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Title: Que nada se sabe
Author: Sánchez, Francisco
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Que nada se sabe" ***

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_, y las versalitas se
    han convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido respetada pero se han
    puesto tildes a las mayúsculas que las necesitaban.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y ubicadas al final
    del libro.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



  BIBLIOTECA
  RENACIMIENTO

  COLECCIÓN GIL-BLAS,
  DIRIGIDA
  POR DON
  RICARDO LEÓN,
  DE LA REAL ACADEMIA
  ESPAÑOLA

  CLÁSICOS
  ESPAÑOLES



  QVE NADA SE SABE
  _POR EL_
  DOCTOR FRANCISCO SÁNCHEZ

  _MÉDICO Y FILÓSOFO_

  _PRIMERA TRADVCCIÓN
  EN LENGVA CASTELLANA_

  Con un prólogo de MENÉNDEZ Y PELAYO.


  GIL-BLAS
  RENACIMIENTO



_DEDICATORIA_


  _Al integérrimo y elocuentísimo varón
  Diego de Castro
  saluda
  Francisco Sánchez._



[Ilustración]


Revolviendo ha poco mi biblioteca, Diego carísimo, di casualmente con
este opúsculo que compuse y trabajé durante siete años con propósito
de no darle a luz antes del noveno; mas ahora que le hallé, hecho una
criba de la polilla y los ratones, comprendí que si aún espero dos años
en dar sus pobres folios a la estampa es de temer que más sirvieran
para darles al fuego que para darles a luz.

Ello me indujo a abortar el librejo a toda prisa, juzgando
ambiciosamente que así como los partos humanos no sólo son viables al
noveno mes, sino también cuando alcanzan el séptimo, de igual suerte
podrá sobrevivir, con toda su ruindad, este aborto sietemesino.

¿Cuántos meses, cuántos años, cuántos siglos serían menester para que
en los partos del ingenio nada hubiese al cabo que mudar ni corregir?
¿Y no vemos con frecuencia cómo los autores, al pulir y rehacer sus
obras para acrecentar su virtud, las deforman en vez de reformarlas y
enervan o aniquilan sus bríos en lugar de robustecerlos?

Salga, pues, al campo este engendro de mi mocedad, libre y silvestre
como las palomas torcaces, llano y rudo como el soldado que va a
combatir contra el error. Y si acontece que le acorralan sus enemigos,
encárgale que se acoja a tus reales, amantísimo Castro, que en parte
alguna se hallará más seguro.

Y para que nadie le corte el paso antes que tú le conozcas, te lo envío
con estas letras para que lo más pronto posible te salude en mi nombre,
confirme nuestra amistad y, sellado con tus armas, salga a campaña
desembarazadamente.

Recíbelo, pues, con alegre rostro e inscríbele en el número de los
tuyos y a mí con él.--VALE.


En Tolosa de Francia, año de 1581.



_FRANCISCO SÁNCHEZ_

_AL LECTOR_



[Ilustración]


Innato es en los hombres el deseo de saber, pero a pocos es concedida
la ciencia. Y no ha sido en esta parte mi fortuna diversa de la del
mayor número de los hombres.

Desde mi primera edad, aficionado a la contemplación de la naturaleza,
dime a inquirir minuciosamente sus secretos; y aunque, al principio, mi
espíritu, ávido de saber, solía contentarse con el primer manjar que de
cualquier modo se le ofreciese, no se pasó mucho tiempo sin que, presa
de grave indigestión, comenzase a arrojar de sí tan mal acondicionados
alimentos.

Comencé entonces a buscar algo que mi mente pudiera asimilar y
comprender con facilidad y exactitud, algo en cuyo conocimiento y
certidumbre hallara luz y reposo, mas nada encontré que a llenar
viniera mis deseos. Revolví los libros de los autores pasados;
interrogué a los presentes: cada cual decía una cosa distinta; ninguno
me dió respuesta que del todo me satisficiese.

Confieso que en algunos avizoré y entreví ciertas sombras y dejos de
verdad, pero ni uno solo me mostró, sincera y definitivamente, la
verdad absoluta ni aun me dió un juicio recto y desinteresado de las
cosas.

Entonces me encerré dentro de mí mismo y poniéndolo todo en duda y en
suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho nada jamás, empecé a
examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo.
Me remonté hasta los primeros principios, tomándolos como punto de
partida para la contemplación de los demás, y cuanto más pensaba más
dudaba: nunca pude adquirir conocimiento perfecto.

Sentí una profunda desesperación, mas persistí no obstante en mi
ardentísima y angustiosa empresa intelectual. Volví a acercarme a los
Maestros, y de nuevo les pregunté con ansia por la Verdad codiciada.
¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construído una
ciencia con sus propias imaginaciones o con las ajenas; de las
cuales deducían nuevas consecuencias, más fantásticas aún, y de esas
consecuencias artificiales inferían otras y otras, fuera ya de las
cosas mismas, hasta dar en un laberinto de palabras sin fundamento
alguno de verdad. Así, en vez de una recta interpretación de los
fenómenos naturales, se nos ofrece un tejido de fábulas y ficciones que
ningún cabal entendimiento puede recibir. Pues ¿quién ha de comprender
lo que no existe: los átomos de Demócrito, las ideas de Platón, los
números de Pitágoras, los universales de Aristóteles, el intelecto
agente y todas esas famosas invenciones que nada enseñan ni descubren
si no es el ingenio de sus artífices? Con este cebo pescan a los
ignorantes, prometiéndoles que les revelarán los recónditos misterios
de la Naturaleza y los infelices lo creen a pie juntillo, tornan a
resobar los libros de Aristóteles, los leen y releen, los aprenden de
memoria, y es tenido por más docto el que mejor sabe recitar el texto
aristotélico.

¡Qué profunda miseria! Si tú, pensador de buena fe les niegas algo
a los tales de lo que allí se contiene, te llamarán blasfemo; si
arguyeres en contra te apellidarán sofista. ¿Qué les vas a hacer?
Engáñense en buen hora los que quieran vivir engañados. Yo no escribo
para tales hombres; ni aun pretendo que lean mis escritos. No faltará,
sin embargo, alguno de ellos que leyéndome y no entendiéndome (¿qué
sabe el asno del son de la lira?) pretenda hincarme el diente venenoso;
pero le sucederá lo que a la sierpe de la fábula esópica, que quiso
morder la lima y sólo consiguió quebrarse los dientes en el acero. Yo
aspiro a que me lean y entiendan los fuertes y juiciosos varones que no
están acostumbrados a jurar sobre las palabras de ningún maestro, sino
a examinar las cosas por sí mismos, a acometer con su propia espada
todas las cuestiones, guiados por el sentido y la razón.

Tú, lector desconocido, quien quiera que seas, con tal que tuvieres la
misma condición y temperamento que yo; tú, que dudaste muchas veces,
en lo secreto de tu alma, sobre la naturaleza de las cosas, ven ahora
a dudar conmigo; ejercitemos juntos nuestros ingenios y facultades;
séanos a los dos libre el juicio, pero no irracional.

Pero dirásme, por ventura: --¿Qué novedades puedes tú traerme después
de tantos y tan ilustres sabios como en el mundo han sido? ¿Te estaba
esperando a ti solo la Verdad? --Ciertamente que no --respondo al
punto--. Pero ¿acaso la Verdad les había esperado antes a ellos? Porque
Aristóteles haya escrito, ¿me he de callar yo? ¿Por ventura Aristóteles
llegó a apurar en sus obras toda la potestad de la naturaleza y abrazó
todo el ámbito de los seres? No creeré tal aunque me lo prediquen
algunos doctísimos modernos exageradamente adictos al Estagirita a
quien llaman dictador de la Verdad y árbitro de la Ciencia. No: en la
república de la ciencia, en el tribunal de la verdad, nadie juzga,
nadie tiene imperio sino la verdad misma.

Yo tengo a Aristóteles por uno de los más agudos y sutiles
escudriñadores de la Naturaleza que hubo en el mundo; yo le admiro como
a uno de los más fértiles ingenios que ha producido la especie humana:
pero afirmo, también, que ignoró muchas cosas, que en otras muchas
anduvo vacilante, que enseñó no pocas con grande confusión, que algunas
cuestiones las trató sucintamente o las pasó y huyó por no atreverse a
afrontarlas. Hombre era al fin, lo mismo que nosotros, y hartas veces,
contra su voluntad, hubo de dar muestras de la limitación y flaqueza
humanas. Tal es nuestro juicio. Suceden tiempos a tiempos, y con los
tiempos se mudan las opiniones de los hombres; cada cual cree haber
encontrado la verdad, siendo así que de mil que opinan variamente sólo
uno puede estar en lo cierto. Mas dentro de esa fatal y común flaqueza,
todos los hombres deben ejercitar sus facultades y, sin curar de
opiniones ajenas, aun a costa de errores y caídas, investigar las cosas
por sí mismos.

Séame, pues, lícito, como a todos los demás, y con ellos o sin ellos,
hacer la misma indagación. Quizá encuentre, al apartarme de las
antiguas autoridades, un destello de la verdad que busco. Y no te
admire, lector, que después de tantos y tan ilustres varones venga
yo, tan humilde, a mover de nuevo esta roca, pues no sería la primera
vez que un ratoncillo rompiese los lazos que sujetaban al león; más
fácilmente cobran la presa muchos perros que uno solo.

Y no por eso te prometo la verdad, pues yo la ignoro lo mismo que
todas las demás cosas; únicamente prometo inquirirla en cuanto me sea
posible, para ver si sacándola de las cavernas en que suele estar
encerrada puedes tú perseguirla en campo raso y abierto. Ni tampoco
tengas tú muchas esperanzas de alcanzarla nunca ni, menos, de poseerla;
conténtate, como yo, con perseguirla. Este es mi fin, este es mi
propósito, este debe ser también el tuyo.

Empezando, pues, por los principios de las cosas, vamos a examinar los
fundamentos más graves de la Filosofía, los que pusieron por base a sus
doctrinas los más insignes pensadores. Pero no me detendré mucho en
cuestiones particulares, porque quiero llegar pronto a exponer aquellas
nociones filosóficas que sirven de cimiento a la Medicina, de cuyo
arte soy profesor. Si quisiera recorrer todo el campo vastísimo de la
Ciencia, la vida no me bastara.

Ni esperes de mí compuesta y atildada expresión. Si me pusiera a
escoger las palabras y a usar de giros elegantes, la Verdad se me
escaparía de entre las manos. Si buscas elocuencia, pídesela a Cicerón,
cuyo era este oficio: yo hablaré con suficiente hermosura si hablare
con suficiente verdad. Quédense las bellas palabras para los poetas,
los cortesanos, los amantes, las meretrices, los rufianes, aduladores,
parásitos y gentes de esa laya, que tanto se precian de hablar bien. A
la Ciencia le basta siempre, porque es lo único necesario, la propiedad
del lenguaje.

Tampoco me pidas autoridades ni falsos acatamientos a la opinión ajena,
porque ello más bien sería indicio de ánimo servil e indocto que de un
espíritu libre y amante de la verdad. Yo sólo seguiré con la razón a
sola la naturaleza. La autoridad manda creer; la razón demuestra las
cosas; aquélla es apta para la fe; ésta para la ciencia.

Y quiera Dios que con el mismo ánimo que yo, sincero y vigilante,
escribo estos renglones, los recibas tú, vigilante y sincero, y los
juzgues con mente sana y libre, rechazando con firmes razones aquello
que te parezca falso (cosa para mí agradable por ser tan propia de un
filósofo) y sin necesidad de injurias (cosas, al fin, de mujerzuelas,
indignas de un filósofo y para mí, por tal, muy desagradables),
aprobando y confirmando, últimamente, aquello que te parezca verdadero.

Lo cual aguardo que hagas, en espera de futuras y más provechosas
investigaciones.--VALE.


  En Tolosa, en las calendas de enero, año de la Redención mil y
  quinientos setenta y seis.



  _PRÓLOGO
  de
  MENÉNDEZ Y PELAYO_



[Ilustración]


_De multum nobili et prima, universali scientia quod nihil scitur_,
fué publicado por primera vez, que yo sepa, en 1581, pero escrito
en 1576, como del prólogo y de la dedicatoria a Diego de Castro se
infiere. Del autor de este libro singularísimo pocas noticias tengo,
fuera de las que ya consignó su primer biógrafo y discípulo, Ramón
Delasse, al frente de la colección de las obras médicas y filosóficas
de Sánchez, que se imprimieron juntas en Tolosa de Francia en 1636,
noticias que luego, con poca variedad, reprodujeron Nicolás Antonio
en su _Bibliotheca Hispana Nova_, Bayle en su famoso _Diccionario_, y
Barbosa Machado en su _Biblioteca Lusitana_. Dícese, ignoramos con qué
fundamento, que era de origen judío, y podemos afirmar que nació por
los años de 1552; su patria fué, según unos, la ciudad de Tuy; según
otros, la de Braga o algún pueblo de su archidiócesis, en tiempos en
que distaba mucho de estar consumada la funesta escisión moral de la
Península, y en que todavía el metropolitano Bracarense disputaba a
Toledo y a Tarragona la primacía de las Españas. Por motivos que no se
indican, pero que algo tendrían que ver con su condición de cristiano
nuevo, el médico Antonio Sánchez, padre de nuestro filósofo, hubo de
trasladarse a Francia y establecerse en Burdeos, donde ejerció su
profesión con mucho crédito y donde era grande el concurso de españoles
y duraba aún la fama del insigne humanista valenciano Juan Gélida,
llamado por Luis Vives _alter nostri temporis Aristoteles_. Comenzó
Francisco Sánchez sus estudios en Francia y los continuó en Italia,
haciendo larga residencia en Roma. Pero el campo principal de sus
triunfos fué la escuela médica de Montpellier, en la cual se graduó
de doctor en 1573, y después de haber sido ayudante del famoso médico
Huchet, obtuvo en brillantes oposiciones, a los veinticuatro años
de edad, una de las principales cátedras de aquel gimnasio, la cual
desempeñó por espacio de once años. Las guerras civiles llamadas de
religión y los tumultos del tiempo de la Liga le hicieron abandonar
aquel quieto asilo de la ciencia, refugiándose en Tolosa, donde vivió
el resto de sus días, ocupado en la práctica de la medicina, que
le granjeó estimados honores. Murió en 1623, a los setenta años de
edad.[1] Sus hijos, Dionisio y Guillermo Sánchez, hicieron imprimir
en 1636 la edición general de sus obras, que comprende gran número de
tratados de medicina, entre los cuales descuellan los tres libros _De
Morbis internis_, los dos de _De Febribus et earum synptomatibus_, y
la _Summa Anatomica_ en cuatro libros, sin hacer méritos de muchos
comentarios a Galeno y de una _Censura de las Obras de Hipócrates_.
Los libros de filosofía no son más que cuatro y muy breves;[2] tres de
ellos comentarios o más bien observaciones escépticas sobre algunos
tratados aristotélicos como el de _De divinatione per somnium_ y a
_Phisiognomia_ (este último tenido hoy por apócrifo). El cuarto y el
más importante de todos es el _Quod nihil scitur_, obra que, a pesar de
tener muy pocas páginas y estar escrita con rapidez, ligereza y gracia
de estilo que ciertamente convidan a su lectura, ha sido hasta el
presente mucho más citada que leída. El título paradójico que su autor
la dió ha extraviado a la mayor parte de los críticos, induciéndoles a
creer que se trataba de una declamación contra las ciencias, semejante
a la de Cornelio Agripa. Nada más lejano de la mente de Sánchez que
imitar el mal ejemplo de aquel charlatán filosófico. Sánchez, hombre de
ciencia positiva, médico de los más famosos de su tiempo, matemático
y astrónomo que no dudó medir sus fuerzas con el mismo Cristóbal
Clavio, no iba a perder su tiempo en un vano ejercicio retórico.
Su escepticismo no podía ser más que propedéutico; si atacaba la
ciencia de su siglo, era para preparar los caminos a una concepción
científica que él tenía por más racional y elevada. Es cierto que de
su sistema no nos queda más que la parte negativa o destructiva, pero
el autor anuncia constantemente que dará luego una parte positiva, y
que el actual opúsculo sólo puede considerarse como introducción o
trabajo previo. Dondequiera anuncia su formal propósito de intentar la
reconstrucción de la ciencia, basándola no en quimeras y ficciones,
sino en la propia realidad de las cosas, huyendo de imposturas, sueños,
delirios y prestidigitaciones filosóficas. Su empeño es no menor que lo
fué luego el de Descartes. Rehacer totalmente la síntesis científica,
mostrando: primero, si es posible saber alguna cosa, y segundo, cuál
puede ser el método que nos lleve a esta ciencia segura y novísima.

... Las palabras con que Francisco Sánchez en 1576 nos declara que
después de haber pasado por la filosofía de las escuelas, y por un
período en que le invadió lo que Kant llama _el tedio de pensar_, buscó
una tabla a que asirse en el naufragio de todas las tesis dogmáticas,
y se encerró dentro de su propia conciencia y empezó a dudar de todo,
hasta de los primeros principios, son punto por punto las mismas
con que Descartes había de encabezar en 1637 su _Discurso sobre el
método_. Y ved, lectores, cómo cada día resulta más evidente que el
cartesianismo se formó en gran parte con despojos de la filosofía
española: tomando de Sánchez la duda metódica y el replegarse en propia
conciencia; tomando de Gómez Pereira el razonamiento inicial que con
nombre de silogismo o entinema no es más que la afirmación espontánea
del hecho primitivo de conciencia, base del método psicológico.

No esperéis de mí, ni cabe en los límites de este discurso, que ya va
adquiriendo desusadas proporciones, un análisis completo del libro de
Sánchez. Muy corto es, pero no hay en él palabra perdida; para mostrar
toda su originalidad, habría que pesarlas una tras otra. Además, este
trabajo ha sido ya brillantemente realizado en una tesis alemana,
a la cual me remito para todos los desarrollos que aquí se echen
de menos. A mi propósito baste indicar aquellos puntos cardinales
que, separando a Sánchez del escepticismo vulgar, lo convierten en
verdadero precursor del cristianismo positivista. Otros pensadores,
especialmente españoles y también italianos, le habían precedido en
sus violentos ataques contra el principio de la autoridad escolástica,
en sus valientes afirmaciones de la autonomía científica y de los
fueros del propio pensar, en su guerra contra Aristóteles, y aun si se
quiere en su anticipado cartesianismo. Pero la originalidad de Sánchez
consiste en ser un escéptico empedernido en cuanto a toda realidad
metafísica superior al mundo de los fenómenos, y un fogoso creyente
en los resultados de la ciencia experimental, como no podía menos de
serlo un tan célebre anatómico como él, que, según refiere su biógrafo,
había formado una especie de sociedad secreta para hacer la disección
de los cadáveres del hospital de Tolosa. Un tan aventajado discípulo y
émulo de Vesalio, de Servet, de Realdo Colombo y de Fallopio, no podía
profesar, en cuanto a las ciencias naturales, aquella manera de grosero
y plebeyo escepticismo que tanto ofende en las paradojas de Cornelio
Agripa. Tenía que ser un escéptico empírico, como lo fueron los
médicos alejandrinos sucesores de Enesidemo, como lo fué, por ejemplo,
Menodoto, el adversario de Galeno.

A primera vista, nada más radical que las primeras afirmaciones de
Sánchez: ni siquiera está seguro de que no sabe nada; se limita a
conjeturarlo vehementemente de sí mismo y de los demás. No podemos
conocer la naturaleza de ninguna cosa.

Y si no la conocemos, ¿cómo ha de ser posible la demostración? Y si
no podemos demostrar nada, ¿cómo nos atrevemos a definirlo? ¿Cómo
tenemos la audacia de poner nombres a las cosas que ignoramos? Cuando
se define el hombre «animal racional mortal», ¿qué quiere decir
_animal_, qué quiere decir _racional_, qué quiere decir _mortal_?
No se puede salir del paso como no fuera definiendo por géneros y
diferencias superiores, hasta llegar al Ente último, que nadie sabe
lo que significa, pero que ya no se define, porque no tiene género
superior. Ente, sustancia, cuerpo, viviente, animal, hombre... palabras
y palabras. ¿Qué quiere decir _cualidad_, qué _naturaleza_, _alma_,
_vida_? Cada filósofo entiende estos términos a su modo, y los hace
servir a su propósito. Y si queremos guiarnos por el uso vulgar,
tampoco encontramos uniformidad ni concordia.

Sánchez es, por consiguiente, un nominalista acérrimo, para quien las
palabras no son más que signos de sensaciones. Pero ¿hemos de creer
que por eso no tenga un concepto de la ciencia? Sí que le tiene, y
es cardinal en su filosofía; pero antes de llegar a él, empieza por
analizar y rechazar el de Aristóteles: _scientia est habitus per
demostrationem acquisitus_. «Es definir lo obscuro por lo más obscuro
(dice nuestro filósofo); todavía entiendo menos lo que es el hábito
que lo que es la ciencia. Y volveremos a enredarnos en la serie de los
predicamentos, para venir a parar en el consabido Ente. Y ¿qué son los
predicamentos? Una serie larga de palabras inventadas para que los
lógicos disputen eternamente sobre su orden, sobre su número, sobre sus
diferencias y propiedades, sepultándose a sí propios y a los míseros
oyentes en un caos profundísimo de inepcias, de que está llena la misma
lógica de Aristóteles, y mucho más las dialécticas posteriores. A esto
se añade la ficción aristotélica de los universales, no menos vacía
que la de las ideas platónicas; y esa nueva quimera del entendimiento
agente, abstrayente e iluminante, que más bien llamaríamos
obscureciente. Así se forma todo ese laberinto de disputas eternas
sobre los términos equívocos, unívocos, análogos, denominativos,
de primera intención, de segunda intención, categoremáticos,
sincategoremáticos y otras innumerables denominaciones. ¡Y a esto
llamamos ciencia! En vez de perfeccionar el entendimiento, educamos
generaciones de insensatos; en vez de investigar las causas de los
fenómenos naturales, las inventamos, y el que las multiplica más y
las hace más obscuras pasa por más sabio; una ficción resuelve otra
ficción, y un clavo impele otro clavo. Más que ejercicio de filósofos,
parece escamoteo de prestidigitadores o nigromantes.»

«¿Y cómo hemos de creer (prosigue Sánchez) que la demostración pueda
fundarse en el silogismo? Me dirás, ¡oh escolástico!, que soy blasfemo,
y que merezco ser apedreado. Tú sí que mereces palos, por dejarte
engañar con tales trampantojos. Anda, pruébame que el hombre es un
Ente. Y empezáis a discurrir de este modo: «el hombre es sustancia, la
sustancia es Ente; luego el hombre es Ente». Y yo dudo de lo primero
y dudo de lo segundo, y por tanto dudo de la conclusión. Y tú sigues
probando: «el hombre es cuerpo, el cuerpo es sustancia; luego el hombre
es sustancia». Y yo dudo de la mayor y de la menor. Y tú continúas: «el
hombre es viviente, el viviente es cuerpo; luego el hombre es cuerpo».
Y como prosigo en mis dudas, me lanzas este otro silogismo: «el hombre
es animal, el animal es viviente; luego el hombre es viviente». ¡Dios
mío, qué fárrago para probar que el hombre es un Ente! La prueba es
más obscura que la cuestión. Y a todo esto continuamos ignorando lo
que es Ente, lo que es sustancia, lo que es vida, lo que es animal y
lo que es hombre. ¿Qué has adelantado con tus silogismos? Tan dudosa
has dejado la demostración como estaba al principio, y aún recelo que
ese Ente de que hablas haya quedado tan en el aire, que nos aplaste
a ti y a mí en su caída. ¿Para qué quieres engañarte y engañarme con
esas concatenaciones de términos verbales? Confiesa como yo que no
sabemos una palabra. Todos esos grados intermedios no sirven más que
para confundir la mente y disimular la ignorancia. Casi todo eso que
llamáis Metafísica se reduce a puras definiciones nominales. Ignorando
las partes se ignora el todo, y la verdad es que no sabemos ni el todo
ni las partes. Pero yo tengo la ventaja de confesar mi ignorancia, como
los escépticos, académicos y pirrónicos, y como aquel sapientísimo y
excelente varón llamado Sócrates, si bien éste, a mi entender, afirmó
demasiado cuando dijo que no sabía nada, puesto que en rigor ignoraba
esto lo mismo que todo lo demás. Sin duda por eso no escribió nunca una
letra, y yo, mirándolo bien, debía seguir su ejemplo, pues ¿qué cosa
podré decir que esté libre de error o falsedad? Todas las cosas humanas
me parecen sospechosas, empezando por estas mismas que voy escribiendo.
Pero no me callaré, sino que diré libremente que creo o sospecho que
no sé nada, para que tú, ¡oh lector!, no te fatigues en vano esperando
que algún día vas a obtener la verdad; y si después de haberte enseñado
esto llego a descubrir algo de lo que la naturaleza nos encubre, ni aun
de este descubrimiento me cuidaré mucho, porque al fin todo es vanidad,
como dijo el hombre más sabio de este mundo.»

En suma, que la ciencia, suponiendo que en algún modo sea posible,
no se obtendrá nunca ni por método deductivo ni por demostración. La
demostración es un sueño de Aristóteles, tan sueño como la República
de Platón. No existe ni es posible demostración alguna. El silogismo
no ha servido para fundar ninguna ciencia, sino para echarlas a perder
y confundirlas a todas. Sirve sólo para apartar los hombres de la
contemplación de la realidad, y burlarlos e iludirlos con sombras y
apariencias engañosas.

En resolución, Francisco Sánchez declara que de Aristóteles y de
sus discípulos nunca sacó su espíritu más positiva ventaja que la
de moverle con sus contradicciones y dificultades a «huir de ellos
y a refugiarse en la realidad de las cosas» _(ad quamlibet rem
contemplandam me accinxi... iis dimissis ad res confugi, inde iudicium
petiturus)._ «La ciencia no está en los libros, sino en las cosas. El
que me muestra alguna con el dedo no produce en mí la visión, sino que
ejercita la potencia visual para que se reduzca a acto.»

Gran necedad le parece a nuestro escéptico el suponer que la
demostración puede tener fuerza necesaria como derivada de principios
eternos e inviolables, cuando en primer lugar es dudoso que tales
principios existan, y si existen, son enteramente incógnitos para
nosotros, que somos seres corruptibles y sobremanera violables en
poquísimo tiempo. La verdadera ciencia, si es que alguna ciencia
existe, ha de ser ciencia libre y nacida de libre entendimiento, y si
no percibe la cosa en sí misma, tampoco la percibirá obligada por los
artificios dialécticos de ninguna demostración.

A veces el menosprecio de la ciencia escolástica llega a tal punto
en Francisco Sánchez, que, dirigiéndose a su interlocutor supuesto,
le exhorta a que abandone el pueril ejercicio de juntar absurdas
proposiciones para construir su silogismo bárbaro, y se dedique a
cualquier arte liberal o mecánica, porque un buen arquitecto, un buen
curtidor, un buen zapatero y hasta uno malo y remendón, valen más que
un inepto filósofo. Pero su humorismo escéptico le impone en seguida
una salvedad necesaria: «tú no me puedes entender, porque no sabes
nada, y como yo también lo ignoro todo, tampoco te podría persuadir de
ello, por mucho que me empeñara».

Pero en último caso, si la ciencia existe, o puede existir en lo
sucesivo, nunca habrá de ser un fárrago de conclusiones dialécticas
y de especies varias, sino una visión interna (SCIENTIA AUTEM NIHIL
ALIUD EST QUAM INTERNA VISIO), una _intuición directa de las cosas
singulares_ o individuales. De aquí se infiere, y Sánchez lo deduce
con su rigor nominalista y fenoménico, que la ciencia sólo puede ser
ciencia de cada cosa en particular y no de muchas a un tiempo, así como
de cada objeto no se da más que una visión. No es posible entender
dos cosas a la vez, como no es posible percibir a un tiempo dos
objetos. Pero así como todos los hombres, específica o nominalmente,
son un hombre solo, también la visión se llama una, aunque sea de
muchas cosas, y aunque sean muchas visiones a un tiempo. Y así podemos
decir que la Filosofía es una ciencia sola, aunque sea contemplación
de muchas cosas, cada una de las cuales exige antes particular
contemplación. Una ciencia basta, en rigor, para todo el mundo, y todo
el mundo no basta para la ciencia. «Para mí, la menor cosa de este
mundo sería materia de contemplación para toda la vida, y no por eso
tendría yo la esperanza de haberla conocido bien. Créeme: muchos son
los llamados y pocos los escogidos, y si quieres hacer la prueba, ponte
a analizar un insecto, y verás lo poco que llegas a saber.»

La ciencia no puede ser un ejercicio de memoria, aunque la memoria
sea necesaria para conservarla; ni podemos afirmar que su objeto
esté en nosotros, puesto que nuestras mismas dificultades nos son
imperfectamente conocidas, y nada sabemos, en rigor, ni de nuestro
cuerpo, ni de nuestra alma, ni de nuestra inteligencia, ni de las
imágenes de nuestra fantasía. Existan o no existan las cosas, y
respondan a ellas sus imágenes o no respondan, la ciencia no puede
ser un hábito ni una cualidad, sino una visión, un acto simple de la
mente, un acto perfecto desde la primera intuición. Y esto no por la
reminiscencia platónica, que Sánchez combate largamente con razones
análogas a las de los peripatéticos, ni porque en esta intuición
vaya envuelto el conocimiento de las causas, que en buena doctrina
escéptica son totalmente inasequibles, como nuestro autor inculca
en repetidos lugares, así respecto de la causa final como de la
eficiente; no porque de lo relativo deduzcamos lo absoluto, que es
incomprensible e ininteligible en sí (lo _incondicionado_ de Hamilton,
lo _incognoscible_ de Herbert Spencer), ni porque tengan valor alguno
los socorridos conceptos de materia y forma, ni porque sea lícito decir
con Aristóteles que existe una ciencia indemostrable de los primeros
principios, porque la ciencia, dado que exista, tiene que ser una y no
múltiple, como uno es el entendimiento y uno el acto de la intuición.
La ciencia no puede ser otra cosa que «el conocimiento perfecto
de la cosa» (_scientia est rei perfecta cognitio_). Y ¿qué es el
conocimiento? Sánchez confiesa que no se atreve a definirlo. Llamarle
_comprehensión_, _percepción_, _intelección_, no es más que acumular
sinónimos. No hay más remedio que encerrarse cada cual dentro de sí
mismo y _pensar_. El pensamiento testifica de sí propio, aun ante los
más declarados escépticos. Y aquí surge una nueva fuente de discusión.
Yo respondo de mi propio conocimiento; tú del tuyo. ¿Quién fallará
este pleito? ¿Quién podrá discernir cuál de estos conocimientos es el
verdadero? Nadie. Y entonces se me dirá (prosigue Sánchez): «¿Por qué
escribes? Escribo para decir lo único que sé: lo que yo pienso.»

Y lo que piensa es que en el problema del conocimiento hay que
distinguir tres términos: la cosa que ha de ser conocida (_res
scienda_), el ente que conoce (_ens cognoscens_) y el conocimiento
mismo (_cognitio ipsa_). Las cosas susceptibles de ser conocidas serán
quizás infinitas, no sólo en los individuos, sino en las especies. Por
lo menos nadie puede afirmar que su número sea limitado. Y no paran
aquí las antinomias: ni tenemos derecho a decir que la materia sea una,
ni tampoco que sea múltiple. Nadie puede demostrar que los espíritus no
tengan su materia propia, aunque los llamamos múltiples. Es la misma
duda de Locke, que llevaba en germen todo el materialismo del siglo
pasado.

Renunciando generosamente a la resolución de tan arduos problemas,
Sánchez se limita a consignar que los objetos de la ciencia, aunque
sean múltiples, están enlazados entre sí por cierta ley de _conexión
o de asociación_, que hace que todas las ciencias se presten mutuos
servicios y hagan continuas excursiones las unas en el dominio de las
otras, no porque exista una ciencia superior que pueda dar leyes a las
demás y resolver sus conflictos, sino porque todas parecen conspirar
al mismo fin (_omnia tamen in unum conferunt_), y es indecible el
encadenamiento de ellas (_indecibilis omnium concatenatio_). Cabe,
pues, cierta manera de síntesis científica, provisional a lo menos,
que nuestro pensador no llegó a formular, reservándola sin duda para
libros posteriores. Pero lo que en éste afirma es que semejante
síntesis estará siempre muy lejos de la _una_ y verdadera ciencia. Los
que hoy llamamos conocimientos científicos no son más que rapsodias y
fragmentos recogidos de pocas y malas observaciones. Para que todavía
resulten más estériles, las supuestas ciencias se han subdividido hasta
el infinito, como si el conocimiento de una sola cosa no exigiese el de
otras innumerables.

Y en vano se intenta suplir este conocimiento con la vacía invención
de los universales. En el mundo todo es particular, y sólo se perciben
los individuos: los géneros y las especies no son más que una vana
imaginación. Y en realidad ¿qué podemos afirmar con carácter universal
y con certeza? La ciencia que hoy llamamos perfecta, mañana resulta
anticuada: ayer se decía que el Océano circundaba toda la tierra y que
la tierra tenía tres partes; hoy se ha descubierto un nuevo mundo:
ayer decíamos que la zona ecuatorial era inhabitable por el excesivo
calor, y las tierras vecinas a los polos por el excesivo frío, y hoy la
experiencia convence de lo contrario. Hay que construir otra ciencia,
puesto que resulta falsa la primera. «¿Cómo te atreves a hablar de
proposiciones eternas, incorruptibles, infalibles, tú, miserable
gusano, que ni siquiera sabes quién eres, ni de dónde vienes, ni adónde
vas?»

Por otra parte, nos está vedado el acceso de la mayor parte de las
cosas lejanas de nosotros, ya por razón del espacio, ya por razón del
tiempo. De aquí tanta variedad de opiniones, tanta penuria de ciencia.

No se le ocultaron a Francisco Sánchez algunas de las antinomias
kantianas: v. gr., la eternidad o creación del mundo. Terminantemente
afirma que por racional discurso no puede probarse ni que el mundo sea
eterno, ni que haya tenido principio, y haya de tener fin. Declarada
de este modo la impotencia de la razón para resolver tal conflicto, se
refugia en el testimonio de la fe, y a nuestro juicio sinceramente,
porque nada hallamos en sus escritos ni en su vida que nos muestre en
él lo que hoy llamaríamos un librepensador en materia religiosa. Sería
de origen judío o cristiano, pero que tenía una creencia positiva no
es dudoso para nosotros. Su biógrafo nos dice expresamente que jamás
el pirronismo de Sánchez ni sus cavilaciones escépticas tocaron a
las cosas divinas, así como tampoco dudó nunca del testimonio de los
sentidos. La Inquisición dejó pasar sin tacha ni censura todos sus
escritos. Por otra parte, nada le obligaba a disimular, y escribiendo
como escribía en un país de relativa tolerancia religiosa, después de
Rabelais y poco antes de Montaigne, fácil le hubiera sido manifestar, o
insinuar a lo menos, su indiferencia religiosa si realmente la hubiera
profesado. Cuando tales audacias se toleraban en escritores que hacían
uso constante de la lengua vulgar y escribían para todo el mundo, ¿no
hubiera podido él, con un poco de artificio de estilo, hacerlas pasar
iguales o mayores en un libro escrito en latín y sólo para los hombres
de ciencia? Si no las puso, fué porque realmente no las pensaba ni
las sentía. No hay que leer entre líneas, ni buscar en el _Quod nihil
scitur_ más que lo que el autor quiso darnos. La intrepidez filosófica
de Sánchez era tal, que si realmente hubiese sido heterodoxo, no
habría retrocedido ante la hoguera de Miguel Servet y de Giordano Bruno.

... El incurable escéptico reaparece, cuando después de habernos
mostrado lo vano e impotente del conocimiento por razón de su materia
_(res cognita)_ emprende mostrarnos la incapacidad de nuestras
facultades cognoscitivas _(ens cognoscens)_ para alcanzar algo que
no sea fenomenal, variable y limitado. Todo conocimiento viene de
los sentidos, pero los sentidos no conocen las cosas exteriores,
aunque nos pongan en contacto con ellas. Si los sentidos nos engañan,
nuestro entendimiento nos engañará también, puesto que no tiene
más dato que el de los sentidos, ni ve las cosas mismas, sino sus
imágenes, simulacros o representaciones. Nuestra noción de las cosas
exteriores parece aquel convite de la fábula dado por la zorra a la
cigüeña en redoma de boca estrechísima. Juzgamos de las cosas por
sus simulacros; esto es, por meras representaciones de accidentes,
que no tocan a la esencia, ni nos dan razón alguna de ella. En esta
parte Sánchez se declara expresamente secuaz de Luis Vives, y le
defiende contra Escalígero, que había tachado de absurdo su criticismo
prekantiano. «Si esta opinión es absurda (dice), yo quiero ser tenido
por hombre absurdísimo, puesto que Vives se contentó con decir que el
conocimiento psicológico estaba lleno de obscuridad, y yo añado que no
sólo es obscuro, sino caliginoso, escabroso, inaccesible, y con tales
dificultades y contradicciones, que no han sido, ni serán, superadas
por nadie.» Decimos que el conocimiento es la aprehensión de la cosa,
y todavía no sabemos lo que es la aprehensión ni la percepción ni la
intuición. A lo sumo podemos distinguirla de la recepción. Nuestros
sentidos _reciben_, pero no conocen. Podemos distinguir también el
conocimiento propio directo o intuitivo del conocimiento renovado por
la memoria. Tres son las cosas que de diverso modo conoce la mente:
1.º, los objetos externos; 2.º, sus propias operaciones internas;
3.º, algo que a un tiempo puede ser considerado como externo y como
interno. El conocimiento de los objetos exteriores es mediato, por
los sentidos, pero el conocimiento de las operaciones internas es
inmediato y _per se_, y el conocimiento de la tercera especie participa
de lo mediato y de lo inmediato. Este conocimiento es el que algunos
lógicos semipositivistas, especialmente Taine, admiten con el nombre
de conocimiento de _abstracción_, cuyo oficio es despojar de sus
accidentes a la intuición sensible y elevarla a cierta generalidad que
ya traspasa los límites del puro empirismo. _Naturam quandam sibi
fingit communem, ut potest_, dice Francisco Sánchez. Pero ¡qué poder
de abstracción tan relativo y limitado, que apenas procede más que
por negaciones y exclusiones, comparaciones y divisiones! Aun así no
quiere concederla nuestro filósofo el nombre de verdadero conocimiento,
sino de pura _opinión_, mucho más incierta que el testimonio interno,
mucho más incierta que el testimonio de los sentidos, cuyas ilusiones y
falacias analiza largamente Sánchez con argumentos y observaciones en
que no nos detendremos, por ser sustancialmente las mismas que habían
presentado Sexto Empírico y los antiguos escépticos. Hay que advertir,
sin embargo, que Sánchez remoza toda esta antigua materia filosófica,
adaptándola al progreso científico de su tiempo, y enriqueciéndola con
los resultados de su propia observación anatómica y fisiológica.

En suma, «el entendimiento humano es una potencia pasiva, a la cual
se opone otra pasiva impotencia». La imperfección de los instrumentos
contradice a la perfección de la obra. Aquí expone nuestro médico
interesantes consideraciones sobre el influjo de lo físico en lo moral,
encontrándose en muchas observaciones con Huarte, como era natural,
dada su común tendencia antropológica. Sánchez no admite que el
entender sea función exclusiva del alma, sino del hombre todo, en su
unidad de cuerpo y de espíritu, indisoluble en cualquiera de sus actos.

Pero sobre estos rasgos, dignos de ser considerados por su valor propio
en disertación ajena de nuestro asunto, y sobre la bellísima peroración
final, en que el autor ofrece como la quinta esencia de toda la parte
negativa y demoledora del criticismo del Renacimiento, y da nueva vida
en su estilo nervioso, impaciente y pintoresco (verdadero estilo de
insurrecto literario y de periodista de oposición filosófica) a lo que
en tono más reposado, y haciendo salvedades que él no hace, habían
escrito Luis Vives y sus discípulos, ya contra los viciosos métodos
de enseñanza y el abuso del argumento de autoridad, y el ciego y
desacordado empeño de buscar la ciencia solamente en libros, cerrando
los ojos al maravilloso espectáculo de la naturaleza, ya contra la
torpe ambición que convierte la ciencia en miserable granjería, en vez
de amarla con indomable amor, por sí misma, por su propia virtud y
excelencia, y por los inefables deleites que proporciona; ya contra el
vano rumor de la disputa, que se va haciendo más encarnizado y ruidoso
cuanto más se alejan los contendientes de la directa inspección del
objeto en litigio; ya, finalmente, sobre la confusión que en el ánimo
del alumno induce el choque de encontradas opiniones; sobre todas estas
cosas, digo, pondremos siempre como expresión total del pensamiento de
Sánchez aquellas palabras, casi las últimas, en que asigna por únicos
criterios a la ciencia futura el experimento y la crítica o el juicio
que ha de fecundar las conclusiones experimentales. «En vano (dice
Sánchez) se trabaja por reparar el ruinoso edificio de la demostración
silogística; su materia es frágil y además está mal construído; cada
día hay que añadirle nuevos puntales para impedir su completa ruina.
El que quiera saber algo no tiene más camino que contemplar las cosas
en sí mismas; pero como esta contemplación directa no es posible,
dados los límites en que se mueve el conocimiento humano, hay dos
medios subsidiarios que no suministran ciencia perfecta, pero que,
en suma, algo perciben y algo enseñan: el experimento y el juicio,
pero no separados nunca, sino en íntimo enlace y unión, como mostraré
en otro libro. Los experimentos son muchas veces falaces y siempre
difíciles, y hasta cuando llegan a la perfección, nunca nos muestran
más que los accidentes extrínsecos, jamás la naturaleza de la cosa. El
juicio recae sobre los resudados del experimento, y por consiguiente
no traspasa el límite de lo exterior, y aun esto lo discierne de una
manera incompleta, sin que sobre las causas pueda pasar de una probable
conjetura. Se dirá que nada de esto es ciencia. Pues no hay otra.»

La filosofía de Sánchez es, mucho más que la de Luis Vives, un
verdadero _ars nescendi_. Niega demasiado para ser un verdadero
escéptico; hoy más bien le llamaríamos _agnóstico_. Su libro termina,
sin embargo, con una interrogación, con un _quid?_ análogo al
_Que-sais-je?_ de Montaigne. Esta analogía y otras muy fortuitas, como
la de llevar el _Quod nihil scitur_ la fecha de 1576, y ser la primera
edición de los _Ensayos_ de 1580, habiéndose escrito además una y otra
obra en países no muy distantes, ha hecho suponer entre el pensamiento
de ambos autores cierta analogía, que, a nuestro entender, no existe.
El escepticismo mitigado de Montaigne, aquella manera de filosofar
tan personal suya, ejercicio fácil y suave de una curiosidad siempre
activa; aquella tan simpática y continua observación de sí propio,
es una manera de sibaritismo intelectual, más que de filósofo, de
hombre de mundo, que gusta de dormir sosegadamente sobre la almohada
de la duda; por el contrario, el escepticismo de Sánchez, dado que
así queramos llamarle, es una doctrina esencialmente batalladora, que
aparentando suspender el juicio, trae realmente juicio definitivo y
formado sobre los más capitales problemas filosóficos. Montaigne es
un aficionado, que filosofa a sus anchas, en lengua vulgar, y sin
cuidarse del método, antes bien, haciendo gala de traducir fielmente en
su estilo todos los caprichosos giros de su humor libre y errabundo,
Sánchez es un profesor, preocupado de una doctrina, secuaz fanático
de un método que tiene por exclusivo. Los dos son extraordinariamente
sinceros, pero en Montaigne, el candor parece un refinamiento
literario; en Sánchez es la expresión brusca, intemperante y feroz
de una convicción arraigada, de un amor sin límites a las realidades
concretas, experimentadas por él con el cuchillo anatómico de Vesalio
y de Valverde. No son chispazos de escepticismo ni discreteos de
moralista los que nos da, sino un sistema _agnóstico_ completo, una
crítica clarísima e implacable de nuestra facultad de conocer, una
determinación de su límite y de su objeto. Puede tener, y tiene, en
efecto, contradicciones de detalle de que ningún escéptico se libra y
que son la parte endeble y mal guarnecida por donde la tesis dogmática
penetrará siempre en su campo; pero el sistema en sus líneas generales
es claro, sencillo y consecuente.

El programa de Sánchez, tan mal entendido hasta ahora, se reduce a dos
palabras: «guerra al silogismo; paso a la inducción». Es un degüello
de todas las entidades metafísicas, _un 93 de la ciencia antigua_,
como decía Enrique Heine hablando de la _Crítica de la Razón Pura_. El
escepticismo de Sánchez no es ni alarde de retórico, ni consecuencia
de un _dilettantismo_ enervado por la variedad y copia de lecturas
filosóficas, ni explosión de un ánimo misantrópico y desengañado;
no es tampoco un estado provisional ni una ficción dialéctica, como
lo es la duda cartesiana, de la cual parte Sánchez, pero en la cual
no se detiene: es pura y sencillamente la expresión meditada de
aquel aforismo capital entre los positivistas: la _relatividad_ del
conocimiento. No sabemos nada, porque creemos saberlo todo: renunciemos
a la riqueza ficticia que nos proporciona el crédito metafísico, y
empecemos a vivir de los productos modestos, pero seguros, de nuestra
propia hacienda, hasta ahora tan descuidada.

No necesito decir, que esta filosofía dista, y no poco, de la que yo
profeso, porque yo no soy positivista ni enemigo de la Metafísica;
pero basta para el caso que fuera la de Francisco Sánchez, y en el
fondo a nadie ha de pesarle que tales voces salieran de nuestra patria,
precisamente cuando debían salir, es decir, en el momento solemne de la
renovación de los métodos experimentales. No es preciso identificarse
con las ideas de un filósofo para comprender su genio ni la razón de
su influjo. Los paralogismos de que la argumentación de Sánchez abunda
son hoy inofensivos: una síntesis científica superior nos ha enseñado
que la demostración es un procedimiento científico tan legítimo como
la inducción, tan natural al espíritu humano como ella, y que es
una insensatez querer mutilar nuestra inteligencia, así como es una
pretensión temeraria aspirar al conocimiento de un objeto cuando éste
no es comprendido bajo razón de integridad. La ciencia hoy, hasta sin
darse cuenta de ello, aspira a este conocimiento íntegro y cabal, así
por razón del objeto como por razón de la inteligencia conocedora, y
forzosamente ha de parecernos incompleta lo mismo una lógica puramente
deductiva, como vino a serlo en manos de sus discípulos de decadencia
la lógica de Aristóteles, que una lógica puramente inductiva, de las
que en lengua inglesa abundan tanto. Ambos procedimientos del espíritu,
excelentes cuando recta y adecuadamente se aplican a sus respectivos
objetos, resultan estrechos y peligrosos en cuanto pretenden ser únicos
y emanciparse de aquella primitiva intuición sintética dentro de la
cual se razonan. Pero es condición casi ineludible de la mente humana
el proceder por exageraciones contrarias; y a los espíritus violentos,
a los amotinados filosóficos como Sánchez no hay que pedirles cuenta
de la doctrina tanto como del impulso, que en su tiempo fué generoso
y acompañó dignamente aquel heroico despertar de la ciencia desde
Telesio y Cesalpino hasta Galileo, y desde Galileo hasta Newton. Sin
un poco de fanatismo no se hacen milagros en filosofía ni en otra
ninguna ciencia humana. Hay que representarse al médico bracarense
ejerciendo la anatomía entre las sombras de la noche, o teniendo que
escribir seriamente tratados filosóficos para combatir la creencia en
la adivinación y en los presagios, o en la virtud supersticiosa de los
caracteres mágicos, de los espejos y de las rayas de la mano, y de los
aspectos favorables o maléficos de las constelaciones. ¿Cómo no había
de sentir tal hombre hambre y sed de ciencia positiva, y abominar de la
ciencia oficial que silogísticamente autorizaba y defendía semejantes
dislates? Hoy cuesta poco trabajo hacer justicia a la Escolástica ni
a la Edad Media; estamos demasiado lejos, y todo eso nos parece una
amenísima leyenda romántica; pero no nos apresuremos a condenar de
ligero a aquellos hombres del siglo XVI para quienes tal ciencia no era
un recuerdo poético, sino una tiranía actual que durísimamente pesaba
sobre sus cuellos.

[Ilustración]



[Ilustración]

QUE NADA SE SABE...

Todo es cuestión de nombres. No hay nombre acomodado.


Ni esto siquiera sé, que nada sé; lo conjeturo, sin embargo, de mí y de
los demás.

Sea esta proposición mi bandera; ésta se debe seguir: _Nada se sabe_.

Si supiere probarla, concluiría con razón que nada se sabe; si no
supiere, mejor todavía, pues tal es lo que afirmo.

Pero dirás: si sabes probarla, seguiráse lo contrario, pues ya sabes
algo.

Pero yo concluí lo contrario primero que tú arguyeras.

Ya se comienza a enredar la cosa; de esto mismo ya se sigue que nada se
sabe.

Tal vez no me entendiste y me llamas ignorante y caviloso.

Dijiste verdad. Pero yo mejor que tú, porque no entendiste.

Ambos, pues, ignorantes.

Ya, pues, sin saberlo, concluíste lo que buscaba.

Si entendiste la ambigüedad de la consecuencia, viste manifiestamente
que nada se sabe; si no, piensa, distingue y desátame el nudo.

Aguza el ingenio. Prosigo.

Traigamos la cosa por su nombre. Pues para mí toda definición es
nominal y casi toda cuestión lo es.

Voy a explicarme.

No podemos conocer las naturalezas de las cosas; al menos yo; si dices
que tú sí, no lo disputaré; pero es falso. ¿Por qué tú y no yo? De ahí,
que nada sabemos.

Y si no las conocemos, ¿cómo demostrarlas? De ninguna manera.[3]

Tú, no obstante, dices que es definición la que demuestra la naturaleza
de la cosa. Dame una. No la tienes. Concluyo, pues...

Además, ¿cómo ponemos nombres a las cosas que no conocemos? No lo
concibo. Los hay, sin embargo.

De ahí, duda perpetua acerca de los nombres y mucha confusión y
falacia en las palabras, y tal vez en todo esto que acabo de decir.
Concluye tú...

Dices que tú defines esta cosa que es el hombre con esta definición:
animal racional mortal. Niego. Pues dudo nuevamente de la palabra
animal, de la racional y de la otra.

Definirás todavía estas cosas por los géneros y las diferencias
superiores, según les llamas, hasta llegar al ente. Preguntaré lo mismo
de cada uno de los nombres y, finalmente, del último: _ente_. Ya sé
menos.[4]

Dirás, sin embargo, que al fin se ha de cesar en las preguntas. Esto no
resuelve la dificultad ni satisface a la mente. Declaras, forzado, la
ignorancia. Me alegro. Procedo, pues, en consecuencia.

Una sola cosa es el hombre; pero la señalas, no obstante, con muchos
nombres: ente, substancia, cuerpo, viviente, animal, hombre y,
finalmente, Sócrates. ¿No son, todas éstas, palabras? Ciertamente. Si
significan lo mismo, son superfluas; si nuevas cosas, no significan una
sola: el hombre.

Dices que consideras muchas cosas en el mismo hombre, a cada una de
las cuales atribuyes nombres propios. Haces la cuestión más dudosa.
No entiendes a todo el hombre, que es algo magno, craso y perceptible
por el sentido, y lo divides en tan pequeñas partes, que escapan al
sentido, el más seguro de todos los jueces, para indagarlas con la
razón falaz y oscura. Obras mal, me engañas, y te engañas más a ti
mismo.

Pregunto: ¿qué llamas en el hombre animal, viviente, cuerpo,
substancia, ente? Lo ignoras como antes. Y yo también. Y esto quería.
Lo diré, sin embargo, más abajo.

Pregunto después: ¿qué significa este nombre _cualidad_, qué
_naturaleza_, qué _ánima_, qué _vida_? Dirás: esto. Lo negaré
fácilmente, pues puede ser otra cosa. Pruébalo. Recurres a Aristóteles.
Yo a Cicerón, cuyo es el oficio de mostrar las significaciones de las
palabras.

Dirás que no habló con tanta propiedad Cicerón ni con tanta exquisitez.
Yo replicaré lo contrario, pues Cicerón ejercía este arte, no
Aristóteles. Si quieres más, traeré otros cultivadores de la lengua
latina o de la griega, pues es lo mismo. No hay entre ellos concordia
alguna, ninguna certidumbre, ninguna estabilidad, ningunos límites.
Cada cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí
las acomoda a su placer. De ahí tantos tropos, tantas figuras, tantas
reglas, tanta confusión, de todo lo cual se compone la Gramática.

Y ¿qué no pervierten la Retórica y la Poética? ¿De qué modos no abusan?
Todos ellos ejercitan sólo la inútil locuacidad.

Así también la Dialéctica o Lógica, aunque de diversa suerte; pues
dispone en orden las palabras, las prepara al combate y les prohibe que
peleen separadas, en vez de unidas; dicta leyes, cohibe, consiente,
apremia. Finalmente, son parecidas la Dialéctica y la Lógica a aquellos
que fingen batallas y campamentos en los juegos y espectáculos
públicos, en los cuales se requiere más decoro que fuerza; muy al
contrario acontece a los que se preparan seriamente para la guerra, a
los cuales más conviene la fuerza que la hermosura.

Y, para todos, son las palabras soldados locuaces. ¿A cuál de ellas
creerás más? Es dudoso. Cada una quiere ser creída. No basta esto.
Las significaciones de las palabras parece que dependen principal o
totalmente del vulgo, y, por tanto, a él se han de preguntar; pues
¿quién nos enseñó a hablar sino el vulgo?

Por esta razón, casi todos los que hasta el momento presente
escribieron tomaron por fundamento de disputa lo que más frecuentemente
está en boca de los hombres, como aquello: «Entonces decimos que
sabemos algo cuando conocemos sus causas y principios», y aquello otro:
«Hase de aceptar aquí aquel principio aprobado por el consentimiento de
todos, que todos los hombres entonces se juzgan firmes», etc.

Mas ¿hay en el vulgo alguna certidumbre y estabilidad? Ninguna. ¿Cómo,
pues, habrá alguna vez reposo en las palabras?

Ya no hay dónde te refugies.

Dirás tal vez que se ha de buscar qué significación usó el que primero
impuso el nombre. Búscalo, pues. No lo hallarás.

Pero ya es bastante.

¿Es o no es todo, manifiestamente, cuestión de nombres? A mí me
parece que lo probé. Si lo niegas continuarás la prueba de la cuestión
principal. Pero luego se probará mejor.



La ciencia.


Veamos, pues, qué se ha de entender con el nombre de ciencia.

Pues si ésta es nula, no habrá quien sea llamado sabio.

¿Qué dice Aristóteles? Baste haber examinado a este autor sobre todos
los demás (como quien fué agudísimo escudriñador de la Naturaleza y a
quien sigue, las más de las veces, la mayor turba de filósofos); pues
si contra todos se hubiese de combatir, se extendería la obra a lo
infinito y abandonaríamos, además, la naturaleza, como es costumbre de
los otros.

¿Qué dice, pues, Aristóteles? Ciencia es un hábito adquirido por la
demostración. No entiendo. Esto es pésimo. Es definir lo oscuro por lo
más oscuro; así engañan los hombres.

¿Qué es hábito? Lo sé menos aún que lo que es ciencia. Y tú, menos
todavía...

Di, es una cualidad firme. Todavía menos. Cuanto más avanzas, menos me
convences; cuantas más palabras, más confusión. Me echas a la línea
predicamental, y de ahí, siempre al ente, que no sabes lo que es.

¿Hase o no de reducir todo a los predicamentos? Ciertamente que sí.
¿Qué se saca de ahí? Que todo se ha de llevar a un laberinto.

¿Qué son los predicamentos? Una larga serie de palabras. Pero ¿qué
dije? Digo de palabras, unas comunísimas, _ente_, _verdad_, _bien_, si
quieres; otras, menos comunes, _sustancia_, _cuerpo_; otras, propias,
_Sócrates_, _Platón_. Aquéllas lo significan todo; las segundas, muchas
cosas; las terceras, una sola.

Síguese que cuando dicen _Sócrates es hombre_, y de ahí _animal_, etc.,
se significa que esto que muestro (entiende _Sócrates_) llámase así con
particular nombre; es decir, con los otros semejantes en figura. Con el
nombre común, hombre; con el caballo y los demás que se mueven, pero
que son desemejantes en figura, _animal_, con el comunísimo con todas
las cosas, _ente_.

De los restantes predicamentos, lo mismo.

No basta. No contentos los lógicos con las palabras simples, para hacer
la cosa más difícil, usan de palabras comunes, añadiéndoles alguna
diferencia; como para el hombre, _animal racional mortal_, cualquiera
de las cuales es más difícil que la primera. Pues donde hay muchedumbre
hay confusión, y cuanto más amplias son las palabras tanto son más
confusas y oscuras.

Esto es mezquino. Construyen sobre cosas extrañas. De esta serie de
palabras (que se llaman predicamentos) disputan muchas cosas: del
orden, del número, del género, de la diferencia, de las propiedades,
de la reducción a ellas de todas las cosas; esto lo reducen a la línea
recta, aquello a la lateral; esto, por sí; aquello, por razón de su
contrario; esto es común de dos; aquello se reduce a lo otro; esto no
tiene a qué se reduzca, y, por tanto, si hay cielo, si no obtuvo lugar
en algún predicamento, nada es ya. ¿Qué diré? Por ahí se meten en
infinitas bagatelas. Más todavía, enredándose en palabras, se echan a
sí y a sus desgraciados oyentes en un caos profundo y estéril.

Con esto tienes toda entera la lógica de Aristóteles y mucho más las
dialécticas que después de él escribieron los modernos. Pues a los
nombres más comunes llaman géneros; a otros, especies, diferencias,
propios, individuos...

Si preguntas qué es esto, te diré: algo común abstraído por el
entendimiento; una ficción de Aristóteles no desemejante a las Ideas
platónicas. Pues ¿y la quimera del entendimiento agente (cosa nueva),
abstrayente o iluminante (más bien oscureciente) y del inteligente, de
donde surge el universal _animal_? Llevan a tanto las cosas, que, asno
significa la mente de estos lógicos, que no pueden comprender sino el
asno común, y aun formarlo, cuando, no obstante cada uno de ellos es un
asno particular.

¿Qué dices? ¿No es todo esto palabras y necedad? ¿Verdad que sí? Y esto
sólo de los términos simples, que llaman predicables. De los cuales
preguntan todavía ¿cuántos, cuáles, qué? Nada, líos.

Además, llaman a unos equívocos, a otros unívocos, análogos,
denominativos, términos, voces, palabras, dicciones, simples,
compuestas, complejas, incomplejas, mentales, vocales, escritas;
arbitrarias, naturales; de primera intención, de segunda intención;
categoremáticas, sincategoremáticas, vagas, confusas, y otras
innumerables denominaciones de los nombres, y además otras de éstas; y
acerca de cada una de ellas forman sutilísimas disputas, tan sutiles,
que el menor golpe las sepultas en la nada.

¿Llamas tú a eso ciencia? Yo le llamo ignorancia.



Juicios lógicos.


Como arañas sutiles, puestas a fabricar su delgadísima tela, estos
filósofos verbales constituyen el sujeto, el predicado, la cópula, la
proposición, la definición, la división y la argumentación. Y de todo
esto, además, otras infinitas especies, diferencias, condiciones.

¿Qué diré? Mientras aseguran que la mente se perfecciona con la
ciencia, se hacen totalmente insensatos; los que debieran investigar
y predican que investigan las causas y naturalezas de las cosas,
fingen novedades; y el que finge más y más oscuras cosas, ése es el
doctor; de donde también escribió él[5] la ciencia de los sofismas,
y así la ficción resuelve la ficción y un clavo saca otro clavo.
Me parecen semejantes[6] a aquellos que profesan la nigromancia y
los encantamientos, de los cuales el más astuto, como dicen, elude
las acciones y los conatos del otro y los anula y los deshace y
rompe. Algunos impíos objetaron antiguamente al divino Moisés acerca
de la serpiente que devoró a las de los magos: así estos nuestros
encantadores, confiados en las palabras, sin saber cosa alguna,
pretenden, no obstante, que saben muchas cosas para que no sean
argüídos de ignorancia.

Yo, contra su ignorancia, confieso de buen grado la mía, y con más
libertad descubro la suya. Nada sé. Pero menos ellos.

Hasta aquí del hábito.



La demostración.


¿Qué es _demostración_?

La definirás así: un silogismo que engendra ciencia.

Cometiste círculo vicioso y, por tanto, me engañaste y te engañaste.

Pero ¿qué es silogismo? ¡Cosa admirable; abre los oídos, extiende la
fantasía! Ni aun así cogerás, por ventura, tantas palabras.

¡Cuán sutil, cuán larga, cuán difícil es la ciencia de los silogismos!
Ciertamente es fútil, larga, difícil y nula la ciencia de los Sofistas.

¡Ah, blasfemé! Delinquí, porque dije la verdad. Ya soy digno de ser
apedreado. Pero tú de ser azotado, porque engañas. Pues la ignorancia
merece en todas partes perdón, pero la falacia castigo.

Oye; prueba que el hombre es ente. Dices así: el hombre es sustancia;
ésta es ente; luego el hombre es ente. Dudo de lo primero y de lo
segundo, y por tanto, dudo de la conclusión. Pero tú sigues así: el
hombre es cuerpo; el cuerpo es sustancia; luego el hombre es sustancia.

Dudo también de ambas cosas, y dices: el hombre es viviente; el
viviente es cuerpo; luego el hombre es cuerpo.

Y de esto dudo también, y dices: el hombre es animal; éste es viviente;
luego el hombre es viviente.

¡Sumo Dios, qué serie, qué fárrago, para probar que el hombre es ente!
La prueba es más oscura que la cuestión.

Niego también que el hombre es animal. ¿Qué dirás? No hay más géneros.
¿Adónde te acogerás? A la definición del animal, que es: un viviente
móvil y sensible; tal es el hombre.

Ambas cosas niego; sigue.

Viviente es el cuerpo que se nutre; tal es el animal; luego...

Prueba estas cosas.

Cuerpo es una sustancia que consta de tres dimensiones; tal es el
viviente; luego...

Ambas cosas son falsas.

Sustancia es ente por sí; cual es el cuerpo; luego...

Y quisiera también que lo probaras. Ya no podrás más.

¿Qué es, finalmente, el ente? Lo ignoras como antes. ¿Qué hiciste
con tus silogismos? No probaste que el hombre es ente, que es lo
que primero te había pedido; antes, ya subiendo, ya bajando por tu
línea, para que me aproximaras aquel altísimo ente, quedóse tan en el
aire que a poco más nos aplasta a ti y a mí en su caída; finalmente,
dejásteme la cuestión tan dudosa como antes o más.

Y al parecerte siempre que te probabas sólo las primeras proposiciones,
no tocaste a las segundas. Y si hubieses probado las primeras y
hubiésemos llegado a las segundas, ¿cuánto más no tropezaras en éstas?

¿A qué, pues, engañarse con tales encadenamientos de palabras?

                                 * * *

Yo lo diré con más claridad.

_Ente_ lo significa todo: hombre, caballo, asno, etcétera; luego el
hombre es ente, como también el caballo y el asno.

Si me niegas lo primero, no lo probaré, pues no sabría. Pruébalo tú, si
sabes. Tú tampoco. Nada, pues, sabemos.[7]



Poco valor de los silogismos.


Vuelvo a los silogismos, cuya ciencia sutilísima cayó toda.

Dije yo arriba: los nombres, unos son comunísimos, como ente, verdad;
otros menos comunes: sustancia, cualidad; otros particulares: Platón,
Mitrídates.

Hay muchos intermedios, que ni significan tanto como aquéllos ni tan
poco como éstos: cuerpo, viviente, animal.

De ahí le es fácil al indagador mostrar con una sola palabra si el
hombre es sustancia.

Sustancia significa todo lo que es por sí; de donde, lo son el hombre y
la piedra y el leño; luego el hombre es sustancia.

Mas ellos, buscando rodeos, para que no caiga en desprecio su ciencia,
si es fácil, la hacen difícil y laboriosa con envolturas de palabras,
jactándose que demostraron y probaron científicamente que el hombre
es sustancia, diciendo así en _Barbara_,[8] castillo inexpugnable:
_Todo animal es sustancia; todo hombre es animal; luego todo hombre
es sustancia_. Dijiste verdad, pero la dijiste neciamente y más
oscuramente que podía el sabio. Pues es lo mismo que si dijeras, que
sustancia significa tanto los vivientes como los no vivientes; y
viviente significa el hombre y la cereza; luego desde lo primero a lo
último significa sustancia el hombre.

Mas por tantos grados intermedios se confunde la mente, y aun, por
ello, duda más de cada uno de los intermedios. ¿No es esto por ventura
aquello que había dicho en otro lugar el mismo: «Lo que se dice del
predicado se dice lo mismo del sujeto»? Mas esto son variaciones de los
nombres; como también aquello: «Lo que es dícese de muchos modos»; si
el nombre de hombre significa una sola cosa, dícese otro principio;
y la causa dícese de un modo; la naturaleza dícese de un modo; dícese
necesario.

Finalmente, todo lo que hay en la Metafísica de Aristóteles y en las
restantes obras, es definición de nombres. De donde, toda cuestión es
casi del nombre: si la sustancia se dice del hombre, y así de otras
cosas.

De tal suerte, no pudiendo saber nadie con certeza, no hay ciencia
alguna ni de cosas ni de palabras.

                                 * * *

Di: en último término impongamos las palabras. Lo permito. Sabemos,
pues, que tal palabra significa esto. Falso, pues ignoras qué sea
_palabra_, ignoras qué sea _esto_, ignoras qué sea significar; luego no
sabes que tal palabra significa esto.

Prueba que se sigue, pues, ignoradas las partes, se ignora el todo. Y
tú conmigo ignoras partes y todo; luego nada sabemos.

¿Por qué, pues, siendo ignorantes yo y tú, pues tú mismo eres ignorante
y máxima la ignorancia de las palabras, llamas, sin embargo, sutil a
la ciencia y la hinches con fárrago oscuro y mayor ignorancia?

Para que aparezca sabio, dirás. Pero acontece al revés: pues, mientras
pones en solfa artificios y ridiculeces, predicas, en tanto, que sabes
mucho. Yo me confieso del todo ignorante y sorprendido de que no sepas
que nada sabes. Porque si lo sabes, al decir que sabes muchas cosas,
eres engañador y mentiroso. En vano busqué afanosamente un filósofo
sincero que diga con certidumbre si sabe perfectamente alguna cosa;
nunca lo hallé, aparte de aquel sabio y austero varón Sócrates (aunque
los llamados pirrónicos, académicos y escépticos lo afirmasen también
con Favorino), el cual sabía esto solo: que nada sabía. Por sólo decir
tal, yo le juzgo doctísimo; aunque ni aun así me satisfizo totalmente
pues, en rigor, ignoraba esto como todo lo demás. Sin embargo, para
afirmar mejor que nada sabía, dijo que sabía aquello solo. Tal vez por
eso, no sabiendo cosa alguna, nada quiso escribir.

Esto me vino siempre a la mente. ¿Qué diré yo que no sea sospechoso
de falsedad? Pues todas las cosas humanas me son sospechosas, y esto
mismo que escribo ahora, también.

No callaré, sin embargo; al menos diré libremente que yo nada sé; ni
tú tampoco trabajes en vano, lector, inquiriendo la verdad, esperando
que alguna vez podrás poseerla claramente. Y si después investigare
con los demás algo de lo que hay en la naturaleza, ni aun de tales
investigaciones me curo; pues todo es vanidad, como dijo aquel
sapientísimo Salomón, el más docto que recordamos de los que nos dieron
los pasados siglos; lo cual demuestran claramente sus obras, entre las
cuales ocupa el primer lugar aquel áureo libro llamado _Eclesiastés_.

Pero volvamos a la ciencia.

¿Qué movió a Aristóteles a disertar tantas y tan hondas cosas de la
contextura de las palabras; qué a fingir aquellos universales? Si
podemos saber alguna cosa sin todo esto, lo mostraré más abajo, donde
hablaré del modo de saber.

Mientras tanto, de Aristóteles no hay ciencia alguna.

Velo: la ciencia se obtiene por demostración. ¿Qué es eso? Un sueño
de Aristóteles no desemejante al repúblico de Platón, al orador de
Cicerón, al poeta de Horacio. No hay ciencia en parte alguna. Escribió
aquél con bastante prolija prosa, y nunca dió ciencia, ni después de
él la dió nadie. Al menos, dala tú y envíamela. No la tienes, lo sé;
Aristóteles mismo no formó jamás otro silogismo, sino cuando enseñó a
los demás a formarlos; y entonces, no con los términos que significan,
sino con los elementos _a b c_, y ello todavía con mucha dificultad. Y
si hubiese usado de términos justificativos, jamás hubiese terminado
la obra. ¿Para qué, pues, sirven éstos? ¿Por qué trabajó tanto en
enseñarlos? ¿Por qué después de él se esfuerzan todavía los demás?

Escribiendo no usamos de ellos ni él tampoco. Con silogismos nunca se
engendró ciencia alguna, antes se perdieron muchas y se turbaron por su
causa. Arguyendo y disputando, contentos con la simple consecuencia,
todavía usamos menos de ellos, pues de otra suerte nunca tendría fin la
disputa y siempre se había de pugnar sobre reducir el silogismo a modo
y figura, convirtiéndolo en otras copiosas bagatelas; y hay infinitos
necios que hacen hoy así y niegan cuanto no es puesto en modo y figura;
tanta es la estupidez humana y tanta la agudeza y utilidad de esta
ciencia silogística, que, olvidadas totalmente las cosas, se meten en
tinieblas.

De donde es de admirar al, por otro lado, agudo Averroes, y después
de él muchos, los cuales quisieron mostrar en todas partes que son
infalibles, certísimos y demostrativos los silogismos. ¡Con cuanto
trabajo se esforzó en reducir Aristóteles las cosas que dijo, a tales
moldes, cuando nada hay más extraño a ellas, según después mostraré!

Al contrario, no es de admirar que el Agustino, esplendidísima
lumbrera de la Iglesia cristiana, aprendiera sin preceptor, por su
solo esfuerzo, todas las otras ciencias, menos esta silogística. Pues
las otras se fundan en las cosas; pero ésta es una ficción sutil y de
ningún fruto, antes de muchísimo daño; como que aparta a los hombres de
la contemplación de la naturaleza y los detiene en sí, lo cual verás
mejor en el discurso de nuestras obras.

Mas esto se diferencia mucho de lo que dicen los escolásticos, a saber:
que es el modo de conocer y el principio sin el cual no hay ciencia.

Los cuales dicen ciertamente verdad, pero la dicen neciamente. Pues la
ciencia de ellos es ésta: no saben otra cosa que construir de la nada
un silogismo, es decir, de _a b c_; pues si se hubiese de construir
de algo, enmudecerían, como quienes no entienden ni la más pequeña
proposición.

                                 * * *

Pero volvamos a nosotros.

¿Qué, pues? Quien enseña a construir una casa ¿no la construye él
jamás, ni tampoco sus discípulos? ¿Cómo voy a creer que se construye
así? Y si no hay demostración, ¿no hay ciencia alguna?

Además, también es falso aquello de que la demostración engendre hábito
científico. Del ignorante, pero apto para aprender, brota la ciencia
mas no así de la demostración, que sólo muestra la cosa que se ha de
saber, pues tal indica hasta la palabra misma _demostración_.

Yo no entendí jamás de Aristóteles ni de otros la más pequeña
proposición; mas impresionado por la lectura de sus libros, me
apliqué a contemplar todas las cosas, y vistas sus contradicciones y
dificultades, para no ser envuelto yo por ellas, desamparados todos
los filósofos, me refugié en las cosas, ejercitando mi propio juicio.
Esto fué para mí Aristóteles; lo que el mismo Aristóteles dice que fué
Timoteo para los demás autores, a saber: un estímulo para huir de las
contradicciones de los sabios y refugiarse en la naturaleza.

De donde es fácil ver cuán necios son los que buscan de solos los
libros toda ciencia, no estudiando en las cosas mismas. Pues quien me
señalare con el dedo una cosa para que la vea, no por eso produce en mí
la visión, sino que excita la potencia visual para que se reduzca al
acto.

De donde me parece también muy necio lo que algunos establecen: que
la demostración concluye y participa necesariamente de lo eterno e
inviolable; cuando por ventura quizá no hay tal eterno, o si existe nos
es desconocido como tal a nosotros, que somos muy corruptibles y muy
violables en poquísimo tiempo.

Por eso, al contrario, la verdadera ciencia, si la hubiera, sería libre
y nacida de entendimiento libre; el cual, si de suyo no percibe la cosa
en sí misma, no la percibirá forzado por demostración alguna.

Éstas (las demostraciones) fuerzan, por tanto, a los ignorantes,
a los cuales basta la sola fe. ¿Por qué, pues, ignorante, coliges
de aquí y de allí, de Aristóteles, muchas proposiciones, con las
cuales construyes al fin un silogismo _bárbaro_ y de las cuales no
entiendes una sola? Te querría bien si te dijera: deja la Filosofía,
pues eres totalmente inepto para ella; procura ser un buen alarife o
zapatero, o si quieres menestral, de esos que convierten la madera, las
piedras, los paños y los cueros en figura, no _bárbara_ como tú, sino
pulimentada, y no preguntan qué es la madera, la piedra, el paño o el
cuero, sino cómo forman de ellos una casa, un vestido o un calzado para
el César; mientras que tú, usando de la potestad del César, construyes
un laberinto en el que te aprisionas a ti y a otros parecidos
miserables a quienes falta el filo de la razón.

No entiendes, no sabes cosa alguna y, sin embargo, alardeas de enseñar
a los demás. Tampoco yo sé y, no obstante, me empeño en persuadírtelo.
De donde no sabiendo tú aquello, tampoco podrás percibir esto. Y yo
tampoco, ignorándolo todo, podré demostrártelo. Luego nada sabemos.

Tal muestro todavía. Sigo la definición de la ciencia. Llaman hábito al
_conglomerado de muchas conclusiones_. Es maravilloso cómo abandonando
totalmente las cosas vuelven siempre los dialécticos a sus ficciones,
semejantes a la gata de Esopo mudada en doncella, la cual, sin embargo,
después de cambiar la forma, todavía perseguía a los ratones. Y, a la
verdad, para aquéllos la ciencia se reduce, pues no saben más, a muchas
conclusiones, sin realidad alguna. Pues ¿quién definió jamás una visión
por un amontonamiento de especies? La ciencia no es otra cosa que una
_visión interna_. Si la ciencia fuese un montón de especies, todo libro
sería un pozo de ciencia.

Eres un protervo: dirás tal vez que tus obras tienen ciencia escrita,
según aquello de que uno es el término vocal, otro el escrito, otro el
mental. No entiendo. Lo concedo, sin embargo. ¿Qué se sigue? Que ni tú
ni yo sabemos cosa alguna.

Prueba esto Esopo, el cual puesto entre un gramático y un retórico, al
preguntarle qué sabía, respondió: nada. ¿Cómo es esto? Porque (dijo)
el gramático y el retórico no me dejaron nada por saber; preguntados
antes qué sabían, respondieron que _todo_. Ahora, pues, este libro sabe
muchas cosas por ti, otro sabrá también muchas y todos los demás del
mismo modo; luego nada nos han dejado a nosotros por saber.

Prosigo; si hubiesen dicho _conglomerado de muchas cosas en la mente_,
tal vez hubieran dicho mejor; pero no es del todo verdad. Pues sólo
de una sola cosa puede ser la ciencia; o más bien, sólo hay ciencia
de cada una de las cosas individuales, no de muchas a la vez; como
una visión es de un solo objeto individual; pues ni es posible ver de
un modo perfecto dos cosas juntamente ni entender a la vez dos cosas
perfectamente, sino una después de otra. De donde aquello: aplicada la
mente a muchas cosas, es menor la atención a cada una.

Mas del mismo modo que todos los hombres son en especie, mejor dicho,
en nombre, un solo hombre, así la visión se dice una sola aunque sea de
muchas cosas, y las visiones son muchas en número, y así la Filosofía
se dice una sola ciencia, aunque sea contemplación de muchas cosas de
las cuales a cada una corresponde contemplación propia, y la ciencia de
cada una, después de la contemplación, es una sola.

Ni es tampoco verdad que el cúmulo de muchas cosas en la mente sea
ciencia; lo cual piensan algunos ineptamente, llamando más doctos a
aquellos que más cosas han visto y oído y pueden, por consiguiente,
recitar, ya en la misma ciencia, ya en diversas. Antes al contrario,
quien quiere abrazarlo todo, todo lo pierde; pues basta una sola
ciencia a todo el orbe, pero todo éste no basta a la ciencia. A mí me
bastaría para la contemplación de toda la vida la más mínima cosa del
mundo, y ni aun así alcanzaría a conocerla. Pues ¿cómo un solo hombre
puede saber tantas cosas?

Créeme, muchos son los llamados y pocos los escogidos; experiméntalo en
ti mismo, contempla alguna cosa, un gusano, si quieres; su alma: nada
podrás alcanzar.

Confieso que estas cosas deben estar necesariamente en la mente para
saberlas; pero esto no es ciencia, sino memoria; como tampoco el
amontonamiento de especies en el ojo es visión (si así se hace la
visión), por más que ésta sin ellas no pueda existir. Pues vemos que
aquellos que imaginan algo fijamente, ofrézcase lo que se quiera a los
sentidos, nada sienten, aunque en el mismo momento se impriman los
espectros en ojos y oídos. Por esta misma razón, afirmóse que todo
estaba en todos. ¿Cómo, pues, dicen, conoceremos aquello que está
fuera de nosotros? Luego todo estaba en nosotros, pero lo hallamos
revolviendo y esto es saber.

Pero se engañan harto. Primero, porque afirman que en nosotros hay un
asno (por ventura está en ellos), un león y lo demás. Pues ¿cómo puede
suceder que yo esté en el león y el león en mí? ¿No es esto fingir una
quimera? Y ojalá probasen que nosotros sabemos algo; pues entonces les
concederíamos la consecuencia, a saber: que nada puede saberse sin que
esté en nosotros; todo se sabe; luego todo está en nosotros.

Pero ahora la mayor es dudosa; la menor falsa. ¿Cómo, pues, concluirás?

Después, arguyen mal si piensan que basta, para saber, que esté
en nosotros aquello que se sabe. Pues aun cuando esto tal vez
contribuiría, si pudiera ser, no se sigue de ahí que todo esté en
nosotros, antes al contrario; estando ciertamente en nosotros el
cuerpo, el alma, el entendimiento, las facultades, las imágenes y otras
muchas cosas, sin embargo, de ningún modo las conocemos perfectamente.

Pero esta cuestión, a saber, si todo está en nosotros, lo trataremos
exprofeso en los libros de la naturaleza; ahora baste haber tocado lo
que conduce al tratado propuesto.

Así, pues, las cosas o las imágenes de las cosas existentes en nosotros
no hacen ciencia ni son ciencia; pero la memoria es poblada por ellas,
y en la fantasía las contempla la mente.

De ahí también concluyo que la ciencia se llama pésimamente hábito.
Pues aquí la cualidad es dificultosamente móvil; la ciencia no es
cualidad, a no ser que quieras llamar a la visión cualidad; más bien
acción simple de la mente, la cual puede ser perfecta aun de primera
intención, y no dura más que lo que está en la mente, como tampoco la
visión. De cuya contemplación y conocimiento, que se hace por la mente,
la imagen confiada a la memoria se retiene en ella; la cual, si se ha
fijado bien, se dirá hábito; si menos, disposición.

Pero todo esto será propio de la memoria, no de la ciencia; si luego lo
retorna, se dirá que se recuerda lo sabido, no que se sabe, sino cuando
lo contempla; como quien recita lo visto no ve.

Dícese, sin embargo, que sabe muchas cosas quien retiene en la memoria
lo así sabido, porque o supo antes todo aquello o puede saberlo cuando
quiere; pues aun con la menor ojeada, mirándolas, las entiende, porque
ya las entendió antes.

De donde queda, que el hábito de muchas cosas en la memoria no se llama
ciencia, si no hubiesen sido ellas conocidas antes por el entendimiento.

                                 * * *

Decía Platón que nuestro saber (cosa extraña) no es otra cosa que
recordar; es decir, que nuestra ánima lo sabía todo antes de nosotros,
que en nosotros lo olvidó todo al ser sumergida en el cuerpo, y que
poco a poco recuerda como despertando de un sueño.

Pero levanta el doctísimo varón un castillo muy deleznable, no
confirmado por la razón y la experiencia; como también otras muchas
cosas que soñó del alma, según mostraremos en el tratado del espíritu.

Aquel error lo repitió muchas veces Aristóteles. Mas, dejando las
razones de Platón, porque pueden ser leídas por cualquiera en él,
examinémos nosotros la cuestión por lo que se refiere a nuestro
propósito.

Si él hubiese dicho que vió cómo su alma lo sabía todo antes que fuese
sumergida en su cuerpo, por ventura lo hubiese creído; pero entonces no
sería hombre, sino larva o fantasma de tal.

Yo, a la verdad, ignoro qué fué antes de mí; apenas creo lo que veo;
¿cómo, pues, filósofo, creeré tus sueños?

Di: o antes que el alma entrase en tu cuerpo sabía, o no. ¿Dices que
sí? Entonces, o aquella ciencia del alma era sólo recuerdo o no; si lo
era, sería recuerdo de otra ánima que había en ella, la cual, antes que
estuviese en la tuya, lo sabía todo.

Y el saber de esta otra alma, ¿era o no era recordar?

Vamos así a lo infinito.

Si no recuerda por otra ánima, sino por sí misma; fué que se olvidó
antes. ¿Por qué? Y si se había olvidado antes que esto aconteciese,
¿era o no era todavía su saber recordar? También vamos a lo infinito.

Si el saber del alma no era recordar, ¿perdió aquel saber sumergida
en el cuerpo? Si no lo perdió, sabe como antes. Y antes, según tú, su
saber no era recordar.

Y si por la inmersión en el cuerpo, como dices, como aturdida por el
comercio del nuevo domicilio, permanece olvidada de sí durante un
tiempo, se acordará ciertamente después de aquello que había olvidado,
pero no lo sabrá entonces; como también nosotros, olvidados de lo que
antes sabíamos, por fin lo recordamos; pero este recuerdo no es saber.

Mas, si lo pierde, no lo recordará luego; pues solo recordamos aquellas
cosas que permanecen todavía en la memoria o imaginación, aunque no se
ofrezcan al pensamiento, y así, excitados por alguna reminiscencia de
cosa semejante, surgen, como traídas a la fantasía, pero con recuerdo,
porque antes habían estado allí mismo.

Y si del todo hubiesen sido arrancadas, no fuera recuerdo, sino nueva
impresión; como acontece a aquellos que por enfermedad incurren en
perfecto olvido hasta del propio nombre; de los cuales no dirás que lo
recuerdan si acontece que lo aprenden después; pues dice el vulgo que
son víctimas los tales de total olvido y que, por consiguiente, deben
ser de nuevo instruídos como si fuesen niños ignaros; y ellos mismos
niegan que supieran alguna vez aquello que se les enseña.

Recordar, pues, no es saber.

                                 * * *

Además, siempre que recordamos decimos: había olvidado antes esto, pero
ahora lo recuerdo así, o que así sucedió.

Y si aconteciere al alma que sólo recordase, diría también el niño
cuando fuere enseñado: yo también sabía esto antes, ahora lo recuerdo.
¿Y quién dice tal?

Además, si el alma, antes que fuere sumergida en el cuerpo, sabía,
después sabrá ella misma, no el hombre. Y decir que el alma sabe, ¿no
es impropio?

                                 * * *

Finalmente, hagamos más clara la cosa, pues es cuestión de nombre.

O saber y recordar son lo mismo o no. ¿Qué han de ser lo mismo? ¿Por
qué, si lo son, no usamos indiferentemente lo uno por lo otro?

No dudo que recuerdan también los perros; pues herí a uno de industria,
el cual, cuando después me ve, me ladra, acordándose, sin duda, de las
heridas.

¿Y quién dirá que los perros saben?

¿Por ventura no quieres que recuerden los perros, con tal de no
desmentir a Aristóteles?

Recuerdan, por lo menos, mujeres y niños; y, sin embargo, nada saben;
recordamos todos y nada sabemos.

                                 * * *

Si no significan lo mismo recordar y saber, ¿por qué los confunde?
Si lo uno es superior a lo otro, ¿por qué no añadió Platón alguna
diferencia que los restringiese?

Pues el hombre es animal, pero no sólo animal, porque lo es también el
caballo; por lo cual a éste le añadimos _cuadrúpedo_, a aquél _bípedo_.

No significan, pues, lo mismo; luego son cosas diversas saber y
recordar.

                                 * * *

¿Qué es saber?

Conocer las cosas por sus causas, dicen.

No está del todo bien; es oscura la definición, pues se sigue
inmediatamente la cuestión de las causas, más difícil que la primera.

¿Es necesario conocer todas las causas para conocer las cosas?

Las eficientes no, pues ¿qué influye mi padre para el conocimiento de
mí?

Después, si quieres conocer perfectamente el causado, es menester que
conozcas también perfectamente las causas. ¿Qué se sigue? Que nada se
sabe si quieres tener conocimiento perfecto de la causa eficiente.

Venimos, pues, a parar en mi tema.

Para el perfecto conocimiento de mí es menester conocer perfectamente
a mi padre; para conocer a éste es necesario que conozcas antes a mi
abuelo; después de éste a otro, y así infinitamente.

De las demás cosas lo mismo.

Y así también de la causa final.

                                 * * *

Dirás que tú no consideras los particulares, que no caen bajo la
ciencia, sino los universales: el hombre, el caballo, etc.

Está bien; pero antes también lo decías; tu ciencia no es del
verdadero hombre, sino del que tú te finges; por tanto, nada vale.

Considera, pues, aquel fingido hombre tuyo; no lo conocerás si no
conocieres sus causas. ¿La tiene eficiente? No lo negarás. Si quieres
conocer ésta, considera su eficiente. No acabarás nunca, y, por tanto,
nunca sabrás qué es aquel hombre tuyo, ni siquiera si era _verdadero_;
luego nada sabes.

                                 * * *

Por ventura recurrirás a Dios omnipotente, primera causa de todo y fin
último de todo, y dirás que allí hemos de parar y no en el infinito
imaginario.

De esto, hablaremos después. Pero ahora pregunto: ¿qué de ahí?
Nada sabes. Huyes del infinito y caes en el infinito, inmenso,
incomprensible, indecible, ininteligible. ¿Lo sabes tu acaso, lo
conoces?

Pero, según tú, es causa de todo. Luego para el conocimiento de los
efectos es necesario su conocimiento, según tu definición. Luego nada
sabes.

Si para el conocimiento de la cosa no juzgaste necesarias la eficiente
ni la final, ¿por qué no distinguiste en tu definición? Pues yo las
entendí todas cuando dijiste en absoluto: conocer las cosas por las
causas.

Pero en otro lugar, Aristóteles las comprende y enumera todas,
eficiente, material, formal y final, cuando dijo que entonces pensamos
nosotros conocer la cosa, cuando conocemos su primera causa.

Pero te concedo (aun cuando no deba concedértelo ni pueda lícitamente)
que no son necesarias la eficiente y la final; quedan dos, la material
y la formal, las cuales creo entiendes que se han de conocer.

Menos aún.

Si quieres conocer la forma es necesario que la conozcas por sus
causas, según tu definición. No por la eficiente y la final, como
antes, sino por la material y la formal. Pero no la tienes. Luego nada
sabes. Y si ésta no la sabes, tampoco sabrás aquello de lo cual es
forma, pues ignoradas las partes, se ignora el todo.

De la materia diré lo mismo, la cual es todavía más simple y menos
sustantiva, y de la cual tal vez no hay causa alguna, al menos
eficiente, material y formal, según Aristóteles; y de la final también
puede dudarse.

                                 * * *

¿Qué dices?

Basta cualquier conocimiento de las causas para tener ciencia de las
cosas, aunque no sea perfecto.

Coplas.

Es imposible conocer perfectamente el todo sin que conozcas
perfectamente las causas.

Y si concediera también esto, pregunto: ¿puede tenerse ciencia de la
forma y de la materia?

Lo concederás tú, que pretendes saberlo todo.

Mas vuelvo a preguntar: ¿por sus causas?

Si no, tu definición es nula. Y ahora repito lo mismo de estas causas:
¿pueden saberse? Claro que sí; pues, según tú, lo más simple es más
manifiesto por naturaleza, y, por tanto, es de suyo más cognoscible.
Mas ¿por sus causas? Volvemos a lo infinito.

Es, pues, nula la definición.

Y, además, nada sabes por las mismas razones.

                                 * * *

Mas Aristóteles se objetó a sí mismo en otro lugar: si verdaderamente
es sólo ciencia aquélla que se tiene por demostración y los primeros
principios no pueden demostrarse, no habrá ciencia de éstos y por
tanto, no habrá ciencia alguna.

Luego rectificó diciendo que no toda ciencia era demostrativa, y que
sólo es indemostrable la de aquellas cosas que carecen de medios.

Pues de ahí se sigue que aquella sentencia, _saber es conocer las cosas
por las causas_, no es absolutamente verdadera, ni aquella otra: la
ciencia es hábito adquirido por demostración, si hay alguna que no se
tiene por demostración.

Mejor habló en otro lugar y podía excusarse si siempre hubiese hablado
del mismo modo y hubiese explicado alguna vez la ciencia de modo
perfecto. Mas ahora, siendo en todas partes vago, confuso y veleidoso
se cierra el camino a la excusa. Pues había dicho que la ciencia de las
cosas, de las cuales son los principios, las causas y los elementos,
pende del conocimiento de éstos. Lo cual es ridículo como lo entienden
sus secuaces, pues reduciendo las cosas a palabras y silogismos
(soporificados en el viejo error y pudriéndose en él), interpretan los
principios como primeras, manifiestas y supuestas proposiciones de cada
ciencia, a las cuales ellos llaman principios y dignidades; y explican
como causas las proposiciones medias que se hacen entre aquéllos y la
cosa que se ha de probar; y elementos, el sujeto, el predicado, la
cópula, el medio, la extremidad mayor y la menor.

¿No es todo esto una sutil ficción o más bien un delirio en cuya
comparación, si el Maestro se engaña, los discípulos, no entendiéndole
ni siguiéndole, se engañan más aún? ¿Hasta cuándo se despeñarán en
tantas vanidades, apartándose así de la clara y libre razón?

                                 * * *

Pero volvamos a Aristóteles. No puede excusarse. Arriba decía que la de
los primeros principios es ciencia, pero indemostrable. En otro lugar
llama al conocimiento de los primeros principios entendimiento, no
ciencia. Mal dicho, pues, si se tuviera conocimiento de éstos, como de
los demás, sería perfecta ciencia. Mas ahora, no teniéndose de ellos,
tampoco se tiene de aquellas cosas de las cuales son estos principios.

De donde se sigue que nada se sabe.

Además, ¿qué es la ciencia sino el entendimiento de las cosas? Sólo
decimos que sabemos algo cuando lo entendemos.

Pero tampoco es verdad que hay doble ciencia, pues sería una y simple,
si alguna hubiese, como es una la visión.

Hay, según dicen, dos modos de ciencia: uno simple, cuando conociésemos
una cosa simple, como la materia, la forma, el espíritu; otro
compuesto, por decirlo así, cuando se ofreciere una cosa compuesta,
de la cual hubiera primero que descomponer y conocer cada una de las
partes, y luego, finalmente, el todo.

Y a este último modo siempre precede el primero; pero a éste no siempre
le sigue aquél.

En ambos casos, la demostración no sirve de otra cosa sino, tal vez,
para mostrar la cosa que se ha de saber.

Pero ya hay bastante; pues dijimos ya más de lo que parecía convenir
al que nada sabe. Pero no se ha dicho todo esto sin razón.

Hasta aquí mostré la ignorancia de los demás, según la definición de la
ciencia y, por tanto, según el conocimiento; ahora mostraré la mía (no
parezca que sólo yo sé algo) por la cual podrás ver cuán indoctamente
sabemos. Pues lo que hasta aquí fué recibido por muchos, a mí me parece
falso, como ya probé; y lo que después diré, verdadero.

Por ventura juzgarás tú lo contrario, y tendrás por verdadero lo tuyo;
de donde se sigue la confirmación de lo propuesto: que nada se sabe.



¿Qué es saber?


Veamos, pues, qué es saber, para que de ahí se haga más manifiesto si
algo se sabe.

_Ciencia es el perfecto conocimiento de la cosa._

He aquí una explicación fácil, pero verdadera, del nombre.

Si preguntas el género y la diferencia, no los daré, pues todo esto son
palabras más oscuras que lo definido.

Y ¿qué es conocimiento?

Ciertamente no lo sabría definir y si lo definiese de algún modo,
podrías preguntar nuevamente lo mismo de esta definición y de sus
partes. Y así nunca se llegaría al fin; habría duda perpetua de los
nombres.

Por la cual razón, nuestras ciencias son ya infinitas, ya totalmente
dudosas.

En alguna parte, dices, nos hemos de parar en las cuestiones. Es
verdad, porque no podemos otra cosa.

                                 * * *

Pero no sé lo que es conocimiento; defínemelo.

Yo diría la comprensión de la cosa, la perfección, la intelección, y
algo más que signifique lo mismo.

Si dudas todavía de esto, callaré; pero te exigiré a ti otra cosa;
si lo concedieres, dudaré de lo tuyo, y así padeceremos perpetua
ignorancia.

¿Qué queda? Un recurso extremo; piensa tú por ti mismo.

¿Pensaste? ¿Por ventura aprehendiste con la mente el conocimiento? Así
lo crees. A mi también me parece que comprendí.

¿Qué de ahí? Mientras hablo después contigo del conocimiento, cual lo
comprendí tal lo propongo; tú, al contrario, cual lo entendiste tú.
Esto afirmo yo que es; tú, afirmas otra cosa.

¿Quién compondrá el pleito? Quien se conozca a sí mismo verdaderamente.
Y ¿quién es el tal? Nadie. Cada uno se parece a si doctísimo; a mí,
todos ignorantes. Tal vez sea yo solo el ignorante; a lo menos,
quisiera saber esto; y ni esto siquiera sé. ¿Qué diré, pues, en
adelante que carezca de sospecha de ignorancia?

¿Para qué, pues, escribo? Para decir lo único que sé: lo que yo pienso.
Mas lo que pienso es mi verdad, no la tuya, no la de todos. Torno acá.
Nada sabemos.

Supón la explicación del nombre de ciencia dada por mí, para que
proceda el discurso, y de ahí coligamos que nada sabemos, pues suponer
no es saber, sino fingir; por lo cual, de los supuestos saldrán
ficciones, no ciencia.

Ve adónde nos llevó ya el discurso: Toda ciencia es ficción. Evidente.
La ciencia se ha por demostración. Esta supone la definición, pues no
pueden probarse las definiciones, sino que deben creerse; luego la
demostración de supuestos producirá ciencia supositicia, no firme y
cierta.

Además, según tú, se han de suponer los principios, y no conviene
disputar sobre ellos; luego lo que de ellos se sigue será supuesto, no
sabido.

¿Hay algo más miserable? Para saber es necesario ignorar. Pues ¿qué
otra cosa es suponer sino admitir lo que no sabemos? ¿No sería mejor
saber antes los principios?

Yo niego los principios de tu arte; pruébalos.

No se ha de argüir contra los que niegan los principios, dices. No lo
sabes probar. Eres ignorante, no sabio.

Mas, corresponde a la ciencia superior o común probar los principios.
Lo sabrá, por ventura, todo, quien posea esta ciencia común; tú, nada;
pues quien ignora los principios, ignora también la cosa. Pero ¿qué es
aquella ciencia común?

Es maravilloso cómo estos artífices se parten los oficios, se separan
con linderos, del mismo modo que el necio vulgo se adapta y se parte
la tierra. Levantan un imperio de las ciencias, cuya reina y supremo
juez es la ciencia común, la Lógica, a la cual se llevan los supremos
pleitos; ésta da leyes a las demás, leyes que es menester aceptar como
buenas; a ninguna de las otras ciencias, es lícito echar impunemente la
hoz en su mies, ni a las unas en el campo de las otras; y así toda la
vida pleitean del sujeto de cada ciencia, y no hay quien dirima este
pleito de ignorancias.

De ahí, que si alguno trata de los astros en la física, dicen que lo
hace o en cuanto que es físico o en cuanto es astrólogo; y uno compra
esto del aritmético, pero otro roba aquello del matemático. ¿Qué es
esto? ¿No son entretenimientos de chiquillos? Pues éstos, en un lugar
público, en la plaza, en el foro o en el campo, construyen huertas, las
cercan con tejas y cada uno cierra a otro la entrada de su huertecillo.

Entiendo lo que es eso. No pudiendo cada uno abrazarlo todo, el uno
se eligió esta parte, el otro se apartó la otra. De ahí, que nada se
sabe. Pues, conspirando todas las cosas que hay en este mundo a la
composición de una sola, las unas no pueden subsistir sin las otras,
ni éstas ser conservadas con aquéllas; y cada cual ejerce su oficio,
diverso, sí, del de la otra, pero todos, no obstante, concurren a uno
solo; éstas causan aquéllas, y éstas son hechas por aquellas otras. Es
indecible la concatenación de todas.

No es, pues, de extrañar, si, ignorada una cosa, se ignora también lo
demás. Por causa de lo cual acontece que quien se ocupa de los astros,
considerando sus movimientos y las causas de ellos, acepta del físico,
como cosa probada, qué es el astro, qué el movimiento; de ahí que sólo
contemple la variedad, y la multitud del movimiento.

De lo demás, del mismo modo.

Mas, esto no es saber.

Saber es haber conocido primero la naturaleza de la cosa, en segundo
lugar los accidentes, cuando la cosa tiene accidentes.

De lo cual se sigue que la demostración no es silogismo científico, más
bien, nada es, como que solo demuestra, según tú, que tiene accidente
(pues para mí, tanto dista de demostrar algo, que más bien esconde y
no hace otra cosa que turbar el ingenio); pero, en cambio, supone la
definición de la cosa.

Nada, pues, saben los que se fían de demostraciones y esperan de ellas
ciencia; quienes condenan también éstas, nada para ti; y como poco ha,
lo probaré.

Luego nada sabemos.



Elementos de la ciencia.


En la ciencia, pues, si admites mi definición, hay tres cosas: la que
se ha de saber, el ente que conoce y el conocimiento mismo; cada una de
las cuales hemos de explicar por separado, para colegir de ahí que nada
se sabe.

En primer lugar, ¿cuántas son las cosas que se pueden conocer? Tal vez
infinitas, no sólo en los individuos, sino también en las especies.

Negarás que son infinitas, pero no probarás que son limitadas pues ni
siquiera pudiste numerar la más mínima parte de ellas; yo apenas conocí
el hombre, el caballo y el perro.

Luego de esto ya nada sabemos. Pues ni tú viste el fin de todas las
cosas, y, sin embargo, afirmas que son finitas; ni yo tampoco vi su
infinidad; pero, no obstante, conjeturo que son infinitas. ¿Qué más
cierto te parecerá a ti? A mí nada.

Pero dirás: ¿qué puede impedir la infinidad para el conocimiento de una
sola cosa? Mucho, según tú, pues es necesario conocer los principios
para conocer las cosas; tal vez, la materia y la forma; mas, en el
infinito, las materias infinitas son tal vez distintas en especie (por
más que tú no quieres distinguir de algo la materia por su especie; de
lo cual hablaremos después).

De las formas no hay duda; pero del infinito no hay ciencia alguna.

Replicarás: puede ser la misma la materia aun de cosas infinitas.
Cierto; pero también puede no ser la misma, y, por consiguiente
múltiple. Pues, por ventura, hay otras cosas totalmente diversas de las
nuestras, que no conoció ninguno de nosotros. Lo cual puede ser y no
ser, es dudoso cuál de ambas cosas es.

Pero la ciencia es de suyo de lo que es y que no puede ser de otra
manera, según tú. Ni es necesario que haya cosas infinitas, para que
sea diversa la materia; pues ni siquiera a ti, que las crees infinitas
todavía, no consta ni constará jamás (puedo, sin embargo, engañarme)
si la materia del cielo es la misma que la de estas cosas inferiores.

¿Que tal vez los espíritus tengan materia propia, aunque se digan
simples? Ciertamente. Afirmas tú que son muchos sus géneros y muchas,
por consiguiente, las diferencias. Luego convienen en algo común; y
esto es, según tú, la materia; y se diferencian en algo, y esto es la
forma.

¿Tienen también materia propia los accidentes? Tú llamas al género de
ellos materia, y a la diferencia forma.

¿Es la misma que la del cielo la materia de los astros? No lo sabes.
Parece que no.

Luego tampoco sabes los principios, de los cuales se ignora cuántos
son, aunque las cosas sean finitas.

Ni se tendrá jamás estabilidad en los principios; pues los principios
del hombre son los elementos; de los cuales surgen materia y forma; y
de esta materia y esta forma otras más simples.

Lo mismo del león, del asno, del oso; y así infinitamente.

                                 * * *

Y de las formas no hay duda que en el infinito serán infinitas. Mas es
necesario preconizar los principios.

Dirás que los elementos no son principios, de lo cual se hablará
después. Y aun que no habrá principios, pues de lo infinito no hay
principio...

                                 * * *

Pero sean finitas las cosas: no por eso sabrás más. Pues ni siquiera
conociste el primer principio necesarísimo de todas las cosas; por lo
cual tampoco lo demás que se deriva de él. Nada, pues, sabemos.

Después, entre las cosas, unas son de sí como principio, de sí como
sustancia, en sí, por sí y únicamente para sí (séame lícito hablar de
esta manera), como la que llaman los filósofos primera causa, y los
nuestros Dios; y todas las demás de éste, no de sí como principio, no
de sí como sustancia, no en sí, no por sí, no para sí solas ni por
causa de sí, sino que unas se originan de otras, otras se constituyen
de otras, otras están en otras, otras son por otras. Y todas ellas es
necesario conocerlas.

Mas, a Dios ¿quién le conoció perfectamente? «No me verá el hombre y
vivirá». Por consiguiente, sólo fué lícito a Moisés verle por segundas
causas; es decir, por sus obras. De donde dijo San Pablo: las cosas
invisibles de Dios se ven por lo que ha sido hecho, entendiéndolo.

Y así es menester también conocer cuáles son las cosas que causan y el
cómo, para que sepamos el qué perfectamente.

Y hay tal encadenamiento en todas las cosas, que ninguna es tan ociosa
que no aproveche o dañe a otra; y aun una misma tiene por destino dañar
a muchas y ayudar a muchas.

Luego es necesario conocerlas todas para el perfecto conocimiento de
una sola. Mas esto, ¿quién lo puede alcanzar? Jamás lo vi.

Y por esta misma razón unas ciencias prestan ayuda a otras, y cada una
contribuye al conocimiento de las demás.

A tal punto que ninguna puede saberse perfectamente sin las otras; y,
por ende, éstas son obligadas a corroborar a aquéllas. Y los sujetos de
todas hanse también de tal manera, que el uno depende mutuamente del
otro y también cada uno hace mutuamente a los demás.

De donde se sigue nuevamente que nada se sabe. Pues ¿quién conoce todas
las ciencias?



Casos prácticos.


Traeré un ejemplo breve para que no quede esto sin prueba. Bastará del
hombre.

Éste odia al basilisco; pues cuéntase que el basilisco muere por la
saliva del hombre ayuno; el basilisco al hombre y a la comadreja, la
cual sola dícese que lo mata; la comadreja al basilisco y al ratón;
el ratón a la comadreja y al gato; el gato al ratón y al perro; el
perro al gato y al conejo; el conejo al perro y al hurón. Y basta de
antipatías.

Además, el hombre no se mantiene y deleita de cualquier manjar, sino
del buey, del carnero, etc. Éstos no de cualquier cosa que se les
ofrece, sino de heno, paja, avena, que no se crían en cualquier tierra,
sino en una determinada; y esta tierra no lo produce todo, sino un
fruto peculiar a lo que contribuye mucho este o el otro cielo. Baste
aquí de las simpatías.

¿Cómo sucede todo esto? Es menester conocer la naturaleza de cada una
de tales cosas antes de conocer dignamente al hombre.

Y además, porque el hombre se nutre, crece, vive, raciocina, engendra,
se corrompe, hase de preguntar inmediatamente del alma y de sus
facultades.

Por igual razón también hay que inquirir de las plantas con qué alma
viven; de los animales, de los seres inanimados. ¿No es la misma la
ciencia de los contrarios? La generación y la corrupción ¿quién las
hace? Las cualidades contrarias. Pues inmediatamente se pregunta de
éstas, de los elementos, de los cuerpos superiores, de la introducción
del alma, de la introducción de las formas, de la acción y de la
pasión; de la cualidad, de la cantidad, de la situación, de la
relación; por qué se siente, engendra y calienta. Además, aquello por
qué está en descanso; lo otro, por qué es en un instante; esto, por qué
es en el tiempo; hase de ver qué es tiempo y espacio e inmediatamente
saber de los cielos y de sus movimientos, pues el tiempo es, (dice
Aristóteles, aunque mal, como veremos después) número y lugar, según
que tiene sucesión y extensión.

Puesto que el movimiento se mueve en línea recta y hacia abajo, debe
preguntarse qué es hacia arriba y qué hacia abajo; cual es el centro
del mundo, cuales los polos, y sus demás partes.

Porque vemos, y esto mediante la luz, pregúntase inmediatamente de los
colores, de las imágenes, de la luz, del sol y de los astros.

Porque existe el cuerpo y es en el lugar, pregúntase del cuerpo, de la
sustancia, del espacio y del vacío.

Porque el espacio dícese finito, de lo finito y de lo infinito.

Porque el cuerpo engendra y es engendrado, inmediatamente de todas las
causas basta la primera.

Porque el hombre raciocina, del alma intelectiva y de sus facultades,
de la ciencia y de lo cognoscible, de la prudencia y de los demás
hábitos.

Porque mata, porque nunca vive contento, porque expone a la muerte la
vida por la patria, porque socorre a enfermos y necesitados, suscítanse
las cuestiones del bien y del mal, del último y sumo bien, de la
virtud y del vicio, de la inmortalidad del alma.

Cualquiera de estas cosas lleva consigo todas las demás, que seguir
fuera fastidioso.

Y lo mismo la cosa más trivial.

Conocerás esto con el ejemplo familiarísimo del reloj común. Pues si
quieres saber cómo da las horas, es menester que examines todas las
ruedas desde la primera a la última, y qué mueve la primera, y cómo
ésta la otra y ésta otras dos, y así llegar hasta la última. Y si,
aparte de dar las horas el reloj, las señala también con una aguja
en un cuadrante, y muestra, además, los movimientos de la luna, su
crecimiento y decrecimiento, y asimismo el curso perfecto del sol
por el Zodiaco, de igual tenor que se hace en el cielo (todo lo cual
y otras muchas cosas vemos que se nos muestra en el reloj portátil,
según el verdadero curso de los astros), ciertamente harás la cosa más
difícil, y no podrás percibir cómo se hace la menor de estas cosas sin
que desmontes totalmente toda la fábrica, la examines y entiendas cada
parte y su oficio.

Lo mismo te representará el orbe de cristal construído con admirable
artificio por Arquímedes en el cual orbe todas las esferas y planetas
eran movidos y observados del mismo modo que en el Universo, haciéndolo
todo automáticamente un soplo por ciertos canalillos y conductos. ¿No
era menester, si alguno quería conocer esto, penetrar perfectamente
toda la máquina y sus partes hasta la más pequeña con sus oficios?

Lo mismo se debe entender en este nuestro orbe. Pues ¿qué hallarás en
él que no mueva y sea movido, mude y sea mudado o experimente una o
ambas cosas?



Consecuencias.


Ve adónde se ha llegado.

Sólo hay o podría haber una ciencia: la de la naturaleza de las cosas;
por la cual todas ellas serían perfectamente conocidas: ya que una no
puede ser conocida perfectamente sin todas las otras. Las ciencias
que tenemos son vanidades, rapsodias, fragmentos de observaciones
contradictorias; lo demás, imaginaciones, artificios, fantasías...

De donde no del todo ineptamente decía el Rey Sabio: que la sabiduría
de los hombres es necedad ante Dios.

Pero volvamos allá de donde nos habíamos apartado, y de ahí colige que
es una sola la ciencia de todas las cosas. Pues siempre que acontece
tratar de alguna cosa, con ocasión de ésta hase de tratar de otra y de
otra por ésta, y por tercera vez de otra por ésta; y así iríamos hasta
lo infinito, si en medio del camino no volviésemos pie atrás, y no sin
detrimento de la sabiduría.

De donde surge aquella ley en las ciencias: _Todo está en todo_; pues
vemos que todo se sigue de todo. Mas para que no dejara de tener fin
su ciencia, se empeñaron los filósofos en poner límites, los cuales,
sin embargo, no pueden conservar (pues, ¿cómo conservarán los límites
que no tolera la naturaleza?); de donde es necesario repetir lo mismo
mil veces en la misma obra y en las diversas obras. Fácilmente lo
mostraríamos en cualquier autor, pero sería largo. Pues lo que dijo
Aristóteles en los predicamentos ¿no lo repite, por ventura, en la
Física y en la Metafísica? ¿y lo que en estas ciencias en otras,
frecuentemente?

Y nuestro Galeno ¡cuán prolijo es! Apenas hallarás un solo capítulo
en que no leas: _Y de esto, aun cuando tratamos más extensamente en
otro lugar, no dañará si repetimos brevemente lo que atañe a nuestro
propósito. Baste aquí por lo que se refiere al presente tratado; lo
demás lo hallarás en tal libro_.

Lo cual muestra claramente que para el conocimiento de una sola cosa es
también necesario el conocimiento de las demás; cuando también para la
producción de una sola cosa, conservación o destrucción, es necesario
el concurso de todas las otras, como probaremos más extensamente en el
examen de la naturaleza.

Confirman también lo mismo los que promueven disputa sobre alguna cosa;
pues si pretenden probar que el hombre es animal, distan tanto de
lograrlo, que, al revés, discurriendo mediante silogismos, de una cosa
en otra llegan por fin o al cielo o al infierno, según los medios de
que usa el probante y según lo negado por su rival.

Y lo que el inventor de la demostración dice de ella, que por los
intermedios hase de llegar a los primeros principios, y que en ellos se
ha de parar, es una ficción; como también todo lo otro que dice acerca
de la misma cosa.

Ni tampoco hay tales medios ciertos, numerados y ordenados, por los
cuales podamos proceder libremente; ni principios en los cuales pueda
el ánimo posarse quieto y contento.

Y si tú tienes tales cosas, me placerá mucho que me las enseñes.



Otra prueba de la ignorancia.


¿Y esperas todavía más ancha prueba de nuestra ignorancia? La daré.

Viste ya la dificultad en las especies.

Mas de los individuos confesarás que no hay ciencia alguna, porque son
infinitos.

Pero las especies nada son, o al menos son una fantasía; sólo son
los individuos, sólo se perciben éstos, sólo de éstos hase de
tener ciencia; de ellos se ha de captar. Si no es así muéstrame en
la naturaleza aquellos tus universales; los darás en los mismos
particulares. Nada veo en ellos universal; todo particular.

Y en éstos ¿cuánta variedad se observa? Cosa maravillosa. Este es un
ladrón acabado; aquél homicida; aquél sólo nacido para la gramática;
el otro totalmente inepto para las ciencias; éste cruel y sanguinario
desde la cuna; por ningún arte puede ser aquél apartado del vino, éste
del placer venéreo, el otro del juego; uno se derrite a sola la vista u
olfato de la hiel; otro no gustó jamás la manzana ni puede ver a otro
que la guste; otros la carne, otros el queso, otro el pescado: de todos
los cuales nosotros conocimos algunos.

Hay quien devora y cuece indiferentemente metales, vidrios, plumas,
ladrillos, lana, y, finalmente, todo; otro cae en síncope al olor o
vista de una rosa; éste odia a las mujeres; aquél se nutre con cicuta;
esotro duerme día y noche. Yo arrojé muchas veces con ira los libros y
huí del arte, pero en el foro, en el campo, medito sin cesar, y nunca
menos solo que cuando estoy solo, y nunca menos ocioso que cuando estoy
ocioso; conmigo tengo el enemigo y no puedo evadirlo, y, como escribió
Horacio: _huyo fugitivo de mí mismo, como errabundo, ya preguntando a
los caminantes, ya buscando calmar el cuidado con el sueño; pero en
vano, porque la negra compañera me atormenta y sigue..._

Finalmente, hay algunos hombres ante los que dudas muy seriamente si
los debes llamar racionales o irracionales. Y, al contrario, hay brutos
a los que puedes apellidar con mayor justicia racionales que a algunos
de entre los hombres. Responderás que una golondrina no hace verano ni
un particular destruye lo universal. Yo, al contrario, insisto en que
el universal es totalmente falso, a no ser que abrace y afirme cómo es
todo lo que se contiene bajo de él. Pues, ¿cómo fuera verdad decir que
todo hombre es racional, si muchos o uno solo fuesen irracionales? Si
dices que en este hombre el defecto no está en el ánima, sino en el
cuerpo su instrumento, dirás, por ventura, verdad, pero en mi favor.
Pues, el hombre no es sola el ánima ni sólo el cuerpo, sino los dos
juntos; luego, siendo uno de ellos defectuoso, defectuoso será el
hombre.

De lo cual se sigue que es ridículo el dicho de algunos: que el alma
del hombre puede ser redonda o de cualquiera otra figura distinta de
como todos somos. Ignoro si ellos la vieron alguna vez; si la vieron,
confirman mi tesis; pues nadie creería que tal alma fuese de la misma
condición que las nuestras. Si no la vieron, ¿por qué la fingen tal
cual la naturaleza no puede, por ventura, producirla? Y si puede, ¿cómo
será cierta aquella proposición: el alma es acto del cuerpo físico?

He aquí la ciencia de los tales.

Y todavía es mucho más absurdo aquello, de que, no existiendo hombre
alguno, sería verdadero decir, el hombre es animal. Ello es suponer un
imposible para inferir una falsedad. Pues, si hablas en la filosofía,
jamás faltarán hombres, porque el mundo es eterno; si hablas en la
fe, ¿dejará de ser Cristo nuestro Señor? Ve cómo de ambas maneras es
imposible el supuesto.

Mas, ¿no sabes por tu preceptor que, puesto lo posible en el ser, no se
sigue inconveniente, pero que, admitido lo imposible, se siguen muchos?

Pero sea, sea posible: si el hombre _no es_ ¿cómo será el hombre animal?

Dicen que el verbo _es_ tómase allí por la esencia, no por la
existencia y que es sólo cópula, y que, por tanto, aquella proposición
es eterna y en las ciencias siempre se toma así; y que aun antes de la
creación del hombre fué verdadera aquella proposición y que en la mente
divina estuvieron todas las esencias de las cosas. Y así, escriben
cosas maravillosas del ser y de la esencia. ¿Cabe mayor vanidad? De tal
manera truecan y cambian las palabras de su propia significación, que
su lenguaje es totalmente diverso del paterno, debiendo ser el mismo.
Y, acercándose a ellos para aprender algo, cambian de tal manera las
significaciones de las palabras, de las que antes habías usado, que ya
no designan las cosas mismas y naturales, sino aquellas que ellos se
fingieron, para que tú, ávido de saber y totalmente ignorante de estas
cosas nuevas, les oigas a ellos disputando y disertando con sutileza,
tejiendo sueños de sueños, fantasías aderezadas con maravilloso
artificio, y les admires y les tengas y reverencies como agudísimos
escudriñadores de la naturaleza.

¡Caso extraño! ¡Cuánta barbarie! ¿Qué cosa más sencilla, más clara, más
usada que el verbo es? Sin embargo, ¡cuánta disputa en torno suyo! Los
chiquillos son más doctos que los filósofos, pues si preguntas a un
niño si el padre está en casa, responde que está, si está; si preguntas
si es malo, lo niega.

El filósofo, de ningún hombre afirma nada a derechas. Ni es tampoco
menos absurdo lo que algunos se empeñan en establecer, que la filosofía
no puede ser enseñada en otro idioma que en griego o latín; porque,
dicen, no hay palabras con las que puedas traducir muchas que hay en
aquellas lenguas, como la _entelequeia_ de Aristóteles (de la cual
se ha disputado en vano hasta ahora cómo se debe verter del latín);
_esencia_, _quiddidad_, _corporeidad_ y otras parecidas que maquinan
los filósofos. Naturalmente, como no significan cosa alguna, tampoco
son entendidas por nadie ni pueden ser explicadas ni vertidas en
lenguaje vulgar, el cual suele designar con sus nombres propios sólo
las cosas verdaderas, no las fingidas.



Etimologías.


Añade a esto la frívola sentencia de otros que asignan a las palabras
no sé qué fuerza propia, para deducir de ahí que los nombres fueron
impuestos a las cosas según la naturaleza de ellas.

Guiados por lo cual, no menos neciamente empéñanse algunos en traer de
algo propio las significaciones de todas las palabras; como _lapis_
(piedra), de que hiere el pie; _humus_ (tierra), de humedad. Y asno,
¿de dónde?: de ti, vano etimologista, porque no tienes _sentido_, pues
_a_ en griego y latín significa frecuentemente privación; _sinus_, como
_sensus_, sentido; luego _asno_ es lo mismo que _sin sentido_, o sea lo
mismo que tú.

Pero ¿no es buena la etimología?

No, cuando se inquieren las palabras más bien por curiosidad que con
verdad o utilidad; así todo lo haces derivativo o compuesto, nada
simple o primitivo; ¿cabe mayor insensatez?

Si la dicción _lapis_ (piedra) fué impuesta por la naturaleza de la
cosa, como dices, ¿es la naturaleza de la piedra que hiera el pie?
Pienso que no. Pero sea. ¿Cómo _lædo_ (hiero) representa la naturaleza
del daño que significa? ¿Cómo _pes_ (pie) significa la naturaleza del
pie?

Vamos a lo infinito.

_Humus_ tampoco se dice de _humedad_; pues, al contrario, la tierra
es, según tú, el más seco de todos los elementos; pero, aunque fuera
humidísima y de la humedad se dijera _humus_, ¿de dónde se dirá tal la
humedad? Si me das otra palabra preguntaré su abolengo. Y así, otra
vez hasta lo infinito. Porque, si cesas en alguna, la obligaré a que
muestre la naturaleza de la cosa que significa. Todas las intermedias
parecen representar la naturaleza de la cosa, porque se derivan de
otras que significan algo hasta la última, que de ninguna otra se
deriva, según tú; pues bien, preguntaría lo mismo de la última.

¿Cuántas son las voces simples? Casi todas.

Además. Si _pan_ ha sido impuesta, según la naturaleza de la cosa, ¿qué
decir de la griega _artos_, o de la británica _bara_, o de la vascuence
_ouguia_, cuya diversidad en el sonido, en las letras, en el acento, es
tanta, que no tienen nada de común?

Si dices que sólo una lengua ha sido impuesta, según la naturaleza
de la cosa, ¿por qué no las demás también? Y ¿cuál es ella? Si dices
que la primera de Adán, acaso, pues pudo, por haber conocido las
naturalezas de las cosas, como atestigua el autor del Pentateuco,
darles nombre adecuado, pero entonces ciertamente habría hecho falta
que su filosofía o la que tenemos hubiese sido escrita en su idioma.
¡Bella filosofía la que no puede ser enseñada o explicada con otro
lenguaje que con el de Adán! Pero tú, varón prudentísimo, te contentas
con el griego o el latín, que no han sido impuestos por la naturaleza
de las cosas.

¿Y no se corrompen y mudan perpetuamente las voces?; ¿no hay libros
franceses y españoles en los que hallarás muchas palabras cuyo
significado se ignora totalmente?

¿No hay en latín muchas palabras anticuadas y no se inventan otras
muchas todos los días? Lo mismo acontece con el estilo, y con otras
cosas, que se varían con el uso continuo y, al fin, tanta mudanza se
hace que degenera todo y todo se hace diverso; así pereció el antiguo
idioma latino transformado ahora en el vulgar italiano; el griego del
mismo modo.

Y si algunos libros conservan todavía sobrevivientes ambas lenguas,
difieren tanto de aquel antiguo esplendor y sentido, que si nos oyeran
hablando su lengua Demóstenes o Cicerón, se reirían.

Ni es esto solo, sino que los idiomas toman de los demás muchas
dicciones; y así opino que no nos queda ninguna sincera y legítima
lengua.

No tienen, pues, las voces ninguna facultad de explicar las naturalezas
de las cosas, aparte de aquella que tienen por el arbitrio del
imponente; y la voz _canis_ la misma fuerza tiene, si te place, de
expresar pan que perro.

Hay palabras impuestas a las cosas por el efecto o por algún accidente,
mas no por la naturaleza. Pues ¿quién conoce las naturalezas de las
cosas para que, según ellas, les imponga nombres? O ¿qué comunidad hay
entre nombres y cosas? De aquellos los hay propios, como si llamas
al hombre risueño o lloroso, en los cuales los primitivos _risa_
o _llanto_ no tienen otra fuerza que la que recibieron de nuestro
arbitrio; así las locuciones que parecen más significativas.

Hay también palabras que por semejanza imitan los sonidos, las voces
de aquellas cosas que significan, y, por ende, llámanse onomatopeicas,
como el _cacarear_ de las gallinas, el _graznar_ de los cuervos, el
_rugir_ de los leones, el _balar_ de las ovejas, el _ladrar_ de los
perros, el _relinchar_ de los caballos, el _mugir_ de los bueyes, el
_gruñir_ de los puercos, el _roncar_ de los que duermen, el _susurro_
de las aguas, el _silbido_, el _tañido_, el _clangor_ de las campanas
y clarines. (_Baubantem est timidi pertimuisse canem._) _Es del
tímido temer al perro que ladra_; y aquello otro: (_Et tuba terribili
sonitu taratantara dixit._) _Y la trompeta con terrible sonido dijo
taratantara_; y también: (_Quadrupedante putrem sonitu quatit ungula
campum._) _Con cuádruple sonido hiere con sus patas el polvoroso campo._

Y tampoco en esto hay alguna demostración de la naturaleza de aquellas
cosas que significan, sino semejanza de sonidos.

Menos todavía debe buscarse derivación en todas las palabras; pues de
otra suerte iríase a lo infinito.

Pero fuimos más lejos de lo que había pensado.

Vuelvo atrás.



Variedades humanas.


¡Cuánta variedad de los hombres aun en la misma especie!

En unas partes son de cortísima estatura, los pigmeos; en otras,
de gran talla, los gigantes; unos andan totalmente desnudos; otros
vellosos y cubiertos de pieles en todo el cuerpo; los hay faltos
totalmente de palabra, que viven en las selvas como las fieras, se
refugian en cavernas o se establecen en los árboles a modo de aves, y
si logran alguna vez arrebatar a nuestros hombres, los devoran con gran
placer; los hay que descuidados totalmente de Dios y de la religión lo
tienen todo común, inclusos los hijos y las mujeres: vagan y no tienen
asiento fijo. Al contrario, otros, esclavos de Dios y de la religión,
derraman intrépidamente la sangre por la caridad y la fe.

Cada cual quiere tener ciudad propia, casa, mujer y familia, y,
habidas, las defienden hasta la muerte; unos, después de la muerte son
entregados al fuego o a la tierra con los amigos vivos, las mujeres y
el ajuar; otros, no curando de cosa alguna de éstas, quedan insepultos;
hay quien permite que le despedacen vivo y le dividan en partes, y lo
procura; hay quien cree que a todo trance ha de huir la muerte.

No acabaríamos, si quisiéramos narrar todas las costumbres de los
hombres.

¿Atribuyes tú a todos ellos la misma condición que a nosotros? A mí no
me parece verosímil que sean iguales. Sin embargo, nada sabemos ni tú
ni yo.

Negarás, por ventura, que algunos de los tales sean hombres.

No lo disputaré; así lo acepté de otros; de ellos están llenos los
libros de los antiguos y de los modernos, y no parece imposible; y
aun, por ventura, los hay más diversos aún de nosotros en alguna parte
del mundo no descubierta todavía, o los hubo o los habrá. Pues, ¿quién
puede decir algo cierto de todo lo que fué o es o será?

Decías ayer con tu perfecta ciencia, y aun desde muchos siglos se dijo,
que toda la tierra era rodeada por el océano, y la dividías en tres
partes universales: Asia, África, Europa. Ahora, ¿qué dirás? Ha sido
hallado un nuevo mundo, nuevas cosas en la nueva España, en las Indias
occidentales y orientales.

Decías también que las tierras meridionales y puestas debajo del
Ecuador eran inhabitables por el calor, y que las situadas debajo
de los Polos y en las zonas extremas, por el frío. Ya prueba la
experiencia que ambas cosas son falsas.

Construye otra ciencia, pues la ciencia de ayer es ya un montón de
dislates.

¿Cómo afirmas, pues, que son eternas e incorruptibles, y que no pueden
ser de otra manera tus proposiciones, miserable gusano, que apenas
sabes qué eres, de dónde vienes ni adónde vas?

De las otras especies, ya de animales, ya de plantas, según la diversa
situación del orbe, puede decirse lo mismo; pues que, en las diversas
tierras y mares del mundo hay tanta muchedumbre de especies, que
parecen distintas y lo son. Nada, sin embargo, se sabe, puesto que
no conocemos las formas de unas y otras cosas, por las cuales se
distinguen.

Añade que, para mayor ignorancia nuestra, nos esta vedado el acceso de
algunas cosas o por el espacio o por el tiempo, y ellas son la mayor
parte. De ahí, que haya gran duda de aquellas cosas que se hacen y son
en el mar, en las entrañas de la tierra, en las alturas atmosféricas y,
finalmente, en los más elevados cuerpos.

Y no sin razón, pues todo conocimiento procede del sentido; por el
cual, como no puedan ser percibidas aquellas cosas, tampoco pueden
saberse, y mucho menos que las que están con nosotros, pues de éstas no
dudamos que sean, mas de muchas de aquéllas hay variedad de opiniones,
y ni aun se sabe que existan ni la razón fuerza a ello, antes, a veces,
dice lo contrario.



Cuestiones indecisas.


Corresponde también a este lugar la cuestión de la pluralidad del
mundo, de lo que está fuera del cielo y otras parecidas.

Y no es esto sólo, sino que en las diversas partes de la tierra (que
uno mismo no puede recorrer todas, pero que es necesario), por la
multitud de las cosas dichas poco ha, son varias las opiniones de los
hombres y ninguna la ciencia.

Y de las cosas que sucedieron mucho tiempo antes de nosotros y de las
que después sucederán ¿quién puede afirmar algo cierto?

Con ocasión de esto es aguda la controversia habida hasta aquí entre
los filósofos acerca del principio del mundo, de su eternidad o de su
duración y fin; al cual nadie impuso, que sepamos, fin, ni habría de
imponérsele por ciencia.

Pues ¿cómo lo corruptible podrá mostrar algo con certeza de lo
incorruptible, lo finito de lo infinito? ¿Qué sabe de la eternidad
quien vive sólo un instante como sí no viviese y aun como si no fuese
de lo sempiterno?

De todas estas cosas, que son muy nobles y muy necesarias para el
conocimiento de todo lo demás, hay dudas en la Filosofía; la ignorancia
de ellas trae, como consecuencia, el desconocimiento de todo.

Y que nada puede saberse perfectamente, del modo humano, vese claro
en que el Peripatético con toda su escuela empéñase en probar con
innumerables razones que el mundo es eterno y que no tuvo principio
ni tendrá fin; y esto fué persuadido a los filósofos. De donde aquel
romano (Plinio) tomó fundamento para su _Historia Natural_.

Y ciertamente, si te guías por la razón humana; lo advertirás mejor
todavía. Pues viniste al mundo ya hecho, y tu padre también, y tus
abuelos; marcharon ellos y marcharás tú, y verás a otros que nacen y
mueren, mientras el mundo subsiste. Y no hay nadie que asegure o de
palabra o por escrito, que vió el principio del universo o que vió a
alguno que lo haya visto, o haya oído de otro que lo vió. Y, como dice
el Sabio, «pasa una generación y viene otra generación; pero la tierra
se mantiene perpetua; nace el sol y se pone, y vuelve a su lugar y,
renaciendo allí, dirige su curso hacia el Mediodía, y declina después
hacia el Norte; corre el viento soplando por toda la redondez de la
tierra y vuelve a comenzar sus giros. Todos los ríos entran en el mar,
y el mar no rebosa; van los ríos a desaguar en el mar, lugar de donde
salieron, para volver a correr de nuevo. Todas las cosas del mundo son
difíciles; no puede el hombre explicarlas con palabras».

Oíste el parecer de los filósofos; sin embargo, ves que lo contrario es
totalmente verdadero, según la fe, y que el mundo fué creado, y que ha
de tener fin, al menos según las cualidades que ahora tiene. Pues no
será aniquilado, según aquello del Rey profeta: «Y como una vestidura
los mudarás y serán renovados». Lo cual todo se sabe por divina
revelación, no por discurso humano.

Y así aquel divino legislador, Moisés, teje divinamente desde la
creación del mundo su divina historia, inspirado por el espíritu
divino; totalmente al revés de lo que hizo Plinio.

Por consiguiente, tiene alguna excusa la opinión de los filósofos; pero
ninguna la pertinacia en el descreimiento ni la contumacia contra la fe.

Pero volvamos atrás.



Otra causa de nuestra ignorancia.


Hay también otra causa de nuestra ignorancia: que es tan grande la
sustancia de algunas cosas que no puede absolutamente ser percibida
por nosotros; en el cual género está el infinito de los filósofos,
si hay alguno, y el Dios de los nuestros, que no puede tener medida
alguna, ni límite alguno, ni por consiguiente, puede ser de modo alguno
comprendido por nuestra mente.

Y no sin razón: pues debe haber cierta proporción del que comprende
a lo comprendido, de manera que el que ha de comprender sea mayor
que lo comprendido o, al menos, igual (aunque esto parece que apenas
puede realizarse, que un igual comprenda a otro igual, como veremos
en el tratado del espacio; pero ahora concedámoslo); mas, nosotros no
tenemos proporción alguna con Dios, ni lo finito con lo infinito, ni lo
corruptible con lo eterno.

Por esta misma razón El conoce todas las cosas, como que es mayor que
todo, superior, más excelente o mejor, y para que no parezca que hago
comparación con las criaturas, es máximo, supremo y excelentísimo.

Cuanto es más cercano a este Artífice, por la misma razón nos es más
desconocido.

                                 * * *

Hay otro linaje de cosas totalmente contrario a éstas, de las cuales es
tan pequeño el ser, que apenas puede ser comprendido por la mente.

De esas cosas infinitamente pequeñas hay grande abundancia, y su
conocimiento es muy necesario para la ciencia, y, sin embargo, casi
ninguno tenemos.

Tales son, tal vez, todos los accidentes, que casi son nada; de
tal manera, que hasta ahora ninguno hubo que haya podido explicar
perfectamente su naturaleza, como tampoco de las demás cosas.

Nada sabemos: ¿cómo, pues, lo podríamos explicar?

Ni es de extrañar, si algunos juzgaren que los accidentes nada son en
sí, sino sólo ciertas cosas que nos aparecen, las cuales nos aparecen
varias según nuestra varia condición y disposición; como quien está
febril todo lo juzga caliente, quien tiene lengua amarilla empapada de
bilis todo lo juzga amargo.

                                 * * *

Todavía queda en las cosas otra causa de nuestra ignorancia, a saber,
la perpetua duración de algunas, la perpetua generación de otras, la
perpetua corrupción y la perpetua mudanza.

De suerte, que, no viviendo siempre, no puedes darte cuenta de ellas;
ni tampoco de éstas últimas que no son jamás las mismas, y que tan
pronto son, como no son.

De ahí sucede que la disputa acerca de la generación y la corrupción
está todavía sin resolver, acerca de la cual diremos en otro lugar lo
que sentimos.

¿Cuántos modos hay de generación, cuántos de corrupción? ¿Cuántos de
crear, cuántos de destruir?

Y entre el nacimiento y la muerte, ¿cuántas mudanzas se hacen?
Innumerables.

En los vivientes, la perpetua nutrición, el crecimiento temporal,
el estado, la decadencia, la generación, la variación de partos, la
mudanza, los defectos, las añadiduras, la perfección de las costumbres,
las acciones, obras diversas, muchas veces contrarias en el mismo
individuo; todo es variación y movimiento.

Ni es de extrañar si fué sentencia de algunos, que de un mismo hombre,
después de una hora, no puede afirmarse que sea el mismo que antes
de ella; no se ha de rechazar totalmente, acaso tal sentencia es
verdadera. Pues es tanta la indivisibilidad de la identidad, que si
añades o quitas un solo punto de cualquier cosa, ya no es enteramente
la misma; pero los accidentes son de esencia del individuo los cuales
variando perpetuamente, le imprimen variación.

Sé, dices, que mientras permanece la misma forma, es siempre el mismo
individuo, pues de ella llámase algo _uno_; y que las minucias de estos
accidentes no mudan la identidad.

Dije que nada se ha de mudar en la identidad; de lo contrario no sería
totalmente lo mismo. Una sola forma hace un _uno_. Por ventura informa
siempre la misma, pero no totalmente lo mismo; pues, en esto hay
perpetua mudanza, como en mi cuerpo.

Soy compuesto de ambas cosas, de alma, principalmente, y de cuerpo
menos principalmente; de los cuales, variado alguno, varío también yo;
pero de esto se hablará en otro lugar más extensa y oportunamente.

                                 * * *

Y hasta aquí de los animales en su totalidad.

Mas si consideras las partes, es mucho mayor la duda. ¿Por qué son
éstos así? ¿Por qué aquéllos? ¿Fuera mejor de otra manera? ¿Fuera peor?
¿Por qué no son más? ¿Por qué tantos? ¿Por qué tan grandes? ¿Por qué
tan pequeños? No acabamos jamás.

En los seres inanimados, lo mismo.

¿Qué hay, pues, fijo de cosas tan mudables, qué determinado de cosas
tan varias, qué cierto de cosas tan inciertas? Nada, absolutamente.

De ahí nació, por consiguiente, tan gran disputa acerca de la
introducción de las formas y de su principio, que jamás la acabará
nadie.

Y si quieres añadir los monstruos que se crían a veces, tantos y tan
diversos, principalmente en el hombre; los sexos promiscuos en algunas
especies y en los individuos de otras; las especies mixtas, como el
mulo, del asno y la yegua, o el macho, del caballo y la burra; la
licesca, de perra y lobo; el híbrido, de toro y yegua, que son vulgares
entre nosotros.

En los árboles se observa la misma mezcla, y en otras plantas como en
el melocotón-manzano, en el almendro-melocotón y en muchos otros, con
los cuales, mediante injerto, adquiérese una naturaleza media entre
el pie y el injerto. Si añades, por fin, la mudanza de las especies,
cómo del trigo hácese muchas veces cizaña, y de la cizaña trigo alguna
vez, y del centeno avena; y las mudanzas de los sexos en algunos seres,
harás la cuestión totalmente difícil. Ni sabrás qué es esto, ni cómo,
ni de dónde, ni por qué. Y yo menos.

En las cosas que carecen de alma hay todavía mayor mudanza, mayor
diversidad en la generación, en la corrupción. Igualmente nos confunden
los varios y múltiples efectos de la misma causa, y los efectos
contrarios; y, al revés, las varias, muchas y contrarias causas de un
mismo efecto.

Séate como único ejemplo (por no ser demasiado prolijo, comoquiera
que en el examen de la naturaleza hanse de discutir estas cosas más
extensamente) el calor, el cual engendra y destruye una misma cosa;
blanquea y ennegrece, calienta y enfría, esclarece y espesa, disuelve
y junta, derrite y solidifica, seca y humedece, enrarece y densifica,
dilata y contrae, amplía y coarta, dulcifica y amarga, grava y aligera,
reblandece y endurece, atrae y rechaza, mueve y cohibe, alegra y
entristece. ¿Qué, finalmente, no hace el calor? Es el numen sublunar,
la diestra de la Naturaleza, el agente de los agentes, el motor de los
motores, el principio de los principios, la causa de las causas, el
instrumento de los instrumentos, el alma del mundo. Y no sin razón,
en la primera filosofía muchos antiguos creyeron que el fuego es el
primer principio. Con razón llamó Trimegisto al fuego dios. Con
gran razón Aristóteles pudo llamar a Dios ardor del cielo, aunque no
creyere que el ardor del cielo sea dios, y, por consiguiente, en esto
es mal censurado por Cicerón. Pues ¿qué nos sugiere mejor que el fuego
la potencia y virtud del Dios máximo y alguna forma de su inefable
divinidad? Él mismo insinuó esto, mostrándose primeramente a su siervo
en una zarza que ardía y guiando por el desierto a su querido pueblo en
ígnea columna y descendiendo en lenguas de fuego sobre el colegio de
los elegidos.

Ves cuánto calor hace; sin embargo, es simple accidente, cuya razón,
como las de las otras cosas, es desconocida. ¿Cómo él solo desempeña
tantos oficios? Difícil es de entender, más difícil de decir,
dificilísimo, o tal vez imposible de penetrar.

Distinguen, sin embargo, los filósofos, lo que es por sí de lo que es
por accidente; objetan la variedad de los sujetos. Pero, ¿quién conoce
exactamente esta variedad? Nadie. Sólo se tiene noticia de algunas
cosas probables; de ninguna con entera certidumbre. Pero de esto
hablaremos después. Baste ahora conocer que nosotros nada conocemos
claramente.

                                 * * *

Por la misma razón, el mismo efecto producido por contrarias causas nos
engendra máxima ambigüedad.

Hácese frialdad con el movimiento, como en la agitación del corazón,
del tórax, de las arterias y del agua caliente, y con el descanso, como
cuando el hombre, estando caliente, deja de moverse.

También el calor prodúcese por el movimiento, como en el salto y la
carrera; en la quietud, si descansa el corazón o no se mueve el agua
hirviendo.

La negrura, proviene del calor, como en los etíopes; del frío, en el
muerto o en el miembro tiempo ha paralizado, principalmente si por la
compresión se impide la circulación del aliento por las arterias.

La putrefacción se produce de todas las cualidades cuanto desaparece la
sequedad.

Ni es esto sólo; sino que un contrario es producido por otro
contrario; el calor por el frío, en la cal fría macerada, en nosotros,
en las fuentes, en la tierra, en tiempo de invierno; de donde la
sentencia: Los vientres, muy calientes en invierno y en verano.

El frío por el calor, en los cuerpos calientes que se queman; en
ciertos seres, que son fríos por dentro, y en nosotros también en el
estío.

Cómo se hace todo esto de ningún modo lo sé. ¿Tampoco los demás? No
lo concluyo necesariamente, pero lo parece. Oigo lo que dicen de
estas cosas; pero no por ello conozco mejor la cuestión. Lo mismo
pensaba yo antes, y no saciaba el ánimo. Pues si algo hubiese conocido
perfectamente, no lo hubiera negado, antes lo hubiese aclamado
vehementemente, con alegría, pues nada puede ocurrirme de mayor
felicidad.

Mas ahora me consumo en perpetua tristeza, desesperando que pueda saber
perfectamente alguna cosa.

Y una de dos: o yo soy el más ignorante de todos los hombres o todos
los demás lo son conmigo. Ambas cosas las creo verdaderas. Algo sabría,
no obstante, si los demás supieran algo también; tampoco es verosímil
que a mí solo me haya sido adversa la fortuna. Mas nada sé. Ni tú
tampoco.

Muchas otras ocasiones de ignorar tenemos en las cosas; ocasiones que
fuera largo e inútil traer aquí, cuando puedes verlas en cada uno de
los tratados especiales, y yo mismo te las mostraré dondequiera que se
tratare de ellas.

Sólo añadiré todavía alguna que otra de las principales.

La variedad de las cosas, la forma múltiple, la figura, la cantidad,
las acciones y tantos y tan diversos usos, de tal manera atan la
mente, o mejor, la distraen, que no puede preferir o sentir algo con
seguridad, sin que sea sitiada por otra parte y forzada a abandonar su
opinión; y así, variando de aquí y de allí, nunca está quieta.

Si afirma que la blancura (y baste traer ejemplo de los colores) la
hace el calor, te contradirán la nieve, el hielo, los alemanes; si
el frío, la ceniza, la cal, el yeso y los huesos calcinados; si la
humedad, estas cosas; si la sequía, aquéllas.

Acerca de la negrura ocurren otras tantas dudas.

¿Y de los colores medios? ¿Qué temperatura les señalarás?

Y aun las cosas extremas parece que tienen causa manifiesta, como
la nieve, el frío, la ceniza, el calor, porque ambas cosas las
aprehendemos con los sentidos.

Pero ¿qué dirás de los animales manchados, la pantera, el leopardo,
el perro y otros semejantes? ¿Qué de las hierbas, el dragoncillo, el
cardo plateado, el trébol multicolor? ¿Qué de las flores de la betónica
comestible y de las variedades de violetas? ¿Qué de los guisantes
turcos? ¿Qué de las aves, del pavo real, del papagayo?

¿Señalarás, por ventura, diversas temperaturas al pavo, a las flores
multicolores, al leopardo, en la misma pluma, en la misma flor, en el
mismo pelo?

Y los colores son permanentes.

¿Qué dirás del iris, de la paloma variada, del vidrio lleno de agua y
del otro sin agua, que por la diversa exposición al sol o por la varia
posición del observador dan tan varios colores?

Con razón te quedarás mudo, como yo también.

Y en todas las otras cosas que señalamos arriba, mucho mas.

Y cuanto más escudriñamos, más perplejidades se ofrecen, más nos
confundimos, más difícilmente hallamos luz. Pues donde hay muchedumbre
allí hay confusión.



Infortunio del hombre de letras.


Así, séanos lícito, no sin razón, comparar nuestra filosofía al
laberinto de Creta, entrados en el cual no podemos volver atrás ni
desenvolvernos, y si vamos adelante, caemos en el Minotauro, que nos
quita la vida.

¡Este es el fin de nuestros estudios, éste el premio del perdido y
vano trabajo, de la perpetua vigilia: el esfuerzo, los cuidados la
solicitud, la soledad, la privación de todos los deleites, una vida
semejante al no ser, habitando, pugnando, hablando y pensando con
los muertos, apartándose de los vivos, abandonando el cuidado de las
propias cosas, destruyendo el cuerpo por ejercitar el espíritu!

De ahí las enfermedades, muchas veces el delirio, siempre la muerte.

Ni el trabajo ímprobo vence de otro modo todas las cosas, sino porque
quita la vida y acelera la muerte, que libra de todos los males; porque
el que muere todo lo vence.

Así Horacio retrata la triste condición del hombre de letras cuando
dice: _Aunque vengas tú mismo, Homero, acompañado de las musas, si nada
trajeres irás fuera_.

Y el mismo Horacio dice mejor abajo: _El rey dinero da mujer con dote
y crédito y amigos y linaje y fortuna. Y al bien adinerado decoran
Suadela y Venus_.

Es también verdad ahora lo que también dijo Ovidio en otra parte: _Es
cerrada a los pobres la curia; la hacienda da honores, por ella es
grave el juez, por ella formal el caballero. Hay ahora precio en el
precio, da la hacienda honores, la hacienda da amistades; el pobre en
todas partes es abandonado_.

Se desprecia la doctrina, y las togas ceden a las armas, las lenguas
se subordinan a la gloria. Los pensadores son despreciados. ¿Por qué,
pues, nos consumimos? No lo sé; así lo quieren los hados.

Dió Dios a los hijos de los hombres esta ocupación pésima para que se
ocupasen en ella. Hizo todos los bienes en su tiempo y entregó el mundo
a las disputas de ellos para que no halle el hombre la obra que obró
Dios desde el principio al fin.

No parece tampoco desemejante la misma filosofía (volviendo allá de
donde nos habíamos apartado) a la Hidra Lernea, que venció Hércules.
Mas a la nuestra no hay quien la venza. Cortada una cabeza, emergen
cien otras más feroces. Pues falta el fuego de la mente, que conociendo
perfectamente una cosa quite a las demás dificultades la ocasión de
pulular.

Concluyamos.



El conocimiento y los sentidos.


Todo conocimiento trae su origen del sentido. Fuera de éste todo es
confusión, duda, perplejidad, adivinación; nada cierto.

El sentido sólo ve lo exterior, pero no lo conoce. Ahora llamo sentido
al ojo.

La mente considera las cosas recibidas de los sentidos. Si éstos se
engañan, también aquélla; y si no ¿qué se consigue? Sólo considera las
imágenes de las cosas, que admitió el ojo; la mente las mira por todas
partes, las vuelve, preguntando ¿qué es esto, de qué procede tal cosa,
por qué?

¿No significa esto, por ventura, la fábula antigua en que, invitando
a comer la grulla a la zorra, ofrecióle una vasija de cristal de boca
estrecha llena de puches, a la cual aplicando la zorra lengua y boca,
pensaba en vano coger algo de la pitanza que veía?

De la misma manera engañó Zeusis a las aves con uvas pintadas, cuando
aplicando el pico para comerlas, chocaban el pico contra la tabla. Y
Parrasio engañó a un pintor con un velo tan primorosamente dibujado
que parecía verdadero; de suerte que el rival, ensoberbecido como si
hubiese vencido, y ansioso de ver la pintura que creía cubierta con un
velo, aplicó la mano a la tabla para descorrer el velo y tropezó con la
tabla.

Así nos presenta la Naturaleza las cosas para conocerlas.

Y esto decía Aristóteles en otro lugar: que nuestro entendimiento se ha
a la naturaleza de las cosas, como el ojo de la lechuza a la luz del
sol.

Juzgamos las cosas por sus simulacros. ¿Puede ser, por ventura, recto
el juicio?

Ello aún fuera tolerable si tuviésemos por el sentido los simulacros de
todas las cosas que deseamos saber.

Pero sucede lo contrario: que no los tenemos de las principales cosas.
Sólo los tenemos de los accidentes que nada influyen, como dicen, en
la esencia de la cosa, de la cual es la verdadera ciencia; y son los
accidentes lo más vil de todas las cosas. Mas por éstos es menester
conjeturar de todo lo demás. Lo que es sensual, craso, abyecto (son los
accidentes y lo compuesto) nos es conocido por todas partes. Pero lo
que es espiritual, tenue, sublime (son los principios de los compuestos
y lo celestial) de ningún modo.

Sin embargo, esto último es por su naturaleza más conocible, porque
es más perfecto, más ente y más simple; cualidades que producen el
conocimiento perfecto.

Pero para nosotros todavía estas cualidades están más distantes de los
sentidos. Lo más cercano a éstos nos es más conocido, no por otra razón
sino porque nuestro mejor conocimiento depende del sentido; en cambio
por su naturaleza es lo menos cognoscible, porque es imperfectísimo,
casi nada. Sólo el ser es el objeto, sujeto y principio de todo
conocimiento y aun de todos los actos y movimientos.

Ves cuánta ocasión se nos da de ignorar en las cosas del sentido y más
aún en las de nuestro ser espiritual. Y lo verás mejor cuando vengamos
a la explicación de ellas. Pues lo aquí dicho hase dicho sólo en
general.

Mas todo ello no demuestra que nada se sabe. Ni me propuse demostrarlo
(usando de tu concepto de la palabra _demostrar_) ni podría. Pues
nada se sabe. Bástete que te haya objetado dificultades. Si puedes
vencerlas, algo sabrás. Pero no podrás, a no ser que, desaparecido
ocultamente, renazca en ti un nuevo espíritu...



Pobreza del sujeto cognoscente.


Toda la lobreguez que hay en las cosas es mínima, si se compara con los
obstáculos de parte del cognoscente.

El cual, si estuviese dotado de perfecto y agudísimo ingenio y de
sentido sin tacha, tal vez podría vencerlo todo (concediéndote esto
gratuitamente, pues no podría aunque lo hubiese todo perfectísimo).

Pero ahora se ve lo contrario.

Dijimos en la definición de la ciencia que la ciencia es
_conocimiento_, en el cual se consideran tres cosas. La cosa conocida,
de la cual se habló arriba; el cognoscente, de que se hablará abajo, y
el mismo conocimiento, que es el acto de éste sobre aquélla.

Ahora trátase de éste, del sujeto que conoce. Pero lo más brevemente
que podamos; porque su propio lugar es el tratado del alma.

Y en efecto: es dificilísima y llena de perplejidad la contemplación
del alma, de sus facultades y acciones, principalmente en este
conocimiento que buscamos ahora. No habiendo nada más digno que el
alma, nada hay tampoco más excelente que este único conocimiento. El
cual, si lo tuviera perfecto, fuera semejante a Dios; más bien Dios
mismo, Y nadie puede conocer perfectamente lo que no crió. Y ni Dios
hubiese podido criar ni regir lo criado si no lo hubiese preconocido
perfectamente.

Sólo Él, pues, sabiduría, conocimiento, entendimiento perfecto, lo
penetra todo, todo lo sabe, todo lo conoce, todo lo entiende; porque Él
es todas las cosas y está en todas, y todas son Él y están en Él.

Pero el imperfecto y miserable hombrecillo, ¿cómo conocerá otras cosas
no pudiéndose conocer a sí mismo que está en sí y consigo? ¿Cómo
entenderá lo abstrusísimo de la naturaleza, entre lo cual hállase lo
espiritual, como es nuestra alma, cuando no entiende lo clarísimo y
manifestísimo que come, que bebe, que toca, que ve, que oye?

Ciertamente, lo que pienso ahora, lo que escribo aquí, ni yo lo
entiendo ni tú, leído, lo entenderás, Juzgarás, no obstante, por
ventura que lo he dicho con verdad y rectitud. Yo estimo lo mismo.
Pero ninguno de los dos sabemos nada.

Por consiguiente, sin razón llama Escalígero, aunque doctísimo varón,
absurdo a Vives porque dice que la perscrutación de la naturaleza,
que hace la mente, está llena de obscuridad. Antes yo, si la opinión
de Vives es absurda, quiero ser absurdísimo. Pues yo no sólo juzgo
semejante perscrutación llena de obscuridad, sino tenebrosa, escabrosa,
abstrusa, inaccesible, tentada por muchos y por nadie superada ni
superable.

Tal vez Escalígero, como era de agudísimo ingenio, la tuvo fácil. Y
ciertamente trató del alma muy hermosamente y con mucha sabiduría, como
de tantas otras cosas en que se ocupó. Pero no del todo absolutamente,
no con orden, no totalmente. Muchas cosas dijo que engañan la mente
con la exterior ampulosidad de las palabras e, ingeridas copiosamente,
parece que amortiguan el hambre, pero escudriñadas hondamente, por fin
dan engaño y dejan la cuestión tan difícil como antes, como mostraremos
en su lugar.



El conocimiento.


Mas ahora sujetémonos al negocio que interesa de presente.

¿Qué es conocimiento? La aprehensión de la cosa. ¿Qué es aprehensión?
Apréndetelo de ti, pues yo no puedo ingerírtelo todo en la mente.
Y si insistes diré: intelección, perspección, intuición. Si sigues
preguntándome de estas últimas cosas, callaré. Distingue, no obstante,
la aprehensión de la recepción; pues recibe el perro la imagen del
hombre, de la piedra, de la cantidad; pero no conoce. Y aun recíbela
nuestro ojo y tampoco conoce. Recíbela el alma muchas veces y no
conoce, como cuando admite lo falso, cuando se ofrecen a un ingenio
tardo cosas obscuras.

Distingue también el conocimiento propiamente dicho que ahora
describimos, pero que no conocemos, de otro impropiamente dicho, por el
cual dícese que conoce cada cual aquellas cosas que vió en otra ocasión
y retiene en la memoria ornadas con las propias señales. Pues con este
conocimiento dícese que conoce el niño al padre y al hermano, y el
perro al dueño y el camino por donde fué.

Divide, después, todo conocimiento en dos: Uno perfecto, por el cual se
contempla y entiende la cosa por todas partes, por dentro y por fuera,
y ésta es la ciencia que ahora quisiéramos conciliar con los hombres,
pero que ella no quiere. Otro imperfecto, por el cual apréndese la cosa
de cualquier manera. Y éste nos es familiar. Pero es mayor, menor, más
claro, más obscuro y, finalmente, dividido en varios grados, según los
varios ingenios de los hombres.

Este segundo conocimiento lo hacen doble.

Uno externo, que se hace por los sentidos y le llaman, por
consiguiente, sensual; otro interno, que es por sola la mente, pero
nada menos que eso.

De otra manera se han de considerar estas cosas.

El hombre es un solo cognoscente. Uno solo el conocimiento en todas
estas cosas; pues es una sola la mente que conoce lo externo y lo
interno.

El sentido nada conoce, nada juzga; sólo recibe lo que ofrezca a la
mente que ha de conocer. Del mismo modo que el aire no ve los colores
ni la luz, aunque los reciba para ofrecerlos a la vista.

                                 * * *

Sin embargo, tres son las cosas que son conocidas por la mente de
diverso modo.

Unas son totalmente externas sin la menor acción de la mente.

Otras totalmente internas, de las cuales algunas son sin acción de la
mente, y otras no del todo sin esta acción.

Otras, en parte externas, en parte internas.

Finalmente, aquéllas se dan por los sentidos: las segundas, de ningún
modo por éstos, sino inmediatamente por sí; las últimas, por fin, parte
por ellos, parte por sí.

Expliquemos todo esto.

El color, el sonido, el calor, no pueden ofrecerse por sí a la mente,
para que los conozca, si no imprimen la imagen de sí (aceptemos ahora
que se hace la sensación por la recepción de las especies) a un órgano
apto para recibirla, la cual imagen u otra parecida se ofrece a la
mente para que la conozca o conozca la cosa de la cual es ella especie,
mediante ella.

Mas lo que es obra exclusiva del entendimiento, la que es hija suya
y está dentro de nosotros, no se muestra al entendimiento por
otras especies sino por sí misma. Tales son muchas cosas que él se
finge; como también cuando excogita algo nuevo y lo concluye con
muchos discursos, cuando entiende él su intelección, y cuando hace
conjunciones, divisiones, comparaciones, predicaciones y nociones, y
aplicando el ánimo a ellas, las conoce por sí mismas. Y son del segundo
género todas las cosas internas idénticas con el entendimiento, las
cuales, no obstante, se hacen o son sin su acción; como la voluntad, la
memoria, el apetito, la ira, el miedo y las demás pasiones y cuanto hay
interno, lo cual es conocido por el mismo entendimiento, inmediatamente
por sí.

Hay, finalmente, muchas cosas que, en parte, llegan a él por el
sentido, en parte son hechas por él. La naturaleza del electro y de
la piedra imán, de modo alguno puede ser alcanzada por el sentido.
Pero vestida de color, magnitud, figura, es llevada al ánimo por
los sentidos. Este la despoja de aquellos accidentes. Lo que queda
lo considera, lo vuelve, lo compara; finalmente, fíngese una cierta
naturaleza común, como puede.

Esos filósofos levántanme a los cielos las inteligencias; yo oigo
lo que dicen; pero no lo entiendo aunque finjo algo que me inspira
inteligencia.

Por todas partes percibo el aire con el tacto; pero no tiene imagen
alguna en mi mente, sino cierta que yo me fingí como de un cuerpo
incorpóreo, sin saber lo que es.

Pienso del mismo modo en el vacío, y aun comprendo el infinito, no
comprendiendo jamás el fin; pero, en medio de su pensamiento párome
forzado al advertir que es infinito lo que, añadido al infinito,
imaginando lo infinito, nunca le pondré términos con la aprensión;
y así fingiré una especie ciertamente determinada, pero de la cual
ninguna extremidad es determinada y perfecta, sino cuasi defectuosa;
una noción, que no es terminada ni terminable; porque se le pueden
añadir eternamente partes infinitas por ambos extremos.

¿Qué hacer? Miserable es nuestra condición. En medio de la luz nos
cegamos. ¡Cuántas veces pensé en la luz y siempre la dejé impensada,
desconocida, incomprendida!

Lo mismo es si contemplares la voluntad, el entendimiento y otras
cosas que no se perciben por los sentidos.

Estoy cierto de que esto que ahora escribo quiero pensarlo, escribirlo
y deseo que sea verdadero y sea aprobado por ti; pero no lo procuro con
exceso.

Mas cuando me empeño en considerar qué es este pensamiento, este
querer, este desear, este inquirir, ciertamente desfallece el
conocimiento, frústrase la voluntad, crece el deseo y aumenta la
angustia.

                                 * * *

Nada veo que pueda alcanzar o aprehender.

Y, ciertamente, en esto, es superado el conocimiento que se hace de
las cosas internas sin el sentido por aquel que se tiene de las cosas
externas por los sentidos; pues algo alcanza el entendimiento de lo
exterior: la figura del hombre, de la piedra, del árbol, que tomó del
sentido: y así le parece que comprende las cosas por sus imágenes.

Pero en aquel que se hace de las cosas internas, nada halla el
entendimiento que pueda comprender; y discurre aquí y allí, palpando
como ciego...

Y al contrario, es vencido en certidumbre el conocimiento que se tiene
por los sentidos de las cosas externas, por aquel que es traído por
aquellas cosas que hay en nosotros o son hechas por nosotros. Pues soy
más cierto de que yo tengo apetito y voluntad, y que ahora pienso esto,
ahora huyo de aquello o lo detesto, que si viese un templo o un hombre.

Dije que de aquellas cosas que hay en nosotros o en nosotros se hacen,
estamos ciertos que existen en realidad. Y de aquello que, juzgando,
opinamos de las cosas por discurso y raciocinio, y colegimos que son en
la realidad como nosotros las juzgamos, es inciertísimo el conocimiento.

Esme más cierto que este papel en que escribo existe y es blanco, que
es compuesto de cuatro elementos y que éstos están en él en acto y que
tiene otra forma por ellos.

Finalmente, si quitas lo que hay en nosotros o es hecho por nosotros,
el más cierto conocimiento es el que se hace por los sentidos, y el más
incierto de todos es el que se hace por el discurso; pues éste no es
verdaderamente conocimiento, sino tiento, duda, opinión, conjetura.

De lo cual síguese que no es ciencia la que se obtiene por silogismos,
divisiones, predicaciones y otras parecidas acciones de la mente.

Pero si pudiera hacerse que, al modo como percibimos con el sentido,
de alguna manera, las externas cualidades de las cosas, así
comprendiésemos la interna razón de cualquier cosa, entonces se diría
que sabemos verdaderamente. Pero esto nadie lo pudo jamás, que sepamos.
De donde nada sabemos.

Mas del conocimiento de las cosas internas y del otro que llamo no
conocimiento, sino opinión, que se hace por conjunciones, negaciones,
comparaciones, divisiones y otras acciones de la mente, se tratará más
en su lugar, donde se manifestará la insuficiencia de ambos.

Ahora baste con decir algo de aquel que se tiene de las cosas externas
mediante los sentidos.

En éstos hay dos medios, a veces tres o cuatro: pero siempre dos, por
los cuales se produce la sensación, ya se haga ella internamente, ya
por transmisión (no nos detenga ahora esto). El uso interno, el ojo;
el otro externo, el aire. ¿Conócese por ellos alguna cosa? De ningún
modo. Pues lo que debe conocerse perfectamente no debe conocerse por
otro, sino por el mismo cognoscente, por sí mismo inmediatamente.

Mas ahora la substancia de las cosas se muestra mediante los accidentes
que se perciben por los sentidos o, al contrario, escóndese a ellos.

La mente infórmase de la substancia de las cosas por los falaces
sentidos o, de otra suerte, es engañada. ¿Cómo, pues, podemos saber
algo perfectamente? Y la ciencia debe ser de las substancias de las
cosas...

Pues de los accidentes ¿puede haber perfecto conocimiento? Menos
todavía. Por un lado ayudan, a saber, porque son percibidos por los
sentidos; por muchos lados perjudican, a saber, porque los mismos
accidentes no llegan a nosotros, sino tan sólo sus imágenes y,
finalmente, porque engañan muchas veces al sentido.

Esto por la variedad del medio, tanto externo como interno, en la
substancia, sitio y disposición.

Baste hablar de uno de los sentidos.

Por ejemplo, de la vista.

La cual aunque se haga por órgano perfectísimo y sea el más cierto y
nobilísimo de los sentidos, no obstante, muchas veces se engaña.

El medio externo suele ser vario; por consiguiente, impresiona al
sentido variamente. El aire parece que presenta mejor las cosas
comunes, pues aparece exento de todo color; el agua las representa de
otra manera. Esto las cosas naturales.

Las muchas cosas artificiales, como el vidrio, el cuerno en láminas, el
cristal y otras cosas parecidas, de otro modo.

¿A cuál creer?

Con la vista no sólo se disciernen los colores, sino también la
magnitud, el número, la figura, el movimiento, la distancia, la
aspereza, la brillantez, y lo que a esto se refiere, como la igualdad,
la semejanza, la velocidad y lo contrario de esto.

El agua hace obscuros a los cuerpos, los duplica, los aumenta, los
disminuye, los cambia de figura, los hace más crasos, más móviles, más
tenues. Y no siempre obra de este modo, sino también de otra suerte.
En el aire a veces se tornan los cuerpos ligerísimos; en el viento,
obscuros; dobles en el eco, al sol, a la luna; a veces al contrario.

En ocasiones lo pintado aparece esculpido y vivo, y lo esculpido
también muchas veces palpitante.

El vidrio, el cuerno y el cristal, parecen mayores y menores; densos,
tenues; del mismo color, de vario color; finalmente, según la voluntad
del artífice. De ahí tanta diversidad de espejos y de lentes.

¿Cuál de ellos los expresará mejor y con más verdad?

¿Qué decir del aire? Pues del color hay mucha mayor duda. ¿Cuándo se
le ha de creer? Cuando es más próximo a su naturaleza y menos alterado
por extraño. Pero ¿quién conoce su naturaleza? ¿Quién lo vió simple?
Perpetua mudanza por el sol, la luna y otros cuerpos de arriba y de
abajo por la tierra, el agua y los mixtos.

Del vidrio y el agua hase de juzgar lo mismo, y aun es más difícil la
solución.

                                 * * *

Esto cuanto a la substancia del medio externo, a la cual refiérense
también la densidad o la ligereza, la magnitud o la parvedad, esta o
aquella figura del medio por el cual se ve algo y todo ello aunque
no se halle todo en el aire; sin embargo, los medios artificiales
hacen variar mucho la cosa vista. Pues el vidrio grueso lo muestra
de otro modo que el tenue; el cuadrado o redondo de otro modo que el
triangular; el grande de otro modo que el pequeño. Muestran esto los
cristales de fabricación varia y las normas del vidrio, por las cuales
ves las cosas derechas o invertidas de este o de aquel color y figura;
finalmente, diversas de lo que son.

El agua del mar en gran volumen se ve azul y lo que debajo de ella está
se ve del mismo color; pero en pequeña cantidad, blanca.

                                 * * *

La situación varia de la cosa suele también variar el sentido. Lo mismo
del medio. Esto es manifiesto en las lentes; si aplicas el ojo te
presentan el objeto de otro modo que si lo apartas algo.

En el aire lo mismo. El astro en su perigeo aparece igual, oblongo,
quieto, pequeño, rojo; en su apogeo redondo, radiante por doquiera
y desigual, destellante y móvil (de donde tomó Aristóteles su
demostración para probar que los planetas están cerca de nosotros,
porque no destellan), grande, claro y sin color.

Los que están lejos aparecen obscuros, pequeños; los demasiado
próximos, o no se ven o de otro modo que son.

¿Qué hacer? Atenerse al medio. ¿Dónde está aquel medio? ¿Es a dos pasos
o a alguna distancia determinada?

El que está lejos de nosotros, aunque corra muy aprisa, sin embargo,
parece que se mueve muy lentamente; principalmente si lo miras desde
abajo, viniendo de lo alto, o al revés.

Lo que se hace muy despacio escapa al sentido; como el movimiento de
las agujas en el reloj.

¿Cómo juzgar con certidumbre?

De ahí surge perpetua duda de la magnitud de las estrellas, callando lo
de la distancia, de la celeridad, del lugar, lo cual todo parece que
depende de aquélla. Lo que tenemos a la mano es posible explorarlo
de cualquier modo y de tiempo en tiempo y con diversos sensorios, si
son comunes, y conocerlo próximamente con mayor certeza. Pero aquéllas
¿quién puede?

Y no es esto sólo. Si ves de lejos, lector, un palo medio sumergido en
el agua, aparecerá torcido y roto. Dirás que, sin embargo, está entero,
porque lo has experimentado de otra manera. Y si está roto, aparecerá,
no obstante, roto, pues no vale aquí la razón de los contrarios.
Afirmarás que está entero por la anterior razón, y sin embargo, es
falso. ¿Qué harás si no puedes sacarlo del agua? Quedarás en duda.

Y en los colores cuánto importa la situación lo muestra el iris, un
vaso de cristal lleno de agua, la paloma irisada, las telas de seda
tejidas de diversos colores, la proximidad de un cuerpo luminoso de
otro color (como también si sobrepones perpendicularmente a un plano
una lámina de oro o de plata, y mucho más si la inclinas hacia abajo);
lo cual, todo, movido acá y allá, presenta muy vario color.

¿En qué posición, dirás, tienen el verdadero color?

En la misma parte unas veces aparece rojo, otras amarillo, luego azul.
¿Cuál de estos colores es el más propio? Sólo podemos dudar.

                                 * * *

Y que el número, la figura, el movimiento y la magnitud varían por la
variación del sitio (en cuanto al sentido entendemos, no en sí) no hay
por qué lo mostremos prolijamente, porque puedes experimentarlo por el
uso cuotidiano.

Y baste esto del sitio.

                                 * * *

Es necesario que la varia disposición del medio varíe aquellas cosas
que por él nos son ofrecidas.

Ya en parte lo dijimos.

En el aire denso todo aparece obscuro, pequeño. En el tenue, al
contrario.

En el prado todo se hace verde. Cerca de lo rojo y de lo amarillo los
cuerpos se tiñen con estos colores.

En la mucha luz no se puede ver, principalmente los cuerpos blancos
o los muy brillantes. En las tinieblas, menos. Acerca de éstas y de
aquélla todo son dudas o errores. ¿Cuál es el medio? Desígnalo tú.

Pero también en el aire iluminado por fuegos artificiales vense unos
y otros colores y otras figuras, según la variedad de la materia del
fuego.

Si el medio es el vidrio o el cristal, vese la cosa de una o de otra
manera, según los colores de aquéllos y las varias figuras y densidad.

Éstos son los medios por cuyo intermedio se ven las cosas. Y unos
las muestran por su superficie. En éstos no hay consistencia alguna.
¡Cuántas figuras monstruosas, ridículas, multiplicadas, invertidas,
truncadas! ¿Qué no fingen los espejos? ¿Qué juzgarás de éstos? ¿Ves
aquella figura? No existe; ¿cómo la ves? Y, no obstante, la ves; ¿cómo
es ello? Lo ignoras no sin razón.

                                 * * *

Pasemos ya al medio interno, en el cual acontecen tantas dificultades.

Levantado un ojo o atravesado, se ven dos cosas (aunque sintió lo
contrario Aristóteles). De donde es de extrañar que los que padecen
estrabismo no vean dobles todas las cosas. Pero daremos la razón en el
examen de las cosas.

Sucede lo mismo si, acostándote de lado, tienes delante de ti algún
cuerpo que tape el ojo inferior; pues entonces el ojo superior verá
todo lo que está debajo de aquel cuerpo; pero el otro sólo aquel
cuerpo y no distintamente, sino como en nubes; y así, mirando un ojo
lo que está detrás del cuerpo y el otro el mismo cuerpo, parece que
vemos a la vez dos cuerpos, de los cuales el uno está sobre el otro. Y
experimentarás todavía mejor esto si moviendo un ojo hacia el ángulo
exterior miras lo que está de lado. Pues entonces, dirigiendo allí el
otro ojo, se pone de por medio la nariz y aparece que se sobreponen a
modo de sombra las cosas que son vistas por el otro ojo.

Del mismo modo, si presentas a los ojos el dedo, pero no lo miras,
sino que atiendes a aquellas cosas que están o detrás de él o a sus
costados, aparecerá doble.

Lo mismo sucederá si converges ambos ojos a la nariz; todo se verá
doble.

Movido un ojo, lo que se ve parece que se mueve. Y aun de dos cosas
aparentes muévese la una estando quieta la otra. Y una se mueve a la
derecha, otra a la izquierda si, mirando al libro, mueves continuamente
los ojos por sí mismos sin ayuda del dedo, mirando sólo las líneas y no
leyendo.

                                 * * *

Añádese también a estas cosas la posición del ojo, hundido o saltón,
por naturaleza o por accidente. De las cuales situaciones hay mucha
diversidad en el ver. Y mucho más si uno está hundido y el otro
prominente. Y también si el uno mira arriba y el otro abajo; pero
aquí hay manifiesto error. Pero cuando ambos están hundidos o ambos
saltones, ninguno.

A la situación de los ojos refiérese también la mayor o menor abertura
u oclusión del párpado.

Si miras una luz, guiñando los ojos, aparecerán muchos rayos que se
extienden hasta los ojos y se mueven conforme al movimiento de los
párpados; si los abres totalmente, se paran y no son tan largos.

Baste esto a modo de ejemplo, de lo cual podrás tú conjeturar y
experimentar otras muchas cosas.

Los colores se mudan por la varia posición de los ojos no menos que por
la varia posición del objeto que se ha de ver y del medio; pero ya se
dijo.

Todo esto tal vez lo tienes tú en poco y no piensas que pueda impedir
la ciencia. Pero no es así. Pues estas cosas movieron a muchos para
que dudasen también de todo lo que aparece a los sentidos y creyesen
que los colores no son permanentes en las cosas, sino que son hechos y
variados por la luz. De lo cual se habló por nosotros en otra parte,
como verás; pero vayamos ya a la substancia.



Medios internos del conocimiento.


Cuentan los filósofos cinco medios internos: la vista, el tacto, el
gusto, el oído, el olfato.

Las substancias de todos ellos son diversas. Por consiguiente, son
también percibidas por los sentidos cosas diversas; pero, sin embargo,
las hay comunes; las tocamos arriba: la magnitud, el número, la figura,
etc.

El ojo ve un solo golpe; el oído percibe doble golpe; si no lo
hubiese visto el ojo, sin duda juzgaría que había habido dos golpes.
Supongamos un ciego; daré dos golpes, o bien uno, pero lejos de mí e
inmediatamente otro, como por el eco. Advertido por alguno, si nunca lo
viste, dirás que es por el eco, y será falso. Más: supongamos que ves,
y mando que otro, oculto, dé un golpe después de darlo yo; dirás que es
el eco, y no es.

Corriendo un caballo, muchas veces juzga el oído que son dos; o si son
dos y marcan el paso a un tiempo, parece que es uno solo. Pues la vista
si está a distancia de las cosas, si son muchas las que se mueven, se
engaña más todavía.

En la magnitud ocurre otro tanto: lo que el ojo ve pequeño, lo aprecia
grande el oído, y al revés. En la figura engáñase mucho más la vista
que el tacto; como también se engaña éste menos que aquélla en la
magnitud. Y en la distancia, ambos sentidos yerran igualmente: lo que
está cerca, parece también alguna vez distantísimo al que lo ve o
escucha.

No menos se engaña el tacto en la distancia; pues al sentir algo muy
caliente, aunque sea de lejos, lo juzga, no obstante, como próximo, por
la fuerte impresión que recibe. De igual manera ¿cuántas veces no se
engaña el olfato?

¿A qué proseguir? Nada más cierto que el sentido, nada más falso que él.

                                 * * *

Añade ahora a lo anterior las varias disposiciones de todos estos
órganos, las cuales no pocas veces nos extravían y confunden.

Los diversos colores de los ojos, los varios temperamentos, la
capacidad, sustancia, posición, virtud y transparencia de los tejidos
y humores que hay en ese aparato complejísimo, ¿no engendran, por
ventura, gran diversidad en la visión?

Muchas veces por causa externa parece que vemos nubecillas, moscas,
telarañas y otras cosas semejantes, cuando en realidad no las hay.

Inflamado el ojo, todo aparece bermejo; empapado de bilis, cetrino. Si
se adhiere humor a la pupila, todo aparece perforado o cubierto de un
velo, grande o sutil, claro u obscuro.

Estos achaques son morbosos; pero aun quienes tienen la vista sana,
ven mejor ya de lejos, ya de cerca; unos ven más agudamente, otros
con menos claridad; éste ve grande, aquél pequeño; éste rojo, aquél
amarillo. Finalmente, nadie ve con perfección o del mismo modo que los
demás.

¿Qué mucho, pues, que, por el ojo, tan sujeto a mudanzas y aun tan
vario en sí y no menos por el aire y todavía más móvil e incierto,
veamos nosotros las cosas también confusas e inestables, de muy diversa
suerte que ellas son, y que perpetuamente nos engañemos y no podamos
alcanzar cosa alguna con certeza y, por consiguiente, nada podamos
afirmar?

Y cuenta que la vista es el más principal y cierto de todos los
sentidos...

                                 * * *

Pues si te vuelves a las otras cosas, aún hallarás mayores dudas y
tinieblas.

¿Cómo lo que es siempre caliente juzgará con igual rectitud de lo
caliente y de lo frío? Así acontece que los que están en las termas o
baños artificiales, juzgan fría la orina y el agua tibia, lo cual de
suyo es falso.

¿Por ventura todo lo que tocamos no está en el aire y es influído por
él?, ¿por ventura no somos nosotros afectados perpetuamente por el
mismo? Y el aire ¿no lo es por el agua, tierra y astros?

¿Qué obliga, pues, a decir que el agua es fría, ni que el aire es
caliente? A los muy ardorosos, lo menos cálido aparece frío. Tales,
por ventura, nosotros. En invierno, porque somos harto impresionables
al frío exterior, el agua recién sacada del pozo o la fontana se nos
antoja caliente porque es menos fría que la que corre al cierzo; en
verano, aunque caliente, parece fría, y el aire, si lo mueves con
un abanico, parece también más fresco, siendo, no obstante, de suyo
caliente, y en el estío más.

¿Qué es, pues, el calor? ¿Qué el frío? Para entender qué cosas son
calientes o cuáles frías, nada puede aquí la razón. ¿Quién conoce la
íntima razón de las cosas? Nadie. El juicio hase de confiar a los
sentidos.

Mas, aunque el sentido percibiera muy bien y discerniese aquellas
cualidades, no por eso las sabría mejor: las conocería exteriormente,
como el rústico distingue su asno del buey del vecino o de su propio
rocín.

¿Qué sabemos, pues? Nada.

                                 * * *

Discurre por otros sentidos. Menos. Y este es el principal conocimiento
de los hombres. ¿Qué hará la mente engañada por el sentido? Engañarse
más. Supuesta una falsedad, inferirá otras muchas, y de éstas otras
(pues error pequeño en los comienzos es grande en el fin).

Últimamente, cuando advierte el error (pues la verdad es única y
consecuente consigo misma), vuelve atrás la inteligencia; busca el
lugar que es causa del defecto. No lo halla; sospecha de éste o de
aquél; investiga nuevamente sin acertar a conocerlo, porque la verdad
está sobre el sentido y el hombre, engañado por él, cuando no por los
errores de la razón, fluctúa entre muchas probabilidades sin llegar a
una conclusión definitiva.

Lector: experiméntalo en ti mismo. No te impongo mis opiniones; si
estuviese contigo, acaso te mostraría fácilmente de palabra que todo es
dudoso; pero, lo escrito no permite tan espaciosa libertad.

Mas por lo arriba dicho pudiste verlo siquiera en torpe esbozo;
después, acaso lo verás mejor.



De cómo la imperfección humana excluye un conocimiento perfecto.


Sigo mi tesis. Ya hablé de la cosa que ha de ser conocida, primero
de los términos que hay que distinguir, como dije, en el problema
del conocimiento; hablé también de los sentidos o medios de conocer:
hablemos ahora del sujeto que conoce. Mejor dijera del sujeto que
ignora. Porque la vida es breve y el arte es largo, es infinito;
las ocasiones de conocer son pocas y fugitivas; la experiencia es
peligrosa, el juicio harto difícil. ¿Quién habrá, pues, verdadero
conocimiento de las cosas?

Empecemos por el hombre incipiente; una vez nacido es una mole de cera,
capaz de casi todas las figuras, lo mismo en el cuerpo que en el alma;
pero más en ésta. De suerte que no es mala comparación la ya sabida de
la tabla rasa en la cual nada hay escrito; mas no se afirma bien cuando
se afirma que todo puede escribirse en ella. No todos son aptos para
las letras, aunque se les suministren todos los elementos precisos.
¿Cómo, pues, podrían pintarse en el alma las naturalezas de todas las
cosas?

Dos hay en el recién nacido: nada impreso en acto; en potencia poco o
mucho, pero nunca todo.

Pero esa potencia es sólo pasiva, a la cual se opone otra pasiva
impotencia, por la cual cada uno es totalmente inepto para ciertas
cosas.

En este punto se nos asemejan también los otros animales, puesto que
el papagayo con aquella primera potencia puede imitar la palabra
humana, la cual el mono no puede imitar por aquella segunda impotencia.
Este, al contrario, por la primera potencia ejecuta muchas cosas a
imitación del hombre, que no puede ejecutar el papagayo por la segunda
impotencia. Así, entre los hombres, éste es totalmente inepto para la
gramática; en cambio, es muy apto para la navegación y aquél todo lo
contrario.

Mas tenemos nosotros una potencia activa de que carecen los brutos y
por la cual hállanse las ciencias y las artes.

Pero de esto se tratará extensamente cuando se trate del alma. Baste
ahora haber traído estas cosas para entender lo que sigue.

¡Cuán pocos, pues, de tantos millones de hombres son capaces para las
ciencias, aun para aquellas que hoy profesamos! Apenas alguno que otro;
perfectamente, ninguno.

Es necesario que sea hombre perfecto el que haya de saber algo
perfectamente. ¿Hay alguno así?

Tú dices que el alma es en todo igualmente perfecta (ignorando su
naturaleza, como mostraremos en otra parte), y que el cuerpo es la
causa de que unos sean más doctos, otros menos, y muchos totalmente
incapaces. Sea como tú dices.

¿Es, por ventura, nuestra alma bastante perfecta para que sepa el
hombre algo perfectamente? No. Mas supongamos que sí: en tal caso
quien tenga el cuerpo menos perfecto sabrá imperfectamente las
cosas, pero quien tenga mayor perfección corporal habrá de saberlas
perfectísimamente.

Esto es lo que más racionalmente parece colegirse de tus razones. Mas
¿a quién le fué dado cuerpo perfecto?

Yo llamo con Galeno perfectísimo al cuerpo que es templadísimo y
hermosísimo y produce todas las operaciones perfectísimas, empezando
por las del entendimiento, padre de la Ciencia.

Hubo algunos médicos que afirmaron que el médico para que fuese
perfecto debía padecer todas las enfermedades antes que pudiese juzgar
perfectamente de ellas. Y no parece del todo descabellada la opinión,
por más que entonces mejor fuera no ser médico. Pues ¿cómo podrá
sentenciar rectamente del dolor el que nunca lo sintió? Los dolores y
enfermedades, mejor los conocemos en nosotros mismos y curamos que en
los demás.

Pues ¿cómo habrá de discernir el ciego de colores, ni el sordo de
sonidos, ni el paralítico de las cualidades táctiles? Es necesario,
pues, que vea cabalmente quien cabalmente ha de juzgar de colores, y
oiga quien juzgue de sonidos, y palpe quien discierna lo tangible,
y guste quien hable de lo sabroso, y se mueva quien estudie el
movimiento, y sufra quien haga juicio del dolor, e imagine quien haya
de saber de fantasías, y entienda quien del entendimiento investigue.
De otra suerte, como dijo Galeno, será navegante de libros que,
sentado muy seguro en su sillón, describirá muy bien los puertos, los
escollos, los piélagos más lejanos y guiará muy bien la nave por la
cocina o sobre la mesa; pero si se lanza al mar y le encomiendas el
timón de un navío, se meterá en aquellos Escilas y Caribdis que tan
lindamente sabía describir a pies enjutos.

Y por esta razón dícese también que Cristo Señor nuestro quiso
sobrellevar las humanas miserias para que, experimentando nuestras
calamidades, se compadeciese más. Pues el que fué alguna vez indigente
se compadece mejor del pobre; el que fué preso, del cautivo, y,
finalmente, el que se vió desamparado siente mayor lástima del
miserable y del triste.

El perfectísimo conocimiento requiere, pues, un cuerpo perfectísimo
unido a una perfectísima razón, pues todas las cosas perfectas gozan
de las cosas perfectas, son hechas por los perfectos y por medios
igualmente cabales.

¿Qué cosa más perfecta que la creación? Es hecha por el solo Perfecto,
por la perfección misma, que es Dios. ¿Con qué medio? Con su
perfectísima potencia, la cual es la sola y única perfectísima, porque
sólo ella es infinita, porque es el mismo Dios.

Todo lo demás que sea perfecto en su línea es hecho por algo semejante
o superior a sí: por ejemplo, lo que hacen los cuerpos celestes no
puede ser obrado por cuerpos inferiores.

Razón de todo esto: El agente siempre que va al paciente, trasciende;
pues todo ser ambiciona transformar a otro en sí. Lo cual no es posible
si no se le comunica. Y en comunicándose los dos el uno es término
pasivo del otro; empéñase, sin embargo, el paciente en conservarse
en su ser (lo cual ha sido grabado en todos); en parte resiste y en
parte quiere también convertir al otro en sí, extiende y ejerce cuanto
puede su potencia en el agente y le imprime fuerza; mas, porque le es
inferior, es vencido en la lucha y es forzado a seguir las huellas del
otro, a introducirse en él, despojado de su primer hábito.

Si, pues, el agente es perfecto, también debe ser perfecta la acción y
los medios para ejecutar la obra y el paciente que recibe la acción, en
cuanto la recibe, aunque por otra parte sea imperfecto.

Y si no sigue a la acción la conversión del paciente en el agente, al
menos la obra que de tal acción se hace es perfecta siendo de agente
perfecto, imperfecta si de imperfecto. Pues los partos, dicen los
médicos, dan testimonio de sus principios. Lo que se hace bien, es
siempre con medios idóneos.

Y así, el perfecto agente ayudado por perfectos instrumentos y medios
solícitos, obrará en el paciente y ejecutará la obra intentada mejor
que con imperfectos.

Ve esto en todas las acciones tanto naturales como voluntarias: el sol,
que es el más perfecto de todos los cuerpos (de donde los antiguos lo
juzgaron Dios), ¿qué acción hace? Perfectísima, parecida a la acción de
Dios. Pues éste crea, pero aquél engendra las cosas, que es el segundo
grado después de la creación; pero se diferencian en que Dios crea por
sí solo, de la nada y sin medio ni instrumento alguno. El sol, teniendo
su potencia de Dios, engendra, estimula y mueve por medios naturales y
congéneres.

                                 * * *

Pero objetarás, tal vez, que el sol corrompe también, la cual es pésima
acción. Mas, no es así. No corrompe, sino que, mientras engendra,
síguese necesariamente la corrupción, como una consecuencia natural. Y
que engendra primero, es manifiesto. Pues primero es el ser que el no
ser; el acto, que la privación; la vida, que la nada.

Ningún ser obra por nada o intenta nada (de donde tampoco el mal por
sí, pues el mal es privación del bien, cuasi nada), pues todo es por un
fin, y la nada no puede ser fin para un ser. El fin es perfección, la
cual entre los seres ocupa el primer lugar.

Privación, destrucción, defecto, mera negación del ser; ¿con qué otro
nombre llamaré a la nada que con el tenebrosísimo de _nada_? ¡Opuesta y
enemiga a toda perfección, a todo ser; finalmente, nada!...

¿Quién la intentará, quién la buscará? Todas las cosas la huyen
naturalmente. Nada me aterra, entristece y postra el ánimo como la Nada
cuando pienso que alguna vez pudiera yo ver sus abismos, si, acompañada
mi alma de la fe, esperanza y caridad, no destruyesen este miedo, y me
confirmasen prometiéndome, después de la disolución de este compuesto,
de mi carne y mi espíritu, indisoluble nexo con Dios óptimo y máximo.

El sol, pues, el más perfecto de todos los cuerpos, ¿intentará la
corrupción, la hará? No, pues engendra. ¿Con qué medio? Con el calor,
que es la más perfecta, principal y activa de todas las cualidades.

                                 * * *

Tú añades también la luz; pero yo no lo consiento. La luz, sin embargo,
es otro argumento a mi favor.

Bellísima cosa es la luz, amicísima y queridísima de los hombres.
Dios llámase a sí propio Luz, y a ella se compara la vida como a las
tinieblas la muerte. Gracias a su benéfico resplandor gozamos de los
colores, de los matices y las formas; sin luz seríamos semejantes a los
ciegos, viviríamos como dormidos y absortos en la sombra de lo interior
y lo exterior, vagando como las ánimas de los difuntos, sin vernos a
nosotros mismos e ignorando la Naturaleza ¡Cuán triste silencio en
la noche nublada y tenebrosa! ¿No parece la imagen del caos y de la
muerte? Más quisiera morirme que vivir sin luz...

Padre el sol de ambos, del calor y la luz, de ellos usa, conforme a
tu misma opinión, para fecundar las cosas, mas no para corromperlas.
En saliendo el sol todo revive, renace, germina, pulula, se remoza,
florece y fructifica. Los animales, entumecidos por el frío, los seres
corruptibles y todos aquellos que se corromperían totalmente con la
ausencia del astro, así que le ven se levantan de las tinieblas,
tórnanse más ágiles y gozosos, corren, saltan, retozan, gallardean y
cantan el advenimiento del astro generador y hácense más aptos para
generar a su vez, para vivir y trabajar con alegría, singularmente en
la primavera y en el verano. Yo, sólo entonces vivo...

Mas en apartándose de nosotros el ojo derecho de Dios (séame lícito
apellidar al sol de esta manera) todo languidece, todo se arrice y
se amustia. ¿Qué son el otoño y el invierno sino imágenes de nuestro
fenecer? A la muerte llaman los poetas fría, glacial, pálida,
macilenta, y a la vida, en cambio, robusta, floreciente y ardorosa.
La muerte viene del frío; la vida, del calor. Por esto el sol es el
más perfecto de los cuerpos, porque hace, mediante la más perfecta
cualidad, el calor, la más perfecta de todas las acciones naturales.

                                 * * *

Pues en lo que se refiere a las acciones voluntarias ¿por ventura el
pintor, el escultor, el músico, no pintará, no esculpirá, no tañerá
más consumadamente si usan de los instrumentos más perfectos? ¿Cantará
bien el ronco, saltará el paralítico, escribirá el que tiene la mano
torpe o rota? Y ¿qué instrumento más hábil y flexible que la mano del
hombre pudo haber escogido la madre naturaleza? Era preciso que el más
perfecto de todos los animales, el hombre, hubiese el más perfecto
instrumento para hacer con la mayor perfección y elegancia las muchas y
difíciles cosas que ejecuta.

En resolución: todo lo perfecto produce cosas perfectas y usa de medios
idóneos para producirlas.

¿Qué se deduce de ahí? Que el alma humana, la más perfecta de las
criaturas de Dios, para la más perfecta de todas sus acciones, el
conocimiento perfecto, necesita de un cuerpo perfectísimo.

¡Cómo! --dirás--. Pero la intelección no depende, en modo alguno, del
cuerpo, sino exclusivamente del alma, de su facultad intelectual...
--Eso es falso --respondo-- y ya te lo probaré en otra parte. Falso es
decir que el alma entiende, que el alma oye, pues ambas cosas no son
función exclusiva del alma ni del sentido, sino del hombre todo en su
unidad de espíritu y de cuerpo, indisoluble en cualquiera de sus actos.
Nada hace el alma sin los órganos del cuerpo ni el cuerpo sin la acción
y gobierno del alma.

¿Por qué este hombre es menos docto que aquél, si el alma, como tú
dices, es igualmente perfecta en ambos? Será por defecto corporal,
según decías también. Luego el más docto gozará de un cuerpo
privilegiado, capaz de obrar consumadamente las cosas, lo mismo las del
sentido que las del entendimiento. Y el hombre que fuere doctísimo,
tendrá un cuerpo perfectísimo y será el verdadero sabio...

Pero ¿dónde, repito, está ese cuerpo privilegiado y perfectísimo capaz
de un perfectísimo conocimiento? Yo, médico y filósofo, no le hallé
jamás. Y como no es posible que semejante cuerpo exista, no creo
posible tampoco el perfecto conocimiento o, lo que es lo mismo, la
Ciencia.

Al llegar aquí tal vez me arguyas: --Para entender no necesitamos de
los brazos y piernas; por consiguiente, aunque ellos sean defectuosos,
mientras tenga bien el cerebro me basta. --No te basta --replico--,
pues las cosas físicas influyen no poco en la parte moral y en la
función del entendimiento, los órganos se corresponden todos y se
influyen mutuamente, aun los más apartados y distintos, por todo lo
cual un cerebro sano es incompatible con otros órganos enfermos.

Un miembro imperfecto, una deformidad cualquiera, un vicio morboso,
pueden ser adquiridos o congénitos: si el cuerpo viene mal conformado
desde los orígenes, anduvo el defecto ya en la materia de que se hace,
ya en la virtud generadora, y en ambos casos la imperfección es fatal
no sólo para el miembro u órgano defectuoso, pero también para muchos
o algunos de los demás, tanto en lo exterior como en lo interior. Y
si el vicio o deformidad sobreviene después, sea por causa interna
o externa, ocurren iguales alteraciones. En suma: un cuerpo cabal y
perfecto no existe o duraría un instante.

Luego, repito, no habiendo seres de tal perfección, no hay un
conocimiento perfecto, no hay un perfecto sabio, nada se puede saber de
un modo cabal.

Pero dirásme, tal vez, que también el hombre imperfecto, por muy
defectuoso que fuere, tiene capacidad para el ejercicio de las
ciencias. Yo te lo concedo gustoso, como te concedí otras muchas
cosas, pues aquí arguyo sin vanidad ni rigidez. Hay hombres, incluso
llenos de estigmas y deformidades, que son idóneos para el cultivo
de las ciencias, pero no todos ni cualquiera de ellos. Es necesario
que el hombre, dentro de su imperfección, esté dotado de un cierto
temperamento para ejercer con eficacia las disciplinas científicas.
¿Cuál será ese temperamento? Lo ignoramos. Pero aunque lo supiésemos
¿cuántas mudanzas del aire, del espacio, del alimento, de la edad, la
educación, las opiniones, las doctrinas, de todo cuanto rodea, influye
y mueve en este oleaje de la vida humana a nuestro cuerpo y nuestro
espíritu, no habrá de padecer el más capaz y atemperado de todos para
la investigación de la Verdad?

Piénsalo y experiméntalo en ti mismo.



Nuevas dificultades para la investigación de la Verdad.


Si el hombre es rico, trátase deliciosamente, dase a todos los gustos
del sentido, engorda, se enerva, tórnase todo carnal, inepto para la
contemplación y el estudio. Como el alma y el cuerpo --según dicen--
solicitan siempre cosas contrarias, el rico tiende a desamparar el
espíritu. Desde la niñez los padres no le consienten que se fatigue
con el estudio y el trabajo, sino que todo se lo disponen para culto y
regalo del cuerpo; únicamente celosos, y no siempre, de las costumbres,
de la moral exterior, enseñan a sus hijos (como hacen la mayoría de
los hombres por el impulso disculpable de la naturaleza) a cuidar la
salud, acrecentar el caudal y todos los demás bienes que suelen hacer
felices a las gentes vulgares, sin dejar resquicio ni vagar para el
estudio de las letras y ciencias. Mas aunque los padres permitieran
y desearan semejante estudio, ya se encargaran los hijos de rechazar
aquellas trabajosas disciplinas, pues el cuerpo apetece el ocio y tiene
al trabajo por enemigo mortal.

Las riquezas distraen el ánimo, los placeres le perturban, el mundo
le seduce y engaña. ¡Bienaventurados aquellos y dignos de eterna
admiración, que en el disfrute de los bienes del siglo, aciertan
a abandonarle y a despreciar sus falsos y vanísimos tesoros para
entregarse, pobres y libres, a la contemplación de las cosas! Pero
almas de esta sublime condición son aves raras en el mundo. Los hombres
abrazan la Ciencia para granjear aplauso, riqueza o dignidad, no por
sí misma, por amor desinteresado y puro. Y de esta suerte cada cual
trabaja mientras le urge para llegar al fin, no al fin de la ciencia,
sino al de su ambición...

                                 * * *

Los pobres, en cambio, corren a los estudios con triste principio, con
medios adversos y también, casi siempre, con bastardo fin. Como es
la necesidad la que les impulsa, una vez saciada, suele concluir la
ciencia de los pobres, ya que no trabajaron sino para hurtarse a la
pobreza.

De aquí la frase: «El ingenio vuela, mas la pobreza lo deprime.» Y
aquella otra: «La bolsa llena hace al ingenio divino.» Y esotras de
un poeta: «Hase primero de buscar el oro, que ya vendrán con él la
fuerza y la sabiduría; sin Ceres y sin Baco se enfría Venus y también
Minerva...»

«Los papagayos charlan y aprenden mejor después de beber vino: tal les
sucede a muchos hombres.» Acerca de lo cual también se dijo: «Las copas
llenas ¿a quién no hicieron elocuente?» Y añado yo: ¿a qué no obligan
la sed y el hambre? No acabaríamos nunca si hubiésemos de contar las
desventuradas proezas a que impulsa la triste necesidad...

A todo el que estudia no debe moverle otro fin que saber. Al
necesitado, en cambio, no le mueve ese fin o sólo le mueve mientras
evita su necesidad. Así, quien sólo estudia por el vientre, cuando
lo llena cierra los libros y se echa las ciencias a la espalda. El
pobre, si no es apto para la contemplación de las cosas, no halla nunca
deleite en el estudio; y si es apto, su propia indigencia le impide
gustar esos manjares tan sutiles. ¿Hay algo más digno de compasión?

                                 * * *

Y si todavía insistes en que el rico y el pobre son igualmente capaces
para la austera investigación de la Verdad, yo quiero suponer que es
así; pero ve cuántas dificultades se siguen.

Ambos han de ser instruídos desde los rudimentos, ya que nadie fué
tan dichoso que saliera enseñado del vientre de su madre o lograse
instruirse por sí mismo, sin necesidad de textos ni de aulas. Y
¡cuántas miserias en la instrucción y enseñanza de los jóvenes! ¡Cuán
pocos lograron haber buenos maestros!

Unos por la poca retribución o por desidia, por enfermedad o pobreza,
otros por envidia, temor o vanidad, por amor o por odio, por ineptitud
o ignorancia, por todas estas y otras muchas cosas, esconden o
desfiguran la verdad, si la conocieron alguna vez, y enseñan el error.
¿Qué mayor calamidad para un principiante? Bebido el error ya nunca se
sacude su ponzoña, sobre todo si se bebió en la niñez y era insigne la
autoridad del maestro.

De donde se dijo: A la vasija nueva dura el resabio de lo que se echó
en ella.

Por esta razón Timoteo pactaba retribución sencilla con el
principiante; mas a aquel que había aprendido con otro preceptor,
pedía retribución doble, pues que era menester doble trabajo, uno para
arrancar el error que había ya bebido y otro para sembrar la verdad.

De los errores en la enseñanza nacieron las sectas de los filósofos,
y aquello de jurar en las palabras del maestro; el pasar los años
disputando por cosas ociosas y peregrinas, unos para defenderlas, otros
para negarlas; llenar volúmenes sobre entender al profesor; fingir
nuevas e infinitas explicaciones, inteligencias y distinciones, las
cuales no imaginó él ni aun en sueños.

Y aún hay doctores tan sandios que se jactan de poder defender todo
lo que ha sido enseñado por éste o por aquel autor; dispónense para
ello con argucias y bagatelas, de tal manera cubiertos y armados de
enredos, que se parecen a los cazadores que acechan con redes y con
falsos silbidos a los tordos. Enredados no pocas veces ellos mismos,
no se pueden desenvolver, y así caen en la fosa que preparan a los
demás, como el cazador de Esopo, que mientras acechaba a la paloma, fué
mordido por la sierpe.

Tales también aquellos que usan de las máquinas de guerra (que llaman
arcabuces) y mientras a disparar aplican el ojo a la mira para que
salga recto el proyectil y ponen fuego a la pólvora, si está obstruída
la máquina, experimentan el efecto contrario: que el tiro vuelve atrás
y les atraviesa la cabeza.

Así estos falsos doctores mientras maquinan falacias, ellos mismos caen
en las redes de su propia falsedad.

                                 * * *

Unos pretenden recoger lo esencial de un asunto y hacen un epítome.
Otros recorren tablas, capítulos, libros, que fueron confusamente
escritos por otros. Éstos, al contrario, amplían, añaden, extienden,
comentan y critican muchas cosas. Aquéllos se empeñan con supersticiosa
y fatua piedad en conciliar a los disidentes y reducir a la paz a los
beligerantes. Otros, al contrario, hacen enemigos a los que sienten
lo mismo, al afirmar que escriben y entienden cosas diversas. Esotros
afirman que tal obra es de aquél; sus adversarios pugnan por demostrar
que la robó del cercado ajeno. Y en probar tales monsergas, ¿qué de
argumentos no usan? ¿Qué no gritan? ¿Qué no claman? ¿Qué no torturan?

Si no bastan las pruebas falsas, emplean verdades reprobables, a saber,
contumelias, invectivas y libelos.

Finalmente, no contentos aún, vienen a las armas, para que lo que la
razón no pudo lo pueda la fuerza, a estilo militar.

Así, los que se dicen científicos se hacen brutos. Pues, ¿no es todo
esto furor y demencia?

Los que presumen de investigar la naturaleza nada hacen sino disputar
y absorber en minucias y simulacros toda su vida, como el perro, que,
viendo en el agua la sombra de la carne que lleva en la boca, suelta la
carne para asir la sombra en el agua, y como el toro, que, persiguiendo
al lidiador, cogida su capa, se ensaña en el trapo, sin preocuparse del
hombre.

Así los falsos investigadores de la naturaleza, que, a espaldas de la
realidad, no saben sino repetir, como papagayos, lo que en los libros
hallaron escrito, ignorantes seguramente de lo que dicen.

De tales entes hay una gran multitud en las ciencias; varones sinceros
que investiguen la realidad en sí misma, muy pocos, y aun esos pocos
varones son juzgados indoctos por los primeros y por el vulgo.

                                 * * *

Y no es de extrañar.

Cada uno juzga a los demás por su propia condición.

Así, el docto juzga al docto y lo alaba, porque entiende lo que dice;
el ignorante le desprecia, porque no le entiende, y levanta al necio,
porque siente en necio; todo semejante goza con el semejante y rechaza
al que no lo es.

¡Ay del mozo infeliz que beba en la turbia fuente de tan ruines
preceptores!

Si estudia siempre bajo el mismo doctor, siempre errará, si erró
una vez. Y su error será cada vez más profundo. Error pequeño en un
principio es grande en el fin; dado un absurdo, síguense muchos. Y
¿quién hay que no yerre una vez? o ¿quién que yerre una sola vez? ¿no
erramos casi siempre?

Y si el joven es enseñado por muchos maestros ¿no le será más fácil
extraviarse y confundirse?

Pocos, a quienes amó el justo Júpiter y levantó el ardiente juicio a lo
celestial, pudieron librarse de errores y poseer todos los caminos de
la oscura selva. ¿Cómo, pues, no ha de perderse el miserable ingenio
del principiante, distraído y desgarrado en las contiendas y tumultos
de escuelas y maestros?

Este le inculca una doctrina; aquél se empeña en persuadir la
contraria. Pues ¿quién ve que convengan dos en todas las cosas?

El mayor juicio de certidumbre de una verdad y, por tanto, también de
alguna ciencia, es la concordancia de los doctores; pues la verdad es
siempre concordante consigo misma. Al contrario, nada arguye más la
incertidumbre de una ciencia que la diversidad de opiniones.

Basta advertir cuán común es esta diversidad en los doctores de
cualquier ciencia, para colegir también cuán poca certidumbre hay en
nuestros conocimientos.

Y así al débil novicio tráenle contrarios doctores en confusión y
ambigüedad. Sin acertar adónde orientarse, inclínase a éste o aquél,
según le parece; y con más frecuencia al que le engaña; pues éste es el
que más grita, con el desenfado propio de los que sostienen sinrazones.

Ahí tienes al sabio.

Así, durante mucho tiempo, lucha en los oleajes de esta furiosa
tempestad; las más de las veces toda la vida.

                                 * * *

Y si nos acercamos al método de enseñanza, no habrá aquí menor
dificultad, antes mayor, ya atiendas a los que enseñan de viva voz, ya
a los que enseñan por escrito. Pues tienen ambos las mismas viciosas
maneras.

Cabalmente, por este lado, viénele al estudiante, o la mayor utilidad,
si emplea buen método el doctor, o el más grave daño, si emplea un
método perverso. Pues nada tiene en el enseñar tanta importancia como
el método; el cual, por consiguiente, es tan vario para los hombres.
Saber usar del método no es menos laborioso que útil, y no menos raro
que necesario. ¡Cuán pocos maestros aciertan aquí!

Siendo, por ventura, el arte infinito, como ya dijimos, y la vida de
todas las cosas harto breve, cuando es necesario medirla para enseñar o
aprender, impone grandísimo cuidado. Medir lo infinito con lo finito y,
lo que es más, comprenderlo; ¿no parece cosa inaccesible?

Así hay preceptor que se empeña en contraer el arte (al cual no le es
posible producir la vida) y hace más largo el camino, más oscuro y
difícil por la brevedad (pues hágome oscuro cuando me empeño en ser
breve).

Hay otros que exponen difusamente, y hácense viejos en los primeros
principios y nosotros con él. A éstos condenan los impacientes en el
trabajo, los de agudo ingenio; porque inculcan con muchas palabras lo
que ellos con pocas. En cambio, les alaban los morosos y rudos para
quienes nada está jamás bastante explanado.

Y si alguno escribe con términos medios, es reprobado por todos, porque
no es bastante breve y porque es más breve de lo justo. Pues el medio
siempre es contrario a ambos extremos. Sólo es agradable a quienes
también se gozan en el término medio, que suelen ser muy pocos y
escogidos.

Hay quien habla castiza y hermosamente; hay quien de un modo áspero y
rudo. Este escritor hurta los trabajos ajenos y los da como propios;
repite aqueste íntegras sus páginas, olvidado de sí. Uno lo mezcla y
lo confunde todo o lo deja como indiscutido e inédito. Tal otro es
parlador y sofista; aquél, severo y grave; éste, agudo inventor de
cosas nuevas; esotro, torpe repetidor de lo viejo.

¿Qué más diré? ¿Quién agradó nunca a todos? Ni aun la misma
naturaleza. ¿Cuántos no se atrevieron a condenarla e increparla?

Tanta es la variedad de las cosas, que parece que la naturaleza juega
en ellas y se regocija de nuestra confusión; que buscándola nosotros
por aquí y por allí, teniéndola delante de los ojos, se burla y nos
escarnece.

                                 * * *

Y no sólo se advierte variedad en las cosas varias.

Un mismo hombre, ora quiere, ora rechaza; ya afirma una cosa, ya
condena la misma; hoy profesa esto, de lo cual, si mañana le preguntas,
no se acuerda ya ni quiere acordarse; en esta parte del globo florecen
ahora las letras, y en el resto, hay omnímoda brutalidad; antes, aquí,
lo eran todo las espadas; ahora no tienes otra cosa que libros... Hoy
priva una opinión; Fulano es el doctor de moda: mañana será todo lo
contrario...

                                 * * *

Ejemplos de todas estas cosas verás si lees las historias; no obstante,
traeré algún ejemplo singular.

¿Qué hubo más esplendoroso en letras que el antiguo Egipto y la antigua
Grecia? ¿Qué más fértil en el culto de los dioses? ¿Dónde más ilustres
varones, ya en cualesquiera ciencias, ya en las armas? Hogaño no
hallarás allí museo ni ídolo ni varón insigne.

En Italia, en Francia, en España ni por sueño había entonces un doctor;
lo eran todo Mercurio y Júpiter. Ahora siéntanse aquí las Musas, y
habita Cristo entre nosotros.

Y en las Indias, ¿cuánta ignorancia no reinó hasta hoy? Ya, ahora,
hácense poco a poco más religiosos, más agudos, más doctos que nosotros
mismos.[9]

                                 * * *

¿Qué hará, pues, en tanta variedad de cosas el desdichado mozo? ¿A
quién seguirá? ¿A quién creerá? ¿A éste?, ¿a aquél?, ¿a nadie?

Si se entrega a un solo maestro, hácese esclavo, no docto; defiende sus
dogmas con cualquier razón y con cualquier injuria; hácese soldado que
sigue a un capitán dondequiera que le lleve, para combatir por él; no
se acuerda más de sí; perece con él.

De esta suerte nuestro joven y su ciencia perecen cuando se adhieren
con pertinacia a un solo preceptor. Que no sin daño de la verdad puede
uno jurar sobre las palabras del maestro.

Y si el estudiante cree igualmente a todos, o no cree a nadie, y
pretende escoger de todos lo que mejor le parezca, ello es más libre,
pero también más arduo, pues ¿qué juicio no necesita quien se empeña
en dirimir pleitos de todos? Cada cual tiene en su favor razones y
argumentos en apariencia inexpugnables, y no hay aquí sentencia posible
sin riesgo de la verdad y del propio juez.

Así como en la guerra acontece que el arte y la astucia rinden a quien
es superior en armas, en caballos y bríos, así el que busca la verdad y
la defiende suele ser arrollado por el error, que es, no pocas veces,
más agudo y sutil.

¡Cuántos, armados de su pérfida ciencia silogística, no tiñen de verdad
el error y hacen que lo falso parezca verdadero y lo verdadero falso,
hasta envolver en sus redes al más valeroso campeón! Y ¡cuántos, muy
doctos, caen vencidos en la ingeniosa trampa de un silogismo falaz,
más inermes aún que aquel ignorante que en presencia de un sofista
charlatán, empeñado en persuadirle de que lo blanco es negro, respondió
al sofista: Yo no entiendo tus razones porque no estudié como tú, pero
por nada del mundo me harás creer que son iguales lo blanco y lo negro;
arguye tú cuanto quisieres, que a mí me sobran para saber de colores
estos dos ojos de mi cara!

                                 * * *

Recuerdo que, al iniciarme en la dialéctica cuando niño, fuí provocado
muchas veces a disputa por los más viejos en edad y en estudio para
probar mi ingenio; oprimido por engañosos silogismos, cuya falacia yo
no conocía, llegaba a conceder lo que encubiertamente era falso, mas
apenas advertía la falsedad manifiesta, sentíame atormentado en lo
más hondo de mi corazón y ya no descansaba hasta buscar y comprender
el defecto del cauteloso silogismo. ¿No hubiera sido harto mejor que
el tiempo que perdía en estas sutilezas lo empleara en conocer alguna
causa natural?

Porque en semejantes lides parece más docto el que charla mejor, el que
construye con más ingenio un artificio con que vencer al contrincante
y forzarlo a que conceda lo más absurdo y falaz. ¡A este sistema, el
más pernicioso para el entendimiento y la lógica, llaman doctrina
científica!

El propio Aristóteles, cuando escribió su aguda cavilatoria para
librarse de los engaños del silogismo, intentó en vano curar con
semejante tríaca los efectos de este veneno destructor; pues no hay
posible medicina para un veneno tan fuerte.

¿Cuántos remedios, peores que la enfermedad, no se han inventado
posteriormente? ¿cuántas otras falacias, cuántos volúmenes de
suposiciones, de exponibles y reflexiones de todo jaez? Ya la
Dialéctica es otra Circe que convierte en asnos a sus amantes...

A punto me vi, como ellos, de beber las aguas circeas, de embriagarme
en sus traidoras linfas y rebuznar perpetuamente sus silogismos
engañosos, en torno a esa puente de la Ciencia que bien merece llamarse
la puente de los asnos. Valiéronme entonces mi natural indócil y los
versos de Ulises para hurtarme al yugo de aquella hechicera dama y
renegar de sus figuras y embelecos en la artificiosa puente de los
silogismos.

¡Qué de tormentos sufren los amadores de tan áspera Circe! ¡Qué
modos tienen de honrarla y defenderla, pugnando hogaño por mantener
y apuntalar su vieja y desmoronada habitación! ¡Hasta qué punto se
rebajan y pierden por amartelar y servir a su despótica Dueña!

Así Eneas, el héroe, totalmente ajenado de sí mismo y olvidado de
Italia, adonde iba por el mandato de los dioses, vestido de lasciva
clámide, envilecido y muelle, entregado por amorosa esclavitud a
Dido, no atendía más que a ella, no curaba de otra cosa que de sus
torpes embelesos; hasta que avisado por Mercurio, abiertos los ojos,
avergonzado de sí mismo, conoció cuán miserablemente vivía, y,
despojado al punto de la mujer, vistióse del hombre y con ello se hizo
señor de gran parte del mundo, guiándole la virtud y acompañándole
la fortuna. ¡Pluguiera al cielo que yo fuese Mercurio para nuestros
Eneas cautivos, para que, abandonada la hechicera Dido, la Dialéctica
engañadora, volviesen los bríos y la voluntad a la robusta Naturaleza,
con lo que muchos se harían, por ventura, dueños y señores del orbe!

                                 * * *

Pero dirás acaso: ¿Qué? ¿Quieres que, como si fueras un dios, aceptemos
por cosa confirmada sin razón y sin prueba, cuanto dijeres, y más en
detrimento de cosas que están todavía muy firmes y como en altares en
las casas de los doctos?

No pretendo tal: sólo aspiro a abrir los ojos y el entendimiento a la
incauta juventud y desbrozar los caminos de la libre y ancha Naturaleza.

¿Qué hará, si no, el mozo mal experimentado que al asomarse al
campo de la Ciencia sólo ve en él zarzas y ortigas, dificultades y
estorbos? Pues enredarse en ellas como les sucedió antes, a su vez,
a sus maestros y preceptores, y, a espaldas de la hermosa realidad,
amontonar libros y libros, hacer perpetuos los sofismas y eternas las
ignorancias...

                                 * * *

Pero supón a un estudiante de buena fe que apoyado en su solo juicio,
luego de haber aprendido largo tiempo en las aulas y visto tanta
diversidad de opiniones, quiere sentenciar por sí mismo. ¿En cuánto
riesgo no se hallará? ¿Cómo encarecer las dificultades y peligros de
considerar escrupulosamente y sin ayuda ajena todas las cosas puestas
en pleito en las lides científicas?

De aquí nueva multitud de errores, de divergencias y disputas, de
interpretaciones falsas, de retrocesos inútiles; de aquí el dar por
flamantes novedades las cosas más añejas y sabidas, el oponer un dogma
a otro dogma, el sentenciar contra los pareceres ajenos, más por ser
ajenos que por ser erróneos, y, finalmente, el alejarse cada vez más de
la directa inspección de los objetos en litigio.

¿Qué hacer, pues, si los viciosos métodos de enseñanza, los abusos
de la autoridad, el ciego empeño de buscar la ciencia en los libros,
la tentación de convertir la especulación intelectual en granjería,
el triste espectáculo de las disputas ociosas, de las opiniones
apasionadas y hostiles, no se remedian con el solo y libre juicio
individual?



Conclusión. Los únicos criterios de la Ciencia: el experimento y la
crítica.


El que quiera saber algo no tiene más camino que contemplar las cosas
en sí mismas.

Pero ¿ello es fácil? Nada tan penoso, nada tan ambiguo, nada tan lleno
de confusión e incertidumbre.

Viste ya cuánta diversidad hay en las cosas, qué de mudanzas y
vaivenes; cuánto de inaccesible y amargo para el que aspira a la
Ciencia. ¿Qué no sucederá cuando pretendamos acercarnos a las cosas
mismas?

Ni es posible, dados los límites en que se mueve el conocimiento
humano, la contemplación directa de las cosas.

Con todo: hay dos medios subsidiarios que no suministran ciencia
perfecta, pero que, en suma, algo perciben y algo enseñan: son la
experiencia y el juicio. Pero no separados jamás, sino en íntimo
enlace y unión, como demostraré en otro libro. Los experimentos son
muchas veces falaces y siempre difíciles, y hasta cuando llegan a la
perfección nunca nos muestran más que los accidentes extrínsecos, jamás
las naturalezas de las cosas. El juicio recae sobre los resultados del
experimento, y por consiguiente no traspasa los límites de lo exterior,
y aun esto lo discierne de una manera incompleta, sin que sobre las
causas pueda pasar de una probable conjetura. Se dirá que nada de esto
es ciencia. Pues no hay otra.

Ni aun tales medios subsidiarios pueden ser perfectos en un joven.
Pues, omitiendo las dificultades de toda experimentación para el hombre
más apto y maduro, ¿qué experiencia puede tener el mozo de pocos años
que empieza a cultivar las ciencias en el aula?

Necesario es haber vivido mucho y haber experimentado no pocas cosas
para juzgar rectamente, y aun así, como decíamos al principio, pueden
estar mal trabados y disconformes los años y las experiencias. De esta
suerte, quien hoy opina esto, juzga mañana otra cosa y defiende ahora
lo que condenaba ayer.

Nadie, antes de conocer el imán, el pez torpedo, el pez rémora, les
hubiese atribuído las virtudes que tienen. Decíamos ha poco que toda
atracción proviene del calor, de la sequedad, del miedo al vacío. ¿Qué
decir ahora de la electricidad?

¿Habríase nunca imaginado que el veneno añadido al veneno lejos de
matar al hombre le serviría de tríaca? Ciertamente que no, pues, por
ventura, antes de experimentarlo afirmábase que lo que no hace uno lo
hacen dos, a pesar de haber demostrado lo contrario la atroz consorte
de Ausonio, que empeñada en matar a su marido lo más rápidamente
posible, mezcló mercurio al veneno que le tenía preparado, con lo cual
escapó Ausonio de la muerte.

¿Quién hubiese creído tampoco que la cicuta añadida al vino matase más
prontamente, sobre todo a los temperamentos biliosos, y tantas otras
cosas que la experiencia acredita en contra de lo que parece racional?

                                 * * *

Mucha experiencia, pues, hace al hombre docto y prudente. Así los
varones más ancianos son más duchos por razón de la experiencia que
tienen, y más a propósito que los jóvenes, para la gestión de los
negocios públicos, si les asiste a la par un juicio agudo y sazonado.

Y para acrecentar ese tesoro de la experiencia, para conservarle al
través de los siglos, imaginaron los hombres la escritura, merced a la
cual todo lo que uno experimentó en su vida, lo aprenda otro después en
breve espacio. De esta suerte, las generaciones, las experiencias, los
hechos, las invenciones de cada época, se van eslabonando y acreciendo
sin cesar, por lo que, gráficamente, cada generación que surge a la
vida y a la ciencia se ha comparado a un niño jinete en el cuello de un
gigante.

Utilísimo es para la ciencia y la vida ese caudal inmenso de
experiencia acumulado siglo tras siglo en las bibliotecas del mundo.
Pero (aun omitiendo que los libros, como todas las cosas humanas,
no son perennes, pues los consumen la guerra, el fuego, la incuria,
la novedad de otras opiniones y, finalmente, el tiempo y el olvido)
sucede que la sugestión de esa riqueza nos ofusca. ¿Cuántos siglos
necesitaríamos vivir para leer esas ingentes muchedumbres de libros?
¿Cuántos de ellos no mienten o disimulan la verdad? ¿Cuántos no se
escribieron por el único móvil de granjear la gloria o mendigar
opinión, cuando no por razones más miserables? ¿Cuántos, en todo caso,
son del todo accesibles a nuestro entendimiento?

A fuerza de leer y releer, de poner en claro y en concierto nuestras
lecturas, se nos pasan los años más preciosos; vivimos entre montañas
de papel, sólo atentos a los hombres y a sus obras, de espaldas a la
viva Naturaleza. Así, muchas veces, por el afán de saberlo todo, nos
convertimos en necios...

                                 * * *

Mas supongamos que los libros no mienten, que exponen con entera
verdad lo experimentado por sus autores. ¿Qué me aprovecha que otro
haya experimentado esto o aquello, si yo no experimento lo mismo? Ello
no engendrará en mí ciencia, sino fe. De aquí que el mayor número de
los escritores modernos sean más fieles que sabios, pues beben de
los libros lo que poseen sin experiencia ni juicio propios, sin otro
fundamento que lo que hallaron escrito, sin otra novedad que lo que
pueda deducirse de los supuestos tradicionales.

Dada esta condición, quien pretenda saber algo ha de estudiar
perpetuamente, ha de leer todo lo que fué dicho por todos, y, en el
caso mejor, comprobar a cada paso, hasta el final de la vida, las
experiencias de las cosas con las experiencias de los libros. ¿Hay algo
más triste y miserable que ese linaje de vida? Linaje de muerte le
llamo yo.

Por bien constituído que imaginemos a un mozo sometido a régimen
tan inhumano, por cabal que sea la salud de que goce, marchitaráse
prontamente, y consumidas las fuerzas corporales en el estudio,
afligido por numerosas y terribles dolencias, afectada la mente en su
sede principal, el cerebro, morirá sin haber apenas gozado de la vida
ni de la ciencia.

Pero aunque por excepción se vea libre de tales pesadumbres, no le
faltará siquiera la oscura melancolía que acompaña a los excesos
mentales. Y ¿cómo ha de juzgar un melancólico de todas las cosas,
cuando para juzgar rectamente todo buen juez ha de carecer de toda
afección?

Y aun suponiendo, que ya es suponer, horro y salvo a nuestro joven de
todo achaque y tristeza, ¿sabrá por eso alguna cosa? Nada ciertamente.

Pues en él, como en las demás cosas de este mundo, hay continua
mudanza. Y la principal de todas es la edad. ¿Cuánto no se diferencia
el mozo del varón maduro y éste del anciano? ¿Qué diversidad no hay en
ellos de principio, de medio y de fin? El que ahora joven juzga esto y
lo cree verdadero, lo revoca y reprueba en la edad viril y torna acaso
a defenderlo en el crepúsculo de su vida. En otros casos acaece lo
contrario y nadie es, jamás, consecuente consigo mismo.

Ni hay quien editando hogaño un libro valeroso pueda decir que mañana
no cantará la palinodia, ni quien, errando ayer, no confiese, si es
probo, que se engañó entonces. Y los que, por ignorancia o amor propio,
no hacen tal y defienden con pertinacia sus errores, causan un grave
daño a la verdad, tanto mayor cuanto más agudos sean sus ingenios.

Tampoco hay nadie en el mundo que si, en vez de dar a las prensas
aceleradamente sus obras, las guarda por muchos años, deje de
corregirlas y enmendarlas uno y otro, aunque viviera cien. Y si
eternamente viviera, eternamente andaría quitando aquí, mudando allí,
rehaciendo acullá.

¿De dónde tanta innovación, tanta variedad e inconstancia?

Ciertamente, de la ignorancia humana. Pues, si supiéramos perfectamente
lo que una vez escribimos, nada habría de mudarse luego.

¿En qué edad, pues, se juzga mejor? Dirás: en la ancianidad. Pero, más
racional parece en el tiempo en que todo está en vigor; en la vejez,
todo languidece y por eso se compara a la infancia; de donde la frase:
_Malditos los niños de cien años_.

                                 * * *

Aparte estas mudanzas del cuerpo, impiden también el conocimiento de
la verdad las afecciones del ánimo. Lo dijimos ya arriba. El amor,
el odio, la envidia y lo demás que allí nombramos, se opone a que se
juzgue bien.

Y ¿quién es tan equilibrado que no caiga en alguna de esas pasiones?
Mas si de todas ellas se viere libre, ¿no caerá en el amor propio?
Pues, ¿quién hay que no crea que dijo lo cierto, que halló el nudo de
la dificultad y que entiende muy bien las cosas? Omitiendo, finalmente,
que cada uno se estime más docto, más agudo, más perspicaz, más
prudente, más sabio que los demás.

Nadie, dice el vulgo, es juez recto en causa propia. Y cada uno trata
su causa cuando afirma algo de palabra o por escrito.

Nada, pues, sabemos.

                                 * * *

Pero, supongamos (cosa imposible) que carece nuestro juez de tales
defectos. Aun así, no sabrá más en lo sucesivo, aunque se guíe por
la común sentencia de que perpetuamente nos hacemos más doctos,
pues sucede lo contrario a todos aquellos que se proponen conocer
perfectamente las cosas.

Yo, antes que hubiese comenzado a considerarlas, parecíame que era más
culto. Pues lo que había recibido de mis preceptores, lo tenía por
sobradamente sabido y propio, estimando que el saber consiste en haber
visto, oído y retenido muchas cosas.

Conforme a lo cual con revolver en el magín los conceptos ajenos
parecíame que lo sabía todo, y cada día me aficionaba más a este linaje
de ciencia.

Mas, tan luego como me convertí a las cosas, abandonada en un todo la
fe primera (aquella fe con humos científicos), comencé a examinarlas,
como si nadie hubiese dicho jamás cosa alguna; y cuanto más me parecía
saber antes, otro tanto vi que ignoraba entonces, y a tal punto llegué
que hoy me parece que nada sé ni espero que pueda saberse; cuanto más
contemplo las cosas más dudo.

Pues ¿cómo no dudar, si no puedo percibir ni conocer las naturalezas de
las cosas, fuentes de la verdadera ciencia?

Harto fácil es ver el imán; pero ¿qué es el imán en sí? ¿por qué atrae
al hierro? Esto sería saber lo que es el imán si pudiéramos conocer las
cosas. Con todo, los que se dicen sabios responden que la atracción se
debe a una virtud oculta. Y a esto llaman saber, cuando verdaderamente
es ignorar. Pues ¿qué diferencia hallaré entre quien me dice que no
sabe por qué se hace una cosa y quien me afirma que se hace por una
oculta y misteriosa propiedad?

Y si a la duda de la atracción del hierro se añaden estas otras
que aunque tuvieren satisfactoria respuesta provocarían nuevas
interrogaciones sin fin, ¿quién se resiste a la evidencia de nuestra
ignorancia? ¿Cómo tocado el hierro por el imán, de aquella parte de
la piedra que en su criadero miraba al Norte, se vuelve siempre al
Septentrión, y huye del lado contrario, merced a lo cual rodeamos
la tierra en pequeña nave y conocemos en medio del océano un punto
cualquiera con infalible certidumbre? ¿Cómo el imán no sólo atrae a un
solo anillo ni a una sola aguja, sino que difunde también la fuerza
transmitida por agujas y anillos a otros muchos hasta suspenderlos
todos en el aire? Y si, finalmente, se le unta con ajo, ¿por qué
languidece y pierde la fuerza de atraer?

Este y otros innumerables ejemplos que podrían ponerse ¿no rinden los
bríos de la razón al más docto y experimentado de los hombres?

                                 * * *

Así ¿qué hará nuestro juez, ese juez imaginario de las cosas, aunque
viva cien años en ancha y cabal plenitud? Experimentar algunas de esas
cosas; experimentarlas mal y juzgarlas peor. De ninguna de ellas sabrá
en absoluto nada.

Pero aunque viese y estudiase muchas, no podría, sin embargo,
examinarlas todas, que sería el único medio de aprender a conocerlas.
A cada paso le asaltaría una duda: ¿habré experimentado bien? Y si
consulta a otros diversos autores sobre los mismos objetos en examen,
los hallará diversamente experimentados y traducidos: lo que uno dice
que probó, asegura otro que es imposible; una experiencia contradice a
otra experiencia.

¿Cómo, pues, juzgará rectamente de lo oscuro y recóndito, de lo que en
modo alguno puede ser alcanzado por el sentido, quien no está cierto de
las cosas que al sentido se nos presentan y que por él han de conocerse?

Y si, apartándonos de los doctos, nos arrimamos al vulgo, ¡cuánta
variedad, cuánta discordia, qué de ignorancia y confusión!

Se me replicará que de los hombres rudos ha de esperarse menos que de
los letrados. Mas ¿no se dice comúnmente: _Voz del pueblo voz de Dios_?
Y en verdad que es difícil suponer que todo el pueblo se engañe y sólo
el filósofo tenga razón, principalmente en las cosas que estriban más
en la experiencia que en el juicio. En general ha de creerse al vulgo
en lo que se refiera a la agricultura, navegación, arte mercantil y
oficios mecánicos, según la profesión de cada cual, pues también es
dicho común que más vale el ignorante en su oficio que el sabio en el
ajeno.

Con todo, si se ha de escoger entre la opinión del pueblo y la opinión
de los filósofos, se inclina el ánimo casi siempre a diputar por
verdadero lo que el docto afirma. Y aunque parece racional que los
que acierten sean pocos, también parece duro creer que se engañe tanta
muchedumbre allí donde uno solo dice que dice la verdad.

Por otra parte, lo que es tenido y confirmado durante largo tiempo por
muchos parece que tiene mayor certidumbre que una novedad enseñada por
uno solo. Claro está que hay verdades que viven desconocidas luengos
años, pero también hay verdades harto conocidas que al cabo se hunden
en el descrédito.

¿Qué decir de tu opinión nueva, filósofo novel, que luchas contra
el vulgo? ¿Es una verdad desconocida que ha de triunfar o es en el
fondo una antigualla que debe morir? Si dices lo primero, tú y yo
lo ignoramos. Y si respondes que tu opinión es una verdad añeja y
autorizada (por aquello de que _nada se dice que antes no se haya
dicho_) y me pruebas que ya otros hombres afirmaron antaño igual que
tú, exactamente lo mismo puede afirmar y probar el que defiende un
error, pues no hubo nunca opinión, por necia que fuere, que no hallase
en el mundo seguidores.

                                 * * *

Todo esto pugna, al cabo, contra mí al querer probar que nada se sabe,
cuando hoy todo el mundo opina de diversa suerte. Pero, no obstante,
algo hay a mi favor en el fondo de ese optimismo universal. ¿No dicen
que la ciencia, para merecer tal nombre, ha de ser cierta, infalible
y perenne? Pues ¿qué juzgará de la certidumbre, infalibilidad y
permanencia del conocimiento científico el miserable anciano, por muy
experimentado que fuere, al cerrar las últimas páginas del libro de su
vida?



Resumen.


Quedan, a mi juicio, explanados los tres términos que hay que
distinguir en el problema del conocimiento: la cosa que ha de ser
conocida, el ente que conoce y el conocimiento mismo. Creo haber
mostrado la vanidad e impotencia de nuestro saber por razón de su
materia y la incapacidad de nuestras facultades cognoscitivas para
alcanzar algo que no sea exterior, mudable y limitado.

_Ciencia_, se dijo, _es el conocimiento perfecto de la cosa_; ¿y de qué
cosa podemos presumir un conocimiento semejante? ¿Puede darse el nombre
de ciencia a un conocimiento cualquiera? Tanto valdría decir que todo
el mundo es sabio; el docto lo mismo que el ignorante, los hombres lo
mismo que los brutos.

Y que la ciencia debe ser conocimiento perfecto nadie lo duda; la
incertidumbre está en que sea posible llegar a conocer perfectamente
alguna cosa. ¿En dónde y en quién hallar ese puro y perfecto
conocimiento? Lo ignoramos también, aunque lo más racional sea decir:
en nadie, en parte ninguna de este mundo.

Lo dijimos ya: el perfecto conocimiento requiere un ente perfecto,
una perfecta adecuación del entendimiento a la cosa que se pretende
conocer. Esa perfección del ente, esa _comprehensión_ intelectual nunca
las vi. Si tú las viste, lector, escríbemelo. Y dime, también, si viste
algo perfecto y cabal en la Naturaleza...

                                 * * *

Nada me parece necesario añadir en punto a nuestra definición de la
ciencia y a la demostración de la tesis: _que nada se sabe_.

Si quieres más pruebas de esta cuestión, las hallarás copiosamente en
el proceso de mis obras, en todas las cuales me propuse, directa o
indirectamente, demostrar lo mismo. Por ahora, demos paz a la pluma y
reposo también al pensamiento, que ya este discurso creció harto más de
lo que yo deseaba.

Viste, pues, lector, las dificultades que nos arrebatan la ciencia.
Sé que no te agradarán muchas de las cosas que aquí dije y sospecho
también que, al acabar la lectura, me reproches que no he demostrado
nada.

A lo menos, dije lo que pienso con toda la llaneza, sinceridad y
rectitud que pude, ya que no quise cometer la misma falta que en los
demás condeno: la de probar mi tesis con razones traídas por la melena,
más oscuras y tal vez más dudosas que la cuestión.

Es mi propósito fundar, en cuanto me sea posible, una ciencia segura y
fácil, basándola no en quimeras y ficciones, ajenas a la realidad de
las cosas, y útiles sólo para mostrar la sutileza y el ingenio de quien
escribe, sino en los métodos firmes y positivos que puedan conducir a
una concepción científica verdaderamente racional y elevada.

No me faltaran a mí tampoco agudezas ni ingeniosas invenciones,
como al más pintado, si en tales artificios y arrequives hallara yo
contentamiento. Mas ¿qué deleite puede hallar un ánimo severo y libre,
que sienta la sed de la verdad, en esas ficciones, divorciadas de la
naturaleza, que antes engañan que instruyen y acaban por confundir lo
falso y lo verdadero? ¿Cómo llamarle ciencia a ese tejer y destejer
de sueños, de imposturas y delirios a esa invención de charlatanes y
prestidigitadores?

Tú, lector, juzgarás de todo ello: lo que aquí te pareciere bien
recíbelo con amor; lo que aquí te disguste no lo rechaces con odio,
pues fuera cruel hacer daño a quien intenta fustigar errores.

Examínate a ti mismo. Si algo sabes, enséñamelo. Te daré las gracias.

Yo, en tanto, ciñéndome a examinar las cosas, propondré en otro libro
si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el
método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana
fragilidad.

Vale.

                                 * * *

_Lo que se enseña no tiene más virtud que la que recibe de quien lo
enseña._

                                 * * *

QUID?



ÍNDICE


                                        Páginas.

  DEDICATORIA.                                V

  FRANCISCO SÁNCHEZ, AL LECTOR.              XI

  PRÓLOGO.                                XXIII

  Todo es cuestión de nombres. No hay
    nombre acomodado.                         9

  La ciencia.                                16

  Juicios lógicos.                           20

  La demostración.                           21

  Poco valor de los silogismos.              25

  ¿Qué es saber?                             53

  Elementos de la ciencia.                   59

  Casos prácticos.                           64

  Consecuencias.                             68

  Otra prueba de la ignorancia.              71

  Etimologías.                               77

  Variedades humanas.                        82

  Cuestiones indecisas.                      85

  Otra causa de nuestra ignorancia.          89

  Infortunio del hombre de letras.          101

  El conocimiento y los sentidos.           103

  Pobreza del sujeto cognoscente.           107

  El conocimiento.                          110

  Medios internos del conocimiento.         129

  De cómo la imperfección humana excluye
    un conocimiento perfecto.               135

  Nuevas dificultades para la
    investigación de la Verdad.             149

  Conclusión. Los únicos criterios
    de la Ciencia: el experimento y
    la crítica.                             169

  Resumen.                                  183



NOTAS


[1] Un distinguido profesor del Mediodía de Francia, y buen amigo de
España, Mr. Henry Pierre Cazac, me ha proporcionado algunos datos
biográficos de gran novedad relativos a la persona de Francisco
Sánchez, y que rectifican ciertas fechas tenidas hasta ahora por
seguras.

Consta en el libro de Astruc _Mémoires pour servir à l’histoire de la
Faculté de Médecine de Montpellier_ que Francisco Sánchez, español,
vino a estudiar medicina a Montpellier, y se inscribió por primera vez
en los registros de matrícula en 1573. Es imposible, por tanto, que en
esa fecha se hubiese graduado de doctor. Astruc añade que se graduó
en años sucesivos; pero no dice una palabra de su profesorado, y en
cambio advierte que Sánchez, terminada su carrera, pasó de Montpellier
a Tolosa, en cuya Universidad obtuvo una regencia o cargo de regente
_dont il s’acquitta avec beaucoup d’honneur_.

La dedicatoria del _Carmen de Cometa_ (1578) está datada de Tolosa,
donde Sánchez enseñó filosofía veinticinco años, y medicina por espacio
de doce.

Existe en la sala de Actos de la Universidad de Tolosa el retrato de
Francisco Sánchez con la siguiente inscripción, que rectifica la fecha
de su muerte admitida por todos los biógrafos, y que también admití
yo en la primera edición de este discurso. La inscripción dice así:
_«Franciscus Sanchez Lusitanus, antecesor regius saluberrimæ facultatis
medicinæ in alma Universitate tolosana, profesor. Obiit anno MDCXXIII
ætatis suæ LXX.--Quid? Liberalium artium cathedram prius occupaverat.»_

El _Quid?_ es muy significativo como divisa escéptica, y ninguna otra
tan apropiada para ponerse al pie de un retrato de nuestro filósofo.
El cambio de 1623 por 1636 se explica fácilmente por un trastrueque de
letras, que ha venido pasando de unos a otros escritores.

Sánchez dirigió por espacio de treinta años el hospital de Santiago de
Tolosa, según la _Biographie Toulousaine_.

Describiendo el retrato de Sánchez, conservado en Tolosa (donde
también está el de Raimundo Sabunde), me dice el Sr. Cazac que piensa
reproducirle al frente de su versión francesa de este discurso: _«Tête
longue avec une expression de finesse, qui n’exclut pas une certaine
bonhomie.»_

[2] Consta que existieron otros tres, citados en el _Diccionario_ de
Moreri: _Método Universal de las Ciencias_, en castellano: _Examen
Rerum, Tractatus de Anima_. Gran descubrimiento sería el de estos
libros, que quizá existan aún en algunas bibliotecas del Mediodía de
Francia.

[3] No se saben solamente las cosas que se _demuestran_, sino también
las que se _intuyen_. No es el único ni siquiera el principal criterio
de verdad la _razón_; lo son también la _inteligencia_ o potencia
intuitiva del mundo exterior y la _conciencia_ o potencia intuitiva del
mundo interior; ellas, aparte de los sentidos.

En este argumento apóyase gran parte del sofisma de los escépticos.

Que _yo existo_, que _el mundo existe_, etc., no sólo no se demuestran,
sino que no admiten demostración, como ningún axioma ni del mundo
empírico ni del mundo ideal. Basta que el objeto se presente
debidamente a la facultad suficientemente dispuesta para que el
conocimiento se verifique: para saber que existe este libro, que lo
estás leyendo, caro lector, te basta tenerlo delante, sin que nadie te
lo demuestre. _Nota del Trad._

[4] Es decir, ya sé menos todavía en eso de andar por géneros próximos
y diferencias específicas... _N. del T._

[5] Aristóteles.

[6] Aristóteles y sus discípulos.

[7] No se sabe solamente lo que se prueba. Las más de las cosas las
sabemos por intuición. No podrás _probar_ que existe este libro que
estás leyendo, lector amable, pero sabes _ciertamente_ que existe por
que lo _intuyes_. Obsérvese que ahí estriba todo el sistema escéptico,
en ese falso concepto del valor de los criterios de verdad y de
certeza. _Nota del Trad._

[8] Recuérdese que _Barbara_ es una palabra bárbara con que los
escolásticos exagerados por amaneramiento y extremos de sutileza
expresaron uno de los modos del silogismo.

[9] Pronto se dejó sentir nuestro colosal esfuerzo colonizador en
América.--(_N. del T._)



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