y amargos.--¡La huérfana de Alcántara, la viuda de
Ibarrola!--piensa y siente en íntima consternación. Mas luego protesta
con enojo, casi con brutalidad, murmurando:--Ni una cosa ni otra; el
poeta, el amigo, el protector á quien lloro con el sentimiento egoísta
de mi soledad, fué mi padre, más por el acaso que por el amor; yo fuí su
camarada y su compañera mucho más que su hija, y ahora debo decirle,
únicamente, con el espíritu sereno y el corazón mudo: «Adiós, Jaime;
búscame en otras vidas si volvemos á nacer; quisiera ser siempre amiga
tuya»; y mientras él duerme en este mundo joven, yo voy á ver si en el
viejo mundo hallo un poco de felicidad... En cuanto á Ibarrola--conviene
la viajera en su escéptico soliloquio--no era nada mío, nada; sólo le he
visto en sueños y en retratos; no he podido quererle, me equivoco; me
confundo á cada paso que doy buscando cosas imposibles; el amor... la
dicha...; si existieran estas dos ansias de mi juventud, no he de
lograrlas juntas, según sospecho. El placer es la ausencia del dolor;
por eso la felicidad es placentera; pero el amor duele; luego la
felicidad y el amor son enemigos... ¡Si un amago, un atisbo del amor me
ha hecho padecer, huir, llorar!... Adiós, Ibarrola, mártir ó loco;
quimera hermosa que me has servido de tortura; quiero olvidarte...
¡Adiós!

Y Regina, exaltada y arrogante en medio del fatalismo obscuro que la
amedrenta, esconde sus vestidos de luto en el fondo de sus cofres, y con
joviales adornos de primavera se despide de la costa americana,
alardeando ante sí misma de que deja allí sus desengaños y sus miedos,
sus pesimistas augurios, todas las raíces de futuros dolores.

Pero cuando huye la orilla, cuando el buque se engolfa en las pálidas
aguas del Pacífico, sólo sabe de cierto la viajera que Daniel está allí,
bajo su amparo con una veleidosa mueca de alegría en el semblante.

--Tal vez la muerte se quedará también en la ribera--piensa en zozobras
calladas la fugitiva. Y hurgan sus ojos negros el paisaje ya lejano y
sutil de la tierra abandona. Ondulan lueñes y rojas las colinas
chilenas, y tórnase tan vago el horizonte á la luz del crepúsculo, que á
la muchacha se le cansan los ojos de mirar y los cierra, humedecidos por
ese sentimiento desgarrador de las despedidas.

--¿Llora usted?--la pregunta solícito un viajero que ha de hacerle esta
misma interrogación el día del desembarco. Y molesta porque han
sorprendido su dolor, desesperada porque ella misma le descubre,
responde:

--Es un llanto material. Mirando con fijeza á un mismo sitio, durante
largo rato, á cualquiera se le saltan las lágrimas...

       *       *       *       *       *

Desde que Regina vió la muerte á bordo, entre sus brazos, y sintió que
en un instante le arrancaba sin piedad, con sobrehumano poder, lo único
que le quedaba en el mundo, ya nunca más pensó en huir de ella.--Está en
todas partes--dijo.--¡Está en la vida!--Y con una impavidez
martirizadora empezó á verla en el cabrilleo de la luna sobre las aguas,
en los rizos del oleaje, en los cendales del cielo, en los astros, en
las sombras, en los perfiles de la tierra aparecidos en lontananza, y
hasta en su propio cuerpo vigoroso y juvenil. Quería familiarizarse con
ella; empezaba á comprender que en el fondo del espanto y del odio que
la inspiraba podía brotar una semilla de conformidad.--_Morir...
dormir... soñar acaso..._--repetía, tratando de asir alguna esperanza
que la amistase con «la traidora»; y por fin murmuraba con supremo
hastío:--¡Descansar, á lo menos!...

Ya al final de la navegación, cuando los pasajeros se agrupan en la
borda atalayando el horizonte, interroga Regina:--¿España?--Y la
contestan:--Sí, Galicia, _la costa de la muerte..._--¡Ah! ¡Qué
admirable!--dice, clavando en ella sus gemelos, con amor y terror al
mismo tiempo. Y repite:--España... Galicia... _¡la costa de la
muerte!..._ ¡Qué hermosura!...

Un sacudimiento poderoso de aquella pujante juventud devuelve al
espíritu de Regina los bríos y las audacias que antaño la hicieron
explotadora de realidades y de ilusiones al través de dos mundos. Y así
salta en hispana tierra, conmovida por afanes nuevos, subyugada por los
éxtasis de la vida moza, con vehemencias indefinibles que la causan
alegre turbación.



VIII

AURORA DE MAYO.--CRUCES Y NAVES.--CENTELLICA DE AMOR.--¡AH DE LA RIBERA!


LA alborada radiante de aquella mañana española vino á encender con
luces nuevas los fantaseos de Regina. Pegada al lecho, con perezosa
delectación, en el aposento desnudo y frío del hotel, mira la ilusa
desfilar por los muros de la estancia los acontecimientos tumultuosos de
su rápida existencia.

Fatigada al cabo de tanto caminar, pretende ahora Regina trazarse con
decisión una línea divisoria entre lo pasado y lo presente, y tomar un
apacible rumbo hacia lo porvenir. Quiere ser otra de aquí en adelante:
una señorita burguesa que descuelle por sus dineros y sus gracias, que
pueda elegir marido y acomodarse lindamente en la sociedad; una mujer
comedida y discreta, que saboree con tino y descanso todos los goces...

La voz previsora de Eugenia interrumpe la blanda meditación:

--¿Estás despierta, Regina?... Pensaba yo que hay que sacar del
equipaje los vestidos negros... Los plancharé para que estén listos á la
tarde cuando salgamos para Vigo...

Siente la muchacha cómo lo pasado tira cruelmente de sus propósitos en
aquella advertencia, y responde con un suspiro:

--Bueno...

Al cabo de una hora, Regina, vestida de blanco, furtiva y sola, con el
aire infantil de un párvulo que «hace novillos», se lanza al campo y al
sol, resguardando la cabecita rubia bajo el dosel de una elegante
sombrilla azul. Y así camina, ondulante y ligera, á grandes pasos, como
guiada por el hilo invisible de una ilusión, embriagándose en la
placidez de aquella mañana de Mayo que la fué á despertar con tan
pacíficos sentimientos.

En los claros del añoso parque, las flores orillan los senderos, frescas
y lozanas, con algo de selvática hermosura, y desde los ribazos
enverdecidos, cara al mar y á la costa, ve Regina cómo tiembla el
paisaje bañado de luz.

Liviana, lo mismo que un céfiro, recorre aquellos vergeles la gentil
madrugadora. Se ha enflorecido los cabellos con unas rosas pálidas y le
relumbran los ojos amorosamente.

Su traje blanco sonríe en la espesura, y su sombrilla semeja un errante
jirón del cielo, que asoma entre los desgarrones de la selva.

Es cierto que Regina parece otra, y por la grata expresión de su
semblante, diríase que está muy contenta de parecerlo. Sí; ella quisiera
ser siempre, como en estos momentos de olvido y de esperanza, en que se
la podría tomar por una niña vestida de primera comunión, creyente y
venturosa...

En el recodo de un sendero encuentra al joven doctor, que llega con la
gorra en la mano y la galante sonrisa en el saludo. La muchacha acoge,
placentera, á su reciente amigo, y con esa sencillez natural de las
costumbres campestres, comienzan á charlar. Él la cuenta un poco de la
vida del Lazareto, mezclado con algo de su propia vida; es andaluz, y
solicitó aquel destino en San Simón, por estarle indicado el clima á su
mujer, enferma desde su último alumbramiento.

--¿Es usted casado?--pregunta Regina con alguna sorpresa.

Viudo... «Ella» murió, cuando aún tenía yo confianza de que se curase
aquí...

Sólo entonces reparó la señorita de Alcántara en que el médico estaba
vestido de luto. Y sonaba algo roto en la voz de Regina, alegre hacía un
momento cuando murmuró:

--¡La muerte está en todas partes!--Pero queriendo, la muchacha
resistirse á la invasora amargara de la conversación, y como para
endulzarla, interrogóle con amable interés:

--Tiene usted hijos, ¿verdad?

Una parejita--contestó el caballero, levantando la cabeza que tenía
inclinada.

El paseo se prolonga, la plática se enciende en confidencias cordiales y
juveniles, y el doctor y la niña son ya íntimos amigos, merced á esa
recíproca simpatía de dos caracteres francos que se encuentran en una
hora sentimental.

Ya sabe Regina de memoria la vida de su nuevo amigo; ya se puede decir
que «le conoce» y le juzga.

--Es un hombre apasionado y sencillo--piensa.

Por su parte, el doctor la examina con amables ojos, sin atreverse á
definir más que una cosa:

--¡Linda y rara mujer!...

Ella le ha contado con llaneza y sinceridad algo de su historia y de sus
sentimientos; pero sólo ha conseguido admirarle y confundirle.

A este punto de intimidad, acaso intensa porque va á ser breve, llegan
los paseantes á una tapia florecida que cierra el terreno en declive
hacia el mar.

Alza Regina sobre el muro su cabeza rubia, mientras dice el doctor:

--Es el cementerio.

Un tímido plantel de cruces levanta al cielo sus brazos entre cipreses y
siemprevivas, y al fondo muestra el mar el abismo de su azul hermosura.
Algunos mástiles de lejanas embarcaciones que se dibujan entre las
cruces quietas, balancean sus finos perfiles sobre los callados
sepulcros. Mirando los inmóviles maderos, que á su vez parecen clavados
en el mar como arboladuras náufragas.--¡Han zozobrado!--piensa Regina,
mientras la brasa ardiente de sus ojos busca en cada sepulcro una forma
de nave.

Aquel breve descanso junto á la tapia en flor, queda atravesado por la
saeta de una melancolía; mas, luego, el caballero y la muchacha tornan
hacia el hotel, sin cesar de contarse muchas cosas. Ella sigue
rebelándose contra el asalto de la «gran tristeza» que por todas partes
la persigue. Y aunque en sus más ocultos senos tiembla y ruge el
insuperable pavor, todas las energías de aquella alma están vigilantes
en acecho de la felicidad.

--Me conformo--dice interiormente,--me resigno á morir; pero mientras
llega mi hora, quiero gozar, lo quiero á todo trance...

Pasea con altivez su belleza rubia, nimbada con el toldo celeste de la
sombrilla, en tanto que el bosque todo calla con solemnidad de templo.

El doctor embroma á la muchacha con el viajero de Alcoy que durante la
travesía la cortejó sin tregua.

--Anoche me habló mucho de usted...

Y era cierto. Con esa locuacidad española, tan expansiva y frecuente, el
pasajero, prendado de Regina le contó al médico los episodios dramáticos
de la navegación, en los cuales tuvo la de Alcántara dolorido papel.

Evita el doctor ahora recordar á su amiga la tragedia. Contempla al lado
suyo á la moza, sonriente y despreocupada, y sólo se le ocurre
entretenerla con frívolas frases, por más que le conmueven los súbitos
silencios de ella y la palpitación de astros con que tiemblan sus
pupilas húmedas cuando enmudece el cristal de su voz.

--¿Por qué ríe, si parece que tiene ganas de llorar?--se pregunta
perplejo.

De esta guisa llegan los dos á las inmediaciones del hotel, donde los
empleados del Lazareto conversan con los únicos viajeros alojados en el
pabellón de primera clase.

Eugenia aguarda á Regina para almorzar, y el señor de Alcoy, que es un
joven adocenado y presentuoso, recibe á la muchacha con exagerados
homenajes, que ocultan mal su celosa sorpresa de hallarla tan amistada
con el médico. Ella responde levemente á sus saludos.

En un senderito de la fronda blanquean dos trajes infantiles, y el
doctor dice señalándolos:

--Mis nenes...

Son dos criaturillas frescas y graciosas, que llegan asidas de las
manos.

El niño, con calzones y melena, curioso y charlatán, parece un angelote.

La niña, que se suelta á andar con timidez, es menos fuerte que su
hermanito, y responde á las caricias con una sonrisa incierta y suave.

Los toma Regina en sus brazos á los dos con alborozo, y pide la gracia
de que se los dejen hasta el momento de partir. Otorgada la merced con
sumo agradecimiento del papá, vase la niñera detrás de la señorita y
murmura el de Alcoy al oído del médico, mientras se aleja el grupo:

--Coqueta, ¿eh?

--Interesantísima--contesta el interrogado con fervor.

       *       *       *       *       *

Declina la tarde, dorada y silenciosa.

Regina de Alcántara, vestida ya de luto, al lado de su compañera,
aguarda en el muelle el instante de partir. La despide el doctor, que
lleva de la mano á sus hijos.

Había jugado Regina con ellos, sentada en la pradera colmándoles de
caricias, tejiéndoles coronas de flores y durmiendo á la niña en su
regazo al son de dulcísimos cantares.

Mientras la arrullaba de esta suerte, componían ambas un grupo blanco y
delicioso en el cual la propia Regina se estuvo complaciendo. En la
albura de sus vestidos se posaban como fatales mariposas negras los
lazos de luto de la niña; pero agitó la moza sus ágiles dedos matando la
señal triste de un tirón, y echó á volar las negras mariposas entre las
cadencias de un villancico:

    _La virgen lava pañales
  y los tiende en el romero
  y los pajaritos cantan
  y el agua se va riendo..._

Pero una gran tristeza de caridad se deslizó en el alma de Regina.

--¡Pobre nena sin madre! murmuró.

Y tomóla en sus brazos con tan vivo transporte de compasión que la niña,
asustada, echóse á llorar...

La viajera está pensando ahora en todos estos menudos detalles de aquel
día de regreso y de patria que tan hermoso y clemente amaneció para su
espíritu. El doctor la contempla con una admiración un poco ansiosa.

Acaba de embarcarse el pasajero de Alcoy, el enamorado de Regina. Va
solo y ceñudo, abrumado por el desdén glacial de una despedida que
condena sin apelación sus amorosas pretensiones.

--¿No le da á usted lástima?--pregunta el médico á la desdeñosa,
señalando la fugitiva estela.

Ella clava la honda fulguración de sus ojos en la nave, que se
empequeñece sobre las olas como otras tantas visiones desvanecidas en
el oleaje de la existencia. Luego replica:

--Me da lástima de estos niños, porque tienen que ser mayores.

Y los besa con ternura, suplicando al doctor que le dé alguna vez
noticias de ellos. Pero el papá esta emocionado, y sin prometer nada, se
atreve á preguntar:

--¿No se ha enamorado usted nunca?

--No he podido--responde ella sencillamente después de una leve
vacilación. Y ataja otras averiguaciones que tal vez adivina, diciendo
seria y triste:

--Quisiera ser amiga de usted mucho tiempo, porque me interesa la suerte
de estos niños que he encontrado en un día memorable para mí... Yo soy
voluble... olvido pronto... Mi vida es un naufragio de recuerdos.
Olvidaría esta misma noche la amistad de usted á no ser por los nenes...
¡Tengo una memoria tan flaca y un carácter tan indeciso! Padezco una
especie de anemia espiritual; los sentimientos más fuertes y cordiales
se agitan un momento en mi corazón y en seguida se aflojan y se
desvanecen como el humo... Por otra parte, me da pereza el sentir
demasiado y rehuyo el querer como un ejercicio violento... Soy perezosa
y egoísta... Ni siquiera puedo ni sé tener amigos... A veces, en un
instante de vehemencia, quisiera amarlos y abrazarlos y hasta morir por
ellos... mas, poco á poco los olvido y los mato y los sepulto en los
abismos de mi corazón... Ya ve usted que me conozco á mí misma... que no
soy buena.

Quédase pensativa al decir esto y añade después:

--Pero tampoco soy mala... Cuando algo me despierta de este sueño del
corazón, me arrepiento de mis culpas... se recrudece el recuerdo de mis
pasados errores y laten con fuerza en mi alma los sentimientos más
dulces y afectuosos... ¡Ah! ¡Si yo tuviera fijeza y constancia! Es
posible que me muriera de amor... como una heroína de novela... Pero
no... no sé cultivar amistades ni amores, ni creo que aún pueda
sentirlos nunca...

Al llegar aquí, Regina se confunde, se arrepiente de sus largas y
contradictorias razones, y concluye diciéndole á su amigo:

--¡Cualquiera diría que me estoy confesando con usted!

Hay una pausa. El médico pugna por decir algo que le tiembla en el
corazón. Pero Regina, cambiando de tono, añade:

--En fin, basta de psicologías y de confidencias. Prometo ser constante
en esta ocasión y ser amiga de usted y de estos niños, si usted promete
darme noticias de ellos á menudo.

Desea hablar el padre de los nenes, balbuce algunas palabras conmovido,
pero enmudece ante la actitud súbita y reservada de la joven, que le
tiende la mano, repitiendo:

--¿Quiere usted?

Y él, con semblante retraído, sin ocurrírsele otra frase, responde:

--Con muchísimo gusto.

--Adiós, doctor.

--Adiós, señorita.

Murmuraba el bosque con soñoliento murmullo, y los caminos se asomaban á
la costa cubiertos de penumbra y soledad. Rodaba en el cielo un
luminoso cuarto creciente; el mar tenía irisaciones de plata y mansa voz
de remotas canciones...

Algo fenecía con acendrada tristeza en el regazo maravilloso de aquella
tarde moribunda. Acaso uno de esos fugaces amores, relámpagos intensos
que las tempestades de la juventud alumbran en los corazones abiertos á
la vida.

La de Alcántara cambió con el médico su breve tarjeta, orlada de luto,
por una cartulina negra, que decía en letras blancas: _Rafael
Marín.--Doctor en Medicina._

De un denso grupo de pasajeros pobres, que aguardaba el momento de
embarcar, acercáronse algunos á las señoras en traza mendicante. Había
mujeres desharrapadas y niños casi desnudos. Varias voces, evocando al
malogrado Daniel, gimieron:

--¡Por el alma del señorito!

Regina, tratando de sonreir, dió algunas limosnas y gratificó con
esplendidez á la camarera, que andaba rondando:

--¿Quedas contenta?--le preguntó.

Y ella, roja de confusión ante la buena dádiva, repuso:

--Quedo.

Ya en el bote, aún Regina avanzó su busto elegante sobre la borda para
besar á los niños del doctor. El, entonces, la ofreció una magnífica
rosa encarnada... Y se alejó el bote suavemente, al blando son de los
remos.

Los colores y las formas se apagan ya en el misterio de la noche, como
si el paisaje cayera en un sueño profundo. La isla de San Simón se
hunde en el mar, y aparece en el cielo la blanca estrella que persigue á
la luna.

Hace Regina un brusco movimiento para tornarse cara á la tierra. La flor
que lleva en la mano se le deshace en lluvia de sangrientas hojas sobre
las aguas azules y huye con la marejada, mientras la moza, escudriñando
el horizonte perdido y confuso, se agarra á la vida con un corazón
desierto que tiembla y clama:

--¡Ah, de la ribera!... ¿Vísteis por acaso la felicidad que persigo?



LIBRO SEGUNDO

HUMOS DE REINA



I

TORREMAR, CINCO MINUTOS.--MEMORIAS Y MUDANZAS.--LOS OJOS ENTORNADOS.


NUBLADA estuvo aquella última noche de viaje.

Hostigaba Regina las tinieblas, ansiosa de comprobar sus recuerdos desde
que penetró en la tierra de Cantabria, pero sólo pudo advertir manchas
de sombras, tendidas en un llano, enhiestas hacia el cielo, ó asomadas
con fugacidad en el camino.--Son pueblos; son mieses; son montes--iba
pensando, cuando oyó en una estación el anhelado aviso: «Torremar, cinco
minutos de parada», y toda su impaciencia se cuajó en un asombro
inmóvil, que Eugenia tuvo que sacudir activamente, lo mismo que en la
llegada á San Simón.

--¡Que estamos en Torremar, Regina!

--¡Ah! ¿sí? ¿es cierto?

Conturbada, absorta, como si no esperase nunca haber llegado, saltó al
andén, donde aguardaban unos parientes de Eugenia, encargados de cuidar
la casita de Alcántara, en el largo abandono de sus dueños.

Tres personas componen la breve comitiva de recepción: Dolores Barquín,
y sus hijos Marta y Pablo. Inicia el mozo unos cumplidos difíciles,
llamando con mucha finura «doña Eugenia» á su tía, mientras las dos
mujeres se comen á besos á las recién llegadas, lloriqueando, pesarosas,
á guisa de saludo y de pésame:

--¡Pobre don Jaime, que en gloria esté! ¡Pobre Danielín!

No adivinaban ellas cuándo ni cómo Daniel se hubiese malogrado, porque
en la ciudad se supo la desgracia del padre, únicamente. Eugenia les
decía en su carta de aviso: «Llegamos solas; hay que divertir mucho á la
niña, y no mentarle _los muertos._»

Pero á las buenas provincianas les parece cosa inevitable «acompañar en
el sentimiento» á la señorita, siquiera en el primer abrazo. La
encuentran muy alta, muy hermosa.

--¡Válgame Dios, qué aire se da al difunto señorito! Se asemejan como
dos gotas de agua, mismamente... Y tú, Genia--continúa Dolores--,
vendrás hecha una madama franchuta; una extranjis del todo... ¡Tantos
años por esos mundos!...

Sonríe Eugenia, desmintiendo con su expresión sencilla las
probabilidades de aquel supuesto cambio.

Aunque le sientan bien las ropas señoriles, que modas y circunstancias
le han obligado á usar, su semblante es siempre franco y modesto. Bajo
los hábitos elegantes, que ya en la estación de su pueblo le dan el
título de «doña», hace su entrada en Torremar con poca gallardía. Lleva
el sombrero torcido y tiene una actitud de cansancio y pesadumbre, que
le hace parecer casi una anciana. Emprende allí mismo con su prima una
relación de penas, en voz sigilosa, mientras el mozo se hace cargo de
los equipajes, y Regina reconoce en el agraciado rostro de Marta á la
niña que compartió con ella, por vericuetos y riscos, las correrías
salvajes, sirviéndola á modo de escudero en arriesgadas aventuras que ya
en la niñez inició con vocación resuelta.

El camino hasta la casa es base de averiguaciones entre las dos
muchachas, que van delante, á lento paso. Pero Regina sabe preguntar más
de lo que responde, y se entera de muchas cosas sin haberle contado á
Marta casi ninguna.

La sobrinuca de Eugenia, convertida en recia mujer, bien portada al uso
de la clase popular del puerto cántabro, siente crecido y ferviente su
respeto por la señorita que ya en la infancia le había inspirado
admiración y docilidad. Va respondiendo á todas las consultas de la
viajera, que se detiene á cada momento en un recodo, en un cruce,
delante de un edificio, bajo la luz escasa y débil del alumbrado
público:

--Este es el Ayuntamiento... ¿Le han levantado un piso?

--Sí, señora. Le han puesto encima unas cuantas sociedades: la de
_Socorros mutuos_, la de _Propietarios_ y no sé cuáles otras...

--Aquí está la iglesia parroquial. Pero la torre... ¿No tenía torre?

--La partió un rayo y hubo que tirarla. ¡Ya hace mucho tiempo!...
Tenemos una parroquia nueva, muy preciosa, con dos torres altísimas, y
ya de ésta no hace caso nadie.

--Es más largo el muelle, ¿verdad?

--Mucho más largo. Y el mar queda más lejos; rellenaron un trozo
grandísimo y han hecho jardines donde entraban antes las olas...

--Por aquel lado se sale á la Plaza Mayor.

--Sí, señorita. Esa está lo mismo que cuando se marchó usted, sólo que
en medio han puesto la estatua de uno... ¡No me acuerdo el oficio que
tiene!...

--¿Poeta?

--Otra cosa.

--¿Novelista?

--Tampoco.

--¿Marino?... ¿Soldado?

--¡Menos!... Es uno de los que mandan en Madrid.

--¿Ministro?

--¡Justamente! Un ministro republicano... Por la noche da miedo pasar
cerca de él; como es todo blanco parece un fantasma.

--Y dime, ¿todavía pasea la gente en los portalones?

--Todavía. Y hay música los jueves y los domingos, como «antes».

--Habrá muchas casas nuevas...

En el barrio de San Martín hay algunas; pero en el nuestro nada más que
el hotel de los señores de Velasco.

--¿Viven en Torremar?

--Casi siempre. Desde que se murió el padre no aselan en Madrid, porque
á la señora le pinta mucho esto.

--¿Qué fué de los hijos?

--El mayor estudia para sabio y parece que nunca acaba la carrera; lo
mismo que el chiflado de don Juan Ramírez. Están siempre juntos entre
libros, papelotes y animalejos... El otro es un cortejante de primera
¡y está muy guapo!

--¿Y esos de Ramírez? ¡Eramos tan amigos!

--¿Pero no sabe usted lo que les sucedió?

--Nada, hija.

--Una cosa tremenda...

--¿Triste?

--Muy triste.

--Entonces, no me lo cuentes. Oye: el Casino, ¿está donde estaba?

--¡Quia!... Tiene un edificio para él solo; dan bailes y conciertos.
Además, «tenemos» _Filarmónica_ y «estamos» haciendo un teatro...

--¡Cuántas novedades!... Pero, cualquiera diría que toda la población
está durmiendo. Apenas hemos encontrado gente. Unas cuantas siluetas
misteriosas, y pare usted de contar.

--Es que ya son las once, lo menos--dijo Marta bajando la voz, como si
recordase de pronto que á tales horas era menester hablar bajito.

También siente Regina el imperioso mandato del «escucho». Y muy quedo,
continúa la charla curiosa:

--¿Saben en el pueblo que yo llegaba?

--¡Vaya si lo saben! Todo el señorío está revuelto. Yo conté la noticia
en la botica «de abajo», y como hay tertulia «se corrió» á escape. No
hacen otra cosa que hablar de usted... Que si venía usted casada... que
si viuda...

--¿Viuda?

--Que si se había usted quedado pobre...

--Pues date prisa á decir que vengo rica y soltera.

--Ya lo creo que lo diré... ¡Mire, mire! ¿Ve usted cómo tiembla aquella
cortina?

--No veo nada.

--Sí; en ese antepecho del primer piso... Es el gabinete de labor de las
señoritas de Bernaldo.

--¿Pero no se han muerto?

--¿Morirse?... ¡Si la más pequeña todavía piensa en casarse!... Ya
suponía yo que estarían de atalaya para vernos pasar... ¡Ah! ¿Sabe quién
se acuerda de usted muchísimo? _Timonel;_ aquel pescador que la enseñó á
nadar y la llevaba siempre en su bote.

--¡Pobre _Timonel_!... Ya estará viejo.

--Algo viejuco está, pero sigue «haciendo todas las mareas».

Un balcón se abre con sigilo encima de las muchachas, y unas cabezas se
perfilan, estiradas y fisgonas, hacia la calle.

--¿Oye?--susurra Marta, oprimiendo el brazo que Regina apoya en el
suyo.--Son las de Estrada, que la quieren ver.

--Buenas noches--dice pronta la voz de la señorita, lanzada al silencio
con musicales trinos. Vibra el saludo en la obscuridad, mientras Marta
acelera el paso y advierte á su compañera:

--No las diga nada... ¡Si es que la quieren ver á escondidas, sin que
usted lo note!

Las cabezas acechantes se esfuman en la sombra, detrás del ruido sordo
de una puerta.

--¡Ah, vamos!--dice Regina únicamente. Y se le figura que su pueblo
dormido está soñando con ella; que los temblores del cortinaje y los
mudos perfiles de las cabezas, son movimientos de pesadilla en aquel
profundo sopor. En vano por sorprender los horizontes familiares del
puerto, medio borrados en la memoria, quiso cruzar las calles á pie,
desde la estación hasta el viejo arrabal donde se yergue la casa nativa
al socaire del monte, dominando la playa. Todo lo encuentra confuso y
extraño al través de la ciudad obscura y silente. Apenas si en la sombra
se dibujan los contornos del caserío, en manchas densas, con bruscos
tajos de vías angostas sobre un hostil pavimento y bajo la llama lívida
de los escasos faroles. Por las embocaduras del muelle llega el aura del
mar, salobre y tónica, entre los murmullos del puerto y de la bahía. Se
oyen de tarde en tarde algunos pasos y se esquician en la penumbra
formas inciertas y movibles...

Antes de doblar la última esquina del barrio de San Martín, llamada
también «el de abajo», el más urbano y populoso, las dos muchachas
aguardan á Dolores y á Eugenia, que con Pablo vienen detrás. Enciende el
mozo su farol de aceite, necesario á los trasnochadores en el arrabal
marinero, cuando falta la luna, y el grupo caminante encuentra á pocos
pasos, otro grupo quieto y silencioso, recatándose de la luz que Pablo
lleva.

Vuelve Marta á estrechar el brazo de Regina y le dice, muy bajo:

--Son señoritos que están en acecho de la llegada de usted...

Ya el resuello del mar, libre en la playa, sube al camino empujado por
una brisa acre y sutil, que en los huertos cercanos ha recogido esencias
de flores primaverales.

Aquel aliento puro del mar y de la costa besa con ímpetu la cara
sonriente de la viajera, cuyo flotante velo de crespón va dejando una
estela de curiosidad y de atisbos, al través del pueblo que la mira con
los ojos entornados...



II

LA CAJITA BLANCA.--LUMBRES DE HOGAR.--REMOS Y FLORES.


LA lluvia amaneciente moja el paisaje con una triste dulzura, como de
llanto infantil. Sube la niebla entocando los montes, y sus flecos
deshilachados permiten ver á Regina un rebaño que ondula lento por la
alta vereda. Los sordos gruñidos del mar extienden en la costa abrupta
su amenaza resonante y quejosa.

Recordando las galernas terribles de aquel fiero Cantábrico, tan voluble
como soberanamente hermoso, Regina escucha y mira en honda expectación.

Una campana vocinglera lanza al viento su toque de rebato, que rueda por
el valle marinero con agudo estridor, mezcla de sollozo y de
_aleluya_... ¿Es que llora?... ¿es que canta?

--¡Canta y llora!--piensa Regina, inclinando el busto sobre el trémulo
barandaje de su balcón. De pronto mira al camino rústico que por encima
de la playa cruza el arrabal hacia la sierra: extraño grupo bulle y se
retuerce en el sendero, bajo la fina gasa de la lluvia; madrugadora
procesión en cuyo centro blanco los ojos miopes de la muchacha
descubren, al cabo de no pocas dudas, el féretro de un niño... Sí; eso
es: una cajita que conducen cuatro chicuelas vestidas de albos ropajes,
lacios y humildes; trepando van con rumbo al cementerio, que se asoma á
los cantiles desde la silvestre llanura.

Sube la pobre comitiva en afanosa demanda de la tierra clemente; suben
las nieblas á las cumbres montaraces, y el rebaño á las floridas brañas;
suben las olas á la playa rubia, y las voces de la campana á los
nublados cielos... También sube, azaroso, un suspiro temblón y
zozobrante de Regina de Alcántara, aunque los labios que le dieron
licencia tratan de sonreir, comentando:

--¿Un niño infeliz que logra descansar?... ¿Un ángel que ha volado á la
gloria? _¡Aleluya... Aleluya...!_

Por hay una ansiedad tan triste en aquel paisaje lluvioso; en aquellas
neblinas desgarradas; en aquellos retumbos del mar y del bronce; en
aquel entierro blanco y humilde que se agarra á las ondulaciones del
camino, sube que te sube, arañando la tierra en el esfuerzo de la
pendiente, que Regina abandona su observatorio, y dentro de la estancia
se sienta en un sillón á forjar otros planes, perspectivas más luminosas
que las que le ofrece aquella hora matinal de un Mayo norteño.

Pero allí anda Eugenia, limpiando viejos muebles y acomodando ropas de
la señorita, que ha elegido aquel aposento y quiere aderezarle con las
mejores prendas del modesto ajuar. Es la pieza un saloncito cuadrado,
con las paredes tendidas de florido papel y el techo de cal, decorado
por un friso y un rosetón de tosca factura. En un extremo se colocará la
cama, con el recato de un gran biombo, y queda espacio libre para el
diván y los sillones de sedosa tapicería, un poco pálida; el tocador y
el armario; un bufetillo; una Venus de escayola, sobre su artística
columna; una mesa de centro; cuadros antiguos, fotografías, flores; y el
balcón abierto á la sierra y al mar, sin cortinajes ni estorbos...

--Tendré un cuarto confortable y alegre, á estilo de aldea--dícese
Regina--. Luego modificaré un poco todo el mobiliario, y cuando me case
haré un _chalet_ moderno con mucho lujo y muchas cosas buenas.

Estos discursos silenciosos la inmovilizan toda la mañana, y reacciona
de aquella postración y aquel mutismo con una repentina actividad
nerviosa y apremiante, que la empuja por las habitaciones en voz de
mando, disponiendo mil novedades y trajines, estorbando las faenas de la
servidumbre, y fatigándose inútilmente, sin haber hecho nada. De la
impaciencia que la mueve por todas partes, con estéril inquietud tienen
mucha culpa sus deseos contenidos de verle al pueblo la cara, de
reconocerle y pasearle, y aprender la historia de sus años de ausencia.

Aquel rincón del mundo tan absolutamente olvidado por la «viajera rubia»
durante largo tiempo, despierta de improviso en ella sumo interés, como
si sus límites le cerrasen todos los caminos de la tierra y allí
estuviese esperándola su porvenir entero. Nada quiso saber de Torremar
ni de sus habitantes, desde que, niña y ambiciosa, partió de la ciudad
norteña; y ahora se le figura que tiene allí escondidas muchas
esperanzas y emociones, muchos cariños y proyectos.

--No salgas--le ha dicho Eugenia viéndola pronta á lanzarse á la
calle--; vendrán visitas...; estás de luto riguroso.

Y la muchacha se detiene, á su pesar, ante la evidencia de estos graves
motivos de reclusión; pero á cada momento se asoma á los balcones, baja
al portal, hace preguntas referentes á cosas y familias de su pueblo, y
se ríe sola, sin saber por qué, con los ojos rasos de lágrimas, sean
tristes ó alegres las respuestas que recibe, y que apenas escucha, con
la prisa de hacer otras.

       *       *       *       *       *

La víspera, al llegar, á instancia generosa y urgente de Regina, quedó
convenido que Dolores, Marta y Pablo, se instalasen en la casa de
Alcántara con la doble calidad de familiares y servidores, para que
Eugenia estuviese descansada, gustando la compañía y ayuda de los suyos.

Fué Dolores casada de muy moza con un honrado marinero, y á los pocos
años quedó viuda en una horrible galerna, de que aún se guardaba
temeroso recuerdo en Torremar. Todo el espanto que la pobre mujer cobró
al oficio rudo del esposo no pudo evitar que Pablo fuera grumete en
cuanto el chico halló manera de cruzar sobre su elástica de punto un
tirante ufano para sostén de los calzones. En continuas zozobras vió la
madre espigar al marinero, y siempre encontró amargo como el agua salina
el pan difícil que se gozaba el hijo en ofrecerla. Marta, más joven que
su hermano, se hizo moza ayudando á su madre á coser toscas prendas de
la gente de mar, á zurcir redes y aparejos, ó á la ordinaria confección
de sacos para la vecina fábrica de yute, una de las más importantes
industrias de la ciudad. Más tarde la muchacha, poco satisfecha de tan
vulgares labores y de su escaso rendimiento, aprendió el oficio de
planchadora, y merced á su aplicación logró aumentar los ingresos de la
familia y ofrecer á su madre algún descanso.

En la actualidad Marta sabía presentarse con finura y vestirse con
pulcritud, dentro de la modestia de su clase; era inteligente y
graciosa, y Regina pensó, desde luego, convertirla en gentil camarera y
adueñarse de su voluntad con cariños y mercedes. No necesitó muchos
esfuerzos para conquistarla; pronto la moza se rindió, murmurando:

--Disponga lo que guste... ¡Tiene «un ángel» la señorita!...

Por su parte Dolores dijo que sí con efusión á cuanto Regina le propuso:
vivir en una casa de señores, trabajar poco y gozar de buen trato y de
buenas ganancias, le parecieron cosas admirables. El marinero estuvo más
reacio á capitular en tierra firme. Se daba una fuerte rasquina de
cabeza, no imaginando cómo á la señorita le parecía tan fácil que él
dejara su puesto en la tripulación de _Mariposa_ para cuidar un
jardín:--¡Ave María Purísima! ¿Cómo va á ser eso?--se interrogaba á sí
mismo.

Pero Regina mostrábase obstinada:--Os quedáis los tres--decía--. ¡Vamos,
hombre, no pongas esa cara de susto! Te das de baja en el gremio de
pescadores, pero no en el Cabildo de marineros. Compraré un balandro; tú
me darás lecciones de náutica y yo á ti de jardinería... «Lo cortés no
quita á lo valiente»: habrá en esta casa remos y flores. ¿Qué dices?

Las tres mujeres, que escuchaban con embeleso tan dulces ofertas,
instaron á porfía para que Pablo aceptase. Y él, por fin, pronunció
confuso:

--Digo... que bueno... si lo del balandro es de veras.

Afirmando que sí, Regina, muy alegre, tendió con llaneza las manos al
pescador, el cual, no sabiendo qué hacer entre las suyas con aquel
regalo tan fino, se puso muy colorado, y aflojó los dedos temblones y
cobardes.



III

¡UN ALMA NUEVA!--HISTORIA DE LA «BELLA DURMIENTE».--EL PALADÍN DE
REGINA.


LAS antiguas amistades de la familia de Alcántara muy correctas y
rigurosas en cuestiones de etiqueta, aguardan, sin duda, que descanse la
niña enlutada y que arregle su nido. Y ella, que ya logró reposo para su
cuerpo y aliño para su casa, tiene en tortura la curiosidad, esperando
visitas que no llegan.

Ha salido el sol; ha sacudido Mayo con arrogancia sus bancales de
flores, y todo es dulzura y aromas en el ambiente, luz y belleza en el
horizonte.

Punzada en sus pesares por la alegría exterior, Regina, desde el fondo
de su cuarto, contempla el mar y el cielo acerbamente, y sospecha con
pesadumbre: ¿Nadie se acordará de mí?

--Don Carlitos Ramírez--anuncia con ufanía la fresca voz de Marta.

Y entra en el aposento un mozo elegante y gentil, de pocos años, á
juzgar por la cara imberbe y la ingenua expresión de niño: es alto,
moreno; toda la gracia de su persona viste un aire de nobleza y de
bondad que subyuga; tiene doradas las pupilas, en las que se derrama un
corazón amoroso, á la sombra negra y doble de unas pestañas admirables;
lleva sobre los labios la pincelada obscura de un futuro bigote, y le
baña el rostro cordial sonrisa, que alumbra sus palabras y actitudes con
luz melancólica y ardiente.

La señorita y el doncel se miran un segundo, y ella rompe el silencio
investigador de aquella mirada, abriendo los brazos al visitante:

--¡Abrázame, chiquillo!

Es muda y tierna la caricia; ambos amigos, abrazados, sonríen para
disimular su emoción. Él quiere preguntar alguna cosa, y tímidamente
balbuce:

--¿Daniel?...

Regina se pone un dedo tembloroso en los labios.

--Quiero olvidar; ¿sabes? Quiero creer que soy otra; que ni la tierra
sepultó á mi padre, allá en país extranjero, ni soy yo la misma que vió
á Daniel, tu camarada, morir en un barco en medio de los mares, y
después... No, no; ¡qué recuerdos tan horribles!... Soy otra, Carlos;
soy una criatura rara que nació sin familia; que de su pasado nada sabe;
que no habla nunca de su vida de ayer... Al cabo--añadió, con temblor de
cobardía en el acento--¿qué importa lo que ya pasó?

--Sí; haces bien, lo mejor es olvidar. Solamente--replica el mozo con
grave tristeza--que algunas desgracias están siempre activas sobre
nuestro corazón, y no llega la hora en que podamos decir: «ya
pasaron»...

Recuerda Regina entonces que, según noticias de su doncella, á los de
Ramírez les había sucedido una cosa «muy triste», y pregunta con
interés:

--¿Tus padres?... ¿Ana María?...

--Mi hermana deseando verte. Mi padre está bueno.

--¿Tu madre, quizá?...

--¿No sabes nada?--dice él, sin levantar los ojos de la alfombra.

--Que algo adverso os ocurre; pero no he querido que me lo cuenten.

--Luego, ¿sospechas?...

--Nada. El enorme egoísmo que estoy cultivando me hace huir de mis penas
y de las extrañas; sobre todo, si las padecen personas á quienes aprecio
tanto como á vosotros... Temo que se relacione con tu madre lo que os
aflige... ¿Acierto?

--Si huyes de penas, ¿qué te voy á contar? Esta es amarga como la hiel.

Sonaba la voz dulce del muchacho tan sorda y contenida, que la de
Alcántara se apresuró á indagar con sincera inquietud:

--¿Está enferma tu madre?

--No lo sé.

--¿Cómo?

--Mi madre... huyó de Torremar hace tres años.

--¿Ella? ¿Carlota?... Huyó, dices... pero ¿por qué?

Callaba el mozo, trémulo, transido, luego de revelar con agudo esfuerzo
la cruel noticia, pálido el semblante, henchidos de lágrimas los ojos.

Regina entonces, conforme sentía crecer la curiosidad en torno al drama,
tuvo compasión, tuvo misericordia, un instante, de aquella pesadumbre
tan dura que abatía la frente del muchacho.

Sentados como estaban los dos amigos en el pequeño sofá del gabinete,
inclinábase ella, dulce y solícita, para buscar la turbia mirada de
Carlos puesta en el suelo con angustiosa obstinación.

--Vas á contarme esa desventura--le encarece Regina.--Vas á decirme
todas tus penas con grande confianza, como si fuésemos hermanos... No
siempre creas en mi egoísmo; ya ves cómo tus palabras me conmueven.

Y, en efecto, la dama curiosa ha perdido la serenidad. No por la blanda
emoción--vulgarísima y corriente á su parecer--del íntimo saludo ni del
tierno coloquio, sino por la traza peregrina, por el aire singular con
que el mancebo, heraldo de una tragedia, tal vez interesante, se
manifiesta de súbito. La mujer zahorí, sabia leyente de corazones,
piensa con avidez:

--No es un hombre cualquiera, ni un niño como hay muchos... Será preciso
estudiarle...

Este afán, este loco deseo, se alza ahora en el corazón femenino
dominando los impulsos de sus fugaces misericordias.

Con la rubia luz de los ojos y el treno apasionado de la voz, desata
Carlos Ramírez en un segundo la dañosa afición que Regina siente hacia
sorpresas y novedades.

Así que el amigo de la niñez habla, mira y sonríe, ella, la mariposa
voraz sobre jardines raros, descubre la exótica flor, se estremece y
murmura:

--¡Un alma «nueva»!...

Y giran las alas del insecto goloso en derredor del alma virgen, llena
de luceros: espíritu infantil por su ingenuidad, santo y fuerte por su
linaje.

Esconde Carlos como sagrada reliquia aquel pesar profundo que Regina
quiere compartir; y á las exploraciones insinuantes de la dama se
resiste con pudor y quebranto.

--Lo has de saber--asegura--aunque no lo pretendas. Las torremarinas se
proponen que «ese asunto» no pase de moda... Ya te lo contarán «por
ahí», aumentado y corregido...

--En cambio tú me dirías lo justo y lo cierto...

--Sí; pero entonces resultaría la historia larga y triste por
demás...--Un aire de secreto infortunio cela aquellos reparos y los
ofrece con tales atractivos de extrañeza y de sombra, que Regina,
exaltada delante del misterio, no acertaría á decir si sufre compasión ó
se embriaga de gozo cuando en las redes de sus artificios y razones
siente al muchacho vacilar y le ve, al fin, entregarse á las dulzuras de
una íntima confidencia.

Carlos Ramírez, que es un niño grande, con arrestos varoniles y ribetes
de romántico, ha profesado siempre acendrada admiración á la niña
viajera, rubia y pálida, de quien oyó contar pasmosas aventuras y
atractivos deslumbradores. Ahora que la tiene delante, transformada en
mujer bonita y lagotera, vestida de luto para mayor encanto, siente el
mozo, mirándola, una dulce desgarradura en el pecho. Es que la flor de
sus emociones se abre incauta á los ojos de Regina, como el capullo de
rosa besado por el sol. La viajera de antaño puede libar á su placer las
primicias sentimentales de un alma «nueva», porque ya Carlos ofrece,
generoso, el divino licor de la suya.

En el inconsciente sacrificio, la víctima se ofrenda seductora: tiene
oro en la mirada, miel en los labios y una tragedia obscura, sangrando
en el abierto corazón... ¿Qué más pide Regina para considerarse feliz
aquella tarde? Ya oprime el sazonado fruto del pecho herido y beberá el
néctar hasta sentirse sacia. Tanto quiere saber del misterio de Carlota
como del dolor de Carlos... ¡Aquellos ojos donde el sol se oculta en la
nube de penas, aquella noble sonrisa resignada!... ¡Oh, el dolor!...--El
dolor ajeno como espectáculo artístico--, piensa la escéptica
observadora--, es curioso y notable. Hay en la más equilibrada
naturaleza una dosis de crueldad que se gloria delante del drama humano
y le busca y hasta le persigue...--Yo soy cruel--añade con un remoto
espanto--, soy fría como la nieve. Estos sacudimientos que me estremecen
ahora son morbosas impaciencias de morder las amargas revelaciones que
he buscado, que he perseguido... Me voy á recrear en el drama de este
mozo, mi camarada de la niñez, el ídolo pequeño de mi pobre hermano...
¡Y qué! Yo no tengo la culpa de que Carlos Ramírez, el rapaz que conocí,
lindo como un juguete, venga hoy á visitarme en traza de hermoso
caballero, con una historia tétrica en el bolsillo... Ni es cosa de
hacer examen de conciencia porque _El Dolor_, usando el porte más
garboso del mundo, me brinde un placer estético de alta categoría...

Aunque así razona la de Alcántara en rápida meditación, por el fondo de
su curiosidad helada y cruel, sin pías veredas, igual que un monte
nevado, corre un hilo de ternura, tan suave y oculto, que el mismo
corazón por donde pasa no le siente. Mansa y sin voces la linfa del amor
fluye y fluye, constante en las entrañas de Regina, como la excelsa
gracia del bautismo que en los senos más duros prende y enflora; divino
sol de piedad en lucha con la nieve de humanas impiedades...

       *       *       *       *       *

También Carlos se sume en reflexiones aceleradas. Ha encontrado, sin
duda, un corazón grande y amigo donde puede romper el broche pudoroso de
su dolor: toma carne y espíritu la sombra fugitiva que se borró en la
ausencia lo mismo que un ensueño, cuando el mozo de hoy era un nene que
ya sabía soñar. Aquel rastro de ilusión infantil encendióse en luz de
juveniles ansiedades, pero fué luz remota y ausente, como de estrella,
resplandor inquieto de una felicidad imposible. Y de pronto, la errante
lucecilla que Carlos avizoró por ilusos caminos, arde en negras miradas,
calienta con acentos dulces, se yergue en la forma de una mujer
peregrina del mundo, que ha sondeado los abismos de la tierra, que
conoce las desolaciones del desierto y la llanura de los mares...
¡Cuánto no sabrá de vidas tristes! De seguro es su corazón un torrente
de misericordia...

Así piensa el cautivo de Regina, mirando al suelo. En el vertiginoso
volar de sus esperanzas le punzan con lacerante escozor los agravios que
persiguen á su madre. Nadie se la nombra, como si fuese una vergüenza
definitiva y segura que al hijo le quisieran perdonar; y los rumores
hostiles que se acallan delante de él, por lástima ó por miedo,
repercuten á su alrededor, sordos y agudos; le duelen, le sofocan; le
han llevado, en instantes de espiritual cobardía, al borde de la
demencia y del suicidio.

Sabe el muchacho de una sola mujer en Torremar que no culpa á Carlota
de Heredia, que no atribuye delito ni sonrojo á su desaparición; pero es
dama de muchos años y respetos á quien Carlos no se atreve á decir ni
una palabra de la ausente. Hay un sacerdote en el pueblo que también por
sus frases y actitudes demuestra caridad y ternura á la desaparecida
señora, mas los hábitos y las canas de este varón piadoso sellan en la
boca de Carlos la ansiada confidencia. Finalmente, un señor joven, muy
amigo de la familia de Ramírez, es seguro que tributa á Carlota leal
admiración y que la supone limpia de pecado. Aunque así lo comprende el
hijo de la dama, motivos poderosos le retraen de tratar con el caballero
las penas que le afligen. Y se conforma con sentir hacia aquella
trinidad compasiva una profunda gratitud.

Así los años han corrido sin que logren refugio apropiado los anhelos
del mozo: él quisiera verter del alma suya la piedad y el amor en la
memoria de su madre; limpiar de dudas y de sombras el nombre amado;
erguir la bella imagen de la ausente en un trono de lágrimas y duelo,
puro y noble, donde se pudiera leer: «Fué desgraciada y buena»... Pero
se siente amordazado por la inverosimilitud de muchas cosas que él solo
sabe, que acaso nadie creerá cuando las diga; le detienen mil escrúpulos
de íntimo pudor familiar; le amedrenta, sobre todo, la triste convicción
de que sus palabras no hallarán en el pueblo ecos amigos ni piadosos
rumores. No; su madre, la esposa de un hombre ilustre entregado toda la
vida á su ciencia y á su hogar, es una mujer joven y hermosa... «que se
ha fugado»... ni más ni menos... Solamente el corazón de Ana María
conoce la tragedia en toda su magnitud. Y la moza también calla,
también sufre, sin protestas ni alardes, el obscuro pesar, la negra
desventura.

Pasa el tiempo, frío bálsamo de las cuitas humanas, y no acorta los
afanes de Carlos. Tal vez olvidaría á su madre muerta, mas no la puede
olvidar perdida sabe Dios dónde, loca ó desesperada por el mundo. La
aflicción del hijo se convierte en un largo tormento. Trata de partir
buscando las borradas huellas, el olvido ó la muerte; quiere padecer en
el anónimo; lanzarse á una emigración pobre y suicida. Pero su hermana
le persigue, cargados los grandes ojos de zozobra, y ruégale á menudo,
con las manos en cruz:

--¡No me abandones!

Carlos se detiene conmovido, preso en las cadenas de enamorada caridad.
¿Qué haría sin él la dulce criatura, en las soledades de un rincón,
siempre de luto?--Aguardaré--decide--hasta que ella se case. Y aguarda,
romántico y triste, cuando aparece Regina como un astro, encendiendo
promesas en los sombríos horizontes de aquella atormentada juventud...

Allí están los dos amigos, á la vez juntos y solos, ausentes en bien
distinta ruta de pensamientos. Es ella la más pronta en regresar del
imaginario viaje; pliega las alas de sus meditaciones, y segura de que
tiene Carlos en sazón su discurso, le dice previsora:

--Espera.

Sale un momento y vuelve para tranquilizarle:

--Advertí á Marta y no vendrán á molestarnos. Ya puedes--añadió con
aquella blandura persuasiva que su acento solía tomar--decirme tus
pesares; que el relato brote desde lejanas horas, sincero y seguro del
interés que me produce: muéstrame vida y corazón imagino que tus dolores
son de los que se alivian compartiéndolos y tengo esperanzas de poder
consolarte cuando me los confíes. No son así los míos--dijo aún entre
dientes con repentina acidez;--por eso los oculto.

Alzó el muchacho la cabeza, y puso largamente los ojos en su amiga, con
afanes y devoción:

--Sí;--pronuncia--te voy á contar todo lo que yo sé de mi madre;
recuerdo que ella te quería mucho.

--Yo guardo la memoria de su triste hermosura y no olvido que me inspiró
profunda simpatía. Siempre la llamé por su nombre, Carlota, como si
fuese otra chicuela de mi edad. Tenía el aire juvenil de una colegiala.

--Los forasteros creyeron muchas veces que éramos hermanos, cuando yo la
acompañaba por la calle--añora el mozo con melancolía.

Y la muchacha, con la imaginación ya ardorosa, insiste:

--Anda, Carlitos, cuenta...

Un breve silencio inicia la relación, y Regina escucha antes de que su
amigo comience:

«Se me va la memoria detrás de mi madre, sufriendo siempre sumisa las
tremendas borrascas del hogar. El genio violentísimo de mi padre
conturbaba en agitaciones febriles la tristeza de nuestra vida...
¡Porque nuestra vida familiar era bien triste! Yo lo sentí, en cuanto la
brasa dulce de otros hogares amigos me calentó el alma. Jamás entre
nosotros amaneció una de esas alegrías generosas que todo lo besan y lo
contagian de ilusión, desparramadas en risas y cantares. Teníamos
dinero y salud, teníamos inteligencia y corazones, ¡y nos faltaba por
entero la felicidad! El carácter irascible de mi padre, su trato huraño
y brusco, eran como una torva nube que se cerniese sobre nuestro
destino, negándonos la luz pacífica de toda íntima ventura. Bajo aquel
ceño sombrío y dominador, vivía la casa en silencios angustiosos, sólo
quebrantados por las crisis violentas del genial, fiero y hostil, que
nos hacía esclavos. Nuestro _Robledo_, la finca mejor puesta de
Torremar, altiva entre el bosque y la playa, libre y rebelde en la
altura, me ha parecido toda, desde que siento y discurro, clavada con
puñales de tristeza. La obscura masa del robledal tiene una inquietadora
perspectiva...»

El relato se quebranta:

--¿No te has fijado? Acércate. Desde tu balcón se ven sus perfiles
medrosos que ponen un gesto amargo en la casa, el huerto y el jardín.
¡Mira, mira qué desolada se yergue mi arboleda!

--Es verdad--asiente Regina, llevada por Carlos á la contemplación del
alto bosque,--¡parece que clama al cielo!

Y vuelta al donoso conferenciante, sonríe:

--Oye: caes en lirismos agudos y me contaminas. Tu _Robledo_ te hace
poeta...

--Cursi, ibas á decir.

--Sentimental, que no es enteramente lo mismo. Hablas casi en verso.

--No te burles, por Dios. La historia rara y secreta que trato de
contarte, me adiestró los sentimientos y hasta la palabra. A fuerza de
escudriñar eternas horas en la negrura espesa de este dolor, he dado en
la manía de escribirle; y en un cuaderno le he extendido con todos sus
detalles y observaciones, para afinarle y medirle, destilado, gota á
gota, como en un filtro, á ver si de mi análisis resulta algún rastro
luminoso.

--¿Y no encuentras?...

--Nada. Siempre la impenetrable densidad del misterio...

--Pero has conseguido hacerte orador y adornar tu drama con divagaciones
líricas que me están impacientando. Volvamos al sofá y al asunto de
nuestra confidencia, y acuérdate de que yo no sé esperar; esa virtud la
sigo desconociendo como antaño.

Entre dolorido y sonriente, Carlos reflexiona:

--Mi drama, sí; este «es mi drama».

Y dócil, se sienta junto á Regina, en tanto que el camarín se tiñe con
resplandores de púrpura, como si en él reflejase su haz de llamas un
incendio poderoso.

Es que el sol ha caído moribundo en el mar y su sangrienta agonía
inflama en rojos destellos la sierra y el Cantábrico.

Exaltados en aquella luz de tragedia, Regina atiende sin interrumpir, y
el narrador sentimental continúa:

«Las morbosas intolerancias de mi padre, crueles en ocasiones, solían
tener sorpresas para mi hermana y para mí, porque se trocaban, de
pronto, en arranques de ternura pegajosa y hasta un poco teatral. Esto
sucedía precisamente cuando mamá nos juzgaba merecedores de alguna
reprimenda ó prohibición. En tan inesperado momento, un melodrama
paternal nos favorecía con descargos y mimos. Y á fuerza de ser injustos
aquellos arrumacos, los reíamos en calladas burlas, á espaldas del
autor y comediante. Si mamá sorprendía nuestra crítica irrespetuosa,
decíanos con severidad:--Eso está mal hecho. ¿No _le_ queréis?...
Bajábamos la frente en grave confusión. A menudo yo le pregunté á mi
hermana:--_¿Le_ quieres tú? Y con la cabeza me contestaba que sí, muy
despacio... Pero no era verdad. Mi padre nos inspiraba, únicamente,
miedo ó risa. En él sólo veíamos dos aspectos ingratos: el de la tiranía
y el de la ridiculez. La grande fama de sus científicos méritos, nos
pareció siempre una leyenda en la cual pudiera tener fe todo el mundo,
menos los hijos del naturalista ilustre. Manuscritos, dibujos y
colecciones de que él se enorgullecía con vanagloria intolerable, fueron
para nosotros una máquina infernal de suplicios. La servidumbre giraba
ensordecida por voces y juramentos, en torno á los peces raros que el
biólogo conserva, muertos ó vivos, en complicadas vasijas de cristal.
Toda una instalación difícil de agua salada y de agua dulce; frágiles
tubos, tendidos en forma de cañería al través de los vasos,
desinfecciones, limpiezas, graduación varia de temperaturas en las
diferentes salas del museo; cuanto se relaciona con los cuidados
prolijos del laboratorio, corría mil azares en manos profanas, y era
pretexto para que en aquel santuario de la ciencia estallasen borrascas
terroríficas. Incapaz de sacrificarse á la enseñanza, y sin ideales de
compañerismo, servíase mi padre de asalariados torpes, con tal que le
permitiesen abrir curso sin freno á su mal humor. No atreviéndose al
manejo de un látigo, pretendía, siquiera, fulminar á su antojo las
amenazas y los improperios. Pero los criados pasaban como exhalaciones
por el embudo de aquellas leyes tiránicas, y en huelgas tales, se
quedaba mamá, sola y valiente, blanco de todas las iras y de todas las
faenas. Viéndola soportar sin reproches las violencias del sabio,
hablarle con dulzura y servirle con solicitud, decíame: ¡Ella sí que le
quiere!--Pero me sublevaba contra aquella suposición. Yo empezaba á
discernir y á razonar.--¿Por qué le ha de querer?--discutía conmigo
mismo. ¿Acaso yo le quiero?--Después, arrepentido de mis ocultas
rebeliones, optimistas y benévolo, pensaba:--Sin duda le admira porque
es un hombre eminente y excepcional...--A escape, la más despiadada
lógica daba gritos en mi conciencia.--Entonces--decía su voz--tú que
eres sangre de ese hombre insigne, también debes admirarle...--Sí, le
debo admirar, á lo menos,--medité, piadoso, muchas veces. Y á poco, la
resonancia de una soez interjección, el ludir violento de una puerta,
anunciando la presencia del déspota, me hacían estremecer y
confesar:--No, no; ¡mentira!

Aquella lucha, tensa y martirizada, iba labrándome una sensibilidad
precoz y depositando en el fondo de mi carácter franco y vivo, ácidos
sedimentos de melancolía. Empecé á sentir por mi madre pungente
compasión, y tanto supe aguzar mis dotes de psicólogo, que, de cuantas
sospechas me atormentaban, hice seguridades en plazo breve. Entonces,
con la triste carga de mis descubrimientos, fuí donde Ana María, deseoso
de romper entre los dos el tímido ropaje de los disimulos; ya éramos
«mayores», y se hacía urgente una alianza que nos pusiera á la
defensiva, cerca de mamá.

En este paso, que me pareció una proeza varonil, sentíame orgulloso, á
pesar mío, suponiendo que mi hermana, con dos años más que yo, iba á
experimentar profundísimo asombro ante mis expertas revelaciones. La
hallé sola, bordando, reflexiva como siempre. Me miró con los mismos
ojos de mi madre y sonrió como ella, con esa expresión que, á veces,
descubre en ambas un pliegue oculto del pensamiento, un signo de remoto
desdén ó de pía benignidad... Cuando sonríen así, no se sabe si
noblemente acusan ó perdonan... En aquel gesto dulce y conocido, tropecé
de pronto con serias dificultades para iniciar mi discurso. Jamás de
acuerdo habíamos lamentado la suerte dolorosa de nuestra madre. Una
cortedad infantil, llena de azoramientos y de alarmas, nos cerró el
camino de la fraternal confidencia. Sentíamos rubor y timidez para
declararnos en posesión del amargo secreto. ¡Era que nos dolía la pena y
el bochorno de tener que acusar á nuestro padre!

Cautivo una vez más en aquellos reparos, á despecho de mi arranque
viril, me enardeció la pregunta adivinadora:

--¿Qué vienes á decirme?

Torpemente relaté mis averiguaciones; y, al cabo, con alguna arrogancia,
expuse mis filiales intentos:

--Hay que «defenderla»--aludí, brioso, para convencer á mi hermana, que
parecía perpleja en su actitud. Como un eco repitió:

--¡Hay que defenderla!

Pero aquella exclamación me sonó á lamento. Ana María se mantuvo absorta
y muda, sin mirarme. Cuando con una caricia la hice volverse hacia mí,
amapolada y trémula, se quiso cerciorar:

--En resumen: ¿qué es «lo que sabes» y lo que pretendes?

Sin pronunciar nombre alguno, le dije al oído:

--No _le_ quiere... ¡Nada!... ¡Nada!

--¿Y qué más?

--No _le_ admira.

--¿Eso es todo?--inquirió ansiosa.

--Sufre mucho y es preciso que pongamos remedio á su tortura.

--¡Sufre... sufre!... ¡Oh, cuánto!--gimió Ana María sobre mi corazón.

Y al morder un sollozo, lamentaba:

--¡Si yo fuera hombre!

--Pero yo lo soy--dije altanero.--Ella me ha defendido muchas veces de
castigos y amenazas. Ahora, seré su defensor.

Enjugóse mi hermana los ojos con presteza, y endulzando sus frases me
contuvo razonadora:

--Olvida lo que dije--suplicó.--Ser hombre es mostrar cordura... Sólo
podemos «ayudarla» á llevar la cruz. También somos hijos de _él_... Sé
prudente y humilde.

--No, no,--insistí con guapeza;--hay que hacer algo...

--Obedecer y callar--suspiró Ana María.--Tú irás á Madrid, dentro de un
mes, á estudiar leyes. Yo--dijo con la voz temblorosa--iré á Zalla un
año, á perfeccionar mi educación.

Quise alzarme en gallardas razones, sosteniendo bellas actitudes contra
la idea cruel de separarnos de mamá cuando la podíamos servir de más
consuelo y aun de fuerzas y refugio.

Pero mi hermana me aseguró, dolida:

--Ella lo busca; tiene afán de estar sola. Con difíciles y largos
artificios ha logrado que papá decrete nuestra marcha.

--¿Y por qué? ¿No lo sabes? ¿No te sorprende?--interrogué confuso.

Se encogió de hombros, reprimiendo el llanto; y suplicante, presa de
repentina zozobra, me hizo prometer una ciega sumisión á mi destino...

--Sigue, sigue--encareció Regina--al represar Carlos su palabra
fluyente.

--Es que se hace de noche.

--No importa. Estoy ardiendo en el interés de tu relato. ¡Qué bien
cuentas, chiquillo! Hundes la palabra en el corazón, y sabes construir y
repentizar como un artista.

--Será el dolor de un buen maestro--responde, un poco vanagloriado el de
Ramírez. Y á su vera, ya nublada en la obscuridad, Regina se duele:

--Pues aquí tienes una condiscípula, que no le honra mucho.

--¿Tú?...

Carlos deshojaría, galante, algunas flores cándidas en el regazo amigo,
si la voz penumbrosa no dijera, empapada en recuerdos:

--Como á la luz del sol, se me ilumina la memoria, según estás contando
tus pesares. Sois aquellos Ramírez de mi infancia á quienes nunca pude
olvidar, porque vi en vosotros no sé qué raros síntomas dramáticos y
tristes que hicieron huella en mi voluble imaginación. El pueblo no os
conocía bien. Decíase entonces que tu padre, hombre de estirpe sabia,
era un misántropo, enfermo de ciencia. Y que, celoso de la hermosura y
juventud de su mujer, la esclavizaba por amor. De ella, todos sabíamos
virtudes y primores singulares. Se la creyó algo altiva, y muy
admiradora de su marido... Desde aquí abajo parecíais felices en vuestro
_Robledo_ señorial, casi divorciados de la población, tejedores de una
existencia un poco extravagante, á la sombra dos veces grata del oro y
la sabiduría.

--Miel sobre hojuelas--apuntó Carlos irónico.

--Por aquel tiempo ya gastaba yo opiniones propias, tan pintorescas y
atrevidas, que las guardé para mi uso particular, ocultas siempre como
un delito.

--Y opinabas de nosotros...

--Unas cosas muy raras.

--A ver, á ver.

--Os envolví en un cuento fantástico y emocionante. «El
_Robledo_--imaginaba yo--es el castillo donde un ogro, don Juan
Ramírez...» No te ofendas.

--Ni pizca--sonríe con resignación el joven.

--Bien: «pues el ogro tiene encantada á la princesa Carlota. Ana María
es un hada gentil y vigilante, que sirve á «la hija del Rey» y la
deleita en su cautiverio... Un duende muy mono, que conoce el encanto de
la dama, la protege con ímpetus de libertador; usa «botas de siete
leguas», igual que _Pulgarcillo_, y en artes de brujería siente las
hierbas nacer. Este brujo, benéfico y sagaz, se llama Carlos «por mal
nombre»; tiene dorados los ojos y aguda la inteligencia... promete
mucho».

Sin levantarse, toca Regina un conmutador y queda la estancia en baño de
apacible luz. Ingeniosa y festiva, la juglaresa pone al cuento un final
inseguro:

--Creí que el hada y el duende libertarían á la princesa Carlota...

--El duende--alude Carlos pesaroso--duda que sea posible en la tierra la
redención de esclavos.

Aquel dolorido comento, añorante de humanas liberaciones, sacude la
versátil memoria de Regina.--¿Creerás--dice--que se me había escapado tu
drama un minuto?

--Ya es tarde--anuncia el mozo poniéndose de pie. Consulta su
reloj:--Cerca de las nueve.

--¿Y piensas dejarme loca de curiosidad?

--Hace más de dos horas que te acompaño... ¡Para ser la primera
visita!...

--¿La primera? El duendecillo del _Robledo_ estuvo en «esta tu casa»
cientos de veces. Supongo que no irás á tratarme como si nos acabásemos
de conocer.

--Claro que no.

--Somos viejos amigos, aunque la mocedad nos sonríe. Acuérdate cuando
asaltaba vuestro cercado para sorprenderos en la casuca del bosque,
donde solíais jugar. Yo era la mayor de los tres y exigía «la
presidencia» en los enredos de aquellas tardes felices. Pero tuve, á
menudo, tal cansancio y hastío de otras desenfrenadas diversiones por
serranías y mieses, que permanecíamos sosegados mientras yo os relataba
historias de mi fantástica invención, sólo por engreirme con la quietud
halagadora del auditorio... ¡Ya el pedantismo afilaba las uñas en mi
orgullo!... A la hora de la merienda iba tu madre á darnos golosinas y
besos. Viéndola aparecer entre los árboles, tan hermosa y tan triste
camino de la casuca, me decía yo: _Es la princesa encantada, la bella
durmiente del bosque._

Se ha levantado Regina para retener á Carlos pero, enfrascada en los
infantiles recuerdos que entre los dos evocan, enhebra una felicidad,
que ya pasó con la presente cuita de su amigo, y le turba, al referir:

--Sí; Carlota me quería, es cierto. Sus ojos, cuajados de éxtasis, se
posaban en los míos con blandura maternal. Largo tiempo me acompañó por
el mundo la impresión de aquella mirada...

Carlos balbuce:

--Es tarde... Adiós, Regina.

Ella, con la memoria en fuga, le detiene y dice:

--Tanto así levantabas del suelo, y ya con ribetes de erudito y de
galante, traducías mi nombre al castellano. Me llamabas _Reina_.

Devoto, murmuro el doncel:

--Todavía te nombro como entonces, con el pensamiento y con los labios,
callandito: ¡_Reina_ de Alcántara! ¿Te gusta?

--¡Vaya!... Me enamora; no lo olvides.

Y vuelta al presente, desde la suave niebla del pasado, pulsa Regina las
varias emociones de su amigo, y trata de explorar hasta el fondo aquel
espíritu en tormento y vibración.

--Acaba de contarme la historia--encarece--; no sales de aquí sin
decirme tu secreto.

Le estrecha las manos, que se encogen como las de un niño cobarde. Toda
la juventud del mozo queda estremecida en aquella amistosa intimidad, y
doblando las firmes pestañas sobre las ojeras azules, se defiende de su
turbación, sonriendo:

--Ya volveré; practica la virtud de la paciencia... Esperar es un
placer.

Dice Carlos con tal fuego las últimas palabras, que Regina, de pronto,
asiente caprichosa:

--Sí; esperar es acaso un placer. Tener paciencia--añade con
travesura--, quizá sea muy divertido.

--Entonces, quedamos en eso.

--Quedamos, ya que te empeñas. Eres irresistible; me gustas, y te cruzo
mi paladín en Torremar.

En traza de broma le hizo con los dedos una cruz encima del corazón.

Salió el mozo de la estancia, radiante y fascinado:

--Adiós, _Reina_.

--Adiós... _duendecillo_. Un beso á Ana María, y que venga pronto.

       *       *       *       *       *

Marta, al despedir en la cancela al caballero, murmura:

--Larga fué la visita de don Carlitos Ramírez.

Y el rumor de los pasos del visitante se confunde con el murmullo del
mar, que en la playa interroga á los graves misterios de la noche.



IV

LAS ALEGRES COMADRES DE TORREMAR.--«ESTRADUCA».--LA «NOVIA DE
GABRIEL».--IDILIO DEL BOTICARIO Y LA JAMONA.--LA NIÑA DEL
«ROBLEDO».--RÁFAGAS DE PIEDAD.


VIÓ Regina crecer la primavera sin tedio ni desilusiones. Aquel amago de
precoz hastío en que la sorprendió Carlos Ramírez no tuvo, por fortuna,
continuidad, porque todas las tardes, á la plácida hora del crepúsculo,
surgía del pueblo inmóvil un grupito endomingado y vistoso que llamaba á
las puertas de la recién venida ciudadana, y que, en el gabinete por
ella preferido, hacía historia menuda de los más íntimos secretos de la
población.

No se escapó á la de Alcántara ni una mueca, ni un retintín, ni una
frase, en aquel desfile de visitas, soldadura de relaciones y efusión de
saludos. Y entre sonrisas y reverencias hizo, con muchísimo donaire,
todos los descubrimientos que se le antojaban.

Ya está Regina al cabo de Torremar como quien dice. Contagiada por la
chismosa fiebre pueblerina, deja un punto en descanso sus propios
anhelos para divertirse con ajenas aventuras, y en solaces curiosos,
muy femeninos, va ordenando sus averiguaciones, según hemos de dar breve
noticia en el presente capítulo.

Sabe la aprendedora que son las de Estrada dos mocitas arrogantes y
jacareras, con muchas ínfulas y poco dinero, y que, por competir en lujo
y aparato con las encumbradas familias de la ciudad y los contornos,
hacen á su padre andar de cabeza, enredado en trampas, muriéndose de
fatigas y sofocones... Quiere aquí Regina hacer memoria sobre esta gente
tan sonada y visible, pero sólo recuerda que es de linaje ilustre,
nativo de Asturias; que las niñas de Estrada eran ya de pequeñas muy
ostentosas, y que vivían en una casa con balcones esquinados y
ventrudos, semi-palacio de blasón y rejas saledizas, radicante en la
Corredera. La mamá de estos dos pimpollos que tanto ruido meten en el
pueblo, fué una mujer revoltosa y linda, que se murió de susto ante la
bancarrota de su fortuna, y el esposo de la dama sensible, ha sido
siempre un cuitado, preso antes en la imperativa voluntad de su
consorte, mártir después de las trapacerías y locuras de sus retoños,
Palmira y Jacoba; por donde el bueno y triste don Victoriano Estrada
degenera en prototipo del «pobre hombre» inconsciente y lastado, ya
viejo y miserable, en el total hundimiento de su flaca personalidad. Al
través de los cristales obscuros que guarecen la cobardía de sus ojos,
don Victoriano ve á una luz de panorama lívido todas las cosas del
mundo: rostros, senderos, fiestas, jardines, astros y horizontes, cuanto
mira aquel hombre infeliz, tiene un tinte amarillo de vergüenza y
pesadumbre, un color trágico de bosque en deshoja, de cielo en
borrasca. Estraduca suelen decirle, en son de caridad ó de altivez, al
ruinoso caballero.

Y pronuncia Regina lentamente este diminutivo, con sonrisa lastimera,
cuando salta de pronto otra imagen en aquella evocación complicada y
rebuscadora: es _la novia de Gabriel;_ una mujer tristísima, siempre de
luto, que va con frecuencia al camposanto, que reza sin reposo y llora
sin consuelo; su edad es indefinible, su dolor incurable. Ya casi no se
recuerda su nombre en Torremar; la conocen por _la novia de Gabriel_;
algunos la dicen solamente _la novia_, otros _Gabriela_. Su figura
atribulada es, desde varios lustros, la nota fúnebre del mujerío
porteño; pocos torremarinos oyen su voz, nadie su risa. Se cuenta que
_la novia_ hace mal de ojo, y los pacatos ó ignorantes huyen de ella con
supersticioso disimulo. El glacial enlosado de la parroquia conoce los
perseverantes duelos de esta mujer, que debió de ser bella porque aún
tiene en los ojos, entre lágrimas y obscuridades, una ardiente lumbre de
hermosura amorosa.

Cuando Regina corrió por los campos montañeses, rapaza y traviesa, ya
_la novia de Gabriel_ se amustiaba, fatal, en los rincones del templo;
ya el perfil de la doliente, esquiciado un instante en los holgorios
festivos, producía inquietud y desazón, como los revuelos de la
_nétigua_ sobre los valles, y los giros de las gaviotas en la ribera. Ya
entonces Gabriel, un adorado novio, abonaba con su carne varonil el
pedazo de tierra bendita donde el llanto de aquella mujer había de regar
muchas primaveras de flores.

Tiene esta figura femenina un profundo atractivo para la demandante
soñadora. _Gabriela_, con su ropaje de viuda, su encanto de esfinge y
su aspecto funeral, causa á Regina asombros de misterio y de abismo.
Porque esta febril admiración la atormenta un poco, rechaza el luctuoso
recuerdo y acude á buscar otros menos inquietantes.

Aparecen al punto en su memoria las señoritas de Bernaldo. La más
pequeña de las dos hermanas, una «pequeña cincuentona» y relamida,
supone que la idolatra con propósitos matrimoniales el boticario don
Celso Ortiz, señor que entretiene sus sesenta otoños machacando en la
rebotica drogas y chismes, para ofrecer sus amasijos á los clientes, ora
en píldoras, ora en revelaciones, siempre delante de una sonrisita
dulce, que pueda quitar el amargor de sus cuentos y sus «preparados». Es
ya notorio que don Celso tiene grande predilección por los ingredientes
ácidos para componer medicinas, y por los noticiones picantes en
tragedia, que él sabe inventar ó corregir, á la par de sus específicos.

Con una carcajada tendida y alegre comenta Regina el misterioso lazo de
amor que une al boticario con la Bernalda «joven», y que tiene una
historia «química» muy interesante. Observó la dama, de nombre Filomena,
que don Celso conservaba incólume la negrura juvenil de su cabello, más
ó menos poblado; y padeciendo ella el terror á la nieve en sus rizos de
rubio origen, finos y enredadores, se llegó un día á la botica con
disculpas de comprar pastillas de goma para un pícaro constipado de su
hermana. Bien recuerda Filo que don Celso lucía, aquella tarde, rara
travesura en sus ojos gitanos; que estábase envuelto en un chal escocés,
de alegres colores, y calzaba escarpines de paño marrón. No puede la
enamorada olvidar la hora solemne, cuando ella, «como quien no quiere la
cosa», va y le dice:--Diga usted, don Celso: ¿conoce, «por casualidad»,
alguna tintura inofensiva que conserve el color de los cabellos? Es para
mi hermana, ¿sabe usted? Pero no quisiera preguntar en la droguería,
porque aquellos chicos tienen tan poco fuste, que, á lo mejor, creerán
que trata una de pintarse... ¡Figúrese usted!... Todavía no está una en
ese caso.

El farmacéutico, chispos los ojos de placer, sacó la lengua, se relamió,
y repuso, en son de gran secreto:

--Yo le mandaré á usted una cajita con una untura. Se da por la noche,
al acostarse, y se envuelve la cabeza en un paño para no manchar las
almohadas. A pocas aplicaciones de este maravilloso ungüento, invención
mía--dicho sea sin ofender á nadie,--los alados rizos de usted volverán
á su pristino color de oro.

--Sí, oro puro, eso es; digo, así era el pelo de mi hermana, porque yo,
todavía...--insiste ruborosa Filomena.

--Usted está admirable, como siempre,--adula el boticario--y muy joven;
no pasa día por usted.

Con el regocijo de poder aliñar chistes en su tertulia, á costa de la
Bernalda, don Celso mostróse decidor y pegajoso como las pastillas que
iba á comprar Filo. Y poco después salió de la farmacia la ilusa jamona,
llevando en los oídos un soniqueo de galantes chocheces, en la fantasía
la promesa de un tinte para las canas, y en el corazón las ilusiones de
una boda posible.

Aquella noche las de Bernaldo se acostaron con pañuelo á la cabeza,
untadas del betún que don Celso les envió discretamente, mientras en la
tertulia de la rebotica, unos señores ociosos reían la broma del
boticario viudo á la noble doncella Filo.

En tan leve suceso se infló pronto la suposición de unas relaciones
amorosas entre el químico taimado y la dama teñida. Ella, con sus
dengues y sonrojos, dió alientos á la fábula, y en la penumbra de la
vida social torremarina se comentó el asunto como si valiese la pena de
reirle ó de tomarle en serio, mientras los rizos de Filomena seguían
blanqueando, un poco mustios, ente el tizne y la grasa de la tintura
maravillosa...

De todo lo cual se enteró Regina con burlas y pormenores referidos en su
presencia durante el visiteo de la temporada.

Pero de cuantos lances supo la curiosa, con interés y fisga, desde su
nido averiguador, ninguno le interesa tanto como el misterio que
envuelve á sus amigos los de Ramírez. Secreto, dolor y amor; tales son
los estímulos mayores para el corazón intranquilo de la de Alcántara, y
los tres le subyugan á la par, en aquella familia breve y descollante,
donde parece refugiado el antiguo recuerdo de la «viajera rubia».

Muchas veces la dulce voz de Marta ha vuelto á anunciar en la puerta de
Regina:

--Don Carlitos Ramírez.

Pero el joven halló ocupado por otras personas el grato rincón de sus
íntimas confidencias, y siempre prolonga poco su estada allí, creyendo
notar que se interrumpen ó aplazan algunas conversaciones por causa
suya.

Receloso y susceptible, Carlos huye el peligro de que le moleste en
público la más ligera alusión ó indirecta al nombre de su madre. Y no
anda equivocado suponiendo que la triste historia de la dama es todavía
asunto que en la ciudad apasiona y ocupa á las mujeres. Por eso Regina
sabe que Carlota de Heredia se fugó enamorada... ¿De quién?... Algo
confuso queda este acertijo. La fuga realizóse en un barco que desde
Santander hizo rumbo á Francia. Como únicos pasajeros iban con la dama
un sacerdote, un anciano y un poeta...

--¿Cuál de los tres?--se preguntaba don Celso, que «como hombre de
ciencia» era algo volteriano.

Siguiendo la opinión general, Regina dice: el poeta. Esta perspicacia
adivinadora no aclara las negruras del percance. Porque ¿dónde y cuándo
conoció y quiso la fugitiva al incógnito rimador? Ella casó en los
albores de su juventud y parecía vivir muy á gusto en la solitaria
residencia de su esposo, la que no abandonaba ni para bajar al puerto.
¿De qué países fantásticos le llegó la cita amorosa y qué hechizos
fatales la indujeron á la tremenda aventura? Con las huellas de la dama
bórrase el camino de todas las suposiciones.

Afirman los curiosos que don Juan Ramírez no ha buscado á su mujer,
aunque vive en amarga desesperación, loco de pesadumbre, porque adora á
la ausente... Otros cuentan que Carlos, con sigilo y empeños, logró ya
descubrir á la fugada y procura convertirla hacia el triste hogar. Pero,
en resumen, nadie, á sabiendas, puede decir dónde está la señora de
Ramírez, por qué, ni con quién huyó. Ni aun es posible suponer la
actitud del abandonado esposo, retraído en el más absoluto aislamiento
después del drama, y desde años atrás casi en divorcio con la
población.

Una nota alegre rompe de improviso la obscura tristeza del _Robledo_.
Ana María se casa con Adolfo Velasco, _Velasquín_ como familiarmente se
le dice. Ya es casi oficial esta boda, que une á las dos familias más
pudientes y encumbradas de la ciudad. Y la noticia es causa de grandes
admiraciones en el vecindario. Sábese que la madre del novio es dama
austera de mucho recato y sólidas virtudes, y sorprende la seguridad de
que la rígida señora estimula con su patrocinio y simpatía la mutua
afición de los muchachos.--¿Cómo--dicen los chismes populares--la
displicente viuda acoge con regocijo, para nuera, á la hija de Carlota?
Mirando los sucesos al través de Torremar, también á Regina le extraña
el caso. Velasquín, mozo arrogante y distinguido, la primera figura
masculina de la juventud porteña, está emparentado con rancios linajes
españoles, y por sus méritos y posición, bien pudo él buscar novia tan
noble y adinerada como Ana María, sin que tuviese mácula en el nombre de
su madre...

Por cierto que los Velascos no han ido á visitar á la de Alcántara, y
sólo con unas tarjetas ceremoniosas hicieron los honores del regreso á
la interesante señorita. Lo está ella reflexionando con disgusto, cuando
se dibuja sobre aquel enojo el perfil encantador de Ana María. Todas las
memorias se obscurecen á la luz ideal de este semblante, lleno de
sencillez y de frescura.

No es «una belleza» la niña de Ramírez; pero tiene un conjunto armonioso
de juventud y de bondad, tan apacible y amable, que la admiran como
portento de hermosura cuantos ojos la contemplan, y los corazones se
van en pos de su gracia.

Sólo así se comprende que, teniendo la moza pocos años, rica dote y
gentil presencia, no sufra de enemigos ni de envidias en los angostos
límites de tan menuda ciudad.

Meditando la de Alcántara en estos privilegios de su amiga, murmura con
admiración un poco triste: «No sé qué hechizo es el suyo para cautivar
así.» Y la recuerda en el ademán de aquel abrazo con que anudó al cuello
de la repatriada un roto collar de infantiles memorias. Fué una de
aquellas tardes de expectación para Regina, cuando en su gabinete se
hizo más agitado y reverencioso el movimiento de saludos: llegó Carlos
Ramírez con su hermana, y ambos mostráronse tímidos un instante al
advertir la presencia de un gran cortejo. Mas de pronto, Ana María
dominó su cortedad en fuerte impulso de emoción, y abrazóse á la
compañera de su niñez, prendiéndola con un lazo de cálida ternura. ¿Qué
se dijeron las dos muchachas, juntos los labios y los corazones que
tantas veces compartieran sonrisas y latidos? Habláronse á media voz,
dulces y truncas frases de amistad y tristeza. En las palabras
vehementes de Ana María cantó el sentimiento una romanza cordial y
piadosa, mientras la rubia de los negros ojos pretende analizar sus
impresiones en aquel mismo instante, al calor de los halagos que recibe
y prodiga. De tan inusitada exploración saca la escéptica esta sola
conjetura:--La niña del _Robledo_--dícese--es hogaño mujer seductora que
hace honor á las gracias de su madre; pero nuestras caricias son
aparentes, de seguro; esta emoción que nos sacude no es más que
sorpresa, tal vez miedo... Entre dos mozas casaderas no cabe un cariño
desinteresado; no puede existir la pura amistad, ni la simpatía noble...
Estamos representando una comedia...

Y desde aquel momento la de Alcántara puso una triste suposición de
hipocresía y falsedad en su íntimo trato con la de Ramírez, y amargó las
frases y los besos de tan dulces relaciones, no mirando en Ana María á
la paciente compañera de su niñez, sino á la terrible rival de su
juventud.

Contribuyó á la malevolencia de estos juicios una casualidad muy
frecuente en semejantes asuntos; la moza recién llegada había pensado
elegir novio en el pueblo, y no supo sin sordas inquietudes que era el
novio de su amiga la flor de los galanes torremarinos.

Esta averiguación impulsaba hacia el _Robledo_, con empuje de lucha,
todos los instintos de Regina; era un excitante con que su vanidad y su
impaciencia despertaron, fuertes y belicosas, después del sueño de
aquella temporada.

Algunas sutiles inspiraciones detuvieron á la inquieta mujer antes de
lanzarse á buscar entre los de Ramírez, con arrebato ansioso, el drama
secreto de Carlota, el amor dulcísimo de Carlos, y tal vez la envidiable
felicidad de Ana María. Irresoluta un punto la de Alcántara, trató de
contener su insaciable apetito de emociones delante de aquellos dos
hermanos que desde niños la querían, y en quienes adivinaba, á despecho
de sus fatales ideas sobre la amistad, raras virtudes de adhesión. Acaso
por primera vez quiso Regina combatir el ciego ímpetu de su naturaleza
imperiosa. Y puso la atención nuevamente sobre el sencillo programa de
existencia que se trazó á sí misma en alegre amanecer de ilusiones,
cuando rememoró su vida y sus pesares al tocar tierra española, salvando
del naufragio de sus quimeras una firme esperanza de ventura. Este
sedante recuerdo amansó un poco la naciente agitación de su espíritu.
Sonrió á su ideal de vida humilde, entre la tierra y las olas, poseyendo
un jardín y un balandro; haciéndose querer de sus vecinos por la dulzura
y sencillez de costumbres; practicando habilidades caseras y devociones
religiosas, y esperando tranquilamente á la señora felicidad, que pasito
á pasito llegaría en la forma de un arrogante mozo. Las cinco hijas del
juez, portento de economía inverosímil, enseñarían á la novata á
inventar postres, bordados y vestidos; el viejo doctor, D. Fermín Pérez,
la sometería á un plan higiénico y saludable contra las aprensiones que
la mortificaban; y del bondadoso párroco don Amador Olmeda, aceptaría la
sabia dirección espiritual que con discreto interés le brindara desde su
primera visita aquel dechado de sacerdotes.

Débiles eran estos sanos propósitos. Como si su mantenedora les augurase
inutilidad y fracaso, abandonóse á ellos sin fervor y los puso en
práctica tibiamente...

Entorna Regina los ojos con resignación al murmullo de las
conversaciones, que se van haciendo pesadas para ella, en las tertulias
de su gabinete: compra libros de rezo y manto devoto; y, del bolsillo de
una falda manida, náufraga en el fondo de un baúl, extrae un rosarito,
que Eugenia abrillanta con afán, asegurándole á la señorita:

--Es el que usó tu madre para diario.

Aquel soplo efímero de piedades mueve en la casa un ligero vaivén
sentimental. Eugenia coloca sobre la cama de su niña un abandonado
lienzo donde se aparece la Virgen del Carmen con el Niño Dios en los
brazos. Marta, con disimulo y reserva, enciende á San Antonio una
mariposa en un altarcillo parroquial; y Regina manda hacer funerales por
sus difuntos, y pide con urgencia á Santander dos grandes ampliaciones
de los retratos de sus padres. Quiere colgarlas en el saloncito
dormitorio, allí donde piensa rezar y coser, glosando los amores de
Filomena y don Celso, con embustes de las de Estrada y sandeces de la
señora del alcalde, una dama que suele hablar de historia y literatura,
confundiendo á doña Juana la Loca con doña Beatriz de Galindo.

Lleva Regina sus planes discretos hasta suponer que será la tierna
confidente de Ana María, la fraternal camarada de Carlos y la devota
practicante de todas las novenas y congregaciones de Torremar.

Con esta sola hipótesis ya se juzga ella un prodigio de abnegación, una
heroína de la amistad y la misericordia.

Ya se siente crucificada en el más duro de los sacrificios; suspira con
aire pesaroso, y luego rompe á reir, pensando que todo aquello es una
broma irrealizable, una absurda ocurrencia reñida con el señorío
indominado de sus prácticas y sus gustos...

Pablo, el marino jardinero, siente la placidez de aquella bonanza
casera, y pide la nave que Regina le había ofrecido. A tiempo que el
futuro patrón y la señorita riegan las flores, á la caída de la tarde,
es cuando el mozo se atreve á recordar aquella halagadora promesa.

--Para las regatas de los Mártires--masculla enrojecido--ya puede estar
en el balandro aquí.

Oyó Pablo contar que en Inglaterra tienen los yates hechos, y que los
mandan á la medida, en cuanto se escribe.--Así lo consiguieron los
señoritos del Club, en un periquete.

Pone la dama su mano de lirio en el hombro medio desnudo del marinero, y
asegura su oferta con suavísimo agrado. El mozo se inmuta bajo la
presión sedosa de aquella manecita condescendiente, y la muchacha,
sonriendo y mirándole, le aturde hasta hacerle sudar y palidecer.

Quédase allá abajo quieto y confuso el paisaje marino. Cruzan el aire
como saetas dos golondrinas, y en un hermoso cielo de julio, muere la
luz del sol humildemente, sobre el repique grave de una campana y la
canción profunda de las olas.



V

EL ENSUEÑO DEL BALANDRO.--CORTE DE AMOR Y GALANTERÍA.--CABALLERO EN
BRIOSO ALAZÁN...


VEHEMENTE, bullidora como la espuma, como la espuma tornadiza y frágil,
pone la de Alcántara en sus proyectos el ímpetu de las cosas que no se
realizan jamás. ¡Con qué entusiasmo se entrega á los ardores de la
imaginación, sin perjuicio de abandonarse después á la indolencia y la
acritud, desmenuzando cruelmente las causas de sus recónditos
sentimientos! Todo se le vuelve tejer fantasías y destejer emociones,
como la sombra de Penélope.

Allá van ahora, con ínfulas de actividad, sus bellos planes de burguesa
urdimbre. Cosen las niñas del juez al lado de la extravagante moza,
mientras ella asegura que va á empezar un encaje «al día siguiente». Ha
decidido encargar su balandro á los _Talleres de San Martín_, en
Santander; tendrá de largo siete metros, y le costará unas doce mil
pesetas. «Mañana mismo» va á escribir pidiéndole, y dará mucha prisa
para que se le entreguen pronto.

_Timonel_, el viejo amigo de la señorita, está muy interesado en esta
compra, y tiene con la dama una conferencia sobre el negocio:

--Buen aparejo y buen personal para manejarle--recomienda prudente.

--¿Le parece bien Pablo?

El viejuco, con pertinaz guiño, como si escudriñase un horizonte
peligroso, mira hacia adelante en lenta pausa, y replica:

--Sí, Pablo me parece bastante bien.

Luego se ofrece á probar él la nave y el piloto para mayor seguridad. Le
preocupa á la muchacha el nombre que ha de ponerle; un nombre bonito y
raro... Alza los ojos como si le buscase por el techo; y á poco, las
niñas del juez, el marino, Eugenia y Marta, que están presentes,
levantan la cabeza, buscando también por allá arriba. Sólo encuentran
unas cuantas moscas que giran lentamente en un rayo de sol.

--«Eso»--alude _Timonel_, fallido--se discurre cuando el barco está
pronto. Y «hacemos» aquí el bautizo, que es cosa maja y divertida,
fiesta _solene_, con cura y todo...

--Velasquín--dice una de las aplicadas costureras--también tiene pedido
un balandro no sé adónde.

--¿Y sabéis cómo le va á llamar?--inquiere la de Alcántara.

Marta sonríe muy segura.

--Le llamará Ana María, como la novia.

Recae la atención en este noviazgo, tema favorito de _todas_ las
conversaciones en la actualidad. Y _Timonel_, luego que dedica algunos
pintorescos elogios á la gentil pareja, se despide, volteando la gorra
en sus manos endurecidas como raíces secas y ásperas. Es un viejo
sonriente y firme, que cuelga sobre el pecho, desnudo y velloso, los
nevados flecos de una barba hirsuta. Tiene cierta costumbre fina de
tratar con el señorío, y se paga mucho de su privanza con los marinos de
afición más ilustres en Torremar desde las tres generaciones últimas.

Al salir del gabinete deja _Timonel_ sobre la alfombra la huella vaga de
sus zapatos enormes, y en el aire un fuerte olor á marisco y á brea.

Quédanse las señoras conversando de Ana María y Velasquín. Las del juez
cuentan que el novio es riquísimo; que tiene automóviles, caballos,
caseríos, fincas rústicas y millones de pesetas.

--No exageréis--arguye Regina con gesto impertinente--.
Además--cuestiona--, Adolfo tiene un hermano.

--Sí, pero Manuel no se casará. Sólo piensa en los libros y en los
descubrimientos biológicos.

--Puede gastar su fortuna en bichos ó en rarezas.

--Adora á su hermano, que es el ídolo de la casa, y que disfrutará todo
el caudal, seguramente--afirma la del juez muy convencida. Las demás,
conocedoras de estos caudales y estas adoraciones, dicen que sí con
igual certidumbre. Y se dobla la frente de Regina opresa en la
meditación que surge de aquellos comentarios:--Poco--piensa--se ha
detenido Ana María en este gabinete recién abierto á la playa de nuestra
niñez. Con la disculpa de que el _Robledo_ está muy distante y de que
ella tiene graves obligaciones de ama de casa, reposa apenas en este
sofá que yo destino á íntimas confidencias... Casi nada me ha contado
de su novio, á quien ni de lejos he logrado ver. Tal incógnito y reserva
son indicios de que no hay sinceridad para mí en los halagos de esa
muchacha...

La sospechosa, súmese después en más gratas cavilaciones. ¡Carlos sí que
la quiere con fuerte cariño, seguro y grande!... Siéntese ella
acariciada por la ardiente adoración de aquel mozo sentimental y
extraño, que la envuelve en luces de sol cuando la mira y tiembla cuando
la saluda.

Una atracción secreta y curiosa impele á la de Alcántara hacia su
silencioso adorador. Lo mismo que de niña rompía los juguetes mecánicos
para ver lo que tuviesen dentro, así ahora quisiera quebrantar la
timidez de aquel corazón juvenil, para escuchar el grito ingenuo y
apremiante de un primer amor.

Alentado Carlos por las preferencias de Regina, allí donde, por verla
unos minutos, soportara la rivalidad de otros jóvenes torremarinos,
abrió su alma á las ilusiones más sonrientes, soñando una divina gloria
de venturas. Hizo versos eróticos; compuso al piano, con súbita
inspiración, sonatas delirantes y febriles; y todas las tardes rondó la
playa, subiendo y bajando, como el mar, á los pies de la casa de Regina.
Luego, al anochecer, buscaba el camino de la parroquia para ver el
perfil de la joven á la hora de la novena.

Comenzó á susurrarse en el pueblo que Carlitos Ramírez estaba locamente
enamorado de la señorita de Alcántara; ella sonrió alegre cuando la
dieron broma con él, y puso en incertidumbre á otros galanes atendiendo
á Ramírez entre todos.

Ya su dote y su belleza habían rodeado á Regina de una respetuosa corte
de amor. Fabricio Bernaldo, un hermano talludo de la amorosa Filomena,
aplacía tiernamente los ojos y las frases sobre aquel astro nuevo de la
dorada sociedad. El notario, un hombre muy triste, con cara de moro,
buena hacienda y ganancias apreciables, suspiraba también por Regina,
sin disimulo ni sosiego. Y la codiciaron con igual apetito, Felipe
Alonso, rubio y lánguido como un tenor de opereta; Paco Ordoñez, médico,
chiquitín y ocurrente, hijo único de viuda rica, y otros cuantos señores
casaderos y estimables, cuyos nombres no son de interés ni utilidad á
las páginas de esta historia verídica.

       *       *       *       *       *

Cuando las dos niñas del juez, de turno aquella tarde en casa de Regina,
terminaron su labor, era la hora del rosario. Ciñéronse las muchachas,
como su huéspeda, unos velitos modestos sobre la frente, y se dirigieron
á la parroquia.

Ibase el día vencido á morir en el mar túmido y sollozante. En
lontananza serena se besaban las aguas y las nubes, ya obscuro el cielo
con el manto de sombra de la noche.

Por una leve senda que bajaba á la ciudad desde el _Robledo_, resonó el
trote firme de un caballo, y, delante de las tres niñas devotas, pasó,
jinete en brioso alazán, un mozo arrogantísimo, con la solapa florecida,
el puro en los labios, y un aire diestro y feliz, lleno de gracia.

--Es Adolfo, que viene de ver á la novia--anunciaron á Regina las del
juez, mientras que el caballero saludaba cortésmente sin hacer alto.

Quedóse la de Alcántara presa de un deslumbramiento indefinible. Aquel
rumbo, aquel porte del mozo, tan desenfadado y gentil, la recordaban los
grandes salones que con su padre había recorrido en los días felices de
triunfos y esperanzas, cuando desdeñó todas las dulces realidades del
mundo para correr detrás de los sueños y las fantasías.

Ahora se había vuelto muy práctica. Ya no se enamoraría de un bravo
explorador aventurero á quien los salvajes pudiesen hacer picadillo para
amenizar las diversiones de una selva virgen... Quería un novio seguro,
en tierra civilizada, un hombre elegante y alegre, acaudalado y noble...
como Velasquín, por ejemplo... Detrás de él marchó cautiva la atención
de la muchacha.

Lanzábase ya el caballo de Adolfo entre la melancólica polvareda de la
ciudad, bajo los árboles hojosos del camino y el fulgurante silencio de
la luna. Había pasado el jinete rápido y marcial, deslumbrador como una
estrella que brilla y huye, dejándole á Regina una ansiedad punzadora
clavada en el pensamiento.

Al salir de la novena y saludar ligeramente á los señores del pórtico,
fuese la de Alcántara hacia Carlos Ramírez con fácil familiaridad y le
contó, bajito:

--Mañana por la tarde os hago una visita. Espérame á las cuatro en la
entrada del bosque... Tienes tú razón; mi luto no reza con vosotros.

En la sorpresa de su gratitud sólo halló Carlos palabras triviales:

--¡Cuánto me alegro!... Haces bien... Ya te lo había yo dicho...

Ella, furtiva y sonriente, se puso un dedo en los labios con expresivo
ademán y echó á correr entre sus compañeras.

Cuando el muchacho subió á su casa, por aquel ondulante camino que
frecuentaba Adolfo, parecióle que nunca fuese la vereda tan suave y
halladiza. No vió como otras veces, la sombra triste de su madre en el
solariego robledal, porque prendió la luna en el bosque la caricia de su
luz y alzó la brisa tal rumor de besos, que se ahuyentaron los gimientes
fantasmas perseguidores del mozo.



VI

¡ADIÓS, LUTO!--«PETIT TRIANON».--PROSIGUE LA HISTORIA DE LA «BELLA
DURMIENTE».--LA MORAL DE REGINA.--TRAGEDIAS Y TERNURAS.--LAS FLORES QUE
NO SIRVEN PARA NADA.


A grandes pasos, como si todo el camino fuera suyo, cruzaba Regina el
arrabal, buscando la altura del _Robledo_. Se había ceñido un traje de
tul, calado en las mangas y el escote, impropio de su luto reciente; y
aun alegró la sombra de la tela con unas rosas blancas, prendidas en la
cintura. Salió anhelante, atropellada de vehemencias y de impresiones,
sin saber á punto fijo qué cosa fuese á buscar sendero arriba; pero
segura de que buscaba algo urgente y apetecible para su inquietud. Dejó
á Eugenia en el zaguán haciéndose cruces:--¿Adónde iba la niña con el
luto en alivio, sola y apresurada, ardiendo así la tarde?

--A divertirme. A salir de esta clausura donde ya me ahogo: ¿tiene algo
de particular?

Y sin esperar respuesta, viendo que acudían también Marta y Dolores, y
que Pablo se iniciaba sorprendido en el fondo del jardín, emprendió la
marcha con mucha resolución.

Ya en el sendero que conduce al robledal, se detiene y mira á todos
lados, con incierta sonrisa. Por allí subió muchas veces, rapaza
errante, libre como los pájaros, á encontrar á los amigos, á quienes
fascinaba y divertía con sus cuentos maravillosos. Siente la nostalgia
de aquellas horas, cuando en la ruda independencia de su niñez le era
tan fácil escalar un atajo y seducir unos corazones... Cautiva del mundo
y de sus convencionalismos, atormentada por la educación, acaso es un
delito repetir semejantes aventuras...

Así piensa Regina con despecho, posando sus ardientes ojos en la ciudad
menuda, que en la modorra de la tarde estival parece dormir, pobre y
cansada.

De pronto, en un límite confuso de la carretera, surge un tren
pequeñísimo y veloz, que se agranda y silba, que se retuerce en la
serpeadora línea blanca, y cruza la población y sube al arrabal. Es el
automóvil de los Velascos, el único del pueblo. Regina no distingue
quiénes van en él. Le ve ganar el soto sobre el cual se apoya la
flamante casa de tan ilustre familia montañesa. Las torres del
espléndido edificio asoman por detrás de la brava altura donde la casita
de Alcántara se yergue.

Muchas tardes Regina, desde su mirador que da al jardín, á espaldas de
la mar, contempla absorta aquella residencia de príncipes, palacio
moderno en el cual supone encerradas todas las exquisiteces del lujo y
el _confort_. ¡Ella tendría que gastar su fortuna sólo en la verja de
una finca semejante! Tienen razón las niñas del juez: ¡deben de ser muy
ricos los Velascos!...

La admirada mansión es de una arquitectura libre y voluptuosa, que,
indisciplinada contra las reglas, sabe introducir las comodidades y la
novedad, recordando las elegancias de Watteau, los refinamientos
versallescos, los extravíos finos y raros del siglo XVIII.

Sorprende á Regina que haya sido la acogedora de tales sutilezas una
dama devota y madura, consagrada al culto de los santos y de las flores.
Y se confunde con este asombro el recuerdo de Ana María, aceptada con
placer para nuera, por la viuda floricultora.--Tal vez--se dice--la
madre de Velasquín, á pesar de sus afanes piadosos y sus prácticas
severas, resulte, por dentro, una dama al estilo del pequeño Trianón...

Avanza Regina en su camino y en sus reflexiones, mirando siempre las
cúpulas de los Velascos y la parte alta del edificio que la observadora
descubre á medida que asciende; aquellos impacientes perfiles, aquellas
líneas ondulantes, toda la linda traza y el conjunto inusitado de la
construcción, ¡qué bien dicen las inquietudes y los refinamientos de la
vida moderna! Allí las horas correrán muelles y solazadas sin la
monotonía enervadora del vivir campesino... Regia instalación estival,
con un yate liviano, cómodos carruajes, rápidos automóviles, y un bello
amor, exótico y fuerte... En el invierno, Madrid, con su vida cortesana
y opulenta; triunfos de salón, regocijos de hogar... ¡Qué dichosa iba á
ser Ana María!...

Ya está la moza en la linde del bosque donde Carlos aguarda.

Manso el ramaje susurra débilmente, y por los desgarrones de la fronda
afila el sol las saetas de su luz hasta la hermosura brava de la selva
como un enamorado que con ojos atrevidos rasgase la pudorosa túnica de
codiciada mujer.

Sintiendo está Regina toda la belleza del agreste paisaje, cuando llueve
en la gasa de su ropa un puñado de flores. Sonríe la muchacha: registra
en torno con sus lentes y descubre á Carlos tendido en el suelo, en
actitud de lanzar otro puño de borrajas y margaritas. Cuando caen
aquellos olorosos proyectiles sobre la elegante blusa, sutil como la
niebla, Regina se detiene renovando con rara claridad la remota
impresión de un sueño que tuvo no sabe cuándo, en horas de fiebre: Era
en una espesura salvaje, huyendo, no se acuerda de quién; las flores le
sonrojaban el cuerpo desnudo cayendo en lluvia suave, como de caricias ó
de miradas... Vagamente murmura:

--¡Jacinto Ibarrola!... Fué un delirio, una ilusión...

Carlos ya está de pie, gozoso, esperanzado; y ella le saluda con la
memoria ausente y la sonrisa lejana.

A la apremiante solicitud del joven trata Regina de sacudir aquella
insólita enervación de su voluntad, y déjase caer en el mantillo de la
selva, bromeando y sonriendo. Quiere desechar á todo trance las memorias
tristes, porque sabe que le entorpecen su paso decidido y que turban su
corazón. Y arriesga la mirada en la penumbra del bosque, con la cobarde
ansiedad de esconder sus pensamientos á la sombra durmiente de los
árboles... Fué de veras que los escondió, porque del toldo umbrío,
rasgando los cendales de enredaderas y de helechos, vió Regina surgir la
imagen dulce de Carlota. Al punto, olvidada de todo lo que no fuese la
tragedia profunda del _Robledo_, volvióse hacia Carlos la muchacha, con
la curiosidad encendida en los ojos, y rogó, insinuante, hasta que el
joven, sentado á los pies de ella, ató el hilo de aquel drama sin
final.

--Después que me lo cuentes--dice conqueridora la de Alcántara,
buscaremos á Ana María.

Pero el mozo, que un minuto antes, ardiendo en ilusiones, estaba muy
lejos de aquella realidad, patulla torpe en su relato.

Ayudándole Regina, inquiere:

--¿Qué sucedió cuando tú marchaste á Madrid y tu hermana al colegio de
Zallas?

«--No partimos ninguno de los dos--dice Carlos, ya dentro de su
pena.--Fuimos retrasando nuestra salida, porque mi madre, entonces,
mostró un aspecto de cansancio y hastío que nos preocupaba mucho. Ella
intervenía en todos los pormenores del laboratorio con trabajo
incesante. No sólo estaba á las órdenes del «dictador» en los materiales
trajines, sino que, además, copiaba escritos, leía en voz alta y hacía
dibujos... Después, velaba á la cabecera del sabio, que se dijo «enfermo
de fatiga»... Horas sin fin vagaba mi padre por la casa, mirándose la
lengua en todos los espejos, tomándose el pulso en todos los rincones,
maldiciente y desesperado, negro el humor, como un abismo. Seguíale su
mujer igual que una sombra esclava, sirviéndole á cada ralo manjares
preparados por ella, y que mi padre apuraba, protestando ruidosamente de
su calidad y condimento. A menudo, mezclándose á las voces de furor,
oíanse chasquidos de cacharros, y mi madre se adelantaba presurosa á
nuestras preguntas, diciéndonos que había dejado caer por torpeza el
servicio de la comida...

Una noche me pareció escuchar gritos lastimeros, sollozos y ayes. No
era la voz irascente, terror de nuestra casa, la que así me despertó á
deshora. Era un velado acento de mujer, una voz blanda como la de mi
madre. Me levanté de un salto á medio vestir, salí al corredor y todo
estaba obscuro y silencioso.--Habré soñado--me dije. Y atento á la paz
negra que me envolvía, aún escuché un suspiro, dudando si era caricia
del jardín ó desahogo de un pecho. Después llegó á mis oídos un susurro
como de brisa ó de oración, y en la ceñuda sombra vi encenderse una raya
de luz señalando el dormitorio de mi hermana. Fuime descalzo y cauteloso
hacia el hilo brillante y abrí la puerta. Ana María, sentada en su lecho
en actitud de quebranto y de insomnio, ahogó un grito de alarma.»

--¿Era ella la que te despertó gimiendo?--preguntó Regina.

--«No, al escuchar, como yo, la doliente quejumbre, se había desvelado
en ansiedad miedosa. Pero ante las sospechas de mis preguntas mostróse
calmada y rogó que me acostase sin hacer ruido, porque, seguramente,
éramos unos locos que soñábamos con llantos mientras todos dormían en el
_Robledo_. A medio convencer la obedecí, y aunque velé toda la noche,
con el amargor de tristes dudas, ningún alarmante suceso me volvió á
inquietar. Mas un ansia frenética de ver á mi madre me poseyó al
siguiente día. Con la aurora ya estaba yo vestido, paseando por mi
habitación en espera impaciente de que la casa se animase con los
acostumbrados rumores. Sentí que se abría la puerta del gabinete de
mamá. Salí corriendo y la puerta se cerró. Pero incapaz de contener mis
prisas y mis inquietudes, entré resueltamente en el aposento contiguo
al dormitorio matrimonial. Mi madre se estaba peinando, con el
larguísimo cabello flotante hasta las rodillas. Al verme en la luna de
su tocador, tornó hacia mí la cara llena de asombro y preguntóme
ansiosa:

--¿Estás malo?... ¿A qué vienes y por qué madrugas así?

Yo también la miraba con ansiedad creciente. Observé su enfermiza
palidez de encarcelada, y en los ojos agrandados por el sufrimiento, una
luz sombría que me causó espanto. El livor profundo de las ojeras y el
grave pliegue de la boca, daban á su rostro, siempre tan dulce, una
extraña expresión de locura.

--Tú sí que estás enferma--pronuncié sin saber qué decir, asustado por
la profundidad del dolor que su semblante traslucía.

Levantó ella los brazos maquinalmente, enlazándose el pelo de cualquier
traza, tal vez para ocultar sus ojos turbados por los míos. Entonces,
las mangas anchas y ligeras del peinador se le deslizaron hasta los
hombros, y en los brazos, de sedosa y peregrina blancura, le vi de
pronto, con terror indecible, varias señales negras y crueles,
extendidas como sacrílega profanación en la hermosa carne sagrada para
mí... Toda la tragedia bárbara de aquella vida se me reveló en tan
espantoso minuto. Pero aun quise dudar, ciego por el terror de creer. Y
tocando las mazadas huellas del suplicio, grité alocado:

--¿Qué es esto, dime; qué es esto?

Retiróse dolorida, se apartó los tenebrosos cabellos en ademán brusco, y
con una resolución desesperada señaló hacia el dormitorio y me dijo
únicamente:

--Ese hombre.

--¡Miserable!... ¡Miserable!--rugí. Toda mi ternura se deshacía en
sollozos y en maldiciones, cuando se presentó mi padre con estrépito,
medio desnudo, trágico y amenazador.

--Si no calláis os mato--regañó con fiereza.

--Acaba de una vez--respondió serena su víctima, con altivo desprecio.

Lanzóse furioso hacia la cama, buscó entre las ropas, y le vimos empuñar
un revólver:

--¡Os mato!--repetía.

Dos acentos agudos apagaron su voz:

--¡Mi madre!

--¡Mi hijo!

Y á un tiempo nos arrojamos á la defensa mutua contra el cañón negro del
arma. Yo la arrebaté de las manos cobardes que tantas veces con ella
apuntaron al pecho de una mujer. Pero aquellos feroces puños se
crispaban aún sobre la dolorosa que á mi lado sufría, y un torrente de
injurias brutales abrumó á la infeliz. Cegado por la indignación, blandí
el arma sin saber lo que hice, y amenacé:

--Disparo, si la tocas.

Al rozar los pálidos dedos de mi madre que desviaban el revólver, apreté
convulso el gatillo, y silbó una bala que se clavó en el techo...»

--¿Qué más?... ¿Qué más?--pide Regina, acuciosa y febril.

Carlos parece que está fuera del mundo, en nublada existencia de
visiones y pesadilla. Oye que le dicen otra vez: ¿qué más?, y murmura
estremecido:

«--¡Ah! sí, pues nada; una cosa ridícula. Mi padre dió muchas voces
pidiendo socorro; temblaba, quería huir. Tropezando en los muebles, á
tumbos, llegó hasta el lecho: le miró, nos miró, y zambullóse en él con
heroico arranque, en la actitud tremenda de quien se tira al mar. Se
subió el embozo hasta cubrirse la cara, y quedó mudo, inmóvil.

--Está loco--dije á mamá. Acerba, segura, replicó:

--Es un infame.

Y giramos hacia la puerta al escuchar el roce de un vestido. Ana María,
demudada, temblorosa, estaba allí.

Fué urgente que la prestásemos apoyo, porque la vimos desfallecer. Nos
miraba interrogante, trémula, y aunque la queríamos tranquilizar, rompió
en llanto, doliéndose:

--¡Qué vida nos espera ahora!

Pero yo no estaba para lamentaciones inútiles. Una actividad punzante me
consumía. Anduve á pasos inquietos el saloncito de costura donde nos
habíamos refugiado. Las dos mujeres, abrazadas en el sofá, tejían
lástimas y consuelos como si estuvieran duchas en tan amargos lances de
vergüenza y dolor.

Por fortuna, la servidumbre, escasa aquel día, trajinaba en el corral, y
nadie oyó el disparo, que apagó su estallido en la profundidad de las
habitaciones.

Pasamos la mañana en aflictiva sombra de pensamientos. Eran los míos tan
atropellados y confusos, que en un instante caía desde la más terrible
resolución á la impotencia más abrumadora. En un giro loco de tales
ideas, pregunté á mi madre airadamente:

--¿Por qué te casaste con _él_?

Dejó temblar su voz llena de lágrimas, y con infinita ternura repuso:

--Porque debíais nacer vosotros...

Estrechóse mi hermana contra ella, balbuciendo no sé qué frases y
caricias.

Yo, transido de gratitud y de emoción, me arrodillé á besar las manos de
la mártir. Y entonces suplicó, enérgica y dulce.

--Júrame que _le_ respetarás.

--No; le aborrezco--dije.

--Debes perdonarle. Es preciso que le perdones, como Ana María.

--¿Eres capaz de eso?--pregunté indignado á mi hermana.

--Hago lo que mamá quiere--confesó.--Me lo pide ella... Por servirla
llegaré á las cosas más difíciles del mundo.

Había tal esfuerzo en sus palabras, que enmudecí, juzgando mucho más
noble su obediencia que mi rebelión.

Mi madre insistía:

--Jura, Carlos...

Pero alcé los ojos á mirarla con tal angustia, vió en mi semblante el
tormento de tantas inquietudes sordas y crueles, que poniendo las manos
en mis hombros, me dijo, grave y digna:

--Jamás he merecido que _él_ me trate así. ¿Oyes, hijo mío? ¡Nunca!...
Por vuestro amor llevé la cruz de este suplicio en secreto espantoso...
Ana María conoció antes que tú la intensidad de mi desventura...

--Es un crimen--le interrumpí horrorizado--que sigas viviendo con ese
hombre.

--Ya no hay para qué--dijo--si tú sabes que no debo vivir con él; que
no puedo. ¡No, ya no puedo más!--sollozó desolada...»

Se contrae la voz del mozo en repentino quebranto. Regina, más atenta á
la curiosidad que á la compasión, apremia impaciente:

--¿Qué hicisteis, di?...

Ambos amigos están viviendo la fatal historia. El siente y sufre. Ella,
imaginando, saborea el estimulante amargor del drama y le apura con
trágica sed en los labios del joven, por lo mismo que él sazona con sus
lágrimas la relación...

Esplende la tarde, rútila y bella. Bajo el toldo quieto del robledal
gorjean y reclaman los pajarines, y en un ribazo florecido balitan unas
ovejas, enamoradas ó errantes.

Carlos Ramírez, borracho con el ácido licor de sus recuerdos, nada
escucha ni admira; arranca flores de la alfombra de césped donde se
recuesta, y sigue diciendo con traspasada lentitud:

«--Nada hicimos entonces. Formamos un haz de almas en tortura, hasta que
mi madre, de pronto, rompió el hechizo de nuestra pena con su palabra
persuasiva y valiente. Nos prometió redimirse de su esclavitud sin
retroceder ante ningún obstáculo. Iría en consulta á la capital aquella
misma tarde, para entablar la demanda de divorcio lo antes posible.

--Tendré que separarme de vosotros provisionalmente--dijo. Y ante
nuestra alarma dolorosa, añadió:

--Después que mi libertad se legalice, vendréis á mi lado sin abandonar
por completo á vuestro padre. Es preciso--insistía--que le compadezcáis
mucho, que le cuidéis. El os quiere y será bueno para vosotros.

Mi hermana se atrevió á decirle que ante la amenaza del escándalo y la
separación, tal vez el culpable prometería una absoluta enmienda, un
arrepentimiento lleno de compensaciones y humildades. Pero mamá dijo al
punto, con viva repugnancia:

--No, no. Es imposible. ¡Nunca, nunca!

Vimos en su rostro la firmeza de una inquebrantable resolución. Su
hermosura cobró un aspecto de altivez y poderío que jamás tuvo. Y hasta
en el dolor y el embeleso con que nos acariciaba creíamos sentir un aura
saludable y nueva, una fuerte expresión de dignidad y valentía. Me
pareció mi madre otra mujer. Su nimbo de dolorosa tomaba realces
gloriosos, resplandores de triunfo. Y, sin embargo, ¡cuánta amargura en
su acento, y en su sonrisa cuánta tristeza!

Casi todo el día estuvimos los tres juntos, en una intimidad tan
acordada y profunda, como no la disfrutamos hasta entonces.

El criado recibió con visible sorpresa la orden de servir á mi padre la
comida en la cama. Poco más tarde, suponiendo que nos interesaba mucho
la noticia, fué á decirnos «que el señor había comido muy bien, sin
rechazar ningún plato». Y como mi madre no manifestara interés por el
suceso, entre la breve servidumbre se inició un murmullo de asombro, al
ver á la señora libre de sus hábitos de esclava, á salvo de apuros y de
gritos.

Un silencio de tumba reinaba en las habitaciones conyugales, donde el
drama absurdo y brutal se deslizó en la sombra tantos años.

Ya vencido el día, acompañé á mi madre á la iglesia. Quiso hablar con
don Amador, y la dejé en el confesonario, mientras pedí un coche que
nos esperase en la carretera del _Robledo_. Mamá deseaba no hacer uso
del ferrocarril, temiendo que en la estación de Torremar la molestasen
con preguntas ó acompañamientos importunos.

--Iré desde casa en un coche--dijo--y aun me queda tiempo para ver hoy
al abogado. Mañana haré las diligencias más urgentes, y volveré á la
tarde.

Preguntábale yo, si no temía la actitud violenta que _él_ tomase por tan
decisivas resoluciones.

--Bajábamos por ese mismo sendero--señaló Carlos á Regina--; estaba así
la tarde, como ahora, tan espléndida y dulce. Mi madre respondió:

--No temo nada. Sólo es capaz de crueldades lentas, de infamias
silenciosas... "Ese hombre" es un caso estúpido de ferocidad sorda y
ruin, sin precedentes en cuanto yo sabía de crímenes humanos... Valido
de mi flaqueza y mi terror, me hubiera matado lentamente, gozándose en
atormentar mi alma y mi cuerpo en una bárbara cobardía de muchas horas.
Roto el secreto de sus perversidades, amparada yo de la ley, pedirá
perdón y llorará como un nene que delinque sin malicia ni consciencia,
maltratando su juguete favorito...

--¡Pobre Carlota!--lamentó Regina.--_Bella durmiente del bosque_,
encantada por el Ogro!...

Carlos vuelve un instante á la realidad, y contempla á la muchacha en
muda adoración.

Pero ella está tranquila, pendiente de la historia, deseando á la vez
que dure mucho y que se acabe pronto.

Y sin reparar en las emociones de su amigo, le apresura y le emplaza:

--Cuéntamelo despacio, y acaba en seguida.

--No acabaré nunca--se duele el mozo.--Y relata obediente:

«Después de la brevísima conferencia de mi madre con su confesor,
volvimos á la finca, dejando el coche allá abajo, en un cruce del
sendero y el camino real. En breve, mamá estuvo preparada. Entró en el
laboratorio, no sé si á despedirse de Manuel Velasco, ó á buscar alguna
cosa. Fué cuestión de un instante...»

--¿Manuel iba todos los días á vuestra casa?--pregunta Regina con vivo
sacudimiento de interés.

--Iba á estudiar con mi padre, y muchas veces trabajó solo horas
enteras, cuando el maestro, adolecido ó malhumorado en demasía, se
encerraba en sus habitaciones.

--Ese Velasco es un excéntrico, ¿no?

--¿Manuel?... Un hombre encantador para mi gusto: serio, paciente, de
carácter dulcísimo y simpático...

--Incasable, dicen.

--¿Por qué no tiene novia?

--Todos sus amores cuentan que los ha puesto en la biología.

Olvida Carlos su mirada entre los árboles, con evocadora expresión, y
responde:

--No lo creo... Manuel--continúa ferviente--es mi mejor amigo.

--¿Más que Adolfo, tu futuro cuñado?

--Mucho más que Adolfo.

--¿Y era también--inquiere la curiosa--un buen amigo de tu madre?

Enrojece Carlos. Sus doradas pupilas se hunden en el bosque, como en
persecución de algún secreto.

--Sí, porque había sorprendido toda la tragedia de nuestra casa. Durante
muchos años Manuel casi vivía con nosotros. Su admiración á la ciencia
de mi padre, sus aficiones al estudio y al trabajo, han sido poderosas
para retener esa juventud varonil dentro de las terribles salas donde se
han fraguado muchas tempestades de nuestro hogar... Manuel Velasco y mi
madre simpatizaban mucho.

--¿Y dices que se despidió de él?

--Lo supongo. Tengo tan presentes todos los pormenores de aquel día, que
nada olvido en esta crónica triste de mi corazón...

«Mamá salió del laboratorio más blanca que la nieve; en el dintel,
Velasco parecía un espectro; tan pálido y fúnebre le vi. Ocultándonos de
mi hermana marchamos en busca del coche y acompañé á mi madre hasta la
salida de Torremar. Cuando ella mandó detener el carruaje para que yo
bajara, sentí de pronto el miedo agudo de la irreparable separación. Y
aunque ambos dijimos «hasta luego», quedéme temblando como una hoja en
mitad del camino.

Allí, en el borde de la carretera, frente al mar, busqué el apoyo de un
arbusto. Me pesaban en los párpados los últimos besos de mi madre, con
dulzura nueva y solemne. La viajera, alejándose, alzaba su pañuelo entre
las cortinas del coche para decirme:--Adiós... Adiós... Pero sentí un
cansancio horrible, como si hubiera recorrido medio mundo; y en aquella
postración profunda no pude contestar... La noche ensombrecía ya la
costa, y los encendidos ojos del carruaje me miraban, me miraban de
lejos con tal fijeza y dolor, que tuve impulsos de correr para
apagarlos, para preguntarles por qué me perseguían con lívidos
resplandores de fatalidad, en una noche tan hermosa, á orilla del mar
azul... El traje claro de mi madre blanqueaba fugitivo, cada vez más
distante, y aún me pareció distinguir las oscilaciones de una mano que
decía siempre:--¡Adiós!...»

De nuevo Carlos Ramírez detiene su relato en un nudo de palabras
deshechas. Y también Regina, implacable, perentoria, repite:

--¿Y después? Anda, hombre, ya falta poco.

--Falta mucho... ¡Mi madre no volvió!...

--¡Ah!--se le ocurre á la niña por todo consuelo. Y al cabo de una
meditación audaz y silenciosa, pregunta:

--¿No sabrá de ella Manuel Velasco?

--Manuel sabe--dice el mozo con altivez--que mi madre es buena. Y
dolido, pávido, interroga:

--¿Lo dudas tú?... ¿Admites las calumnias que de ella se dicen en
Torremar?

Hay una inflexión ingenua y dulce en la voz que tranquiliza:

--¿Dudar yo de la virtud de tu madre? No, Carlos no... Escucha. Voy á
ser muy franca contigo, únicamente contigo, muchacho; ideas de este
calibre no las debe decir una moza casadera.

Y muy celosa, recatándose hasta de los robles y de los helechos, de los
pájaros y de los grillos, secretea la de Alcántara:

--Yo juzgo que siempre, en todos los casos de la vida, es lícito y...
«bueno» huir de un hombre odioso para querer á un hombre amable.

--¿Qué sospechas?

--¡Nada! Aseguro que Carlota, hoy ausente y libre es á mis ojos tan
interesante y digna como lo fué esclava en el _Robledo_.

--Gracias, gracias--murmura Carlos devoto,--tú haces por ella más que
Manuel y su madre, más que don Amador... La crees en pecado y la
perdonas.

--Si es que no califico de pecado... «eso» que tú supones...

Posa el mozo todo el sol de sus pupilas en los ojos negros de la mujer,
y turbándose profundamente, oye la consulta:

--Apela á tu propio corazón; dime la verdad: ¿la crees tú mala aunque la
juzgues culpable del delito de amar?

Obstinado, confuso, él repite:

--Mi madre es buena.

--Puede ser un ángel y estar enamorada.

--¿De quién?... Se marchó sola. Cansada de sufrir, no tuvo valor para
aguardar meses y meses, tal vez años, una sentencia oficial que rompiera
su cautiverio. Los trámites judiciales le causaron repugnancia y
bochorno. Así nos lo dijo en una triste carta de despedida... Sabe que
para ir en su busca abandonaríamos á nuestro padre, y ella lo quiere
evitar con el secreto de su retiro. Se alejó pobremente, con sus
pequeños ahorros y sus joyas... ¡Oh, madre mía!... ¡Es buena, es buena!
Los que la conocen bien, están seguros de ello.

--¿Lo has preguntado tú?

--Nunca. Es la primera vez que remuevo con la palabra estos pesares
míos; pero sé que la infeliz ausente tiene en Torremar tres defensores:
Manuel, su madre y don Amador.

--Tiene cuatro.

--¡Regina!

--Y yo, la más entusiasta, según tú dices.

--¡Vas tan lejos en tu bondad!

--En mi libertinaje.

--¡Por Dios!...

--Sí, Carlos. A la libertad del corazón y de los afectos, le llama
libertinaje medio mundo.

--¿Aunque sólo el espíritu se liberte?--averigua el joven con zozobra.

--¡Aun así!--quéjase la voz musical, con acento de rebeldía.

--Leyes serán del mundo, no del cielo... Mi madre, hermosa y pura,
muchos años martirizada, ¿no puede sacudir sus cadenas y disponer, á lo
menos, de su corazón?... Si eso fuese un delito, yo la absuelvo y la
perdono.

--Y en un caso de libertad... «absoluta», ¿te mostrarías inflexible con
esa mujer, sólo porque es tu madre?

Certera, desconcertadora, la interrogación da en medio de las
inquietudes de Carlos, que se defiende dudoso, tímido:

--Siento necesidad de creer en su virtud; su vida de sacrificios y
abnegaciones no me deja derecho á dudas... ¡Ha sufrido tanto!... ¡Fué
tan ruinmente atormentada!...

Como fruto de lentas consultas á la conciencia y al sentimiento, repite
el mozo unas palabras muy dulces, que de fijo Regina las conoce:

«--No se debe golpear á una mujer, ni siquiera con una flor...»

--Aunque la mujer sea mala; pero si es buena, si vale tanto como la
madre tuya... ¡Carlos, duendecillo de mis sueños de niña, no seas
cobarde en tus perdones!...

Roto un troquel de timideces y de nieblas al conjuro de la voz
tentadora, Carlos Ramírez se alza anhelante, hermoso en su ingenua
solemnidad:

--Sí, sí. «En todos los casos», yo perdono á mi madre, y creo que merece
ser libre y ser dichosa.

Con brusco transporte, ardiente en sus ojos una lumbre de afanes
juveniles, el muchacho exclama:

--Escucha, _Reina_... Tú eres la mujer de mi vida... ¡Te quiero, te
quiero!...

Y ella, en repentino abandono de la sensible narración, sonríe con los
labios abiertos al placer, ufanándose en la golosina de una lisonja
nueva. ¡Un niño gentil, que le dice amores entre lágrimas, con la voz
caliente de ternura!... La sombra de los ojos á la moza se le inflama de
luz.

--Carlitos, mi caballero--gorjea en triunfo,--me da mucha risa que me
quieras tanto.

--No te burles; este es un amor de verdad; amor de hombre. Y ya nunca,
¿sabes?, nunca podré amar á otra mujer.

--Así dicen, y hasta creen, todos los pretendientes enamorados.

--Yo no soy «como todos». Yo te quiero desde que supe de ti. Cuando tú
subías con Daniel á contarnos cuentos en la casuca, ya te quise. Después
he soñado mucho con tu belleza, con tu donaire, con el misterio de tus
ojos, con el encanto de tu palabra, con los dolores de tu corazón...
Desde que volviste te elegí por confidente única de mis penas. Adiviné
que me ibas á consolar, que _la_ ibas á defender... Y ahora, ¡siento por
ti una devoción, una gratitud!... ¡Quiéreme un poco, _Reina_, por
caridad!

Trocó Regina en lástima su regocijo ante el discurso ferviente, preñado
de anhelos y tristezas. Algo profundo y grande se estremeció en el pecho
de la veleidosa, creyendo que el nombre de Daniel había temblado como
una lágrima en el semblante deprecativo de aquella pasión tan dulce y
tan humilde. Pero lucha contra la flaqueza del enternecimiento; quiere
reir; hace una breve mueca de fastidio, y quédase absorta, con los ojos
húmedos y la risa en quebranto.

Una voz perlada y juvenil punza el silencio, desde el fondo del bosque,
y aparece donosa una dama, bajo el ramaje inmóvil.--¿Dónde
estáis?--viene preguntando.

Regina, como en la insensatez de un delirio, murmura:

--¡Carlota!

Y el mozo vuelve la cara con estupor, á punto de gritar:--¡Madre!

Pero es Ana María la que llega, la que averigua con celo y cariño:

--¿Qué os sucede?

--Nada...

--Nada...

--Parecéis disgustados.

Niegan ellos: el calor y el palique les detuvo allí, gustosos de la
frescura de los árboles, entretenidos en las memorias de la infancia.

La niña del _Robledo_ interrumpe aquellas explicaciones con dulce
enojo. Teda la tarde les aguardó impaciente, y hace más de una hora que
les busca en el jardín y en la arboleda...

Está allí Velasco, que quiere saludar á Regina.

--¿Dónde?--interroga la de Alcántara, poniéndose de pie con visible
azoramiento. Sacude su vestido y alisa sobre la frente la sérica mata
rubia.

Aquella ráfaga de inquietud invade á la novia, que manifiesta un leve
susto cuando dice:

--Venía detrás de mí.

Crujen las ramas menudas al firme paso del doncel, y se le recibe con
rara expectación, como si fuese extraño que llegara una persona á quien
se espera. Él avanza sonriente, despreocupado y festivo; pero ante la
actitud cortada de los otros, siéntese algo confuso y saluda á Regina
con etiqueta más cortés que afectuosa.

Resbalan desde un tallo hasta el suelo dos flores pálidas que Adolfo y
Carlos quieren levantar. La dama rubia pone sobre ellas su bota
elegante:

--No sirven para nada...--prorrumpe.

Los cuatro mozos, presa de inexplicable desazón, pasean lentamente,
hablan y sonríen con esfuerzo. Regina dice que es la hora de volverse á
su casa, y niégase á seguir hasta la de sus amigos, pretextando que aún
está lejos y se hará de noche antes que ella baje á Torremar.

--Te acompañaré--asegura Carlos.

Y Adolfo, muy galante, advierte:

--Yo también bajo ahora y estoy á sus órdenes. La llevaré hasta su casa
con mucho gusto.

En rápido asentimiento acoge Regina esta última oferta.

--Sí, es verdad--dice--; de ese modo no dejaremos sola á Ana María.

Hay una breve lucha de cumplidos porque Carlos insiste en bajar después
que acompañe á su hermana hasta el límite del bosque; y ella pretende ir
sola, asegurando que tiene muchas amistades con la paz de la selva y
ningún temor á sus caminos silenciosos.

Ante un reparo leve de Regina, cuenta Velasquín que muchas noches
retorna á pie á su casa, para hacer ejercicio, y sube luego un sirviente
por su caballo.---Hoy--sonríe galán--daré mi paseo con doble placer.

Óyese un repique de novena.

La de Alcántara se apresura á decir:

--Es tarde, es tarde.

Y ofrece que volverá al siguiente día, como aplazando las frases de
cordialidad, las efusiones que faltan en su vuelta al _Robledo_ después
de muchos años de ausencia.

Está parado el grupo en la cumbre del bosque, en dominio del hondo valle
donde la finca de los Velascos se extiende sin fin. Corre la pared en
línea atormentada, bajando, subiendo, codiciosa de campiñas y mieses, y,
señor de sus límites enormes, el palacio flamante se ufana de la tierra
con desdenes del mar, que ulula lejos, al otro lado de la colina.

La sombra del crepúsculo envuelve en fantásticos matices aquel vasto
panorama que la posesión señorea. Y de pronto, contemplativa y absorta
la dama rubia, siente un vértigo de codicias y admiraciones ante el
poder que atribuye al dueño de riquezas tales.

Tórnase hacia él, pálida y valiente, para ordenarle en son de reto:

--Vámonos.

La sigue el mozo sometido, casi sin volver la cara para decir adiós.

Y en la complicidad del paraje y de la noche, aquella extraña partida
toma el aspecto de un rapto ó de una fuga...

       *       *       *       *       *

Se encienden las estrellas, altas y palpitantes, en un cielo de raso
azul. Carlos y Ana María, tristes y mudos, afrontan el camino penumbroso
del robledal. Distraídamente el muchacho recoge en la hierba una cosa
blanca y mustia; y al punto la niña extiende su mano hacia aquel objeto,
y balbuce:

--Son aquellas dos flores... «que no sirven para nada».

Ha sonado su voz profunda y tremorosa, delatando la valentía de una pena
que no quiere llorar. Un acento parecido, más sonoro, más grave,
compadece:

--¡Ah, sí! ¡Pobrecillas!...

Y las flores tornan al prado, colocadas con dulzura, como si pudieran
lastimarse y sufrir.

Con menos compasión de dos corazones amigos deja Regina de Alcántara las
cumbres del _Robledo_, llevándose en las redes de sus curiosidades y
ambiciones el drama de Carlota, el amor de Carlos y tal vez la felicidad
de Ana María.



VII

EL BALANDRO DE VELASQUÍN.--TEMPESTAD EN UN VASO DE AGUA.--NUEVOS APUNTES
PARA LA MORAL DE REGINA.


AGONIZA el otoño. ¡Qué triste y qué amarillo! La mar se mece turbia;
están pálidos el cielo y la costa; la playa desierta, el muelle en
quietud.

Los torremarinos desocupados no sienten la influencia pesarosa de esta
mañana gris, merced á una emocionante noticia que voló como ventada de
Noroeste, desde las mismas olas hasta la calle Real, los arrabales y la
Plaza Mayor, agitándose con ímpetu de borrasca en la botica «de abajo»,
sobre los pintados bigotes de don Celso y la plácida compostura de unos
papeles de sulfonal. Puso el químico seductor su más enigmática sonrisa
en la ambigua frase:

--Considero elocuente y luminoso que el balandro de Velasquín se llame
_Reina_.

--_Elocuente y luminoso..._ ¿Cree usted?...--subraya alusivo Paco
Ordóñez.

El vejete afirma perspicaz:

--Hace ya tiempo que yo barrunto esa traición.

--¡Pero es inaudito!

--En materia de amores no hay nada que me asuste.

--Tiene usted buen olfato... Yo confieso que Adolfo no me hacía sombra.

--Pues les va á dejar á ustedes con tres cuartas de narices.

--Mal cambio hace--critica Ordóñez en lamentable tono.

--¿Malo?... Están de enhorabuena entonces los mocitos
pretendientes--insinúa dicaz el farmacéutico.

Se enfrasca el doctor en graves meditaciones y hace volatines en el
sofá, sentenciando:

--Es una monada esa chiquilla del _Robledo_, una criatura _sans pareil_,
guapa, seria, lista, dulce, con dote, con ángel...; ¡pero esa
historia!...

--¿De la mamá?

--¡Claro, hombre!... Y luego, si Adolfo «la planta», yo aseguro que se
queda para vestir á la Virgen.

--Atrévase usted...

El doctor sacude dos dedos, que triscan; sonríe, pasea y responde:

--¡Cualquiera se atreve!

--¿No dice usted que Adolfo «hace mal cambio»?

--Y lo creo... Pero así es el mundo. La de Alcántara tendrá siempre más
partido, porque es asequible, coqueta, independiente... Ana María,
aparte «lo que sabe usted», causa un poco de susto por sí sola. ¡Se
esconde tan lejana, tan sombría, entre un padre loco y un hermano
altivo!...

--Carlos ahora se había humanizado mucho.

--Hasta el extremo de parecer otro. Bajó de su torre de marfil,
enamorado de Regina, y todos le teníamos por rival con fortuna; pero...
¡si usted acierta!...

--Y predigo un sangriento desenlace--efunde don Celso con voz
cavernosa--. El Ramírez ése, con su aire infantil y romántico, es un
mozo de grandes pasiones, un impulsivo atroz, y tomará en Adolfo doble
venganza. Se avecinan sucesos sensacionales; hay en la atmósfera
saturación de odios... de amores... de crímenes...

El médico da un salto casi mortal, y á orilla de la vidriera escruta el
horizonte en cómica actitud.

Pero la mañana torremarina no ofrece síntoma alguno de trágicas
aventuras; la escoba de un barrendero traza en el desigual empedrado
fugaces surcos de limpieza; un chiquillo haraposo vende los diarios de
la corte y _La Voz de Torremar_; una moza desgreñada sacude alfombras en
la casa vecina...

Aquel matiz tristón y anodino de vida provinciana ofrece tal contraste á
los augurios de don Celso, que Paco Ordóñez rompe á reir.

--Ya vendrá mi tocayo, el tío de la rebaja...

Mas el célebre inventor de específicos no admite bromas ni sospechas
contra sus predicciones. El está seguro de la que anuncia; tiene
antecedentes y datos que acrediten sus profecías.

Y el mediquín, mozo placentero y amable, enemigo de la discusión,
asiente sin más resistencia á las certidumbres dramáticas de don Celso;
y mientras se calza los guantes, gesticula en faz de asombro:

--¡Menudo lío!...

Luego silba, tararea, se encoge escalofriado, y al fin se despide, en el
preciosa instante en que don Celso recluye los papeles de sulfonal en
una caja de color de rosa.

Ya está Ordóñez en la puerta cuando el químico le persigue aún.

--Vaya á ver el balandro por sus propios ojos.

--¿Le ha visto usted?

--Sí. Anoche, «á las altas horas», supe, «confidencialmente», que el
yate de marras estaba en la bahía con el «nombre fatal» en el costado...
Y al amanecer acudí á cerciorarme... Vaya usted, amigo mío, y medite en
la versátil mudanza de los humanos sentimientos; en las traiciones, en
los perjurios de la juventud.

El mozo rubio y festero ahueca la voz para decir, muy compungido y
lúgubre:

--Iré á «la visita» por el muelle...

Da algunos pasos, y otra vez le asedia el farmacéutico, que cambia, de
rostro, y plácido interroga:

--Muchas enfermedades, ¿eh?

--Algo de grippe.

--¡Eso es bueno!

--Cosa benigna...

--¡Válgame Dios!...

Con un suspiro, á sordas zancadas, el boticario desaparece detrás de la
vidriera, dejando en el húmedo dintel señales puntiagudas de sus luengos
escarpines.

Muerde Paco Ordóñez su risa retozona á espaldas de don Celso, sube la
calle, cruza la Plaza y toca la ribera bajando por la rúa Mayor.

Menudo y saltarín, el médico se confunde con algunos golfillos que á la
orilla del muelle vivaquean, sucios y haraganes. Y pronto uno de ellos
apunta entre las embarcaciones fondeadas en la bahía al grimpolón azul
del balandro nuevo.

--Aquel es, don Paco.

Contempla Ordóñez un hermoso «diez metros», de construcción reciente: su
casco blanquísimo no parece tener sino un punto de contacto con el agua;
sus lanzamientos de proa y popa son airosos y elegantes como dos
flechas; alto de guinda, yergue su palo mayor de pino del Canadá, entre
la finísima jarcia, y sólo considerando la enorme cantidad de plomo que
forma el «bull», oculto bajo las olas, puede comprenderse cómo aquel
armazón estrecho y de tan poco puntal, soporta la altura del palo.

Absorto el médico en estas observaciones admirativas, oye una voz
varonil que amargamente censura:

--_¡Reina!_... ¡Se llama _Reina_!...

El indómito acento emerge de la granada boca de Felipe Alonso, otro
pretendiente desdeñado por Regina. Bello y lánguido muy _poseur_ y algo
cursi, el galán perora en trágica postura y balbuce crueles palabras de
vilipendio y sorpresa, delante de aquel nombre mecido en la bahía con la
altivez de una revelación que el mar hiciese á la costa: «Sí,
señores,--parece decir el rótulo negro sobre el casco níveo--; Adolfo
Velasco y Regina de Alcántara son novios; se entienden; se adoran; se
van á casar. No escandalicen ustedes ni pongan el grito en el cielo: á
pesar de Ana María, prometida esposa de Adolfo, y á pesar de Carlos,
cortejante preferido de Regina... ¡el balandro de Velasquín se llama
_Reina_!...» Y ante las voces mudas de aquel letrero, mientras Paco
Ordóñez ríe consolado y voluble, Felipe Alonso entona hacia el mar su
lírica declamación; habla de «felonías y de sangrientas burlas», y pone
á los elementos por testigos de «aquella infamia». Diríase que goza en
lamentarse, teatral y seductor, con los ojos en blanco y la palabra
conmovida.

De pronto Ordóñez, que ha vuelto la cara, advirtiendo cómo la gente
acude á la contemplación del _Reina_, ve agitarse un lienzo blanco y
copioso en el mirador de las de Bernaldo. Es que Fabricio les hace señas
con una toalla, acaso con una colcha. El talludo galán está frenético,
al parecer, y los dos mozos cruzan el tablado del muelle y pasan veloces
á la acera. Sorprendido en su crisis declamatoria, el orador va
ensartando periodos retumbantes que á don Celso le harían muy feliz.

Pero ya Ordóñez se aburre un poco de tal comedia, y puesto que Fabricio
y sus hermanas servirán admirablemente de auditorio á los discursos del
amigo, puede el médico escaparse á la «visita». Saluda hacia el mirador,
donde ya otean curiosas las dos Bernaldas, deja que Alonso se les arroje
en el portal con frenesí.

       *       *       *       *       *

Bajo los visillos temblorosos de las señoritas de Estrada, detrás de los
cristales por donde se atisbó á Regina la noche de su regreso,
suscítase, también, con violentas discusiones, el notición del día.

Juntas están aquella tarde allí las más parleras y desocupadas señoras
de la vecindad, y todas á un tiempo charlan y censuran, se indignan y
compadecen: «¡El balandro de Velasquín se llama _Reina_!...»

Esta frase, que ha volado sobre la bahía como una gaviota en augurio de
tempestad, tiende ya sus alas por todo el recinto ciudadano, y anida en
cada reunión donde los chismes son pasto del aburrimiento.

Gloriándose de adivinadoras, casi todas las mujeres que hacen coro á las
de Estrada, cuentan que sospecharon siempre de la lealtad de Regina. Su
carácter veleidoso, sus extravagancias, sus ideas, no están de acuerdo
con los cánones de la educación y costumbres que allí se usan... Por eso
la dejaron sola con sus caprichos y osadías; sola con sus predilectas
amistades...

Y aquí aparece la herida de amor propio que la de Alcántara causó en
muchos de aquellos corazones femeninos. Incapaz de disimulos ni de
reparos que estorbasen sus intentos, Regina «dejó solas» á las damas que
ahora se precian de haberla abandonado. Ella fué la que, en rebeldía
contra la quietud y el encierro, licenció de un modo brusco y ejecutivo
á la voluntaria corte de amor formada en su gabinete. Una tarde estival,
cuando aquel mixto ejército de conquista, subió, valiente, á divertir á
la de Alcántara, supo con sorpresa y enojo que el astro nuevo se
declaraba en eclipse:--La señorita ha salido--anunció Marta, únicamente,
sin más explicaciones ni disculpas. Y era de ver el trueque de
voluntades y de sentimientos que envolvió desde aquella hora á la
insurrecta muchacha, capaz de infringir en un arrebato jactancioso todas
las leyes firmes de la buena sociedad torremarina. Densa nube de
comentarios agresivos descargaba sobre la reputación de la moza.

Sordamente, en público y en secreto, pero siempre á espaldas de la
víctima, satirizaron unos y otros:--Sólo quiere amistad con los de
Ramírez porque seduce al pobre Carlos para esclavizarle á todas sus
locuras; se casará con ella y será infeliz...--Ya no gasta luto...--Se
prende rosas ¡y usa unos escotes!--Sube al _Robledo_ todas las tardes, y
baja de noche con Carlitos... ¡del brazo!--No «lleva trato» con las
señoras porque las tiene envidia...--Ya no va á la iglesia.--Ni sabe
rezar...--Dicen que es protestante...--La hemos visto en su jardín, de
rodillas junto á Pablo el marinero...--¡besando una flor!--Tiene libros
prohibidos...--¡Sabe Dios «lo que habrá sido de ella por esos
mundos»...!

A la provocadora de tales iras se le ocurrió cierta mañana detenerse con
unos señores conocidos que rendidamente la saludaron. Hablóles muy
cordial y les convidó á tomar café. Eran pretendientes más ó menos
platónicos de la damisela, y desde aquel día recobraron esperanzas de
triunfar en el corazón de la hermosa, que se les mostró afable como
nunca.

Reanudáronse las tertulias en casa de Regina, pero más amplias y
alegres. Desertora audaz de todo vínculo esclavo, la muchacha se engolfó
en sus gustos y tendencias. Holgóse con amistades varoniles, mantenidas
por ingeniosos «flirteos», y ya en completa indisciplina, olvidados los
antiguos planes, tornó á sus hábitos de aventurera y de rebelde.

No tuvo intención ninguna de molestar con su desdén á las porteñas
damas; la aburrieron, la estorbaron y emancipóse por hastío del culto
que antes buscase por curiosidad. Pero ya puesta en franquía la
encallada nave de su independencia, Regina, hábil pirata de antojos y
emociones, no guardaba rencor ni menosprecio á las causantes de su breve
esclavitud.

Al contrario, feliz con el estímulo de nuevas luchas sentía compasión
hacia las pobres mujeres enjauladas en la rutina y en el sacrificio,
como aves prisioneras, codiciosas de cielo azul y de horizontes lejanos.
Y al encontrarlas en la calle, al verlas pasar desde su jardín, les
hacía un saludo cariñoso, un poco tímido, algo triste. La mayor parte de
aquellas señoras, vestidas por el mismo patrón, peinadas de igual modo,
murmurantes y oracioneras, acompasadas en sociedad como en un teatro,
dejaban en el espíritu disconforme de Regina la sensación del grillete y
las esposas, en los libres miembros de un cuerpo robusto y belicoso. En
cuanto á ellas, desde las del juez, timoratas y obscuras, á las de
Estrada, llamativas y refiloteras, un poco en discordia con la severidad
de aquel régimen educativo, ninguna se atrevió á negar el saludo á la
señorita intemperante. Casi todas la envidiaron mucho y hacían esfuerzos
por volver á su gracia y á su trato, aunque á mansalva la zahiriesen con
heroica furia.

Por inversión de razones, la insurgente moza era para las torremarinas
una imagen tangible del vuelo errante en liberación de la jaula; de las
cadenas truncas lejos de la cautividad. Y volvían hacia la joven los
ojos deslumbrados, al trasluz de visillos temblorosos y de mantillas
devotas, con la esperanza de sorprender un graciable signo de acuerdo, y
presumir ellas también de anchura y de modernidad.

Para mayor encanto y más tormento de la torva falange femenina, cuando
la de Alcántara, con fácil victoria, volvió á reunir en torno suyo á los
donceles de más fuste, inicióse entre los tales un grato impulso de
fervor hacia la singular muchacha; y acordes convinieron en que Regina,
además de ser encantadora por su trato y su físico, tenía un fondo de
nobleza y de bondad en el corazón, un poso de dulzura y benevolencia en
el carácter. Arreció esta piadosa corriente ensalzando las virtudes de
la dama, en apariencia mustias desde que los enojos populares se
escandecieron sobre ellas. Y muy pronto, en la pública devastación de
aquel jardín moral, un aura de lozanía irguió en triunfo las débiles
flores, á despecho de murmuradoras y agraviadas.

Unidos y separados, los contertulios de Regina le cantaban loores. Para
ellos, las libertades de la moza rubia, lucían un fuerte matiz de
honestidad; aquella mujer pensaba alto, sentía ligeramente, era
ingeniosa, franca, voluble. En su palabra, ingenua y prócer, hialina
como arroyo cantarín, nunca advirtieron el amargor dañino de la
murmuración...

Estas alabanzas martirizaron la femenina epidermis de Torremar con ascua
de cauterio. Pronto agudas voces mujeriles designaron á los amigos de
Regina con el intencionado remoquete de la _Junta de defensa_. Se
comentaban en fragmentos menudos los más leves detalles de las
excursiones y holgorios en que la de Alcántara se entretenía, y túvose
por cierto que no llevaban otro camino que la conquista matrimonial de
Carlos Ramírez.

Entretanto, la revolucionaria doncella no perdonó ninguno de sus
placeres predilectos, por insólito que allí resultase. Montaba á caballo
vestida de amazona, con sombrero calañés y flotante cendal, escoltada de
jinetes; mecíase sobre las olas, en traje de balandrista, entre los
_yatchmen_ del club, sin haber amanecido aquel «mañana» en que debiera
escribir encargando su esquife; salía de caza á deshora, con audaces
bombachos y masculinos arreos, y supo cobrar gentil fama de valiente en
todos los deportes que inició.

Era Carlos asiduo en estas lides, con mimo y preferencia por parte de
Regina. Todo hacía presumir que ella le amaba; pero á la perspicaz
observación del grupo pretendiente, no pasaba oculta la implacable nube
de tristeza de aquellos ojos dorados, que el joven no alzaba por
completo, cual si temiese delatar su inquietud.

Esta muda elocuencia de un dolor amante sostenía las ilusiones de los
demás candidatos, entre los cuales el nombre latino de la muchacha se
había hecho familiar y devoto, como una breve oración. Al llamarle
_Reina_, á ejemplo de Ramírez, cada uno de aquellos cortejantes
imaginaba rendir un tributo de soberanía.

Rara vez iba Adolfo mezclado á la corte de la dominadora. Solía verla en
casa de Ramírez casi todas las tardes, y algunas noches la acompañaba,
como en aquella primera entrevista que tuvo forma de secuestro. Pero el
extraño poder de fascinación que ejercía en los hombres la rubia moza,
fué, desde el primer instante, decisivo en Adolfo, que no supo razonar
la causa del encanto.

Mocero y vehemente, Velasquín había pulsado toda la lira del amor y
conocido todas sus emociones, sin perder nunca en absoluto el dominio de
su apuesta persona. Hasta en el hondo afecto que desde la niñez
profesaba á Ana María, hubo siempre una plácida serenidad, que le hacía
sonreir con la beatitud del hombre llegado á la plena posesión de la
dicha por sendero sin curvas ni abrojos, ancho y florido á la faz del
sol.

Súbitamente, las claras acciones y los designios apacibles del muchacho,
quedáronse en tinieblas cuando el brusco deseo de Regina se le clavó en
los ojos como un puñal.

Obra de maleficio parecía aquella loca y fuerte pasión que daba al
traste con la lucidez y la nobleza de Velasquín. Lanzóse en un vértigo
de torturas y de ardores, sin ver más que un punto luminoso en el
repentino caos de su conciencia: era una lumbre roja y cruel que
iluminaba como un fanal gigante el nombre de Regina.

Los violentos latidos del corazón no le dejaron al muchacho escuchar lo
que pasaba en torno suyo; ni la voz solemne de su madre, que hablaba muy
contenta de la boda, ni el firme acento de Manuel, explorando con ansia
en la torcida voluntad del novio... Ni siquiera el blando son de una
palabra que jamás dejó de conmoverle: los gorjeos amantes de Ana María
sonaban ya en los oídos de Adolfo como una música remota que se
extingue, que se apaga en lejano confín. Poseído, alucinado, dejábase
arrebatar en la recial corriente de aquel amor brujo, y apenas si un
vago esfuerzo de la pobre voluntad cautiva, lograba entre los de Ramírez
cubrir las apariencias de la traición amorosa.

Desde su primer triunfo con Adolfo, en la altura brava del _Robledo_,
Regina recordó, con frases juguetonas, que de niños se habían tuteado, y
él mordió sonriente la dulce licencia de una intimidad, que no pudo
sorprender á quienes ya sabían de aquellas antiguas amistades; así el
roce entre ambos, corrió pronto los graves riesgos de la ternura y de la
confianza.

Una noche, agonizante ya el otoño, los dos amigos bajaban del _Robledo_,
y de repente Regina se detuvo, mirando adusta á Velasquín.

--No me debes acompañar--dijo con sorda rabia.

Asustado de la inesperada prohibición, obseso y transido, él protestó:

--¡No quieres tú!

--Sí quiero; pero Ana María sufre y la gente murmura.

Silbaron las palabras candentes y angustiosas, aunque el doncel sólo
oyera un himno de esperanza:--_Sí quiero... ¡Sí quiero_, había dicho
Regina!...

En la arquitectura inquieta del celaje rodaban las nubes hacia el mar, y
los impetuosos sentimientos de aquel hombre rodaron á las plantas de la
mujer. Fué allí, oscilante en la rápida pendiente, de hinojos en la
alfombra agostiza, donde Velasco derramó en tumulto sus declaraciones y
promesas. La provocada confesión, resbalando en el silencio campesino,
pobló el aura nocturna de notas crepitantes como chispas de un volcán; y
Regina, más soberbia que dichosa, tuvo desde entonces en sus manos, lo
mismo que un juguete, el porvenir de Adolfo.

Después de aquella noche blanca y triste, como abandonada novia, la
existencia de los dos muchachos atravesó un obscuro sendero de mentira y
traiciones, en pugna con las hostilidades del destino; fingieron,
burlaron, y nadie supo su ardiente y silencioso amor, que logró, apenas,
breves y temerosas entrevistas, saturadas con los encantos del misterio
y del peligro. En cartas vibrantes de impaciencia y de inquietud,
dijéronse sus propósitos y se juraron fidelidad mil veces. Tímido
Velasquín para arrostrar el escándalo de la situación, le propuso á su
amada una fuga, seguida de la boda; pero en la negra trama de aquel
enredo, el más fuerte acicate de Regina fué siempre el seducir al mejor
mozo de Torremar, y rendirle á discreción allí mismo, ante la estúpida
sorpresa de sus paisanos.

Era un empeño cruel, una perfidia refinada y aguda que poseyó á la
muchacha con halago y martirio al propio tiempo. Porque el solo afán de
su existencia se redujo á la persecución de aquella victoria, y, sin
embargo, en la dura masa de tales ambiciones, corría un hilo de lástima
y de pena, un oculto manantial tenue y piadoso, henchido á las veces,
cual si anhelase hendir el bloque de helada sabiduría que le esclavizó.
Túmida y verberante la pía corriente, se fué labrando un lecho ya más
amplio y más firme entre las rocas de la inteligencia, y el son de aquel
arroyo alzábase infantil en el alma de Regina, aguzando un humilde
cantar contra las voces sabias del entendimiento y los malos arranques
del instinto. ¡Y no era mucho que los ojos graves de Ana María y las
doradas pupilas de Carlos hiciesen temblar á la seductora! Todos la
acusaban, menos los de Ramírez. Hasta Eugenia y Dolores dijeron:

--¡Qué mal hace!

Pero las dos víctimas de la maquinación temblaron mudas, sin atreverse
siquiera á compartir el mutuo sobresalto. Vagamente advertían á su
alrededor un cerco invisible, una niebla opaca, algo que les produjo
singular zozobra. Diríase que Regina y Velasquín frecuentaban el
_Robledo_ con disfraz de amigos, con apariencia de leales, para mejor
encubrir algún obscuro propósito.

Ya Regina se cansó de aquella equívoca conducta. No más rubores
azorantes, cuando los de Ramírez la miraban hasta el fondo del corazón,
con una débil lumbre de sospecha; no más placeres fraguados en la
obscuridad como los robos... Si logró la soñada victoria, ¿por qué no
estar alegre?

Velasquín la enorgullecía; sentíase curiosa de amor, impaciente como
ante el secreto de una puerta entornada... Era preciso beber la copa
llena de felicidad hasta los bordes.

Y Regina, achacando las amarguras de su conciencia á lo anómalo de las
circunstancias, decidió poner fin al incógnito de sus amoríos y darles
la consagración pública de la boda.

--No hago mal--decíase. Y como quien recita una lección que no pasa de
la memoria ni de los labios, repetía con uno de sus filósofos:

--«El bien es el placer; el mal es el dolor.»

Aun para encruelecerse, sintiendo hervoroso en las entrañas el crecido
caudal de su ternura, con ronca voz, ahuecándola para que sonase firme,
rezaba como de carretilla:

--«Dolor es todo lo que pone obstáculo al placer. El hombre es un lobo
para el hombre, y la vida una cacería incesante donde cazadores y
cazados se disputan su presa... Cada uno tiene el mismo deseo que los
demás y sólo el fuerte sale vencedor en esta batalla de todos contra
todos...»

Y aplicábase las terribles lecciones:

--Yo quiero lo que Ana María quiere... Soy una loba con más poder que el
suyo, y le arrebato su botín...

De súbito, en la hueca resonancia de tales sofismas, rodaba gimiente el
arroyo de la misericordia, y la escéptica se apretaba el corazón con las
dos manos, confusa y rebelada contra unas «vulgares emociones» que no
razonan los filósofos, ni los materialistas definen. Nada, en resumen;
ecos febles de acentos muy distantes, en mezcla con la voz de Daniel
apagada y triste, igual que un sollozo; la gentil imagen de Carlota
junto á la de una dama que á Regina, de lejos, le pareció su madre...
¡Su madre!... ¡Cosa más singular!... Nunca se le había aparecido; ya no
se acordaba de ella. ¿Fué bonita?... ¿Fué inteligente?... Tuvo un nombre
piadoso: Rosario... ¡Qué nombre tan español y tan dulce: Rosario!...

Y Regina sintió en el pecho una blandura muy grande, como si algo se
derritiera al calor de aquella palabra que pronunció con alegre asombro,
entre el tumulto de infantiles memorias. La pálida visión de su niñez se
extendía, como liviano cendal, delante de una hora solemne en su
juventud. Y al sentirse cegada y perseguida por imágenes tan endebles,
quiso reir ó cantar en broma, y sólo se le vinieron á los labios
oraciones deshojadas por la costumbre, y aun jaculatorias tan simples
como aquella: _Con Dios me acuesto..._

Pero la muchacha se irguió ruborosa, y entonó arrogante la postura. Ella
no sería víctima, jamás, de aquel sentimentalismo ramplón y cursi que le
había mojado los ojos un momento... ¿Qué tenían que ver su infancia ni
su madre con el mejor partido de Torremar? Sintióse loba, y escribió á
Velasquín una apremiante misiva, exigiéndole públicas manifestaciones de
amor.

A la mañana siguiente el balandro nuevo, recién venido de Santander,
lanzaba á la ribera un nombre de inconfundible, alusión: _¡Reina!_,
clamó á gritos, cuando todos esperaban que cantase: _¡Ana María!_



VIII

LA VINDICTA PÚBLICA.--LA ERUDICIÓN DE LA ALCALDESA.--EL AGUIJÓN DE UNA
COPLA.--VANSE LOS AMORES Y QUEDAN LOS DOLORES.


EN el Casino de Torremar, sitio adecuado para toda clase de intrigas y
conjuras, reuniéronse una tarde, la tarde gris de emocionante memoria,
los caballeros de la llamada _Junta de defensa_.

Formaron al frente Alonso y Fabricio; éste, feroz; aquél, melodramático.
Hacían la retaguardia Ordóñez, muy risueño, y el notario, muy triste.

Al cabo de una hora, desfogados los espíritus, agotadas las frases duras
y los epítetos gordos, quedó la reunión reducida á un vago murmullo de
colmena, un runrún, perezoso y mordaz, rodando entre claras notas de las
fichas del dominó y densas nubes del humo de tabaco. Tres convicciones
profundas expandieron en la pesadez del viciado ambiente: Regina era una
loca; Adolfo un majadero; Carlos y su hermana dos ángeles del paraíso. Y
los conferenciantes acordaron: dejar á la de Alcántara «por imposible»,
no hacer caso á Velasquín y rendir tributo de adhesión y desagravio á
los de Ramírez. Tácitamente convinieron en que era Carlitos el único
mozo burlado por Regina en la gran broma descubierta. Debían todos
contribuir á distraerle, á consolarle, sin hacer ninguna mortificante
alusión á su fracaso. Cuanto á la de Ramírez, era preciso indemnizarla
con creces del ruin abandono que sufría y ofrecer en el altar de su
belleza sacrificios de amor y de respeto.

En el fondo, ninguno de estos hombres piensa cumplir semejantes
propósitos: del trato singular de Regina todos aguardan sorpresas raras,
atractivos y alicientes á los que no renuncian; Velasquín es demasiado
señor en el pueblo para que el desdén público se atreva á molestarle; y
la piedad declamatoria de la fracasada _Junta_ no se impondrá, de
seguro, el trabajo de consolar á Carlitos ni de hacer la corte á Ana
María...

Las damas, en sus conciliábulos interminables, denostan á Regina
acerbamente y la auguran un «mal paradero»; compadecen en términos
empalagosos «á los pobres» de Ramírez:--¡Sin madre! ¡Tan
desgraciados!...--Y juzgan á Velasquín con mucha lenidad:

--Esa pícara le habrá dado algún bebedizo, pero no se casará con él;
Dios no lo puede permitir... La culpa de todo esto la tienen los
aduladores que se complacen en santificar diablos... ¡Lucidos están!

La alcaldesa, aprovechando el auge que disfruta Adolfo, coloca con gran
éxito uno de sus «estudios feministas», como llama con pedantismo á las
confusiones históricas que suele referir: «El ilustre doncel es
descendiente de una dama famosa por su estirpe y caudales, doña
Velasquita, oriunda de un cántabro solar que dió á España varones
insignes como Lain Calvo y Nuño de Rasura...» Piérdese la bachillera en
la noche de los tiempos, buscando el origen de Velasquín en la remota
península de Escandinavia; y luego discurre sobre la etimología del
apellido, «á que dieron honra Condestables castellanos, y títulos
rivales en grandeza con los propios reyes...»

Lanzada la historiadora en un caos de erudición y verbosidad, á vuelta
de comentos más confusos que verídicos, viene á decir, con énfasis, el
pomposo mote de doña Velasquita, que en la cántabra ribera del Asón,
orló su escudo con el soberbio alarde:

  _Cuanto ves de río á río, todo es mío..._

Un aroma de abolengo y popularidad unge el nombre de Velasco en el
auditorio femenino de la alcaldesa. Avidas de emociones y de asombros,
las señoras atribuyen un poder casi regio al descendiente de doña
Velasquita, y aplicándole una síntesis del heráldico aviso, murmuran con
unción: _¡Todo es suyo!..._

       *       *       *       *       *

Sin llegar al Casino sabe Carlos la gran noticia. Se la dice Estraduca
en el recodo del muelle:

--¿Vas á ver el balandro de Velasquín? Se llama _Reina_.

El viejo oye todo el día como un sonsonete aquella frase, sin advertir
su importancia. Comprende que es cosa oportuna, de interés y valor,
porque la siente rodar con metálicas vibraciones, como una moneda de
oro, en los tristes silencios de la ciudad. Llevó aquellas palabras en
los oídos al salir de su casa: _el balandro de Velasquín se llama
Reina..._ Y como un eco, el pobre señoruco, se las repite al primer
amigo que le saluda. Después, aguarda los comentarios de rigor: --¿Es
posible?... ¿Qué me cuenta usted?...--¡Pues está eso gracioso!...

Pero Carlitos no dice «esta boca es mía». ¡Qué pálido y qué mustio le
parece el buen mozo á don Victoriano!

--¿Te sientes mal, hombre?

--No, señor.

--¡Ah!... Ya no me acordaba de que todo lo veo amarillo... perdona.

Y sonriente, simple, continúa la incierta marcha á la luz enfermiza de
sus anteojos. Va diciendo, maniático:--Pues, sí, sí; _¡se llama
Reina!..._

En su profunda estupefacción, Carlos halla un solo impulso: llegar al
muelle. Su mirada recorre la bahía con fulgores de relámpago. Allí está
la verdad, irónica, implacable, meciéndose en la niebla bajo el señuelo
vistoso del gallardete azul, como brote cruel de un largo temor, de un
oculto presentimiento...

Con giros de beodo, atormentado por muchedumbre de angustias, cuajadas
en una sola, el joven torna maquinalmente al yerto camino del robledal.
Sube y sube, afianzando los pies en la pradera marchita, con esfuerzo
terrible, como si escalase una montaña de abrojos. Ya en la línea
siniestra del boscaje alza la frente y mira á su alrededor con novedad,
igual que si nunca hubiese visto sus robles en deshoja, con el tétrico
aparato del otoño.

Loca y triste, la quejumbre del viento mueve ruido de penas en las
hojas caídas, y ante la desnudez crispada de los árboles, imagínase
Carlos que todo el bosque se retuerce con pasión hacia los cielos.

Va á sonar la hora en que Regina sube por aquel camino muchas tardes.
Con el corazón estrangulado, se detiene el mozo en la linde sagrada para
sus amores: quisiera padecer muy de prisa, devorar su dolor en un
hartazgo mortal; porque le amedrenta el porvenir extendido delante de su
juventud, como una llanura sin límites; la vida de aquellos últimos
meses, entre ilusiones y espantos, le arde en el pensamiento con ascuas
que amapolan su rostro y le salpican de sudor.

Puesto que la burla de su felicidad sirve de mortaja á la felicidad de
Ana María, Carlos tiene la certeza de que ya en el mundo todo le será
hostil y aborrecible. Pero su amarga desesperación no fulmina una sola
censura para la mujer traidora; y al sentirse incapaz de condenarla ni
siquiera en mudo reproche, alza los hombros con desdén de sí mismo: ¡la
ama dolorosamente, en desenfreno estúpido, que ni aun sabe maldecir! Y
quédase clavado á la tierra, lo mismo que un brote débil del trágico
robledal, desnudo de esperanzas como éste de hojas, cuando la vocecilla
infantil de un pastor ó un vagabundo lanza al viento, desde oculta
vereda, un canto montañés, triste y pausado:

    «Que no la aguardes,
  porque no viene;
  que se ha quedado dormida
  debajo de los laureles...
  Ya no la llames,
  que no te quiere...»

Toda la hombría de Carlos Ramírez se derrumba al tenue contacto de aquel
cantar. Siente en el corazón el vacío del hundimiento y en la carne un
cansancio miedoso, igual que la noche en que una mano blanca le dijera
en el hondo camino de la costa: ¡Adiós!... ¡Adiós!...

Rueda en el aire, arrastrándose con languidez el estribillo:

    «Ya no la llames,
  que no te quiere...»

Y el mozo huye y llora, en humilde impotencia, sin rumbo y sin consuelo.

Cuando más abismada lleva la frente y más errante el paso, una voz
oralina le sacude, y la sombra clara de una mujer se cruza en su camino.

--¿Adónde vas?--le preguntan.

--A ninguna parte--responde trémulo, mirando á su hermana con terror. La
ve serena, y suponiendo: ¡No sabe nada!, añade difícilmente:--¿Y adónde
ibas tú?

--En busca tuya, para decirte... «eso» que ya te han dicho...

--¿Que el balandro de Adolfo...?

--Se llama _Reina_--concluye Ana María con emoción de lástima, pero con
mucha paz en el semblante y en el acento.

Aunque la muchacha es valiente, Carlos la observa con inquietud, y, por
decir algo, mordiendo los sollozos, pregunta:

--¿Estabas sola?... _¿Él tampoco_ ha venido?

--¡Claro que no!

En el triste declinar de una sonrisa, la mirada indulgente y leal de la
mujer va á hundirse en los ojos del niño, hinchados de lágrimas.

--Yo lo siento por ti--dice piadosa.

--¿Pero no le quieres mucho?

--No; no le quiero--explica ella con ingenuidad--, porque... ¡nunca he
podido llorar por él!... Es menester--continúa--que no me hagas llorar
tú... ¡Por ti sí que puedo llorar!

Y en aquel doloroso ambiente de ausencia le ofrece sus dos manos de
niña, tan firmes y suaves, que el mozo se deja conducir con la gratitud
del peregrino que, en la cerrada noche del desierto, hallase, por
ventura, las alas de un querube para hurtarse á la sombra y al
cansancio...



LIBRO TERCERO

EL DESHIELO



I

REVELACIONES DE UNA HORA SENTIMENTAL.


POR qué lloras, Ana María?

Al son de esta pregunta, hecha con varonil y cariñoso acento, se
estremece la joven y trata de esconder su pesadumbre; pero Manuel
Velasco, sorprendido de hallar á la niña de Ramírez tan afligida y
llorosa, en la gran sala del laboratorio, se acerca dulcemente con una
noble expresión de ternura.

Es muy temprano. La cobarde claridad de una mañana inverniza penetra por
los altos ventanales del salón y desciende hasta el suelo, como la
lumbre perezosa de un crepúsculo. Bajo esta luz tan desmayada y triste,
tiene el laboratorio un rígido semblante de aula desierta, de museo
abandonado: las recias paredes; el techo de obscuros artesones; las
puertas de hojas macizas; los estantes y anaqueles llenos de volúmenes,
de aparatos científicos é instrumentos de labor; la fauna y la flora,
disecadas y expuestas en aparadores y vitrinas, los metales, pedruscos,
fósiles, monstruos submarinos, reliquias de la prehistoria; todo parece
viejo, exangüe, descolorido, muerto, como si la naturaleza, agotada y
marchita, yaciese en libros apolillados, en aguas turbias y en cárceles
de cristal.

Una fuerte atracción guía con frecuencia los pasos de Ana María hacia
este recinto de soledad y de tristeza, donde las voces retumban solemnes
como en un templo. Si Manuel trabaja, la niña no le interrumpe: llega
hasta el dintel, clava allí la penumbra de sus ojos, escucha, sonríe, y
se aleja despacito, con la pena de no atreverse á entrar. Sólo algunas
veces llama para balbucir:

--Mi padre padece demasiado... Tengo miedo... Acude, por Dios...

En ocasiones, abriendo la puerta de repente, el discípulo ve una sombra
fugitiva que en el obscuro corredor deja rastros misteriosos, como el
perfume de un secreto...

Aquella mañana, cuando Manuel sorprende á la madrugadora embebida en sus
pesares tan temprano, se revela el más profundo cariño en la voz, que
pregunta:

--¿Por qué lloras, Ana María?

Y entre el desorden de los cabellos graciosos, ella levanta el semblante
apasionado y dulce para responder muy firme:

--No lloro por _él_... Te lo juro.

Lo mismo que Carlos una noche en el robledal, Manuel interroga con
sorpresa:

--¿No le querías?

--Sin duda, no. Sus traiciones sólo me inspiran lástima. Lloro porque mi
hermano sufre de un modo cruel y me siento incapaz de consolarle.

--Yo te ayudaré. No llores... le salvaremos.

Es tan enérgica y piadosa la expresión del amigo, que Ana María le
contempla mudamente, con aquella mirada suya rebosante de revelaciones,
que á Manuel le hace temblar.

--Buscaremos--dice él huyendo de tales miradas, breves y agudas como
gritos--una eficaz medicina para Carlos.

--¿Sólo para Carlos?--pregunta la moza, ingenua y anhelante.

--Pero ¡si á ti no te hacen falta! En cuanto él se cure serás tú
feliz... ¿No es cierto?

--¡Feliz... feliz...!--balbuce ella.

Y viéndola desfallecer con blancuras de lirio, Manuel la sostiene en sus
brazos al borde de la mesa donde se apoya, entre vasijas con líquidos de
colores, pinzas y bisturíes.

--Entonces... ¿le querías?--inquiere Velasco lleno de incertidumbre y de
piedad.

--No... no...

--Pues si vamos á curar á Carlitos, ¿por qué lloras?

Una cabeza muda y pálida rueda sobre el hombro del caballero, y todo el
busto de la muchacha, inerte y exánime, queda entre los brazos
acogedores. Guarda Velasco, junto á sí, un momento, la reliquia de
aquella frente pura y humilde, como trémula corola de una flor; levanta
después el dulce peso de la joven desvanecida, la tiende en un diván, y
angustiado, presuroso, rocía las heladas sienes, frota los pulsos
irregulares y acerca á la afilada naricilla un frasquito de sal. De
hinojos en el suelo, á los pies de la niña inmóvil, avizora en sus
labios el soplo de la blanda respiración; y hay en la arrogante figura
del discípulo, en su actitud devota y recogida una ternura paternal, un
resplandor de fuertes y contenidos amores.

Va creciendo la mañana, lluviosa y triste; en los sonoros ámbitos del
aula reina un silencio imponente. ¡Con que terrible melancolía se
dibujan allí los tesoros y los misterios del mar, las algas, las conchas
y las flores, las piedras y los moluscos, los pólipos gigantescos, las
osamentas prehistóricas; jirones arrancados á las entrañas de la vida,
yertos despojos de la ciencia militante! A la indecisa luz que vierte el
cielo en el ancho salón, se ven confusamente aletas enormes y
monstruosos tentáculos; arrecifes coralinos en miniatura; animales vivos
en redomas de cristal; frascos panzudos donde el alcohol sostiene cien
formas de vidas muertas...

Pero todo aparece sin el debido concierto ni la pulcritud que fuera
menester. Añorante de las próvidas manos de Carlota, esta gran cátedra
en que un solo discípulo estudia y vigila, tiene á la sazón un aspecto
de pesadumbre y de abandono. Aquí donde tuvieron sus gérmenes las
íntimas tormentas familiares, pasó antaño una ráfaga de heroísmo que dió
al laboratorio cierto rumbo y compostura. Cuando Carlota posaba sus
manos lindas y veloces en todo este arsenal languideciente; cuando ella
ponía su gracia y su entendimiento al servicio de la ciencia, entre el
sabio iracundo y el discípulo fervoroso, diríase que hasta en las vidas
inferiores y petrificadas del museo se encendía una promesa de
resurrección, un soplo invisible de inmortalidad. Y ahora que no
estallan las voces furibundas en el derrotado salón, ahora que la
heroína no ennoblece con sus lágrimas el semblante frío de esta ciencia
ruinosa, todo aquí tiene un tinte de fracaso, un perfume acre y mortal.
El biólogo, al recluirse mudo y hostil en su gabinete, ha dejado en
irreparable revolución las colecciones, y ha puesto en fuga al breve
personal que en su parte profana asistía á todos los menesteres del
instituto. Sólo un misterioso encanto, de muy hondas raíces y muy
fuertes ligaduras, abre todavía aquella puerta para que el discípulo de
don Juan trabaje, sueñe ó llore... Más bien parece que sueña ó que
llora, á juzgar por el desaliño de su mesa de labor y por el trágico
matiz del aula. Y aunque va y viene por ella el «hada del Robledo»,
algún otro hechizo, como el que Manuel sufre, la incapacita para
prevenir y atender aquellas minucias donde puso sus manos incansables la
_Bella durmiente del bosque_...

A esta luz grísea, en este marco singular, adquiere ternura conmovedora
el grupo de la niña aletargada con el caballero de hinojos á sus pies.
Ya éste se impacienta, aguardando un síntoma de reacción en aquel ser
angelizado y noble, en cuya frente el dolor finge un sueño. Tiene la
muchacha inclinada la cabeza hacia Manuel, y toda su figura grácil yace
desvanecida, con trazas de profundo cansancio, como si hubiese caído en
el sofá después de un peregrinaje azaroso y terrible. La dulce faz
dormida denuncia una temprana pena, y á la pálida boca parecen acudir,
en amargo pliegue, implacables tristezas de amores imposibles.

Aquel gesto delator pone tal semejanza entre la niña y su madre, que
Velasco, absorto y dolorido murmura:

--¡Carlota!... ¡Carlota!...

Como si este nombre la despertara, anhela el pecho de la joven, tiembla
un suspiro en sus labios y abre los ojos con angustioso esfuerzo, muy
turbada, muy sorprendida.

De repente se alumbra su memoria: ya sabe por qué está allí sin fuerzas
y sin voz; por qué Manuel le dice cariñoso y aturdido:

--Esto no vale nada... Ya pasó; no te asustes.

Pero ¿qué? El está de rodillas acariciando las manos yertas de la
muchacha: ¿cómo puede suceder semejante cosa?

--¡Dios del cielo!--prorrumpe Ana María, levantándose con vehemente
impulso de esperanza y emoción.

Y Velasco, que también se levanta, la mira ahora hasta el fondo de los
pensamientos, hasta hacerle bajar los melados ojos. Pero no está
conforme todavía; ha llegado el instante decisivo en que él debe conocer
todo el grave secreto que vislumbra. Toma familiarmente la barbilla de
la muchacha y alza aquel lindo rostro, entre nubes de rubor, diciendo:

--Mírame bien.

Ella obedece, trémula y roja. Una niebla de llanto se deshace sobre la
luz humilde, como albor de lámpara, que la pasión enciende en aquellos
ojos.

--Ya te miro--musita.

El discípulo de don Juan es un gran sabio, sin duda, en más de una
ciencia humana, porque no se deja engañar por el velo que en aquellas
pupilas obscurece á la delatora lumbre.

Ya leyó, de corrido, en el precioso corazón de la mujer que le oye
suspirar y le oye decir:

--¡Pobre ángel!

Y al comprobar sus temores, pálido y serio, sólo se le ocurre á Velasco
esta pregunta, tácita y honda:

--¿Por qué «entonces», te ibas á casar con otro?

--¡Oh, Dios mío!--gime la turbada niña, que sólo sabe mentar á Dios en
aquel apuro tan tremendo. Se ve descubierta. Comprende que ha mostrado
el tesoro de su alma, precisamente al hombre á quien más quería
ocultarle.

--Pero yo nada te he dicho--balbuce con timidez y asombro, sin
comprender que alude al oculto reproche del caballero, ratificando así
la inconsciente confesión de sonrojos y lágrimas en aquella hora
sentimental.

Manuel la contempla, ausente de sí mismo, envolviendo en una mirada
piadosa y limpia la juvenil hermosura que se le ofrece con tan ingenua
sencillez.

Alta, mimbreña, con el cabello tenebroso, la boca dulcísima, los ojos
enamorados y obscuros, la tez de una blancura mate y doliente, Ana María
Ramírez es el vivo retrato de su madre. Aquel ademán gentil para alzar
los cabellos sobre la frente, aquel hechizo de melancolía, la voz triste
y suave como una romanza, todo es en ambas semejante y original...

Meditando en ello, Manuel Velasco sueña y adora, mientras la niña,
confusa y atormentada, está á punto de echar á correr. El adivina su
movimiento de fuga y la detiene.

--Todo el mal que mi hermano os hace--dice con solemne tono--, yo juro
repararlo.

--¿Por lástima?

--Por amor.

--¡Ah!

Duda la niña, tremante y absorta, al borde de un abismo de felicidad,
que mide su corazón por primera vez. Y Velasco, viendo disiparse la
niebla de lágrimas en los radiantes ojos, sonríe y promete todavía:

--Por amor, te haré muy feliz...

No miente. Por un profundo y noble amor, lleno de caridad y devociones,
ha jurado hace tiempo ser la providencia de Carlos y Ana María. Cumplirá
su promesa por encima de todos los renunciamientos y de todos los
sacrificios. Y como la muchacha, sacudida por violenta emoción, está
pendiente de los labios que la sonríen, él acude á desvanecer los
temores y las sombras que adivina en su actitud interrogante.

Tiende los brazos, acogiendo á la niña como cuando era pequeña, y la
infeliz goza tan consolada ternura sobre aquel corazón amigo, que sus
dolores se deshacen en alegría inexplicable y muda, en tanto que Manuel
le dice:

--Antes que de nosotros, nos ocuparemos de tu hermano, ¿quieres?

--¡Sí, sí!... ¡Pobre hermano mío!

--Vamos á darle una carta que le alegre mucho... ¿De quién dirás?

--¿De quién?

--¡Si fuera de tu madre!

--¡Una carta de mi madre!--pronuncia Ana María con asombro rayano en
terror.--¡De mi madre!--repite. Y luego interroga fuera de sí:

--Entonces... ¿la escribes tú? ¿Sabes dónde está?

Tiene extraña prisa por separarse de Velasco; pero él, reteniéndola,
dícele de nuevo:

--Mírame á los ojos.

--Ya te miro--torna á responder seria y amarga.

--Me ves el corazón..., ¿no es verdad?... Escucha: tu madre escribe á la
mía, porque desde lejos vela por vosotros. ¿Supones que podría vivir sin
saber de sus hijos?

Ha puesto el mozo en estas frases calor de honradez y bálsamo de
oración, con tal eficacia, que la niña, un tiempo recelosa de la
asiduidad de Manuel en aquella casa, ya nada sospecha ni teme.

--¡Oh, mamá, mamá!--llora con infinita dulzura, sintiendo cómo las
caricias de su madre llegan, providentes y milagrosas, á curar su
infortunio.

Pasado el primer estremecimiento de la consoladora novedad, hablan largo
y tendido Ana María y Manuel. Buscan horizontes de esperanza bajo la
cerrazón de las nubes decembrinas, precisamente en el instante en que
unos novios vuelven de la parroquia, con más trazas de duelo que de
nupcias.

Al final del palique en que se engolfan la niña y el caballero, sabe
ella cómo su madre se esconde en un rinconcillo francés, entre Pau y
Lourdes, acechando la abrupta ribera española, donde por antojos de la
suerte se llegó á convertir en selva de corazones tristes cierto bravo
robledal. Y Manuel sabe, en confesión muy difícil y tímida, que una
mujer encantadora, con alma de ángel, amó en Velasquín un sueño, un
apellido... tal vez la semejanza con otro hombre que era el realmente
amado y que á la moza le parecía un imposible...



II

HISTORIAS RETROSPECTIVAS.--LA INFANCIA DE LA «BELLA DURMIENTE».--LA
ATRACCIÓN DEL ABISMO.--EL FAUNO.--LA MUJER Y LA MADRE.--UN IDILIO Y UN
JURAMENTO.--AROMAS DE CARIDAD.


MANUEL Velasco y su amiguita Carlota de Heredia crecieron casi á la par
en Madrid, al amor de dos hogares vecinos y felices, donde se unían los
privilegios de la opulencia y del blasón. Fué la niñez de ambos rapaces
una dulcísima historia de ternuras y ensueños románticos; los dos
mostraban igual aptitud y agudeza; los dos pertenecían á esa casta
infantil soñadora y precoz que pone los ojos llenos de curiosidad en
todas las secretas interrogaciones del mundo y otea el porvenir en las
noches azules pobladas de prodigios.

La vecindad y continuo trato; la similitud de gustos y caracteres; la
noble intimidad de sus familias, fueron parte á encender una suavísima
afición en aquellos corazones afectuosos: mayor ella, tres años, y más
viva de genio que el rapaz; madrileña, pero de origen andaluz, ponía su
gracia impetuosa, como un rayo de sol, en la arrogancia taciturna del
niño montañés, mientras el diminuto hidalgo, con el calzón á la rodilla
y el aire severo, se engreía al recibir los favores de Carlota.

Muchas veces sus padres, al verlos juntos y escuchar palabras de
aquiescencia en juegos y charlas, al sorprender sus actitudes inclinadas
siempre hacia la misma curiosidad, siempre vueltas á un anhelo
semejante, decían con fruición:

--Han nacido el uno para el otro...

Y un prematuro plan de boda consagraba estos cariños infantiles en la
vieja amistad de Heredias y Velascos, sin suponer por cuán diversas
rutas les había de encaminar el destino.

Espigaba en preciosa mujer la señorita de Heredia, cuando el hijo de
doña Mercedes, la señora de Velasco, empeñado ya en serios estudios,
fuese á trabajar en París cerca de un sabio naturalista español, oriundo
de la Montaña. Al partir Manuel, puso, con sutiles afanes, cierto anillo
familiar en un dedo muy mono de Carlota, para que prevaleciese en la
ausencia aquella mutua afición, esperanza de sagrados vínculos, y las
madres de los jóvenes aludieron al posible matrimonio siempre que
miraban al porvenir en sus horas de intimidad.

Un suceso imprevisto y venturoso fué en casa de los señores de Velasco
origen de emoción y de sorpresa: á Manuel le nació un hermanito cuando
nadie lo presentía. El nene, á quien llamaron Adolfo, aparecióse en el
mundo con traza muy alegre y gentil, como si quisiera ofrecer
compensaciones y ternuras en el hogar del ausente primogénito.

Para Carlota, amada lo mismo que una hija por los sorprendidos papás,
fué aquel infante un hallazgo feliz, los diez y seis años prometedores
de la muchacha se iniciaron en maternales sentimientos al sedoso roce de
la criatura. Como la de Heredia no tuvo hermanos ni vió en trato íntimo
seres tan frágiles y puros, prontos á recibir sus caricias, toda la
pujanza de un fino corazón de mujer se reveló en el pecho juvenil al
tocar la feble existencia de aquel niño de color de rosa que apretaba
sus puños chiquitines, en inconsciente ademán de rebeldía, como si ya
pudiera defenderse de las iniquidades del mundo.

Una infinita sensación de lástima y de cariño prendió en las entrañas de
Carlota: era el germen espiritual de futuros amores abnegados, amores de
madre que duermen en el seno de todas las mujeres buenas, esperando que
un grito de la vida les dé carne entre lágrimas. Meció la niña al recién
nacido con dulces cantos y le cuidó con desvelos y coqueterías de mamá
joven, mientras doña Mercedes, gozosa al lado del hijo chiquitín y de la
precoz madrecita, sintió reflorecer su apacible otoño...

En aquel ambiente de esperanzas y ternuras alzóse de pronto la silueta
arrogante de don Juan Ramírez, caballero maduro y altivo, aureolado con
dones de sabiduría y proceridad. Regresaba á Madrid después de una
fecunda excursión científica por los más afamados institutos biológicos
de Europa; y durante su permanencia en la capital de Francia había dado
muchas lecciones y consejos al devoto estudiante Manuel Velasco.

Los padres del discípulo se esforzaban en obsequiar al profesor insigne,
y como adorno de algunas fiestas íntimas que le ofrecieron,
presentáronle á Carlota con orgullo, ignorantes de que preparaban así la
desventura de su amiga. Desde el primer encuentro, don Juan Ramírez
depuso los prestigios de su ciencia y la corona de su notoriedad á los
pies de la joven; quedó prendado de ella con ese antojo súbito y potente
que á menudo se desarrolla en los hombres austeros llegados á la
plenitud de la vida en castas nupcias con el trabajo. Y la misma
vehemencia de su deseo por aquella mujer en capullo, tan delicada y
espiritual, vino á ejercer sobre ella una especie de sugestión.

El renombre de don Juan, su arrogante figura, la autoridad y la fuerza
que emanaban de toda su persona cegaron á la niña de tal suerte, que,
sin saber cómo, rindióse al nuevo hechizo, diciendo siempre que sí con
aire de sonámbula.

Cuento de brujas les pareció á los padres y á los amigos de la moza este
cautiverio amoroso. Lucharon para libertarla con prudentes razones: don
Juan la llevaba muchos años; contábanse de su vida íntima grandes
extravagancias y de su genio y costumbres se decían cosas alarmantes.
Pero Carlota, sin resistir de frente consejos y advertencias, mostró una
actitud apasionada y firme, basta comprometerse en promesa formal de
matrimonio.

Algo de la magia que el sabio ejerció sobre la niña fuese comunicando á
los señores de Heredia, los cuales, pasado el primer movimiento de
inquietud, padecieron también la sugestión de aquellos ojos, de aquella
invencible majestad. Pronto la influencia del temperamento dominador
extendióse como un contagio en los hogares amigos; hasta doña Mercedes
llegó á predecir que la risueña juventud de la muchacha hallaría un
gran destino ornando la gloriosa madurez de don Juan. Y ante la triunfal
conquista del maestro, ¿qué podía valer la remota ilusión del discípulo
ausente?

No eran egoístas los de Velasco: al suponer conveniencias y ventajas en
el matrimonio de Carlota, abandonaron sus propias ambiciones,
irrealizables quizá. Pensaban que á menudo los vientos de la vida
tuercen un destino sazonado, y que el de Manuel aún estaba en flor...

       *       *       *       *       *

¡Cuán rápidamente se desvanecieron las esperanzas de la pobre niña! ¡Con
qué horrible desengaño expió la propia ligereza! Apenas celebróse el
matrimonio cayó el disfraz galante del maestro naturalista, inútil en la
ciencia sublime de cultivar cariños: enamorado de Carlota como un fauno
y celoso de cuanto ella amaba, la escondió en el _Robledo_, solar
montañés de la familia de Ramírez, y comenzó á tejer allí una existencia
obscura y salaz entre conatos de labores científicas y violencias de
animal en celo.

Fué un tránsito tan brusco el de la pobre criatura, desde la luz y la
felicidad hasta la sombra y el dolor, que en torno á su hundimiento se
alzaron espesas nubes, igual que cuando se derrumba una torre muy alta
herida por el rayo. Murieron los padres de Carlota pocos años después,
como atacados de un mal de penas ante la terrible equivocación de la
boda, en que la joven se abismó lo mismo que en una sima, y quedó la
triste á merced de su enemigo.

El logro y disfrute del amor fueron para el brutal esposo como un
cáustico que le alzase ampollas en muchos malos instintos, y la débil
mujer que sirvió de cebo á tales cobardías no las hubiera soportado sin
el milagroso caudal de ternuras que vino al fin á calmar la ardiente sed
de amores en su alma. Ni en los caminos más huraños del mundo apaga Dios
por largo tiempo toda luz á los pobres caminantes. Sólo quien cierra los
ojos con obstinación se sumerge en sombra inaccesible. Carlota la abría;
miraba alto, muy alto; avizoraba el horizonte con infinito afán, y en el
obscuro cielo descubrió una estrella. La historia del hallazgo celeste
cabe en pocas sílabas de profunda sencillez. Carlota fué madre...

Rodaban los años encima de esta ventura, más fuerte que los fortísimos
dolores de la maternidad, más grande que el infortunio de la mujer
sometida al esposo con indignación y repugnancia. Sentía Carlota la
vergüenza de la esclavitud y el terror del hundimiento; pero era madre,
y esta solemne realidad descendía á su alma con divina estupefacción, á
modo de anestesia contra todas las humanas tribulaciones. Estoica y dura
para sufrir, llevaba en los labios esa inextingible sonrisa de los
mártires, que luchan y mueren por un ideal sin que se nuble su gesto
heroico ni aun con los velos lívidos de la agonía.

Derivó así la existencia de Carlota á merced de los tormentos más
absurdos, sufridos con mansedumbre angelical; pero de pronto, en un
instante de revelación, vió la triste con espanto que no sólo el amor de
sus hijos le daba fuerzas para vivir: un astro nuevo se encendía en los
cerrados horizontes de la mujer y de la madre. Examinó ella entonces,
valerosamente, su corazón, y hallóle contrito y confeso, mas replicando
á las acusaciones de la conciencia con absoluta sinceridad; había
delinquido en amor de gratitud hacia un hombre; estaba picado de mal de
rebeldía...

Y mientras la mujer hacía estas confesiones, lloraba la madre con
supremo dolor.

       *       *       *       *       *

Era Manuel Velasco un mozo cabal en la triste ocasión de fallecer su
padre: bizarro porte, don de gentes y vasta cultura, daban al
primogénito de la familia ilustre una singular virtud entre las mozas
casaderas de la aristocracia y de la burguesía. Andaba él por el mundo
con un desdén muy triste, que le hacía más interesante; sus treinta años
varoniles proyectaban una sombra de vicisitud, una huella implacable de
amargura. Con la barba crecida, y el aire serio, audaz y tímido á la
vez, Velasco supo inspirar vehementes pasiones, y no pocas mujeres
descollantes cayeron por él en fiebre de tristeza; mas no curaba de
semejantes angustias quien dentro del corazón tenía una añeja cicatriz
sangrando siempre, dulcemente enconada por la condolencia y el recuerdo.

Es ley de caridad en almas generosas embalsamar los dolores con el
perfume de los amores. Y el duelo de Carlota Heredia repercutía en el
alma de Manuel, despertando al amor continuamente; de las raíces de un
afecto infantil, delicado y fino, brotó la pasión, la pujante pasión de
la mocedad, ese impulso irresistible de una vida hacia otra, que en los
temperamentos contenidos y equilibrados suele persistir hasta la muerte.
Aquella marea de nobles afanes que no hallaba camino feliz hacia la
amada mujer, embatía en el pecho del mozo con sones de tempestad; y
aunque el respeto y las conveniencias refrenaban con exquisita
corrección la actitud del enamorado, sus propósitos más insignificantes
giraban, como por mágico resorte hacia el señero lugar donde la dulce
elegida alzaba en sus hombros de reina el peso de abrumadora cruz.

Una lástima aguda y vehemente atormentó á Manuel muchos años, conocedor,
por confidencias de su madre, del terrible martirio de Carlota. Todas
las fuentes del sentimiento, henchidas por la savia de un corazón que
sabía amar y comprender y perdonar, corrían sueltas y veloces á
ofrecerse en holocausto de aquel martirio; ya la existencia del mozo no
tuvo más oriente que el _Robledo_ montañés, donde la triste padecía.
Vivir cerca de ella, saturarse del amargo perfume de sus dolores, y al
lado suyo mirar hacia el ocaso donde mueren los días en un rayo de sol;
tales eran sus anhelos.

--Quizá--se decía--un crepúsculo sepulte la última jornada de semejante
desventura...

Al erigirle en jefe de la casa el fallecimiento de su progenitor,
mostrósele á Manuel una fácil senda hacia Torremar. Doña Mercedes vivía
suspirando por el nativo terruño desde el instante penoso de la viudez;
todo la llamaba en la montañesa orilla con sedantes recuerdos de otros
días mejores y lenitivos al dolor presente. Manuel apresuróse á
complacerla y dispuso que la madre fijara allí el nido de su ancianidad
melancólica. Levantarían una casa moderna, un palacete cómodo y firme en
mitad del valle; la vigilancia de estas obras servirían de distracción
al genio activo de la viuda, mientras Manuel, nada conforme con la vida
cortesana, hallaría un adecuado ambiente para vivir con blandura y
reposo, según sus aficiones singulares. Adolfo, que ya hombreaba,
compartiría los años entre la Universidad madrileña y las vacaciones
torremarinas. Y así decidido, el soñador enamorado logró la ventura de
aproximarse á la dama del _Robledo_.

Avecindados en Torremar doña Mercedes y su hijo, ofrecieron á su amiga
nobles testimonios de solicitud y compasión, hidalgas prendas de un
tutelar afecto henchido de piedades. Logró Velasco, al fin, mañosamente,
introducirse en aquel hogar tenebroso, y estrechar con ansia y ternura
las manos prisioneras de Carlota; creyó con esto la cautiva que
comenzaba á amanecer en sus prisiones, y sintió un consuelo
providencial, como si aliviasen sus doloridos hombros del bárbaro peso
de su cruz.

Eran entonces Carlitos y Ana María dos preciosas criaturas con los ojos
muy atentos á las inquietudes familiares: ella paciente, despierta y
sufridora; él apasionado, ingenuo y curioso; ambos gentiles y finos, de
viva inteligencia y noble corazón. Atravesaban aquellos meses de
medrosos descubrimientos, descritos á la de Alcántara por Carlos;
aquellos días de sombras y revelaciones, en que ambos rapaces se miraban
atónitos, presintiendo la tragedia, mientras gemía el robledal, obscuro
y doliente, bajo los cierzos invernales y las olas verberaban iracundas
en los cantiles.

La aparición benigna de Manuel en tan lúgubre escenario, tuvo forma de
prodigio venturoso. Para los pequeños, aquel hombre á quien apenas
conocían, adquirió la importancia de un ser divino, obrador de milagros
tan terribles como el de penetrar con aire indiferente por los
silenciosos corredores, abrir puertas con ímpetu y revolver á su talante
las salas del museo, mientras el sabio asentía con impenetrable rostro.

Hasta don Juan Ramírez estimó la vecindad de su antiguo discípulo como
un hallazgo feliz. La mirada profunda de Manuel; su carácter tenaz y
apacible al mismo tiempo; su exquisita prudencia; su solidez en
cuestiones científicas, ejercieron raro dominio sobre el feroz
misántropo. Con la ofrenda de libros nuevos y de investigaciones
recientes, penetró Velasco en el laboratorio del naturalista,
tendiéndole una mano salvadora en el único medio donde el biólogo era
asequible al trato y la intimidad. Logró de esta suerte conquistarle y
recoger con firmes puños el timón del malparado navío en que el maestro
naufragaba sobre las espumas de su demente cólera.

Llevó el mozo su actividad y su inteligencia al maltrecho laboratorio de
Ramírez, donde Carlota le ayudaba más que su marido; yacía éste quejoso
y meditabundo, ó revolvíase violento, raras veces constante en el
trabajo, mientras la señora, sonriente y dulce, prestaba su eficaz
concurso á todos los designios de Manuel, envolviéndole en una mirada
infinita de gratitud. La diligencia de Velasco, el interés y afán con
que abrió las ventanas del _Robledo_ á una brisa de renovación, eran
para el ánimo de Carlota estímulos heroicos. Adivinando en aquel
torrente de generosidad un homenaje á sus dolores, acaso un voto en aras
del amor imposible, quiso ella merecer tanta abnegación y armóse de
paciencia y de dulzura, basta erguir la noble frente sobre las sombras
del infortunio. Y así llegó á establecerse entre ambos amigos una lucha
sutil de abnegaciones: él, odiando á don Juan, se doblegaba á sus
antojos crueles, y sonreía con aire feliz para dar á Carlota ejemplo;
ella, atormentada siempre por su implacable verdugo, sonreía también,
sin que jamás rezumara de sus labios la hiel de sus martirios. Los dos
fingían engañarse mutuamente en este pugilato de finezas, y ambos tenían
la seguridad de vivir en irreparable desventura.

Mas, un tiempo, Manuel llegó á confundirse: la gratitud de la amiga
creció tanto, y la sutileza delicada de la mujer laboró de tal modo, que
el joven pudo imaginar á Carlota menos infeliz. Ella hacía esfuerzos
sobrehumanos para que los rumores de su tortura llegasen al laboratorio
fugazmente, y si estallaba una feroz escena entre el fauno y su víctima,
la valiente mujer, blanca de miedo, transida de indignación, buscaba un
motivo para acercarse á Velasco, sonreir y hablar, sin que la piadosa
máscara del rostro delatase la íntima tragedia: era el mismo sublime
disimulo que la madre se imponía delante de sus hijos.

Había una mezcla de orgullo y de piedad en este heroico silencio:
callaba Carlota por no herir el corazón de aquellas inocentes criaturas,
y callaba también porque temía, con angustiosa vergüenza, descubrir al
mundo, enteramente, el miserable suplicio á que un hombre vil la
sometía, en el cómplice misterio del dormitorio conyugal. Así la mártir,
vencida como un despojo inútil en la sorda marejada de sus terrores,
perecía en insensato abandono de su persona, sin más razón para vivir
que un átomo de instinto, sujeto, en crispatura doliente, á un grande
amor y á una bella gratitud.

Confuso Manuel por esta inalterable mansedumbre, llegó á pensar que su
maestro no era tan bárbaro como doña Mercedes le contara. También
Carlitos, ya sagaz y curioso, imaginó á su padre menos terrible. Y sólo
Ana María, al hacerse mujer, sorprendió con la aguda penetración del
sexo todo el espanto de la tragedia.

       *       *       *       *       *

Siempre que Velasco refería á su madre sucesos de la casa de Ramírez,
entrevistos por el mozo entre penumbras, movía la dama la cabeza con
incertidumbre.

--Carlota disimula--aseguraba--Carlota disimula por altivez y caridad;
pero yo sé que su marido es un monstruo... Aunque ella finge tan
discretamente, hay cosas que no pueden ocultarse...

Y con desbordamientos de compasiones, aquella mujer inteligente y
virtuosa estimulaba en su hijo el amor á la cautiva. Por un exceso de
bondad caía doña Mercedes en semejante imprudencia. Adivinando la pasión
del joven no juzgaba peligrosa su intimidad en el _Robledo_; suponía que
era justo confortar á una criatura tan triste con los bálsamos de un
fraternal cariño y nunca pensó que flaqueasen la hidalguía de Manuel y
la virtud de Carlota. Influía también en la viuda un sentimiento sutil,
muy femenino y humano: don Juan Ramírez le arrebató del propio hogar la
novia elegida para el hijo, y después, secuestrada--como decía la
señora con encono--, la sacrificó años enteros... Si la infeliz estaba
sola, indefensa, ¿no era lícito quebrantar sus prisiones y recoger sus
lágrimas? Acaso la ingenua complicidad de doña Mercedes en la romántica
aventura tuvo un fondo secreto de optimismo. Fiel á sus ilusiones, por
la costumbre de haberlas realizado, esperaba todavía que la felicidad de
su hijo amaneciese en la bella sonrisa de Carlota. Forjóse la madre un
sueño con perfumes de leyenda: imaginaba la mano de Dios cayendo sobre
la frente de Ramírez en castigo ejemplar; moría el atroz verdugo, y su
víctima, libre y dichosa, daba su mano al caballero, al elegido... Todo
esto acontecía con la rapidez de los cuentos de hadas, al golpe mágico
de una varita de virtudes...

Convencida estaba la buena ilusa de que el biólogo se iba de este mundo,
cuando llegó Manuel á decirle que era Carlota quien desaparecía de la
escena. Sucedió una noche de estío, una hermosa noche de luna. Velasco
hablaba con estupor, ronco el acento y turbia la mirada.

--Ha huído--balbucía.

Un juramento grave y solemne le condenaba á la pasividad más dolorosa.

--No la puedo seguir... Lo he jurado--contestaba atónito á las
impacientes preguntas de su madre.

Doña Mercedes no comprendió por qué la triste, sometida mucho tiempo á
los ultrajes de un hombre indigno, huía precisamente cuando irradiaba en
torno suyo la solicitud de una tierna amistad. Y quedó inconsolable la
señora, que sólo sabía de cultivar piedades, flores y ternuras, en paz y
bienandanza...

Algunos días antes, Manuel halló á su amiga dibujando un esquema en la
soledad del laboratorio; inclinábase con profunda atención, casi oculta
la cara sobre el papel; pero la hubo de alzar para responder á cierta
consulta interesante. Entonces el caballero, muy alarmado, descubrió en
la mejilla de Carlota una señal violada, con matices de lirio. Y sin
darle tiempo á preguntar la causa de aquella maceración, ya la dama
aludía, confusa y roja:

--Fué contra un mueble; ¿sabes?... Tropecé anoche... Se me apagó la
luz...

Un amor y una pena tan elocuentes se reflejaban en el rostro de Velasco,
que la pobre mentirosa acabó de turbarse. El veía con implacable lucidez
la terrible escena de la noche anterior: el monstruo habría esgrimido
sus puños contra la turgente mejilla de la esclava; esta vez la huella
del tormento florecía al sol, como rebelde grito de la sangre...

Locas ideas de venganza atravesaron, lo mismo que centellas, el
pensamiento de Manuel; dijo alguna cosa vehemente y ruda, y crujieron
sus frases con llamaradas de pasión. Mirábale Carlota, con el llanto al
borde de las pestañas, mientras que un trozo del paisaje, abrazado al
silencio, sonreía en el balcón, franco á la dulzura de una tarde
estival. Puso un dedo la dama en su boca doliente, implorando:

--Calla, calla por Dios...

Y era tan apremiante y dulce su actitud, que el mozo con la mirada
febril, lívido el semblante y rota la palabra, se retrajo á la soledad
de su ternura, mudo y obediente. Pero desde aquel día, ni el discípulo
pudo resistir la presencia de su maestro, ni Carlota gozar la de su
enamorado. Del corazón de ella, fecundo por el riego de lágrimas
purísimas, brotó una rosa, la más ufana de la vida y del sentimiento: el
amor.

Carlota entonces fué tan valiente, que tuvo miedo de sí misma, ese miedo
grandioso y sublime que se llama también «temor de Dios», y que es forma
exquisita de arrogancia espiritual; hurtóse á las miradas profundas de
Manuel; midió los riesgos de su ternura, y lloró con inquietud
indecible, á la orilla floreciente del abismo. Quería la infeliz
soportar la doble cadena del martirio y de la tentación callando y
sufriendo; pero comprendió que en la brava lucha peligraban á cada
instante la dignidad y el deber; que eran pocas las defensas de un solo
pecho para tan fuertes y contrarios enemigos; que iba á rendirse, al
cabo, á las sugestiones invencibles de un dulce amor vestido de caridad
y gratitud.

Y tomó la heroica resolución de los débiles: decidió marcharse, sola con
Dios y su conciencia. Peor que el escándalo de la fuga fuera la
certidumbre de pecado. ¿Qué importaba que el mundo murmurase, si en el
cielo se sabía la verdad?

Pensando de esta suerte se afirmó en sus propósitos ante los tristes
descubrimientos que hizo Carlos en el drama. Ya nada la detuvo entonces;
aprovechando la terrible escena para urdir su viaje, despidióse con loca
prisa de Manuel, exigiéndole un juramento á la vez que le pedía un
favor: que Velasco no la siguiera, que no la preguntara... Después de
exigir dulce y amargamente, imploró con infinita humildad: que sus hijos
hallasen en el caballero, en el amigo, un apoyo...

De pie, vibrando de emoción, con los ojos entornados sobre las mazadas
orejas, esperó Carlota; una mirada, un gesto, podían delatar la lumbre
del pobre corazón sacrificado, y la inaudita resistencia de la madre se
alzó imponente contra el peligro. Pero Manuel no la detendría. Estuvo
oyéndola con pánico asombro, sin dilucidar más que una cosa, en el
deliquio de aquel instante horrible: la mujer que le hablaba de partir,
que le decía adiós... no era nada suyo; de niños fueron novios, eran
amigos siempre. Ni una fugaz promesa, ni una tímida confesión, le daba
derecho á contrariar los designios de la señora de Ramírez... ¿Qué
importaban, en la trascendencia de aquel grave minuto, las memorias del
pasado ni aun las adivinaciones sutiles del amor?... Juró el caballero
cuanto la dama quería, y prometió el amigo lo que imploraba la madre;
mientras que el enamorado, estulto y febril, vió desaparecer del
laboratorio á Carlota de Heredia, desgraciada y ausente, quizá para toda
la vida.

Con movimiento indefinible abalanzóse Velasco al umbral que ella pisó.
En el pasillo aguardaba Carlos silencioso, con señales de haber llorado
mucho. Se miraron los tres, con una sonrisa atónita y violenta, que daba
miedo. La madre y el hijo se alejaban, y el desolado amante iba
retrocediendo en su impulsivo afán, para seguir mirando á la fugitiva
desde el balcón. Pero la dama, presurosa, sin duda, bajó al camino real
por el atajo, á espaldas del laboratorio, y Manuel hallóse enfrente de
la belleza del bosque, apacible y melancólica como un paisaje copiado en
aguas quietas. Se mecía en el aire el sonoro repique de una campana y el
sol moría sobre el mar, en el ancho cielo azul...

Reflejo de la hermosura de la ausente le pareció á Velasco la suave
languidez con que fenecía la tarde; así en el rostro de la mujer amada,
embellecida por el dolor, se esparcía un vago tinte de crepúsculo,
rútilo y emocionante como los resplandores del ocaso, apetente y dulce
como las vendimias del otoño... Y la gracia luminosa del atardecer dió
al enamorado una imagen de la esquiva y espiritual hermosura, con tal
sensación de pesadumbre, que todo el torrente de su despecho se desbordó
en cóleras insensatas; sentía crueles repulsiones hacia cuanto le
quedaba en el mundo lejos de Carlota: ¿dónde pondría los ojos, que no
viera angustia y soledad?

El reloj de la sala, indiferente á estos mudos afanes, enardeció de
súbito las iras de Velasco; el isócrono _tic-tac_ parecióle un lúgubre
remedo del propio corazón, una burla de aquella implacable hora que
desgranaba los minutos con ofensiva impavidez; arrojó á la blanca esfera
un legajo de papeles que tuvo á su alcance, y el cristal, hecho añicos,
cayó estrepitoso entre las hojas desparramadas; pero el inmoble
centinela del tiempo, socarrón y firme, siguió burlándose: _tic-tac,
tic-tac..._

Arrepentido Manuel de su arrebato, huyó del maquinal soniquete,
lanzándose al misterioso corredor que aún guardaba del paso de Carlota
un ligero perfume. Por una puerta entornada vió surgir de la salita de
costura los cojines del sofá en desorden y el velador florido: una bata
que el mozo conocía mucho, prendida del cuello, con las mangas fofas y
vacías, le ofreció la fugaz impresión de unos brazos rotos en caricia
imposible... Cerró los ojos á las amadas huellas, y atravesando el
bosque, como un poseído, bajó al valle en la serena caída de la sombra.

       *       *       *       *       *

Calmada la primera crisis de dolor y de sorpresa, la nativa bondad de
Manuel Velasco hizo explosión con gallardas manifestaciones. Acometiendo
como un héroe sus propósitos, empezó por volver al _Robledo_ y entrar en
derechura hasta la alcoba de don Juan: después que pudo resistir su
presencia, hablarle con acento indiferente y permanecer en el
laboratorio como antes, juzgóse vencedor en la más ruda batalla de su
vida; una resignación mansa y piadosa sucedió á los furores de su alma;
tal vez aquella virtud, mal conocida de los hombres, era un vestigio, un
aroma que la mártir dejó entre sus cadenas.

Pasó Velasco por el fino tamiz de su hidalguía la historia de los
recientes sucesos y sintióse culpable de la fuga de Carlota: él la puso
en cuidado con la solicitud desmesurada de su amistad, y por fin, con
las pruebas elocuentes de su pasión; y aunque le animó el consuelo de
haber contribuído á libertarla, para mejor aplacar las voces de la
conciencia dió, el enamorado, alcance de sagrada misión al imprevisto
juramento que concediera á la fugitiva. Desde aquel punto, un ideal de
egregia estirpe llenó la vida austera de Velasco: vivir para los hijos
de la amada; guardar como devoto penitente el culto á los recuerdos de
Carlota. Y sólo doña Mercedes, edificada y suspensa, vislumbró el
sublime idilio, apéndice de un drama obscuro y brutal...

Como un premio á la nobleza de Manuel, quebróse el incógnito de la
ausente; Carlota escribió á su amiga, á su segunda madre, la viuda de
Velasco; y con especial cordura y cálida elocuencia, justificó la dama
su grave resolución, abriendo por primera vez el arcano de sus dolores
en el refugio de tan ferviente amistad. La esclava de Ramírez habíase
convertido en modesta pensionista de un convento francés, en los Bajos
Pirineos: el hábito de los pesares y la toca de la virtud la hicieron un
rincón en la clausura religiosa, y allí recataba su infortunio, mirando
al porvenir con incertidumbre.

Estas noticias fuéronle compensadas con las que la viuda le envió, muy
tranquilizadoras, de Carlos y Ana María. Y tan dulces promesas obtuvo la
pobre madre que logró al cabo algún reposo; ya su cielo sombrío lucía
claros de sol, y amanecía en su horizonte esa ardiente esperanza del que
torna á la salud desde la orilla del sepulcro, mientras doña Mercedes,
secundada por Manuel, procuraba llenar un poco el vacío de Carlota en la
desierta casa de Ramírez.

El ilustre maníaco se había hundido en la obscuridad más absoluta: la
estampa recia y arisca de don Juan fué desapareciendo del laboratorio,
hasta encerrarse en su gabinete; llevóse allí unos aparatos científicos
y sepultó su rabia ó sus dolores en aquel extraño escondite, que tan
pronto parecía la celda de un penitente como el tugurio de un
nigromante. Sólo Ana María traspasaba el temeroso dintel, sirviendo al
sabio con una solicitud triste y silenciosa, que á él le atormentaba
como un reproche continuo, y, cuando en arranques de caridad ó
compasión, pretendía ella ofrecerle algún consuelo, huía el culpable,
ríspido y huraño, igual que un loco. Muchas veces, en estas sordas
crisis, mediaba Manuel, imponiéndose á fuerza de sugestiones y bríos, á
la demencia, la cobardía y la crueldad, ayuntadas en el carácter de
aquel hombre incomprensible, y arrancaba de su duro corazón algunas
chispas de luz... De aquellas victorias cobrábase con creces el
discípulo en la casta lumbre de unas pupilas de mujer, que acaso le
miraban con la elocuencia de un gran secreto. Carlitos, á distancia
siempre de su padre, más por la hurañía de éste que por los rencores del
muchacho, erraba por el _Robledo_, triste que triste, detenido allí por
la insinuación constante de aquellos dulces ojos que tanto agradecían á
Manuel su influencia sobre don Juan.

El mismo año, Velasquín, doctor en leyes, cansado peregrino de la
bulliciosa vida madrileña, se quedó en Torremar, formando parte de la
conspiración protectora establecida en torno á la casa de Ramírez; y con
las ocasiones y el trato, á la luz de la belleza y al brillo de las
lágrimas, el buen mozo se hubo de enamorar de Ana María. Por segunda vez
tejió la juventud una promesa con las ilusiones de doña Mercedes.
Juzgóse la niña afortunada con tan gallardo novio: varios indicios la
hicieron suponer alguna inteligencia entre su madre y la del
pretendiente; los anhelos de ésta parecíanle órdenes de la otra, y,
feliz con dejarse llevar por tan piadosas voluntades, renunciaba á un
ensueño remoto, apenas entrevisto del propio corazón que le dió vida...



III

EL MALEFICIO DE UNAS BODAS.--«LA SOLEDAD DE DOS EN COMPAÑÍA».--¡PARA
SIEMPRE!--IMÁGENES EN LA NIEBLA.--LA FLOR DEL ROMERO.--RETRATOS, VERSOS,
RISAS Y SOLLOZOS.


EN vano quiso disimular Regina, bajo las apariencias de un luto
acomodaticio, la helada y triste soledad de sus bodas, pues todo tuvo en
el solemne día la expresión tosca y ceñuda del remordimiento y del
reproche. La casita montés de los Alcántaras, futuro nido de la gentil
pareja, yacía en un silencio medroso y áspero, henchido de
incertidumbres y zozobras; no había allí la menor señal de fiesta,
ornato ni alborozo; ni galas en los roperos, ni flores en los búcaros,
ni alegría en los semblantes, ni regocijo en los corazones. Marta y su
madre se fatigaron inútilmente sin conseguir que las estancias mostrasen
mayor comodidad y compostura; un aire de enojo y desabrimiento
estremecía los arcaicos muebles, convulsos por el ímpetu y el desorden
con que la novia agitó puertas y llaves, cómodas, cofres y alacenas,
para ceñirse, al fin, un vestido negro y ajado, torpe disfraz de
impacientes ambiciones, antiguo jirón de mal sufridas pesadumbres.

Huyendo Velasquín de la gente, con mil escrúpulos y reparos, aislóse en
huraña reserva, fué y vino desde su casa al arrabal, como una sombra
vigilante, y precipitó los desposorios, incapaz de resistir por más
tiempo tan violenta situación, en pugna con su carácter comunicativo y
apacible.

Don Fermín Pérez, médico y amigo muchos años de la familia, fué, después
de algunas pláticas con doña Mercedes, el padrino de la boda; ofició de
madrina Eugenia, con grande inquietud y no pocos llantos; y una turbia
mañana de Diciembre, al filo del amanecer, pasó la breve comitiva, sin
escolta y sin lujo, por el desierto arrabal, camino de la iglesia. La
hora, el silencio, la soledad del paisaje, aterido y brumoso; los
hervores y retumbos de aguas y espumas en los negros cantiles; la luz
naciente de la aurora, que parecía enferma en un cielo cobarde: aquella
grandiosa y lúgubre decoración del invierno puso en la frente y en el
alma de Regina livores trágicos y escalofríos de angustia.

Una vez en el templo, bendijo á los novios don Amador, pálido y mustio,
como si actuara en los funerales de ambos jóvenes, á quienes él mismo
bautizó en las primicias de su apostolado parroquial; mirábalos á sus
pies, impacientes y ansiosos, en actitud de reos, bajo la abrumadora
pesadumbre de un íntimo terror... y en las penumbras de la iglesia, al
cobijo de pilares y doseles, se dibujaban, en tanto, muchos perfiles
curiosos, ceños delatores y sonrisas burlonas.

Un quejido amargo, entre sollozo y clamor, vino á quebrar el murmullo
de los latines que el párroco desgranaba; era _la novia de Gabriel_ que
gemía siempre en los desposorios, añorante del suyo malogrado. Puestas
las rodillas en el suelo, torcida la cintura como el tallo de una flor,
caída la frente sobre las húmedas lanchas, lloró _Gabriela_ con
desgarradora expresión de locura, con trágicas voces de plañidera y
suplicante.

Volviéronse los novios, trémulos de pavor, hacia aquella Melpómene, sin
recordar que su plañido era el obligado acompañamiento de las bodas
torremarinas desde hacía muchos años; pasóle á Velasquín por el alma un
gélido soplo de mal agüero, y aunque pidió á los ojos de Regina calor y
luz para confortarse, aquellos ojos brillaron como estrellas en noche
helada, hermosos y duros como piedras preciosas...

Al regresar del templo don Fermín se despidió en la cancela, con la
disculpa de urgentes visitas profesionales, y Adolfo y Regina se
hallaron solos en el saloncito familiar de la muchacha, revuelto por las
impaciencias de aquellas últimas horas. Prevaleció en sus manos, uncidas
ya al vínculo indisoluble, el temblor de miedo iniciado en la iglesia, y
mirándose como absortos, se hablaron al fin, advirtiendo en el timbre de
sus palabras la expresión de extrañeza que suelen causar las voces
desconocidas. Ya estaban unidos para siempre. ¿Era cierto?... ¡Para
siempre!... Y aquel «siempre» en que los dos reflexionaron con insólita
admiración, causóles diversa inquietud.

--¡Siempre!--decíase Adolfo, con ansias infinitas de poseer y de amar en
plazo sin riberas. Miraba suya á la moza, y un delicado sentimiento le
contenía, prudente y humilde, en los umbrales de la felicidad, pues al
trasluz de la palabra «siempre», sinónimo de vida perdurable, aquella
mujer adorada con tan frenéticas prisas, con tan locos apetitos, le
inspiró á Velasquín ahora un deseo mezclado de pavor y reverencia.

Y Regina, cayendo en vertiginosas meditaciones, en previos análisis de
inconsciente perversidad, tuvo un amago de tedio y de protesta.

--¡Siempre suya!--pensó, abrumada de súbito por la perspectiva de una
esclavitud interminable, sin descanso ni variaciones. Siempre junto á un
hombre, tal vez demasiado perfecto, con los ojos muy grandes, los
dientes muy blancos, el bigote muy obscuro, la sonrisa muy pronta, dulce
la palabra, el ademán cortés; tan fino, tan elegante, tan... iba á decir
«monótono»...; pero, arrepentida, avergonzada de aquel examen burlón,
ajeno á su voluntad, quiso escaparse del terrible «siempre», que la
oprimía con la sensación espantosa de un sudario, mortaja de libertades
y rebeliones. Sedienta de placer, empujó hacia sus despiertos sentidos
todas las inquietudes de la madura juventud, y sonrió complaciente al
esposo, que ya la envolvía en sus brazos...

Al amanecer otra mañana sobre el nuevo hogar, en plena embriaguez de su
ventura, sintió Velasquín, más agudo y determinado que antes, el terror
misterioso que se cernía sobre el raro suceso de su boda. Allí, en el
mismo lecho de las nupcias, detrás de aquel biombo colocado por Regina
entre la cama y el salón, cayeron las primeras ilusiones como rosas
marchitas de la noche á la alborada. Halló Adolfo debajo de sus besos un
vacío indefinible, una hermosura inerte, carne bella y curiosa no
consagrada por los perfumes del sentimiento, el carmín de una boca
glacial, donde no puso el corazón de la mujer ni la burbuja de un
suspiro.

El miedo, la pena de estas novedades y de otras que presentía, lanzaron
al mozo por la casa adelante, con el impaciente afán de quien busca y no
encuentra alguna cosa. Torpe y distraído, paseó por la estrechez de los
aposentos, que cabían, casi todos, en la holgada y señorial anchura de
una estancia del palacio vecino; y entre el desquiciado menaje del
reciente hogar, las caras de la servidumbre se le aparecían á Adolfo
tétricas y hostiles, contagiadas también de una secreta desazón. Hasta
el jardinero mostró un cariz sombrío, como si olvidase que, libre de
simientes y de podas, quedaba reintegrado á la marina, «con galones de
segundo» en la tripulación del _Reina_; cuando Velasco le salió al
encuentro para recoger, al fin, una sonrisa franca en el esquivo hogar,
el segundo de á bordo bajó la frente en sombras de incógnita culpa,
igual que si fuese cómplice de aquel triste desbarajuste donde el
señorito buscaba alguna cosa confusamente perdida.

Y mientras la esposa, por su propia mano, trató de componer los
desarreglos de la morada, salió Adolfo á la calle con aquel mismo
impulso de pesquisa y ansiedad que le había movido por las revueltas
habitaciones. Desde la altura del barrio lanzó una mirada temerosa á la
bahía, entoldada de brumas, y al vetusto caserío. Le pareció que el
pueblo, amodorrado, le mostraba una faz hostil, el hosco semblante de
quien se niega á responder á una pregunta. Y volviendo la cabeza, posó
los ojos en el _Robledo_, camposanto de sus memorias: miraba al robledal
sin conocerle; crispada y amarilla la arboleda, semejaba un fatídico
brote del paisaje, un brazo nervudo y fibroso de la costa, que alcanzaba
las nubes con los dedos de su mano brusca. De repente, Velasquín
enrojeció al poner su alma en contacto con una multitud de recuerdos
penetrantes y dulces. Un cendal de la niebla entre los robles fué la
cortina que en el espíritu del visionario se alzó entre la conciencia y
la memoria: el jirón intangible dióle la semejanza de un traje femenino,
y tuvo luego en la excitada mente de Adolfo la silueta gentil de una
persona y el ritmo grave y lento de un paso de mujer.

--¡Ana María!--murmuró Velasquín con involuntaria emoción--. Y en el
amable nombre palpitaban todos los gérmenes de sus remordimientos...

Era la niña de Ramírez imán de muchas ilusiones en la ilustre y opulenta
casa del muchacho. La madre y los dos hijos no acertaban, en los últimos
tiempos, á encender esperanza alguna donde la imagen de la moza no
surgiera, como un resplandor alegre del porvenir...

Pero aquella mañana invernal en que un recién casado mira al _Robledo_
con el corazón oprimido, ¿dónde están las felices promesas, la arrogante
y hermosa actitud de Adolfo, realizando ilusiones de dos familias, largo
tiempo inclinadas á unirse en una?

Esto se preguntaba el mozo, doliéndole en el alma que la realización de
aquellos planes sonrientes no hubiera podido navegar en el río de fuego
de sus amores.

¿Por qué, de improviso--se decía--, un afán más duro que todas mis
fuerzas ha tirado de mí, lejos de tales propósitos?

Y estremecíase, confuso de haber hecho daño sin poderlo remediar, de
haber sido causa de dolor y de vergüenza para su madre, tan tiernamente
amada, para sus mejores amigos, para su hermano, á quien Adolfo quería
con entusiastas devociones. ¡Que la roja lumbre de la pasión no pudiese
arder junto á la llama apacible de los cariños familiares!... Porque
Adolfo pensaba en la niña del _Robledo_ con ternura sedante y
confortadora, llena de adivinaciones y deleites, como los que gozaba en
el santuario de su propia familia.

Bajo el dominio de una amarga tristeza, envolvió en amplio ademán el
amigo paisaje, aludiendo acerbamente:

--¡Todo se acabó!

Y volvió las espaldas al bosque deshojado, á la marina brumosa, al
pueblo ceñudo, horizontes en querella con su porvenir. Siguió andando
hacia la sierra salvaje, hacia la costa brava, como quien busca senderos
piadosos, confines indulgentes para norte de su destino. En la tortura
de una ondulación, la serranía dejó ver el camposanto, con su pálida
toca de nubes sobre los graves maderos en cruz; y con brusco temblor
cayó el mozo en la cuenta de que por allí sólo se iba al abismo de la
muerte, más negro que la noche. De aquel lado agonizaba el sol. Toda la
desgarradora tristeza de los crepúsculos norteños, se condensaba en el
remoto confín del argomal bravío, entre las aguas grises y el cielo
melancólico. Parecía que el mundo se acababa en aquel jirón de la sierra
hincado en el mar, allí donde el tiempo hacía su fuga trágica en los
atardeceres, galopando sobre un plantel de cruces que el humano dolor
puso en la tierra...

       *       *       *       *       *

Vuelve sobre sus pasos Velasquín, perseguido por la penosa sensación de
infinita soledad que reina en el alto paraje, allí donde parece que se
acaba el mundo.

La costumbre y el cariño llevan al muchacho, por detrás de la casita que
ya es suya, hacia el hondo valle en tendal junto á la población
marinera. ¡Pero también de aquí le espantan los temblores de su corazón!

Señora del valle la casa de Velasco, extendiendo sus límites con poderío
solemne, infunde al mozo un respeto nunca por él sentido desde las
amigas veredas. Toda la traza noble de su palacio parece que le acusa:
huyen los linderos bajo la neblina que deshilacha el monte; las mieses,
yermas, baldías, ondulan tiritando; el boscaje, desnudo y agresivo sobre
un fondo de nubes aborregadas, ofrece la impresión medrosa de lanzas y
monstruos, brazos sin cuerpos y cuerpos sin cabeza, fugitivos y
amenazadores. En la fábrica elegante y jovial del edificio todos los
huecos duermen con mueca de indignación y enojo; diríase que el palacete
versallesco está vacío y sólo guarda los secretos de una tragedia
impune. Pero bien sabe Adolfo Velasco de dos almas que allí padecen
silenciosas desde el momento en que el ingrato mozo, poseído de la
pasión súbita y recia, rasgó leyes de hidalguía, quebrantó resoluciones
familiares é impuso, tras una escena dura y triste, el juramento de
casarse con la de Alcántara. Y harto sabe también que no traspasará
Regina los umbrales de aquel palacio soñoliento y fuerte, cerrado á
todas las traiciones. Persuadido de todo ello, retrocede Adolfo con la
pesadumbre del fracaso, caídas las alas del espíritu; nada busca ya,
puesto que tiene la certeza de haber perdido muchas cosas...

Su mocedad y su buen ánimo le traen de pronto una esperanza firme: se
yergue con altivez y valentía y sacude sus cobardes pensamientos.
Considera que si todo lo que ama y pretende fuera de la casita del
arrabal se le resiste huraño, él sabrá vivir para su gran pasión...

Razonando de esta suerte pone unos sonoros pasos sobre la tosca ruta,
con la cabeza muy alta, orgulloso y apremiante, hacia el amor de su
mujer. La convencerá de que deben partir para una larga excursión. Si
aquí toda grata apariencia huye entre sus manos de novios, ellos se
bastan á sí mismos para ser felices: irán lejos de mudos reproches y
semblantes severos, hasta desbordar el triunfo de su corazón en un himno
de juventud y de independencia...

Pálido y risueño, Adolfo silba un aire montañés cuya letra campesina y
jactanciosa, desgrana mentalmente:

      «La flor del romero
      la van á cortar...
  Si la cortan que la corten,
  á mi lo mismo me da,
  porque la flor del romero
  para mí no ha de faltar...
      La flor del romero
      la van á cortar...»

Por el atajo que le lleva á su casa en pocos minutos, un arroyo que baja
de la finca de Ramírez sale al encuentro del joven. Ha llovido, y el
agua, crecida y mugiente, rompe su margen y balbuce, sabe Dios qué
remotas tristezas.

Pero Velasquín silba con ímpetu su tonada, para acallar el rumor de
aquel llanto que viene del _Robledo_ y cruza el valle, en querella
lastimosa.

Salta el mozo sobre el gemido de la corriente; las espumas le salpican y
le tiembla en los labios la canción... Cuando se acoge al portal de su
casa, aún le persigue, en tumulto, la muchedumbre de pesares que
vislumbró al otro lado del dintel; y como resumen de todo lo que pierde
y abandona á la parte de allá, un nombre se impacienta en su corazón:
¡Ana María!

Es inútil. Adolfo no quiere caer en más ansiedades: alegre y
desesperado, canta, á voz en grito, al subir las escaleras:

    «... porque la flor del romero
  para mí no ha de faltar...
        La flor del romero
        la van á cortar...»

Todo está en la casa igual que dos horas antes. Mientras en la cocina se
oye trastear con acompañamiento de suspiros, en el jardín Pablo hace un
hoyo profundo que parece una sepultura; cava que te cava con afán, casi
con furor, las caídas de la herramienta en el suelo repercuten al borde
de la pared: pun... pun... con eco sordo y triste.

En una sala del piso bajo, Eugenia, oculto el rostro en la sombra de un
cofre abierto, apila vestidos, estuches y papeles, con trazas de
preparar un gran equipaje. Pero no debe de ser así, porque la voz, un
poco empañecida de la trajinadora, repite:

--Son recuerdos... recuerdos...

Allí al lado, atisba Marta con mucha curiosidad las cajas en forma de
ataúd, los trajes en desuso, los legajos prendidos en pálidas ligaduras,
que trascienden á perfumes añejos y á historias olvidadas. En algunos
manuscritos, los renglones cortos acusan cantares; y atrevida, la
muchacha, tiende su mano hacia el archivo yacente, con la tentación de
cantar las coplas.

--Serán del difunto don Jaime--alude en voz queda.

Los ágiles dedos han desplegado ya un papel.

--¡Pero, chiquilla!--censura la que está hincada junto al cofre. Y se
arma de respetuosa solemnidad, previniendo:

--Son «autógrafos» del pobre señorito...

Con la unción de quien reza en un libro santo, Marta se inclina
palpitante para leer:

      ¡Qué noche más triste,
      qué noche más larga!
  ¡Soledad y silencio... El insomnio...
      las horas que pasan
  dejando una pena, dejando un vacío
  y un sabor de ceniza en el alma!...
      Dios de los amores,
      oye mi plegaria:
      enciende en los cielos
      tu luna de plata;
  desata la voz de los vientos;
  que corran veloces las aguas;
      tiende en lo infinito
      la secreta escala,
  y haz que venga á mis brazos la dulce
      prenda de mis ansias...

--¡Qué precioso!--murmura la moza. Regina, que despacito y sin objeto
entró en la estancia está allí escuchando, presa del hastío que á veces
la sobrecoge en medio de su inútil actividad.

--Dame eso--dice á Marta, con el brazo extendido hacia el papel.

En cuanto la muchacha, confusa y diligente, la complace, sube la
señorita, y se repliega en el sofá de su breve salón, donde ya se ha
encogido escalofriada y temblorosa, en varias crisis de estéril
cansancio, desde que salió Adolfo. Apenas si dirige una mirada á los
versos de su padre, que tiene en la mano. ¿Para quién serían?

Esto es lo único que se le ocurre en aquel instante en que la musa
paternal roza su oído, al través del tiempo.

--¿Para quién serían?--repite.--Y vuelve los ojos hacia el retrato del
poeta, que desde el muro responde á la curiosidad con una sonrisa
enigmática.

--Para mi madre, no--prorrumpe la monologuista con despecho, iniciando
una protesta de mujer casada contra el libertinaje de los maridos. Mas,
á poco, sonríe con desdén y con mofa: ¿Qué valor, qué virtud tiene en el
mundo la fidelidad?... Sólo quien ama es fiel. Y, ¿hay quien ame, en el
sentido espiritual y elevado de la palabra?... Regina lo duda. Aquel
escepticismo tiene aire y forma en el desquiciado camarín de los
novios; allí dentro de las vidrieras cerradas, alrededor de los muebles
en desorden, un precioso ramo de camelias está en la alfombra marchito,
y la Venus que decora la estancia, cubre su hermosura con un chal de
Regina, mientras que Jaime, desde el retrato, riela en torno una sonrisa
de muerto, y su esposa hunde en la pared de enfrente la cansada
expresión, desde otra pálida fotografía. Este incrédulo matiz plañe con
el sordo grito de las cosas:--Como no se cree en el alma de las flores,
no se aguarda á que agonicen en un vaso piadoso; como no se cree en la
belleza de la escultura, ofende su desnudez con sensación de frío; por
desprecio á la estética, los muebles danzan, desorientados y hostiles;
porque se duda del cielo, los difuntos se asoman á sus imágenes para
sonreir con inquietud, para mirar con angustia...

Y el colmo de la incredulidad pone su trágica nota en la palidez
caliente de la desposada, que no cree en el amor, y que suspira viendo
morir sus postreras ilusiones en la misma aurora del tálamo...

Aún tiene la dama los versos á su alcance, y aún dice
maquinalmente:--¿Para quién serían?

Busca en la composición algún indicio, con ese falso interés de los
ociosos que tratan de engañar su aburrimiento:

  ...dejando una pena, dejando un vacío;
  y un sabor de ceniza en el alma...

--¡Miente, miente mi padre!--prorrumpe con ímpetu, casi con
crueldad:--«El vacío, la pena, la amargura», quedan en el alma después
de ese goce bárbaro que tiene el dulce nombre de amor... Ya nada me
promete la vida, porque ya conozco todos los amores del mundo...
¡Mienten los poetas!--grita iracunda.

Pero su voz es apagada por otra, sentimental y varonil, que sube por la
escalera, cantando:

  «Si la cortan que la corten,
  á mí lo mismo me da...
      La flor del romero
      la van á cortar...»

Y al asomarse Adolfo al saloncito, con la sonrisa y el cantar en los
labios, quédase mudo ante la actitud de su esposa, que no ha hecho nada
y tiene un aire de cansancio triste.

Ella le ve tan perplejo, que se compone el rostro con una mueca gentil,
y dice, á guisa de explicación:

--La Venus y yo, tenemos frío...

--¡Es singular!--piensa él, hallando mucha semejanza entre la mujer y la
escultura: el mismo semblante helado, igual sonrisa yerta, y un aire
impasible, una quietud inerte dentro del chal obscuro...

Yace un papel á los pies de la desposada, y Velasquín le recoge,
advertido por ella: Son versos de mi padre...

El mozo, muy aficionado á las sentimentales poesías, lee á media voz,
con interés:

    Gustar quiero en mis labios ardientes
  de tus labios la miel regalada,
  sentir en mi carne la dulce caricia
  de tu carne en amor inflamada,
  mientras en mi oído tu boca murmura
  un «escucho» dulcísimo. El alma
  sedienta de amores
  con fatal calentura se abraza...
  ¡Reina, dame un beso,
  de esos besos largos que nunca se acaban!

Al extinguirse el acento, ligeramente conmovido, el lector se vuelve
insinuante hacia su mujer, y sonríe:

--Parecen de actualidad.

Estalla en los labios de ella una risa loca.

--Ya sé, ya sé para quién fueron--alude--. No se me había ocurrido:
¡Para Silvia!

--¿Quién era Silvia?

--Una «reina» del boulevard, íntima de mi padre.

Y sigue riendo la dama, nerviosa hasta el punto de romper en sollozos.

Supone el marido que la emoción de los recuerdos sugiere aquella crisis
de risas y llantos, y acude hacia el sofá con tan amable impulso, que
Regina presiente la repetición de la estrofa: _¡Reina, dame un beso!_...
y prorrumpe amarga, casi violenta:

--No heredo yo la «sed de amores del alma» que mi padre sentía.

Adolfo retrocede. El también tiene frío. Un frío penetrante que le
taladra el corazón.



IV

LUCES DE OCASO.--LOS ACHAQUES DE REGINA.--TINIEBLAS DE UN NAUFRAGIO
MORAL.--LA ISLA DE LAS ROSAS PÁLIDAS.


NO sin grande asombro advirtió doña Mercedes que la niña del _Robledo_
se consolaba del fracaso de su boda con excesiva prontitud. En la
indiferencia de la muchacha al afrontar la conversación sobre este
suceso; en el modo digno y prudente con que aludía á la pesadumbre de
Carlos sin mentar la propia, adivinó la dama un altivo sentimiento,
mezcla de piedad y desdén, que la llegó á herir. ¿No merecía Adolfo
siquiera ni el tributo de una lágrima?

Olvidando un instante el dulce cariño de Ana María, irguióse en el pecho
clemente de la señora el orgullo maternal. Repitió aquella pregunta
delante del primogénito, y entonces Manuel, con viva elocuencia,
refirióle á su madre la peregrina historia; analizó, á fuer de agudo
psicólogo, los sentimientos de la muchacha; expuso claramente cómo en su
inexperto corazón había ella confundido el afecto fraternal, la antigua
simpatía que Adolfo le inspiraba, con la fuerza latente de otro amor más
hondo y entrañable, y, sin más rodeos, añadió que había jurado hacer
feliz á la hija de Carlota.

--Ya lo sabe ella--dijo por fin.

--¿Ella? ¿Quién es ella?--inquirió la viuda estupefacta.

--¡Ella!--repitió Velasco también. Y con la voz un poco temblorosa
corroboró al punto:

--Ella es la madre... pero yo he renovado á la hija mi juramento.

Fué menester que se explicara con más claridad para que doña Mercedes le
comprendiera; y así que la dama hubo entendido cuanto Manuel se
proponía, quedó absorta, contemplando á su hijo con ternura y
admiración. Apareciósele en aquel momento como un ser providencial, como
una especie de caballero andante que tenía la noble misión de traer al
_Robledo_ auras de libertad para la _Bella durmiente_, anuncios de
castigo para el _Ogro_ y certidumbres de ventura para el _Hada gentil_.
Y para que todo fuese milagroso y sublime, el amor de Ana María se
revelaba de súbito, como un premio de Dios á su elegido.

Arrobada y gozosa, doña Mercedes sintió, sin embargo, un ligero escozor
en la conciencia, al comprender que con la nueva alianza se excluía en
absoluto á la pobre ausente de todo pacto posible con la felicidad. Pero
una idea luminosa hizo sonreir á la señora de Velasco.--«Ella es la
madre»--, pensó, repitiendo mentalmente unas palabras que se le habían
quedado en la memoria, clavadas allí por la fuerza de un agudo
sentimiento. Y se puso á escribirle una carta á su amiga Carlota,
insinuando, entre muchas confidencias maternales, exhortos blandos y
tímidos sobre amores y deberes: indicaba, con prudentes alusiones, que
la felicidad de los hijos, por buenos que ellos sean, se cumple casi
siempre á costa del sacrificio de los padres, y concluía en términos de
muy delicada sinceridad... El resplandor de una vida feliz puso en aquel
pliego luces alegres de ocaso: á la anciana señora le parecía fácil y
sabroso que una madre abdicara en sus hijos las más íntimas ilusiones, y
la tremante pluma instiló en el papel toda la suavidad de un corazón
envejecido entre caricias y dulzuras; apacible corazón que nunca supo la
tormenta espantosa de aquel otro á quien consultaba, joven y pujante,
constreñido entre un pasado de angustias y el secreto de un trágico
presente.

Carlota hizo su renuncia tácita y plena al porvenir con grave
sencillez:--«Si antes daba con gozo mi hija á un niño bueno, ¿cómo no
dársela con gratitud al mejor hombre del mundo?»--Así escribió. Y los
rasgos de su letra, fina y elegante, no se estremecieron con el vendaval
que en el pecho de la mujer soplaba, deshojando la abierta rosa de la
juventud hasta dejar el tronco, perenne y vivo, de espinas erizado...

Grande júbilo sintió doña Mercedes con esta carta, y viendo disiparse
las dóciles nubes de su cielo, puso mayor diligencia en las
negociaciones de paz iniciadas con Adolfo poco después de su boda. La
costumbre de ser feliz no daba espacio en la dama al rigor de la madre;
érale menester que volviese pronto al hogar el hijo pródigo, y para
lograrlo impuso la sola condición de no admitir á la intrusa, á la
gentil diablesa que con sutiles artificios arrebató al caro Benjamín de
la amistad y compañía de sus deudos.

Manuel sirvió de parlamentario, muy complacido; pero Velasquín, lleno de
gratitud hacia quienes le tendían aquel grato puente de reconciliación,
temió ofender á Regina excluyéndola en absoluto de las futuras paces.
Decidióse al fin á explorar el ánimo de su esposa, con mucha delicadeza,
y no sin asombro le halló conforme á cuanto doña Mercedes exigía.

Así volvieron á su acostumbrada intimidad los de Velasco. Adolfo
concurría á la casa de su madre, sin mentar nunca á su mujer, y los dos
hermanos, cazando juntos, departiendo de intereses y negocios,
procuraban no aludir en sus conversaciones á los de Ramírez, apartados
siempre en su esquivo robledal. Sobre los secretos dolores del hogar
amigo derramaba la piadosa vejez de doña Mercedes la luz de su sonrisa
inextinguible, dulce puesta de sol, dorada lumbre de crepúsculo en un
campo de tragedias silenciosas.

Pasaba mientras el tiempo sin que Velasquín pudiese emprender con Regina
el proyectado viaje. Cayó la esposa en languidez extraña y profunda;
atribuyendo Adolfo á trastornos de salud aquellas inquietudes y
endebleces, llamó á don Fermín, y éste dió, por casualidad, un dictamen
conforme á la opinión del marido: impresiones violentas, luchas y
anhelos del presente, venían sobre las amarguras de lo pasado á
determinar una perturbación nerviosa, reflejo, tal vez, de otras ya
padecidas. Y el achaque ofició de piadoso velo para que Velasquín no
advirtiera las sombras de un corazón que juzgaba suyo. Eugenia dijo que
ya en dos ocasiones había caído su niña febril y delirante, con «mal
cansado», como si estuviese hechizada; pero, el médico, sonriente,
aseguró que las dolencias de señoritas mimosas se curaban siempre al
año del casorio, cuando el amor florecía...

Después que Adolfo erró en sus emociones de recién casado, como en selva
tenebrosa, una paz algo triste, pero confortable, descendió á su
espíritu optimista; amoroso y creyente, halló razón de sus crueles
sorpresas en el repentino quebranto de salud que le entregaba para la
intimidad una mujer distinta á la novia que le sedujo; esforzábase él en
cumplir las prescripciones del doctor, suponiendo que al sanar la esposa
hallaría de nuevo á la vehemente enamorada, acaso convertida en madre
para mayor ventura. Y ella se dejó asistir, felicitándose de aquel
pretexto que la permitía sumirse en sus fracasos definitivos, sin
malograr las ilusiones del esposo. Le vió tranquilizarse, después de las
primeras alarmas, y se esforzó entonces en sostener la felicidad de
Adolfo con un débil conato de misericordia.

En la total quiebra de ambiciones y propósitos, la dama rubia no salvó
más que los indicios de sus energías: el tenue hervor de la conciencia
sólo alcanzaba á producir burbujas fugaces de contradictorios
sentimientos en la helada superficie de aquella perezosa voluntad; el
hilo de la compasión, casi roto, ataba flojamente el recuerdo de Carlos
Ramírez, y entonces, una ola indecisa de carmín sonrojaba el rostro de
la coqueta, que con villanos manejos aprisionó al enamorado mozo; si la
pobre fibra de la gratitud palpitaba un instante por Velasco, juguete de
la ambiciosa, las náuseas del tedio entorpecían aquel graciable
instinto, y apenas si un impulso de bondad y un hábito de educación
lograban contener en la boca de Regina frases ó gestos crueles contra
Adolfo; y si amables visiones de la infancia hacían temblar en aquellos
labios el nombre de Ana María, el amor propio y la soberbia alzaban
contra el generoso remordimiento su aguijón cobarde y fino, como punta
de alfiler. En aquel naufragio moral quizá pugnasen, con un poco de
ansia, el orgullo y la codicia, para salir á flote: la certeza de haber
triunfado sobre otra mujer de rumbo y donaire, era asomo de ilusión que
sobrenadaba en el grave hundimiento de muchas ilusiones, y la esperanza
de asirse todavía á la felicidad, por algún cabo suelto del destino,
trepidaba con barruntos de fe en el roto cordaje de la ambición.

Pero era tan sorda y tímida la lucha de aquel ser tundido por las
decepciones más violentas, que la ruin marejada no rompía el hielo de la
indolente postura que Regina tomó en su nuevo estado.

Al conseguir sus propósitos, con burla del sufragio popular, y sobre la
oposición de una familia poderosa, hallóse la de Alcántara presa en los
brazos de un hombre á quien no quería. La misma facilidad con que le
sedujo, fué para la seductora causa de menosprecio: no era su tipo aquel
muchacho sonreidor y gentil, que se dejaba encantusar igual que un nene.
Adolfo no tenía «aspectos»; de una sola vez se le veía en todas sus
fases, porque no cambiaba nunca su expresión ingenua y plácida, galante
y dulce.

Así pensaba Regina, estableciendo con fría censura, comparaciones en que
su marido quedaba siempre desairado.

--Carlitos--meditaba--es más hombre que Adolfo, y ofrece otras
sorpresas, otras seducciones; en sus pupilas arde un fuego triste, un
sol de drama que penetra hasta el corazón.

Y al llegar á la parte conmovedora de sus monólogos íntimos, reía en
carcajadas estridentes y agudas, amargas como la hiel.

--¡El corazón!--decíase--; ¡qué de alusiones sentimentales para ese
músculo que funciona á instancias de la materia, exactamente igual que
el resto del organismo!... ¡El corazón! ¡Qué mote tan precioso, para un
pedazo de carne donde la sangre afluye, con todas sus perversiones y
averías! En metáfora, mi pobre corazón es una tierra floja en la cual
ningún sentimiento echa raíces...

Y sintiéndose completamente desasida de cuanto puede atar al mundo una
existencia, irritábase al ver que su destino estaba ya trazado, que
todos los senderos de su porvenir tenían en el horizonte el yugo del
matrimonio, la cadena del amor... ¿Del amor?

Esta pregunta era de una tristeza desgarradora al rebosar en labios de
Regina. Para ella, la esperanza del amor yacía con las alas rotas,
inerte, imposible...

Y á cada inquieta consulta, los descubrimientos de la recién casada
respondían obstinados y crueles:--El amor es carne, es instinto, como
fruto del corazón.

La clara inteligencia de la moza arrojaba su luz tímidamente sobre
tantas obscuras negaciones. Si la vida no cumplía ninguno de sus
ofrecimientos, si todo era fugaz y mentiroso en el mundo, ¿cómo una
parte inmensa de los seres humanos sembraba optimismos uno y otro día,
cosechando, al fin, realidades y venturas?... ¿Por qué el mito de la
felicidad subsistía al través de las generaciones?

En sus vagos discursos, deshilvanados y tristes, Regina escuchaba como
un eco obsesionante la confusa advertencia: _El bien es el placer; el
mal es el dolor..._ Pero ¿el dolor que ella sufría, se originaba de
algún mal, ó existía un mal como consecuencia de su dolor?... Estaba á
punto de saltar hecho pedazos aquel entendimiento, en la esclavitud de
tales indagaciones.

Presa en el círculo vicioso de sus lecturas, la dama balbucía delirante:
_El bien es el placer..._ ¿Cómo se entiende? ¿Cuál es el primero, el
originario?... ¿Será preciso obrar el bien para ser feliz, ó ser feliz
para obrar el bien? Y se oprimía las sienes, estallantes de dudas y
sutilezas, concluyendo por confesar:--_Sólo sé que no sé nada..._ Ella
vivió buscando placeres con ciego frenesí, y á lo largo de su juventud
todos los goces amargaban con el ácido sabor del mal de la vida. _Cuanto
más elevado es el ser, más padece_, recordaba la filósofa á este
propósito. Y trataba de engreirse con frágil orgullo, débil hasta en sus
vanidades. Así se hundía en las nieblas de un dañino apocamiento, con
trazas tan decadentes, que nadie puso en duda su enfermedad.

Se atormentaba Adolfo con las prisas de poner correctivos eficaces á la
extraña dolencia. Alejada de los novios, como era de razón, la corte de
amigos que la dama tuvo, sin familia y sin relaciones, era menester
buscarle rutas alegres fuera de allí.

El marido, que ya frecuentaba los acostumbrados lugares en la ciudad,
gozando como siempre la supremacía de su linaje y fortuna, achacaba un
poco el retraimiento de su mujer á la violenta situación en que ambos
estaban frente á los de Ramírez, y á la expectante curiosidad del
vecindario. Pero en vano insistía en hacer aquella excursión, base de
olvidos y mudanzas; siempre que él hablaba de partir, suspiraba la
señora con tal pesadumbre, que el viaje quedábase en suspenso, mientras
la vida conyugal languidecía en actitud impaciente, supeditados á la
resolución de la dama todos los planes del nuevo matrimonio. Estaba
convenido que en ausencia suya se hiciesen obras de consideración en la
casita del arrabal y que los excursionistas trajeran un mobiliario á su
gusto para aquel breve estuche de los primeros años de amor. Andando el
tiempo, Adolfo no desconfiaba de ver entrar á su esposa, con todos los
honores que le correspondían, en el palacio del valle.

Después de apremiantes instancias, Regina dijo que marcharían cuando
llegase su ajuar de novia, encargado por Velasquín con mucho boato. Fué
un pretexto para detenerse aún, asustada por la idea de lanzarse otra
vez al mundo, tan inútilmente paseado por la viajera rubia. En sus
enormes decaimientos surgían de pronto afanes infantiles, caprichos
inocentes como los de una niña. Dió en suponer que entre su ropa blanca
pudiera llegar de París alguna solución milagrosa para sus graves
conflictos. Y aquella criatura, tan profundamente decepcionada en
cientos de agudos desengaños, estuvo pendiente del arribo de un baúl que
entre lazos y blondas alumbró unas prendas vulgares de íntimo uso.

Mientras acomodó Marta en los armarios el flamante equipo, lloraba
Regina, como si en su horizonte se hubiera puesto para siempre el
sol...

A menudo Adolfo, compasivo y amante, hablaba á su mujer de una inmediata
aurora de venturas.

--Te pondrás buena... tendremos un hijo--murmuraba en fervientes
«escuchos».

Y ella fingía un asomo de complacencia, que rebosaba amargo desdén.

¡Tener un hijo! !Bah! Aquella ambición era insoportable á la flaqueza de
Regina. Le hacía daño pensar en cosas fuertes, y arrojaba con terror
aquel grandioso pensamiento, que le dolía en la cabeza con peso
irresistible. Sintiéndose impotente y acabada, le parecían una burla á
su incapacidad las dulces ilusiones del marido...

Desde el mes nebuloso de la boda corrieron otros cuatro, y aún Regina
respondía á las instancias de Velasquín:

--Saldremos la semana que viene...

Ya florecía la primavera. Las tardes, crecientes y apacibles, se
extasiaban sobre el cielo y el mar, y la dama rubia avizoraba el celaje
benigno, con la vaga expresión de quien no sabe por dónde ha de venir
una sonrisa de la esperanza. En la quietud de aquella triste demora,
hasta el paisaje inmóvil parecía esperar algún suceso.

Adolfo llegó un día á su casa muy alegre, portador de tan grata noticia,
que imaginó llevar con ella la salud á su mujer.

Doña Mercedes había hecho partícipe de sus nuevos planes de felicidad al
hijo pródigo, y sintiéndose él consolado y tranquilo en el corazón y en
la conciencia, supuso que ofrecía iguales beneficios á su esposa,
comunicándola el raro secreto.

Habló impaciente, con el aire misterioso y las palabras en tumulto:

--¿No sabes?... Ana María es novia de Manuel.

Fué como una puñalada aquel repentino informe, que dejó convulsa el alma
de Regina. Sin darse exacta cuenta de lo que estaba oyendo, interrogó:

--¿Novia de tu hermano?

Y ya, penetrándose de la noticia, se asió á la duda con zozobra:

--¿Es de veras?

--De veras... Mi madre cree que se casarán pronto.

--¡Ah!... Se casarán pronto...

El eco de aquella frase silbó en los labios de la dama y dejó en aquella
boca contraída la huella cruel de una burla doble y terrible.

--¿Qué dirá Carlota... y qué dices tú?

--¿Cómo?

--La novia de Manuel se iba á casar contigo hace poco tiempo... Y su
madre huyó, locamente enamorada de tu hermano.

--¿Tú sabías?...

--Carlos, sin darse cuenta de ello, me ha contado la historia del drama
y de la fuga.

--¡Ah, sí; pobre mujer!... También yo supe, hace poco, muchas tristezas
del _Robledo_.

Se quedó el mozo meditabundo. Su madre, para conmoverle, para uncirle á
su compromiso con Ana María, habíale iniciado en los amores y dolores de
la silenciosa tragedia. Pero en aquel tiempo, Velasquín, borracho del
licor de sus antojos, no percibió el perfume de aquellas rojas flores de
pasión y tormento que ahora, de improviso, tomaban alto y puro relieve
en su conciencia.

La vigorosa juventud de Adolfo penetraba en el devastado corazón de
Carlota con más sigilo y certidumbre que la ancianidad de doña Mercedes.

Y con profunda lástima pensó el caballero en aquella hermosa mujer, sola
en lo alto de la vida, cerrando voluntariamente los ojos á la única
estrella de su camino. La conducta hidalga de Manuel hallaba dulce
premio en el amor de un ángel: Ana María Ramírez era un espléndido
regalo para el hombre más descontentadizo. Seguro de ello, Velasquín,
imaginó que mientras á su hermano le sonreía tan apetecible recompensa,
Carlota ahogaba detrás de sus labios sonrientes un sollozo en que rugían
la soledad y el desconsuelo, con todo el humano poder de una pasión que
asaltaba á la pobre criatura en el desamparo de su peregrinaje, como
animal dañino que acecha al inerme viajero.

Cuantas sublimes resistencias pudiesen existir en el corazón de una
madre, le parecían al mozo insuficientes para conllevar el sacrificio de
Carlota. Y sobre estas cavilaciones, en que Velasquín sentía rodar un
imaginario rumor de lágrimas, se alzó la voz inquieta de Regina. Creyó
la dama adivinar los pensamientos del esposo, y extraviándose en sus
conjeturas, fulminó un dicaz comentario:

--Pues ya «estábais» lucidos tú y la fugitiva...

Pero el joven murmuró con fervor, únicamente:

--Carlota es una santa.

Cambiando de tono, obsesionada y envidiosa, dijo entonces la mujer, como
si hablase consigo misma:

--Las santas son felices.

Adolfo ya miraba á su interlocutora con más atención.

--¿Felices?--interrogó admirado.--Ella padece enorme desventura.

--¿Porque sufre? ¿Porque ama? Eso es gozar, es sentir, y comerse la vida
á mordiscos amargos y dulces... Lo terrible es no tener creencias, ni
amores, ni rumbos, ni hambre ó sed de cosa alguna, y fracasar siempre y
no saber de quebrantos ni de gozos, hasta morir de hastío, sin pena ni
gloria.

El joven, sentado cerca del balcón, alzóse con miedo; su mujer hablaba
sordamente, blanco el semblante y sombríos los ojos como nunca.

Un chispazo de luz quiso alumbrar en el corazón del esposo la torva sima
abierta debajo de aquellas frases; mas el rostro de la habladora tomó un
cariz tan lastimero y doliente, que al punto Velasco, enternecido, se
acercó á ella con piedad.

--Te exaltas, hija mía--pronunció,--cálmate; ya hablaremos despacio de
todas esas cosas.

Ella, viéndole crédulo y niño, engañado por dos mujeres con tanta
facilidad, le vibró de soslayo su desdén en una mirada, y se encogió de
hombros con suma indiferencia. Pensaba que era inútil dar calor aparente
de vida á los ecos de una tumba: sus palabras, audaces y fuertes, á ella
misma le habían hecho daño; tuvieron la resonancia sepulcral de un
recinto donde no hubiese más que el polvo de un cadáver...

Sintió que Velasquín la arropaba en el sofá, besándola con dulzura en
los cabellos. Y quedó sola, inmóvil, dudando si aquella quietud que la
invadía era el anuncio de una buena hora para dormir ó para morir. La
breve y dura plática le causó profundo cansancio y dejó en su boca una
estela salobre, como si la hubiera acariciado la brisa del mar; aquel
triunfo orgulloso sobre otra mujer, única satisfacción positiva de sus
errores, hundíase de repente con inesperada burla, y el marido que á
Regina le quedaba entre los brazos perdía su único valor para ella,
puesto que dejaba de ser el codiciado botín de una victoria.

Bajo la inmovilidad de la dama se alzó una impotente cólera contra Ana
María, y subió hacia Velasquín la marejada de los desdenes, como si
ambos jóvenes arrebatasen con traición su presa á la triunfadora: pecaba
Adolfo--según tales argucias--en valer menos que su hermano, y Ana María
en fingir que lo ignoraba, para inutilizar á una rival temible y
emprender sin peligros la valiosa conquista del Velasco de más fuste,
del hombre original sobre cuya cabeza interesante había nevado en pleno
estío. Aquellas prematuras canas de Manuel adquirían, de súbito, un
altísimo precio para Regina; y la adusta indiferencia que su cuñado la
demostraba, fué de pronto un estímulo que le obligó á admirarle.

Pero rendida en aquel sordo y leve pugilato de odios y admiraciones,
dejóse hundir entre las nieblas del sueño. Poco después, bajó sus
párpados caídos, á una luz indecisa, como de tarde moribunda, imaginó
ver en casa de Ramírez el salón principal del laboratorio convertido en
escenario de muy extraña comedia: don Juan vociferaba, con los puños
crispados, amenazador y furioso, pero su expresión de voluptuosidad y de
placer daba la certidumbre de que era muy feliz de semejante guisa;
Carlitos, en un extremo de la sala, lloraba en los brazos de su madre, y
sobre los humanos relieves de la piedad y de la pena, tenía el grupo tal
aroma divino de amores y de gozos, que á la visionaria le dieron mucha
envidia aquellas dos criaturas tristes; allá, en otro rincón, Manuel y
Ana María se hablaban en secreto: el rocío del llanto y la santa ciencia
del sacrificio daban á la hermosura de la niña un aire de madona, tan
solemne y tan noble, que Manuel de seguro la quería por aquel tinte de
bondad y excelsitud, en tanto que ella se inclinaba con respeto y
ternura hacia los surcos que el dolor y las vigilias pusieron en la
frente del mozo.

Flores muertas, animales disecados, fósiles y moluscos, esqueletos y
plantas, parecían descansar en cómodas posturas, á lo largo de las
paredes, bienhallados con sus apariencias de vida, y con ojos invisibles
abiertos á la escena; mientras los peces vivos, en sus casas de cristal,
formaban en torno al cuadro una cinta de trémulos colores.

--Pues, señor,--decíase Regina con despecho--aquí todos gozan, todos
tienen un destino y un fin, una pasión, un impulso...

Y al sentirse fallida y miserable en aquel raro centro de actividad, fué
quedándose inerte, petrificada, con sensación de frío y de reposo, como
si fuera á morirse.

Pero la muerte así, no era medrosa ni cruel; al contrario, muy
tranquila, muy suave, bajaba desde la cabeza, destrenzando á la dama los
cabellos y echándole en los ojos la pálida sombra de un cipresal;
después la besaba en los labios, con una ráfaga de hielo que extinguía
dulcemente la voz y los suspiros de la moribunda; y, por fin, le hacía
un pequeño tajo en el corazón, por el cual se le escapaban á Regina los
residuos de sus odios y sus amores, en flujo apacible y benéfico... ¡Qué
descansada se quedó!... ¿Era aquello estar muerta, como Daniel, como
Jaime, como todos los huéspedes del camposanto, tendido en el
argomal?... ¿Estaría disecada, igual que los peces del laboratorio?...

Un átomo vivo de la memoria fluctuó en la rubia cabeza desmayada, y, de
repente, aquel punto animado del pensamiento se arrebató con locos
terrores:--¿Qué habrá detrás de los cipreses, al otro lado de la sombra
y del frío, de la quietud y el descanso?--gritó el minúsculo vigía de la
inteligencia.--Y la voluntad, alarmada por la terrible pregunta,
estremecióse toda y despertó.

--Señorita, el correo--anunciaba Marta, presentando una bandeja.

Regina tardó un rato en reconocerse. Examinó los muebles y la estancia,
y, hallándose al abrigo del sofá, entre edredones y cojines, fué
recordando cómo se había muerto, después de una sorprendente
conversación con Adolfo... Sí, era verdad: la hendedura del corazón
prevalecía; rencores y cariños, aun aquellos tan leves y menudos que le
quedaban como un poso de sus luchas para vivir y amar, se derramaron
totalmente durante aquel sueño indefinible. Sintióse ligera y helada,
igual que una vedija de nieve.

--Morir, ¿no es soñar?--se dijo.--¿No podría suceder que yo estuviese
muerta y que soñara pasajes de mi vida?

--¿La señora no quiere abrir sus cartas?--insinuó la doncella.

--Sí quiero; dámelas--respondió la «difunta» con grato acento.
Extendiendo la mano, recogió los sobres, uno de los cuales, con orla de
luto, llamó su atención.

--Letra del doctor Marín--dijo.

Y para su «mortaja» (que era un vestido muy elegante), meditó:

--¡Si estaré viva!... Parece que reconozco la escritura de las gentes;
que hablo acorde; que tengo agilidad y memoria... ¿Habré resucitado?

Se echó á reir, y el oro de su voz sonó con hechizo de metal puro,
estremeciendo á Marta, que no presentía aquella explosión alegre.

--¿Está peor la señora?--interrogó sorprendida, temiendo que delirase.

--Al contrario; estoy muy bien--dijo ella, asombrada de escuchar su
propia voz y entender sus razones. Y rasgando el sobre de luto inclinó
los ojos tranquilamente hacia la carta del doctor Marín, mientras la
doncella salía del aposento.

Por el balcón penetraba un perfumado soplo de la tierra, henchida ya de
brotes en la preñez fecunda del verano, y las horas, cuajadas de sol, se
mecían con deleite sobre el infinito desdoblamiento del mar.

La escritura, un poco difícil, ocupaba el pliego que extendió Regina y
aun cruzaba la página postrera formando cuadritos. Bien conocía esta
costumbre la lectora, porque el galeno amable complacióse en escribirle,
varias veces, atravesados renglones en cuya confusión clareaba su antojo
por la moza andariega, camarada y confidente un día del consolado
viudo. A una sola carta contestó Regina, y la más fogosa epístola del
doctor cruzóse en el camino con un lacónico impreso en que la viajera
rubia participaba su celebrado enlace... Ahora decía Rafael Marín que él
también se casaba: una prima suya, cordobesa, mujer de mucho ángel y
rica dote, hacía tiempo esperaba aquella decisión del primo viudo.
Dábase el mozo importancia con su brillante boda, muy picado por los
desdenes de Regina; y este anuncio feliz iba á modo de epílogo al final
de otra nueva muy triste: la niña del doctor se había muerto; al nacer
la primavera comenzó á entristecerse, y cuando las rosas abrieron sus
capullos cerró la nena para siempre los ojos. Quedábase allí en el
cementerio lindante con el mar, dormidita debajo de una cruz. El doctor
se trasladaba á Córdoba con su hijo, á establecer el hogar nuevo.

Una ráfaga de remota tristeza pasó por el semblante de Regina, como si
le llegara de muy lejos, de otro mundo quizá, aquel papel fechado la
víspera en San Simón.

Parecióle á la dama haber amado en otra vida á la pobre nena del doctor
Marín, y hasta haber sido novia de un mozo enlutado y sonriente, único
poblador de una isla admirable, con árboles muy viejos y rosas muy
pálidas.

Y entornando los ojos como para retener fugitivas imágenes, vió Regina
al médico diciéndola adiós, á la triste hora del crepúsculo, con los
niños de la mano, mientras ella bogaba hacia la costa buscando la
felicidad.

¡Tampoco estaba en la ribera!--se duele al recordar que persiguió la
ilusión de ser feliz al través de los mares y de los mundos. Y sin dolor
ni amargura se quedó pensando en la isla verde y florida, desde la cual
demandó á la costa patria un refugio placentero, sabe Dios cuándo, tal
vez en época ilusoria.

En la imaginación doliente de la dama es la isla un vergel abandonado,
un plantío de cipreses y cruces donde duerme la niña de Marín, mientras
su padre corre detrás de una ilusión.

Por aquel escenario de fuga y abandono pasa tranquilamente una moza
descalza, muy contenta, con un dedo sobre sus labios rojos, en señal de
silencio. La reconoce Regina, y, al verla sonreir con vivo gozo piensa
que esta criatura es digna de guardar el vergel de los sueños, la isla
de las ilusiones; porque va pisando, sin ruido y sin alardes, rosas de
felicidad deshojadas bajo sus pies desnudos...

La dama rubia no tiene envidia como antaño, ni humor para hacer
experiencias inverosímiles, como cierta noche primaveral en que se
descalzó persiguiendo un mito. Pero le queda la memoria de sus
ambiciones de ventura; tiende la mirada al paisaje, suspira y repite:

--¡La felicidad no estaba en la ribera!...



V

AMOR CON AMOR SE CURA.--EL PROFETA DEL ALMIREZ.--MENTIDEROS
TORREMARINOS.--UN CORAZÓN POR BLANCO.


ARDE el estío. Murmura el robledal con tumulto de tenues rumores, y
Carlos Ramírez pasea bajo la fronda en solitaria meditación. Parece más
alto; inclina la cabeza como si le pesara la corona de la juventud;
suspira y se detiene á menudo. El amor le duele como un mal de la vida,
y el desengaño le agobia; pero sus pensamientos, que vuelan por el
bosque á la par de los malvises, son tranquilos. Es que la dura
pesadumbre del mozo tiene una alegría: Carlota ha resucitado en la
impenetrable ausencia, al saber que su hijo no gime como adolescente,
sino que sufre como hombre, iniciado en la ciencia trágica del amor.
Sabia en amar la madre y en sufrir, fué clemente doctora para disponer
los remedios al herido de amores; y á maternal milagro trascendía la
convaleciente actitud que tomó el muchacho apenas sus lágrimas cayeron
sobre las cartas benéficas de Carlota. A la pobre ausente le sirvió de
ocupación divina consolar á su hijo; en la dulce tarea hallaba algún
recurso la propia desventura, porque el secreto amoroso de aquella
triste alma se derretía en halagos y promesas, derramándose en el papel
como en un cauce bienhechor. La piedad y el sentimiento vibraron de tal
modo en la pluma de Carlota, que, bajo el influjo de la eficaz medicina,
Carlos sintióse renacer, lo mismo que si su madre le alumbrara á otra
existencia más consciente y profunda; y la maravillosa caridad sostuvo
al mozo en tan confortable sosiego, que no se atrevió á pedir goce
mayor, cual si temiera romper con su codicia el hechizo de aquel
hallazgo. Pero la ausente ofreció, pródiga, más bellas realidades,
vertiendo en sus renglones la esperanza de entrevistas futuras y de una
felicidad posible. Y Carlitos espera también animoso, porque la dicha de
su hermana se proyecta como un sol nuevo en el horizonte amaneciente del
muchacho.

Al resplandor suavísimo de aquella aurora que en su cielo sonríe, el
doncel siente resucitar los fervores de su infancia; cree en los
milagros celestiales y en las compensaciones providentes; reza y confía.
Como si Carlota pudiera descender desde las nubes, volviendo hacia sus
hijos con luminosa traza de aparición, le gusta al muchacho peregrinar
por las cumbres de la selva, absorto en santos consuelos, seguro de que
un día las virtudes de su madre resplandecerán sin una sombra, con la
diadema doble del mérito y el infortunio...

Ya entre el vecindario «se corre» que la dama fugitiva ha parecido, y
que vive, en olor de santidad, en un convento francés.

Don Celso Ortiz asegura esta especie con sones cavernosos, mientras
prepara un específico sensacional contra la polilla.

--Aquí hay un conato de crimen, una coacción inicua--murmura, dale que
dale en el almirez.

--Esa señora--afirma, estornudando al mezclar alcanfor en su
menjurje--no se ha recluído de tan extraño modo por la propia voluntad,
exponiendo fama y dicha... Aquí existen vestigios de secuestro, rastros
de monomanía religiosa ó síntomas de terror insuperable...

--Una _perra_ de cerato simple--le interrumpen. Él despacha, cobra, tose
y augura:

--La familia del _Robledo_ no puede acabar bien. Tiene una vena
dramática en pugna con el sentido común.

Felipe Alonso, que abre unos ojos tristísimos sobre los manejos del
charlatán, suspira resignado. Suele sentarse en la rebotica cuando no
encuentra á quién colocar algún discurso altisonante; y allí se encoge
pasivo, en actitud de oyente, seguro de que don Celso no le deja
intervenir en su peroración. Después, el bello Alonso toma justa
venganza del humillante mutismo, apropiándose las invenciones y hasta
las frases del boticario, para hincharlas y lucirlas al través del
puerto. Estos dos rivales de la oratoria popular se temen y se buscan,
se odian y se necesitan: don Celso crea; Alonso propala; el anciano echa
á volar la fantasía con inventos peregrinos, desde la cárcel de su
laboratorio, y el joven vagabundo difunde aquellas imaginaciones; pero
aunque goza éste las primicias de la pública emoción, no sabe disimular
en sus _speechs_ el sello originario, un rojo tinte de volcán y
tragedia, que hace á las gentes decir:

--«Eso» ha salido de la botica...

Entonces el inventor gusta sus triunfos, porque los curiosos acuden á la
fuente madre de los chismes, y pierden interés las divulgaciones que
siembra Alonso en el Casino y en las demás tertulias.

Mas ahora tardará el boticario novelero en sentir los halagos de la
popularidad: sus pronósticos ofrecen dudas, á fuerza de no cumplirse;
sus noticias se han desacreditado, como cierto betún para las canas,
completamente fallido; y durante los calores estivales, la botica,
situada á pleno mediodía en el chicharrero de la calle Real, no goza el
favor de los desocupados, aunque el aburrimiento profundo de Felipe
Alonso caiga en aquel cuchitril ardiente, lleno de moscas y de mareantes
perfumes, donde el mármol y el cristal hacen más visible la ausencia del
aseo. La facundia del químico se derrocha esta vez sin esperanzas;
conoce él sus fracasos, y sabe que en las filas disidentes de sus
adeptos esgrime armas victoriosas la Bernalda «joven», mustia y
frenética por la broma del amor y del barniz.

Pero la inventiva del boticario es tenaz, y sube con la temperatura,
como el barómetro; así, el viejo proporciona á su agente y enemigo
augurios y revelaciones acerca de lo que vuelve á ser «cuestión
palpitante»; y aunque no vendrá igual que antaño la ronda de curiosos á
indagar el origen de tales rumores, en risueña parranda, el farmacéutico
sonríe complacido y arremete con ímpetus á su preparación contra la
polilla, de enorme utilidad en la canícula.

Mientras funciona el almirez ilustre de la calle Real, vase el
declamador buen mozo á predecir, con voces misteriosas, graves sucesos
en la familia de Ramírez: mas en vano gesticula en actitud interesante,
y finge alarmas, y augural balbuce:

--«Según tengo entendido»...

La gente mira incrédula al _Robledo_, y ni los más inclinados á la
catástrofe y á la fatalidad, advierten que en la serena fronda se inicie
drama alguno: adormecida está en la altura, con beatitud amable, como si
prestara oído á la solemne respiración del Cantábrico; y el cantar de
las aguas corrientes brota de las entrañas de la selva con tan mansos
rumores, que hasta los más pesimistas y agoreros oyen en su voz un
romance de paz.

Si la señora de Ramírez se apareciese allí donde su hijo ambula
esperándola, de seguro el vecindario sonreiría con benevolencia,
creyendo á Carlota un ángel en quien Dios hacía gala de prodigios.
Indulgentes brisas de caridad rondan el bosque, y el rumor de que ha
devolver la dama del _Robledo_, tiene una dulzura placentera que Felipe
Alonso no puede amargar con los vaticinios del boticario...

En esto, las de Estrada descubren una tarde el grupo significativo y
alegre de la viuda de Velasco--casi nunca vista en la población
--apoyándose en la niña de Ramírez, y con la escolta galante de
Manuel. Van de compras: cruzan la plaza, y bajo los portalones se hunden
en la tienda más rica de la ciudad.

Cuando aparecen otra vez al sol, todos los visillos del trayecto están
atacados de epilepsia contagiosa, encima de los cristales.

Manuel mira hacia los balcones con sabia sonrisa, como si penetraran sus
ojos al otro lado del fino cendal que cubre á las señoras, arrodilladas,
impacientes y febriles.

Y al sorprender la risueña observación de Velasco enrojece Ana María, y
se turba.

Ya no es preciso más para que cuenten aquella noche las de Estrada que
otra vez hay barruntos de boda en el _Robledo_: asienten las de
Bernaldo; las del juez aseguran, y ármase un guirigay estrepitoso, del
cual llegan rumores á cada paseante de la alameda, donde el estío reune
á la gente de buen humor. A coro acciona y comenta el grupo mujeril:

--¡Iban tan entusiasmados!...

--Ella se puso muy encarnada...

--¡Está monísima!

--¡Qué buen mozo es él!

--Las canas le favorecen.

--Es tan arrogante como Adolfo...

--Y más formal.

La alcaldesa dice que los Velascos son de una raza de caballeros tan
cumplidos, que de seguro Manuel quiere enmendar la culpa de ingratitud
cometida por Velasquín.

--Pues hay pocos hombres de ese temple--exclama Filomena Bernaldo.

Ordóñez toma parte en la conversación:

--Con mujeres como Ana María, ya puede ser Velasco un caballero.

--Adolfo no lo fué--murmura Jacoba Estrada, que se muere por el doctor.

Pero él replica impávido:

--Un caso de locura no se repite con frecuencia.

--¡Buen desfacedor de agravios tenemos aquí!--ríe muy relamida la
celosa.

Y el joven se conduele agresivo:

--¡Si no estuviera «tan alto» el _Robledo_!...--Después lanza, burlón,
una pregunta al corro:

--¿No compran ustedes las bolas que vende el boticario para defender
terciopelos y lanas?

Todos sonríen mirando á Filo; la sensible doncella, dándose por aludida,
responde con mucho desdén que ya es viejo ese específico... «de la calle
Real», porque el año anterior puso ella unas cuantas bolas en la piel...
¡y se le picó toda!...

--¿Se le ha picado á usted la piel?--compadece Estraduca, tímido y
desolante, asomando la nariz por detrás de sus hijas.

--Sí, señor. La tengo completamente picada.

--¡Pobre criatura!... Pero ¿y de qué, de qué?

--Pues de la polilla.

--¿Es posible? ¿de veras?

--¡Si era de nutria, hombre!--advierte Jacoba con un codazo
irrespetuoso. El regocijo gárrulo de las mujeres empapa la vocecilla
tremante, que gime aún, con la obsesión del duelo:

--¡Pobre Filomena!...

Cuando agoniza la velada, ya es público en Torremar el hidalgo proceder
con que los Velascos saben cumplir compromisos de amor; y la imaginada
boda presta al _Robledo_ un relieve de tales proporciones, que, mediante
absurda suposición, cuéntase á la de Heredia enclaustrada por un voto y
se dice que la merced pontificia está á punto de volverle su
libertad... ¡Tal eficacia tuvieron una sonrisa burlona en labios de
Manuel y una llama de rubor en el rostro gentil de Ana María!...

       *       *       *       *       *

Ligera y fugaz como una sombra, desde que «resucitó» con el corazón
exhausto en el blando nicho de chales y almohadones, camina la de
Alcántara con inconsciente rumbo, igual que si le hubiesen puesto una
venda en los ojos. En su propia casa, al tropezar á sus familiares,
sonríe con la misma dulzura á Pablo y á Velasquín; tal sonrisa es
perenne, yerta y remota, como la de un retrato, ó de una estatua. Ya la
joven sale en el _Reina_; cruza la playa; monta á caballo, y asiste á
misa. Adolfo está muy contento viéndola así, por más que á veces sienta
una vaga inquietud vislumbrando en los ojos de su mujer el frío detrás
de la penumbra, como si aquellos cristales tenebrarios franquearan un
sepulcro. Hay una triste sensación de ausencia en las pupilas de la
dama: diríase que duerme con los párpados abiertos ó que vela con el
espíritu en fuga. Velasquín está receloso y le dice á menudo:

--¿Sufres?... ¿Qué sientes?

Regina responde:

--No sufro nada. No siento nada... ¡nada!--corrobora con un ligero
espasmo de extrañeza.

Y en Torremar produce grande asombro el aspecto apacible y saludable de
aquella dama que se recobra al mundo cuando todos la creían achacosa y
doliente.

No ha pasado la primera semana sobre la singular resurrección, y una
tarde Regina se entretiene en tirar al blanco en pugna con Velasquín,
desde el rudo camino de la costa: en palique y en chanza, agujereando un
papel prendido en los matorrales del argomal, suben al cementerio, y
junto á la cerca, Adolfo propone á su mujer colocar desde allí, á
porfía, una bala en un pino solitario de la otra linde; tira el
caballero, y acierta; la señora apunta y dispara: una cruz del plantel
cruje; un grito amargo y desgarrador emerge de las flores que rodean al
herido leño.

Velasquín, pálido y afanoso, empuja la puertecilla y avanza entre losas
funerales; Regina corre detrás, sin miedo ni susto, rauda y leve como
una pluma, que el aire lleva; al llegar los dos al pie de la cruz, el
marido incorpora á una mujer, inerte en el suelo, y la esposa distingue
entre los brazos del símbolo piadoso un nombre: ¡Gabriel!

Cuando la triste desmayada vuelve en sí, mediante la asistencia de ambos
jóvenes, mira á la cruz y prorrumpe en lamentos:--¡Gabriel!
¡Gabriel!--murmura.--¡Está sangrando!... ¡Le han herido en el corazón!

Y furiosa de repente, arranca puños de flores y se los echa al rostro á
la culpable. Luego, huye veloz y frenética, gritando su desventura.
Absorta Regina, la ve correr, la oye gritar, contempla el agujero de la
cruz, repara en la palidez de su marido, y sacudiéndose los pétalos de
rosas que le salpican el traje, sonríe con absoluta indiferencia.

Los ayes de _la novia_ repercuten en el acantilado bravío, mezclándose
al rumor de la marejada en el silencio augusto del anochecer; y cuando
Velasquín y su esposa llegan á la población, ya en el alto argomal las
florecillas silvestres entornan con sueño los dorados ojos. Se duele el
joven del percance, culpándose de no hacer prevenido el posible error de
aquel disparo; aún se figura contemplar la cruz, temblorosa y traspasada
sobre las imploraciones de la suplicante; y un estremecimiento piadoso
le sacude, conmovido, en mitad de la senda: teme que el espanto de la
loca alborote á la gente, y que en la desenfrenada fantasía popular
adquiera visos de profanación aquel suceso fortuito; pero Regina escucha
sus palabras como si llegasen de muy lejos, como si no le concerniesen
ni á ellas tuviera cosa alguna que responder. El acento pesaroso de
Velasquín es para la dama un ruido más, un rumor que se une al de las
olas y que envuelve y apaga con dulzura los estridentes gritos de
_Gabriela_...

Alarmado por tan singular actitud, Adolfo se confunde y entristece
porque no halla razón á la indiferencia extraña de su esposa. Cayendo la
noche tornan los dos al hogar mudo y áspero, donde las incertidumbres
del mozo vuelven á insinuarse, mientras el señorío de Torremar,
congregado en el paseo, celebra al aire libre una de sus veladas
domingueras, no ya en plácemes de boda como la anterior, sino en
derroche de vilipendios contra Regina de Alcántara, que otra vez sale de
aventuras á dejar en su camino una huella de escándalo. Y del coro de
vivas murmuraciones surgen con fuerte aroma exótico, entre mal
disimulados celos, un elegante perfil y un haz de cabellos rubios que
ondulan como bandera de rebeldía, malignos y seductores...



VI

FIN DE LA HISTORIA DE LA "BELLA DURMIENTE".


¡DÍA magnífico, día sublime para las musas trágicas de don Celso Ortiz;
día histórico de perpetua memoria en los anales de Torremar!

Apenas había el boticario augur abierto los ojos á la luz de aquella
mañana, entróse por la botica cierto rumor de catástrofe, que puso al
profeta del almirez en súbita vibración. Un mozo de la finca de Ramírez,
forastero sin duda, preguntaba por el domicilio de don Fermín. La
inquietud del emisario y la urgencia que mostraba, dieron margen al
interrogatorio:

--¿Ocurre alguna cosa?

--¡Vaya si ocurre!

--¿Hay enfermos?

--Lo que hay es un difunto. Y la señorita está muy maluca.

--Pero ¿qué ha sucedido?

--Pues que el amo... Al decir esto hízose el mozo, con el pulgar en la
garganta, una señal significativa.

--...¿Se degolló?

--Así parece.

Y mientras don Celso, pálido y tembloroso, dilatada la nariz y los ojos
brillantes, conmovía á la vecindad con la triste nueva, echó el mozo á
correr, calle abajo, en busca del médico.

       *       *       *       *       *

Aconteció la víspera en el _Robledo_ que Ana María bajó al sótano para
hacer, como de costumbre, la renovación y limpieza del gran acuario
instalado allí. De algún tiempo á esta parte, sentíase la joven más
animosa para llevar las difíciles riendas de aquel laboratorio sin
labores, con vistas á un hogar arrecido. La inspección cotidiana del
acuario constituía para la moza un curioso divertimiento: gustábale
descubrir aquel fondo de mar en miniatura, que proyectaba, en la
obscuridad del sótano, perspectivas fantásticas y emocionantes; era un
vivo simulacro de la lucha por la existencia, un sutil remedo de la
jerarquía social, revuelto nansa donde también los peces grandes se
comen á los chicos...

Absorta Ana María, contemplaba aquella turbia caricatura del mundo,
cuando sintió pasos en la escalera:

--Será Manuel--pensó, enrojeciendo--. Teme que se me olvide soltar los
grifos y abrir las válvulas...

De pronto, una mano cayó con violencia en el hombro de la niña, y, tras
un grito de espanto, la voz de don Juan Ramírez rugió desatada:

--¡Carlota!... ¿Te escondes, eh?... ¡No te me escaparás, infame!

El sabio, el loco, sacudiendo á su hija con frenesí, levantó sobre ella
el puño. Pero no le llegó á descargar. Con las dos manos presas,
hallóse frente á Manuel Velasco, que le decía en pleno rostro:

--¡Cobarde!

Tras una ráfaga de vacilación y de miedo, Ramírez protestó:

--¿Qué buscas tú aquí? ¿A qué vienes?... Esa mujer es mía.

--Está usted equivocado.

--¡Es mía!

--Le digo á usted que se equivoca.

El discípulo entonces, soltando al profesor, le hizo mirar de cerca el
espavecido semblante de la niña. Próximo ya el crepúsculo, había crecido
la obscuridad por instantes, y en las altas rejas, leve soplo otoñal,
deshojador de rosas, parecía gemir sobre los gajos murientes de la luz.
El sordo murmullo de las aguas semejante á un lamento; las
reverberaciones del acuario, con su muchedumbre temblorosa de inquietas
vidas; todo el conjunto original del recinto, puso marco de imponente
emoción al terrible episodio.

--¡No es ella!--profirió don Juan, escudriñando con avidez la cara
llorosa de la joven. Quedó un punto perplejo, y con súbita audacia gritó
en seguida.

--Pero ésta me pertenece también.

--Me pertenece á mí--refutó Velasco, tranquilo y firme. El padre quiso
avanzar con la mano extendida, mas le detuvo, inmóvil y medroso, la
reciedumbre de otra mano, mientras añadía Manuel con reconcentrada
expresión:

--He adquirido derechos sobre ella á muy alto precio.

--¿Y pretendes tener en mi casa más derechos que yo?

--Sobre los corazones, sí.

--¿Qué me importan á mí los corazones?

--Por eso huyen de usted...

--No me hacen falta.

El mozo, endulzando su acento, murmuró, más compasivo que indignado:

--La vida es amor.

--Aborrezco la vida.

--¿Cómo quiere usted entonces dominarla?

--Con el odio.

--¡Pobre don Juan!--compadeció Velasco, doliéndose de aquella demencia
destructora que le desarmaba con la propia insensatez. Y Ramírez,
jadeante como si rindiese la jornada más penosa, giró en redondo, y
hundióse en la obscuridad, de donde había salido igual que un fantasma.
Iba regruñendo:

--¡Odio... odio!...

--Amor... amor...--aleteaba el corazón de Ana María, refugiándose en los
brazos defensores de Manuel. Al sentir el mozo los apremiantes latidos
de aquel pecho tan suyo, hízose un eco de la blanda querella,
confirmando:

--Sí; amor... amor...

Y después de una pausa en que la caridad y el sentimiento rehogaron en
el alma de Manuel los más nobles propósitos, añadió acariciando la
frente de la niña:

--Es menester sacarte pronto de aquí; lo resolveremos mañana mismo--. Se
la confió luego á Carlos con muchas precauciones, y bajó á su casa
impaciente.

Triste fué la velada del _Robledo_: don Juan se escondió en su alcoba
soliviantado, sin permitir que nadie traspasara el dintel; y junto á una
vidriera, ya cerrada al rocío del otoño, Carlos y Ana María recordaron
con angustia y sigilo todas las pesadumbres apuntadas en la memoria de
su corazón. El paisaje, pálido y confuso bajo la luz de la luna, parecía
penetrado de santidad y el rumor de las olas rodaba en el silencio como
enorme sollozo de la vida...

Al nacer la siguiente mañana, en el dormitorio de don Juan resonaron
quejidos, y piadosa Ana María, acudió con solicitud cerca de su padre:
un espectáculo horrible la clavó al pie del lecho, pávida de terror; el
sabio se debatía con la muerte, entre las sábanas húmedas y rojas, ya
sumidos los ojos en tinieblas. Habíase inferido en el cuello bárbaro
corte, valiéndose de una cuchilla sutil del laboratorio.

Pocos minutos después inclinábase don Amador con infinita piedad sobre
la tremenda agonía. Desde fuera, señores y criados escuchaban
distintamente el acento fervoroso del sacerdote, que, sobreponiéndose á
los ayes del moribundo, decía con solemne ternura:

--El odio mata y condena; el amor redime y perdona... Don Juan Ramírez:
espere usted en la misericordia divina; clame usted, con fe, desde el
fondo de su alma: ¡Jesús... Jesús... Amor... Amor...!

       *       *       *       *       *

Aún vibraban resonantes y compasivos los comentarios del drama cuando
Velasquín se atreve á decir á su mujer:

--¡Si subieras al _Robledo_!... Allí no te guardan rencor. Pronto
seremos hermanos de Ana María, porque la boda se hará en breve.

Sin recordar por qué los de Ramírez habían de ser rencorosos para ella,
Regina maquinalmente pregunta:

--¿Has subido tú?

--El día del entierro... Carlos estuvo amable conmigo y su hermana me
preguntó por ti.

--Subiré hoy--dice la señora muy tranquila--; tú me irás á recoger
cuando anochezca.

Y por los mismos senderos tan paseados el año anterior con locas
ambiciones, la dama rubia, indiferente y desamorada, insensible y
fallida, fué ganando la cumbre aquella tarde, bajo un cielo plomizo,
entre las rachas del agorero vendaval.

Por consejo de Eugenia vistióse Regina un traje obscuro: ahora le es muy
fácil y cómodo seguir cuantas indicaciones se le hacen, como si no
tuviese voluntad, interés ni deseos para cosa alguna. Le ha dicho Marta
antes de salir:

--Abríguese bien, por Dios; hace mucho frío, «está cociendo nieve»...

Y la señorita se ha envuelto en su estola de piel con mucha docilidad:
cuando vence el atajo, ya en la linde de la selva deshojada, oye en el
camino real las campanillas de un carruaje; pero va ausente de cuanto la
rodea, y no se preocupa del coche que sube hacia el _Robledo_, á poco de
haber tocado un tren en la estación de Torremar.

En el escampo del bosque, Regina se detiene porque una sombra avanza con
aire majestuoso al encuentro de la visitante: es una dama vestida de
luto; sobre su albísima frente el velo de crespón semeja una
desgarradura de la noche caída en el dosel de la mañana.

Acércanse las dos mujeres, se miran á los ojos en silencio, y Regina
balbuce con una voz que no parece suya:

--¡Carlota!...

--¿Adónde vas, Regina?

La de Alcántara no responde, y en el estupor de una sonrisa atónita,
quédase mirando á la viajera, cuyo acento dulcísimo, al derramarse en la
desolación del robledal, juraría la joven que tiene resonancia
prodigiosa; porque, de pronto, los árboles ariscos, el aire helado, el
celaje adusto y su propio impasible corazón, le preguntan á un tiempo:

--«¿Adónde vas, Regina?»

Una sorpresa enorme la sacude, como si despertara de sueños ó de fiebres
y cayera de improviso en certidumbres espantosas. Mudamente se dice:

--¿Estoy muerta?... ¿Seré sonámbula?... No; ¡estoy viva!--asegura,
sintiendo agudo y potentísimo el dolor de vivir. Y bajo la zarpa de las
pasiones y el aguijón de la memoria, enrojece y se turba.

--¡No te guardo rencor!--dice benigna la señora del velo, al ver á la
muchacha vacilar en confusión tremenda. La moza repite:

--¡No me guarda rencor!--Sabe que esas palabras se las ha dicho también
Adolfo, refiriéndose á Carlos y Ana María: ya sus recuerdos no huyen
como antes; ahora punzan y duelen, y hasta los más lejanos retornan en
tropel dentro de un rayo de luz que ha caído en el alma de Regina desde
los ojos profundos de la viajera. Del tumulto de luminosas membranzas
toma con sagacidad la de Velasco unas partículas y compone esta frase,
evasiva y extraña, fuera de lugar:

--Ana María se casa con Manuel...

En el semblante hermoso de la enlutada cayó una sombra; ¿qué pretende
Regina con aquella importuna afirmación? ¿Trata de disculpar sus
traiciones, recordando que no impide el matrimonio de su amiga, ó conoce
el secreto de la madre y quiere atormentarla?...

Las dos señoras se miran otra vez, en sondeo tenaz, hasta que la de
Heredia murmura con voz firme:

--He venido á la boda.

--¿No la esperan á usted?

--Siempre me están esperando--sonríe la peregrina. Y continúa:

--Quise venir sin avisarles, porque sé que no daña la felicidad.

--Ana María estuvo enferma... de la impresión...--alude entonces Regina;
pero ya está valiente.

--Sí: también Carlos se muestra valeroso--asegura Carlota, evadiéndose
de comentar el suicidio y con acento que á la coqueta le parece una
acusanza.

Quedan mudas un instante, sin saber qué decirse, disimulando impulsos y
palabras bajo apariencias indiferentes. Al sentir memoria y corazón
sacudidos por recuerdos y emociones, la dama rubia advierte que nadie
espera su visita en casa de Ramírez; ya se lo ha demostrado la extrañada
pregunta de Carlota. Y el despecho vengativo hacia Velasquín, renace y
dicta á la mente torturada amargo insulto:

--¡Miedoso! No ha tenido valor para subir conmigo, y me envía sola,
ciega y torpe, á demandar clemencia... ¡Me he casado con un nene, con un
cobarde!

Alza los ojos y la voz la querellosa dama, y quiere explicar:

--Pues yo, venía por aquí á dar un paseo...

--¿Sola, en una tarde tan cruel?

No hay ironía en este comentario; la duda de Carlota está llena de
lástima. Y con dulce compasión, añade:

--¿No eres feliz?

Escucha la de Velasco, seducida por la entrañable suavidad de aquel
acento.

Sobre el luctuoso ropaje de la viajera, derrama el bosque, como una
caricia, el oro sutil de algunas leves hojas, y el viento, que no se
cansa nunca de rondar en las selvas otoñales, gime «escuchos»
tristísimos alrededor de las solitarias mujeres.

--¡Feliz!--exclama la joven amargamente.--Y ansiosa pregunta:

--Pero ¿existe la felicidad?... ¿Usted la conoce?

--¿Yo?--balbuce la enlutada;--yo conozco la alegría de mis penas... he
saboreado los frutos divinos del dolor.

La codicia pone un relámpago en los ojos audaces de la dama rubia.

--¿Y qué haré,--murmura subyugada--para poseer esos frutos y esas
alegrías?

--Sufrir y amar.

--Ya sufro...

--¿Y amas?

--No puedo... no sé. He conocido todos los amores y ninguno me
conmueve... ¡Tengo el corazón helado!

--¿Todos, dices que los probaste?--advierte incrédula Carlota.--Sin
remontarte al cielo, aún te falta uno, el más hermoso, el más grande...

--¡Ah, sí! Feto «ese»--aduce Regina--es superior á mis fuerzas... No
podría con el.

--«Ese», derritiendo la nieve de tus entrañas, te haría llorar mucho: te
salvaría.

--De modo, ¿que es preciso llorar para salvarse, llorar para ser feliz;
siempre llorar?

--Sí; es menester que llueva en los corazones para que fructifiquen.

--¿En dolor?

--Y en amor; en caridad, que es fuente de vida eterna... Pero ya me voy;
llevo mucha prisa... Me detuve á consolarte un poco.

--¡Oh, espere usted!... ¡Un minuto!... ¿Quién le dijo que yo era
desgraciada?

--Mi presentimiento.

--¿Porque fuí culpable?--confiesa Regina bajando la frente.

--La culpa--dice Carlota evasiva, para responder con más
piedad--engendra un dolor estéril, sin esperanzas ni compensaciones.

--Así es el mío--confirma la escéptica con amargura.

--Pues truécale por este otro, confiado y sonriente;--y Carlota señala
su corazón.

--Aguarde usted otro momento--suplica la joven al ver que la señora
trata de partir,--y dígame algo de ese corazón que usted me enseña.

--¿Tienes curiosidad?

--¡Tengo envidia!--Y con audacia añade:

--Yo conozco la vida de usted; sé que por esta selva, en este memorable
día de regreso, usted va hacia el más duro de los sacrificios: ¿por qué
va usted predicando la esperanza y el amor?

Carlota, palidísima, con voz de lágrimas, responde:

--Porque voy también al triunfo...

Levanta los ojos al cielo y á Regina se le van los suyos detrás de
aquella mirada. Se han partido las siniestras nubes y un jirón azul
asoma en el espacio como fugaz sonrisa del celaje.

--No me puedo detener--dice Carlota muy conmovida;--el más valiente, el
más puro de los amores humanos, me espera detrás de esos árboles...
Adiós.

--Respóndame usted--clama Regina asiéndola del velo.--Derroché mi
juventud al través del mundo, buscando la felicidad...

--No la busques. Busca el bien solamente y lo demás _te será dado por
añadidura_.

--Pero es que no lo encuentro; voy desorientada y loca; no me abandone
usted, que sabe los caminos...

Hay tal angustia en esta confesión, que la dama viajera se detiene; su
actitud, segura y apacible, contrasta de un modo original con el aspecto
inquietante de Regina. Sorprendiéndolas allí, en tan raro coloquio, se
las tomaría por imágenes de una fantástica historia; pudiera creerse que
la joven peregrina, cobarde y sin rumbo, pregunta á la reina del Bosque:

--Dígame, por favor: ¿hay por aquí posadas y veredas hacia el _Buen
Paradero_?... ¿Habrá lobos y ladrones?

Y parece que responde, solícita, la señora del manto:

--¿Ves aquel caminuco lleno de abrojos? Sigue por él... Andarás,
andarás; si te hieres, no grites; llora en silencio y ofrece á Dios tus
tribulaciones. A la derecha, siempre á la derecha, se ensancha la ruta,
el suelo se ablanda y se toca el final del camino; el descanso, el
triunfo...

En realidad lo que hablan las dos mujeres tiene mucho parecido con eso.

--Amar es recrearse con el bien de otro--dice Carlota--; es sufrir por
el ser amado y olvidarse de sí mismo... Obrar el bien es tener la
caridad por norma de nuestras acciones.

--Me seducen las palabras de usted, aunque no las entiendo--afirma la de
Velasco--; tienen música y miel, tienen aroma... ¿Cuándo volveré á
verla? ¿No querrá usted aparecérseme en este bosque, como una princesa
encantada?

--No, no--sonríe la del velo--; al contrario; huiré de estos lugares
apenas coloque la mano de mi hija en la de su esposo.

--¿Dónde vivirá usted?

--En un rincón sereno, donde la Virgen me ayude á curar á Carlitos.

--¿Cree usted en los milagros de la Virgen?

--Si los podemos hacer las madres buenas, ¿qué no hará la mejor de las
madres?... Adiós; ten muchos ánimos y sigue tu camino. Para huir de
lobos y de ladrones, no lo olvides; siempre subiendo, á la derecha;
siempre sobre espinas y zarzas, hasta el _Buen Paradero_...

La moza, con las manos en cruz, á punto de llorar, pregunta:

--¿Y me perdona usted?...

--Con toda mi alma--interrumpe la viajera, consagrando el perdón en una
caricia. Después se obscurece entre los árboles, y con los perfiles del
manto se borra la luz y el hechizo de la singular aparición, mientras
Regina, casi de hinojos, echa á volar un beso, y murmura:

--Adiós, _Bella durmiente del bosque_... Un abrazo al hada benéfica y al
duendecillo gentil... ¡Adiós, Carlota!...

       *       *       *       *       *

Clavada en el camino, temblando de emoción, Regina escucha; le parece
que el bosque va á repetir, con fervorosos murmullos, las palabras
admirables de Carlota; mas, como si ésta se hubiese llevado en pos de sí
el silvestre cortejo de rumores, calla el robledal y se entolda, cada
vez más sombrío, según la tarde avanza. Aquellas nubes que sonrieron un
instante, han volado hacia el mar, y sobre el cielo torvo muere la luz
cansada y triste.

Regina se recobra de su éxtasis, alarmada por el silencio que la rodea,
y busca el senderillo del atajo para volver á la ciudad. Bajo aquel
traje señoril que ondula en las yertas campiñas, late con ansia el
veleidoso corazón, bien advertido de que no es la virtud _un nombre
vano_, de que hay en el mundo torrentes de caridad, y de que todos estos
divinos amores tienen la voz muy dulce y la sonrisa muy bella. Podrá la
dama rubia no estar en sus cabales y ver visiones á menudo; pero Carlota
no es una ilusión; es una mujer de carne y hueso, dechado tangible de
aquellas heroicas virtudes del sacrificio, que la visionaria tomó
siempre por utopías. Enfrente del cruel escepticismo, razonador de
sentimientos, impuro manantial de negaciones; por encima de los placeres
infructuosos que rozaron la epidermis de la muchacha en su existencia
frívola, el corazón anuncia que ha llegado la hora de sentir. Pero este
latido cordial, que se inició con arrogancia, fluctúa con timidez,
paralizado por el frío interior del espíritu, donde ya no fulguran los
ojos de Carlota.

Cuanto de esta mujer supo Regina, parecióle un hermoso cuento, igual que
tantos otros imaginados ó leídos: desde las suaves nieblas de la
infancia hasta los presentes días obscuros, de congelado abandono, fué
la imagen de la _Bella durmiente_ para la joven «erudita» una especie de
símbolo, de conseja moral, tan fantástica como las leyendas que la
embelesaron en el Rhin cuando empezó á recorrer el mundo. La sublimidad
de Carlota, liberta de su cruel esclavitud por el amor, y esclava, por
el amor mismo, en un convento, resultábale á Regina tan misteriosa y
vaga como el impulso de «la novia de Rolando», cautiva de sagrada
clausura por creer á su amante víctima de la guerra. El drama del
_Robledo_, más sensible para la curiosa que aquellos otros aprendidos en
papeles y viajes, cayó en las penumbras de la fábula ante el incógnito
de la protagonista, que ama, padece y se inmola «desde lejos», igual que
en las novelas, lo mismo que en los romances y en las historias del
_Flos Sanctorum_...

Mas he aquí que la noble Musa de aquel poema de amores y piedades se
aparece á la incrédula, y despertándola de su sueño interior, la detiene
y la dice:

--«¿Adónde vas, Regina?...»

Y aunque por su hermosura y raras prendas tiene Carlota mucho parecido
con las heroínas de los cuentos, bien claro está que no bajó de las
nubes ni brotó de un arbusto, sino que llegó en un tren á Torremar y al
_Robledo_ en un coche, cruzando á pie una parte de la selva para acortar
camino.

Segura está Regina de que la _Bella durmiente_, con su traza de
aparición y sus frases de parábola, es una pobre mujer que lucha y gime;
pero también es cierto que la vió sonreir con placidez suavísima, y
levantar los ojos al cielo con divino arrebato, al través de la niebla
de sus lágrimas...

--¿De modo--pregúntase la razonadora,--que en el amor hay dolor y en el
dolor hay transportes de alegría?

Se detiene vacilante, desesperada, añadiendo:

--¿Y nunca podré amar?

Desdeña su mala condición; supone que hay una raza escogida de seres
enamorados y piadosos, á la cual no pertenece; pensando que está
condenada al martirio de la incredulidad, recuerda cómo otra vez bajó de
una cumbre, igual que ahora, huyendo del amor y del sacrificio, con
espanto de réproba; fué en los Andes, en la cima del mundo; creyó amar y
sufrir, y amores y dolores se le escaparon en un gemido de impotencia y
cobardía, delante de una cruz...

Pero al descender por la pendiente del _Robledo_, el temor de Regina es
menos trágico que en aquella fuga memorable; tal vez porque la cruz que
hoy vió en la cumbre se muestra más humana y el monte más asequible...
Celestial misericordia protege á la infeliz, que busca y huye, que
asalta con el duro análisis de su inteligencia las sagradas razones del
sentimiento y del corazón; se ha humillado con piedad infinita el
símbolo cuya grandeza majestuosa hizo temblar á la viajera rubia; y
desde la cordillera gigante donde parece que sólo Dios puede alcanzarla,
ha bajado la cruz, en forma sumisa de mujer, á un montecillo dócil y
extendiendo sus brazos de carne temblorosa, ha dicho con una voz muy
dulce, delante de la obsesa:

--«¿Adónde vas, Regina?...»

Quisiera responder la moza y mira al cielo, porque siente, aunque no se
lo explique, cómo baja de allí la solemne pregunta. Ya cae la sombra;
las nubes se han aligerado al roce del crepúsculo, con esa inconstancia
propia de los norteños celajes; y ha encendido la luna su pálido fanal,
que parece verter al mismo tiempo el silencio y la luz sobre la tierra.
Largos y obscuros los perfiles de los árboles, se inclinan reverentes al
paso de la rubia señora, que abre su alma al secreto de la noche,
sintiéndose presa de una fe que no cree en nada, y de una emoción sin
nombre ni rumbo, que ensancha su cauce poco á poco, bajo la nieve del
entendimiento.

En una vuelta del camino, ya cercano el arrabal, Velasquín detiene á su
esposa:

--Pero ¿no me esperabas?--interroga alarmado.

Y ella sorprendida, con el rostro encendido por súbita perplejidad, no
sabe qué decir; siente deseos de mostrarse cariñosa, y recuerda sus
ocultos reproches contra Adolfo... ¿Los merece?... En la duda benigna
que le asalta, decide callarlos, y aduce amable:

--No llegué á casa de Ramírez, porque he visto á Carlota.

--¿A Carlota?--Velasquín sospecha que su mujer no está en sana razón.
Pero Regina asegura:

--Sí; ha llegado esta tarde en el tren correo; cuando yo cruzaba la
selva la encontré; dejó el coche en el camino real para subir por el
atajo.

--Entonces no avisó la llegada.

--No; quería sorprender á sus hijos.

--¿Y hablaste con ella?

--Hablé mucho.

--¿Cómo la conociste?

--Apenas ha cambiado; siempre está hermosa... Ella me conoció
también.--Hay tanta dulzura en la expresión de estas frases, que Adolfo,
maravillado y crédulo, se siente muy feliz. La esposa continúa con
naturalidad:

--No era oportuno que hoy fuésemos de visita.

--¡Claro!... Pero es muy tarde para que vuelvas sola.

--Me entretuve... ¡y anochece tan pronto!

Quiere Regina cambiar de conversación; se apoya en el brazo de
Velasquín, y ambos sienten la dulzura de aquella intimidad. El
Cantábrico, movido y bullicioso, dice á la costa su amenaza bravía, y al
son de las airadas voces, la señora murmura:

--Ya no sales en el _Reina_...

--Porque todos los días se anuncia un temporal.

--¿Tienes miedo?

--¿Miedo?--protesta el joven sonriente.--¿Tú me juzgas miedoso?

Evadiendo la respuesta, dice Regina, irónica á pesar suyo:

--Me entusiasman los hombres temerarios.

Y flotan estas palabras, como señuelo de combate sobre el perfume de
amor y de ilusiones que va dejando en pos de si la elegante pareja.



VII

ENTRE EL CIELO Y EL MAR.--EL PLACER DEL PELIGRO.--LA MUJER Y LA
OLA.--ESPEJO DE NAUTAS Y DESENGAÑO DE GALANES.


VENTABA el Noroeste, con barruntos de galerna, cuando Velasquín salió de
su casa, huraño y triste, huyendo la melancolía de aquel hogar
enfermizo, donde la juventud y el amor tenían semblantes de fracaso, de
pesadumbre y de vejez. Los recios soplos del vendaval, saturados del
aura salobre; los aguileños perfiles del suburbio marinero, encaramado
con valentía en los zócalos y contrafuertes de la sierra; la anchura
majestuosa de los cielos y las aguas dieron súbita energía al corazón de
Adolfo, siempre dispuesto por los pocos años á recobrar los bríos de su
temple viril.

Para escuchar mejor los retumbos del oleaje, llegó al borde aspérrimo de
los cantiles y sentóse á horcajadas en un ingente colmillo de la roca,
bauprés inmóvil sobre las férvidas espumas, ariete formidable de los
vientos, heroico brazo tenso hacia el mar, como el reto de un dios...
Erguido en tan áspera silla, entre los aletazos del Noroeste y el ronco
son de las olas, imaginóse por un momento Velasquín llevado en furioso
galope, al través de las tormentas, sobre los duros lomos de un caballo
salvaje; oprimió con ansia la roca, igual que antaño su bridón, cuando
impaciente cabalgaba en busca del _Robledo_; mas una racha cruel,
cogiendo al mozo de improviso, estuvo á pique de dar con su vida y sus
sueños en el hondo sepulcro de las olas.

Temeroso del riesgo inútil, volvióse al arrabal y vió en la cumbre del
monte la casita blanca y verde, la casita triste, nido de amores y
desengaños. Allí, en el balcón del gabinete familiar, estaba la dama
rubia, siguiendo con los ojos los pasos de su marido, tal vez burlona,
compasiva tal vez... ¿Por qué raro engarce de pensamientos, por qué
misteriosa corazonada sintió Velasquín entonces, más fuerte que nunca,
la decepción de su esquivo matrimonio? ¿Por qué voluble asociación de
ideas imaginó mirando al mar y mirando á Regina, que ambas, la ola y la
mujer, eran igualmente bellas y peligrosas, atractivas y falaces? Movido
Adolfo por el ímpetu de su juventud, por el resorte de sus deseos,
hubiera querido ahora juntar en un solo abrazo á la mujer y al mar, y
hacerlos suyos para siempre, con absoluto dominio. Pero el mar y la
mujer estaban allí, como dos esfinges, sin descubrir el secreto de su
perfidia y de su hermosura.

Todo esto pensaba Velasquín muy vagamente, ó, mejor dicho, lo presentía,
mientras que se alejaba con lentitud del hogar montesino y triste,
acercándose al puerto con el ansia secreta de vencer al mar delante de
los ojos de la mujer. Desde las últimas atalayas de la costa contempló
la bahía rizada por el viento; la ciudad vetusta, mezcla de marinera y
labradora, diestra en el manejo del dalle y de las redes; las montañas,
de colores umbríos; el cielo, nuboso y gris; el mar, blanco de
espumas... El espectáculo de la naturaleza era un tónico para su
espíritu, lleno de preocupaciones íntimas y crueles, inficionado de
misteriosa enfermedad. Sólo en los fuertes goces de la montaña y la
marina, en los placeres rústicos, en las empresas difíciles, ejercitando
sus artes de nauta y de montero, podía hallar equilibrio y expansión
aquel muchacho varonil y francote, unido á una mujer toda melindres,
sofismas y tristezas. Pero ni aun así se veía libre enteramente de la
malsana sugestión de su esposa; hechizado por ella, sin saber cómo,
abandonábase á su influjo hasta caer de nuevo en las prisiones de su
hogar, que le atraían con imanes y vértigos de abismo.

Llegando al puerto, después de breve paseo por la costa, miró Velasquín
el horizonte de la bahía, con la obsesión del mar, imagen de sus turbios
amores. Arreciaba el Noroeste; un cinturón de espumas señalaba con
vigoroso pincel la barra del puerto; las olas se teñían de un color
gris, de reflejos metálicos; las banderas de los buques surtos al abrigo
del muelle, tremolaban con ímpetu, sacudidas por el vendaval, y, en
primer término, sobre las ondas más tranquilas; se columpiaba airoso el
_Reina_, bien señalado por su arrogante grimpolón azul.

Apareja, que vamos á salir--díjole Adolfo á Pablo el marinero, que
paseaba ocioso y mustio por el muelle.

--¿Con este tiempo?--repuso el «segundo de á bordo», mirando
alternativamente al cielo, al mar y á las banderas temblorosas.

--Con este tiempo.

--¿No ve cómo sopla el Noroeste, y con rachas poco nobles?...

--No importa, Pablo.

--Bueno, voy á avisar...

--No avises á nadie; vamos tú y yo solos.

--¿Solos?--interrogó pasmado el marinero.

--Si no te atreves, dilo, y buscaré quien me acompañe.

--No es que no me atreva, señorito; peores tiempos ha pasado uno. Sino
que el barco es grande, y ¿cómo hemos de estar á la maniobra con este
día? Si usted gobierna y yo quedo á proa, ¿cómo voy á atender á todo?

--Ya nos arreglaremos. Anda listo si quieres...

Calló Pablo y se alejó moviendo significativamente la cabeza. De pronto,
volvióse para preguntar:

--El foque pequeño... ¿no?

--El grande y sin arrisar nada; no toques al «roling».

--Dirán que estamos locos...

--Que digan lo que quieran.

--Iremos, si es capricho.

--Lo es.

Pablo embarcó en el chinchorro, bogó hacia el balandro, y una vez en él
izó la vela mayor, dejando dispuesto el foque.

Luego tornó al muelle para buscar á Velasquín.

Quedóse un momento solo y sin tripular el _Reina_ sobre la poderosa
ancla y los fuertes arpeos. Arriados los foques y cautiva la caña,
ceñíase el viento á la vela mayor y hacía dar muy graciosas vueltas al
balandro. Tomaba éste el viento, cedía, se atravesaba, le ponía la proa,
y el aire, entrando á ras del palo, sacudiendo la relinga, daba un
aletazo á la vela, y de nuevo comenzaba el alegre baile del donoso
batel, entre vivos cabeceos y rápidos tumbos, hasta quedar proa al
viento.

Saltó á bordo Velasquín, miró allá arriba, á la cumbre del arrabal, y
avizoró al punto, en el balcón de la casita blanca y verde, la figura de
la mujer y en sus manos un pañuelo sacudido con fuerza por el aire,
quizá, también, por el terror. Que como algo se le alcanzaba á Regina en
las cosas del mar, por la costumbre que de ellas tuvo desde la libre
niñez, harto debía presumir que embarcase con aquel día y con todo el
aparejo era una loca temeridad.

Pero Velasquín, sonriendo orgulloso y decidido, se puso al timón y asió
la caña, mientras Pablo fué junto al mástil, aclaró las drizas y las
hizo funcionar. A poco, se elevó majestuosamente uno de los foques y
luego el otro, aleteando soberbios y azotando el aire con los látigos de
sus escotas. Cazadas éstas, arrióse la de la mayor y quedó el balandro
en franquía. Saltó el _Reina_ sobre las espumas, viró con gracia, y,
escorando hasta mostrar la línea verde de su casco finísimo, acercóse á
los cantiles donde poco antes abarcara Adolfo con ímpetus y codicias los
misterios de la mujer y del mar.

--Ya no me preguntará si soy cobarde--dijose el bravo nauta, pensando en
Regina con indefinible emoción. Puso luego la proa en derechura del
formidable contrafuerte, y cuando parecía que el balandro había de
estrellarse en las piedras, viró de súbito: las velas temblaron un
instante y cambiaron luego de posición; cayó el bajel sobre el costado
de sotavento, no sin meter en el mar parte de la cubierta, y navegó en
busca de la barra. En lo alto del mástil pudo ver Regina, desde su nido
aguileño, la orgullosa inicial de su nombre, diciéndole adiós, sobre el
raudo grimpolín que se estremecía en el tope.

Domeñadas las hirvientes espumas de la barra por la ligera quilla de la
nave, llevóla Adolfo mar adentro, sin cambiar el rumbo: iba «á un
largo», pero como la costa se hallaba cerca, el viento ya no daba más de
sí ni era posible seguir ciñendo; fué preciso virar.

--¡Listo!--gritó Velasquín--. Y Pablo ejecutó la maniobra mirando hacia
arriba con ojos escrutadores, mientras las olas saltaban á la cubierta
rugiendo ante la resistencia del timón, y la caña temblaba en las manos
del audaz piloto, vibrando como sensible telégrafo que transmitiese á
las lenguas del mar los pensamientos del hombre.

Saltó de pronto una ráfaga y oyóse un crujido.

--¡Orce todo y póngase á la capa--vociferó Pablo con viva angustia,--que
nos va á faltar el mastelero!

--¡Qué á la capa; á la vía!--repuso Velasquín.--¡Esto es hermoso!

Y el balandro siguió su carrera loca entre las irritadas espumas,
irguiéndose con terribles saltos como si fuese á volar, cielo arriba,
con las alas crepitantes de sus velas, y escorando después, á riesgo de
hundirse en las abiertas fauces del mar. Los lonas, henchidas por el
viento, gemían trépidas, y el agua, turbia, crespa, rebelde, saltaba
como sacudida por interiores y profundas cóleras.

Sentíase Velasquín orgulloso de su propia temeridad, con la embriaguez
del peligro, fascinado por la hermosura trágica de la escena, azotado
por el viento, estremecido por las olas, presto á domeñar las fuerzas
inertes de la naturaleza, allí entre dos abismos indómitos y al alcance
de las miradas de Regina. Puesta la mano en el timón, igual que en un
cetro, contemplaba el joven las revueltas ondas, que se erguían junto al
balando, flexibles y elásticas, muelles, redondas, insinuantes, como
brazos y senos de mujer, coronadas de espumas, de flotantes cabelleras
con rizo de nieve. El hondo piélago sabía también de carantoñas y de
halagos para esconder falsías y traiciones.

De nuevo se oyó, con más fuerza y estruendo, el crujido del mástil.
Pablo se puso en pie y clamó:

--¡Arribe, don Adolfo; arribe y cace escota!

Mas ya era tarde. Roto el mastelero por la encapilladura, vínose abajo
con temeroso ruido y quedó pendiente de las jarcias; aflojóse el estay,
cayó la vela, y escoró la nave, á punto de rendirse. Sin pérdida de
tiempo se puso Pablo á desatar las drizas; pero la balumba de cuerdas y
lonas abofeteadas por el vendaval, crujía y aleteaba, como un albatros
herido de muerte.

Miraba todo aquello Velasquín, ajeno á los peligros del naufragio, con
el hechizo de un pañuelo que viera tremolar allá arriba en la cumbre
serrana. Por una especie de telepatía misteriosa, aquel pañuelo, agitado
con angustia en las manos de una mujer, dió al mozo alas y bríos, le
empujó mar adentro, hacia el abismo traidor.

Oculta estaba la ribera tras el hervor del oleaje; pero las peñas del
arrabal, escalando el horizonte obscuro, se dibujaban sobre el fondo
gris del cielo con la robusta crudeza de un agua fuerte. Los matices
sombríos de la montaña; la recia arquitectura de las rocas; el bajo
vuelo de las nubes; el cariz lúgubre del océano, daban la impresión de
un lienzo de tragedia, de un crepúsculo universal.

Hay horas en que los hombres más cabales se sienten arrastrados por una
fuerza secretísima, invencible, superior á los bríos de la voluntad y la
razón; así, Velasquín, el mozo alegre y ligero, movido de extraños
resortes, jugaba con la vida y con la muerte, como un sonámbulo. ¿Era la
sugestión de aquellos ojos, clavados con ansia en el mar desde la casita
blanca y verde? ¿Era el embeleso de aquellas olas, bellas y falaces como
los ojos de la mujer?

La furia de un maretazo despertó al joven de su tórpido ensueño; recobró
el instinto de la vida, y ordenó á Pablo, que se debatía entre las
revueltas jarcias:

--¡Deja eso, deja eso!... ¡Pícalo todo!

Y como Pablo no le oyera con el ruido del mar, abandonó la caña diciendo
á grandes voces:

--¡Gobierna tú, gobierna tú!...

Después abalanzóse á proa, con su cuchillo en la mano, para cortar las
cuerdas. El marinero llegó al timón, pero antes de coger la caña se
atravesó la nave al mar y al viento; hincharonse las velas, y de
repente, advirtió Adolfo que el foque grande, que tenía en banda las
escotas, se le arrollaba al cuerpo, le envolvía con ímpetu y le
arrastraba al abismo. No vió el agua, pero la sintió en las piernas, al
través de la lona que le ceñía; después en la cintura, en el pecho, en
la boca y en el alma, con una frialdad y una amargura que parecían de
otro mar... Quiso defenderse, mover los pies y las manos, dar un grito;
pero hallóse mudo, inerme, ciego, cautivo en el abrazo pérfido y suave
del lienzo y de las olas, arrastrado entre dos aguas, en desenfrenada
carrera, á remolque de la bravía embarcación, como vencido paladín á
quien ataran á la cola de su propio corcel.

En vano el marinero rompió en desaladas voces y procuró izar á bordo el
peregrino sudario. Ya el pobre Velasquín, en los umbrales de la muerte,
veía por última vez, con los ojos del alma, una cumbre negra, un pañuelo
blanco, una figura de mujer, y una ola flexible, muelle, acariciadora,
que parecía el símbolo y el retrato de aquella mujer... hermosa y
pérfida como el mar.



VII

LA LÁMPARA VIGILANTE.--RESCOLDOS DE LA TRAGEDIA.--LOS DOS MÉDICOS.--NO
PUEDE SER...--EPÍLOGO Á LA HISTORIA DE LA «BELLA DURMIENTE».


CAEN los copos de nieve con misteriosa lentitud, en la fría serenidad de
la atmósfera, semejantes á lágrimas de los cielos, á vedijas de nube, á
pétalos de nardo, vistiendo la tierra de apacible resplandor. Hoces y
cuetos, pinos y rocas, ceñidos por el cándido ropaje, pierden la
aspereza y rigidez de su color y sus perfiles; sólo la mancha cruda del
mar, de un gris metálico, desgarra como una hoja de acero la blandura de
los horizontes, y finge un ceño sombrío en el manso cariz de la mañana.

Desde el fondo de su aposento Regina escruta el paisaje con obstinación
acerba, y torna á menudo los ojos al saloncito, bañado en el claror de
la nieve, mira que te mira, halla en esta luz un tinte lúgubre de
mortaja y á la vez una implacable intensidad que alumbra los más ocultos
pliegues de la conciencia.

De cuantas sutiles enfermedades adoleció Regina, ninguna fué tan
dolorosa como esta que padece al resplandor de la nevada, en la más
triste soledad: sufre mareos y náuseas, y tiene delirios como antaño;
tan pronto la persiguen aciagas visiones, como yace en sopor febril,
entelerida y absorta. Pero al través de los porfiados sueños, lo mismo
que en las crisis de agitación, arde en la penumbra de aquella cuita una
lámpara vigilante, que muestra las memorias y las sensaciones con rútila
verdad. A cada fase de la extraña dolencia, siente Regina en el fondo de
su espíritu resplandecer el invisible fulgor, y tirando del crespón
sombrío de sus dudas, confirma valerosa:

--Estos son remordimientos.

En la ondulante blancura del arrabal imagina á veces la vela enorme de
un balandro monstruo, la trágica vela que envolvió á Velasquín y le
meció en las olas hasta ahogarle. En estos minutos de obsesión, para
Regina ha naufragado toda la tierra; sólo vive del mundo una líquida
llanura sobre la cual flota aquel sudario, resto de la hecatombe... ¡Y
cómo finge el mar; qué traidor es! Se está en su sitio, mudo y
ceniciento, con traza indiferente, y bajo las espumas de sus crenchas
guarda con avaricia despojos de ilusiones, cimientos de hogares...
Pensando así, la dama prorrumpe:

--¡Como yo, igual que yo!

Hace de si misma un análisis despiadado; inocente se finge ella también;
sola y callada, oculta allí su luto... nadie dirá que empujó á su esposo
hacia el peligro, hacia la muerte... nadie supone que bajo el oro de los
bucles nievan los remordimientos en la conciencia de la viuda. Pero ella
sabe que pronunció unas imprudentes palabras contra la valentía de aquel
mozo apasionado y sincero; sabe que le estimuló á un combate inútil, á
una lid temeraria y estéril, y se siente culpable de haber arrancado, á
traición, las raíces de aquella vida lozana, de haber destruido los
cimientos del hogar. Todas las expiaciones le parecen pequeñas para tan
graves culpas: que ya la tierra no resucite dentro de su mortaja; que el
horizonte semeje, como ahora, la vela de un balandro gigantesco; que
siempre el mar escuche, turbio y silencioso, el albo secreto de la
nieve, y que la dama rubia viva infeliz años y años, mirando ese
paisaje, abriendo su conciencia á esa luz cegadora que la espanta...

--Aún es poco--murmura con ansias de padecer. Y no es que busque la
felicidad incomprensible de que le habló Carlota. Está segura de no
merecer ningún alivio, ninguna esperanza: sus pesares serán siempre
duros, helados, secos; Dios la castiga á sufrir sin llorar; á
reconocerse culpable sin emoción, con un sentimiento de justicia, recio
y firme, esclarecido por ignoto luminar, sereno y helado como el que
reverbera sobre la nieve.

Ya Regina no confunde la maldad con la virtud; ya no fomenta en sus
íntimos coloquios la duda de «dónde acaba el bien, y dónde empieza el
mal», tópico de que los «amorales» suelen servirse para disculpar sus
errores. La clarividencia de la razón empuja hacia la superficie el
fondo de bondad de aquel carácter, y Regina tiene ahora grandes
repugnancias hacia cuanto no brille limpio y virtuoso, á la vez que se
aferra con todas las energías del entendimiento á lo más sano y puro que
conoce. De tan profunda transformación dimana el menosprecio que hace de
si propia; el afán con que quiere castigarse y padecer, para contribuir
al equilibrio de la justicia. Y de la fuerza misteriosa que hay en este
humano propósito, la dama colige que sus afanes tienen arraigos de
eternidad. ¡Pero la fuente del sentimiento perdura cautiva, acaso negada
para siempre al pobre corazón, loco de sed!

En vano Regina pide lágrimas y oraciones para regar los áridos caminos
de su arrepentimiento; sufre con los ojos enjutos, con los labios
rebeldes á una deprecación que no brota de su alma. Muchas veces
recuerda la pesadilla delirante que padeció en Spa, cuando quiso
interceder por su hermano y se le negó á ello el corazón; mas, al fin,
arrodillóse la colosal cabeza de aquel sueño, y oró la niña visionaria y
dichosa. De semejante deliquio se reanimó la viajera rubia, sonriente y
despreocupada, mientras que hoy, la mujer que padece y busca, sabe que
está despierta y se reconoce acreedora al castigo de no encontrar los
dulces manantiales de la oración y el llanto.

--La que ambicionó entender alegrías y dolores, y quiso gustar la vida
sólo con la inteligencia, está bien condenada á no sentir--murmura la
señora.

Conoce que se ha fabricado el propio suplicio; ella cegó con hielo de
sofismas y argucias las fuentes redentoras de su alma; ¡por eso la luz
que se hace en su razón alumbra un páramo de nieve!

Anonadada la infeliz, se humilla á los consejos del sacerdote, del viejo
y buen amigo que no abandona á su triste feligresa. Y aquel salón
minúsculo, cerrado á la batalla de reconquista que el señorío de
Torremar intentó con pretextos de pésame, se abre á don Amador, y se
puebla de murmullos piadosos casi todas las tardes...

No necesita el sacerdote preguntar hoy cómo sigue su enferma; pulsa con
una mirada el sediento corazón que se asoma á los ojos de la joven, y se
duele:

--¡Estás lo mismo!

--Siempre estaré así...

--Siempre, no. Dios te acendra, porque te elige y te destina sus divinos
consuelos... ¿Lo dudas?--añade el apóstol, ante la incertidumbre de la
dama.

--No lo puedo creer--responde ella con desconsolada sinceridad.

--Pero, ¿quieres creerlo?

--¡Oh, sí!

--Eso basta, por ahora, hija mía, eso basta; no te desanimes. Ten fe...
siquiera en tus nobles deseos de sentir y de amar... Ten esperanza en
tus altos propósitos...

Regina baja la frente suspirando.

--Reza con humildad--continúa don Amador.

--Es que no puedo.

También el sacerdote inclina la cabeza, y tras una pausa, dice:

--Aunque sólo sea con los labios, reza, hija mía.

--¿Y será eficaz?...

--Muy eficaz, por ahora--repite el cura.

Ella quiere alentarse; alza los ojos con un giro de confianza, y toda la
crudeza del horizonte se le mete en el corazón. Viéndola tan abatida, el
párroco le ofrece:

--¿Quieres que yo te guíe?

La viuda dice al punto que sí. Y repite como un eco las jaculatorias
breves y dulces que el anciano recita con mucha suavidad, según conviene
al espíritu vibrante de la enferma. Cuando se deshace aquel grupo
conmovedor, tiene el sacerdote los ojos llenos de lágrimas, y los de
Regina quieren sonreir con gratitud.

Sin miedo al temporal, ofrece el cura volver pronto y se despide
conmovido, lleno de lástima. Detrás de los cristales la señora le ve
marchar: camina con torpeza sobre la nieve; el manteo flota mecido por
un aire de nevasca, sutil y asolador, y produce rumores sordos, como de
alas ó de velamen, hasta que ya los pasos del apóstol se extinguen con
aterciopelada blandura en el paisaje raso y tupido...

       *       *       *       *       *

Llegando la noche, Regina se sintió más cansada que de costumbre;
cansada de la taciturna quietud de sus meditaciones y tristezas. Ya al
caer la tarde le acosó á la dama un desfallecimiento profundo; y las
tres mujeres que la sirven y la miman, llenas de piedad y cariño,
reconociéronse inútiles para darle ánimos.

Dolores, tan penetrada como Eugenia de aquella punzante desventura, huye
del cuarto de la señora con delicado escrúpulo de misericordia, como si
le alcanzara un asomo de culpa en aquel duelo inconsolable.

El hecho de que Pablo, con toda su intrepidez y adhesión no lograra
salvar al señorito, colocó á la pobre familia del marinero en un doble
caso de pesadumbre. Desde el juez, que oyó las declaraciones del único
tripulante del _Reina_ y hasta el hermano de la víctima y la propia
viuda, todos hallaron verosímil y sincero el relato lamentable; todos
sabían que aquel rudo y valiente mozo trajo con Velasquín, entre la
vela del yate, amortajados para siempre, su bravo orgullo de hombre de
mar y su confianza en el destino.

El desconsuelo de Pablo era conmovedor. Se arrepentía con obstinada
queja:

--¿Por qué le obedecí? ¿Por qué salimos solos, si era una
locura?--Lloraba como un niño, y por primera vez en su vida tuvo fiebre
y necesitó guardar cama. Apenas hizo entrega en el muelle de su triste
cargamento, hurtándose á los brazos de su madre y á las preguntas
tumultuosas del vecindario, corrió á buscar un rincón en la casucha de
un camarada y escondióse, hosco y rendido, luchando muchos días con la
calentura y con la pena. Cuando su robustez venció aquel violento
desequilibrio nervioso, fué imposible convencerle de que volviera á casa
de Regina.

--¿Para qué?--preguntó.--En el jardín no me necesitan ahora; en el mar
tampoco... ¡No hago falta, no hago falta!...--repetía consternado. Por
fin acudió obediente al llamamiento doloroso de la señorita. Ella quiso
verle para identificarse más con la terrible aventura, escuchándola de
su único testigo: anheló conocer todos los pormenores de la catástrofe
para reconstruir en su imaginación el cuadro siniestro y guardarle
esculpido en la conciencia, como perenne acusación contra si misma.

Al entrar Pablo en la estancia, empujado por su madre, le tendió sus dos
manos la señora; y el pobre marinero, tan tímido otras veces, halló en
su propia emoción una hermosa actitud de humildad y de elocuencia; cayó
de rodillas delante de la viuda murmurando:

--¡No le pude salvar ni á costa de mi vida! ¡Lo juro... lo
juro!...--Chispeaba el sudor de la angustia en su frente morena, y todo
el cuerpo juvenil se remecía con el ímpetu de la devota confesión.

Eugenia y Marta lloraron en silencio; y Dolores, al otro lado del
dintel, rompió en sollozos amarguísimos ante un dolor tan semejante al
que ella memoraba toda la vida. Propensa al llanto, con esa blandura
propia de las almas sensibles, no comprendía la infeliz mujer cómo
aquella otra viuda, al borde mismo de la cruel desgracia, devoraba su
quebranto con los ojos ardientes y los labios mudos, sin una lágrima ni
una queja.

Así estaba Regina. Hizo á Pablo sentarse al lado suyo, preguntándole con
prisas febriles todos los detalles del dramático suceso; y al cabo de la
triste relación, mostróse muy afable con el mozo, instándole á continuar
en la casa, tal vez con el secreto designio de que su presencia quedase
allí á manera de clavo, fija y traspasadora, en un arrepentimiento
siempre agudo. Pero el muchacho logró evadirse:

--No, no; se me hace «de mal»,--afirmó--me da en cara, señorita; más
«alante», si es caso, volveré.

Y salió pesaroso, quebrantado, como si hubiera corrido otra borrasca.

Con aquella misma expresión de cortedad evitaba Dolores, en lo posible,
encontrarse con la señora; parecíale que en los ojos, aun al través de
lágrimas, le veía ella lucir el júbilo de que Pablo viviese; y
olvidando, humilde y generosa, que también el mar la había hecho viuda,
imaginaba que el resplandor de su alegría de madre era hostil al pesar
de la joven. Así los suspiros y los rezos de la buena mujer rondaban en
torno del aposento de Regina, como un tímido homenaje de gratitud y de
fervor en tanto que Eugenia y Marta pretendían acompañarla y distraerla.

Pero hay tales inquietudes en sus esfuerzos, y se las ve tan desanimadas
y confusas, que Regina recuerda, involuntariamente, la época de su
desamparo y soledad, entre un niño moribundo y una mujer aturdida, allá
en playas remotas...

Esta misma noche, las dos enfermeras se anonadan y confunden ante el
decaimiento de la dama; van y vienen á su lado, torpes y afligidas, sin
atinar con un buen remedio.

Eugenia se enjuga los ojos por los rincones, con disimulo pueril: ¿Irá á
morirse también su Regina, lo que más ama en el mundo? La adicta
servidora ha visto doblarse á su alrededor tantas juventudes, que una
desconfianza profunda le hace temblar. A este punto, por los resquicios
de los balcones se desliza una imperiosa ráfaga de viento, y el ludir de
algunas puertas produce medrosa resonancia, como si por la casita
montés, arrebujada en la nieve, atravesare un soplo de espanto.

Hace Marta, temblorosa, la señal de la cruz, Dolores se apresura á
revisar fallebas y cerrojos; y trata de serenarse Eugenia, respondiendo
á la muda interrogación de Regina:

--Saltó el ábrego... Así desnevará primero...

Aquella noticia no le interesa mucho á la señora, que se quiere acostar,
débil y mareada. En tanto que la desnuda, al borde del tibio lecho,
preparado con solicitud, Eugenia exclama confidencialmente:

--¡Si fuera verdad lo que don Fermín supone!...

Regina se sobresalta un instante, y murmura incrédula:

--Le engañan sus deseos, como á ti.

--Pues tiene muy buen ojo y dicen que nunca se equivoca.

--No es infalible... Yo no espero nada.

--¿Por qué, criatura?... Ya ves que los síntomas...

--Pueden obedecer á otras alteraciones de salud... Acuérdate de Spa y de
Ensenada. El mismo don Fermín cuenta que es muy obscuro ese primer
período... Nada espero--repite--. Y se encoge, tiritando de frío, en el
confortable refugio de su cama de nogal, viejo mueble que fué tálamo de
varias generaciones; que sabe de lágrimas y de suspiros; de ansias
virginales y de insomnios dolientes; de vidas que surgen y de
existencias que agonizan... Hoy le toca sufrir el temblor de un cuerpo
joven y hermoso, cárcel de un alma toda luz y hielo; toda conciencia y
quebranto...

Crece la noche y desfilan una vez más por la memoria de la viuda los
acontecimientos de los treinta días horribles transcurridos desde la
tragedia: allí está palpitante, la mortal inquietud de aquellas horas,
cuando primero vió á Velasquín errar por la marina, solitario y tenaz,
como atraído por las espumas y los clamores de la marejada, y á poco le
descubrió en el _Reina_, solo con Pablo, en desatinada aventura;
después, la espera congojosa junto al balcón, atalayando el horizonte
hasta que aparece el yate á la vista, desmantelado y á remolque de un
vaporcito en demanda del puerto; casi en seguida _Timonel_, que llega
sin saber lo que dice; semblantes que gesticulan en el arrabal; Dolores
que vuelve riendo y llorando y que á las preguntas locas de Regina
responde al fin:

--El señorito Adolfo... viene herido...

Trata la esposa de correr al encuentro de aquella desgracia y la
detienen; la empujan hacia su habitación, donde no escuche las voces de
la calle: aterrada, inquiere, suplica la verdad del siniestro, y el
espanto de todas las caras le responde... De pronto entra Manuel,
blanco, transido, y en impulso fraternal y conmovedor, ofrece los brazos
á la viuda. Pero ella, con la arrogancia heroica de quien se confiesa
públicamente, grita:

--No; no me toques. Yo tuve la culpa de su muerte: le llamé cobarde y
arrostró el peligro para probar que no lo era... ¡Yo tengo la culpa!...

Todos creyeron que el dolor la extraviaba; pero Manuel la miró á los
ojos fijamente y huyó sin volver la cabeza... El fúnebre cortejo que
subía hacia el arrabal cambió entonces de rumbo y descendió al valle...
No protestó Regina de que le arrebataran los despojos de su marido,
porque se consideró indigna de hospedarlos: cerró su casa á las
importunas curiosidades de Torremar; abrió su espíritu á las voces de la
conciencia y quedó escuchando la posa de muerte que durante nueve días
rodó sobre la población en frecuentes lamentos.

Cuando llamaron á don Fermín, creyendo muy enferma á la joven, ya don
Amador ofrecía su asistencia piadosa, sin que le llamaran. Ambos fueron
recibidos en calidad de médicos, sin ilusiones pero sumisamente; y ambos
aplicaron sus medicinas con misericordia y ternura sobre el alma y el
cuerpo de la infeliz. Mientras el sacerdote procuraba reanimar aquel
espíritu helado, recetaba el doctor pócimas calmantes y repetía un
augurio muy dulce al oído de la mujer. Ya otra dos veces en aquella
última temporada y respondiendo á las consultas de Adolfo, don Fermín
calificó de síntomas de embarazo las rarezas observadas en Regina; su
propensión á dormirse; sus disparatados sueños; y aquella actitud de
sonambulismo que al esposo alarmaba tanto. Pero la dama encogía los
hombros, en la crisis profunda de su indiferencia, diciendo vagamente:

--No puede ser.

Y al sentir de nuevo el roce balsámico de aquella esperanza, consciente
ahora, segura de no merecerla, repite:

--No puede ser.

Mas don Fermín, en su reciente visita, ha insistido sobre este punto,
casi con certidumbre, anunciando gravemente:

--Volveré un día de éstos y saldremos de dudas.

Un escalofrío de sagrados temores estremece á Regina cuando recuerda que
el plazo va á cumplirse, y que su destino está pendiente de las palabras
que el médico pronuncie. Pues aunque echó la muchacha la llave á todas
sus ambiciones, como un castigo que se impuso, la profesía consoladora
filtra en aquel espíritu desierto un blando soplo de ilusión, igual que
el ábrego reinante introduce por hendeduras de las puertas sus audaces
silbidos y sus rachas impetuosas...

En el insomnio de Regina hay esta noche un tumulto de imágenes. El
cuerpo gentil que tiembla en la cama de nogal, está agitado por la fusta
de muy distintas memorias... Al romper la mañana debe celebrarse, en la
capilla de los Velascos, el casamiento de Ana María y Manuel; silencioso
y triste como el que antaño se celebró en la parroquia; también ha de
oficiar don Amador emocionado, y han de servir de padrinos una llorosa
dama y un caballero melancólico; también en la penumbra una mujer
llorará, de hinojos... Pero los desposados que se arrodillen entre doña
Mercedes y Carlitos, los novios de esta otra mañana decembrina, van á
recibir un sacramento con la frente serena y los corazones henchidos de
piedad y de amor: la sublime locura de la _Bella durmiente_, contenida
en íntimos sollozos, será ejemplo admirable de celsitud y sacrificio,
allí donde _la novia de Gabriel_ hubiera lamentado á voces su frustrada
felicidad. Y si otros pesares menos ocultos enlutan el recinto y mojan
de lágrimas las oraciones de la boda... bien sabe Regina quién los ha
provocado, y en qué pecho repercuten con gritos de expiación. El
matrimonio, en apariencia semejante al que la dama rubia conmemora en
cruel aniversario, sabe ella que es en el fondo muy distinto del suyo, y
admira con humildad sus nobles fundamentos: quiere Carlota partir con su
hijo para consagrarse á levantar el vuelo de aquel mustio corazón, en
saludable mudanza de horizontes; pero antes paga sus deudas de gratitud
á la ilustre familia de Velasco y ofrece á su hija la ventura, con
suprema generosidad, empujándola hacia el palacio del valle, donde
siembre sonrisas y consolaciones sobre la memoria de Velasquín;
consiente Manuel, devoto cumplidor de sus palabras y preclaro artífice
de bellas obras, y doña Mercedes abre sus brazos temblorosos para
abrazarse al «hada del _Robledo_» como á un providencial refugio...
Peregrinos y claros le parecen á Regina estos propósitos que apenas
trascienden, ocultos con humilde cautela, bajo la capa misteriosa del
destino. Se tiñen de rubor las mejillas de la joven al recordar que pudo
confundir lo malo con lo bueno; los intentos obscuros y egoístas, con
los altos y hermosos ideales. En las rutas determinadas y frías de
aquella alma, ya todos los rincones están llenos de luz; y hasta la
mariposa vacilante, pálida como un cirio, que alumbra el aposento de
Regina, adquiere una potencia singular á esta hora de confusiones y de
fantasmas, esclareciendo la vida entera de la dama rubia.



IX

EL VENTALLE DEL ÁBREGO.--LA RONDA DE LOS SUEÑOS.--UN CORAZÓN QUE
NACE.--LA SINFONÍA DE LA NIEVE.--¡AMOR!


AMANECE; desnieva; el ábrego sacude con ímpetu sus ráfagas de otoño;
baja de los montes desmelenado, furibundo, y al roce de su aliento la
costa y el valle se derriten en aguas bullidoras.

En el dormitorio de Regina, la débil mariposa, fácula de pensamientos
claros y tristes, crepita, tiembla y muere, mientras cauces y arroyos
dan curso á la corriente con sonoro cantar. Al cristalino son, ya
enervada y rendida, se adormece la dama: entran sus visiones en la
niebla del sueño, y aún las alumbra un rayo frío de razón y de luz; una
chispa de sol que da en la nieve; un eco de verdad que repercute en el
alma. Los seres familiares, mezclados en curioso rolde con otros de
fábulas y libros, huyen ante la ensoñadora, en fuga que acelera su
velocidad hasta producirle á Regina mareos horribles: al principio,
todas las imágenes descubre; pronuncia cada nombre del que pasa, y sabe
que al través de ellos sintió curiosidad, inquietudes y codicias...;
¿amores? Mueve la cabeza negando, y á este movimiento, un malestar
físico y cruel la punza en el estómago y las sienes... Tornan á girar
los semblantes de la ronda, cada vez más de prisa y más lejos;
gesticulan como si hablaran, pero ya la señora no los oye, y se tiene
que esforzar para distinguirlos: su madre, con el pálido rostro que
Regina conoce en un retrato, sonríe, sonríe... aquella expresión
resignada se borra al punto, y sólo queda un perfil triste que huye;
Jaime corre detrás altivo y hermoso, flotante la artística melena, y
recitando coplas; le siguen Daniel, llorando; Eugenia, cansadísima; y
Carlos Ramírez con dos flores mustias en el ojal: la «Bernalda joven» se
enlaza con don Celso Ortiz; y Ana María y Manuel van muy contentos junto
al comisionista de Alcoy, que lleva de la mano á la ninfa Aretusa, en
pos de lord Byron y la condesa Guiccioli... Pasan á escape Ibarrola, el
doctor Marín y Adolfo Velasco, riendo como unos locos...

Cuando el rolde quimérico da la última vuelta á los pies de la cama de
nogal, en una sombra cada vez más obscura, ya en el vertiginoso remolino
Regina sólo distingue á Daniel, que rompe la cadena danzante para llorar
á gusto: crece su llanto como una marejada, con rumores de manantial; de
pronto no es Danielín quien llora, sino doña Mercedes, con la misma voz
hialina, semejante á la de un río; y al cabo no es doña Mercedes
tampoco, sino «la novia de Gabriel», la que se lamenta, con lágrimas tan
copiosas que ya su rumor finge el torrencial estruendo de una
catarata... Al fin desaparece «la novia», pero los sones de su llanto
suben crecientes á los oídos de Regina; y ya semejan ecos del diluvio,
ya estrépitos del mar. Al formidable impulso de tantas aguas, la casita
montés se pone en movimiento, deslizándose suavemente, acaso por un río
apacible: tal vez por un lago melancólico. La dama rubia renueva sus
deliciosas navegaciones por el Rhin, por el Marañón y el Napo: un
momento, imagina tripular la piragua de Tlaloc, el dios benigno de las
cosechas y las lluvias. Pero de repente la nave toma un ímpetu loco,
salta, gira, va á hundirse en el abismo; ¡es el _Reina_ lanzado, con
todo el aparejo, entre las olas y el vendaval! La voz de Pablo, ronca y
difícil, clama:

--¡Orce, don Adolfo!...

Regina, nauseando, aterrada, tiende las manos con ademán de supremo
terror, y otras muy suaves, se las reciben, mientras una voz, limpia y
clara como el cristal de una fuente, murmura:

--¡Animos, hija mía!... Ya me ha dicho don Amador que sufres mucho y que
estás en camino de santificarte.

Levanta con fatiga sus párpados la joven: un rostro muy blanco y un velo
de luto se inclinan hacia ella.

--¿Yo--balbuce--yo santificarme?... ¡Si no tengo corazón!

--¡Si le tienes!--asegura con solemnidad la señora del velo.

--¿En dónde?

--En las entrañas. Escucha... Escucha...

--¡Ah, sí; un latido muy débil, como de un corazón chiquitín, que nace
ahora!...--pronuncia Regina, reconcentrándose y sintiendo un blando
pulso en lo más íntimo de su ser.--¿Es de verdad?--grita buscando á la
dama reveladora, que ha desaparecido.

Acude Eugenia:

--¿Qué te sucede? ¿Estás peor?

Sin contestar, pregunta:

--¿Ha venido Carlota á despedirse?

--Sí; un minuto... Dormías; te dió un beso y salió callandito... Ella y
don Carlos se irán en el tren de las once...

No quiere Eugenia comentar la boda que acaba de verificarse, ni remover
recuerdos que mortifiquen á su niña: descubre con angustia la palidez de
aquel amado rostro, y no sabe qué decir.

Ya están abiertos los postigos: un sol resplandeciente se derrama en el
aposento, arrastrándose humilde en la alfombra, escalando los muros,
juguetón, y besando los pies de la cama con muchísima finura. Ha cedido
el viento, y desnieva en un cándido susurro de aguas limpias y veloces,
como aquella que dijo en la musa de un vate castellano:

    «Era pura nieve
  y los soles me hicieron cristal.
  Bebe, niña, bebe
  la clara pureza de mi manantial.
  Canté entre los pinos
  al bajar desde el blanco nevero;
  crucé los caminos,
  dí armonía y frescura el sendero.
  No temas que, aleve,
  finja engaños mi voz de cristal.
  Bebe, niña, bebe
  la clara pureza de mi manantial.

    Allá, cuando el frío,
  mi blancura las cumbres entoca;
  luego, en el estío,
  voy cantando á morir en tu boca.

    Tan sólo soy nieve,
  no me enturbian ponzoña ni mal.
  Bebe, niña, bebe
  la clara pureza de mi manantial.»

En la voz de los cristalinos arroyos, escucha Regina invitaciones tan
delicadas como la del poeta; romances y arrullos, arpegios y estrofas
que tienen, á su parecer, el blando ritmo de un corazón inocente y
chiquitín, oculto en las entrañas de la nieve.

Y así pasa una hora; la dama está mecida por el compás dulce, por el
misterioso latido que siente palpitar en cuanto la rodea; silba un tren
en la estación del puerto, y el aviso lejano que tantas veces oye la
señora como un rumor cualquiera de la vida, la enternece y la turba, al
rodar hoy entre las pulsaciones de una fibra secreta, que ha empezado á
latir desde que la _Bella durmiente_ aparecióse junto al lecho de nogal
y dijo á la de Alcántara:

--Escucha... escucha...

Y cuando Eugenia, sorprendida de aquella inmovilidad, pregunta á la
señora:

--¿Qué haces?

Ella responde sencillamente, con maravillada expresión:

--Estoy escuchando.

Luego se ruboriza, se aturde, y declara que quiere vestirse. Pero Marta
asoma al gabinete su lindo rostro para anunciar con algún misterio:

--Aquí está el doctor.

Entra don Fermín con aire solemne, saluda y soliloquia:

--Vamos á ver... Vamos á ver...

Quédase mirando á Regina, que se ha puesto muy pálida; la pulsa, y
acariciando aquella mano temblorosa con paternal solicitud, trata de
entablar conversación para distraer á su enferma; refiere que el
temporal le ha impedido venir aquellos días; habla del reciente cambio
de temperatura, y cuenta que ha estado en la estación á despedir á
Carlota y á su hijo.

--Guapo mozo--medita--y tan adicto á su madre, que da gusto admirar cómo
la quiere. Por cierto--continúa, clavando los ojos en la joven--que
Carlota me ha preguntado por ti con grande interés en casa de doña
Mercedes... Corren por el palacio vientos favorables á tu gentil
persona; y has de saber que los han levantado la de Heredia y sus hijos;
buena gente, esa dama y esos mozos; ¡interesantes... muy
interesantes!...

Regina atiende con síntomas de emoción, tan raros en ella, que don
Fermín corta su monólogo de improviso, se levanta de la silla y repite:

--Vamos á ver... Vamos á ver...

Dirigiéndose á Eugenia, advierte:

--Separe usted los almohadones.

Saca luego del bolsillo un estetoscopio, retira alguna ropa de la cama,
y, tendida la enferma horizontalmente, la ausculta, primero, con la
mano; después, con el oído. A cada nuevo examen, asevera el médico
optimista y perspicaz:

--Muy bien... Perfectamente... Perfectamente...

Por último, fija el instrumento en un punto determinado, y dice:

--Helo aquí; el corazón de la criatura.

--¿De qué criatura?--gime la incrédula, todavía obcecada y absorta.

--¡De tu hijo, pardiez!--pronuncia don Fermín rotundamente.

--¡Bendito sea Dios!--balbuce Eugenia, con lágrimas en los ojos.

Regina ni se estremece ni habla, presa de un estupor inexplicable.
Diríase que ha reconcentrado toda su atención en un hilo que baja desde
el techo y en el cual bulle, afanosa, una araña chiquitina y rubia. De
pronto se quiebra el hilo, el insecto desaparece y don Fermín, al
retirarse un poco, permite al sol, que ha ido subiendo por la cama,
besar la frente de la madre. A ella se le mete en el pecho todo el calor
del astro, y se cubre los ojos, cobardes para resistir la refulgente
caricia. El doctor cree que llora.

--Sí, tu hijo--vuelve á decir, emocionado--. Y aquella frase va
descendiendo con el sol hasta el alma de Regina y la llena de amorosa
blandura. Se incorpora la joven sobre un brazo nervioso y moreno, abre
los ojos con intrepidez á la firmeza de la luz y averigua, con la voz
empapada de profundas inquietudes:

--¿Está usted seguro?

--Tan seguro--sonríe don Fermín--como de que naciste en mis manos.

Y haciendo algunas recomendaciones eficaces para la asistencia de la
dama, se despide muy placentero, con el orgullo de que sus palabras han
sembrado una alegría en aquella casa tan triste. Acompáñale Eugenia
hasta el portal, deteniéndole allí con minuciosas preguntas que brotan
como flores de la recién sembrada ilusión. Cuando la buena mujer sube y
entreabre la puerta del dormitorio, Regina se ha vestido sola y está de
hinojos junto al lecho, en tan reservada actitud, que Eugenia vuelve á
cerrar y con un dedo sobre los labios va á reunirse con Marta y Dolores.
Ante aquella señal de silencio, la casita montés quédase muda, envuelta
en el rumor de las aguas y en las caricias férvidas del sol, con un aire
de misterio dulce, de «escucho» peregrino. La fachada blanca y verde
nunca mostró tan vivos sus colores ni tan vigilantes los ojos de sus
puertas: un solo hueco estaba cerrado y ya se abrió al empuje de una
mano imperiosa.

       *       *       *       *       *

Al salir el doctor del saloncito, el primer impulso de Regina fué
levantarse; necesitaba hallar en el movimiento una fuerza física donde
sostener su terrible emoción; el instinto de la maternidad le sacudía
bravamente las entrañas, desperezándose en ellas como un cachorro de
leona, hasta romper en un bramido bárbaro y alegre, voz del alma y de la
sangre, férvido anuncio de victoriosa encarnación: todo su ser se
desgarraba de golpe con una mezcla de angustia y deleite, de zozobra y
de júbilo; era el gran misterio de la vida, la suprema revelación de
todas las ternuras concentradas en el amor más grande de cuantos amores
humanos pueden sacudir el alma de una mujer.

Se vistió Regina maquinalmente y fué derecha á abrir el balcón, empujada
por el afán de asomarse al mar y al cielo, á todas las visiones que
pudieran ofrecerle un retrato de lo infinito.

El sol inundaba el firmamento, esclarecía los aires y descendía sobre la
tierra como las lumbres de un incendio glorioso. Deshacíase la nieve en
risas y lágrimas, cayendo por las vertientes y ramblares, por las
acequias de los huertos, reverberando con tanto brío como si los montes
fueran de plata y se fundieran todos en el crisol esplendente de la
atmósfera.

Hundió la muchacha los ojos en el paisaje, miró al cielo, á la tierra y
al mar con ansia de luz; y deslumbrada por los reflejos del sol encima
de la nieve, sintió que en su pecho se deshacía algo también. Irguió
entonces su espíritu, como un águila caudal, sobre las cumbres
congeladas, sobre las nieves muertas y derretidas, sobre los horizontes
flamígeros, al través de los espacios pulverizados de sol; recorrió de
nuevo, con la fantasía, los cuatro vientos de la rosa, los continentes y
los mares, las montañas y las riberas, los desiertos, las urbes
insignes; y por encima de las aguas, de las tierras, de los neveros,
sobre las selvas vírgenes, sobre las ciudades remotas, sobre la vida
bárbara de los yermos, de las estepas implacables, en lo más triste y
desolado del mundo, oyó el mismo grito, la misma palabra, el mismo
arrebatado sollozo: ¡Amor!

Sí; el amor era el grave secreto, el secreto á voces de la vida, el
motivo fundamental de todas las cosas, el sol que derrite todas las
nieves. ¡Con qué elocuencia se lo decían á Regina el temblor del
paisaje, el gozo de las aguas, las vibraciones de la luz; imágenes vivas
de su alma en aquel recio amanecer de todos los amores!

Volvió el rostro hacia su aposento, dió algunos pasos con sorpresa
inaudita, creyéndose otra mujer, mirando en torno suyo con asombrosa
novedad; la cara de su madre en el retrato adquirió seráfica dulzura,
mientras que en la fisonomía de Alcántara se extendía una tristeza
amorosa, algo parecido á un dulce reproche, mucho tiempo disimulado
detrás de la galante sonrisa. Abarcó la joven ambas imágenes con una
mirada nueva, teñida de ternura; pronunció interiormente en atropello y
confusión muchas frases cálidas y anhelosas; el hermoso nombre de su
madre:--¡Rosario!... ¡Rosario!...--Y luego:--¡Madre mía!--Y
después:--¡Mi poeta, mi amigo, mi padre!...--Sintió que una marea de
lágrimas subía por sus nervios, á borbotones, murmuró:--¡Adolfo!...
¡Perdón... perdón!...;--y cayendo de rodillas, quiso rezar; mas sólo
acudieron á sus labios convulsos las cándidas frases de aquella
jaculatoria infantil: _Con Dios me acuesto, con Dios me levanto..._ Y en
el hipo de las palabras tumultuosas rompió á llorar como si un bloque de
hielo se derritiera en su corazón. La nube de llanto arrastró á los
labios de Regina, en fecundo rocío, otra plegaria:--_Dios te salve,
Reina y Madre, Madre de misericordia_--y con asombro exquisito mezcló la
miel de este saludo á la confortable amargura de sus lágrimas,
repitiendo ferviente:--_Madre de Misericordia... Reina y
Madre_...--Pronunciaba cada sílaba con sublime entusiasmo, como si
descubriese las estrofas de un poema colosal.

Amaba, al fin, aquella mujer, plena y profundamente, con una maravillosa
terneza en los sentimientos y una anchura fluvial en el alma. Amaba y
creía, llorando por aquellos á quienes no supo amar bien; probando el
refinado goce de sufrir por amor y de gozar sufriendo. Y tantas divinas
novedades eran para la moza como el hallazgo de un mundo novísimo; como
la epifanía de muchos soles, juntos en una sola alborada; como un
despertar de alondras en el árbol del corazón...

Aquí está, lector, Regina de Alcántara: «la viajera rubia», de inverniza
juventud; la mujer sabidora y escéptica; _la curiosa impertinente_. Sus
yertos egoísmos, sus antojos, sus incertidumbres, naufragan en el río
tibio y oloroso del sentimiento, que ha quebrantado, al fin, los duros
témpanos de sus prisiones; aquí está en humilde postura de enamorada;
reza y llora á los pies de una imagen de la Virgen con el Niño en los
brazos, divino señuelo de redención y caridad; aquí está, escuchando
cómo late en sus entrañas un corazoncito, que ha llenado el mundo para
ella de inefables ecos.

Reminiscencias de cosas incoercibles y lejanas; atisbos de lo porvenir;
efusiones sentimentales, florecen ya con suavísima contrición en el
pecho y en los labios de Regina, ungiéndolos de lágrimas,
embalsamándolos de fe; y su voz y su lloro suenan á besos, á piedades y
á canciones, como la voz mansa y pura del agua de la nieve...



INDICE


  LIBRO PRIMERO

  LA VIAJERA RUBIA

     I.--En el lazareto de San Simón.--Regina de Alcántara.
         --El espejo turbio.--Los misterios de una noche de
         Mayo.--La felicidad descalza.                                9

    II.--La infancia de Regina.--El árbol del bien y del
         mal.--Eugenia Barquín.--La vuelta del padre
         pródigo.--¡Viva la bohemia!                                 25

   III.--París.--La musa del boulevard.--Del Sena al Tíber.
         --Las pulseras de fuego.--El castillo de Rolando.
         --Las fresas del Rhin.                                      39

    IV.--El niño enfermo.--Oriente.--Spa.--La mujer cabeza.
         --La media luna.--Vámonos á América.--El mar.               51

     V.--Tres años después.--El último soneto.--La Segadora.
         --Los sueños de una noche de calentura.--En las
         alas de un cóndor.                                          63

    VI.--Ensenada.--Tristes anatomías.--Jacinto Ibarrola.
         --Placeres del gran mundo.--Los amoríos de Regina.
         --La caña y el heno.                                        75

   VII.--Nuestras vidas son los ríos.--La cruz de los Andes.
         --El loco de amor.--Regreso á la patria.--La costa
         de la muerte.                                               87

  VIII.--Aurora de Mayo.--Cruces y naves.--Centellica de
         amor.--¡Ah de la ribera!                                    99


  LIBRO SEGUNDO

  HUMOS DE REINA

     I.--Torremar, cinco minutos.--Memorias y mudanzas.--Los
         ojos entornados.                                           113

    II.--La cajita blanca.--Lumbres de hogar.--Remos y
         flores.                                                    121

   III.--¡Un alma nueva!--Historia de la «Bella durmiente».
         --El paladín de Regina.                                    127

    IV.--Las alegres comadres de Torremar.--«Estraduca».
         --«La novia de Gabriel».--Idilio del boticario y la
         jamona.--La niña del «Robledo».--Ráfagas de piedad.        149

     V.--El ensueño del balandro.--Corte de amor y
         galantería.--Caballero en brioso alazán.                   163

    VI.--¡Adiós, luto!--«Petit Trianón».--Prosigue la
         historia de la «Bella durmiente».--La moral de
         Regina.--Tragedias y ternuras.--Las flores que no
         sirven para nada.                                          171

   VII.--El balandro de Velasquín.--Tempestad en un vaso de
         agua.--Nuevos apuntes para la moral de Regina.             195

  VIII.--La vindicta pública.--La erudición de la alcaldesa.
         --El aguijón de una copla.--Vanse los amores y
         quedan los dolores.                                        213


  LIBRO TERCERO

  EL DESHIELO

     I.--Revelaciones de una hora sentimental.                      223

    II.--Historias retrospectivas.--La infancia de la «Bella
         durmiente».--La atracción del abismo.--El fauno.
         --La mujer y la madre.--Un idilio y un juramento.
         --Aromas de caridad.                                       233

   III.--El maleficio de unas bodas.--«La soledad de dos en
         compañía».--¡Para siempre!--Imágenes en la niebla.
         --La flor del romero.--Retratos, versos, risas y
         sollozos.                                                  253

    IV.--Luces de ocaso.--Los achaques de Regina.--Tinieblas
         de un naufragio moral.--La isla de las rosas
         pálidas.                                                   269

     V.--Amor con amor se cura.--El profeta del almirez.
         --Mentideros torremarinos.--Un corazón por blanco.         289

    VI.--Fin de la historia de la «Bella durmiente».                299

   VII.--Entre el cielo y el mar.--El placer del peligro.
         --La mujer y la ola.--Espejo de nautas y desengaño
         de galanes.                                                317

  VIII.--La lámpara vigilante.--Rescoldos de la tragedia.
         --Los dos médicos.--No puede ser...--Epílogo á la
         historia de la «Bella durmiente».                          327

    IX.--El ventalle del ábrego.--La ronda de los sueños.
         --Un corazón que nace.--La sinfonía de la nieve.
         --¡Amor!                                                   341



  SE TERMINÓ LA REIMPRESIÓN
   DE ESTE LIBRO EL DÍA 29
      DE NOVIEMBRE DEL
         AÑO 1919





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