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Title: El poema de la Pampa - "Martín Fierro" y el criollismo español
Author: Salaverría, José María
Language: Spanish
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                          BIBLIOTECA CALLEJA

                             PRIMERA SERIE


                          JOSÉ M.ª SALAVERRÍA

                               EL POEMA
                              DE LA PAMPA



                     OBRAS DE JOSÉ M.ª SALAVERRÍA


        EL PERRO NEGRO
        (Ensayos).

        VIEJA ESPAÑA
        (Impresión de Castilla, con un prólogo de Pérez Galdós).

        NICÉFORO EL BUENO
        (Novela).

        LA VIRGEN DE ARÁNZAZU
        (Novela).

        TIERRA ARGENTINA
        (Viajes).

        LA SOMBRA DE LOYOLA
        (Ensayos).

        A LO LEJOS
        (Ensayos).

        CUADROS EUROPEOS
        (Viajes).

        ESPÍRITU AMBULANTE
        (Ensayos).

        LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA
        (Ensayos).

        EL MUCHACHO ESPAÑOL



                          JOSÉ M.ª SALAVERRÍA

                               EL POEMA
                              DE LA PAMPA

                            “MARTÍN FIERRO”
                        Y EL CRIOLLISMO ESPAÑOL

                               MCMXVIII

                        CASA EDITORIAL CALLEJA
                            FUNDADA EN 1876

                                MADRID

                               PROPIEDAD
                          DERECHOS RESERVADO

                            COPYRIGHT 1918
                       BY JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA


                     Imp. Martín de los Heros, 65.



CAPÍTULO PRIMERO

PRELIMINAR


No tiene fácil disculpa el hecho triste, vergonzoso, de la separación
intelectual entre las diferentes porciones del mundo castellano, y sobre
todo entre España y sus hijas las repúblicas de América. Un siglo de
resquemores, tal vez de odios; un largo siglo de mutua incomprensión y
mutuo desvío, es un plazo sin duda suficiente largo para pagar culpas
antiguas. Es ya hora de que españoles y americanos desistan de
anacrónicas actitudes.

Cada vez se acentúa más la corriente de aproximación que arrostran los
gobiernos y las entidades comerciales o universitarias. Pero tales
corrientes aproximativas resultarán sin bastante suficiencia o eficacia
si no les ayuda el interés y el mutuo estudio literario, ejercido con
un sentimiento desde luego cordial y una crítica atenta, generosa.

Españoles y americanos no se hallan, al respecto, en el mismo plano de
igualdad. Porque aun en los peores trances de desamor o de odio, los
americanos han seguido directamente el desarrollo de las letras
españolas, gracias al prestigio que las cosas europeas tienen siempre en
América, y además por el indudable contenido de la literatura de España
y por su superioridad frente a la de América. En cambio, los españoles
peninsulares, desde que los virreynatos se alzaron en repúblicas, parece
que hubiéramos decidido borrarlos del mapa de nuestra preocupación. Nada
de ellos nos ha interesado. ¿Quizás porque, en efecto, nada valía su
producción literaria?... Es verdad que los países americanos de nuestra
lengua no han creado un Poe, un Emerson, un William James; pero ellos
han dado a luz hombres extraordinarios en el orden político, militar y
educador; han creado obras, en fin, que a los españoles nos deben
preocupar, y yo me adelanto a poner como un tipo de obra curiosísima,
altamente excepcional y hondamente _española_, este libro poemático del
_Martín Fierro_.

Ya quedará tiempo para el comentario de las obras formales y de los
autores eminentes de Hispano-América; no faltarán plumas capaces que
aborden esa empresa. Yo he preferido acercarme a un libro irregular, sin
forma casi, rudimentario probablemente, fruto del ingenio argentino. El
poema del _Martín Fierro_ no es popular a la manera anónima de los
antiguos poemas europeos; tiene un autor conocido y reciente, que se
llama José Hernández. Pero es profunda y particularmente popular, porque
está escrito en el habla de las calles y los campos, sin aliño alguno,
sin intención de producir efectos desaliñados, ingenuamente,
espontáneamente, como un resultado asombroso de la inspiración del
pueblo. En tal sentido equivale a un fenómeno, a un acontecimiento
literario. Causa asombro, efectivamente, considerar que haya podido
escribirse en época bien moderna, en el año 1872, un poema popular que
contiene todas las particularidades de las obras míticas y de los libros
anónimos, populares. Este raro fenómeno ha de explicarse por el estado
primitivo que ofrecía la vida pampeana hasta hace pocos años; y ahora
mismo no escasean en la Argentina territorios vírgenes poco menos que
inexplorados, donde las gentes se conducen en una forma libre,
pintoresca, a espaldas del tumulto de una civilización urbana de
carácter súbito e inmigratorio.

Aunque no fuese más que por este último motivo, el _Martín Fierro_ tiene
para los españoles un valor muy grande. En sus desaliñados versos se
pinta y describe el carácter de la primitiva población argentina, y esa
población criolla está ligada a la idiosincrasia española con lazos tan
íntimos, que hasta se puede decir que interesa tanto a España como a la
Argentina el conocimiento, el estudio, el recuerdo de la auténtica
población pampeana. El _gaucho_ no es sólo un ejemplar platense; es
también un elemento español, el cual en cierto modo contiene algunas de
las más netas o principales características de la gran familia española.

El lector, desde luego, habrá observado en estas líneas la intención de
hacer un descubrimiento literario. Ciertamente, se trata aquí de dar a
conocer una obra casi del todo desconocida en España; si algún lector
culto conoce el _Martín Fierro_, es a causa de haber visitado la
República Argentina. Y como esta ignorancia casi general representa un
descrédito, he ahí por lo que me propongo comentar el libro argentino y
hacer que los criollos del Plata no acusen a la literatura española de
excesivamente exclusivista o desdeñosa.

Repito que el _Martín Fierro_ tiene para España acaso tanto valor como
para la Argentina. El héroe del poema es criollo, gaucho puro, con
mezcla, por tanto, bastante considerable de sangre india; los hechos que
a través de las estrofas se ponen de relieve afectan a la vida de las
Pampas y a conflictos territoriales, indígenas, especialmente a la lucha
del campo libre y de la ciudad invasora. Pero, con todo, a pesar de su
labor localista, los hombres y los conflictos del _Martín Fierro_ tienen
estrecha relación con España. La desaparición del gaucho ante el
progreso formal de la ciudad cosmopolita, ¿cómo podría ser indiferente
para los españoles? Téngase en cuenta que en el fondo de la naturaleza
gauchesca palpita el espíritu de la sociedad colonial; rudo, ignorante,
agreste como es el gaucho, él contiene en esencia toda la tradición de
los conquistadores. Su lenguaje es un prodigio de permanencia prosódica,
y hoy mismo se escuchan en plena Pampa voces y refranes que no han
sufrido alteración desde el siglo XVI. En cuanto a su sentido religioso
y filosófico, su sobriedad, su estoicismo, su socarronería, su valor, su
empaque, su fidelidad, su desprendimiento, su mezcla de gracejo y de
melancolía, su amor al caballo y al cuchillo, su guitarra y su
cigarro... todos estos atributos corresponden a la naturaleza del
español. Nosotros no podemos desdeñar, sin grave culpa, la noble,
romancesca y extraña figura del gaucho.

Muchas veces se ha ponderado la identidad de raza, idioma y espíritu de
España y las naciones de América. ¡Con qué frecuencia, sin embargo, ha
sido proclamada esa identidad de labios afuera y como vano recurso
retórico! Pero la identidad existe, a pesar de todas las ligerezas
retóricas, y no son siempre los oradores a quienes debemos la
aproximación hispano-americana; es ella misma quien la consuma. Quiero
decir que la hermandad de España y América es fruto de un fatalismo, y
se opera en virtud de causas extraordinarias, ineludibles.

La causa principal de que España y América no puedan ser nunca extrañas
entre sí, consiste en que América recibió de una vez, rápida y
copiosamente y con exclusión de todo agente ajeno, la civilización
española. Esta civilización, además, la recibió América en su período
más feliz de madurez y de fuerza, cuando el alma española salía depurada
y robustecida de una épica prueba de siete siglos; cuando la unidad
nacional estaba sellada indisolublemente; cuando el Renacimiento
divinizaba la energía; cuando el lenguaje castellano adquiría su
plenitud sonora y gramatical; cuando la política tenía un franco sentido
expansivo y dominador; cuando el espíritu español no dudaba, sino que
afirmaba su gran voluntad de poder.

Finalmente, América recibió la civilización, el idioma, la fe, el ser de
España, de aquellos territorios peninsulares que tienen más metida en su
alma el vigor castizo de la raza. Los primeros capitanes y pobladores
salieron de Extremadura y Andalucía, y ellos infundieron a América su
lenguaje, sus costumbres, sus más íntimos matices provinciales. De tal
manera, que ahora mismo puede observar el viajero cómo en la modernista
Buenos Aires conservan muchas casas el corte de las viviendas andaluzas,
y cómo aquellos habitantes, hasta los hijos directos de italiano o de
ruso, hablan con el dejo y los provincialismos de Andalucía.

La “solera”, que hace perdurar en los vinos de marca el sabor original,
mantiene en el fondo americano el primitivo ser español. Y de este modo,
cuando un escritor americano produce una obra sincera, a pesar suyo, y
aunque pretendiera haber escrito una obra americana, en realidad escribe
un libro español. Tal es el caso de José Hernández, literato argentino,
autor del poema _Martín Fierro_.

José Hernández era un escritor modesto que no pretendía sorprender a
París con una nueva tesis literaria. Se limitó a componer un poema,
usando directa y felizmente el lenguaje del pueblo. Y sin darse cuenta,
por un fenómeno bastante frecuente en literatura, hizo la obra más
argentina, más veraz, más feliz de cuantas se han escrito en el país
ríoplatense. Y como arrancó sus personajes y sus episodios de la misma
entraña americana, sin remedio escribió un libro muy español. En efecto,
el _Martín Fierro_ es un romance heroico popular y costumbrista, que en
realidad viene a describir la vida del español transplantado a América.
El tipo del _gaucho_, tan americano de suyo, no es otra cosa, si bien se
mira, que un español nacido en el clima y el paisaje de la Pampa.

No es fácil determinar el punto de América en que se conserva más pura
la tradición de los conquistadores. En Méjico y en Bogotá, en Lima y en
Santiago de Chile, el español suele recibir profundas y emocionantes
sorpresas al encontrar tantas huellas vivientes de la cultura, el
sentimiento y la misma superstición de España. Aquellas ciudades parecen
más bien pedazos españoles, transportados íntegramente bajo el cielo
americano. Y puede ocurrir que el español de la península encuentre que
esos pedazos transportados contengan más sabor españolista, sean más
íntima y externamente españoles que la misma España peninsular.

Es seguro que Bogotá y Lima reproducen mejor que Buenos Aires el tipo de
la ciudad propiamente española. Henchidas de savia cosmopolita, las
poblaciones argentinas de la costa se desprenden cuanto pueden de su
sabor colonial; el campo también, en la proximidad de esas poblaciones
de aluvión, va perdiendo su primitivo carácter, y al gaucho pintoresco
sucede una forma híbrida de _farmer_ vulgar, pedestre y sedentario. Pero
hacia el interior tropezamos con un tipo de hombre tan curioso, tan
auténticamente españolista, que nos resistimos a llamarle extranjero. El
_gaucho_ de antes, el _paisano_ de hoy, tiene bastante más derecho a
llamarse español que muchos pobladores de ciertas tierras de España.

El _gaucho_ es un ejemplar de hombre que ha logrado cierta reputación
universal. Se le conoce y se le ha comentado en muchos libros, a causa
de su carácter, de su excepcionalidad. En esto se parece al español,
puesto que el español, en el clima europeo, es un individuo aparte. Los
otros países americanos eran generalmente aptos para sostener una
población nutrida y sedentaria; el indio de Méjico y del Perú, habituado
a un civismo siquiera rudimentario y a los trabajos de una industria y
agricultura primitivas, y hechos a la vida comunal y a la obediencia de
sus reyezuelos o emperadores, entraron fácilmente en la civilización
colonial española y no destacaron mucho su carácter.

Pero en las riberas del Plata, como en los llanos de Venezuela, se formó
una población particular, original, producto en gran parte del medio.
Los mestizos de español y de indígena hallaron una pradera anchurosa,
infinita y desierta, que de algún modo recordaba las planicies
españolas. En aquella pradera, los carneros y los caballos se
multiplicaron bíblicamente, y surgió ese tipo de pastor heroico que
hablaba el idioma de los hidalgos, montaba a lo caballero, manejaba la
daga diestra, y todo esto sin perjuicio de una rusticidad de salvaje
libre, arisco y puntilloso.

Era yo niño, cuando cayó en mi poder un _Viaje alrededor del mundo_,
escrito por Arago. Al recalar en el estuario del río de la Plata, el
sabio escritor francés, con una frivolidad muy francesa, describe la
vida del _gaucho_ y borda una serie de fantasías. Pero con todas sus
exageraciones, aquel tipo del _gaucho_ me impresionó profundamente y
quedó su figura bien grabada en mi memoria.

Después, al visitar la Argentina, y buscando la imagen del _gaucho_
entrevisto en las primeras lecturas infantiles, hube de recibir una
pésima explicación: ya no había gauchos en el país... Pero no hay que
creer mucho a los criollos que piensan ufanos, ante el esplendor de
Buenos Aires, que toda la Argentina es idéntica a la gran metrópoli.
Indudablemente, la marea inmigratoria va borrando muchas características
criollas; el _paisano_ ya no viste _chiripá_[1] ni las antiguas botas
indígenas. Pero separándose un poco de Buenos Aires, el viajero
encuentra unos hombres singulares que son bien parecidos al _gaucho_
tradicional. Unos hombres de hermosa figura, buena talla, rasgos físicos
firmes, actitud un tanto grave, color pálido. La sangre india alarga un
poco sus ojos hacia las sienes, y agranda las alillas de la nariz,
dándoles un aire particular que en el país llaman _achinado_. En cuanto
a la sangre española, andaluza, que llevan en su ser, les proporciona un
tono de elegancia corporal, un bello empaque y gracia de los
movimientos, una finura en los rasgos. Algo parecido a este ejemplar de
hombre son los _jíbaros_ montañeses que yo había contemplado antes en
Puerto Rico, aunque aquéllos, por el clima tropical en que viven, sean
menos robustos y desenvueltos que el _paisano_ argentino.

Lleva éste, en las comarcas del interior, un pantalón anchísimo como el
de los zuavos, sombrero flexible, poncho y cinturón de plata, y porta,
cruzado en los riñones, un largo cuchillo que le sirve para
_carnear_[2], y que manejado hábilmente le ayuda a vengar cualquier
ofensa o atropello.

El tipo legendario del _gaucho_ se ha convertido en caricatura al
contacto del suburbio de Buenos Aires. Toda la nobleza y arrogancia del
_gaucho_ pastoril y libre ha derivado en Buenos Aires hacia el tipo
repugnante del _compadrito_[3], especie de chulo, pero más sanguinario y
soez que el chulo madrileño; semejante al _apache_ parisiense e hijo de
una inmigración poco escogida. Descendiente con frecuencia de
napolitanos o calabreses, imita el empaque y la fachenda del _paisano_
antiguo, pero no su nobleza, e introduce en el idioma español, junto con
los pintorescos giros criollos, un montón de palabras presidiarias, una
hez de voces italianas; una jerga, en fin, de suburbio y de _bar_
cosmopolita, con cadencias de tango obsceno y canallesco.

Las cuitas y las hazañas del gaucho pampeano es lo que narra el _Martín
Fierro_. Para el lector español, la vida de la Pampa debe ser una
prolongación de la vida castellana o andaluza. Procuraré describir y
comentar lo saliente de este libro singular, añadiendo impresiones,
recuerdos y paisajes anotados por mí a lo largo de la hermosa tierra
argentina.



CAPÍTULO II

EL ARGUMENTO


Los que exigen a la obra literaria un gran número de episodios, bien
trabados y tendientes a un fin armónico, en una forma más o menos
clásica; los que siguen el precepto francés de orden, redondez y
armonía, en el pequeño poema del _Martín Fierro_ hallarán pocos motivos
para admirarse. Esta es una obra suelta, libre, un tanto desordenada.
Tiene todo el aire de la antigua novela española, y por tanto se reduce
a tomar al héroe, situarlo en medio de la vida y hacerle andar. El
héroe, en efecto, realiza sus actos como en la misma vida, sin someterse
a un plan, un acto tras otro; y cuando el narrador se fatiga, corta el
hilo de las aventuras, y el libro ha terminado.

Este libro, en suma, describe la vida azarosa y amarga de un gaucho
ríoplatense. El mismo héroe nos cuenta sus antecedentes, su alegre
juventud en el _pago_[4] donde naciera:

      Entonces, cuando el lucero
    brillaba en el cielo santo,
    y los gallos con su canto
    décian[5] que el día clareaba,
    a la cocina rumbiaba
    el gaucho que era un encanto.

      Y sentao junto al fogón
    a esperar que venga el día,
    al cimarrón[6] se prendía
    hasta ponerse rechoncho,
    mientras su china[7] dormía
    tapadita con su poncho.

      Y apenas el horizonte
    empezaba a coloriar,
    los pájaros a cantar
    y las gallinas a apiarse[8],
    era cosa de largarse
    cada cual a trabajar.

      Este se ata las espuelas,
    se sale el otro cantando;
    uno busca un pellón blando,
    éste un lazo, otro un rebenque,
    y los pingos[9] relichando
    los llaman desde el palenque...

Tiene una _china_ que le quiere, o sea una mujer adjunta; tiene dos
hijos, y no le falta un buen caballo, el _pingo_ cariñoso y trotador, y
algunos útiles de caballería, como son las espuelas grandes de plata, el
ceñidor adornado, el lindo poncho y la daga[10] inseparable. Toda esta
felicidad se acaba el día en que llega un juez avinagrado, el cual
recoge a todo el gauchaje como en una redada y envía a los pobres
hombres a la frontera de los indios, para que sirvan de soldados.

Y aquí empiezan los infortunios del gaucho _Martín Fierro_. Lo hacen
soldado; pasa hambre; no cobra nunca la paga entera, y encima de esto
tiene que soportar los ataques en masa de la _indiada_, que acomete más
de una vez al _fortín_[11] de los _cristianos_.

      Y pa mejor de la fiesta,
    en esa aflicción tan suma,
    vino un indio echando espuma
    y con la lanza en la mano,
    gritando: “Acabau, cristiano;
    metau el lanza hasta el pluma...”

      Dios le perdone al salvaje,
    las ganas que me tenía;
    desaté las tres Marías[12]
    y lo engatusé a cabriolas.
    ¡Pucha![13]. Si no traigo bolas
    me achura el indio ese día.

      Era el hijo de un cacique,
    según yo lo averigüé.
    La verdá del caso jué
    que me tuvo apuradazo.
    Hasta que al fin de un bolazo
    del caballo lo bajé.

      Ahí no más me tiré al suelo
    y lo pisé en las paletas.
    Empezó a hacer morisquetas
    y a mezquinar la garganta...
    Pero hice la obra santa
    de hacerle estirar la jeta.

La mala vida de la frontera se le hace tan odiosa a Martín Fierro, que
decide marcharse; y como simple desertor vuelve a los poblados. Y
estando de fiesta en una _pulpería_[14], el aguardiente le trastorna el
seso, de modo que arma pendencia a un valentón, riñen, y lo deja muerto.
Otro día se encara con un negro, mientras rasguea la guitarra, y también
riñen, e igualmente lo mata.

Huye, pues, a la ventura, y al escapar se le llena el alma de una
desgarradora melancolía.

      Vamos, suerte, vamos juntos,
    dende que juntos nacimos.
    Y ya que juntos vivimos
    sin podernos dividir...
    yo abriré con mi cuchillo
    el camino pa seguir.

Un día le sorprende el piquete de soldados que andaba tras él. Martín
Fierro desenvaina su largo cuchillo y vende cara su libertad. Tumba a
dos o tres de la policía. Y cuando el peligro es mayor, uno de los
soldados, el amigo Cruz, exclama:

    ... ¡Cruz no consiente
    que se cometa el delito
    de matar así un valiente!

Y el soldado Cruz, verdadera expresión de hidalguía castellana del
antiguo régimen, se pasa al lado del débil. Y entre los dos bravos hacen
huir al piquete.

Caminan juntos por la Pampa desierta, hostigados por la civilización.
Reducidos al último extremo, expulsados, inadaptados, ¿qué arbitrio
tomarán los gauchos cimarrones? Se refugian, pues, en la patria de los
indios. Piden hospitalidad en _los toldos_[15], y aunque los acogen a su
amparo, les someten a rigurosa vigilancia y a frecuentes ultrajes. El
amigo Cruz cae enfermo, y se muere. Queda Martín Fierro solo, triste,
desesperado.

Y cierto día que el héroe sale a vagabundear, descubre que un indiazo
está maltratando a una cristiana cautiva. No vacila, seguramente. Un
tosco y rudimentario Quijote vela en el fondo del alma de Martín Fierro.
Se avalanza, riñe con el indio, suda mucho para vencerlo, y últimamente
lo rinde, lo degüella. Toma en el anca a la cautiva, y huyen a todo
escape. Llegando a los primeros poblados, la cautiva y su salvador se
separan, y Martín Fierro, casi envejecido, retorna a sus lares. Ya la
justicia olvidó las cuentas viejas. Martín Fierro busca su casa, y la
encuentra rota, sin techo. Su mujer desapareció, y nadie sabe de ella.
Sus dos hijos están allí, y al encontrarse cuentan todos sus vidas, sus
trabajos... Y esto es todo.

Sí, esto es todo. Pero como en la generalidad de las obras de su género,
lo importante del _Martín Fierro_ no consiste en su trabazón ni en la
transcendencia de sus episodios; el valor de la obra está en el tono, en
el aire libre y primitivo, en la poética o dramática realidad de los
pasajes, en el dibujo de los tipos, en la gran ráfaga de vida pampeana
que sopla por todos los rudos versos del poema. En tal sentido, el
_Martín Fierro_ merece el amor y la importancia que le conceden a
última hora las personas más cultas de la Argentina; indudablemente es
el libro que con más fuerza y espontaneidad describe la vida de la
Pampa, antes de que ésta fuese manoseada por el agio y la inmigración. Y
para los españoles que hemos habitado aquel país, y sentimos que en la
llanura del Plata se reproduce y continúa el tipo español con todos sus
lunares y todas sus bellezas, este libro del _Martín Fierro_ nos
sorprende al principio, nos entusiasma después, y al final lo
consideramos como una simple prolongación de la literatura y del alma
españolas a través del Océano.



CAPÍTULO III

JACTANCIA Y VALENTÍA


Cuando más recorremos las porciones de este pequeño y curioso mundo, nos
convencemos más de la eterna repetición de las cosas, y observamos, en
efecto, que los pueblos se prestan unos a otros los usos y las
modalidades, y que nada verdaderamente existe de único y de original. Yo
he asistido en Guipúzcoa a los torneos de los _versolarios_, pujando por
sobrepasarse en ingenio y agudeza ante un público numeroso y atento,
mientras los vasos de sidra corren de mano en mano, y la extraña
salmodía con que se acompañan los versos, lejana imitación del canto
llano, deja en el aire una sensación de modorra campestre. Esto mismo,
con igual carácter e idénticas manifestaciones, lo hallé en la isla de
Puerto Rico, donde los jíbaros y negros acostumbran a contender en las
_pulperías_ en un monótono recitado de versos que llaman allí _décimas_.
Pues bien, en la Argentina se repite el fenómeno poético-popular.

Hacen en la Pampa el oficio de _versolarís_ unos bardos rústicos que
llevan el título de _payadores_. En las fiestas, en las bodas y los
bautizos, en las animadas zambras que siguen a la operación de la hierra
o el esquile del ganado, o sencillamente en las noches del sábado rural,
solían, y hoy todavía acostumbran en muchos sitios, reunirse algunos de
estos payadores, que guitarra en mano y dispuesto el frasco de ginebra,
se enzarzan en interminables discreteos versificados. El buen _payador_,
naturalmente, ha de ser un tanto vagabundo, bebedor, enamorado y jaque.
Muchas veces, irritado por las burlas del contrincante y no pudiendo
sufrir las risas del auditorio, el payador puede ocurrir que se levante,
eche a volar la guitarra y proponga al cuchillo la terminación de la
fiesta. Esto, como era de esperar, le ocurre con frecuencia al irascible
y gallardo Martín Fierro.

En su sangre alienta la tradición fanfarrona y osada, pundonorosa y
altiva de un hidalgüelo español del siglo XVI. No le falta ni siquiera
el punto necesario de petulancia, y con esto abarca el hispanismo de las
dos grandes centurias; frecuentemente habla y se conduce Martín Fierro
como un soldando andaluz que ha guerreado en Flandes bajo el reinado de
Felipe IV.

El hispanismo, el andalucismo, el casticismo siglos XVI y XVII resalta
en Martín Fierro a lo largo de todo el poema; y eso es más notable y
guarda más interés, porque su autor Hernández no se propuso ni
remotamente lograr este efecto de hispanismo; él quiso hacer un poema de
pura esencia argentina, y siendo verdaderamente bien argentinos el
poema, los personajes y las acciones, al mismo tiempo resultan
fundamentalmente españoles.

Es muy difícil que en otra raza cualquiera el héroe del poema,
convertido en narrador de sus hazañas, tome una actitud de reto y
provocación. Es verdad que Martín Fierro, al comenzar su relato, usa la
forma convencional y común a todas las epopeyas. Invoca, pues, a las
deidades divinas, prestadoras de inspiración:

      Pido a los santos del cielo
    que ayuden mi pensamiento;
    les pido en este momento
    que voy a cantar mi historia,
    me refresquen la memoria
    y aclaren mi entendimiento.

      Vengan santos milagrosos,
    vengan todos en mi ayuda,
    que la lengua se me añuda
    y se me turba la vista.
    Pido a mi Dios que me asista
    en una ocasión tan ruda.

Está bien, y así hicieron todos los cultivadores de la épica. Pero antes
de todo, Martín Fierro estima necesario precisar su actitud de jaque,
inasequible al miedo y al deshonor:

      Mas ande otro criollo pasa,
    Martín Fierro ha de pasar.
    Nada le hace recular,
    ni las fantasmas lo espantan.
    Y dende que todos cantan,
    yo también quiero cantar.

      Con la guitarra en la mano
    ni las moscas se me arriman;
    naides me pone el pie encima,
    y cuando el pecho se entona
    hago gemir a la prima
    y llorar a la bordona.

      Yo soy toro en mi rodeo
    y torazo en rodeo ajeno;
    siempre me tuve por güeno,
    y si me quieren probar,
    salgan otros a cantar
    y veremos quién es menos.

      No me hago al lao de la güella
    aunque vengan degollando;
    con los blandos yo soy blando
    y soy duro con los duros,
    y ninguno en un apuro
    me ha visto andar turtubiando[16].

      En el peligro, ¡qué Cristos!,
    el corazón se me ensancha,
    pues toda la tierra es cancha[17],
    y de esto naides se asombre;
    el que se tiene por hombre
    ande quiera hace pata ancha.

      Soy gaucho, y entiendanló[18]
    como mi lengua lo explica,
    para mí la tierra es chica
    y pudiera ser mayor...

Yo no creo que en la literatura española abunden los pasajes
representativos y característicos, positivamente raciales, en que se
expresen, como en estos versos del _Martín Fierro_, la ilustre y sincera
valentonería, la altivez quisquillosa, el punto de honor y la obsesión
de la negra honrilla. Si el carácter histórico español ha sido
considerado por los extranjeros como una exaltada soberbia y como un
sentimiento en cierto modo místico del honor a lo hidalgo, las palabras
fuertes y decididas que pronuncia el héroe Martín Fierro desde el
principio son las más representativas y terminantes. El lector español
se resiste a creer que esas palabras no hayan sido dichas por un
habitante de la propia España. Pero mirando bien, el caso ya no nos
parece insólito. Debe recordarse que en el siglo XVI pasaron a América
ejemplares auténticos, firmes y sellados de la raíz española; y en el
trasplante al otro lado del Atlántico, aquellos españoles se llevaron
todo cuanto en ellos era esencial, lo mismo de bueno que de malo. Y
aparte unos pocos aspectos de la naturaleza que disienten, todo es en el
_Martín Fierro_ perfectamente, y acaso mejoradamente español.

Tiene, por ejemplo, una soberbia xenofobia y un ingenuo desdén para el
extranjero, o sea el _gringo_[19]. Y cuando los conducen a la fuerza en
calidad de soldados, Martín Fierro se permite hacer consideraciones
graves y pintorescas a propósito de los intrusos que inundan la Pampa.

      Yo no sé por qué el Gobierno
    nos manda aquí a la frontera
    gringada que ni siquiera
    se sabe atracar a un pingo.
    ¡Si creerá al mandar un gringo
    que nos manda alguna fiera!

      No hacen más que dar trabajo,
    pues no saben ni ensillar;
    no sirven ni pa carniar[20].
    Y yo he visto muchas veces
    que ni voltiadas[21] las reses
    se les querían arrimar.

      Cuando llueve se acoquinan
    como perro que oye truenos.
    Qué diablos, sólo son güenos
    pa vivir entre maricas.
    Y nunca se andan con chicas
    para alzar ponchos ajenos.

El gaucho castizo siente un desdén varonil por los inmigrantes
sedentarios, por los europeos borreguiles, gregarios, que la excesiva
civilización hubo de ablandar. El gaucho, como el español, es un hombre
sobrio; tiene a menos la glotonería, desdeña el regalo, y considera que
ser masculino equivale a ser duro, independiente, valeroso, estoico. En
suma, tiene la moral de los pueblos guerreros, y el gaucho, realmente,
estaba en constante pie de guerra ante la inminencia de los indios
saqueadores. Por otra parte, el gaucho era hijo de padre español. No se
le pida, pues, ni voluptuosidad ni glotonerías. Come carne asada y
galleta dura, bebe la infusión del mate, y como vicio tiene la ginebra y
el cigarro. Si le falta ginebra y tabaco, sufre sin quejarse. Aunque le
falte comida, callará dignamente, como un guerrero o un estoico. Desea
el lujo, es verdad, pero un lujo personal consistente en arreos de plata
para el caballo y bordados calzoncillos para él, cuyos flecos cuelguen
bonitamente por debajo del chiripá o calzón holgado. ¡Ya se comprenderá,
entonces, que los estadistas y reformadores argentinos tuvieran al
gaucho por un elemento inútil para la civilización! Y así ha sido que en
la Argentina, durante mucho tiempo, ciertas generaciones de impacientes
reformistas procuraron anular, aniquilar en cierto modo al gaucho, como
se hizo despiadadamente con el indio, sustituyéndolo por el inmigrante
europeo, ese individuo sedentario y blanducho que Martín Fierro execra
tanto, sin duda porque presiente que al último necesitarán los gauchos
ceder la tierra a los gringos... En los últimos tiempos empiezan a
reaccionar los intelectuales más distinguidos frente a esa desmesurada
importación de formas y esencias extrañas, pues ven que por querer
realizar una gran nación a toda costa, el país se les aumenta
efectivamente, pero la patria íntegra y tradicional se les disminuye.

El gaucho Martín Fierro representa, en este sentido, el grito de noble
protesta de una patria y de una civilización que no saben resistir, sino
alejarse decorosa y orgullosamente. ¡Que irrumpa el gringo blandullón y
plebeyo! ¡Que cuente sus monedas, que se afane por vivir a lo burgués y
a lo civilizado! El gaucho, encarnado en la persona de Martín Fierro,
está hecho para otras empresas

      Yo abriré con mi cuchillo
    el camino pa seguir...

He ahí, pues, un _pionner_ esforzado, épico, novelesco; supo abrir
camino a la civilización, y llevar la cultura europea, todo lo
rudimentaria que fuese, a los remotos extremos del desierto. Pero fué un
_pionner_ a la española, y por tanto estaba imbuído del espíritu heroico
y de cierta noble arbitrariedad quijotesca. El otro _pionner_, el gringo
codicioso, glotón y sedentario, es quien ha vencido al fin y se ha
quedado dueño de la tierra.



CAPÍTULO IV

EL ESCENARIO DE MARTÍN FIERRO

_EVOCACIÓN QUIJOTESCA_


Alguna vez me ha ocurrido terminar la velada sobre una página del
_Martín Fierro_; y al día siguiente, en una mañana limpia y luminosa, he
ido a mirar, desde la trasera del parque del Retiro, la sublime
inmensidad de la llanura castellana. Entonces, espontáneamente, mis
labios han repetido los versos del _gaucho andante_, cuando pinta a su
modo la naturaleza de aquella otra llanura, tendida entre los Andes y el
Atlántico:

      “Todo es cielo y horizonte
    en inmenso campo verde.
    ¡Pobre de aquel que se pierde
    o que su rumbo estravea!
    Si alguien cruzarlo desea
    este consejo recuerde:

      Marque su rumbo de día
    con toda felicidá;
    marche con puntualidá
    siguiéndolo con fijeza,
    y si duerme, la cabeza
    ponga para el lao que va...”

Estos consejos que brinda el gaucho Martín Fierro a los viandantes de la
Pampa no son imprescindibles en la llanura de Castilla; las carreteras
rayan aquí la inmensa planicie, y la torre de un pueblo asoma de cuando
en cuando al borde del horizonte; el peligro de extraviarse no existe.
Pero entre Castilla y la Pampa hay de común la soledad, y una especie de
sentimiento o angustia del infinito.

De todas suertes, en la Europa occidental ningún otro paisaje se asemeja
tanto a la Pampa como la llanura de Castilla.

      “Todo es cielo y horizonte
    en inmenso campo verde.”

En efecto, desde cualquier extremo de Madrid pueden contemplar los ojos
esa inmensidad de cielo, horizonte y campo vacío de que habla el poeta
criollo. Por la primavera, cuando verdean las primicias del trigo, los
llanos manchegos reproducen aproximadamente una imagen de aquellos otros
llanos platenses, rasos y monótonos, sublimes en su religiosa
inmensidad. Lo mismo que la planicie argentina, esta llanura castellana
está invitando al hombre a las ilimitadas correrías aventureras. Y es
ahí, efectivamente, sobre esas tierras infinitas de lejano horizonte,
por donde cabalgaron los guerreros de la Reconquista, persiguiendo el
rastro de las huestes sarracenas; y es ahí también donde erraba el iluso
Don Quijote, tras la huella de sus quimeras geniales.

En la otra llanura hermana y paralela, por los llanos argentinos, el sol
americano vió alguna vez a los conquistadores, hijos directos de los
soldados de la Reconquista cristiana. Y si no andaba por allá el propio
Don Quijote, se veía cuando menos a su pariente. ¿No es el propio Martín
Fierro, gaucho alzado y libre, una aproximada imagen quijotesca?...

Conviene realizar todo género de salvedades, y no conceder a las cosas
un valor desmesurado. Pero siempre que hayamos investido a Don Quijote
de toda su inabordable sublimidad, podremos ceder al gaucho Martín
Fierro una cierta aura quijotil, un modo de parecido quijotesco. Acaso
el gaucho Martín Fierro parecerá un Quijote plebeyo, humilde, tosco, un
Quijote analfabeto y de pulpería; pero cuantas veces releo el poema de
José Hernández, sin querer me acuerdo del libro de Cervantes.

La similitud no estriba en el valor literario, puesto que, como calidad
y mérito, son dos obras que no pueden compararse. Existe, sin embargo,
una relación en el tono, y especialmente en el aire de vagabundaje y
andantería aventurera. La vida libre, el impulso errante, el abandono de
la propia personalidad al azar del destino, el confiarse a una especie
de fatalismo integral, así como el culto del caballo y de la fuerza del
acero; todo esto, tan español del siglo XVI, está palpable y continuo en
el poema del Martín Fierro.

Véase cualquier pasaje; la raza antigua habla en estos versos:

      “Allí pasaron la noche
    a la luz de las estrellas,
    porque ese es un cortinao
    que lo halla uno dondequiera,
    y el gaucho sabe arreglarse
    como ninguno se arregla.

      El colchón son las caronas,
    el lomillo es cabecera,
    el cojinillo es blandura,
    y con el poncho o la jerga
    para salvar del rocío
    se cubre hasta la cabeza.

      Tiene su cuchillo al lado,
    pues la precaución es buena;
    freno y rebenque a la mano,
    y teniendo el pingo cerca...”

Esta es la forma, sin duda, que usaba Don Quijote para pasar las veladas
cuando la fuerza del sino le alejaba de algún mesón confortable. “A la
luz de las estrellas” es como al hidalgo manchego le placía recostar la
frente sobre la almohada de sus sueños. Y bajo el palio del firmamento
estrellado, como en la Pampa se reúnen junto al _fogón_ los gauchos, más
de una vez solía Don Quijote hacer sus pláticas místico-caballerescas, a
propósito, por ejemplo, de la “edad de oro”, mientras los pastores de
Sierra Morena, oyéndole respetuosos, engullían la sabrosa cena y
apuraban, en vez del mate criollo, el ardiente vino manchego.

Martín Fierro, por tanto, es un personaje literario que cae de lleno en
la tradición española. Si le falta talla para acercarse mucho al héroe
de Cervantes, merece ser considerado cuando menos como un Quijote
disminuído. No es una caricatura de Don Quijote, ni una pretensión
francamente quijotesca; pero tiene el _aire_.

El Quijote, diríamos, de la Pampa, sufre la suerte de su origen. No ha
nacido hidalgo, ni tiene del todo limpia la sangre; viene un poco de
herejes, de indios cimarrones, y sabe poco o nada de libros, poemas y
caballeros. Rústico y primitivo, hijo directo de la Naturaleza y rozado
apenas por la blandura y el prestigio de la civilización, ¿cómo
exigiríamos a Martín Fierro que se comportase a todas horas como el
Caballero de la Triste Figura? Así, pues, en Martín Fierro se opera una
mezcla bizarra, y hay en él unas gotas de Don Quijote y un exceso de
Sancho Panza.

No está loco a la manera de Don Quijote; sólo consigue estar borracho
alguna vez. Entonces busca la pelea y es bravo como nadie; pero no lucha
por un ideal de nobleza y de justicia, sino por vulgares motivos de
taberna. No obstante, en su alma tosca de primitivo se esconde la virtud
esencial de los antepasados, y suele ocurrir que se lance a “desfacer
entuertos”, con una actitud propiamente quijotesca; como cuando salva a
la mujer cautiva de las garras del salvaje indio, y mata al infame
opresor en franca y descomunal pelea.

Es cierto que mata excesivamente. Carece de la espada del caballero, y
al acortarse su arma, queda reducida a puñal, y el puñal busca el
corazón más directamente.

He aquí el grito que le arranca a su conciencia el excesivo pecado:

      “Yo junté las osamentas,
    me hinqué y les rece un bendito;
    hice una cruz de un palito,
    y pedí a mi Dios clemente
    me perdonara el delito
    de haber muerto tanta gente.”

De estos amargos arrepentimientos estuvo libre Don Quijote, el cual no
hay noticia que produjese la muerte más que a unos cándidos y miserables
corderos.


_LA MADRUGADA EN LA PAMPA ARGENTINA_

Yo no podré olvidar nunca la primera visión de la Pampa y el
descubrimiento del primer _gaucho_ argentino. Fué durante un viaje largo
y monótono, abrumador, desde Buenos Aires a la frontera chilena. Todavía
ahora, a través de varios años, conserva mi alma fresco el recuerdo de
aquella emoción alboreal, noble y honda emoción de “plena naturaleza”.

Al apuntar la mañana, por la ventanilla del vagón sorprendí el
espectáculo anchuroso de la llanura, toda bañada de luz virginal. Era la
llanura de siempre, la eterna e invariable Pampa, madre de trigos
benéficos y de mugidores novillos, manchada alguna vez por el azul de
una laguna, donde los flamencos de pata encogida ocupábanse, cómicamente
apostados, en la caza de invisibles insectos.

Y cuando el sol asomó su faz indecisa, la llanura adquirió una gracia
juvenil que invitaba a la alegría y al entusiasmo, tal como el mar, con
toda su simplicidad y monotonía, suele conmovernos hasta lo más hondo.

Era un mar en sosiego lo que se tendía a mis ojos. Un mar sin
complicación, una naturaleza simple, primaria. No había colinas que
vinieran a involucrar la línea del horizonte, ni montañas que alterasen
con sus crestas sinuosas la serenidad del paisaje; tampoco se veían
árboles, ni arroyos, ni menos poblaciones. Parecía que el mundo aquel
acabara de surgir, milagrosamente, todo nuevo, todo fresco, lleno de
inocencia, de la mente del Creador, a la manera que nos cuentan las
páginas bíblicas.

Y en aquella cándida vastedad de tierra verdeante, el tren marchaba
veloz, como si él mismo, producto de la más complicada civilización, se
sintiera maravillado de correr por un mundo que acababa de surgir a la
vida. A lo lejos, como un punto vago, insinuábase una mancha incierta,
tal vez una choza, acaso dos sauces melancólicos. El tren avanzó
vertiginoso, y la cabaña, con sus dos arbolitos, se pronunciaron
claramente a mi vista. Una cabaña bien somera, por lo demás. Su
arquitecto no tuvo que macerar mucho la mente para imaginarla y
construirla. Componíase de cuatro maderas y un techo de paja. Era una
cabaña ingenua, hecho según un plano universal. La misma cabaña del
hombre lacustre o del indígena polinesio. Cuatro maderas puestas de pie
y un techo pajizo. Y los dos sauces, nada frondosos, encorvaban sus
ramas languidecientes sobre la choza, con un amor filial lleno de
respeto.

Un hombre a caballo salió de entre los sauces. En la frescura matinal,
el hombre aquél cabalgaba con una hidalga prosopopeya, sin apurarse,
reposadamente, como quien no siente el acicate de ninguna actividad
perentoria. Iba tieso sobre su caballo, noblemente erguido, con rumbo a
la inmensidad. Por un momento le distrajo el tren; pero volvió la vista
luego, ajeno a la loca carrera del convoy mecánico. Parecía un ser ideal
que marchaba a sumergirse en el infinito de luz y en el otro infinito de
la llanura. Y, a pesar del vacío y de la soledad del sitio, aquel hombre
que cabalgaba noblemente, sin prisa ni afán de ninguna clase, daba la
impresión de una felicidad plena, redonda y definitiva. Sino fuera por
el jactancioso ruido del tren, oiríanse, de seguro, las voces de su
canto. No se concebía a aquel hombre en aquella hora sino cantando.

Reía entre tanto la naturaleza, y cada nimio detalle del paisaje se
revestía de una íntima belleza. En el paisaje aquel, tan simple y
sobrio, faltaban los elementos teatrales y decorativos. Pero había un
amable encanto en la hierba matizada de rocío, en la lechuza que se
posaba sobre un poste y abría sus curiosas y atónitas pupilas
circulares, en las ovejas que pastaban, en el desbande de las aves
azoradas, en la cómica expectación de los novillos ante el paso ruidoso
del tren. Y, sobre todo, en la luz purísima que inundaba la llanura,
aquella infinita llanura que se abría delante de la imaginación como un
concepto casi metafísico de la libertad y de lo inconmensurable.

Y yo pensé: ¿Somos más felices los hombres porque amontonemos mayor
número de útiles, de necesidades y de ideas? Aquel rancho[22] perdido en
la llanura, aquellos dos sauces, el fogón encendido, la mujer que se
queda amamantando a su criatura y el hombre que sale a cabalgar serena y
noblemente, ¿no representaban la suma de las cosas y de las emociones
que requiere un hombre para sentirse bien dentro del universo y cara a
la vida? En aquella cabaña se habían reducido las necesidades hasta el
mínimo. Siendo tan pocas las exigencias, el alma, en aquella parquedad
de apetitos, debía pensar que el mundo era aún demasiado pródigo. Era la
antítesis de la gran metrópoli, de la ciudad insaciable y codiciosa, de
la urbe consumida por las pasiones. La ciudad no se satisfacía nunca.
Anhelaba siempre más, nuevas formas de placer y de molicie. Las grandes
fábricas gemían continuamente para producir los útiles, tan caros a la
civilización; los hombres de ciencia alargaban sus vigilias para
sorprender una nueva invención; y corrían los barcos y los trenes,
acarreando cosas aptas para la molicie del hombre, y las calles se
llenaban de fiebre, los Bancos multiplicaban sus negocios, el mundo
entero vibraba al conjuro del universal anhelo. Todo para que unos
hombres pudieran usar cosas agradables, y todo para que la vida se
llenase de complicación. Lujo, vanidad, automóviles, timbres eléctricos,
ascensores, teléfonos, bebidas heladas, salsas, especies, vinos
espumantes, vestidos de seda, sombreros increíbles. Para satisfacer
estas necesidades artificiosas, el mundo llenábase de inquietudes,
estallaban las guerras, morían los miserables en los rincones.

En ese rancho perdido en mitad de la llanura ¿qué faltaba? La vida no
reclamaba sino tres o cuatro casos simples: un pedazo de carne asada,
una infusión de “mate”, y, como lujo, una galleta dura. Quizá un poco de
tabaco para las horas de reposo. Y en los días de fiesta, un trago de
ginebra. Para dormir, el sagrado suelo. Y en las noches tibias, tener
como techumbre el cielo, empavesado de estrellas.

He ahí una razón fundamental: la vida conquistada a bajo precio. Pero la
otra razón, la que se apoya sobre los intereses eternos, colectivos,
universales, arguye que ese plan de vida es ruinoso, y que al
simplificar las necesidades, reduciendo el radio de nuestros deseos, la
civilización corre apuro de malograrse. La civilización es un algo
supremo, inasequible, imponderable como el mismo Dios. Todos venimos a
ofrecernos como servidores de ese fetiche insaciable, y sudamos,
padecemos, morimos entre estertores de codicia, de vanidad o de
ambición, a la mayor gloria del progreso. Se nos dice que es humillante
desertar de nuestro puesto. Y efectivamente cumplimos con nuestro deber.

Por mi parte, yo siento en muchas ocasiones una fuerte intención de
desertar. Siempre que me sitúo enfrente de la naturaleza libre, ingenua
y pictórica, me asalta el mismo prurito de renunciar a mi corteza
urbana, quitarme el uniforme de civilizado, traicionar a la obra del
progreso y convertirme en un hombre sencillo.

He pensado seriamente en llegar a poder vivir así, como aquel paisano
que a lomo de su potro tordillo salía cantando de mañana por lo ancho de
la llanura. Renunciar a los numerosos detalles de la civilización,
despreciar la vestidura del placer, la apariencia sonora de la dicha, a
cambio de la verdadera felicidad. Reconciliarse con la salud, auténtica
madre de la alegría. Ejercitar las funciones corporales con una segura
amplitud. Sentir la plena conciencia de la normalidad del ser. Dormir
sin achaques, de un largo y robusto tirón. Cabalgar, vencer las
dificultades que se oponen al músculo, sudar, beber agua sana a grandes
tragos. Respirar el viento sin temor, y agradecerlo más aún cuanto más
frío. Ofrecerse al sol sin veladuras ni encogimientos. Recibir el golpe
de la lluvia como una caricia. Curtirse la piel, tensa como un pandero.
Ver acostarse el sol, sin miedo al mañana. Levantarse con el alba y
agradecer con todas las fuerzas del cándido espíritu la gracia de poder
vivir un nuevo día...



CAPÍTULO V

EL AMOR Y LA QUEJA


Por las páginas del _Martín Fierro_ corre constantemente un aura de
queja y de reproche melancólico, y esto da al poema cierta monotonía,
como de cancionero andaluz. Entre el gaucho y el andaluz existen
coincidencias de tono y de sentimientos tan marcadas, que otra vez me
veré inclinado a insistir sobre el paralelismo de dos pueblos que el
Atlántico separa, pero que el origen y el concepto de la vida mantienen
siempre unidos.

La queja del gaucho Martín Fierro va dirigida en dos direcciones: el
abuso social y los males del amor. En el fondo, sin duda, lo que el
poeta Hernández se propuso fué una patética e indignada recusación de
los móviles ciudadanos, y del plan abusivo de las ciudades costeñas,
como Buenos Aires, que henchidas de elementos inmigrantes, poseídas de
un torvo espíritu de presa y con una despiadada prisa por el éxito y por
la civilización a ultranza, arremetían contra el gaucho, lo hallaban
reacio, lo oprimían y lo expulsaban, arbitraria y brutalmente, de la
tierra y del usufructo del país. De modo que el poema del _Martín
Fierro_ viene a ser una protesta de la tradición, del argentinismo, de
la argentinidad histórica, y en efecto marca la línea que divide las dos
épocas: una puramente criolla, con sus luchas políticas, sus violencias
y también su generosidad romántica e idealista, su apasionamiento noble;
la otra época corresponde al moderno contenido social, en que se ha
levantado una nación ágil y ambiciosa, llena de arrivismos y de
irreverencias, confuso vientre donde pululan todos los extranjerismos.

Esta defensa del gaucho oprimido y esquilmado forma el motivo del poema.
Pero la queja hubiera saltado de cualquier modo, porque la raíz del
criollismo pampeano consiste en un acatamiento a la ley de fatalidad, y
en una profunda e instintiva comprensión del duro e insuperable destino.
El criollo es fatalista como un andaluz; la parte de semitismo que
heredara de sus abuelos, se ve todavía corroborada por el fatalismo de
las razas indias. Sobre la negrura de su fatalismo, igual que en el alma
andaluza; el criollo vierte, a manera de relámpagos, sus chistes y
donosidades, su graciosa socarronería.

Las estrofas del _Martín Fierro_, por tanto, recuerdan directamente las
coplas andaluzas de la malagueña. Al comenzar un episodio, en cualquier
intervalo de su narración, Martín Fierro lanza al aire libre de la
llanura solitaria su queja, que es como una reconvención al destino.

      Triste suena mi guitarra,
    y el asunto lo requiere;
    ninguno alegrías espere
    sino sentidos lamentos,
    de aquel que en duros tormentos
    nace, crece, vive y muere.

Los últimos versos de esta estrofa recuerdan inmediatamente a nuestro
Segismundo de “La vida es sueño”. En el poema de Hernández hay otras
varias referencias a libros españoles, que iremos anotando después; el
_Quijote_ está patente en el _Martín Fierro_, y la obsesión de
Espronceda obsérvase igualmente a lo largo del poema criollo. Los
consejos que da el viejo Vizcacha a un hijo de Fierro, son eco demasiado
patente de las advertencias que el presidiario hace al héroe de _El
Diablo Mundo_.

La queja del gaucho se parece a la del andaluz; pero si en la copla
andaluza palpita frecuentemente la indignación, la violencia o el
arrebato pasional, en la estrofa criolla vaga un no sé qué de resignado
y suave. Rara vez suena la copla criolla a maldición y a rebeldía, como
en el canto andaluz; el gaucho gime con un tono más pasivo, más rendido
y caballeresco; hace, frente al desdén de su dama, no como el enamorado
andaluz, sino como el enamorado gallego o el galán provenzal.

Yo me atrevo a reproducir, dándole un valor totalmente representativo
del carácter sentimental criollo, esta _vidalita_, muy popular en las
tierras del Plata:

    Palomita blanca,
        vidalitá,
    la que yo crié;
    salió tan ingrata,
        vidalitá,
    que voló y se fué...

Toma aquí el sentimiento de un pueblo la expresión más resignada, triste
y vagorosa. Apenas si el enamorado osa protestar. Es como si admitiera
la ley del destino que convierte a la mujer en cosa deseable, frágil,
bella, fácilmente desvanecible. Admite la fatalidad, y como buen
fatalista no incurre en la inútil propensión a la ira y los desesperados
ultrajes.

Se siente, pues, el gaucho obligado a una actitud de compostura frente
al desvío inevitable de la mujer. Y toma la postura del lamento según la
buena tradición romántica y caballeresca del galán desgraciado; se
refugia, pues, en la queja transcendental, en el suspiro y en el culto
ácido de la ausencia. La ausencia, como tema de erotismo desgraciado,
llena el fondo del cancionero popular argentino.

La copla andaluza exclama:

      Entre Córdoba y Lucena
    hay una laguna clara
    donde lloraba mis penas
    cuando de tí me acordaba.

Pero aun aquí resalta o se entrevé la esperanza de recuperar el amor
malogrado, o se presiente la secreta ira del amador que podrá acaso
alguna vez ejercitar su derecho a la venganza. El defraudado galán
criollo se contenta con gemir:

      Palomita blanca,
    remonta tu vuelo,
    y al bien que yo adoro
    dile que me muero...

También Martín Fierro colabora en esta propensión a la queja dulce y al
dolor de la ausencia. Azuzado por la justicia, pobre y errante, necesita
poner su memoria en la dama de sus pensamientos y canta:

      Es triste dejar sus pagos
    y largarse a tierra ajena,
    llevándose el alma llena
    de tormentos y dolores;
    mas nos llevan los rigores
    como el pampero[23] a la arena.

      Cuántas veces al cruzar
    en esa inmensa llanura,
    al verse en tal desventura
    y tan lejos de los suyos,
    se tira uno entre los yuyos[24]
    a llorar con amargura.

      En la orilla de un arroyo
    solitario lo pasaba,
    en mil cosas cavilaba,
    y a una güelta repentina
    se me hacía ver a mi china
    o escuchar que me llamaba.

Nada más justificado que el lamento criollo y ese tópico criollo de la
ausencia. Es una melancolía que llamaríamos territorial, topográfica. Y
ciertamente, si el gaucho encuentra algunas ocasiones de felicidad, su
posición en el mundo le hace apto para la melancolía.

No es que sea sombrío, ni que le falte lo esencial a la vida; en los
buenos tiempos de Martín Fierro, y aún ahora generalmente, el
_paisano_[25] dispone de un caballo en que trotar, el amor lo encuentra
fácil, un cobertizo y un poncho le son suficientes para cubrirse, y la
carne, base casi única de su alimentación, la cobra sin ninguna
dificultad. El trabajo es fácil también. Detesta el manejo de la azada y
no gusta el oficio de labrador, que abandona a los gringos; pero es
insuperable caballista, cuida como nadie de los ganados, sabe esquilar
ovejas y domar potros y herrar lindamente, y es inapreciable,
insustituible, en una _estancia_[26]. Bebe, rasguea su guitarra, canta
por lo fino. Gallardea en las fiestas, y sobre su dócil caballo, a la
madrugada, tendido al galope y con el lazo revoleado diestramente en
medio de la manada cerril, siente sin duda el robusto goce de la vida
plena, libre y masculina.

Pero delante de sus ojos, ¡cómo es de igual y plana la llanura! He allí
un mar de hierba, monótono e inexorable como el Océano. Vagamente llega
al alma una tristeza que no es la del marino, porque el marino _va_, y
el gaucho no saldrá nunca de su profunda soledad. El jinete se endereza
sobre su corcel, y no columbra nada a lo lejos, ni un pueblo, ni una
roca, ni un campanario; acaso una cabaña, sombreada por un sauce llorón,
o un _ombú_[27], el solitario árbol de la Pampa que no forma nunca
bosque. Sólo el blanquear de las ovejas, y el mugido de los toros
errantes y apaciguados. Un amanecer de oro, un mediodía azul, un
crepúsculo lleno de nostalgias. El cielo y la llanura, tan anchos, tan
infinitos, concluyen por parecer muros de limitación... Sólo el viento
pampero, de largo en largo, brota súbito como del mismo seno de la
llanura y hace estremecer los pajonales y retumba siniestra y
poderosamente en la infinita soledad del desierto.



CAPÍTULO VI

EL CUCHILLO DEL GAUCHO


Por entre los versos del _Martín Fierro_ brilla con frecuencia el
cuchillo de nuestro gaucho errante, y con esa arma compañera se consuman
hazañas increíbles, como el resistir en pleno campo abierto a un pelotón
de soldados policiales.

Viajando una vez por la provincia de Entre Ríos, cuyo paisaje algo seco
y surcado de pelados oteros recuerda bastante al campo de Castilla,
sorprendí un hombre a caballo, verdadera imagen del romancesco tipo del
gaucho. Ya no vestía _chiripá_, pero en su defecto portaba unos
anchísimos calzones bombachos, y sobre la erguida cabeza llevaba un
sombrero afieltrado, con masculino y coquetón talante. Al girar de
espaldas, mostró en el cinto, por la parte de los riñones, cruzado un
largo cuchillo de punta sutil. Mientras el tren arrancaba con enfática
carrera, el hombre del caballo y del cuchillo se internó serenamente en
la llanura, bien tieso en su silla nacional, impasible y orgulloso, como
una página del pasado que se vuelve y huye...

He nombrado el cuchillo, y la palabra no es justa del todo. El cuchillo
o _facón_ gauchesco era más bien una espada. Sus dimensiones tenían una
prudente medida, y si era demasiado largo para cuchillo, quedaba algo
corto para llegar a espada. El gaucho no podía llevar una espada al
cinto, como un soldado de caballería; su manera violenta y continua de
cabalgar, y su deseo de no separarse nunca del arma fiel, le obligó a
cortar la espada del caballero o del hidalgo. La cruzó en la cintura, la
sujetó a su cuerpo, y así logró convertirla en algo indivisible con su
persona.

Al referirme al cuchillo del gaucho hablo en pretérito, porque el arma
nacional de los ríoplatenses va desapareciendo, y sólo es usado tal vez
en las comarcas desviadas. El europeo ha traído el uso del revólver,
arma fácil y expedita que no requiere una maniobra tan complicada como
aquel acero filoso, únicamente eficaz cuando la mano, la vista y el
corazón del gaucho lo esgrimía en los imponentes _entreveros_[28].

Tampoco podía el europeo desenvolverse en el seno de la Naturaleza,
desafiarla y vencerla como el gaucho. Este hombre primitivo contaba
solamente con su voluntad y sus iniciativas. Situado en mitad del
desierto, se buscaba un camino, se orientaba por las huellas sutiles de
la luz o del color y sabor de las hierbas, y nada quedaba para él sin
expresión, desde el vuelo de las aves hasta el mugido de las bestias
errabundas. Poco debía contar con la justicia ni con los poderes
constituidos; en último caso fiaba a su acero la defensa de su familia y
de su prestigio personal. El europeo, debilitado por la civilización,
procura reconciliarse con la Naturaleza, y al reñir contra ella no
marcha de frente, sino que la soslaya, y pone por medio la mecánica de
la industria y la otra mecánica de las leyes colectivas.

Un pueblo entero, libre y robusto, usaba hasta ayer mismo la espada del
caballero o del hidalgo, como hace dos o tres siglos la usaban en Europa
las gentes nobles. No se olvide que la espada significa libertad, aunque
las mentes un poco aturdidas por la democracia tomen esto por una
blasfemia. La espada no ha sido nunca negocio de esclavos, porque
implica el sentido de la mayor independencia personal. La espada hace
sagrado el concepto de la personalidad, y un hombre que la lleva al
cinto está significando a todos los otros hombres que su independencia
personal comienza desde la misma punta de su espada. Los caballeros del
siglo XVI, llevando todos el signo acerado y mortífero de la libertad,
por imposición natural interponían entre ellos la virtud más deseable y
democrática: el respeto mutuo.

Así Pizarro, detenido en la isla del Gallo por las suspicacias de
algunos compañeros, cuando quiso arrastrar su gente a la gran aventura
de conquistar el Perú no osó proferir gritos y órdenes de mando, sino
que sacó la espada, rayó la tierra con un brusco ademán y empezó:
¡Señores...!

Aquellos hidalgos trajeron la espada a la llanura ríoplatense, y el
gaucho, pobre y errante como su progenitor, lleno de sus mismos
prejuicios, reacio a la industria, atento al honor y a la libertad más
que al ahorro, fué un testamentario y un continuador en América de la
tradición castellana. Cuando en la tierra originaria no quedaron
hidalgos de espada al cinto, en la Pampa vivía el gaucho una vida
hidalguesca, con su caballo y su daga, su puntillo de honor y su
aventura.

No; no era para todos el manejo de la daga gauchesca. Nada tan
complicado como su esgrima, ni nada tan terrible como un hombre de
aquellos cuando enrollaba al brazo el poncho, se quitaba las grandes
espuelas y hacía brillar la hoja del cuchillo. A veces las pendencias
duraban mucho tiempo, y el sudor bañaba los rostros que la ira hacía
enrojecer. Los circunstantes formaban en círculo, y a nadie se le
ocurría que podía intervenir en aquel torneo legal y honroso. Juntos los
pies de ambos luchadores, casi abrazados los dos, hacían largo tiempo
culebrear los aceros, parándose los tajos con el poncho, ladeándose,
evitándose como ágiles reptiles. Un _chirle_ en la cara era golpe muy
apreciado, y a veces bastaba la herida del rostro para lavar una ofensa.
Pero los verdaderamente bravos no se contentaban con tan poco. Martín
Fierro era hábil en hundir el cuchillo hasta la empuñadura.

      Yo tenía un facón con S[29]
    que era de lima de acero;
    le hice un tiro, lo quitó
    y vino ciego el moreno.

      Y en el medio de las aspas
    un planazo le asenté,
    que lo largué culebriando
    lo mesmo que buscapié.

      Le coloriaron las motas
    con la sangre de la herida,
    y volvió a venir furioso
    como una tigra parida.

      _Y ya me hizo relumbrar
    por los ojos el cuchillo_,
    alcanzando por la punta
    a cortarme en un carrillo.

      Me hirvió la sangre en las venas
    y me le afirmé al moreno,
    dándole de punta y hacha
    pa dejar un diablo menos.

      Por fin en una topada
    en el cuchillo lo alcé,
    y como un saco de güesos
    contra un cerco lo largué...

Acabada la riña, Martín Fierro atraviesa por entre los silenciosos
espectadores sin volver la mirada, convencido de que nadie habrá de
poner una objeción a su terrible y lógico comportamiento.

      Limpié el facón en los pastos,
    desaté mi redomón,
    monté despacio, y salí
    al tranco pa el cañadón...

En otro capítulo se verá la forma de pelea y el sentido de la muerte del
gaucho.



CAPÍTULO VII

HAZAÑAS Y ENTREVEROS


EL uso consumado de la esgrima trae consigo una especie de culto de la
serenidad; el esgrimidor, por lo mismo que cuenta con su destreza y
quiere atestiguarla, se cuida mucho de mostrar una firme sangre fría al
momento de la pelea.

El gaucho hace esgrima desde que nace, y en su mano se convierte el
_facón_ en un prodigio. No le gusta, por tanto, combatir de un modo
brutal y torpe; estima grato rodear el trance del peligro con el adorno
de esas gracias marciales que consisten en jactanciosas actitudes,
ademanes despectivos y palabras hirientes. Desde los tiempos del padre
Homero, el hombre que fía su riesgo a la entereza de su mano y de su
espada ha sentido siempre el trágico placer de irritar, de encolerizar
al adversario, y demostrarle cuán poco terror alberga el pecho que se
prepara a combatir.

El gaucho es un buen hijo de español, y sufriría mucho si le privaran
del ácido y supremo placer de la jactancia varonil frente a la muerte.
Ha heredado del andaluz el culto del gesto y la graciosa arrogancia del
desplante masculino; antes de herir, se reserva el derecho de lanzar la
frase punzante y retadora. Sus riñas suelen tener un prefacio terrible,
emocionante, en que los contendientes se atacan con miradas y con
palabras frías, con frases de ambiguo sentido, con sonrisas que cortan.

Era natural que en un ambiente así apareciera el tipo del matón. Lo hubo
antes, y ahora mismo existe, sobre todo en los suburbios de las grandes
poblaciones. Llaman en Buenos Aires _orilleros_ (sin duda por ser
vecinos de las orillas urbanas) a unas gentes confusas, bastante
híbridas, formadas de todos los restos de población indígena y
forastera, con sedimentos criollos y mucha aportación italiana,
especialmente de las partes de Nápoles, Calabria y Sicilia. En esta
población circundante y procelosa surge con frecuencia el tipo del
_guapo_, del _chulo_, del _apache_, que en el lenguaje provincial del
país llaman _compadrito_. Antiguamente se titulaba _compadre_ a secas, y
la palabra ha dado origen a un verbo muy usado, _compadrear_, que
significa hacer el gallo, el guapo o el valentón; pero en la chulería
arrabalesca, allí como en los bajos fondos sociales europeos, el
valentón busca siempre la manera diminutiva o afeminada de mostrar su
terrible y repugnante masculinismo. El _compadre_, pues, se convierte en
_compadrito_, hombre pálido y cruel, apachesco, fríamente sanguinario,
portador del revólver o del cuchillo, espejuelo de las infelices y
deslumbradas mujeres, y diestro bailador de ese soez tango argentino
que, en efecto, los argentinos honrados nunca quisieron bailar, y en
Europa lo han bailado las atolondradas señoritas linajudas.

Del gaucho Martín Fierro no se puede decir que sea un _compadre_
militante. Obedece, sí, a la ley de su patria, y tomando un poco más de
ginebra se siente algo provocador y demasiadamente dicharachero. Por
soltar con exceso la lengua se ve obligado una vez a reñir con un negro,
al que tiene la desgracia de rajar el vientre. Son cosas de la
fatalidad, que hoy toca a uno y mañana nos escogerá a nosotros.
Efectivamente:

      Otra vez en un boliche
    estaba haciendo la tarde;
    cayó un gaucho que hacía alarde
    de guapo y de peliador.

      A la llegada metió
    el pingo hasta la ramada,
    y yo sin decirle nada
    me quedé en el mostrador.

      Era un terne de aquel pago
    que naides lo reprendía,
    que sus enriedos tenía
    con el señor Comendante.

      Y como era protegido
    andaba muy entonao,
    y a cualquiera desgraciao
    lo llevaba por delante.

      ¡Ah, pobre! ¡si él mismo creíba
    que la vida le sobraba!
    Ninguno diría que andaba
    aguaitándolo la muerte.

Sabe ya Martín Fierro, desde la aparición del _compadre_ en la pulpería,
que las cosas no podrán ir bien para todos. Antes de que estalle la
tormenta, el héroe hace unas cuantas reflexiones filosóficas,
seguramente no exentas de curiosidad.

      Pero ansí pasa en el mundo,
    es ansí la triste vida;
    pa todos está escondida
    la güena o la mala suerte...

Observad ahora la manera especial de desarrollarse una pendencia entre
gauchos:

      Se tiró al suelo al dentrar,
    le dió un empellón a un vasco,
    y me alargó un medio frasco
    diciendo: “Beba, cuñao.”
    “Por su hermana, contesté,
    que por la mía no hay cuidao.”

      “¡Ah, gaucho!,” me respondió,
    “¿de qué pago será crioyo?
    ¿Lo andará buscando el hoyo?
    ¿Deberá tener güen cuero?...
    Pero ande bala este toro
    no bala ningún ternero.”

      Y ya salimos trenzaos,
    porque el hombre no era lerdo;
    mas como el tino no pierdo
    y soy medio ligerón,
    le dejé mostrando el sebo
    de un revés con el facón.

Pero estas son riñas de uno contra uno, de forma caballeresca popular y
muy semejantes a las riñas de otros países. Donde se prueba el valor
del gaucho y la potencia de su cuchillo y de su esgrima, es en los
entreveros de uno contra muchos, o en la pelea contra un indio armado de
boleadoras.

      Me encontraba, como digo,
    en aquella soledá,
    entre tanta oscuridá
    echando al viento mis quejas,
    cuando el grito del chajá[30]
    me hizo parar[31] las orejas.

      Como lombriz me pegué
    al suelo para escuchar;
    pronto sentí retumbar
    las pisadas de los fletes[32],
    y que eran muchos jinetes
    conocí sin cavilar...

      Al punto me santigüé
    y eché de giñebra un taco;
    lo mesmito que el mataco[33]
    me arrollé con el porrón.
    “Si han de darme pa tabaco,
    dije, esta es güena ocasión.”

      Me refalé las espuelas
    para no peliar con grillos,
    me arremangué el calzoncillo
    y me ajusté bien la faja;
    y en una mata de paja
    probé el filo del cuchillo...

      _Yo quise hacerles saber
    que allí se hallaba un varón_;
    les conocí la intención
    y solamente por eso
    fué que les gané el tirón,
    sin aguardar voz de preso.

      “Vos[34] sos un gaucho matrero,”
    dijo uno, haciéndose el bueno.
    “Vos matastes un moreno
    y otro en una pulpería,
    y aquí está la polecía
    que quiere ajustar tus cuentas.
    Te va a alzar por las cuarenta
    si te resistís hoy día.”

      “No me vengan, contesté,
    con relación de difuntos;
    esos son otros asuntos;
    vean si me pueden llevar,
    que yo no me he de entregar
    _aunque vengan todos juntos_.”

      Pero no aguardaron más
    y se apiaron en montón.
    Como a perro cimarrón
    me rodiaron entre tantos.
    Yo me encomendé a los Santos
    y eché mano a mi facón...

¿No es cierto que nos figuramos leer un folletín de Alejandro Dumas o de
Fernández y González? Las estupendas luchas que nos describen las
novelas de capa y espada, podrán, y tienen de seguro muchas veces, una
parte importante de mentira. En nuestro caso no hay exageración, porque
los anales de la Pampa están llenos de empresas parecidas, y el honrado
José Hernández, además, rehuye siempre las narraciones hiperbólicas. El
gaucho Martín Fierro saca fuerzas de flaqueza, y aunque está solo en la
inmensidad, frente a varios hombres armados, sin más apoyo que su daga,
prefiere morir matando, y no que lo sacrifiquen miserablemente.

Para nuestra pasibilidad de hombres civilizados, urbanos y tímidos, la
actitud de un hombre luchando contra muchos nos resulta inverosímil.
Pero Martín Fierro no está precisamente solo. A nosotros nos serviría
para poco una daga punzante y un cuerpo más o menos dañado de
artritismo; en cambio Martín Fierro le saca a su facón imprevistas y
maravillosas aptitudes, y cada canto o punto de su daga es un resorte
poderosísimo. En cuanto a su cuerpo físico, él se estira y encoge como
la goma, salta o se soslaya, se acurruca o se acrecienta, se multiplica
verdaderamente. Y hay, además, la astucia.

Es así como un “hombre de guerra”, un guerrero de oficio, ha sido en la
Historia una cosa resistente y capaz de proezas increíbles. Los héroes
de Homero, por ejemplo, el Aquiles y el Agamenón y el Ayax, eran
completos y vigilantes esgrimidores que aterraban a sus enemigos. Cuando
leemos en los libros de Caballería que un solo guerrero combatía y
derrotaba a innúmeros adversarios, no todo cuanto nos cuentan es
mentira. Un guerrero antiguo, por virtud de la esgrima, del _oficio_ y
de la especial preparación del alma, valía por muchos hombres juntos. El
_gendarme_, el _lansquenete_, el _suizo_, y sobre todo el caballero
marcial a lo Rolando, Cid y Gonzalo de Córdoba, hicieron en mucho tiempo
imposible la formación de grandes y eficaces ejércitos anónimos,
democráticos, al estilo moderno.

Los enemigos de Martín Fierro traen, es verdad, alguna carabina; pero
aquellos pobres fusiles de pistón, sobra sin duda de los arsenales
europeos, no valen gran cosa.

      Y ya vide el fogonazo
    de un tiro de carabina;
    mas quiso la suerte indina
    de aquel maula, que me errase,
    y ahí no más lo levantase
    lo mesmo que una sardina...

      Era tanta la afición
    y la angurria[35] que tenían,
    que tuítos se me venían
    donde yo los esperaba;
    uno al otro se estorbaban
    y con las ganas no vían.

He aquí ahora que interviene la astucia, puesto que el guerrero ha de
ser listo en ardides:

      Dos de ellos que traiban sables,
    más garifos y resueltos,
    en las hilachas envueltos
    enfrente se me pararon,
    y a un tiempo me atropellaron
    lo mesmo que perros sueltos.

      Me fuí reculando en falso
    y el poncho adelante eché,
    _y cuando le puso el pie_
    uno medio chapetón[36],
    de pronto le dí el tirón
    y de espaldas lo largué...

      Pegué un brinco y entre todos
    sin miedo me entreveré.
    echo ovillo me quedé,
    y ya me cargó una yunta[37],
    y por el suelo la punta
    de mi facón les jugué.

      El más engolosinao
    se me apió con un hachazo;
    se lo quité con el brazo,
    de no, me mata los piojos;
    y antes de que diera un paso
    le eché tierra en los dos ojos.

      Y mientras se sacudía
    refregándose la vista,
    yo me le fuí como lista
    y ahí no más me le afirmé,
    diciéndole: “Dios te asista”,
    y de un revés lo voltié...

En fin, la feroz pelea de uno contra tantos acaba, o se precipita al
desenlace, cuando uno de los soldados, el sargento Cruz, se pasa al
campo de Martín Fierro, gritando aquella voz quijotesca:

    ...¡Cruz no consiente
    que se cometa el delito
    de matar ansí un valiente!



CAPÍTULO VIII

LOS INDIOS


Cuando un hombre se ponía fuera de la ley, quedábale antiguamente en la
Argentina el desesperado recurso de hacerse _gaucho matrero_, oficio
semejante al de nuestro histórico bandido de Sierra Morena. El _matrero_
se contentaba con robar ganado, que vendía a los falaces intermediarios,
y vagaba errante por la inmensidad de la llanura, libre y abierta
entonces.

Hoy la llanura se ve toda dividida y reglada por fuertes alambrados, que
si no impiden las raterías y los vagabundajes, dificultan mucho las
antiguas aventuras.

En aquellos tiempos le quedaba todavía otra solución al perseguido por
la ley: los indios en sus tolderías reservaban a veces un asilo a los
cristianos, en la esperanza de utilizarlos como rehenes o a título de
espías. Martín Fierro y el sargento Cruz se marcharon, pues, al país de
los indios _pampas_.

El poema del _Martín Fierro_, aunque no tiene más que cuarenta años de
fecha, guarda un valor inestimable porque describe cuadros y cosas que
ya desaparecieron de la Argentina. En aquel país nuevo, en constante
evolución, las cosas vienen y van con alucinante rapidez.

Este poema vulgar y sin pretensiones tiene, pues, una importancia grande
como documento vivo y veraz. Narra, por ejemplo, la vida de los indios,
cuando todavía vagaban los indios feroces y libres en los confines de la
misma provincia de Buenos Aires. Y los describe con tal detalle y con
tanta realidad, que nosotros, los lectores, podemos asistir a las
fiestas y las batallas de aquellos bárbaros, a quienes la civilización
no ha podido o no ha querido amansar. En estos momentos los indios
feroces, constante alarma de los poblados fronterizos, no existen ya
más. Todos han desaparecido.

Permanecen algunas tribus, es cierto, en los territorios meridionales de
la Patagonia y en la Tierra de Fuego. Pero son indios nada bravos,
entumecidos en su clima implacable, poco numerosos y cada día más
mermados ante el avance de la colonización. También existen núcleos de
indios salvajes en la zona tórrida del Norte de la República, y aunque
más numerosos que los del Sur y bastante crueles y rapaces, nunca forman
un grave peligro para la población laboriosa del país. Se sostienen en
el casi desierto territorio del Chaco y arman sus _tolderías_ en las
riberas del poco conocido Pilcomayo. Se valen de la pesca y la caza para
subsistir; a veces arrostran pequeños _malones_[38] o saqueos sobre los
colonos cristianos; otras veces acuden a trabajar por temporadas en los
_obrajes_[39], donde se cortan y preparan grandes cantidades de la
madera tintórea llamada _quebracho_. Los miserables indios reciben por
sus trabajos alguna suma, que invierten en armas y en alcohol; con
frecuencia son víctimas de la codicia de los capataces, y ellos se
vengan en brutales represalias.

Los verdaderos indios, los peligrosos y terribles, eran los _pampas_.
Antiguamente se llamaban _querandíes_, y ocupaban toda la zona llana de
la Argentina, esa infinita pradera verde, limpia de árboles. Los indios
del Uruguay, llamados _charrúas_, no eran menos valerosos y crueles.

Por su crueldad, su valor y su independencia, los indios pampeanos eran,
sin duda, de la misma condición y raza que los araucanos. Los primeros
conquistadores, cuando pretendieron establecerse en la desembocadura del
Plata, soportaron bien pronto los excesos de los indios. Los _charrúas_,
cerca de la actual Montevideo, asaltaron la expedición de Solís y la
deshicieron. El capitán Hurtado de Mendoza llegó a la Argentina con un
lucido ejército de nobles y buenos soldados, fundaron la ciudad de
Buenos Aires, y al poco tiempo, los indios _querandíes_ sitiaron la
ciudad, sembraron el hambre en la colonia, y, por último, con flechas
encendidas quemaron las casas de madera y paja y abrasaron las mismas
naves ancladas sobre la ribera. La expedición fracasó del todo, y hubo
de llegar más tarde con nueva gente el capitán Blasco de Garay a
reedificar las chozas y el castillo de Buenos Aires. Y desde entonces la
civilización ha tenido que bregar continuamente en la Argentina con los
fieros e irreductibles indios. Hasta que finalmente, bajo el gobierno
del general Roca, se acordó una _expedición al desierto_, y los indios,
implacablemente, fueron exterminados. Las mujeres y los niños que se
salvaron de la encerrona ingresaron, por adopción, en la masa de la
población civilizada.

Bárbaros y feroces, los indios de la Pampa necesitaron sufrir, en pleno
siglo XIX, igual suerte que los _pieles rojas_. La civilización tiene un
fondo de egoísmo inapelable; la civilización ambiciona nuevos
territorios, nuevas adquisiciones, y quien se resiste ha de desaparecer.
No hicieron otra cosa los españoles del descubrimiento y la conquista.
Además de la ambición adquisitiva, los españoles llevaron a América el
deber ambicioso de la Religión, de cuya carga estuvieron libres los
yanquis y los argentinos. Estos pedían al indio sus tierras feraces, sus
minas, sus ríos, y que no molestaran mucho a los colonos; cuando el
indio se negó, fué exterminado. En algún trozo de los Estados Unidos, a
manera de curiosidades etnográficas, quedan hoy unos pocos _pieles
rojas_; también en la Argentina restan unas docenas de indios _pampas_,
a quienes el Gobierno entrega, a título precario y sin carácter de
propiedad absoluta, unas tierras para pastorear.

Los españoles exigían a los indios la sumisión, el oro y las tierras. Si
los indios accedían, eran conservados bajo leyes humanas; entraban,
asimismo, en la comunidad carnal de los hombres blancos por medio del
matrimonio. Si se resistían al dominio del rey o de la Iglesia, eran
perseguidos y muertos. Después de largas luchas y persecuciones, los
indios podían aspirar a que los españoles les admitieran en el organismo
civil de los virreynatos. Es cierto que había las encomiendas y la
prestación personal del indio en el trabajo de las minas y la
agricultura; ¿pero hoy no existen los _obrajes_, el alcohol, las
persecuciones? ¿No se ha extirpado al indígena de la Nueva Zelandia en
nuestro propio tiempo?

Saquear y matar; he aquí el oficio de los indios _pampas_. Hacían
acometidas tumultuosas, que llamaban _malones_, y cayendo sobre los
poblados pacíficos, se llevaban lo que veían a mano: mujeres, niños,
comestibles, aperos, rebaños.

      Antes de aclarar el día
    empieza el indio a aturdir
    la pampa con su rugir,
    y en alguna madrugada,
    sin que sintiéramos nada,
    se largaban a invadir.

      Primero entierran las prendas
    en cuevas como peludos[40],
    y aquellos indios cerdudos,
    siempre llenos de recelos,
    en los caballos en pelos
    se vienen medio desnudos.

      Para pegar el malón
    el mejor flete procuran,
    y como es su arma segura
    vienen con la lanza sola,
    y varios pares de bolas
    atados a la cintura...

      Se vuelve aquello un incendio
    más feo que la mesma guerra;
    entre una nube de tierra
    se hace allí una mescolanza
    de potros, indios y lanzas,
    con alaridos que aterran...

      Y aquella voz de uno solo,
    que empieza con un gruñido,
    llega hasta a ser alarido
    de toda la muchedumbre.
    Y ansí adquieren la costumbre
    de pegar esos bramidos.

El gaucho Martín Fierro no conserva buena memoria de los indios. No les
concede ninguna cualidad. Su pintura, en fin, es perfectamente contraria
a aquel _hombre de la Naturaleza_ que inventara Rousseau y que estuviera
en moda hasta acabar el imperio del romanticismo. Nuestro fantástico
padre Las Casas, el bueno de Bernardino de Saint Pierre y el mismo
Chateaubriand, palidecerían de rubor ante este retrato del indio
_pampa_.

      El indio pasa la vida
    robando o echao de panza.
    La única ley es la lanza
    a que se ha de someter.
    Lo que le falta en saber
    lo suple con desconfianza.

      Fuera cosa de engarzarlo
    a un indio caritativo.
    Es duro con el cautivo,
    le dan un trato horroroso.
    Es astuto y receloso,
    es audaz y vengativo...

      Odia de muerte al cristiano,
    hace guerra sin cuartel.
    Para matar es sin hiel.
    Es fiero de condición.
    No golpea la compasión
    en el pecho del infiel...

      Se cruzan por el desierto
    como un animal feroz.
    Dan cada alarido atroz
    que hace erizar los cabellos.
    Parece que a todos ellos
    los ha maldecido Dios.

      Todo el peso del trabajo
    lo dejan a las mujeres.
    El indio es indio, y no quiere
    apiar de su condición.
    Ha nacido indio ladrón,
    y como indio ladrón muere.

Ahora vamos a reproducir estos versos, que explican simple e
ingenuamente una de las características principales del indio americano:
la incapacidad para la risa.

      El indio nunca se ríe
    y el pretenderlo es en vano,
    ni cuando festeja ufano
    el triunfo en sus correrías.
    La risa en sus alegrías
    le pertenece al cristiano...

Es verdad; la aptitud para la risa pertenece a la raza blanca, y a esos
hermanos inferiores que son los negros. Impasible es el japonés; sombrío
y siniestramente grave es el malayo; y el indio americano no acertó
nunca a poner risa o amabilidad en sus ídolos; su religión precolombiana
era de esencia mortal, sanguinaria, fríamente sacrificadora de víctimas
humanas.

Lo distintivo en el indio de América es una como fundamental tristeza, y
una casi insensibilidad para el horror de la muerte. De tal modo, que
el europeo observa ahora mismo, entre las personas mestizadas de la
Argentina, una extraña sobriedad en el reir. En cuanto a la
insensibilidad ante la muerte, el europeo nota con extrañeza cuán poco
valor tiene allí la vida humana, cuán fácil es allí el homicidio, y qué
escaso valor se le otorga al delito de sangre. Los señoritos de la buena
sociedad portan en la Argentina, con mucha frecuencia, el revólver bajo
el _smokin_. Cierta vez, en pleno Parlamento, a un senador, al
agacharse, se le desprendió el revólver del bolsillo; y los periódicos
de la mañana no se indignaron ni un poco, sino que hicieron al efecto
alguna broma.

Los indios existen todavía, y existirán siempre en América, bien sea en
estado semisalvaje o como adscritos a la civilización. En la Argentina
no es menos importante el elemento indio. Cuando se nos habla de una
raza blanca y europea en la región platense, debemos entender que se
trata de un núcleo inmigrante, puramente moderno y pegadizo, y habitador
de las ciudades costeñas. El resto del país, precisamente el país que
más motivos tiene para llamarse argentino, está compuesto de gentes
mestizas.

Todo el interior de la Argentina, desde Mendoza a Jujuy, desde
Catamarca a Corrientes, es de raza hispano-india; en la provincia de
Corrientes aún habla hoy el pueblo un idioma aborigen, el _guaraní_. A
esta población mestiza, que a veces tiene más sangre india que española,
llaman en el país con el mote de _chinos_, por sus caracteres
especiales, que recuerdan mucho a los de los japoneses: pómulos
pronunciados, ojos un tanto oblicuos y color amarillento.

Las familias argentinas de apellido y abolengo español, especialmente
aquéllas muy antiguas que proceden de las ciudades interiores, tienen
casi siempre los rasgos del mestizo. Los hombres más significados de la
Argentina suelen tener igualmente sangre india, como Sarmiento, como
Lugones, como Ricardo Rojas.

       *       *       *       *       *

Una vez, con motivo de ciertas asonadas que realizaran los indios del
Chaco, fué comisionado por el Gobierno argentino el Sr. Lynch
Arribálzaga para estudiar aquel problema. El dictamen que presentó dicho
señor me produjo mucha curiosidad y lo leí con verdadera emoción.

“El indio no sólo no es agricultor, sino que carece de la noción misma
de la propiedad individual, salvo la de los vestidos y utensilios
domésticos; el campo, los ríos y los lagos, considerados como
territorios de caza y pesca, pertenecen en común a los individuos de
cada tribu, dentro de límites convencionales que no pueden ultrapasar
los vecinos sin consentimiento. En cuanto a los alimentos, bebidas,
etc., el concepto de su propiedad es comunista, a tal punto, que si
vuelven con un solo pescado, lo reparten equitativamente entre todos,
aunque toquen a bocado por barba. La caza mayor se la dividen sobre el
terreno, y es frecuente ver una rueda de salvajes fumando en común un
cigarro o una pipa, que pasa por turno de boca en boca.”

Ya se comprende que estos hombres arbitrarios, que carecen de la idea
del ahorro y de la propiedad territorial, habían de ser perseguidos sin
compasión... ¡Miserables, infelices, odiosos indios!

Habían de ser exterminados sin remedio, porque no querían ahorrar,
guardar, aumentar. Porque no saben separar la tierra con hitos y
mojones. Porque no sienten la bondad del magno sistema, que consiste en
alquilar peones y reservarse el noventa por ciento de los beneficios. No
comprenden la sabiduría de guardarse el fruto del trabajo ajeno.
Entienden que la libertad es el supremo placer, y que la Naturaleza lo
da todo generosamente: peces, aves, frutos, flores y plumas. No son
útiles para la civilización, desde el momento que no conciben la
necesidad de un portamonedas.

El concepto blanco de la vida está en oposición con el de las razas de
color: el sol tropical es el enemigo irreparable. Tienen esas razas un
sentido frágil del vivir; por otra parte, la Naturaleza les da lecciones
convincentes cada día; conocen, en fin, “la facultad de existir sin
esfuerzo”. Frente al salvaje, el blanco marcha bajo la obsesión de
reunir, acumular y vencer. El espíritu de acumulamiento forma todo el
sentido de nuestra civilización.

Situado en un clima adverso, el blanco siente miedo a la vida. Es el
miedo al frío, a la humedad, al hambre, a la casa sin techo; es el miedo
al día de mañana, a la incógnita de un mañana atenaceante; por último,
el miedo a la vida forma hábitos inconscientes de alquisición.
Perfeccionados los medios de adquisición, el hombre civilizado ya no
busca lo necesario, sino lo superfluo; necesita adquirir, porque se ha
hecho en él un vicio sobremanera incitante. Se crean además necesidades
de lujo, de arte, de ostentación y de sensuales delicadezas.

Tiranizado por su pasión, el blanco se abandona a su vida dionisíaca, en
que la lucha es suprema ley. Un sabio hebreo lo dejó escrito en palabras
imborrables, sobre las páginas insuperables del Eclesiastés: “La vida es
una batalla...” Ahí está la síntesis filosófica de nuestra civilización.
El indio la rechaza, porque entiende la dicha de otra manera. Se
vituperan los procedimientos del hombre de los climas cálidos; pero es
porque nos ciega la soberbia de nuestro circunscripto razonamiento.
¿Cómo podemos pedir el mismo esfuerzo, la misma tensión laboriosa a un
indígena del Chaco y a un obrero inglés? Este necesita trabajar mucho,
porque exige carne, manteca, verduras, patatas, pan, cerveza, tabaco,
calefacción, casa abrigada, vestidos de lana, distracciones con que
atenuar sus horas de niebla interminable; pero a un hombre de clima
cálido le basta un puñado de bananas, un techo de paja y un lienzo que
cubra sus vergüenzas. Los que manejan _ingenios_ y _obrajes_ en el norte
de la Argentina, gritan porque los obreros se van a media tarea,
exigiendo su breve jornal; pero ¿qué ley, humana o divina, puede obligar
a un hombre a que trabaje sin cesar todas las jornadas del año, si no
tiene necesidad de dinero? Con el dinero que le otorguen después de una
faena esforzada, ¿comprará ese hombre alguna cosa de más valor que su
muelle y dichosa holganza?...

Por eso hay que aceptar al indio como es, sin exigirle que adopte todas
nuestras preocupaciones; siempre será un semicivilizado. Y probablemente
serán siempre los países cálidos una especie de “territorios
protegidos”. Contra el fatalismo de la Naturaleza es inútil luchar. Los
pueblos calientes están condenados a una subordinación; que la
subordinación sea lo más humana y dulce posible, es lo que se requiere
buscar.

Pero los pueblos codiciosos y septentrionales deben recordar siempre que
la civilización, la cultura, las artes y el manejo de la religión y la
filosofía, nacieron y prosperaron en las zonas más calientes de la
Tierra.



CAPÍTULO IX

UN DUELO CON UN SALVAJE


Tan pronto como Martín Fierro y el sargento Cruz hubieron dado buena
cuenta del pelotón de Policía, concertaron dirigirse a la frontera y
encomendarse a los indios. Y armándose de valor, los dos camaradas
traspasan los límites del país civilizado. El resto de civilidad que
existe en sus almas rudas se resuelve en un calofrío de melancolía al
cruzar la frontera.

      Y cuando la habían pasao
    una madrugada clara,
    le dijo Cruz que mirara
    las últimas poblaciones,
    y a Fierro dos lagrimones
    le rodaron por la cara...

Los dos camaradas llegan en mal momento al antro de los indios. Los
salvajes están preparando un _malón_ a tierra de cristianos, y no bien
se presentan los dos intrusos, deciden matarlos.

      Se armó un tremendo alboroto
    cuando nos vieron llegar;
    no podíamos aplacar
    tan peligroso hervidero;
    nos tomaron por bomberos
    y nos quisieron lanciar.

      Nos quitaron los caballos
    a los muy pocos minutos;
    estaban irresolutos;
    quién sabe qué pretendían.
    Por los ojos nos metían
    las lanzas aquellos brutos.

      Y dele en su lengüeteo
    hacer gestos y cabriolas.
    Uno desató las bolas
    y se nos vino en seguida.
    Ya no creíamos con vida
    salvar ni por carambola.

En fin, acude oportunamente un cacique y se les perdona la vida. Los dos
amigos quedan incorporados a la tribu. Fabrican un toldo con pieles, se
dan mutuamente calor, se cuentan sus cuitas, y soportan como pueden la
vigilancia y los ultrajes de los indios. En cuanto a comer, allí nadie
regala nada; cada cual se ingenia en la busca y persecución del
mantenimiento.

      El alimento no abunda
    por más empeño que se haga;
    lo pasa uno como plaga
    ejercitando la industria,
    y siempre como la nutria
    viviendo a orilla del agua.

      En semejante ejercicio
    se hace diestro cazador.
    Caí el piche engordador,
    caí el pájaro que trina;
    todo bicho que camina
    va a parar al asador.

      Pues allí a los cuatro vientos
    la persecución se lleva;
    naide escapa de la leva,
    y dende que el alba asoma
    ya recorre uno la loma,
    el bajo, el nido y la cueva.

      En las sagradas alturas
    está el maestro principal,
    que enseña a cada animal
    a procurarse el sustento,
    y le brinda el alimento
    a todo ser racional.

      Y aves y bichos y peces
    se mantienen de mil modos.
    Pero el hombre en su acomodo
    es curioso de observar;
    es el que sabe llorar...
    ¡y es el que los come a todos!

Pero esta existencia estúpida y relativamente feliz dura poco tiempo.
Una plaga de viruela invade la tribu y hace en ella estragos. El
sargento Cruz cae con la peste, y a pesar de los cuidados y las lágrimas
de Martín Fierro, el pobre apestado entrega su alma.

      Todos pueden figurarse
    cuánto tuve que sufrir.
    Yo no hacía sino gemir,
    y aumentaba mi aflicción
    no saber una oración
    pa ayudarlo a bien morir.

      De rodillas a su lado
    yo le encomendé a Jesús.
    Faltó a mis ojos la luz,
    tuve un terrible desmayo.
    ¡Caí como herido del rayo
    cuando lo vi muerto a Cruz!...

      Andaba de toldo en toldo
    y todo me fastidiaba.
    El pesar me dominaba,
    y entregao al sentimiento
    se me hacía a cada momento
    oir a Cruz que me llamaba.

Así el desgraciado Fierro se lamentaba en su soledad, cuando cierto
día...

      Sin saber qué hacer de mí
    y entregado a mi aflicción,
    estando allí una ocasión
    del lado que venía el viento,
    oí unos tristes lamentos
    que llamaron mi atención.

Martín Fierro se acerca al lugar de donde parten los gemidos, y descubre
la escena más horripilante. Un indiazo de aquellos estaba maltratando a
una cautiva cristiana, en cuyos brazos latía un hijito ensangrentado. El
indio, en su furor, había acuchillado a la tierna criatura, y entre
golpes de látigo demandaba a la cautiva que le hiciese confesión de sus
presuntos manejos de hechicera, porque los indios supersticiosos
achacaban la peste de viruela a brujería.

Martín Fierro se presenta, mira la sangre de la sacrificada criatura, ve
a la cautiva llorosa, y repentinamente salta en su rudo espíritu el
grito de los antepasados. Lo que hay en su sangre de herencia de
hidalgo, acude presto y aparece la voluntad quijotesca de defender y
vengar a la pobre cautiva.

      Yo no sé lo que pasó
    En mi pecho en ese instante...

Efectivamente, un impulso sobrenatural, venido del fondo de la raza,
toma forma de fatalidad y le induce a proceder como un caballero, sin
que ninguna clase de reflexión o cálculo intervenga para nada. Bien, ya
ha retado a la fiera. Ahora sólo le queda luchar con un bárbaro
enfurecido, cerca de una tribu de salvajes, en mitad del desierto, a
espaldas de toda ayuda.

    Estaba el indio arrogante
    con una cara feroz;
    para entendernos los dos
    la mirada fué bastante...

      Pegó un brinco como un gato
    y me ganó la distancia;
    aprovechó la ganancia
    como fiera cazadora;
    desató las boliadoras
    y aguardó con vigilancia...

      En tamaña incertidumbre,
    en trance tan apurado,
    no podía, por descontado,
    escaparme de otra suerte,
    sino dando al indio muerte
    o quedando allí estirado.

      Y como el tiempo pasaba
    y aquel asunto me urgía,
    viendo que él no se movía
    me fuí medio de soslayo
    como a agarrarle el caballo
    a ver si se me venía.

      Ansí fué, no aguardó más
    y me atropelló el salvaje...

      En la dentrada no más
    me largó un par de bolazos.
    Uno me tocó en un brazo,
    si me da bien me lo quiebra,
    pues las bolas son de piedra
    y vienen como balazo.

      A la primer puñalada
    el pampa se hizo un ovillo;
    era el salvaje más pillo
    que he visto en mis correrías,
    y a más de las picardías
    arisco para el cuchillo.

De pronto, cuando el apuro era más grande y menudeaban los bolazos y las
embestidas, Martín Fierro tiene la desventura de tropezar con los flecos
de su chiripá. Resbala, pues, y cae a tierra. Entonces el indio se
avalanza, monta sobre el caído, lo aprieta y lo va a ultimar. Pero la
cautiva, entretanto, seguía aterrorizada el curso de la pelea, y he ahí
que interviene como el mismo brazo de Dios.

      ¡Bendito Dios poderoso,
    quién te puede comprender,
    cuando a una débil mujer
    le diste en esta ocasión
    la juerza que en un varón
    tal vez no pudiera haber!

      Esa infeliz tan llorosa
    viendo el peligro se anima,
    como una flecha se arrima,
    y olvidando su aflicción
    le pegó al indio un tirón
    que me lo sacó de encima...

La pelea continúa con el mismo terrible furor, con el mismo y terrible
mudo ensañamiento. El sudor corre mezclado con la sangre. La fatiga
aumenta.

      Aquel duelo en el desierto
    nunca, jamás se me olvida...

Hay un momento en que Martín Fierro logra cortar con el cuchillo una
cuerda de las bolas del indio. Se prevale de la ventaja. Además, al
indio le ha tocado su vez, y pisando la sangre del niño descuartizado,
resbala y cae. Se levanta presto, pero ya Fierro ha conseguido herirle.
Las cuchilladas menudean.

      Iba conociendo el indio
    que tocaban a degüello.
    Se le erizaba el cabello
    y los ojos revolvía,
    los labios se le perdían
    cuando iba a tomar resuello...

      Al fin de tanto lidiar
    en el cuchillo lo alcé;
    en peso lo levanté
    a aquel hijo del desierto;
    ensartado lo llevé,
    y allá recién, lo largué
    cuando ya lo sentí muerto.

Estas escenas de sangre abundan, como se habrá visto, en todo el poema
del _Martín Fierro_. A nuestro oído de europeos sedentarios llegan esas
voces de muerte como algo remoto y antiguo. Se observa sobre todo la
especie de impasibilidad ante el hecho sangriento; una manera de enorme
y extraño fatalismo frente a la necesidad de matar; y el detalle de los
accidentes, de las cuchilladas. Siempre termina la narración de una riña
con el dato final: lo alcé en el cuchillo y lo lancé muerto...

La palabra _degüello_ salta asimismo con frecuencia en el poema. El
degollar no tiene ya para nosotros sentido ni justificación; si
comprendemos el acto de matar, no concebimos la precisión de cortarle a
cercén la garganta al enemigo. Pero en tierra de indios sanguinarios, el
degüello parece un acto legal y casi imprescindible. Para el salvaje no
basta la muerte; su siniestra alma necesita palpar la muerte del
adversario, sentir su palpitación agónica, poseer, en una palabra, toda
la agonía del enemigo, sus gestos despavoridos, su terror postrero, la
sangre que brota a chorros.

Esta costumbre del degüello pasó desde los indios a los cristianos, y en
sus mismas guerras civiles, los ríoplatenses acostumbraban a usar el
terrible ejercicio de la degollación. Se cuenta que el tirano Rosas no
fusilaba a los prisioneros y culpables; los degollaba, sencillamente.

Una vez que Martín Fierro se vió libre de su horroroso peligro, montó en
el caballo del indio, dió el suyo a la cautiva, y con las debidas
precauciones, a paso de carrera, huyeron de la tribu de los salvajes.

Vagaron por el desierto, llegaron a las primeras poblaciones
civilizadas, y allí, portándose otra vez caballerescamente, Martín
Fierro se despidió de la cautiva y tomó el rumbo de la tierra natal.
Llevaba sobre su conciencia bastantes culpas, le adeudaba a la Justicia
bastantes delitos; pero los jueces, en aquellos tiempos, saldaban pronto
las cuentas pasadas. Y nuestro héroe se ve exento de toda reclamación.
Pero está viejo, pobre, melancólico... Pide noticias de su mujer, y le
dicen que ha muerto. Busca a sus hijos, y he ahí que aparecen dos lindos
muchachos que le abrazan...

Esta última parte del poema es muy curiosa, porque se dedica a narrar
las aventuras y picardías de los muchachos. Está sembrada de sentencias
criollas, y por tanto equivale a un _refranero_ popular de la tierra del
Plata. Vamos a internarnos en esa pintoresca trama de refranes
criollos.



CAPÍTULO X

REFRANERO PICARESCO


La última parte del _Martín Fierro_ está dedicada a escenas familiares y
al tierno reencuentro de los hermanos perdidos. En esta parte del poema
popular criollo ya no se narran episodios de sangre, peleas y otros
excesos. Pero en medio de las narraciones ingenuamente sentimentales, el
tono de _picaresca_ que tiene este libro en todas sus páginas se afirma
todavía más en su terminación, gracias a los dichos y refranes que
aportan Fierro, sus dos hijos, el primogénito del sargento Cruz y el
viejo Vizcacha. Probablemente, el _Martín Fierro_ es el último libro del
género _picaresco_ que ha producido la literatura castellana. Y esto es
más interesante, porque el autor de este poema rudimentario no era muy
culto en letras ni se propuso emular los grandes autores del siglo XVI
y el XVII; es la obra espontánea de la raza, que aun transportada a
medio distinto y extraño, produce fatalmente estrofas y episodios de
puro sabor castizo.

Sucede, pues, que nuestro héroe Martín Fierro regresa a sus _pagos_.
Está un poco viejo y se ocupa en cantar al abrigo de las pulperías,
tañendo la guitarra ante un concurso de amigos que escuchan atentos sus
aventuras y trabajos. Allí se le unen sus dos hijos. Y cada uno de los
muchachos, siguiendo el sistema literario antiguo, narra por su parte
las aventuras y desdichas de su vida azarosa.

El hijo más pequeño cuenta cómo quedó abandonado, cuando Fierro fué
llevado a servir de recluta en la frontera. La pobre madre murió. Y el
muchacho, por una tropelía de la justicia, demasiado frecuente en
aquellos climas inseguros, es acusado de haber dado muerte a un boyero,
y cae en presidio. El triste mancebo se limita a describir la horrible
vida del presidiario. Para un hijo de la naturaleza, hecho a la luz y la
libertad, nada debe de haber, en efecto, tan horroroso como el
encarcelamiento.

      En esa estrecha prisión,
    sin poderme conformar,
    no cesaba de exclamar:
    ¡Qué diera yo por tener
    un caballo en que montar
    y una pampa en que correr!...

También le fatiga y le aterra mucho el silencio mortal de la prisión. Es
un silencio que le obsede, que le aturde, que le alucina.

      Allí se amansa el más bravo,
    allí se dobla el más fuerte.
    El silencio es de tal suerte,
    que cuando llegue a venir
    hasta se le han de sentir
    las pisadas a la muerte...

El otro hijo de Martín Fierro tiene algunas cosas más entretenidas que
contar. Por lo pronto le recoge a su amparo una tía anciana, cuya amable
tutela le permite vivir sin oficio y en perfecto holgazán. Pero la tía
muere, y el muchacho queda otra vez desvalido. La amable tía le ha
dejado una herencia, consistente en unas tierras y unos rebaños. En esto
interviene el juez, y nuevamente la justicia criolla de aquel tiempo
hace una de las suyas. En resolución, el chico no puede cobrar la
herencia, porque es menor; en cambio le ponen de pupilo bajo la tutoría
de un viejo cínico, ladrón, borracho, que responde al apodo de Vizcacha.

El viejo Vizcacha vive como un animal inmundo y ladino. Se dedica a
hurtar reses y vender de tapadillo los cueros. Roba todo cuanto se le
alcanza, desde una hebilla a una montura. Bebe sin tasa. Y a cambio de
otros regalos, le da al chico sapientes consejos de la mejor picaresca.

Debo decir, como paréntesis, que el refranero criollo carece de gran
originalidad; los refranes argentinos y generalmente los americanos, en
realidad son puramente españoles. Aquellos países han inventado pocas
cosas, acaso porque recibieron la civilización, la fe y el lenguaje
españoles en su período de mejor madurez. Fuera de los términos o
expresiones rigurosamente locales, el idioma se mantiene tan original
como cuando llegaron allá los conquistadores. Me refiero, claro es, al
idioma del campo y de las ciudades del interior; por desgracia, los
escritores criollos cultos siembran su lenguaje de tristes galicismos
aprendidos en los volúmenes de 3,50 francos.

Los mismos criollos castizos, cuando más presumen de estar
argentinizando, no hacen otra cosa que hispanizar. Suelen darse, al
efecto, equivocaciones graciosas; porque ellos piensan que las palabras
y refranes que dicen son de pura cepa criolla, cuando son, al contrario,
españoles. Esta equivocación, acaso, provendrá de la carencia de
continuidad literaria y étnica. Leen los criollos muy escasísima
literatura española; por otra parte, ellos ven llegar a los inmigrantes
del país vasco, de Galicia, de tierra de Cameros, gentes que hablan un
mal castellano, o un castellano incipiente.

El viejo Vizcacha no es ni más ni menos que un pícaro de Mateo Alemán,
de Hurtado de Mendoza o de Cervantes. Nada dice que no supieran nuestros
clásicos pícaros.

     Jamás llegués a parar
    adonde veas perros flacos...

     El diablo sabe por diablo,
    pero más sabe por viejo...

     Hacéte amigo del Juez,
    no le des de qué quejarse;
    y cuando quiera enojarse
    vos te debés encoger,
    pues siempre es bueno tener
    palenque ande ir a rascarse...

Este redomado pillo que llaman Vizcacha parece un ente redivivo,
arrancado propiamente del Arenal de Sevilla, del Perchel de Málaga, de
las Almadrabas de orilla de la mar. Tiene toda la sorna antigua y
racial, un poco disminuído sin duda por la inyección taciturna y sosa
del indio. Conserva, aunque un tanto mitigado, el don de la gracia
andaluza. Y expresa en sus dichos toda la sutileza filosófica,
castizamente hispana, popular; toda la presteza del _madrugador_; todo
el egoísmo experimentado y concienzudo, entre estoico y cristiano, del
hombre que se lanza a luchar con jueces prevaricadores y pillos
despiertos.

Véanse algunos de sus consejos:

      No andés cambiando de cueva,
    hacé lo que hace el ratón;
    conserváte en el rincón
    en que empezó tu existencia;
    vaca que cambia querencia
    se atrasa en la parición.

      Y menudiando los tragos,
    aquel viejo como cerro,
    --No olvidés, decía, Fierro
    que el hombre no debe creer
    en lágrimas de mujer
    ni en la renguera del perro.

      A naides tengás envidia,
    es muy triste el envidiar;
    cuando veas a otro ganar
    a estorbarlo no te metas.
    Cada lechón en su teta;
    es el modo de mamar...

      Si buscás vivir tranquilo
    dedicáte a solteriar;
    mas si te querés casar,
    con esta advertencia sea:
    que es muy difícil guardar
    prendas que otros codicean.

En lo que atañe a las armas y la defensa personal, el viejo Vizcacha
presta al muchacho unos consejos que parecen arrancados de un código
truhanesco del siglo XVI.

      Y gangoso con la tranca
    me solía decir: Potrillo,
    recién te apunta el colmillo,
    mas te lo dice un toruno:
    _no dejés que hombre ninguno
    te gane el lao del cuchillo_.

      Las armas son necesarias,
    pero naides sabe cuándo;
    ansina, si andás pasiando,
    y de noche sobre todo,
    debés llevarlo de modo
    _que al salir, salga cortando..._

Después que los dos hijos de Martín Fierro han narrado sus vidas, entra
en la pulpería un buen mozo desconocido, que pide venia a la reunión
para contar a su vez sus aventuras. Se le concede con gusto la licencia,
y el mozo, que resulta ser hijo de aquel sargento Cruz, bizarro defensor
de Martín Fierro y amigo de él en el éxodo entre los indios, relata de
este modo su vida:

Quedó solo y desamparado, buscó dónde ganarse el pan, y lo mismo que un
Lazarillo de Tormes se lanza a los azares de la pillería. Entra a servir
en una tropa de titiriteros. Luego lo recogen unas tías, que son beatas
y le obligan a rezar innumerables rosarios y novenas. Mientras reza con
sus tías, una mulata de la tertulia devota le inspira un amor fogoso,
desenfrenado; por mirar a su dama, trabuca los nombres de los santos y
estropea las oraciones. Aquello termina mal, necesariamente. Huye de
casa de sus tías y cae en pleno vagabundaje.

      Anduve como pelota
    y más pobre que una rata.
    Cuando empecé a ganar plata
    se armó no sé qué barullo.
    Yo dije: a tu tierra, grullo,
    aunque sea con una pata.

La plata que dice ganar es por virtud de sus malas artes picarescas.
Helo ahí convertido en un tahur, en un jugador de ventaja. Se dedica a
desplumar a todo el gauchaje inadvertido y simplista. Parece un
personaje de nuestras novelas clásicas. Le llaman de apodo _Picardía_...
Sus conocimientos en el noble oficio de tahúr no pueden ser más
pintorescos.

      Al monte, las precauciones
    no han de olvidarse jamás;
    debe afirmarse además
    los dedos para el trabajo,
    y buscar asiento bajo
    que le dé la luz de atrás.

      Un pastel, como un paquete,
    sé llevarlo con limpieza;
    dende que a salir empiezan
    no hay carta que no recuerde;
    sé cuál se gana o se pierde
    en cuanto cain a la mesa.

      Con un socio que lo entiende
    se arman partidas muy buenas;
    queda allí la plata ajena,
    quedan prendas y botones.
    Siempre cain a esas reuniones
    zonzos con las manos llenas.

      Deja a veces por la boca
    haciendo el que se descuida;
    juega el otro hasta la vida
    y es seguro que se ensarta,
    porque uno muestra una carta
    y tiene otra prevenida...

Pero el libro del _Martín Fierro_ es a su manera una obra moral, y en
sus versos se salva siempre la virtud. Así, en las novelas picarescas,
aunque los pillos hicieran muchos desaguisados, nunca faltaba la
ejemplaridad y la coletilla moralizante. El hijo del sargento Cruz, por
tanto, se arrepiente de esas fechorías y hácese mozo honrado. Y larga
unos versos muy sentenciosos para lección de incautos:

      Y esto digo claramente,
    porque he dejao de jugar;
    y les puedo asegurar,
    como que fuí del oficio,
    más cuesta aprender un vicio
    que aprender a trabajar...



CAPÍTULO XI

CONSIDERACIONES FINALES


Repetiré nuevamente, antes de acabar, que el _Martín Fierro_ me parece
el último verdadero poema popular español que se ha escrito en lengua
castellana. No importa la incultura y sencillez de quien supo escribirlo
tan fragante y sincero, tan incorrecto y rudimentario, ni tampoco
importa que se refiera el poema a costumbres y tipos de la Argentina:
una nación colonizadora nunca se ciñe a los límites diplomáticos; tan
romana era Mérida como Capua, tan griega Siracusa como Corinto, y del
mismo modo se ha podido desdoblar España en la Argentina.

_Martín Fierro_, por tanto, siendo muy argentino y americano, no deja de
ser muy español. Es un libro católico, hidalgo, valiente, generoso, con
un poco de tristeza estoica, y otro poco de socarronería, bañado en
gracia popular; y sobre todo, para ser del todo español, alienta en sus
versos algo como una sorda incompatibilidad con eso que se entiende por
civilización europea, moderna, industrialista, inexorablemente
trepadora.

Si en el libro de José Hernández se trasluce la influencia de alguna
clase de lectura, pronto atisbamos el recuerdo del _Quijote_. Las
aventuras de Martín Fierro constan, en efecto, de dos partes, trozos o
volúmenes; al final de la primera parte exclama el héroe, parodiando la
frase de la _espetera_ cervantesca:

    ...Ruempo la guitarra
    pa no volverme a tentar;
    ninguno la ha de tocar,
    por siguro tenganló,
    pues naides ha de cantar
    cuando este gaucho cantó.

Y volviendo de su aventurero vagabundaje, al ingresar de nuevo entre los
suyos, dice, como pudo decir otrora Don Quijote:

      No faltaban, ya se entiende,
    en aquel gauchaje inmenso
    muchos que ya conocían
    la historia de Martín Fierro...

Ese gaucho de barba corrida y pelo amelenado, representa en la remota
Pampa el último vástago del árbol español. Conserva de España todo su
heroísmo y todo su renunciamiento transcendental. Por lejos que viva del
corazón de la raza, por mucho que le separen la distancia, el clima, el
tiempo y los prejuicios nacionales, el gaucho contiene, en potencia,
todas las cualidades españolas, buenas y malas. Ríe y llora, canta y
mata como un español. Reza también a la española, tan
supersticiosamente, ingenuamente, como un español. Después que la suerte
de las armas, por ejemplo, le empuja a matar en noble duelo a su
adversario, Martín Fierro recapacita, al trote de su caballo, que no
está bien, ni es de buen cristiano, mezquinarle al enemigo un piadoso
tributo.

      Después supe que al finao
    ni siquiera lo velaron,
    y retobao en un cuero
    sin rezarle lo enterraron.

      Y dicen que dende entonces,
    cuando es la noche serena,
    suele verse una luz mala
    como de alma que anda en pena.

      Yo tengo intención a veces,
    para que no pene tanto,
    de sacar de allí los güesos
    y echarlos al camposanto...

Hasta la propensión _conceptista_ y _culterana_, tan del gusto español,
halla cabida en este poema. Y al final del libro, efectivamente, vemos
que en la taberna, armados de sendas guitarras, se traban a cantar
Martín Fierro y un negro _payador_, y riñen un duelo de estrofas
improvisadas en que los discreteos, que se cruzan ante el regocijado
auditorio, forman uno de los pasajes más curiosos del poema. Es una
pintoresca, vulgar cosmología que abarca las principales nociones del
conocimiento del pueblo. Por boca de los dos _payadores_, el pueblo
rural de la Pampa emite sus balbuceos acerca de lo divino y de lo
humano, en un estilo de castiza traza, espontáneamente barroco y
culteranista. Entre los muchos conceptos sin valor o excesivamente
vulgares, salta a veces una imagen que nos seduce. Dice el negro, cuando
su adversario le alude la fealdad:

      Bajo la frente más negra
    hay pensamiento y hay vida.
    La gente escuche tranquila,
    no me haga ningún reproche;
    también es negra la noche
    y tiene estrellas que brillan...

En suma, el poema de _Martín Fierro_ es una constante lección para la
intelectualidad americana, y principalmente argentina. Los escritores
criollos necesitarán comprender que es muy difícil, y acaso imposible,
llegar a la consecución de la obra genial mientras la moda o la
frivolidad les aleje de las fuentes originales. La obra verdadera no
puede existir sin _carácter_, y por desgracia la actual inclinación
argentina va derecha hacia las formas y los tópicos extraños.

Por un sentimiento de exagerada pasión cultural, el argentino busca en
París la clave de su arte, y presume que en su país existe poco
aprovechable. Hasta en los momentos en que trata de extraer lo
característico de su raza y de su clima, adopta procedimientos y
fórmulas aprendidos en Francia. El humilde José Hernández procedía de
otro modo, y su pobre bagaje libresco le salvó; él se redujo a
interpretar el sentido criollo y español de cuanto le rodeaba, y esto
solamente le dió el premio.

Siempre he pensado que ese pequeño poema popular, con todas sus
incorrecciones y con su factura rudimentaria, es una de las pocas obras
geniales que en su corta vida ha producido la literatura ríoplatense. El
genio argentino estuvo demasiado entretenido por sus luchas civiles y
la constitución de su nacionalidad; no le sobró tiempo ni ocio para
preocuparse bastantemente de la pura y amena literatura, y toda su
fuerza la destinó a crear materia política. Los hombres políticos de la
Argentina muestran un carácter y una altura que indudablemente no poseen
sus hombres de letras. A veces asistimos a un triple desdoblamiento de
la personalidad, como en Bartolomé Mitre, coincidente de militar,
político y escritor. Otras veces todavía vemos el caso milagroso de
Sarmiento, cuyo cuádruple desdoblamiento de militar, escritor, político
y pedagogo nos produce estupefacción.

Entretenidos, pues, por tantas e inaplazables solicitaciones, no debemos
exigir a los talentos argentinos una excesiva corrección. Es lo
incorrecto, más bien, y lo malogrado, la característica del genio
literario argentino. El mismo Sarmiento, con ser el más alto hombre
literario de la Argentina, resulta un gran escritor malogrado, una obra
literaria sin terminar; un _Facundo_ escrito a vuela pluma y un millar
de artículos circunstanciales, periodísticos, como inconclusos. En
Sarmiento estaba acaso el más grande escritor de Hispano-América; la
vida agitada de su país, los múltiples e inminentes deberes que exigía
la suerte de su patria, hicieron malograr el perfecto y definitivo
escritor que se anunciaba.

Es curioso observar cómo se repite en la Argentina la ley histórica que
ordena a los pueblos un desenvolvimiento ordenado e inflexiblemente
lógico; es así que la mayor parte del siglo XIX, primero de su
existencia independiente, lo ha empleado la Argentina en la dura labor
de crear política, de crear civilidad. Mientras el país trabaja por
consolidarse, las mejores producciones literarias que produce son las de
carácter popular. Los cuentos, las leyendas y las narraciones que salen
del mismo pueblo, tienen en la Argentina un sabor espontáneo, un alma
honda que no alcanzan, seguramente, las prosas y los versos escritos por
los autores ilustrados de la misma época.

Muchas de esas obras populares no lo son en absoluto, según el rigor de
las clasificaciones académicas. No son anónimas siempre, puesto que se
sabe quién las escribió. Pero el mismo poema de José Hernández parece
que se haya desprendido, bien maduro, de la boca desconocida y cósmica
del pueblo criollo. Nada tan popular, anónimo, colectivo, como esa
historia de Fierro, verdadera expresión gauchesca arrancada del seno
pampeano.

De tal modo sucede esto, que suele costarnos bastante dificultad el
retener la ficha nominal del autor. El nombre del autor del poema se nos
desvanace como una sombra sin sentido... Vemos el “Martín Fierro” como
una cosa desgajada de la selva popular argentina. Se nos figura que no
es un libro meditado, compuesto ante una mesa por un señor particular
que tenía instrucción, que conocía los clásicos y que fraguaba
composiciones tan endebles y ridículas como “Los dos besos” y “El
carpintero”. Queremos imaginar que fué la muchedumbre entera quien
aportó los versos de ese libro. El mismo nombre, José, y el apellido,
Hernández, ayudan con su vulgaridad, con su popularidad, a que la cifra
nominal de autor se diluya como una sombra en el cuerpo amorfo del
pueblo argentino.

A pesar de su factura rudimentaria, el _Martín Fierro_ no carece de una
pretensión moralizante, y en sus páginas, en efecto, hay apuntadas
diversas tesis. Están iniciados algunos conflictos locales, puramente
criollos, y la misma simplicidad de estos conflictos confirma el
carácter netamente popular del libro.

Su autor, José Hernández, no poseía mucho mayor vuelo ideológico que los
pobres paisanos de la Pampa; y así es bueno que sea para el efecto
positivo del poema.

Las tesis y los conflictos están expuestos con una candorosa
elementalidad y con un simplismo encantador. La xenofobia de “Martín
Fierro” es la misma que siente el _paisano_ ante el _gringo_ codicioso,
ridículo, sedentario, afeminado y tortuoso, que bonitamente, y sin
descanso se va haciendo dueño de las tierras republicanas. El problema
de la justicia rural está expuesto también con el sentimiento de la
plebe gauchesca; para el pobre paisanaje, que pierde demasiado tiempo en
beber, cantar, bailotear y darle gusto al cuchillo, el Juez de la
campaña casi siempre es el personaje arbitrario y venal que pega,
castiga, oprime y hace levas de conscritos. La vida del soldado no tiene
tampoco un sentido noble y culto; el paisano que marcha a la frontera,
arreado con otros pillos o infelices, no alcanza a comprender el
idealismo de las armas nacionales que luchan por la civilización y el
progreso; sólo ve un fortín desmantelado, unos oficiales avarientos,
unos indios que invaden como fieras, unas pagas que no llegan nunca,
hambre, tedio, miseria, y a sus espaldas el especulador de la ciudad,
que prepara sus buenos negocios de tierras.

“Martín Fierro” es el poema tardío, desde luego impotente, que clama en
favor del gaucho. Pide justicia contra la invasión de las fuerzas
exóticas que invaden e inundan el país; pide justicia para el paisano,
que hiciera otrora la campaña de independencia, que defendió las
instituciones republicanas, que pobló el desierto y que al final es
despreciado, vejado, expulsado de su misma tierra.

Lo cierto es que en todo el “Martín Fierro” no se escuchan más que
lamentaciones y gritos airados. Se asiste en sus páginas al vagar de los
pobres gauchos, a las tristezas y expoliaciones del paisanaje indefenso.
Todo son desventuras y miserias para el gaucho. Y van los gauchos,
efectivamente, a través del libro como sombras malditas, que recuerdan a
las razas abyectas del Viejo Mundo, gitanos y judíos, siempre sujetos a
ultrajes y persecuciones. Es el final de una lucha a muerte. Es la
expulsión del gaucho, que será suplantado por el colono europeo. Es la
liquidación de la primera fase de la vida nacional argentina. Es el
cambio del carácter nacional y la anulación del criollismo histórico,
verdaderamente americano, por el predominio de la ciudad arrivista,
exótica, que es Buenos Aires... He ahí un conflicto sentimental y bien
profundo, que todavía no ha sido atacado por la crítica argentina, tal
vez porque sea tan delicado y doloroso de tratar desde el lado
criollo.



CAPÍTULO XII

UN CONFLICTO DE SENTIMIENTOS


Las obras del hombre caen siempre en brazos de la casualidad, y los
libros no se evaden a la ley de una suerte arbitraria e imprevista. Tal
libro nace con pretensiones de inmortalidad, y no obstante se sume
pronto en el olvido; otras obras, en cambio, salen humildes a la luz,
huérfanas de reclamo y de pretensiones, y desde el silencio se remontan
a la fama eterna. Algunos libros, como el _Quijote_ y el _Hamlet_,
nacieron entre las risotadas de los lacayos y de los marineros, y
después el asentimiento nacional los estima como nobles conceptos de la
imaginación humana.

Este fenómeno se ha repetido con el poema del _Martín Fierro_. Nació
para ser deletreado por gentes rudas; hablaba el lenguaje de la plebe;
iban sus máximas y sus episodios dirigidos a la imaginación del pueblo,
y si las inteligencias cultivadas lo leían, era nada más que a título de
curiosidad. Hasta que un día el gaucho Martín Fierro vuelve de la
vastedad pampeana y logra que se fragüen sobre su asunto complicadas
discusiones en las academias, los liceos y las revistas.

Se ha formado, en efecto, lo que llamaríamos “partido literario
nacionalista argentino”, y los más vehementes de este partido llegan a
considerar el _Martín Fierro_ como la epopeya de la Pampa, semejante,
por tanto, a la _Chanson de Roland_ y al _Mío Cid_. El docto poeta y
publicista D. Leopoldo Lugones pronunció en Buenos Aires, recientemente,
algunas conferencias a propósito del _Martín Fierro_, y con su verbo
frondoso y acaso desproporcionado sugirió al público argentino la idea
de que se estaba frente a una obra genial, extraordinaria, profunda. Los
exégetas y comentaristas han pronunciado su fervor sobre aquella obra,
antes humilde y populachera, y no hay duda que en el alma argentina se
ha producido un vivo movimiento de interés por un libro que
verdaderamente da el tono y la medida del carácter criollo, antes de
que este fuera amenazado por el aluvión cosmopolita.

No es nuevo el fenómeno, como ya dijimos. Y al igual que en todos los
casos, esta vez también se repite en la Argentina la misma honda guerra
de sentimientos y de ideas alrededor de la obra renacida. Clásicos y
románticos peleaban un tiempo sobre los dramas de Shakespeare. No se
trataba entonces de una mera controversia retórica, sino que palpitaba
allí la lucha entre dos mundos mentales, entre dos fuerzas ideológicas y
entre dos maneras de sentimientos. Dos civilizaciones, con todo su
bagaje político, sociológico y sentimental, disputaban enconadamente
sobre el tema en apariencia ridículo de las tres dimensiones teatrales o
de la forma lírica.

Apresurémonos a decir que el _Martín Fierro_ no ha promovido solamente
una guerra literaria. Siendo muy interesante la discusión de carácter
retórico, que dura aún y que promete prolongarse mucho, es más
importante la parte social, sentimental y política que hay en el asunto.
Por de pronto, débese anotar la rehabilitación romántica del gaucho,
personaje de ayer mismo y ya casi mitológico, a quien el consenso
público declaró nefasto y perjudicial para el progreso de la patria, y
que últimamente pasa a convertirse en una figura ideal, hermana de las
otras figuras que vagan por los versos de Homero.

El problema sentimental de la Argentina es único, y tal vez más grave
que el de otros pueblos. Existe, es verdad, el conflicto íntimo de
Francia, que por naturaleza se ofrece como un pueblo monárquico, con una
historia realenga empapada de glorias y triunfos, y que, sin embargo, la
necesidad del momento, acaso la misma propensión lógica de la raza,
obliga a ese noble país a aceptar el régimen democrático y radical. El
sentimiento más íntimo le tira a Francia hacia la continuación
monárquica, cuyo tipo glorioso puede residir en Francisco I, en Enrique
IV o en Luis XIV; mientras tanto, la razón le empuja por el camino
radicalmente democrático.

El conflicto argentino es más íntimo todavía, y también más
irreconciliable. Aquí se trata de una oposición entre el ser tradicional
y el ser futuro. Por una parte está la raza que hizo la nacionalidad y
la independencia; por otro lado se levanta la gran responsabilidad del
porvenir y el compromiso de formar un pueblo grande, activo y emulador.
La raza original supo levantarse prodigiosamente, darse una
constitución, guerrear por grandes ideales. Ella trazó las líneas de las
primeras poblaciones, de los primeros caminos y canales, de las leyendas
y tradiciones, de las costumbres y creencias, de los balbuceos
literarios, que forman el cuerpo de la nacionalidad. Supo levantar un
modesto edificio, pero substancial y completo, sobre las bases de la
aportación colonial y con la experiencia de la propia naturaleza. No
faltaba ni la disciplina de la religión, ni el rigor universitario, ni
el cuerpo de leyes municipales que ofrecían una perfección relativa de
civismo.

Pero todos estos elementos parecían precarios si se quería empujar al
país a enormes saltos y a alturas increíbles.

Llegó la ráfaga ambiciosa, el vértigo de las grandezas. Con los antiguos
elementos se tendría una nacionalidad, un carácter, una fisonomía
enérgica, pero había el peligro del estancamiento. Era necesario
sacrificar una gran parte del tesoro heredado, en aras de aquel
magnífico porvenir.

Con una inflexible dureza, raro ejemplo en la historia de las
nacionalidades, las personas directivas han insistido en recomendar el
cambio del carácter y de los más esenciales componentes de la raza.
Frente al hombre de la llanura, encastillado en su altanera
independencia, sobrio, indolente y despreciador hidalgo del ahorro, se
ensalzaban las virtudes del colonizador europeo, asiduo, codicioso,
hábil en el uso de los oficios y de la agricultura. “Gobernar es
poblar”, se dijo en diferente tono y en numerosas ocasiones. Y el
poblar, en este caso, equivalía a substituir al hombre nacional de la
llanura, reacio y altanero, por el hombre europeo, tan flexible y
acumulador.

En el afán impaciente de renovación, los primeros cerebros del país no
desdeñaban el ultraje o la injuria. El vehemente Sarmiento, después de
pintar al gaucho en aquel célebre y no igualado capítulo de _Facundo_,
pasa a condenarlo en mil formas, con mil razones y dicterios, en nombre
de la civilización. La barbarie, para aquella mente obsesa, está en el
campesino pampeano o andino, que vive sobre una tierra fértil y no
quiere labrarla; que vaga a la orilla de un río como el Paraná y en
lugar de utilizarlo como sendero comercial y llenarlo de naves, prefiere
vadearlo rudimentariamente, asido a la cola del caballo nadador.

Sarmiento contempla sus lagunas provinciales de Huanacache, y las ve
estériles, inútiles, como cuando el indio precolombiano pescaba en sus
aguas. Contempla las ciudades provincianas, llenas de indolencia y
fanatismo; recorre el caudal de costumbres coloniales, saturadas de
herencias españolas, católicas, heráldicas; y proclama con ardor la
guerra al tradicionalismo, al indianismo, al hispanismo. Amonesta a sus
paisanos los hábitos gauchescos. Y exclama en sus _Recuerdos de
provincia_ con inflamado acento:

“¡Los blancos se vuelven indios huarpes, y es ya grande título para la
consideración pública saber tirar las bolas, llevar chiripá o rastrear
una mula!...”

Hoy no podría decir lo mismo. Ya no se tiran las bolas apenas, ni lleva
nadie chiripá. Por los caminos del campo van los colonos en tilburí. El
gaucho ha pasado a la historia o se refugia en el último baluarte de
ciertas provincias, aguardando allí la hora del desalojo. Y ahora que el
gaucho no existe, ¿no le veis alzarse en lo recóndito de las
imaginaciones, con la apostura ideal que prestan el recuerdo y la poesía
a las figuras fenecidas?

Está volviendo _Martín Fierro_, del fondo de su pampa grave, al paso del
peludo corcel amigo. Si antes disputaba en las pulperías o _payaba_
rudas canciones junto al fogón invernizo, hoy se codea con los héroes
helenos, con los caballeros de Rolando y con los infanzones del de
Vivar, mío Cid Campeador...

Su vuelta ha levantado choque de pendencia. Ya no es, como antes, la
justicia aldeana quien acude a acosarlo, con golpe de soldados y jueces
rurales; son los malcontentos de la tradición, los razonadores y los
progresistas, quienes se levantan airados contra él, invitándole a
volver a su obscuro sepulcro de la llanura. Pero a la vez le reciben
otros muchos con ardientes salutaciones. Miran en él a un personaje
remoto, fundido en las lejanías de la Historia, con lo esencial de la
raza. Acaso no se atreva nadie todavía a proclamarlo como ejemplar
auténtico y necesario del desdoblamiento nacional; los montones de trigo
y la multiplicidad de los Bancos obligan a contener los impulsos del
sentimiento. Bello como la cosa más íntima, sigue apareciendo como
funesto al progreso, a la “valorización”...

Y ahí está el gran conflicto, que ahora puede decirse que empieza en su
forma ostensible; conflicto que irá agrandándose más, a medida que el
país se vaya transformando. Y los conflictos sentimentales suelen ser
los más inquietadores, por lo mismo que son irresolubles. ¡Un país que
ha tenido que retorcer el pescuezo al antecesor, en una manera de
suicidio fenomenal, y que, sin embargo, no puede ahogar igualmente a los
ancestrales y escurridizos sentimientos!



CAPÍTULO XIII

MARTÍN FIERRO Y SARMIENTO


Ha sido Domingo F. Sarmiento una de las personalidades más vigorosas de
la Argentina, y el ruido de sus hazañas políticas y literarias llenó
medio siglo. Pero Sarmiento, que era tan español por la raza y el
carácter, no le concedió a España muchas frases cariñosas. Al contrario,
el fondo de su predicación puede resumirse de este modo: El argentino
debe extirpar de su seno todo lo que tiene de español, por incompatible
con el progreso; la Argentina debe poblarse de europeos agricultores o
comerciantes, expulsando a los indígenas retardatarios y perezosos;
Buenos Aires, o sea la ciudad, necesita invadir y dominar el campo,
someter las provincias originales y transformarlas... Todo esto,
expuesto en diferentes páginas de sus libros, ya se comprende que es la
teoría de un hombre de la época romántica, lleno de ideas
enciclopedistas y progresistas, atestado de lecturas oratorias, con el
idealismo retórico de la primera parte del siglo XIX. Además, se nota en
Sarmiento al americano recién manumitido, que conserva aún el odio al
amo colonial.

En el poema _Martín Fierro_, por el contrario, está expresado a mi
parecer el sentimiento de nostalgia por la vida criolla antigua, pero en
una forma espontánea y sincera como nunca se atreverían a exponer los
publicistas cultos. Así, en cierto modo, “Martín Fierro” viene a ser una
réplica de Sarmiento, una contradicción sentimental de la pedagógica y
libresca teoría de Sarmiento.

El hombre modesto y obscuro que era José Hernández, no trató de velar
sus ideas y sus instintos, ni tuvo en cuenta las altas conveniencias
políticas y económicas que obligan a los criollos de Buenos Aires al uso
del eufemismo.

José Hernández, a la manera de un _gaucho_ del interior, consideraba que
la corriente civilizadora e inmigratoria iba arrasando lo substancial y
característico de la Argentina, y se rebela contra ello, con la misma
franqueza que podría usar un hombre del pueblo anónimo. Y en su mente se
dibujaba ya el conflicto trágico y sentimental que alguna vez debería
preocupar a todos los argentinos ilustrados y sensibles.

Yo recordaré siempre la pintoresca y graciosa definición que me hiciera
un argentino entrerriano, a propósito de la teoría del progreso
desenfrenado y vertiginoso. “A nosotros nos ha sucedido, decía, como al
caballo que marcha tranquilo por un sendero, que no tiene prisa para
llegar y que lleva un paso seguro y cómodo; de repente cruza en la misma
dirección un _pingo_ desbocado, frenético, galopante, y nuestro buen
caballo, dejándose arrastrar por el ejemplo y la emulación, aprieta a
galopar también... ¡y de veras nos han fastidiado, porque nosotros no
precisábamos correr tanto ni sentíamos ninguna imperiosa necesidad de ir
tan aprisa!”

Este disgusto por la carrera vertiginosa se halla expresado en el
“Martín Fierro” constantemente, y se apunta de continuo la idea máxima
de que no vale el resultado lo mucho que cuesta. Porque un país que
quiere variar fundamentalmente y busca el fin sin reparar los medios,
necesita entregar mucha parte de sus bienes más caros, los que
corresponden a la personalidad, a la tradición, a la raza.

“Gobernar es poblar”, se ha repetido en la Argentina de distintos modos;
y han ingresado, en efecto, verdaderas avalanchas extranjeras. Por su
parte, Sarmiento proclamaba su famoso dilema entre la silla de montar
inglesa y el “recado” criollo; Sarmiento ha ganado la partida, y el país
le dió la razón, optando por la silla inglesa que lleva en sí, con su
triunfo, la adopción plena y apresurada de todas las normas y los
caracteres extranjeros. En el dilema de Sarmiento se incluía la parte
étnica, la población humana que había de ocupar el país; Sarmiento
entendía que el paisano aborigen, preñado de defectos y caracteres
españoles, era nefasto y correspondía al “recado” criollo; el
criollismo, signo de barbarie, debía ceder el puesto a la civilización y
al _gringo_... Efectivamente, el gaucho ha ido cediendo el puesto a los
colonos extranjeros, que ocupan las mejores porciones del país y se
instalan en los órganos dirigentes o matrices de Buenos Aires.

Todo lleno de nostalgia criolla y de un nacionalismo íntimamente
xenófobo, José Hernández prorrumpe, por boca de su héroe Martín Fierro:

      ¡Ah tiempos... si era un orgullo
    ver jinetiar un paisano
    cuando era gaucho baquiano;
    aunque el potro se voliase,
    no había uno que no parase
    con el cabestro en la mano.

      Y mientras domaban unos,
    otros al campo salían,
    y la hacienda recogían,
    las manadas repuntaban,
    y ansí sin sentir pasaban
    entretenidos el día.

      Y verlos al cair la tarde
    en la cocina reunidos,
    con el juego bien prendido
    y mil cosas que contar,
    platicar muy divertidos
    hasta después de cenar.

      Y con el buche bien lleno
    era cosa superior,
    irse en brazos del amor
    a dormir como la gente,
    pa empezar al día siguiente
    la faena del día anterior...

He aquí una exposición, toscamente referida, de esa edad de oro o vivir
idílico que los pueblos construyen con sus materiales legendarios. He
aquí también una refutación apasionada de las teorías de Sarmiento. El
fogoso Sarmiento condenaba el recado criollo, la superstición española y
la barbarie del gaucho; sus contemporáneos y sus descendientes le dieron
la razón. Pero la queja de Fierro, la protesta criolla del gaucho que se
siente suplantado y vencido, ha de sonar hoy, y mejor mañana, en la
conciencia argentina como un grito de justa reivindicación.

      ¡Recuerdo! ¡Qué maravilla!
    ¡Cómo andaba la gauchada,
    siempre alegre y bien montada
    y dispuesta pa el trabajo!
    Pero al presente... ¡barajo,
    no se la ve de aporriada!

      El gaucho más infeliz
    tenía tropilla de un pelo,
    no le faltaba un consuelo,
    y andaba la gente lista...
    Tendiendo al campo la vista
    sólo vía hacienda y cielo.

Por mucho que nosotros, hombres de harta cultura, tengamos bastante
sospecha de la veracidad de esta edad de oro que los pueblos imaginan en
una época anterior, no podemos dudar completamente de que Martín Fierro
decía la verdad.

Es imposible negar que el galopante gaucho

      Tendiendo al campo la vista
    sólo vía hacienda y cielo...

Un cielo libre, que era el suyo, y que le servía de tácito confidente en
sus amores y en sus cantos.

      Cuando llegaban las hierras
    ¡cosa que daba calor!
    tanto gaucho pialador
    y tironiador sin hiel.
    ¡Ah tiempos!... pero si en él
    se ha visto tanto primor!

      Aquello no era trabajo,
    más bien era una junción,
    y después de güen tirón,
    en que uno se daba maña,
    pa darle un trago de caña
    solía llamarle el patrón...

He ahí ahora, como se ve, pintada la edad patriarcal, la edad familiar,
la época en que, al modo de las relaciones bíblicas, el trabajo no es
una pena, sino una _junción_; en que el amo y el sirviente no son dos
enemigos, sino dos fuerzas compenetradas, amigas, solidarias, que se
ayudan y se quieren. La teoría de Sarmiento tenía prisa por romper esta
unión amigable; aspiraba al industrialismo europeo, a la civilización
arrivista y sin alma, a la desunión del amo y del criado. La silla
inglesa aportaría rieles, rascacielos, quintas canalizadas... Pero ya no
llamaría el patrón al gaucho afanoso, y le alargaría, sonriendo
paternalmente, el frasco de caña.

Se ha extraído del _Martín Fierro_, por los publicistas argentinos,
principalmente la parte que contiene de protesta social. Pero el
_socialismo_ del gaucho, en el libro de _Martín Fierro_, no tiene
verdadero valor de lucha de clases, ni de protesta contra una abusiva
repartición de tierras y poderes. Lo que realmente alienta en este
libro, es un problema político, étnico, nacional. Es la protesta del
tradicionalismo frente a la civilización arrivista; es la enemistad
entre el _gaucho_ y el _gringo_; es la rivalidad entre la urbe ribereña,
fastuosa, absorbente--Buenos Aires,--y el país histórico; es el
conflicto que enunciara Sarmiento en su “Civilización y Barbarie”.

El gaucho habla por conducto de Martín Fierro, el cual recuerda la vida
dorada de abundancia patriarcal. La vida dorada desaparece, y los
gauchos son arreados hacia la _frontera_, donde se dará a los indios la
última embestida. Cuando los indios desaparezcan también, el país se
llenará de especuladores, de extranjeros, de codicias desenfrenadas. La
ciudad, Buenos Aires, se hará inmensa como un coloso, como un monstruo.
Y al decretar el censo de la República, resultará que el país alberga
millones de extranjeros, en una cifra total de ocho millones de
habitantes. Habrá pueblos argentinos en donde no se habla el castellano
usualmente; habrá argentinos hijos de extranjeros, que hablan un
castellano pestilente, corrompido, una jerga impura y presidiaria; habrá
pueblos en que la sangre argentina está en una proporción
insignificante...

Esto significa, seguramente, el triunfo de la doctrina de Sarmiento.
Pero es una victoria semejante a la de Pirro; el ejército argentino se
ha deshecho. Tradiciones, modalidades, características, fuerza racial,
energía del tono primitivo, todo queda deshecho o expulsado ante el
imperio triunfador de Buenos Aires, por cuyo puerto viene continuamente
la avalancha.

El gran propagandista combatió el ruralismo gauchesco, el
tradicionalismo español, la superstición española, todo lo que hay de
español, y por tanto funesto, en el ser argentino. Después de algunos
lustros, la sociedad argentina se ha enriquecido con preciosos valores
económicos, agrícolas y políticos. El ideal de Sarmiento camina
triunfante. Pero a cambio de la riqueza material y política, ¿el país no
ha debido sacrificar su substancia tradicional, espiritual y étnica?...

El odio de Sarmiento a España es un monstruo que se vuelve contra sí
mismo, y en realidad es la patria argentina la que sufre la mordedura.
Combatir lo español en la Argentina, sobre todo a principios del siglo
XX, es combatir el propio criollismo. Sarmiento condena y repudia las
costumbres, los usos, las ideas, los resabios, hasta la gente gauchesca;
¿qué le queda para estimar? El suelo, la tierra... Es muy poco,
seguramente. Y es mucho más poco si consideramos aquel suelo pampeano,
liso e inexpresivo, monótona tierra de mieses y pastos, que sin la ayuda
de la gente gauchesca y de la poesía tradicional pierde todo lo que
avalora y explica una patria: el alma.

No; España no tenía la culpa de los defectos que Sarmiento analiza y
combate en sus apasionadas obras. Tan pronto como el grande hombre
argentino llega a la madurez mental, mira el espectáculo de su patria y
la ve sometida a la guerra civil, a la tiranía y a la barbarie. Pero no
quiere comprender que sobre la Argentina, como sobre toda la América, ha
pasado la revolución y está triunfante la independencia. De todo lo que
examina Sarmiento es culpable la misma independencia, puesto que ésta ha
destruído en seis u ocho lustros cuanto pudo construir España en tres
siglos.

Los virreynatos españoles habían absorbido las esencias de la
civilización europea, que en este caso era civilización española; y
España no envió a América las sobras y lo secundario, sino que muchas
veces había en Perú y Méjico mayor vigor que en la misma Península, como
ocurrió en la época de los últimos Austrias. En el siglo XVI dió España
a las Indias su fervor evangélico y su espíritu valeroso, heroico,
expansivo; en el siglo XVII envió España a América el sentido
complementario de la organización política, municipal, eclesiástica y
universitaria; el siglo XVIII vió aparecer en los virreynatos las
compañías económicas y una sociabilidad culta, muy del tiempo, que
llamaríamos de casaca y peluca.

Esta sociabilidad de casaca y peluquín era la que imperaba en los
virreynatos cuando los desafueros de Napoleón a lo largo de la
Península inspiraron a los criollos la idea de emanciparse. Sería
estúpido alegar que la América de entonces, la América de los virreyes
cultos y humanos, la América de casaca y peluquín, de las academias y la
buena sociabilidad, era una América torva, hormiguero de gauchos
cerriles y gentes bárbaras.

De esa América de los virreynatos desciende la civilización criolla, y
de ella provienen las costumbres, el carácter, lo peculiar y _nacional_
del criollismo. Esa sociabilidad hispano-criolla hizo posible que en el
fondo de los Andes, en el remoto interior continental, naciera y se
agrandara la ciudad de San Juan, patria nativa de Sarmiento. Y
Sarmiento, que nació en la época del virreynato, o sólo un año después
de la revolución, no vino al mundo de unos padres soeces, bárbaros y
rústicos; su familia era prócer, honrada, hidalga, y en ella aprendió
los principios de una alta sociabilidad española.

Pues si España, a través del Atlántico, era capaz de crear una extensa e
intensa civilización; si España dió el ser íntimo y fundamental a
hombres como Sarmiento, y si Sarmiento no se explica sin España, ¿cómo
es posible que se disculpen las arbitrariedades pseudocríticas de aquel
voluntario antiespañolista?

La independencia rompió todos los frenos, desbarató la red de
disciplinas que cubría a América y destruyó lo que había, de
continuidad, de densidad, de correlación, de armonía y de gobierno en
los virreynatos; la familia, la autoridad, la trabazón civilizada, todo
vino a tierra. No fué el desbande de las ignorancias oprimidas lo que
realizó la independencia; fué la supresión de la armonía civilizada, que
trajo por consecuencia la barbarie. Este fenómeno lo conocen los
labriegos en las tierras que se dejan de labrar y caen en poder de los
matorrales. Fué injusto y cruel Sarmiento cuando, ante el cuadro que
presentaba la Argentina en sus primeros años de independencia, se
revolvía contra España. Aquella barbarie que él lamentaba no era
española; era criolla nada más. La civilización española se había
derrumbado, y lo que veía Sarmiento eran las ruinas y los matorrales del
barbecho.

En vez de condenar absolutamente la barbarie, y sobre todo la tradición
hispano-criolla, ¿por qué no se dedicó su talento a recuperar, a
recomponer, a rehabilitar el viejo campo de la civilización española,
adaptándola a los nuevos tiempos y a las nuevas normas políticas? Esto
le hubiera diputado como hombre verdaderamente genial. Pero Sarmiento
estaba corrompido por la admiración rastacuera hacia el extranjero. Y en
lugar de levantarse como el gran _reformador americano_ (el reformador
que todavía aguarda América), se detuvo en la categoría de un vulgar
político transeunte, de cualquier político del momento y vista corta que
en frente de una tierra ancha sólo se le ocurre trazar parcelas y darlas
a labrar al que desee. Está bien; esto es lógico y práctico. Pero hay
algún otro margen para la genialidad.

       *       *       *       *       *

Mientras la Argentina avanza en su camino de riqueza, la mente
observadora, sin embargo asiste a una tragedia íntima, la de un pueblo
que estaba lleno de vigor y carácter, y que rápidamente se transforma en
una cosa diferente, amorfa, un poco caótica dentro de su opulencia
nacional.

Caótica, porque al destruir sin piedad los cimientos de la tradición,
no se han cuidado de conservar prudentemente los elementos substanciales
de la raza. Han abierto demasiada franca la puerta a las aportaciones
externas, y lo substancial propio se ve inundado, desorientado o
invalidado.

En un país de nutrida población indígena, la inmigración puede admitirse
sin reparo; los Estados Unidos tenían ya una base populosa bastante
capaz cuando llegó la ola europea. La Argentina tenía una población
insignificante, y el extranjero la ha invadido. Por eso puede dudarse de
que el sistema antitradicional de Sarmiento fuese completamente sabio y
oportuno.

Y es que la convulsión de la guerra de independencia dejó en América
muchos odios, rencores, suspicacias. Todo el siglo XIX ha durado el
período del antiespañolismo. Suele sorprendernos, viviendo en la
Argentina, que la Historia nacional la componen los argentinos en una
forma un poco caprichosa, desde luego original; dividen su Historia en
dos épocas: la Moderna y la Antigua. La Historia Antigua, comprende el
período colonial, o sea el tiempo de la dominación española. Más bien
puede llamársele prehistoria a ese período. Los argentinos lo tratan
someramente, vagamente, como si lo ignoraran; en realidad no quieren
recordarlo, o quieren extirparlo...

Pero alguna vez los verdaderos argentinos sentirán el pánico de la
descomposición tradicional. Hartos de hablar en francés, desearán por
fin hablar en español. Querrán ser argentinos, para no caer en la
desgracia de ser una cosa híbrida e indeterminada. Entonces, ladeando a
Sarmiento, buscarán las fuentes primitivas, y en lugar del _chacarero_
internacional ponderarán el gaucho, y más lejos todavía hallarán que el
verdadero fundamento de la nacionalidad argentina se halla en los tres
siglos de la colonización española a todo lo largo de América.



APÉNDICES



EXPLICACIÓN DE ALGUNOS CRIOLLISMOS CONTENIDOS EN ESTA OBRA


1. _Chiripá._ Especie de zaragüelles, que los gauchos vestían en lugar
de pantalones. Era una gran pieza de paño, que se ajustaba a la cintura
dejando holgadas las piernas y permitía montar desenvueltamente a
caballo. Bajo la envoltura del chiripá se usaban amplios y vistosos
calzoncillos, cuyos flecos bordados pendían sobre el tobillo.

2. _Carnear._ Acción de sacrificar una res y cortarla para ser comida.

3. _Compadre_, _compadrito_. Equivale a valentón, guapo, jaque. Se ha
formado el verbo _compadrear_, que por extensión se aplica a todo acto
jactancioso. El _compadre_ deriva cada vez más en la forma del
_compadrito_, especie de chulo, de apache y de _soutener_.

4. _Pago._ Voz que en España tiene limitado uso y que en la Argentina se
emplea corrientemente. Significa la patria local, el burgo o el terreno
de donde se es originario y en donde están la familia, la casa, los
bienes y las afecciones.

5. _Décian._ Los criollos acentúan a veces de manera que al español
resulta extraña; pasan rápidamente sobre las dobles vocales. Sin que
puedan precisarse estas modalidades fonéticas provinciales,
aproximadamente pronuncian los criollos de esta manera: páis, décian.
Por lo tanto, los versos populares de este poema ofrecerán más de una
vez al lector culto español la impresión de estar mal medidos. Los
escritores castellanos clásicos usaban también esta forma de
acentuación.

6. _Cimarrón._ Uno de los varios nombres cariñosos que se da a la
calabaza que contiene la infusión de la hierba mate. El mate es una
especie de te americano; se bebe como estimulante, y en dosis regulares
resulta beneficioso y agradable; pero tomado con exceso, degenera en
vicio y puede ocasionar desarreglos nerviosos. Se bebe por medio de una
espátula de plata, aspirando.

7. _China._ La mujer del pueblo en el Río de la Plata. Se entiende por
_china_ a la criolla auténtica, castiza, casi siempre mestizada. No es
vocablo despectivo; más bien es cariñoso.

8. _Apiarse._ Apearse. En toda América se usa mucho esta palabra, por
bajarse, saltar, descender. Se ha usado también mucho en España.

9. _Pingo._ Uno de los numerosos nombres del caballo en el Plata.

10. _Daga._ Se llama con más frecuencia _facón_. Es un cuchillo largo,
estrecho, de punta y filo. No lleva más guarda que una cruz en la
empuñadura. Es el arma, el compañero y hasta la herramienta doméstica
del campesino. Sirve para carnear, como tenedor y como insuperable
defensa. Todo buen criollo aprende una consumada esgrima de cuchillo,
realmente prodigiosa. Las armas de fuego, el revólver barato y el
inmigrante, han reducido mucho el uso del clásico _facón_. Pero en el
campo, si no en la pura forma antigua, sigue llevando la gente un
cuchillo, más corto que el clásico, sin duda un puñal, que sirve para
cien menesteres, y sobre todo para comer la carne asada.

11. _Fortín._ Hasta el último tercio del siglo XIX ocupaban los indios
salvajes la parte meridional de la República Argentina. Llegaban sus
aduares al mismo límite de la provincia de Buenos Aires. Para tener a
raya a estos indios se estableció una línea de puestos militares o
fortines.

12. _Tres Marías._ Forma pintoresca de referirse a las _boleadoras_,
arma arrojadiza de los indios y los gauchos que consiste en tres pelotas
de piedra dura unidas por cordeles cortos. Antes de lanzar esta arma, se
revolea en alto, y así lanzada con fuerza y habilidad, cae sobre las
patas de una res, maniatándola, o se enrolla al cuerpo de un hombre,
derribándolo, o le destroza la cabeza.

13. _Pucha._ Interjección muy corriente, que sustituye a otra, también
corrientísima en Sur América e impronunciable en estas páginas.

14. _Pulpería._ Nombre que en diversas naciones de América se da al
establecimiento mixto de taberna y tienda de comestibles.

15. _Toldos._ Campamento o aduar de los indios salvajes.

16. _Turtubiando._ Quiere decir titubeando.

17. _Cancha._ Voz geográfica, del idioma quechúa, muy extendida a lo
largo de los Andes. Significa un espacio de territorio abierto y
despejado. Por extensión se da el nombre de cancha al lugar donde se
lucha, juega o rivaliza. En el juego de pelota ha quedado vigente este
criollismo, que equivale a pista, ruedo, arena.

18. _Entiendanló._ Esta manera de acentuar es frecuente entre el vulgo
argentino.

19. _Gringo._ En general se llama con este mote despectivo a todo
extranjero; pero se aplica particularmente y con más fijeza al italiano.

20. _Carniar._ Otro defecto de pronunciación criolla consiste en decir
carniar, peliar, apiarse, etc.

21. _Voltiadas._ Se usa mucho voltear, en el sentido de derribar.

22. _Rancho._ Cabaña, habitación somera en la campiña.

23. _Pampero._ Viento seco y frío.

24. _Yuyos._ Hierbas inútiles de las praderas.

25. _Paisano._ Campesino.

26. _Estancia._ Finca de ganado.

27. _Ombú._ Arbol grande, de copa espaciosa, característico de la región
platense. No forma nunca bosque y sirve con frecuencia para cobijar a su
sombra el rancho o cabaña del campesino.

28. _Entrevero._ Se usa mucho en América para expresar el encuentro y
confusión de una lucha marcial.

29. _Facón con S._ Se refiere a la cruz de la empuñadura, que tiene la
forma de un garabato parecido a una S.

30. _Chajá._ Ave de Sur América.

31. _Parar._ Los criollos dicen parado en sustitución de derecho,
erguido, en pie, etc.

32. _Flete._ Otra manera popular de nombrar al caballo.

33. _Mataco._ Mamífero que, como el erizo, se enrosca y rueda a modo de
bola cuando alguien lo acomete.

34. _Vos._ En el lenguaje corriente de los criollos, el tratamiento de
_tú_ queda substituído por el de _vos_. Este pronombre de estirpe tan
ilustre lo usan en buena parte de la América meridional en una forma
pintoresca, por lo arbitraria y confusa.

Es cierto que antiguamente, según se infiere de los diálogos realistas
de nuestros clásicos, en España tenía el lenguaje vulgar los mismos
errores en cuanto a la confusión o mezcla del tratamiento familiar y el
respetuoso. Ahora mismo comete el vulgo de Andalucía graciosas
confusiones con el uso del _tu_ y del _ustedes_. En la Argentina emplean
estos trabucados pronombres hasta las gentes de posición elevada, en su
vida familiar; el tuteo normal y correcto sólo se usa en la enseñanza
escolar y en la literatura.

35. _Angurria._ Ansia, voracidad, avaricia.

36. _Chapetón._ Torpe, bisoño.

37. _Yunta._ Esta palabra ganadera suele usarse frecuentemente. Par.
Pareja.

38. _Malón._ Turba de indios armados que irrumpen en los pueblos para
matar y robar.

39. _Obraje._ Nombre de las grandes explotaciones de madera en los
bosques del Chaco, del Paraguay y de las Misiones.

40. _Peludo._ Mamífero de la Argentina.

41. _Tranca._ Borrachera.



ESTOICISMO CRIOLLO


Cuando terribles inundaciones asolaron una buena parte de los suburbios
de Buenos Aires, un fenómeno inusitado atrajo mi atención: el escaso
clamoreo y la brevedad de las lamentaciones. Hubo allí innumerables
horrores; destrucción de casas, barriadas hundidas, familias sin hogar,
heridos y muertos. Con la mitad de tanta desolación, en muchos países
hubieran tenido tema para largas declamaciones sentimentales. Allí el
suceso produjo repentina emoción, se acudió con los remedios más a mano,
y todo pasó en seguida al olvido.

Deberé insistir en la característica fatalista y estoica del criollismo.
En el curso del texto hemos observado cómo la queja forma el _leit
motiv_ del “Martín Fierro”, y cómo esa queja tiene un carácter tan
resignado y tal dejo de fatalismo. A fuerza de ser estoica, la queja
criolla pierde su aguda irritabilidad y pasa a convertirse en una
manera de conformismo cuya raíz, sin duda, habrá que buscarla en la
naturaleza india.

Con el vaivén de las inmigraciones y la lucha por la riqueza, el
estoicismo indígena ha encontrado un refuerzo, y en las ciudades
tumultuosas del litoral, como Buenos Aires, el lamento no encuentra
ambiente favorable.

Esta especie de atonía quejumbrosa se advierte en los periódicos, que
nunca insertan informaciones deprimentes; se observa en los gobernantes,
que alardean de una tónica confianza; en fin, cada ciudadano argentino
se convierte en un propagandista del optimismo nacional. El acento
fatigado y lastimero está mal visto allí, y la gente suele desconfiar y
apartarse de quien se muestra decaído, sin aliento ni ilusión. En el
campo y en las poblaciones del interior queda siempre un eco de la
poesía y la música indígenas, melancólicas y extrañas.

Tan fuerte es esta característica, que hiere desde el primer momento la
curiosidad del extranjero, y aun aquel que por su condición de humildad
intelectual se encuentra imposibilitado de explicarse los fenómenos
morales, siente y percibe con fuerza ese caso psicológico argentino. Y
quién sabe, al fin, si esa misma atonía quejumbrosa es uno de los
atractivos más fuertes que tiene el país, para llamar y retener a los
desvalidos del mundo, a aquellos que vienen precisamente de las regiones
más tristes y quejumbrosas, a los cansados de oir el gemido de la
multitud hambrienta, o sucia, o tiranizada.

El fenómeno en cuestión puede producir diversas interpretaciones falsas.
A la mirada del europeo inteligente, un país que carezca de la fibra
sentimental, del don de la queja, acaso aparecerá como incompleto, como
demasiado simple y rudo. Otros deducirán una ausencia de emoción para el
sufrimiento, quién sabe si una dureza de alma. Los más benévolos lo
achacarán todo a la exclusión de la miseria y de la tragedia en la vida
argentina. Todos sabemos, sin embargo, que el país no es insensible, ni
absolutamente simple y rudo. En cuanto a la parte trágica, sabemos todos
también cuán penosa se muestra la carrera de muchos hombres, y en los
suburbios de Buenos Aires, en el corazón mismo de la soberbia ciudad,
late un elemento de continua y sangradora tragedia.

Hay, es verdad, mucho de inconsciencia en el vivir argentino. Pero la
causa principal de la falta de queja y de tristeza que se advierte en
el país, está ahí, en esa renovación diaria de las muchedumbres
intercontinentales. La tristeza es un mal que ataca a los pueblos
inmóviles o viejos. La tristeza es como el musgo: necesita del silencio
y de la quietud. Al individuo pasivo y perezoso, lo que primeramente le
acomete es la conciencia de su fragilidad y la correlación de esa
conciencia es el disgusto, la melancolía, la tristeza. Todo lo que está
quieto, es triste. Un paisaje inmóvil nos induce a la melancolía, desde
los árboles que aparentan meditar, hasta el sonsoneo agorero y
supersticioso del aire y de las aguas; mientras que si la tempestad
agita el paisaje, entonces salta la impresión airada y dramática, que
nada tiene que ver con la tristeza. Y no trato aquí de discernir qué
emoción sea la mejor y la más pura: en cuestiones de emoción, cada uno
tenemos nuestra conformación espiritual determinada, que nos hace gustar
fatalmente una, sin que esto arguya excelencia. Que a mí me solite mejor
un paisaje profundo y quieto, no quiere decir que niegue a los demás el
derecho a los encantos de la naturaleza vibrante y apasionada.

En tanto que la marea intercontinental inunde al país, en un flujo y
reflujo acelerado, la Argentina no sentirá deseos de quejarse ni
entristecerse. Su actividad y su renovación no le dan tiempo al
reconcentramiento sentimental. La actividad nunca es triste. Algunos
aseguran que tampoco es filosófica. Otros se aventuran a decir que no
puede ser poética. Pero todo esto nace de los infinitos prejuicios de
que nos rodeamos. Porque Leopardi era un espíritu inactivo que vivía a
la luz de la luna, y porque Kant se anegaba en la inmensidad de sus
libros, juzgamos que el pensamiento filosófico y la poesía han de vivir
en la soledad, la pereza y un aristocrático aislamiento. Pero hubo en
Grecia muchos filósofos que nos enseñaron a ser transhumantes y a ir
rodando de pueblo en pueblo, para conocer, comparar y, sobre todo,
_vivir_. Otros poetas nos enseñan también a crear poesía entre el rodar
de los acontecimientos y la lucha de las cosas.

Allá en el norte de aquel continente americano vivió Walt Wiltman,
hombre-poeta entre los poetas, el cual creyó dignas de sus cantos las
cosas más vulgares, como el hervor de las calles, los gritos de la
muchedumbre, el paso de la civilización excitada. Su canto de los
_pioneers_ es la nota más entusiasta que se ha escrito sobre la marcha
de los pobladores a través de las tierras y los bosques vírgenes.

Es preciso advertir también otra causa, para explicarnos la _falta de
queja_ en la vida argentina. Es que la parte mayor de la población
urbana, aquella que podía, por su condición apurada, contribuir al
lamento público, es una masa de luchadores _voluntarios_. Cada uno de
esos luchadores ha llegado por su propia cuenta, libremente, llamado por
la ambición. ¿A quién ha de quejarse ese luchador si encuentra el
fracaso en la lucha?... Además, el orgullo pone una parte importante en
el problema. Cada luchador, cuando se ha lanzado a la mar en busca del
vellocino de oro, concierta con sus compatriotas una especie de
compromiso moral; sale de la patria dispuesto a vencer, y nada más que
en el hecho de partir hay una confesión de la propia seguridad en el
triunfo. Pero no haya temor de que se queje: su orgullo le cerrará los
labios, y el que más vencido se vea caerá silenciosamente hasta los
últimos peldaños, hasta el _atorrantismo_. Por eso el _atorrante_
argentino tiene ese aire callado, humilde y, en el fondo, orgulloso.

Falta de queja, horror a la lamentación, silencioso orgullo para caer,
¡ojalá que dure muchos años todavía en aquella tierra nueva y alentada!
Que la manía de imitación no implante allí los procedimientos de otros
países. Que una sociedad desocupada y femenina, o afeminada, por
satisfacer ambiciones de aristocraticismo, no cultive la costumbre de
las asociaciones limosneras. Que no cunda el hábito de los aspavientos,
de las suscripciones, de los repartos piadosos, de las listas de
donantes, de las protestas aflictivas. Todo esto lo dice quien está
asqueado de ver en su patria cómo se pudre el sentimiento de la dignidad
humana y cómo se lanza a la ruina emocional una nación entera,
confundiendo la idea de piedad con la de la limosna, y legitimando, en
fin, la mendicidad. Cuando se legitima el derecho al pordioseo, todo, en
las sociedades débiles, conviértese en triste y deshonroso. El obrero
nos ofrecerá sus servicios llorando, evocando el hambre de sus hijos; el
muchacho que nos brinda un periódico, insistirá para que se lo
compremos, alegando la enfermedad de su madre moribunda. Y entonces
intervendrá la mentira y se inventarán desgracias para producir
compasión. Y una vez que haya desaparecido el sentimiento de la
dignidad, todo quedará disuelto, y las personas carecerán de su riqueza
principal, que es el hueso medular: ese hueso fiero y resistente que
nos hace mantenernos rígidos, sin doblarnos, ni aun en el momento de
caer rendidos. La tensión medular--aceptadme el simbolismo--es la
esencial riqueza que han de poseer los hombres, los pueblos.



ESTETICA DE LA PALABRA


Es indudable que una culta y armoniosa emisión de la voz proporciona a
las personas la más eficaz cédula de tránsito social.

El hombre que habla bien se apodera desde el primer momento de nuestra
simpatía, y tiene conquistadas ya gran parte de las cosas que solicita,
si es que llega en tren de solicitar; en cuanto a la mujer, un lenguaje
limpio y musical es en ella arma insuperable.

Si el lenguaje hablado sirve para graduar la delicadeza y cultura de una
sociedad, el lenguaje escrito es la exposición íntima que presenta todo
un pueblo. No es necesario más que hojear la prensa de un país, para
descubrir su temperatura cultural. Cuando un pueblo se encomienda,
excesivamente, a la lucha brutal por el dinero, su lenguaje escrito
tiene un no sé qué de descuidado y grosero; en otros pueblos donde la
lucha económica se equilibra con la otra lucha de las ideas, las hojas
diarias aparecen mejor cuidadas, como si hubiera una sanción pública y
anónima que las investigase. Dentro de una misma nación, se distingue la
prensa de las ciudades exclusivamente comerciales, de aquella otra
prensa de las ciudades que alberga colegios, academias, centros
intelectuales. Y dentro de una misma ciudad, se distinguen a su vez los
periódicos cuyo espíritu es comercial y los otros, los que persiguen
algún fin educacionista o mantienen una tradición de cultura. Allí, en
Buenos Aires, hay ejemplos de esa disparidad. Mejor dicho, Buenos Aires
viene a ser una especie de museo periodístico, donde se leen hojas que
parecen escritas e impresas por rusos o italianos, y otras hojas en que
se cuida la dicción de un modo impecable y castizo, haciéndose las
correcciones con angustiosa prolijidad.

¿Se habla bien o mal en la Argentina? ¿Se escribe bien o mal en Buenos
Aires?...

Muchas veces he escuchado yo de labios argentinos palabras que me han
ruborizado; ha sido cuando me han pedido excusas por _destrozar el
castellano_. Y el ruborizarme yo tenía por causa la injusticia de la
excusa. Porque mi oído, en las frecuentes peregrinaciones de mi vida,
está habituado a escuchar toda clase de crímenes verbales, y sé, por
experiencia, que el idioma, en todas las provincias del mundo por donde
se ha extendido, es una víctima propiciatoria de la incorrecta
ilustración de las gentes. Es decir, que _en todas partes cuecen habas_.
Y necesito echar por delante la seguridad de que no es la Argentina el
lugar del mundo hispano donde más habas se cuecen.

Es allí frecuente lamentarse, entre las personas distinguidas, de los
solecismos en que incurre la gente del campo. Pero olvidan esas personas
que en el corazón de España, en el centro de la misma Castilla, los
pobres hombres de la plebe dicen _dende_ en lugar de _desde_; _vide_ por
_vi_; _vos sigo_, en vez de _os sigo_. Ahora bien, en España se cuida la
gente cultivada de incurrir en los defectos del vulgo, salvando esas
incorrecciones que podrían llamarse elementales; mientras que en las
tierras del Plata, no es raro oir de bocas cultas _bandiar_, en lugar de
_bandear_; _voltió_, por _volteó_. Este defecto, sin duda, obedece a
causas especiales; y es que hasta ayer mismo, como si dijéramos, la
Argentina era un país rural, pastoril, en que los amos y ricos se
confundían con los feudatarios, incurriendo en las mismas faenas y
aventuras, y también en los mismos defectos.

La dicción argentina es agradable al oído. Es una manera de decir
musical. Este musicalismo no existe en España, salvo en Andalucía y en
Galicia. El castellano habla con tono unísono, sobriamente, sin darle a
la frase demasiada flexión musical. Muchas veces una frase larga es
enunciada sin flexión ninguna, de un solo aliento y casi en un mismo
tono. A medida que se avanza hacia le Sur y hacia occidente, el lenguaje
adquiere más variedad sonora; en Galicia la palabra tiende a convertirse
en un canto mimoso y como afeminado, y los andaluces, indiscutiblemente,
son los maestros en la música del lenguaje, al cual matizan con
pintorescos incisos cromáticos.

De los andaluces tomaron los americanos su manera de hablar. La palabra
es suave, tal vez demasiado suave para la boca de los hombres... La
gente se explica bien, con método discursivo, sin balbuceos,
expeditamente, y las palabras suelen ser correctas y distinguidas. Tan
correctas y distinguidas, que el español, habituado a una conversación
natural y modesta, se ve sorprendido en América ante palabras finas y
poéticas, que tienen uso corriente sin embargo de parecer
exclusivamente librescas.

Pero existe un defecto: la limitación. Primeramente tenemos la
limitación de sonidos, y después la limitación de vocablos y giros
verbales. En castellano están diferenciadas la zeda y la ese, la elle y
la y griega, la y griega y la i latina. Todo el norte de España, el
centro y el levante, mantienen pura esa diferenciación. Desde la latitud
de Madrid comienzan a involucrarse, mejor dicho, a limitarse los
sonidos; en la Mancha se acentúa el defecto, y llegando a Andalucía, el
anarquismo es completo. Así, pues, la mitad del mundo que habla
castellano se priva por su desgracia de varios matices de dicción. La
zeda y la ese se confunden en un único sonido suave, un poco ceceoso y
afeminado; la elle tiene sonido dental, lo mismo que la y griega, y el
orador se ve confundido, embarazado, molesto por querer diferenciar los
sonidos de las letras, sin lograrlo al fin, acaso porque el uso se
encargó de atrofiar ciertos movimientos bucales.

La otra limitación es más grave, aunque más fácil de corregirse. Me
refiero a la limitación de vocablos y giros verbales, al empobrecimiento
del idioma, a la reducción de la zona del lenguaje. Un idioma es como un
tesoro: delante de un tesoro, el avaro o el pacato reducen la actividad
de las monedas, contentándose con el uso de unas pocas, las suficientes
para sus breves necesidades; en tanto que el hombre enérgico y capaz
pone en movimiento todas las monedas de su tesoro, llevando a extremos
increíbles la irradiación de su voluntad.

Ahora bien, ¿me harán los lectores la merced de no incluirme entre los
arcaistas y académicos?... La conservación del tesoro del idioma, no
implica un compromiso de respeto cristalizado: el idioma tiene que ir
marchando siempre, al compás de los años y las cosas. Pero debe ir
marchando, y no estacionarse en el lugar común. ¡Cuántos escritores que
se creen revolucionarios e iconoclastas, no hacen más que encastillarse
en los lugares comunes, muy modernos y revolucionarios, pero al fin
lugares comunes!

Es una desgracia que todo un pueblo, como por sufragio universal,
decrete que la palabra _lindo_ ha de expresar todo cuanto sea
excelencia, y que ninguna otra palabra pueda tener circulación. La
desgracia en este caso significa una pérdida de diez, quince, veinte
palabras; y como cada palabra corresponde a un matiz de expresión,
hemos suprimido de nuestro mundo perceptivo numerosos puntos de vista.
Las cosas, entonces, ya no tienen para nosotros dimensión, superficie,
profundidad; las cosas quedan exhaustas de eso que es tan inapreciable
para el hombre culto: la graduación. Porque, bien mirado, lo que
distingue al civilizado del salvaje, es una cuestión de grados. El
salvaje procede como nosotros: habla, ríe, llora, piensa, guerrea,
cultiva la tierra y fabrica objetos que cambia por otros objetos. Pero
todo eso lo realiza gradualmente por debajo de lo que nosotros
realizamos. De la misma manera, un salvaje toca una música bárbara en
instrumentos groseros; de su música hasta la de Beethoven, median
infinitas gradaciones. Habla, pero sus palabras son pocas, sintéticas;
los mil matices de expresión se le escapan, porque no los percibe.
Distingue el color negro del blanco, el blanco del verde, pero confunde
el verde con el amarillo, el azul con el morado...

Si en Buenos Aires pasa una joven pizpireta y graciosa, la llaman linda;
pero si pasa una hermosa y elegante mujer la llaman linda asimismo; y le
dicen lindo a un soberbio palacio, y lindo a un patético discurso, y
lindo a una acción heroica, y lindo a un campo espléndido. Limitar de
tal modo el idioma, equivale a tirar voluntariamente un rico caudal. Es
otro lamentable descuido usar las frases, los giros, las salutaciones,
las formas arquitecturales del discurso que todo el mundo usa. Pierde
con eso su variedad el lenguaje, y nos convertimos en autómatas
parlantes.

Pero la culpa de este mal no debe achacarse a nadie, sino a la misma
constitución geográfica del país. Si el país es uniforme, el idioma
corre el peligro de ser uniforme también. Otra causa de la uniformidad
americana debe de consistir en los procedimientos coloniales de los
conquistadores: se limitaban el punto de embarque y el punto de
recepción, de manera que las cosas, las ideas y las palabras habían de
salir inexorablemente de Sevilla y llegar sin escala intermedia a
Panamá. Desde Panamá, las cosas, las ideas y las palabras eran
distribuídas en los diversos virreinatos y capitanías. De ahí proviene
la igualdad americana; esa es la causa de que el continente, a pesar de
su extensión y de la variedad climatológica, tenga más cohesión que
muchos pequeños Estados europeos; y que las canciones populares de
Méjico guarden cierta conexión rítmica con los cantos de Chile y del
Plata; y que se llame _pulpería_ en Puerto Rico a la misma cosa que en
Buenos Aires se llama _pulpería_.

Las naciones viejas y occidentales tienen, entre sus muchos defectos,
algunas cualidades buenas; la misma diferenciación regional, origen de
tantos disgustos, produce un efecto vital; el hombre de Venecia mantiene
formas y derivaciones locales, que unidas a las del hombre de Génova,
Nápoles y Siracusa, prestan al idioma italiano una continua aportación
de aguas verbales vivas. En ese caso, el idioma posee una manera de
reservas lingüísticas, propicias para conservar en estado corriente y
renovado al idioma nacional.

Idéntico es el caso de España con sus regiones tan variadas, donde los
modos de decir locales suponen una reserva inagotable para el acervo
común del idioma. En esas regiones escondidas, hasta atrasadas, se
conserva latente una transpiración íntima, un ritmo interno del
lenguaje. Sin proponérselo, el ritmo ese del lenguaje lo van traspasando
las regiones a la lengua culta, como los manantiales que vierten aguas
nuevas en un río. Porque el lenguaje, cuando se detiene y embalsa en un
centro numeroso de cultura, puede derivar en una cosa quieta y exenta
de elasticidad: para obviar tal peligro están los humildes manantiales
de las regiones, con su vigor de naturaleza virgen.

Se habla mucho de los galicismos. Pero el mal del galicismo no está en
el uso snobista de pocos o muchos vocablos gálicos. Una persona, o un
escritor, pueden intercalar en su lenguaje diversos vocablos exóticos;
decir _tour de force_ a todo trapo, y hablar de finanzas cuando cabría
decir negocios. No está ahí el mal, sino en _construir_ a la francesa. Y
desde algunos años a esta parte, nos estamos esforzando en desvirtuar el
ritmo de nuestro idioma, deformándolo, no en la parte externa, sino en
su interior. Lo estimable de un idioma, y lo que le hace ser original,
es su arquitectura, o sean los movimientos esenciales de sus oraciones.
Cada pueblo debe tener sus maneras peculiares de decir; y el pensamiento
diferenciado de un pueblo se manifiesta en formas de expresión
diferentes. Como ejemplo tenemos los idiomas germánicos y los latinos;
así como el pensamiento germánico nos es hostil en el primer instante, y
a veces no concluímos de aceptarlo nunca, del mismo modo sus idiomas se
nos resisten, y al traducirlos necesitamos variar, suprimir y aumentar
sus palabras y sus giros. Dentro de la familia de las lenguas romances,
hay, aunque en menor grado, una disparidad semejante. El italiano
castizo no construye sus oraciones, ni ataca las piezas principales de
su discurso, como un francés, ni un francés como un español. Pero
actualmente vamos suprimiendo esas diferenciaciones, y a diario leemos
artículos o libros escritos en castellano, que si se tradujeran palabra
por palabra al francés, quedarían incólumes dentro de la lengua de
Racine. Muy bien; esto parecerá una gran hazaña de adaptación europea;
pero renunciar al carácter intrínseco del lenguaje, presupone la
renuncia del carácter personal. Tales renuncias, bien examinadas, cabría
considerarlas como pecados o crímenes de lesa personalidad, o aún peor,
de lesa nacionalidad.

En el porvenir, y un porvenir muy próximo, por cierto, las guerras de
naciones se convertirán en guerras de idiomas. Lucharán los lenguajes
por la hegemonía mundial, y varias naciones se unirán en torno a un
idioma para presentar batalla a los otros.

El idioma inglés, con sus doscientos millones de adictos, triunfa
actualmente, y amenaza prosperar hasta límites incalculables. La lengua
alemana sube como una marea, al compás del fecundo crecimiento de esa
prolífica raza tudesca. Pero este nuestro lenguaje, antes glorioso, está
destinado a superar todas las metas y todos los cálculos. Las numerosas
naciones que lo hablan, cada una por su parte se esmerará en dilatarlo;
allí sólo, en la cuenca hidrográfica del Río de la Plata, promete
dilatarse hasta pasmosas cantidades de millones. Será uno de los idiomas
príncipes, uno de los grandes combatientes de esa guerra incruenta, pero
formidable, del porvenir...

Todo, pues, cuanto hagamos por ennoblecer, robustecer y abrillantar esta
arma fuerte que nos han dado, será obra que leguemos a nuestros hijos,
méritos que hagamos para la gratitud de nuestros descendientes.



EL ESTILO DESMESURADO


Es singular el número de escritores exaltados que aparecen en América. A
despecho de todas las censuras y de todos los silencios acusadores,
continuamente brotan en aquellos climas poetas o prosistas que hablan en
tono agudo, en la nota del _do_, como los tenores.

Se trata sin duda de una enfermedad. Hay poeta por aquellas calles que
padece un verdadero delirio de persecución; otros sufren la manía de
grandezas. Componen sus estrofas como si estuviesen frente a frente de
la posteridad. Más que palabras, son gritos lo que pronuncian. Se creen
entes geniales o providenciales que vienen al mundo a deshacer algún
error descomunal. Se encaran con el público, lo apostrofan, hacen gestos
de iluminado. Adoptan el papel de vengadores del pueblo unas veces, y
su demagogia virulenta quiere fustigar no se sabe qué milenarias
tiranías. Otras veces muéstranse investidos de un aristocraticismo
bayroniano, y miran al mundo con un desdén que produce perplejidad.

Cuando la moda intelectual formó en todo el mundo tantos escritores
anarquistas y socialistas, los jóvenes argentinos exigieron también su
parte de excentricidad. Brotaron poetas blasfemos y anarquistas como
hongos. El más famoso fué Almafuerte, el cual, con sus versos
crepitantes, societarios y terribles, con su retórica fantástica y sus
gesticulaciones de Cristo de suburbio industrial, instauró en la
Argentina el reinado de lo energúmeno. Ha tenido, y tiene todavía,
entusiastas imitadores.

Energúmenos del verso y de la prosa, para ellos no existe la medida, la
discreción, el arte civilizado de reprimirse. Usan palabras fieras,
versos espeluznantes, donde se complacen en rimar batalla con metralla,
trapo con sapo.

Es curioso cómo aquellos exaltados hablan de esclavitudes y desolaciones
en medio de una sociedad completamente distraída; benévola y exenta de
amarguras fundamentales.

¿A qué se debe esa manera literaria, ese prurito de hablar en tono
agudo y de mostrarse con actitudes sibilíticas? ¿Será la herencia tardía
de Víctor Hugo? ¿La lectura precipitada de Nietzsche? ¿O tal vez el
latinismo, ese latinismo gestero y exagerado que se hincha y aumenta
bajo el clima fecundo de América?

Debe consistir también en la especial educación escolar y universitaria.
Se educa al niño a los sones de los himnos patrios, y para afirmar en él
el culto de los héroes nacionales, se le obliga a una especie de
gimnasia panegírica. Después de esta gimnasia, el joven que se pone a
escribir ve la vida en forma de apoteosis, los hombres los ve en
estatua, y él mismo se considera a sí propio como perorando en la cima
de un pedestal.

Para estos defectos suele ejercitarse, en los pueblos viejos, la acción
de la crítica o la amonestación tácita, pero eficaz, del público. Pero
allí se carece de crítica, y el público, desorientado o indeciso, no
acierta a ejercer presión sobre los vicios literarios. Verdadera
democracia aquélla, en donde cada cual dice lo que le gusta, se titula
genio si quiere, destroza el idioma o atenta contra la discreción, en la
seguridad de que nadie vendrá a atajarle.

Ha de transcurrir todavía mucho tiempo, antes de que pueda formarse una
rigurosa y prudente escala de valores, de categorías y de limitaciones.
La democracia literaria necesita desfogarse aún, hasta tanto que sus
mismos abusos la pongan en la precisión de buscarse una disciplina.



LA PROFESION INTELECTUAL


No sé si voy a decir una vana paradoja: a mi entender, la causa de la
penuria literaria argentina está en la riqueza material argentina.
Cualquier actividad a que se entregue un hombre inteligente, rendirá más
provecho que el cultivo de las letras. Una persona educada, de carrera o
de alguna relación, encuentra allí fácilmente un empleo, un sueldo
pingüe, y no es raro tampoco que esa persona alcance a reunir varios de
esos pingües empleos.

Salvada la necesidad económica, esa persona cultivada no sentirá deseo
de escribir y publicar páginas que han de rendirle poco provecho
material, a cambio de un esfuerzo nervioso tan considerable. Hay, es
cierto, la necesidad moral, y hasta el prurito vanidoso, de sentar plaza
de escritor; pero esto se consigue con un libro o dos. Así hay en la
Argentina tanto hombre de talento que ha escrito un libro único, y que
no escribe más.

¿Para qué escribir? A los oídos de los seres más puros y platónicos
llega continuamente el rumor de esa marea asombrosa de los negocios
argentinos. Llama frenéticamente a todas las puertas el demonio de la
especulación. Se hace imposible huir de la marea y del rumor satánico.
Se oyen noticias de operaciones fáciles, fabulosas. El hombre más
abstraído en sus problemas ideales tiene, por tanto, que escuchar esas
palabras de tentación. Los terrenos valorizados enormemente, las
Sociedades que se fundan en un día, el tanto por ciento crecido del
capital, las sorpresas, las gangas, los hallazgos: todo esto, que anda
por el aire, se infiltra en los gabinetes de estudio y ha malogrado
tantas fecundas vidas.

Los extranjeros no se libran del contagio; muchos doctores y sabios
europeos, llegados a la Argentina con fines pedagógicos e
investigativos, a los pocos años entraron en la vorágine económica y
dieron de lado a la ciencia. Conozco abogados distinguidos que abandonan
su bufete por atender a su heredad; y médicos que visitan a un enfermo
de prisa, porque tienen que marcharse a su _estancia_ para vender
_tropas_ de novillos. Por eso es cinco veces rara y heroica la vida de
Ameghino, que sólo quiso ser sabio, allí donde todos aspiran a ser
ricos.

En los países densos de Europa, el profesor no es más que profesor, el
médico es sólo médico, y el literato, literato. Aquí no es fácil
distraer la atención en varias actividades, porque la concurrencia
resulta muy reñida. El médico que quiera asaltar un puesto eminente y
reunir nutrida clientela, deberá consagrar todos los momentos de su vida
al trabajo profesional, porque de otro modo bien pronto será suplantado.
El hombre de ciencia se encierra en su gabinete y trabaja con una ruda
intensidad. No sólo es reñida la lucha por el renombre, sino la lucha
simple por la despensa. Y ahí está la fórmula, en fin, para la creación
de una cultura propia y consistente.

De la conjunción de tantas actividades intelectuales brota en el seno de
un país un cuerpo de doctrina nacional: así vemos que la doctrina y los
métodos educativos de Alemania son diferentes a los de Francia, y los de
Inglaterra distintos a los norteamericanos. Ese cuerpo de doctrina
alemán no es producto de un decreto del emperador; para llegar al
resultado de una _cultura alemana_ ha sido necesario que sus hombres de
estudio concentrasen apasionadamente sus vidas en el trabajo. Pero si a
esos resultados no se llega por decretos imperiales, ¿habrá recursos
conocidos y asimilables, excepción hecha de las condiciones de raza,
medio y tradición? Sin duda que existen varios de esos recursos. Uno, el
principal, es el estímulo.

La sociedad, con su estimación, resulta el más grande estímulo para los
hombres que emplean sus días en faenas intelectuales. De este modo un
Pasteur o un Berthelot hallan que sus trabajos han sido pagados
espléndidamente por la sociedad francesa, con aquella veneración,
aquellos agasajos de que eran rodeados en todo momento; cada francés se
consideraba afortunado por coexistir con los sabios que daban honor a la
Francia, y cada francés, asimismo, se consideraba glorioso nada más que
por ser compatriota de Rostand o France. En sus últimos años, Víctor
Hugo, gran vanidoso, viajaba en los imperiales de tranvía para ver cómo
las gentes se paraban en la calle, y señalándole y descubriéndose,
decían: _Allí va Víctor Hugo_.

En semejantes pueblos, la labor intelectual, siempre dolorosa, está
soberbiamente compensada con goces morales, que siendo tan vagos, son
los más poderosos incentivos del genio, y los únicos goces que conmueven
de veras al genio.

Otro medio popular de la cultura consiste en formar centros
universitarios tradicionales. Se observa con frecuencia que toda la
civilización de un pueblo está reconcentrada en una Universidad, como si
hubiese sido el vientre generador del pensamiento nacional. Y a menudo
suele ser cierto. Tomemos como ejemplo lejano la Universidad de
Salamanca, de cuyas aulas salieron para las contiendas del mundo
aquellos embajadores, capitanes, obispos y literatos que adornaron la
historia española de los siglos XVI y XVII. Como ejemplo actual tenemos
la Sorbona de París, de tan ilustre abolengo, y Oxford, y tantas otras.

Se forma, pues, alrededor de una Universidad cierta atmósfera extraña,
característica, mezcla de pedantería magistral, si queréis, pero también
de alegría estudiantil y de entusiasmo pedagógico. A veces la
Universidad se traga al pueblo donde está situada, y el pueblo entero se
convierte en un criado de la Universidad. Tal debía ocurrir en
Salamanca, donde la ciudad se supeditó al servicio de su famoso
colegio, y cada estudiante y cada profesor gozaban de fueros,
distinciones y preeminencias especiales. Cuando la Universidad radica en
una población demasiado grande para ser absorbida, fórmase entonces en
torno al colegio un barrio “sui géneris”, distinto, caprichoso,
pintoresco, que goza también de fueros y libertades: verbigracia, el
barrio Latino en París. Y en esos núcleos de población, en esos barrios,
a la sombra de jardines escolares, bajo las arcadas de la Universidad,
en los sombríos claustros, en los hoteles estudiantiles, en los cafés
exclusivos, en las librerías, en los puestos de libros viejos, en los
comercios de antigüedades, en los clubs algo exagerados, en los
periodiquitos batalladores, en las reuniones nocturnas, en las
bibliotecas bien nutridas... En todo eso reside, en fin, el _ambiente
universitario_. Constituído tal ambiente, la nación entera se siente
contagiada de él. La vida escolar se hace entonces más estimada, y no
ocurre que haya una absurda distanciación entre los profesores y los
estudiantes. Al contrario, se crea cierto espíritu de cuerpo, un cierto
aire de familia. Los catedráticos aman su Universidad sobre todas las
cosas, dedican a ella su vida, viven cerca de ella, no se acuerdan de la
_valorización de las tierras_. Y los estudiantes viven juntos, siempre
en su barrio, prestando a su vida un carácter colegial. Se toma en serio
la cultura. Y es, cada uno de esos centros, una hoguera permanente y
noble que nutre de calor científico a la nación. Algo parecido a esto
había en Córdoba. No ha podido formarse en Buenos Aires. ¿Llegará a
existir en La Plata?

He nombrado la palabra _profesional_, por quien sienten gran horror
muchas personas. Bajo el apremio de teorías excesivamente idealistas, se
conceptúa que del cultivo de las letras, de la poesía, de la filosofía,
no debe hacerse nunca una profesión, y que el cambiar las ideas e
imágenes por dinero, como se cambian las cosas de la industria, es un
acto grosero y perjudicial. Sería, es verdad, mucho más grato para los
mismos escritores que sus ideas e imágenes no estuviesen sujetas a una
vulgar tarifa; pero si la acción no es grata, resulta, en cambio, muy
conveniente para la literatura y para la humanidad.

¿No era Sócrates un profesional? Carecía de otro oficio que su
filosofía, la cual no puede nadie considerar innoble y mercantil. Y
Shakespeare, ¿tenía alguna profesión que no fuera su oficio de
dramaturgo? La literatura, como todo arte, es un oficio. Un pintor
llega a pintar bien al cabo de muchos años de aprendizaje; un músico
necesita someterse a fatigosos ejercicios diarios, durante largo tiempo,
para alcanzar el dominio de su arte. El genio está ahí, en el alma del
artista; pero el arte es técnica, y la técnica se logra con un ímprobo
trabajo. La técnica literaria es tan trabajosa como la del pintor o la
del músico; un literato ha de romper muchas cuartillas, ensayar
infinitos trabajos, sufrir grandes fracasos, someterse a desalentadoras
esperas; finalmente acude la plenitud, el dominio del lenguaje, la
facilidad, adquirida con tanta dificultad... El escritor está ya
formado. ¿Qué hará de él la sociedad? ¿Le exigirá que produzca
generosamente, platónicamente? Muy bien; en ese caso, el escritor se
verá forzado a buscar la vida en otra distinta actividad, y una vez que
ha desatendido el uso de su arte, su pluma se hará torpe, su mente
perderá la fluidez exigida; olvidará la técnica, dejará de escribir.

Esas obras que nos conmueven o ilustran, obras que admiramos y que
representan para nuestra existencia moral el alimento amado, son obras
de profesionales. Los libros no surgen caprichosamente, efectos de una
súbita inspiración; han sido pensados, rumiados, escritos, después de
duras tentativas.

Los libros de los aficionados suelen ser siempre inferiores, mal
escritos, confusos, vulgares o ñoños; el diletantismo produce pésimas
frutos.

En la Argentina abunda el diletantismo, y él es una grave plaga. Le urge
a aquel país crear profesionales. Profesionales de la educación, de la
ciencia, de la literatura. Es el recurso inmediato para conseguir una
cultura densa, fuerte y nacional. Personas que no hagan más que
experiencias de laboratorio; personas que no se preocupen más que de su
cátedra; personas que únicamente pinten cuadros, y personas que
solamente escriban libros, versos y artículos. Pero, ¡esa grandeza
argentina, esa _valorización de terrenos_!... Y después la petulancia
ostentosa que adopta allí la riqueza, y la gran desgracia humillante que
supone allí la pobreza...



ATORRANTISMO


Estos renglones están escritos bajo la sugestión de un organillo; un
viejo y cascado organillo que un mozo italiano hacía sonar en la
extremidad del puerto de Buenos Aires, en aquel suburbio atestado de
gentes extrañas, cosmopolitas, venidas de los cuatro extremos del mundo.

Sonaba el organillo con la melancolía indescifrable de esos instrumentos
mohosos, que suelen remover en nuestras almas civilizadas el poso
dormido de las ideas, de las nostalgias, con mucha más eficacia que las
mismas notas selectas de una orquesta magistral. Aquel organillo tocaba
un vals. Los transeuntes lo oían y pasaban. Pero en un banco, bajo unos
árboles protectores, había un hombre, y el hombre, que antes dormitaba
placenteramente, se despertó y puso el oído bien atento a la música del
organillo. Seguramente que ese hombre, al desperezarse, se figuraba
seguir durmiendo, por mejor decir, soñando: la música le hablaba de su
juventud, de su pueblo natal, de la historia romántica de sus primeros
amores y de sus bailes bajo los tilos. Su gesto, en un principio, fué de
placer; es porque se abandonaba a la dulzura de los recuerdos, ágiles y
blancos como una banda de palomas que levantan el vuelo; después el
gesto fué de tristeza. Cuando el organillo calló, el hombre del banco se
quedó meditabundo. En seguida rectificó, y cerrando los ojos, volvió a
dormirse.

Aquel hombre era un vencido. A esa especie de hombres les llaman en la
Argentina _atorrantes_. Pero hombres vencidos los hay en todas las
partes del mundo. En los pueblos ricos y laboriosos el vencido sufre los
rigores de la moral dura y terminante. Bajo el sol andaluz, ser mendigo
es ser casi un regalo; pero bajo el cielo de Londres, el vagabundo sufre
la destilación de todas las torturas. Tampoco es más feliz en Francia el
vencido. Ese egoísmo acabado, científico, meticuloso, metódico, de los
franceses, empuja a los vencidos hacia la muerte o hacia el crimen.

Mientras que el _atorrante_ argentino, ni es el mendigo español, ni el
vagabundo francés, ni el vencido de Londres. Su filiación está más
lejos, mucho más atrás que el tiempo y el espacio actuales: Diógenes, en
fin, lo tendría por su digno compañero. Buenos Aires no lo cuida y mima
católicamente, como hace el español con su mendigo; tampoco lo lanza al
dolor, como Londres, ni al crimen, como Francia; Buenos Aires,
negligente y distraído, no hace caso de su _atorrante_; lo alimenta, le
deja vivir, y pasa. De manera que el _atorrante_, entre los vencidos de
la Tierra, es el más feliz. Come, sin saber de dónde, no le injurian, le
dejan ir, le ceden los bancos en sombra, y el clima, también generoso,
no le hostiga con rigores. Es un cínico a lo Diógenes, puede vivir
libremente, y filosofar cuanto quiera. ¡Sería feliz, en efecto, si no
existiera la parte moral! ¡Si no hubiese una tragedia en cada
_atorrante_, el _atorrante_ sería definitivamente feliz! Pero el alma,
el alma, ¡eso es lo que duele!

En todo vagabundo hay un fracasado. Pero el vagabundo europeo puede
fracasar epidémicamente; puede su vagancia haber nacido de la pereza, de
la inhabilidad manual, de la torpeza mental, o simplemente de un
morbosismo psicológico; con frecuencia es un pillo, que renuncia a
luchar de frente, para atacar de soslayo a la sociedad, como hacen el
mendigo español y el vagabundo francés; o ser un impotente y un
perezoso, como el vago inglés. Mientras que en el _atorrante_, el
fracaso arranca de las entrañas del ser. Lo que fracasa en el
_atorrante_ es todo el caudal de ensueños, de ambiciones, de conjeturas
sobre el porvenir, de proyectos grandiosos y felices para mañana. El
_atorrante_ es un hombre a quien la ilusión ha desprendido de su raíz
europea; ha venido a Buenos Aires con un bagaje sólido de ilusiones; y
en Buenos Aires, rápidamente, su caudal ilusorio se ha gastado, se le ha
ido, y el hombre se queda pobre, pero con la penuria de la ilusión, con
la inopia ilusoria, la más profunda y trágica de las inopias.

Considérese que un hombre no se decide a traspasar el ancho piélago
oceánico sino a requerimientos de una índole trascendental. El acto de
desarraigarse, de abandonar las formas y los colores y los afectos
natales es un acto único en la vida de un hombre; para que ese acto se
realice, ha sido necesario que todos los motores internos se pusieran en
actividad, y que una ilusión suprema viniese a henchir el alma del
emigrante. Esta ilusión se compone de un deseo: la riqueza. A la mirada
del emigrante, la visión de América se sintetiza en una especie de
locura dorada. La fortuna se le representa vivamente, y se embarca con
la firme seguridad de que ha de volver a su pueblo oyendo el tintineo
jubiloso de las monedas en sus bolsillos. Y que ha de realizar después
todo cuanto sueña: la buena comida, los buenos vinos, el buen amor de
una bella muchacha y la serenidad de una vejez abastecida.

Pero este hombre llega, y a los pocos meses se retira de la lucha. Es
joven aún, es fuerte, es inteligente. Sin embargo, no quiere luchar. Se
retira a un lado, deja pasar a los victoriosos, y él no pide nada, sino
vivir. Ha perdido su bagaje ilusorio. Le falta la voluntad. Le falta
algún acicate interior y misterioso. ¿Qué tragedia moral ha sucedido en
el alma del _atorrante_?... Lo extraño de este fenómeno psicológico, es
que la mayoría de los _atorrantes_ que huelgan por la ciudad, son de
procedencia hiperbórea. Para los pueblos latinos y cálidos, el fenómeno
se presenta lleno de curiosidad. Porque nosotros, hombres a quienes
llaman ahora decadentes, tenemos de los otros hombres septentrionales
una idea respetuosa; consideramos, no sin justicia, que los hombres de
raza rubia asumen el imperio de la fuerza, del trabajo y de la victoria:
no podemos concebir que un inglés, un germano o un escandinavo rueden
por las calles en estado de miseria o de vencimiento. Por eso, cuando un
hombre de barbas rubias y de hablar tartajoso nos asalta con la mano
tendida, sufrimos una decepción y una gran perplejidad, la misma que nos
invade cuando alguno nos derriba alguna verdad que teníamos por
inconcusa. Que un inglés me pida un peso para comer, produce en mi mente
el mismo asombro que la negación de que la tierra es redonda.

Permitidme que hable con tanta unción de un personaje roto y
desventurado. La gente mira pasar a los _atorrantes_, y apenas si se
fija en ellos. Yo estimo que en esos seres hay océanos de problemas
psicológicos, y que la pluma de los escritores debiera atacar ese motivo
interesante, maduro, tentador. Caminando al azar por calles y plazas,
siempre que tropiezo con un _atorrante_ me paro a observarlo. Tienen
para mí esos seres el interés agudo de los supremos conflictos. A fuerza
de observarlos, he llegado a entender el contraste de sus almas turbias
y extrañas, en frente de la vida brillante y laboriosa de Buenos Aires.
Mirándolos bien, acaso he llegado a considerar que en la profundidad de
sus almas existe una mayor sabiduría que en las almas de los
triunfadores, de los que llamamos, muy de ligero, felices y sabios. Y he
llegado también a rectificar mi primera impresión; he sospechado que en
el alma del _atorrante_ ha habido, en efecto, una previa tragedia, un
supremo dolor; pero eso ocurre al principio, en el instante de la caída,
cuando todo el bagaje ilusorio y mental se desploma, cuando viene la
hora del gran desengaño; después, al cicatrizarse la herida, he
sospechado que en el alma del _atorrante_ sobreviene una suave
serenidad. Su ser entero se convierte en filosofía. Piensa, como su
abuelo Diógenes, que la grandeza y la fortuna de Alejandro es pura
vanidad; que en la vida sólo hay una cosa efectiva, el dolor; y como el
origen certero del dolor es la actividad, renunciando a ésta se libra de
aquél. De esta manera consigue el _atorrante_ evadirse del sufrimiento.
No actúa, no lucha, no pide la felicidad por conducto del trabajo y de
la pasión sobreexcitada; deja que la felicidad se produzca
espontáneamente, por el mero hecho de no buscarla... El _atorrante_ sabe
instintivamente que la felicidad es como la mujer; si se la busca y
suplica, se muestra esquiva, pero si se la desprecia, ella acude sin
condiciones.

En otro clima y en otra sociedad menos amables, el _atorrante_ sería un
ser desgraciado; en Buenos Aires vive fácilmente, casi con la facilidad
de los gorriones. El clima es benigno con él; hay más días de sol que de
lluvia, y el frío no aprieta demasiado. La gente no le mima, bien es
verdad; la gente, ocupada con exceso, tiene la religión del trabajo, y
el holgazán le merece desprecio. Pero la gente, al mismo tiempo, carece
de aquella crueldad moralizante de otros pueblos, y le deja vivir. Le
dejan ir por las plazas y los paseos, tomar el sol, acostarse a dormir
la siesta en los bancos de los jardines, a la misma hora en que todas
las gentes sudan febriles. Sólo le limitan la entrada en ciertas calles;
cuando al caer de la tarde, por ejemplo, un _atorrante_ se atreve a
entrar en la calle Florida, los vigilantes lo expulsan, para que sus
andrajos no desentonen entre el lujo de los atildados transeuntes. Pero
esta limitación no le ofende ni lastima mucho: él ha renunciado al
orgullo, no siente herida su dignidad al ser expulsado como un perro; en
cuanto a la contemplación de los atildados y lujosos transeuntes, a él
producen irónico desprecio. Conoce la cantidad de dolor que ha sido
preciso desarrollar para adquirir un lindo sombrero con plumas
ondulantes, o una cadena gruesa de oro.

El prefiere otras venturas más reales y sólidas. Sabe dónde corre una
brisa dulcísima, o dónde cantan más deliciosamente los pájaros. Conoce
todos los secretos de la ciudad, como si la ciudad hubiera sido hecha
para su goce exclusivo. Obsérvese atentamente y se verá que las gentes
llamadas poderosas y felices se reservan los puntos más desagradables de
la ciudad, tales como las calles estrechas y llenas de carros,
estrepitosas, sucias, irrespirables; en cambio el _atorrante_ se reserva
los puntos más deliciosos. A cualquier hora del día, pero singularmente
en las horas de más frío o calor, los jardines están solitarios; si el
tiempo es de bochorno y de sudor, los árboles no tienen a quien
albergar, y si hace frío, en las explanadas de los paseos el sol no
tiene a quien acariciar con su tibieza. Las gentes sabias y felices
están ocupadas en trabajar, en reunir elementos de dicha... y la dicha
real está en otra parte. Entonces el _atorrante_ bendice la providencia
de los hombres, que han construído unos jardines tan hermosos, y se
recrea en ellos. Se tumba tranquilamente, y deja que el ave rara de la
felicidad le roce con su ala misteriosa.

¿Y de qué se alimenta el _atorrante_? Preguntad a los gorriones de qué
viven: de lo fortuito, de lo desconocido, de las migajas caídas. Aquí
abre la portezuela de un ricacho, allí recoge el pañuelo que se le cayó
a una dama, más allá aguarda el paso de los padrinos de un bautizo, en
otra parte busca un coche de alquiler para un señor que lleva prisa; o
come las sobras de los cuarteles, o pide una limosna a los transeuntes,
o llega en el momento de la comida de los obreros, y con sublime
cinismo, él come pan ganado con el sudor de la frente ajena. Vive de
milagro, según dice la gente; pero él no cree en el milagro, y sabe que
la vida es cosa natural, simple, lógica, y que el acto de comer no
merece la transcendencia que se le da. Toda la humanidad preocupada con
la conquista del pan, ¡cuando el pan llega a la boca del individuo sin
ningún esfuerzo! Esta verdad la conocen muy bien los gorriones, los
_atorrantes_, y la conocía también Jesús Nazareno, cuando predicaba a
los obcecados judíos diciéndoles: “¿Atesoran las aves del campo? Sin
embargo, ellas están bien gordas y adornadas...”

Es extraño que los sociólogos argentinos no se hayan apoderado de este
problema del _atorrantismo_, tratándolo en sus fases curiosas,
originales, características. Ya que se trata de un ejemplar diferente
del vagabundo, y que adopta aspectos que pudieran llamarse nacionales,
bien se merece largos y detenidos estudios. Yo he preferido hablar de él
como de pasada, mirándolo desde el lado sentimental.

Vayan estas líneas dedicadas a ese tipo singular, el cual, quizá por un
fenómeno de paradoja, merece toda mi ferviente simpatía...



LOS “PAYADORES”


He aquí unos personajes anacrónicos que en plena Pampa tienen la extraña
virtud de reproducir las costumbres trovadorescas de la Edad Media.

El _payador_ es un rústico y rudimentario _trovero_, que si no mantiene
la finura y la delicadeza de sus antepasados europeos, conserva los
hábitos de bohemia y de parasitismo que distinguían a trovadores y
juglares. Es algo más que un juglar, porque no se limita a repetir las
coplas que otros inventaran, y un poco menos que un trovador, a causa de
su incultura y rusticidad.

En fin, es un pícaro con donaire y con imaginación que acierta a vivir
lindamente de las sobras y los regalos, y que, igual que los juglares,
solicita un “vaso de buen vino”, que para él se convierte en un frasco
de ginebra.

Su especialidad, dentro de la retórica trovadoresca, suelen ser las
_tensiones_. Le gusta a él, y todavía le gusta más a su público, que
otro _payador_ acepte el reto. Entonces, en las veladas que siguen a los
bautizos, bodas, esquileo de ovejas y hierra de ganados, los dos
_payadores_ se sitúan frente a frente, disponen sus guitarras, y con una
tonada monótona que recuerda bastante a cierta música andaluza, se
traban en una lucha de discreteos, de mordacidades y también de
insultos. A la copla de uno contesta el contrincante como puede, y es
más estimado el _payador_ que acierta a sugerir burlas y alusiones más
ingeniosas. Si además sabe embellecer su canto con algunas imágenes
poéticas e ingenuamente rimbombantes, el público le concede grandes
agasajos y larga estima.

La gente del campo en la Argentina conserva el recuerdo de algunos
famosos _payadores_, y hasta se ha formado la leyenda del máximo
_payador_, el más glorioso de todos y el más inexistente.

En efecto, la literatura argentina ha podido utilizar, no siempre con
fortuna, la leyenda de _Santos Vega_, especie de héroe gauchesco que
recorría las _estancias_ y las _pulperías_ a lomo de su buen caballo, y
armado de su guitarra sonora. Nadie sabía cantar como él; nadie más
ingenioso, inventivo y conmovedor; inutilmente osaban contra él todos
los adversarios. Pero un día, estando a la sombra de un ombú rodeado de
admiradores, bruscamente llega un desconocido y pide licencia para
luchar con el héroe. Cantan los dos, y pronto conoce _Santos Vega_ que
su gloria ha terminado para siempre. ¡Su contrincante sabe cantar mejor
que él, y el auditorio, mudo de terror, tiene que reconocerlo así!...
¿Quién era aquel payador misterioso, que tanto sabía cantar, y que al
punto de su victoria huye sin dejar rastro? No podía ser otro que el
diablo... Vencido, pues, por el mismo demonio, _Santos Vega_ cae en una
profunda melancolía y muere.



EL EXITO DEL “MARTIN FIERRO”


El poema de José Hernández tuvo desde el principio una aceptación
ruidosa; el pueblo inculto lo acogió como la expresión más sincera y
veraz del alma, de las costumbres y de los modismos populares, y pronto
las mismas personas ilustradas reconocieron al “Martín Fierro” un valor
de cosa oportuna y providencialmente acertada. Sin embargo, como a otras
muchas obras de imaginación, las gentes doctas tardaron bastante tiempo
en atribuir a este poema popular el mérito de originalidad y de
excepción que hoy se le concede en los países del Plata.

En el prefacio a la edición décimocuarta, que utilizo en este momento,
los impresores se congratulan de haber llegado a la cifra de 62.000
ejemplares, “hecho sin precedente en estos países americanos”, como los
mismos editores confiesan con admiración. “Aquí, en Buenos Aires, la
ciudad de más movimiento intelectual del Nuevo Mundo (sic), no conocemos
resultado semejante, ni aun tratándose de aquellas obras políticas,
literarias o económicas, que lograron alcanzar gran boga. Millares tras
millares ha colocado sin dificultad el editor de cada edición, en medio
de la sorpresa que experimentaba al recibir, hasta por telégrafo,
pedidos que le hacían de diversos puntos de la campaña...”

Primeramente apareció “El Gaucho Martín Fierro”, y en vista de su boga
el autor se apresuró a dar la segunda parte, con el título de “La Vuelta
de Martín Fierro”.



SARMIENTO


Domingo F. Sarmiento es una de las figuras más culminantes de la
República Argentina. Su vida, que por gracia de los dioses fué muy
larga, la dedicó enteramente al progreso y la cultura de su país.

Carácter original y combativo, tenía las características de su verdadera
raza, la española. Sin embargo, o tal vez por lo mismo, España le debe
bastantes juicios agrios y una enemistad que, por lo apasionada e
injusta, demuestra igualmente su procedencia española...

Asumió desde la juventud la tarea de organizar un país que carecía de
todo, empleando la espada o la pluma, afrontando el destierro, no
tomándose un instante de reposo, puesto que a todas horas disputaba,
contradecía, enseñaba, siempre con una candente violencia. Un día se
presentó en el Congreso y comenzó su discurso: “¡Traigo los puños llenos
de verdades!...”

Su violencia le ganó el sobrenombre de loco. Los más corteses se
reducían a titularle energúmeno. Era un hombre, en efecto, que no estaba
nunca satisfecho, y que pelearía con su sombra si le faltasen objetos de
combate. No le faltaban, sin duda. Salió a la palestra cuando la
Argentina cruzaba la zona más difícil de su existencia; cuando la
tiranía de Rozas empujaba al país hacia un ignominioso retroceso
político; cuando las mejores flores de la cultura colonial, después de
algunos lustros de independencia, se malograban miserablemente; cuando
las ciudades se empobrecían y se embrutecían, y el gauchaje, como
reflujo bárbaro o indio, dominaba en esas ciudades.

Los tiempos y la ocasión no exigían, de seguro, procedimientos blandos.
Sarmiento, argentino también en esto, hizo de “compadre” intelectual
frente al cerril empecinamiento de la incultura. Fué audaz, violento,
agresivo, desafiador, sarcástico, brutal, en un país donde el valor y la
violencia individuales conservan tan profundo prestigio.

Estuvo reñido con todos; vivió formándose enemigos. Es cierto que se
movió en los lugares más favorecidos por la saña y la tempestad: el
periodismo y la política.

No le exijamos, pues, una cualidad de escritor consumado; no queramos
ver en él un estilista, un gran creador de figuras novelescas, ni un
erudito. No tuvo tiempo para formarse una personalidad literaria. Sólo
tuvo tiempo para reñir y aguantar polémicas.

Sin embargo, resulta el escritor más personal de la Argentina, tal vez
el más completo hombre de letras de su país. Y a la distancia, después
que el ruido eventual se ha despejado, queda de Sarmiento únicamente su
figura literaria. El mismo Mitre, hermano suyo en genialidad, nos aporta
una figura más compleja, y no pueden separarse de él las cualidades de
militar y de gobernante, asociadas para siempre a la historia argentina.

Escribiendo fragmentariamente, nutriéndose de cultura al pasar, viviendo
en continua zozobra, Sarmiento ha logrado dibujarse como una vigorosa
personalidad literaria. Posee un sabor intenso, imborrable, original.
Sin que su estilo se distinga por ninguna condición expresa, escribiendo
con frecuencia deshilachadamente, logra, no obstante, componerse una
vigorosa personalidad literaria.

Es personal siempre, pero a la manera más estimable y profunda, no por
un amaneramiento estilista. Su naturaleza portentosa vibra y rebosa en
sus inmensos trabajos. Nada se escapa a su interés. Escribe de
costumbres, de crítica literaria, de política, de sociología, de
pedagogía. Cuando su espíritu reposa, sabe componer páginas tan sentidas
y poéticas como las de “Facundo” o de “Recuerdos de Provincia”.

Creemos interesante reproducir algunos trozos literarios de Sarmiento,
como muestra de su estilo y de su opinión a propósito de las cosas de
España. Entresacamos unas páginas de un viaje por la Península,
realizado en la primera mitad del siglo XIX. Siempre es curioso oir las
impresiones que nuestro país le merece a un intelectual americano,
especialmente en una época tan agitada. Lástima que la “moda romántica”
y el recuerdo reciente del viaje de Alejandro Dumas le hagan incurrir en
defectos de tono, en amaneramientos de escuela literaria y en esas
exageraciones habituales al ritual romántico-progresista del siglo
pasado.

       *       *       *       *       *

                                       _Madrid, Noviembre, 15 de 1846_.

Esta España, que tantos malos ratos me ha dado, téngola por fin en el
anfiteatro, bajo la mano; la palpo ahora, le estiro las arrugas, y si
por fortuna me toca andarle con los dedos sobre una llaga, a fuer de
médico, aprieto maliciosamente la mano para que le duela, como aquellos
escribanos de los Tribunales revolucionarios, o de la inquisición de
antaño, que de las inocentes palabras del declarante sacaban por una
inflexión de la frase el medio de mandarlo a la guillotina o a las
llamas. Preguntado cuál es su nombre, etc., y no respondiendo, el
escribano pone: “se obstina en ocultar su nombre”. Interrogado de nuevo,
dice que es sordo; entonces escribe, “el acusado confiesa que conspira
sordamente”. Y luego aquellos benditos padres, con su hábito chorreado
de polvito sevillano, con su voz gangosa, condolida y melíflua:
“¡hermano! ¡abandonaos a la misericordia infinita del Santo
Tribunal!...” “¡Infeliz! si os callais, sois condenado como hereje
contumaz, endurecido; si hablais una palabra, seréis sospechado de leve,
de grave, de gravísimo, de relapso, de todo, menos de que sois hombre,
de que tenéis razón, de que sois inocente”, porque esa sospecha no pasó
nunca por aquellas almas devotas.

Poned, pues, entera fe en la severidad e imparcialidad de mis juicios,
que nada tienen de prevenidos. He venido a España con el santo propósito
de levantarla el proceso verbal, para fundar una acusación, que, como
fiscal reconocido ya, tengo de hacerla ante el Tribunal de la opinión en
América; a bien que no son jueces tachables por parentesco ni
complicidad los que han de oir mi alegato. Traíame, además, el objeto de
estudiar los métodos de lectura, la ortografía, pronunciación y cuanto a
la lengua tiene relación. De lo primero he hecho una pobre cosecha, y
del resto encontrado secretos que a su tiempo verán la luz. Imaginaos a
estos buenos godos hablando conmigo de cosas varias y yo anotando:--no
existe la pronunciación áspera de la _v_; la _h_ fué aspirada, fué _j_,
cuando no fué _f_; el francés los invade; no sabe lo que se dice este
académico; ignoran el griego; traducen y traducen mal lo malo. A
propósito, una noche hablábamos de ortografía con Ventura de la Vega y
otros, y la sonrisa del desdén andaba de boca en boca rizando las
extremidades de los labios. ¡Pobres diablos de criollos, parecían
disimular, quién los mete a ellos en cosas tan académicas! Y como yo
pusiese en juego baterías de grueso calibre para defender nuestras
posiciones universitarias, alguien me hizo observar que, dado caso que
tuviésemos razón, aquella desviación de la ortografía usual establecía
una separación embarazosa entre la España y sus colonias. Este no es un
grave inconveniente, repuse yo con la mayor compostura y suavidad; como
allá no leemos libros españoles; como ustedes no tienen autores, ni
escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores,
ni cosa que lo valga; como ustedes aquí y nosotros allá traducimos, nos
es absolutamente indiferente que ustedes escriban de un modo lo
traducido y nosotros de otro. No hemos visto allá más libro español que
uno que no es libro, los artículos de periódicos de Larra; o no sé si
ustedes pretenden que los escritos de Martínez de la Rosa son también
libros! Allá pasan sólo por copilaciones, por extractos, pudiendo
citarse la página de Blair, Boileau, Guisot, y veinte más, de donde ha
sacado tal concepto, o la idea madre que le ha sugerido otro
desenvolvimiento. Lo que daba más realce a esta preparación era que, a
cada nueva indicación, yo afectaba apoyarme en el asentimiento unánime
de mis oyentes. Como ustedes saben... decía yo, como ustedes no lo
ignoran... ¡Oh! estuve admirable, y no había concluído cuando todos me
habían dado las buenas noches...

Mas es preciso que os introduzca a España por dos caminos. Hay dos en
España para diligencia. Hay diligencias. ¿No lo creeis? Verdad de Dios,
y en prueba de ello que se mandaron a hacer a Francia las que viajan por
la carrera de Bayona a Madrid, que son las únicas que tienen forma y
comodidades humanas. Hay en ideas, como en cosas usuales en los pueblos,
ciertos puntos que han pasado ya a la conciencia, al sentido común, y
que no pueden alterarse sin causar escándalo, subversión en los ánimos.
Por ejemplo, el arnés de las bestias de tiro en Inglaterra, Francia,
Alemania o Estados Unidos, es una de esas cosas invariables; compónese
de correas negras, lustradas, con hebillas amarillas, afectando cuando
más en cada país diferencias insignificantes. Se entiende, pues, que la
diligencia ha de ser tirada por dos, cuatro, cinco caballos manejados
del pescante; que el conductor ha de llevar bota granadera, sombrero de
hule y largo chicote para animar sus caballos. Salís de Bayona hacia
Irún y Vitoria, y el francés, o el europeo caen, al pasar una colina,
en un mundo nuevo. La diligencia es tirada por ocho pares de mulas
puestas el tiro de dos en dos, a veces por diez pares en donde el devoto
repasándolas con la vista podría rezar su rosario; negras todas,
lustrosas, fusadas, rapadas, taraceadas, con grandes plumeros carmesí
sobre los moños, y testeras coloradas, y rapacejos y redes y borlas que
se sacuden al son de cien campanillas y cascabeles; animado este extraño
drama por el cochero, que en traje andaluz y con chamarra árabe, las
alienta con una retahila de blasfemias a hacer reventar en sangre otros
oídos que los españoles; con aquello de _arre p_.... marche la
_Zumalacarregui, anda... de la Virgen, ahí está el carlista... p...
Cristina janda, jandaaa!_ y Dios, los santos del cielo y las potestades
del infierno entran _pèle mèle_ en aquella tormenta de zurriagazos,
pedradas, gritos y obscenidades horribles. Triste cosa por cierto, que
en los dos países exclusivamente católicos de Europa, en Italia y
España, el pueblo veje, injurie, escupa a cada momento todos los objetos
de su adoración, de manera de hacer temblar un ateo. Leed aquellas
reyertas de los gondoleros de Venecia, descritas por Jorge Sand, en que
el uno echa en cara al otro para injuriarlo las sodomías, bestialidades
y torpezas de su madona.

El extranjero que no entiende aquella granizada de palabras
incoherentes, se cree en un país encantado, abobado con tanta borlita y
zarandaja, tanta bulla y tanto campanilleo, y declara a la España el
país más romancesco, más sideral, más poético, más extra-mundanal que
pudo soñarse jamás. Entonces pregunta dónde está Don Quijote y se
desespera por no ver aparecer los bandidos que han de detener la
diligencia y aligerarlo del peso de los francos, fruición que codicia
cada uno, para ponerla en lugar muy prominente en sus recuerdos de
viajes. M. Girardet, pintor delegado por la _Ilustración_ de París para
tomar bosquejos de las fiestas reales del próximo enlace de Montpensier,
y que había viajado por Egipto, Siria, Nubia y Abisinia, me decía
encantado: esto es más bello que los asnos del Cairo; ¿qué es lo que
dice el cochero... p... c...? Afortunadamente Mr. Blanchard, enviado por
Luis Felipe para bosquejar los grandes actos del drama de Madrid para
las galerías de Versalles, conocía mejor que yo, y gustaba más que yo de
aquella lengua, de la que daba detalles y muestras encantadoras. M.
Blanchard, grande admirador de la España, había residido muchos años,
agente secreto para la compra de cuadros de la escuela española, viajado
con muleteros seis meses en los puntos más salvajes de la España, sido
desnudado, aporreado y saqueado cinco veces; grande taurómaco, podía
darnos mil detalles picantes de las costumbres españolas que no están
escritas en libro alguno. Viajábamos los tres en la _imperial_, aunque
en lo más crudo del invierno, y no cupieran en un grueso volumen las
pláticas que sobre artes, viajes, historia, anécdotas tuvimos en cinco
días con sus noches, salvo alguna cabeceada para reparar las fuerzas.

Alejandro Dumas nos decía ayer, hablando de la España. “Poco me importa
la civilización de un país; lo que yo busco es la poesía, la naturaleza,
las costumbres”. El creador de las _Impresiones de viaje_, que han hecho
imposible escribir verdaderos viajes que interesen al lector, y el autor
de los cuentos inimitables que entretienen los ocios de todos los
pueblos civilizados, reconocía sin duda que el brillo de esta atmósfera
meridional, cuyos violados tintes se agrupan en el horizonte y en las
ondulaciones de este cielo desnudo, algunos paisajes que ha descrito
admirablemente, sin haberlos visto, en sus _Quince días en el monte
Sinaí_.

El aspecto físico de la España trae, en efecto, a la fantasía la idea
del Africa o de las planicies asiáticas. La Castilla Vieja es todavía
una pradera inmensa en la que pacen numerosos rebaños, de ovejas sobre
todo. La aldea miserable que el ojo del viajero encuentra, se muestra a
lo lejos terrosa y triste; árbol alguno abriga bajo su sombra aquellas
murallas medio destruídas, y en torno de las habitaciones, la flor más
indiferente no alza su tallo, para amenizar con sus colores escogidos la
vista desapacible que ofrecen llanuras descoloridas, arbustillos
espinosos, encinas enanas y en lontananza montañas descarnadas y
perfiles adustos. En cuanto a pintoresco y poesía, la España posee sin
embargo grandes riquezas, aunque por desgracia cada día va perdiendo
algo de su originalidad primitiva. Ya hace, por ejemplo, cuatro años que
la diligencia no es detenida por los bandidos con aquellas largas
carabinas que aún llevan consigo hasta hoy los muleteros, rasgo que
caracteriza a todas las sociedades primitivas, como los árabes, los
esclavones, los españoles. Dos artistas franceses acaban en estos días
de recorrer las montañas de la Ronda, atravesando en mula el reino de
Murcia, y continuando a pie su excursión, desde Sevilla a Madrid, sin
haber tenido la felicidad de ser atacados por los bandidos como se lo
habían prometido, a fin de descargar las carabinas de que se habían
provisto, o tomar las de Villadiego, según lo aconsejase la gravedad del
caso. En cambio la pobre España ha adquirido el municipal, bicho raro
importado de extrangis, y cuyo bulto eminentemente prosaico y
civilizador, recorre los caminos en traje de parada, disipando con su
presencia toda cavilación un poco poética. ¿Cómo pensar, en efecto, en
el Cid, los godos, o los moros, cuyas tiendas cubrían en otro tiempo
estas llanuras, cuando ve uno al gendarme o al guardia municipal con su
banderola amarilla, y su sombrero galoneado?...

       *       *       *       *       *

Andando más adelante y saliendo de la Vizcaya, la vista se reposa sobre
el cuadro pintoresco que presenta Burgos, capital de Castilla la Vieja.
Por un acaso, feliz sin duda, la diligencia no llega a la ciudad, sino a
una hora avanzada de la noche que oculta al viajero el desaseo de la
población. Burgos con su catedral gótica, se levanta cual sombra de los
tiempos heróicos, como el alma en pena de la caballería española. M.
Girardet y un joven Manzano, de Concepción, me acompañaron para visitar
la ciudad silenciosa. Era ya media noche, y los pálidos rayos de la
luna, que de tiempo en tiempo atravesaban las nubes, se colaban por
entre la blonda transparente de las flechas de la catedral. El color
pardusco de aquella piedra, que ha recibido el baño galvánico de los
siglos, y la luz incierta del fondo sobre el cual se diseñaban las
numerosas agujas, torres y pináculos que decoran la masa del edificio,
daban al conjunto un aspecto fantástico que me traían a la memoria
aquellos efectos fantásticos de luna representados en las decoraciones
de ópera. Mis miradas se aguzaban en vano por distinguir en la masa
opaca los adornos de detalle que cubren de un bordado imperecedero la
superficie de la construcción, y cuya invención, variada al infinito,
con minuciosa prolijidad de ejecución, hacía la gloria del arquitecto de
la Edad Media. Girardet y yo nos acercábamos a tientas a los pórticos
que la luna nos alumbraba, para palpar las estatuas de apóstoles y
santos que guardan la entrada como mudos fantasmas.

Los serenos que guardan el reposo de los vecinos, debieron alarmarse al
ver dos bultos negros y silenciosos detenerse de distancia en distancia
como si temieran avanzar y rodando en torno de la iglesia a hora tan
excusada. Uno de ellos se dirigió hacia nosotros, bañándonos el rostro,
para reconocernos, con los rayos reconcentrados de su linterna de
reverbero; después habiéndose apercibido por algunas exclamaciones de
entusiasmo que se nos escapaban, de que éramos simples viajeros, se
ofreció comedidamente a servirnos de guía para hacernos ver los otros
monumentos de la ciudad.

A la luz de su linterna ascendimos una altura en donde se encuentra un
arco de triunfo erigido a la memoria de Fernando González, aquel
valiente caudillo, que sin hacerse rey fundó la independencia de la
Castilla. Un poco más lejos aparece un trofeo levantado, según es fama,
sobre el lugar mismo en que estaba situado el salón feudal, en el cual
el Cid solía recibir a los príncipes y reyes que solicitaban el potente
auxilio de su brazo. El sereno elevando la linterna a la punta de su
lanza, nos alumbraba las armas del Cid esculpidas en la piedra, y la
inscripción casi borrada que recuerda sus hazañas. El monumento está
rodeado de postes o linderos de piedra, los cuales, vistos a la luz
indecisa de la luna, semejan piedras druídicas; y al lado de la derruída
muralla, que en otro tiempo guardaba la ciudad, se enseñan las ruinas
de la habitación particular del Cid. Existe un fragmento de la cadena
que los nobles castellanos colgaban sobre sus puertas en señal de
vasallaje, y una barra de fierro incrustada horizontalmente en el muro
indicaba la brazada del Cid. Girardet y yo la medimos con nuestros
brazos sin alcanzar a sus extremidades. Otro francés de talla ordinaria,
pero ancho de espaldas, ensayó sus brazos igualmente y se aproximó un
tanto a la medida, lo que nos hizo concluir que el Cid Campeador debió
ser uno de esos hombres robustos y cuadrados, como Bayardo, que parecen
haber sido creados expresamente para mangos de una temible espada
toledana.

En seguida nos asomamos a las almenas de la muralla, en la parte que el
tiempo no ha destruído, y desde allí dejábamos vagar nuestras miradas
por entre los intersticios, sobre la silenciosa e indefinible campaña,
amedrentándonos maquinalmente con el silencio de la noche, como si
temiéramos ver aparecer a lo lejos los grupos de enemigos, las tiendas
de la morisma, o los reales de los caballeros feudales. Continuando
nuestra peregrinación nocturna, que turbaban solamente los ladridos
plañideros y prolongados de los perros, llegamos a una capilla de
construcción romana, y cuya arquitectura sin carácter deja ver su
extrema antigüedad; al lado de la puerta se muestra una cruz que la
tradición ha llamado la cruz del juramento de vasallaje y fidelidad del
Cid, el cual no sabiendo firmar, hubo de trazar con la punta de su
terrible espada aquella extraña marca. Yo no recuerdo excursión alguna
que me haya llenado, como la de aquella noche, de tan vivas emociones.
Es verdad que la oscuridad de la noche, envolviendo en su sombra los
edificios particulares, presta a los antiguos monumentos algo de vago y
misterioso que añade un nuevo encanto a las epopeyas cuyos recuerdos
consagran. Burgos de noche es la vieja Burgos de las tradiciones
castellanas, la morada del Cid, la catedral gótica más bella que se
conoce. De día es un pobre montón de ruinas vivas y habitadas por un
pueblo cuyo aspecto es todo lo que se quiera, menos poético, ni culto,
dos modos de ser que se suplen uno a otro.

Pero al paso que van las cosas en España, toda poesía y todo pintoresco
habrá desaparecido bien pronto. Ya no se ven aquellos monjes blancos,
pardos, chocolates, negros, overos, calzados y descalzos, que hicieron
la gloria del paisaje español hasta 1830, cuando una Saint Bartelemy
imprevista vino a pedirles cuenta de los autos de fe de la Inquisición.
Apenas se encuentran al día en los caminos seis u ocho clérigos,
hechizos del fraile que está suprimido, y envueltos en sus anchos
manteos, resguardándose de los rayos del sol y de la lluvia, ellos y el
manteo, bajo la sombra del sombrero de teja que caracteriza al clero
español y a los jesuítas de
Roma..........................................


FIN



ÍNDICE


                                                                _Páginas_

Preliminar                                                             7

El Argumento                                                          21

Jactancia y valentía                                                  29

El escenario de Martín Fierro                                         39

El amor y la queja                                                    55

El cuchillo del gaucho                                                63

Hazañas y entreveros                                                  71

Los indios                                                            83

Un duelo con un salvaje                                               99

Refranero picaresco                                                  111

Consideraciones finales                                              121

Un conflicto de sentimientos                                         133

Martín Fierro y Sarmiento                                            143

APÉNDICES

Explicación de algunos criollismos                                   161

Estoicismo criollo                                                   169

Estética de la palabra                                               177

El estilo desmesurado                                                189

La profesión intelectual                                             193

Atorrantismo                                                         203

Los payadores                                                        215

El éxito de Martín Fierro                                            219

Sarmiento                                                            221





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