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Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5)
Author: Toreno, José María Queipo de Llano Ruiz de Saravia, Conde de
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5)" ***
GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (3 DE 5) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También han sido modernizados los topónimos y los nombres propios de
    persona, siempre que se han encontrado referencias bibliográficas.

  * Se han incorporado las correcciones mencionadas en la fe de erratas
    aparecida en este tercer tomo.

  * Se ha alterado la numeración de los apéndices para que incorporen
    el número del libro al que corresponden, obteniendo así una
    identificación única a lo largo de todos los tomos de la obra.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



  HISTORIA
  DEL
  Levantamiento, Guerra y Revolución
  de España.



  HISTORIA
  DEL
  Levantamiento, Guerra y Revolución
  DE ESPAÑA

  POR
  EL CONDE DE TORENO.

  TOMO III.

  Madrid:
  IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN,
  1835.



  ... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere
  audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in
  scribendo? ne qua simultatis?

  CICER., _De Oratore, lib. 2, c. 15._



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO NOVENO.


_Conducta de la central después de Medellín. — Su decreto de 18 de
abril. — Ideas añejas de algunos de sus individuos. — Repruébalas
el gobierno inglés. — Fuerza que adquiere el partido de Jovellanos.
— Proposición de Calvo de Rozas para convocar a cortes, 15 de
abril. — Ensanche que se da a la imprenta. — Semanario patriótico.
— Descontentos con la junta. — Infantado. — Don Francisco Palafox.
— Montijo. — Alboroto que promueve el último en Granada, reprimido.
— Discútese en la junta convocar a cortes. — Decídese convocar las
cortes. — Decreto de 22 de mayo. — Efecto que produce en la opinión.
— Restablecimiento de todos los consejos en uno solo. — Operaciones
de los ejércitos. — Aragón. — Ríndese Jaca a los franceses. — El P.
Consolación. — Pérdida de Monzón. — Son rechazados los franceses en
Mequinenza. — Molina. — Pasa el 5.º cuerpo de Aragón a Castilla.
— Suchet sucede a Junot en el mando de Aragón. — Formación del 2.º
ejército español de la derecha. — Mándale Blake. — Reino de Valencia.
— Reúne Blake el mando de toda la corona de Aragón. — Muévese Blake.
— Conmociones en Aragón. — Albelda. — Tamarite. — Abandonan los
franceses a Monzón. — En vano intentan recobrarle. — Ríndense 600
franceses. — Entra Blake en Alcañiz. — Va Suchet a su encuentro. —
Batalla de Alcañiz. — Retírase Suchet a Zaragoza. — Situación crítica
de Suchet. — Partidarios. — Adelántase Blake a Zaragoza. — Batalla
de María. — Retírase Blake a Botorrita. — Retírase de Botorrita. —
Batalla de Belchite. — Resultas desastradas de la batalla. — Pasa
Blake a Cataluña. — Conspiración de Barcelona. — Suplicio de algunos
patriotas. — Sucesos del mediodía de España. — Mariscal Victor. —
Patriotismo de Extremadura. — Inacción de Victor. — Pasa Lapisse de
tierra de Salamanca a Extremadura. — Entra en Alcántara. — Únense
Lapisse y Victor. — Marchan contra Portugal. — Desisten de su intento.
— Muévese Cuesta. — Partidarios de Extremadura y Toledo. — Vuelan los
franceses el puente de Alcántara. — Ejército de la Mancha. — Va a su
encuentro sin fruto José Bonaparte. — Campaña de Talavera. — Fuerzas
que tomaron parte en ella. — Marcha Wellesley a Extremadura. — Planes
diversos de los franceses. — Situación de Soult. — Cuesta en las Casas
del Puerto. — Avístase allí con él Wellesley. — Plan que adoptan. —
Medidas que había tomado la central. — Marcha adelante el ejército
aliado. — Propone Wellesley a Cuesta atacar. — Rehúsalo el general
español. — Incomódase Wellesley. — Avanza solo Cuesta. — Reconcéntranse
los franceses. — Avanza Wilson a Navalcarnero. — Peligro que corre el
ejército de Cuesta. — Batalla de Talavera 27 y 28 de julio. — Severidad
de Cuesta. — Recompensas que da la junta central y el gobierno inglés.
— Retíranse los franceses a diversos puntos. — No sigue Wellington
el alcance. — Motivos de ello. — Llega Soult a Extremadura. — Va
Wellington a su encuentro. — Tropas que se agolpan al valle del Tajo.
— Cuesta se retira de Talavera. — El ejército aliado se pone en la
orilla izquierda del Tajo. — Paso del Arzobispo por los franceses.
— Deja Cuesta el mando. — Sucédele Eguía. — Nuevas disposiciones de
los franceses. — Encuéntranse Wilson y Ney en el puerto de Baños.
— Extorsiones del ejército de Soult. — Muerte violenta del obispo
de Coria. — Ejército de Venegas. — Su marcha. — Nómbrale la junta
capitán general de Castilla la Nueva. Su incertidumbre. — Defiende
el paso del Tajo en Aranjuez. — Batalla de Almonacid. — Retirada del
ejército español. — Su dispersión. — Contestaciones con los ingleses
sobre subsistencias. — Llegada a España del marqués de Wellesley. —
Plan de subsistencias. — Conducta y tropelías del gobierno de José. —
Opinión de Madrid. — Júbilo que allí hubo el día de Santa Ana. — Nuevos
decretos de José. — Medidas económicas. — Plata de particulares. — Del
palacio. — De iglesias. — Mr. Napier. — Cédulas hipotecarias. — Cédulas
de indemnización y recompensa. — Otros decretos._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO NOVENO.


El querer llevar a término en el libro anterior la evacuación de
Galicia y de Asturias, nos obligó a no detenernos en nuestra narración
hasta tocar con los sucesos de aquellas provincias en el mes de agosto.
Volveremos ahora atrás para contar otros no menos importantes que
acaecieron en el centro del gobierno supremo y demás partes.

[Sidenote: Conducta de la central después de Medellín.]

La rota de Medellín sobre el destrozo del ejército había causado en el
pueblo de Sevilla mortales angustias por la siniestra voz esparcida
de que la junta central se iba a Cádiz para de allí trasladarse
a América. Semejante nueva solo tuvo origen en los temores de la
muchedumbre y en indiscretas expresiones de individuos de la central.
Mas de estos los que eran de temple sereno y se hallaban resueltos a
perecer antes que a abandonar el territorio peninsular, aquietaron
a sus compañeros y propusieron un decreto publicado en 18 de abril,
[Sidenote: Su decreto de 18 de abril.] en el cual se declaraba que
nunca «mudaría [la junta] su residencia, sino cuando el lugar de
ella estuviese en peligro o alguna razón de pública utilidad lo
exigiese.» Correspondió este decreto al buen ánimo que había la junta
mostrado al recibir la noticia de la pérdida de aquella batalla, y a
las contestaciones que por este tiempo dio a Sotelo, y que ya quedan
referidas. Así puede con verdad decirse que desde entonces hasta
después de la jornada de Talavera fue cuando obró aquel cuerpo con más
dignidad y acierto en su gobernación.

[Sidenote: Ideas añejas de algunos de sus individuos.]

Antes algunos individuos suyos, si bien noveles repúblicos e hijos
de la insurrección, continuaban tan apegados al estado de cosas de
los reinados anteriores, que aun faltándoles ya el arrimo del conde
de Floridablanca, a duras penas se conseguía separarlos de la senda
que aquel había trazado; presentando obstáculos a cualquiera medida
enérgica, y señaladamente a todas las que se dirigían a la convocación
de cortes, o a desatar algunas de las muchas trabas de la imprenta.
Apareció tan grande su obstinación que no solo provocó murmuraciones
y desvío en la gente ilustrada, según en su lugar se apuntó, sino que
también se disgustaron todas las clases; y hasta el mismo gobierno
inglés, temeroso de que se ahogase el entusiasmo público, insinuó en
una nota de 20 de julio de 1809 que [*] [Sidenote: Repruébalas el
gobierno inglés. (* Ap. n. 9-1.)] «si se atreviera a criticar [son sus
palabras] cualquiera de las cosas que se habían hecho en España, tal
vez manifestaría sus dudas... de si no había habido algún recelo de
soltar el freno... a toda la energía del pueblo contra el enemigo.»

Tan universales clamores y los desastres, principal aunque costoso
despertador de malos o poco advertidos gobiernos, hicieron abrir
los ojos a ciertos centrales y dieron mayor fuerza e influjo al
partido de Jovellanos, [Sidenote: Fuerza que adquiere el partido de
Jovellanos.] el más sensato y distinguido de los que dividían a la
junta, y al cual se unió el de Calvo de Rozas, menor en número pero
más enérgico e igualmente inclinado a fomentar y sostener convenientes
reformas. Ya dijimos cómo Jovellanos fue quien primero propuso en
Aranjuez llamar a cortes, y también cómo se difirió para más adelante
tratar aquella cuestión. En vano con los reveses se intentó después
renovarla, esquivándola asimismo, mientras vivió, el presidente conde
de Floridablanca; a punto que no contento con hacer borrar el nombre de
cortes que se hallaba inserto en el primer manifiesto de la central,
rehusó firmar este, aun quitada aquella palabra, enojado con la
expresión sustituida de que se restablecerían «las leyes fundamentales
de la monarquía.» Rasgo que pinta lo aferrado que estaba en sus máximas
el antiguo ministro.

[Sidenote: Proposición de Calvo de Rozas para convocar a cortes, 15 de
abril.]

Ahora, muerto el conde y algún tanto ablandados los partidarios de
sus doctrinas, osó Calvo de Rozas proponer de nuevo, en 15 de abril,
el que se convocase la nación a cortes. Hubo vocales que todavía
anduvieron reacios, mas estando la mayoría en favor de la proposición,
fue esta admitida a examen; debiendo antes discutirse en las diversas
secciones en que para preparar sus trabajos se distribuía la junta.

[Sidenote: Ensanche que se da a la imprenta. Semanario patriótico.]

Por el mismo tiempo diose algún ensanche a la imprenta, y se permitió
la continuación del periódico intitulado _Semanario patriótico_, obra
empezada en Madrid por Don Manuel Quintana, y que los contratiempos
militares habían interrumpido. Tomáronla en la actualidad a su cargo
Don I. Antillón y Don J. Blanco, mereciendo este hecho particular
mención por el influjo que ejerció en la opinión aquel periódico, y por
haberse tratado en él con toda libertad, y por primera vez en España,
graves y diversas materias políticas.

[Sidenote: Descontentos con la junta.]

Mudado y mejorado así el rumbo de la junta, aviváronse las esperanzas
de los que deseaban unir a la defensa de la patria el establecimiento
de buenas instituciones, y se reprimieron aviesas miras de descontentos
y perturbadores. Contábanse entre los últimos muchos que estaban en
opuestos sentidos, divisándose, al par de individuos del consejo, otros
de las juntas, y amigos de la inquisición al lado de los que lo eran
de la libertad de imprenta. Desabrido por lo menos se mostró el duque
del Infantado, [Sidenote: Infantado.] no olvidando la preferencia que
se daba a Venegas, rival suyo desde la jornada de Uclés. [Sidenote: D.
Francisco de Palafox.] Creíase que no ignoraba los manejos y amaños
en que ya entonces andaban Don Francisco de Palafox y el conde del
Montijo, [Sidenote: Montijo.] persuadido el primero de que bastaba su
nombre para gobernar el reino, y arrastrado el segundo de su índole
inquieta y desasosegada.

[Sidenote: Alboroto que promueve el último en Granada, reprimido.]

Centellearon chispas de conjuración en Granada, a donde el del Montijo,
teniendo parciales, había acudido para enseñorearse de la ciudad.
Acompañole en su viaje el general inglés Doyle; y el conde, atizador
siempre oculto de asonadas, movió el 16 de abril un alboroto en que
corrieron las autoridades inminente peligro. La pérdida de estas
hubiera sido cierta si el del Montijo al llegar al lance no desmayara,
según su costumbre, temiendo ponerse a la cabeza de un regimiento
ganado en favor suyo y de la plebe amotinada. La junta provincial,
habiendo vuelto del sobresalto, recobró su ascendiente y prendió a
los principales instigadores. Mal lo hubiera pasado su encubierto
jefe, si, a ruegos de Doyle, a quien escudaba el nombre de inglés, no
se le hubiera soltado con tal que se alejara de la ciudad. Pasó el
conde a Sanlúcar de Barrameda, y no renunció ni a sus enredos ni a sus
tramas. Pero con el malogro de la urdida en Granada desvaneciéronse por
entonces las esperanzas de los enemigos de la central, conteniéndolos
también la voz pública, que pendiente de la convocación de cortes y
temerosa de desuniones quería más bien apoyar al gobierno supremo, en
medio de sus defectos, que dar pábulo a la ambición de unos cuantos,
cuyo verdadero objeto no era el procomunal.

[Sidenote: Discútese en la junta convocar a cortes.]

Mientras tanto, examinada en las diversas secciones de la junta la
proposición de Calvo de llamar a cortes, pasose a deliberar sobre ella
en junta plena. Suscitáronse en su seno opiniones varias, siendo de
notar que los individuos que había en aquel cuerpo más respetables por
su riqueza, por sus luces y anteriores servicios sostuvieron con ahínco
la proposición. De su número fueron el presidente marqués de Astorga,
el bailío Don Antonio Valdés, Don Gaspar de Jovellanos, Don Martín de
Garay y el marqués de Campo Sagrado. Alabose mucho el voto del último
por su concisión y firmeza. Explayó Jovellanos el suyo con la erudición
y elocuencia que le eran propias; mas excedió a todos en libertad y
en el ensanche que quería dar a la convocatoria de cortes el bailío
Valdés, asentando que salvo la religión católica y la conservación de
la corona en las sienes de Fernando VII, no deberían dejar aquellas
institución alguna ni ramo sin reformar, por estar todos viciados y
corrompidos. Dictámenes que prueban hasta qué punto ya entonces reinaba
la opinión de la necesidad y conveniencia de juntar cortes entre las
personas señaladas por su capacidad, cordura y aun aversión a excesos
populares.

Aparecieron como contrarios a la proposición Don José García de la
Torre, Don Sebastián Jócano, D. Rodrigo Riquelme y D. Francisco Javier
Caro. Abogado el primero de Toledo, magistrados los otros dos de poco
crédito por su saber, y el último mero licenciado de la universidad de
Salamanca, no parecía que tuviesen mucho que temer de las cortes ni de
las reformas que resultasen, y sin embargo se oponían a su reunión,
al paso que la apoyaban los hombres de mayor valía, y que pudieran
con más razón mostrarse más asombradizos. [Sidenote: Decídese convocar
las cortes.] A pesar de los encontrados dictámenes se aprobó por la
gran mayoría de la junta la proposición de Calvo y se trató luego de
extender el decreto.

Al principio presentose una minuta arreglada al voto del bailío
Valdés, mas conceptuando que sus expresiones eran harto libres, y aun
peligrosas en las circunstancias, y alegando de fuera y por su parte
el ministro inglés Frere razones de conveniencia política, variose el
primer texto, acordando en su lugar otro decreto que se publicó con
fecha de 22 de mayo,[2] [Sidenote: Decreto de 22 de mayo. (* Ap. n.
9-2.)] y en el que se limitaba la junta a anunciar «el restablecimiento
de la representación legal y conocida de la monarquía en sus antiguas
cortes, convocándose las primeras en el año próximo, o antes si las
circunstancias lo permitiesen.» Decreto tardío y vago, pero primer
fundamento del edificio de libertad que empezaron después a levantar
las cortes congregadas en Cádiz.

Disponíase también, por uno de sus artículos, que una comisión de cinco
vocales de la junta se ocupase en reconocer y preparar los trabajos
necesarios para el modo de convocar y formar las primeras cortes,
debiéndose además consultar acerca de ello a varias corporaciones y
personas entendidas en la materia.

[Sidenote: Efecto que produce en la opinión.]

El no determinarse día fijo para la convocación, el adoptar el lento
y trillado camino de las consultas, y el haber sido nombrados para la
comisión indicada, con los señores arzobispo de Laodicea, Castanedo y
Jovellanos, los señores Riquelme y Caro, enemigos de la resolución,
excitó la sospecha de que el decreto promulgado no era sino engañoso
señuelo para atraer y alucinar; por lo que su publicación no produjo en
favor de la central todo el fruto que era de esperarse.

[Sidenote: Restablecimiento de todos los consejos en uno solo.]

Poco después disgustó igualmente el restablecimiento de todos los
consejos: a sus adversarios por juzgar aquellos cuerpos, particularmente
al de Castilla, opuestos a toda variación o mejora, a sus amigos
por el modo como se restablecieron. Según decreto de 3 de marzo,
debía instalarse de nuevo el consejo real y supremo de Castilla,
reasumiéndose en él todas las facultades que, tanto por lo respectivo
a España como por lo tocante a Indias, habían ejercido hasta aquel
tiempo los demás consejos. Por entonces se suspendió el cumplimiento de
este decreto, y solo en 25 de junio se mandó llevar a debido efecto.
La reunión y confusión de todos los consejos en uno solo fue lo que
incomodó a sus individuos y parciales, y la junta no tardó en sentir de
cuán poco le servía dar vida y halagar a enemigo tan declarado.

A pesar de esta alternativa de varias y al parecer encontradas
providencias, la junta central, repetimos, se sostuvo desde el abril
hasta el agosto de 1809 con más séquito y aplauso que nunca; a lo que
también contribuyó no solo haber sido evacuadas algunas provincias
del norte, sino el ver que después de las desgracias ocurridas se
levantaban de nuevo y con presteza ejércitos en Aragón, Extremadura y
otras partes.

[Sidenote: Operaciones de los ejércitos. Aragón.]

Rendida Zaragoza, cayó por algún tiempo en desmayo el primero de
aquellos reinos. Conociéronlo los franceses, y para no desaprovechar
tan buena oportunidad, trataron de apoderarse de las plazas y puntos
importantes que todavía no ocupaban. De los dos cuerpos suyos que
estuvieron presentes al sitio de Zaragoza, se destinó el 5.º a aquel
objeto, permaneciendo el 3.º en la ciudad, cuyos escombros aún ponían
espanto al vencedor. Hubieran querido los enemigos enseñorearse de una
vez de Jaca, Monzón, Benasque y Mequinenza. Mas, a pesar de su conato,
no se hicieron dueños sino de las dos primeras plazas, aprovechándose
de la flaqueza de las fortificaciones y falta de recursos, y empleando
otros medios además de la fuerza.

[Sidenote: Ríndese Jaca a los franceses.]

Salió para Jaca el ayudante Fabre, del estado mayor, llevando consigo
el regimiento 34.º y un auxiliar de nuevo género, que desdecía del
pensar y costumbres de los militares franceses. Era pues este un fraile
agustino, de nombre fray José de la Consolación, [Sidenote: El Padre
Consolación.] misionero tenido en la tierra en gran predicamento,
mas de aquellos cuyo traslado con tanta maestría nos ha delineado
el festivo y satírico padre Isla. El 8 de marzo entró el fray José
en la plaza, y la elocuencia que antes empleaba, si bien con poca
mesura, por lo menos en respetables objetos, sirviole ahora para
pregonar su misión en favor de los enemigos de la patria, no siendo
aquella la sola ocasión en que los franceses se valieron de frailes y
de medios análogos a los que reprendían en los españoles. Convocó a
junta el padre Consolación a las autoridades y a otros religiosos, y
saliéndole vanas por esta vez sus predicaciones, fomentó en secreto,
ayudado de algunos, la deserción, la cual creció en tanto grado que no
quedando dentro sino poquísimos soldados, tuvo el 21 que rendirse el
teniente-rey Don Francisco Campos, que hacía de gobernador. Aunque no
fuese Jaca plaza de grande importancia por su fortaleza, éralo por su
situación que impedía comunicarse con Francia. Desacreditose en Aragón
el fraile misionero, prevaleciendo sobre el fanatismo el odio a la
dominación extranjera.

[Sidenote: Pérdida de Monzón.]

Perdiose Monzón a principios de marzo. Había el 1.º del mes llegado a
sus muros el marqués de Lazán, procedente de Cataluña y acompañado de
la división de que hablamos anteriormente. Adelantose a la sierra de
Alcubierre, hasta que sabedor de la rendición de Zaragoza y de que los
franceses se acercaban, retrocedió al cuarto día. Don Felipe Perena, a
quien había dejado en Berbegal, tampoco tardó en retirarse a Monzón, en
donde luego apareció con su brigada el general Girard. Informado Lazán
de que el francés traía respetable fuerza, caminó la vuelta de Tortosa,
y viéndose solo el gobernador de Monzón, Don Rafael de Anseátegui,
desamparó con toda su gente el castillo, evacuando igualmente la villa
los vecinos.

[Sidenote: Son rechazados los franceses en Mequinenza.]

No salieron los franceses tan lucidos en otras empresas que en Aragón
intentaron, a pesar del abatimiento que había sobrecogido a sus
habitantes. El mariscal Mortier, jefe, como sabe el lector, del 5.º
cuerpo, quiso apoderarse en persona y de rebate de Mequinenza, villa
solo amparada de un muro antiguo y de un mal castillo, pero de alguna
importancia por ser llave hacia aquella parte del Ebro, y tener su
asiento en donde este río y el Segre se juntan en una madre. Tres
tentativas hicieron en marzo los enemigos contra la villa: en todas
ellas fueron repelidos, auxiliando a los de Mequinenza los vecinos de
la Granja, pueblo catalán no muy distante.

Extendiéronse igualmente los franceses vía de Valencia hasta Morella,
de donde, exigidas algunas contribuciones, se replegaron a Alcañiz.
Por el mediodía de Aragón se enderezaron a Molina, [Sidenote: Molina.]
enojados del brío que mostraban los naturales, quienes, bajo la buena
guía de su junta, habían atacado el 22 de marzo y ahuyentado en Truecha
300 infantes y caballos de los contrarios. Por ello, y por verse así
cortada la comunicación entre Madrid y Zaragoza, dirigiéronse los
últimos en gran número contra Molina, de lo que, advertida su junta, se
recogió a cinco leguas en las sierras del señorío. Todos los vecinos
desampararon la villa, cuyo casco ocuparon los franceses, mas solo por
pocos días.

[Sidenote: Pasa el 5.º cuerpo de Aragón a Castilla.]

Napoleón, en tanto, creyendo que los aragoneses estaban sometidos
con la caída de Zaragoza, e importándole acudir a Castilla a fin de
proseguir las operaciones contra los ingleses, determinó que el 5.º
cuerpo marchase a últimos de abril del lado de Valladolid, poniéndole
después así como al 2.º y 6.º, según ya se dijo, bajo el mando supremo
del mariscal Soult.

[Sidenote: Suchet sucede a Junot en el mando de Aragón.]

Quedó, por consiguiente, para guardar a Aragón solo el tercer cuerpo
regido por el general Junot, quien permaneció allí corto tiempo,
habiendo caído enfermo, y no juzgándosele capaz de gobernar por sí país
tan desordenado y poco seguro. Sucediole Suchet, que estaba al frente de
una de las divisiones del 5.º cuerpo, y dejando dicho general a Mortier
en Castilla, volvió a Zaragoza y se encargó del mando de la provincia
y del tercer cuerpo, cuya fuerza se hallaba reducida con las pérdidas
experimentadas en el sitio de aquella ciudad y con las enfermedades,
notándose además en sus filas muy menguada la virtud militar. Llegó
el 19 de marzo a Zaragoza el general Suchet con la esperanza de que
tendría suficiente espacio para restablecer el orden y la disciplina
sin ser incomodado por los españoles.

[Sidenote: Formación del 2.º ejército español de la derecha.]

Mas engañose, habiendo la junta central acordado con laudable previsión
medidas de que luego se empezó a recoger el fruto. Debe mirarse
como la más principal la de haber ordenado a mediados de abril la
formación de un segundo ejército de la derecha que se denominaría
de Aragón y Valencia, y cuyo objeto fuese cubrir las entradas de la
última provincia e incomodar a los franceses en la otra. Confiose el
mando a Don Joaquín Blake, [Sidenote: Mándale Blake.] que se hallaba
en Tortosa, habiéndole la central poco antes enviado a Cataluña bajo
las órdenes de Reding, quien, a su arribo, le destinó a aquella plaza
para mandar la división de Lazán acuartelada en su recinto. El nuevo
ejército debía componerse de esta misma división que constaba de 4 a
5000 hombres, y de las fuerzas que aprontase Valencia.

[Sidenote: Reino de Valencia.]

Rica y populosa esta provincia, hubiera en verdad podido coadyuvar
grandemente a aquel objeto, si reyertas interiores no hubieran en parte
inutilizado los impulsos de su patriotismo. Habíase su territorio
mantenido libre de enemigos desde el junio del año anterior. Continuaba
a su frente la primera junta, que era sobrado turbulenta, y permaneció
mucho tiempo mandando como capitán general el conde de la Conquista,
hombre no muy entusiasmado por la causa nacional, que consideraba
perdida. En diciembre de 1808 se recogió allí desde Cuenca, hasta donde
había acompañado al ejército del centro, Don José Caro, y con él una
corta división. Luego que llegó este a Valencia fue nombrado segundo
cabo, y prontamente se aumentaron los piques y sinsabores, queriendo
el Don José reemplazar en el mando al de la Conquista. No cortó la
discordia el barón de Sabasona, individuo de la central enviado a aquel
reino en calidad de comisario: buen patricio, pero ignorante, terco
y de fastidiosa arrogancia, no era propio para conciliar voluntades
desunidas ni para imponer el debido respeto. Anduvieron pues sueltas
mezquinas pasiones, hasta que por fin en abril de 1809 consiguió Caro
su objeto, sin que por eso se ahogase, conforme después veremos, la
semilla de enredos echada en aquel suelo por hombres inquietos. Así fue
que Valencia, a pesar de sus muchos y variados recursos, y de tener cerca
a Murcia, libre también de enemigos y sujeta en lo militar a la misma
capitanía general, no ayudó por de pronto a Blake con otra fuerza que
la de ocho batallones apostados en Morella a las órdenes de Don Pedro
Roca.

[Sidenote: Reúne Blake el mando de toda la corona de Aragón.]

Con estos, y la división mencionada de Lazán, empezó a formar Don Joaquín
Blake el segundo ejército de la derecha. Entonces solo trató de
disciplinarlos, contentándose con establecer una línea de comunicación
sobre el río Algas, y otra del lado de Morella. Mas poco después,
animado con que la central hubiese añadido a su mando el de Cataluña,
vacante por muerte de Reding, y sabedor de que la fuerza francesa en
Aragón se había reducido a la del tercer cuerpo, como también que
muchos de aquellos moradores se movían, [Sidenote: Muévese Blake.]
resolvió obrar antes de lo que pensaba, saliendo de Tortosa el 7 de
mayo. Manifestáronse los primeros síntomas de levantamiento hacia
Monzón. [Sidenote: Conmociones en Aragón.] Sirvieron de estímulo
las vejaciones y tropelías que cometían en Barbastro y orillas del
Cinca las tropas del general Habert. Dio la señal en principios de
mayo la villa de Albelda, [Sidenote: Albelda.] negándose a pagar las
contribuciones y repartimientos que le habían impuesto. Enviaron los
franceses gente para castigar tal osadía; mas protegidos los habitantes
por 700 hombres que de Lérida envió el gobernador Don José Casimiro
Lavalle, a las órdenes de los coroneles Don Felipe Perena y Don Juan
Baget, no solo se libertaron del azote que los amagaba, [Sidenote:
Tamarite.] sino que también consiguieron escarmentar en Tamarite a los
enemigos, cuyo mayor número se retiró a Barbastro, quedando unos 200 en
Monzón. [Sidenote: Abandonan los franceses a Monzón.] Alentados con
el suceso los naturales de esta villa, y cansados del yugo extranjero,
levantáronse contra sus opresores y los obligaron a retirarse de sus
hogares.

Necesario era que los franceses vengasen tamaña afrenta. Dirigieron,
pues, crecida fuerza a lo largo de la derecha del Cinca, y el 16
cruzaron este río por el vado y barca del Pomar. [Sidenote: En vano
intentaron recobrarle.] Atacaron a Monzón, que guarnecía, con un reducido
batallón y un tercio de miqueletes, Don Felipe Perena: creían ya los
enemigos seguro el triunfo, cuando fueron repelidos y aun desalojados
del lugar del Pueyo. Insistieron al día siguiente en su propósito, y
hasta penetraron en las calles de Monzón; pero acudiendo a tiempo desde
Fonz Don Juan Baget, tuvieron que retirarse con pérdida considerable.
Escarmentados de este modo pidieron socorro a Barbastro, de donde
salieron con presteza en su ayuda 2000 hombres. Desgraciadamente para
ellos, el Cinca, hinchándose con las avenidas, salió de madre y les
impidió vadear sus aguas. Separados por este incidente, y sin poder
comunicarse los franceses de ambas orillas, conocieron su peligro los
que ocupaban la izquierda, y para evitarle corrieron hacia Albalate
en busca del puente de Fraga. Había antes previsto su movimiento el
gobernador español de Lérida, y se encontraron con que aquel paso
estaba ya atajado. Revolvieron entonces sobre Fonz y Estadilla,
queriendo repasar el Cinca del lado de las montañas situadas en la
confluencia del Esera. Hostigados allí por todos lados, faltos de
recursos y sin poder recibir auxilio de sus compañeros de la margen
derecha, [Sidenote: Ríndense 600 franceses.] tuvieron que rendirse
estos que en vano habían recorrido toda la izquierda, entregándose
prisioneros el 21 de mayo a los jefes Perena y Baget, en número de
unos 600 hombres. Encendiose más y más con hecho tan glorioso la
insurrección del paisanaje, y fue estimulado Blake a acelerar sus
movimientos.

[Sidenote: Entra Blake en Alcañiz.]

Ya este general después de su salida de Tortosa se había aproximado
a la división francesa que en Alcañiz y sus alrededores mandaba el
general Laval, obligándole a evacuar aquella ciudad el 18 del mes de
mayo. Los enemigos todavía no tenían por allí numerosa fuerza, pues
dicha división no permanecía entera y reunida en un punto, sino que,
acantonada, se extendía hasta Barbastro, mediando el Ebro entre sus
esparcidos trozos. Nada hubiera importado a los franceses semejante
desparramamiento si no perdieran a Monzón, y si impensadamente no
se hubiera aparecido Don Joaquín Blake, cuyos dos acontecimientos
supiéronse en Zaragoza el 20 a la propia sazón que Suchet acababa de
tomar el mando.

[Sidenote: Va Suchet a su encuentro.]

Se desvanecieron por consiguiente los planes de este general de mejorar
el estado de su ejército antes de obrar, y en breve se preparó a ir a
socorrer a su gente. Dejó en Zaragoza pocas tropas, y llevando consigo
la mayor parte de la segunda división marchó a reforzar la primera del
mando de Laval, que se reconcentraba en las alturas de Híjar. Juntas
ambas ascendían a unos 8000 hombres, de los que 600 eran de caballería.
Arengó Suchet a sus tropas, recordoles pasadas glorias, y yendo
adelante se aproximó a Alcañiz, en donde ya estaba apostado Don Joaquín
Blake. Contaba por su parte el general español, reunidas que fueron las
divisiones valenciana de Morella y aragonesa de Tortosa, 8176 infantes
y 481 caballos.

[Sidenote: Batalla de Alcañiz.]

La derecha al mando de Don Juan Carlos de Aréizaga se alojaba en el
cerro de los Pueyos de Fórnoles; la izquierda gobernada por Don Pedro
Roca permaneció en el cabezo o cumbre baja de Rodriguer, situándose el
centro en el de Capuchinos a las inmediatas órdenes del general en jefe
y de su segundo el marqués de Lazán. Corría a la espalda del ejército
el río Guadalope, y más allá se descubría colocada en un recuesto la
ciudad de Alcañiz.

A las seis de la mañana del 23 aparecieron los enemigos por el camino
de Zaragoza, retirándose a su vista la vanguardia española que regía
Don Pedro Tejada. Pusieron aquellos su primer conato en apoderarse
de la ermita de Fórnoles, atacando el cerro por el frente y flanco
derecho, al mismo tiempo que ocupaban las alturas inmediatas.
Contestaron con acierto los nuestros a sus fuegos, y repelieron después
con serenidad y vigorosamente una columna sólida de 900 granaderos,
que marchaba arma al brazo y con grande algazara. Queriendo entonces
el general Blake causar diversión al enemigo, envió contra su centro
un trozo de gente escogida al mando de Don Martín de Menchaca. No
estorbó esta atinada resolución el que Suchet repitiese sus ataques
para enseñorearse de la ermita de Fórnoles, si bien infructuosamente,
alcanzando gloria y prez Aréizaga y los españoles que defendían el
puesto. Enojados los franceses al ver cuán inútiles eran sus esfuerzos,
revolvieron sobre Menchaca, que acometido por superiores fuerzas
tuvo que recogerse al cerro de la mencionada ermita. Extendiose en
seguida la pelea al centro e izquierda española, avanzando una
columna enemiga por el camino de Zaragoza con tal impetuosidad que
por de pronto todo lo arrolló. Mandábala el general francés Fabre, y
sus soldados llegaron al pie de las baterías españolas del centro, en
donde los contuvo y desordenó el fuego vivísimo de los infantes, y el
bien acertado a metralla de la artillería que gobernaba Don Martín
García Loigorri. Rota y deshecha esta columna, tuvieron los enemigos
que replegarse, dejando el camino de Zaragoza cubierto de cadáveres.
Nuestras tropas picaron algún trecho su retirada, y no insistió Blake
en el perseguimiento por la desconfianza que le inspiraba su propia
caballería que anduvo floja en aquella jornada. Perdieron los españoles
de 200 a 300 hombres: los franceses unos 800, quedando herido levemente
en un pie el general Suchet. [Sidenote: Retírase Suchet a Zaragoza.]
Prosiguieron los últimos por la noche su marcha retrógrada, y tal era
el terror infundido en sus filas que esparcida la voz de que llegaban
los españoles echaron sus soldados a correr, y mezclados y en confusión
llegaron a Samper de Calanda. Avergonzados con el día volvieron en sí,
y pudo Suchet recogerse a Zaragoza, cuyo suelo pisó de nuevo el 6 de
junio.

Satisfecho Blake de haber reanimado a sus tropas con la victoria
alcanzada, limitose durante algunos días a ejercitarlas en las
maniobras militares, mudando únicamente de acantonamientos. La junta de
Valencia acudió en su auxilio con gente y otros socorros, y la central
estableciendo un parte o correo extraordinario dos veces por semana,
mantuvo activa correspondencia, remitiendo en oro y por conducto tan
expedito los suficientes caudales. Reforzado el general Blake y con
mayores recursos se movió camino de Zaragoza, confiado también en que
el entusiasmo de las tropas supliría hasta cierto punto lo que les
faltase de aguerridas.

Por su parte el general Suchet tampoco desperdició el tiempo que
le había dejado su contrario, pues acampando su gente en las
inmediaciones de Zaragoza, procuró destruir las causas que habían
algún tanto corrompido la disciplina. [Sidenote: Situación crítica de
Suchet.] Formó igualmente con objeto de evitar cualquiera sorpresa
atrincheramientos en Torrero y a lo largo de la acequia, barreó el
arrabal, mejoró las fortificaciones de la Aljafería, y envió camino de
Pamplona lo más embarazoso de la artillería y del bagaje.

En las apuradas circunstancias que le rodeaban no solo tenía que
prevenirse contra los ataques de Blake, sino también contra las
asechanzas de los habitantes, [Sidenote: Partidarios.] y los esfuerzos
de varios partidarios. De estos se adelantó orillas del Jalón un cuerpo
franco de 1000 hombres al mando del coronel Don Ramón Gayán, y por el
lado de Monzón e izquierda del Ebro acercose al puente del Gállego el
brigadier Perena. De suerte que otro descalabro como el de Alcañiz
bastaba para que tuviesen los franceses que evacuar a Zaragoza, y dejar
libre el reino de Aragón.

Afanado así el general Suchet y lleno de zozobra ocupábase sobre todo
en averiguar las operaciones de Don Joaquín Blake, cuando supo que este
se aproximaba. Preparose pues a recibirle, y dejando la caballería en
el Burgo, distribuyó los peones entre el monte Torrero y el monasterio
de Santa Fe, camino de Madrid, al paso que destacó a Muel al general
Fabre con 1200 hombres.

[Sidenote: Adelántase Blake a Zaragoza.]

El ejército español proseguía su movimiento, y engrosadas sus filas
con nuevas tropas reunidas de varias partes, pasaba su número de 17.000
hombres. De ellos hallábase el 13 avanzada en Botorrita la división de
Don Juan Carlos de Aréizaga, estando en Fuendetodos con los demás Don
Joaquín Blake. Noticioso este general de que Fabre se había adelantado
de Muel a Longares, apresuró su marcha en la misma tarde con intento de
coger al francés entre sus tropas y las de Aréizaga. Mas aquel viéndose
cortado del lado de Zaragoza, abandonó un convoy de víveres, y se
retiró a Plasencia de Jalón. Inútilmente corrió en su ayuda la segunda
división francesa, que ni pudo abrir la comunicación ni apoderarse
del puesto que en Botorrita ocupaba Aréizaga, teniendo al fin que
replegarse sabedora de que venía sobre ella el grueso del ejército
español.

Cerciorado de lo mismo el general Suchet y resuelto a combatir, tomó
sus disposiciones. La fuerza con que contaba ascendía a unos 12.000
hombres, debiéndose juntar en breve dos regimientos procedentes de
Tudela, y Fabre que desde Plasencia caminaba a Zaragoza. La disciplina
de sus soldados se había mejorado, mostrándose más serenos y animados
que en Alcañiz.

[Sidenote: Batalla de María.]

En la mañana del 15 el general Blake, luego que llegó a María, distante
dos leguas y media de Zaragoza, pasó más allá y cruzó el arroyo que
pasa por delante de aquel pueblo. Su ejército estaba distribuido en
columnas mandadas por coroneles, y le colocó sobre unas lomas repartido
en dos líneas. La primera de estas la mandaba Don Pedro Roca, y en ella
se mantuvo desde el principio Don Joaquín Blake. Estaba al frente de la
segunda el marqués de Lazán. Situose sobre la derecha, que era la parte
más llana, la caballería, capitaneada por el general Odonojú con algunos
infantes, apoyándose en el Huerba, cuyas dos orillas ocupaba. La fuerza
allí presente no pasaba de 12.000 hombres, continuando destacada en
Botorrita la división de Aréizaga compuesta de 5000 combatientes.

Enfrente, y a corta distancia del nuestro, se divisaba el ejército
francés, guiado por su general Suchet. Los españoles permanecían
quietos en su puesto, y los enemigos no se apresuraron a empeñar la
acción hasta las dos de la tarde que les llegó el refuerzo de los
regimientos de Tudela. Entonces habiendo dejado de antemano en Torrero
al general Laval para tener en respeto a Zaragoza, moviose Suchet por
el frente haciendo otro tanto los españoles. Dieron estos muestras de
flanquear con su izquierda la derecha de los enemigos, lo cual estorbó
el general francés reforzándola, hasta querer por aquella parte romper
nuestras filas. Separaba a entrambos ejércitos una quebrada que recibió
orden de cruzar el general Musnier, a quien no solo repelieron los
españoles, sino que reforzada su izquierda con gente de la derecha le
desordenaron y deshicieron. Acudió en su auxilio por mandato de Suchet
el intrépido general Harispe, consiguiendo, aunque herido, restablecer
entre sus tropas el ánimo y la confianza. En aquella hora sobrevino una
horrorosa tronada con lluvia y viento que casi suspendió el combate,
impidiendo a ambos ejércitos el distinguirse claramente.

Serenado el tiempo, pensó Suchet que sería más fácil romper la derecha
no colocada tan ventajosamente, y en donde se hallaba la caballería,
inferior a la suya en número y disciplina. Así fue que con una columna
avanzó de aquel lado el general Habert, precediéndole Vattier con dos
regimientos de caballería. Ejecutada la operación con celeridad se
vieron arrollados los jinetes españoles y rota la derecha, apoderándose
los franceses de un puentecillo por el cual se cruzaba el arroyo
colocado detrás de nuestra posición. Permaneció no obstante firme
en esta Don Joaquín Blake, y ayudado de los generales Lazán y Roca
resistió durante largo rato y con denuedo a las impetuosas acometidas
que por el frente y oblicuamente hicieron los franceses. Al fin,
flaqueando algunos cuerpos españoles, se arrojaron todos abajo de las
lomas que ocupaban, en cuyas hondonadas, formándose barrizales con la
lluvia de la tormenta, se atascaron muchos cañones, de los que en todo
se perdieron hasta unos quince. Fueron cogidos prisioneros el general
Odonojú y el coronel Menchaca, siendo bastantes los muertos.

[Sidenote: Retírase Blake a Botorrita.]

Retiráronse después los españoles sin particular molestia, uniéndose
en Botorrita a la división de Aréizaga, que lastimosamente no tomó
parte en la acción. Ignoramos las razones que asistieron a Don Joaquín
Blake para tenerla alejada del campo de batalla. Si fue con intento
de buscar en ella refugio en caso de derrota, lo mismo le hubiera
encontrado teniéndola más cerca y a su vista, con la diferencia de que,
empleados oportunamente sus soldados al desconcertarse la derecha, muy
otro hubiera sido el éxito de la refriega, bien disputada por nuestra
parte, recientes todavía los laureles de Alcañiz, y desasosegados
los franceses con la terrible imagen de Zaragoza, que a la espalda
aguardaba silenciosa su libertad.

El general Suchet volvió por la noche a aquella ciudad, mandando
al general Laval que de Torrero caminase a amenazar la retaguardia
de los españoles. Permaneció Don Joaquín Blake el 16 en Botorrita,
resuelto a aguardar a los franceses: pudiera haberle costado cara
semejante determinación si el general Laval, descarriado por sus guías,
no se hubiese retardado en su marcha. Admirose Suchet al saber que
Blake aunque derrotado se mantenía en Botorrita, de cuyo punto no se
hubiera tan pronto movido si el amo de la casa donde almorzó Laval
no le hubiese avisado de la marcha de este. Así el patriotismo de un
individuo preservó quizás al ejército español de un nuevo contratiempo.

[Sidenote: Retírase de Botorrita.]

Advertido Blake abrevió su retirada, sin que por eso hubiese antes
habido ningún empeñado choque. Siguiole Suchet el 17 hasta la Puebla
de Albortón, y el 18 ambos ejércitos se encontraron en Belchite. No
era el de Blake más numeroso que en María, pues si bien por una parte
se le unió la división de Aréizaga y un batallón del regimiento de
Granada procedente de Lérida, por otra habíase perdido en la acción
mucha gente entre muertos y extraviados, y separádose el cuerpo franco
de Don Ramón Gayán. Además la disposición de los ánimos era diversa,
decaídos con la desgracia. Lo contrario sucedía a los franceses, que
recobrado su antiguo aliento y contando casi las mismas fuerzas, podían
confiadamente ponerse al riesgo de nuevos combates.

[Sidenote: Batalla de Belchite.]

Está Belchite situado en la pendiente de unas alturas que le circuyen
de todos lados excepto por el frente y camino de Zaragoza, en donde
yacen olivares y hermosas vegas que riegan las aguas de la Cuba o
pantano de Almonacid. Don Joaquín Blake puso su derecha en el Calvario,
colina en que se respalda Belchite: su centro en Santa Bárbara, punto
situado en el mismo pueblo, habiendo prolongado su izquierda hasta
la ermita de nuestra señora del Pueyo. En algunas partes formaba el
ejército tres líneas. Guarneciéronse los olivares con tiradores, y se
apostó la caballería camino de Zaragoza. Aparecieron los franceses
por las alturas de la Puebla de Albortón, atacando principalmente
nuestra izquierda la división del general Musnier. Amagó de lejos la
derecha el general Habert, y tropas ligeras entretuvieron el centro
con varias escaramuzas. A él se acogieron luego nuestros soldados de
la izquierda, agrupándose alrededor de Belchite y Santa Bárbara, lo
que no dejó ya de causar cierta confusión. Sin embargo nuestros fuegos
respondieron bien al principio a los de los contrarios, y por todas
partes se manifestaban al menos deseos de pelear honradamente. Mas
a poco incendiándose dos o tres granadas españolas, y cayendo una
del enemigo en medio de un regimiento, espantáronse unos, cundió el
miedo a otros, y terror pánico se extendió a todas las filas, siendo
arrastrados en el remolino mal de su grado aun los más valerosos. Solos
quedaron en medio de la posición los generales Blake, Lazán y Roca, con
algunos oficiales; los demás casi todos huyeron o fueron atropellados.
Sentimos, por ignorarlo, no estampar aquí para eterno baldón el nombre
de los causadores de tamaña afrenta. Como la dispersión ocurrió
al comenzarse la refriega, pocos fueron los muertos y pocos los
prisioneros, ayudando a los cobardes el conocimiento del terreno.
Perdiéronse nueve o diez cañones que quedaban después de la batalla
de María, y perdiose sobre todo el fruto de muchos meses de trabajos,
afanes y preparativos. Aunque es cierto que no fue Don Joaquín Blake
quien dio inmediata ocasión a la derrota, censurose con razón en aquel
general la extremada confianza de aventurar una segunda acción tres
días después de la pérdida de la de María, debiendo temer que tropas
nuevas como las suyas no podían haber olvidado tan pronto tan reciente
y grave desgracia.

[Sidenote: Resultas desastradas de la batalla.]

Los franceses avanzaron el mismo 18 a Alcañiz. Los españoles se
retiraron en más o menos desorden a puntos diversos: la división
aragonesa de Lazán a Tortosa de donde había salido, la de Valencia
a Morella y San Mateo: acompañaron a ambas varios de los nuevos
refuerzos, algunos tiraron a otros lados. También repartiendo en
columnas su ejército el general francés, dirigió una la vuelta de
Tortosa, otra del lado de Morella, y apostó al general Musnier en
Alcañiz y orillas del Guadalope. En cuanto a él, después de pasar en
persona el Ebro por Caspe, de reconocer a Mequinenza y de recuperar a
Monzón, volvió a Zaragoza, habiendo dejado de observación en la línea
del Cinca al general Habert.

Ganada la batalla de Belchite, si tal nombre merece, y despejada la
tierra, figurose Suchet que sería árbitro de entregarse descansadamente
al cuidado interior de su provincia. En breve se desengañó, porque
animados los naturales al recibo de las noticias de otras partes, y
engrosándose las guerrillas y cuerpos francos con los dispersos del
ejército vencido, apareció la insurrección, como veremos después, más
formidable que antes, encarnizándose la guerra de un modo desusado.

[Sidenote: Pasa Blake a Cataluña.]

Desde Tortosa volvió el general Blake la vista al norte de Cataluña,
y en especial la fijó en Gerona, de cuyo sitio y anexas operaciones
suspenderemos hablar hasta el libro próximo, por no dividir en trozos
hecho tan memorable. En lo demás de aquel principado continuaron tropas
destacadas, somatenes y partidas incomodando al enemigo, pero de sus
esfuerzos no se recogió abundante fruto faltando en aquellas lides el
debido orden y concierto.

[Sidenote: Conspiración de Barcelona.]

Tampoco cesaban las correspondencias y tratos con Barcelona, y fue
notable y de tristes resultas lo que ocurrió en mayo. Tramábase
ganar la plaza por sorpresa. El general interino del principado,
marqués de Coupigny, se entendía con varios habitantes, debiendo
una división suya entrar el 16 a hurtadillas y por la noche en la
ciudad, al mismo tiempo que del lado de la marina divirtiesen fuerzas
navales a los franceses. Mas, avisados estos, frustraron la tentativa,
[Sidenote: Suplicio de algunos patriotas.] arrestando a varios de los
conspiradores que el 3 de junio pagaron públicamente su arrojo con la
vida. Entre ellos, reportado y con firmeza, respondió al interrogatorio
que precedió al suplicio el doctor Pou de la universidad de Cervera:
no menos atrevido se mostró un mozo del comercio llamado Juan Massana,
quien ofendido de la palabra traidor con que le apellidó el general
francés, replicole «el traidor es V. E. que con capa de amistad se ha
apoderado de nuestras fortalezas.» Recompensó el patíbulo tamaño brío.

Había alterado al gobierno de José la excursión de Blake en Aragón, a
punto de pedir a Saint-Cyr que de Cataluña cayese sobre la retaguardia
del general español. Graves razones le asistían para tal cuidado,
[Sidenote: Sucesos del mediodía de España.] pues además de las
inmediatas resultas de la campaña, temía el influjo que podía esta
ejercer en el mediodía de España, donde el estado de cosas cada día
presagiaba extensas e importantes operaciones militares. Por lo cual
será bien que volviendo atrás relatemos lo que por allí pasaba.

[Sidenote: Mariscal Victor.]

Después de la batalla de Medellín había sentado el mariscal Victor sus
reales en Mérida, ciudad célebre por los restos de antigüedades que aún
conserva, y desde la cual situada en feraz terreno se podía fácilmente
observar la plaza de Badajoz, y tener en respeto las reliquias del
ejército de Don Gregorio de la Cuesta. Para mayor seguridad de sus
cuarteles fortificó el mariscal francés la casa del _Conventual_,
residencia hoy de un provisor de la orden de Santiago, y antes parte de
una fortaleza edificada por los romanos, divisándose todavía del lado
de Guadiana, en el lugar llamado el Mirador, un murallón de fábrica
portentosa. En lo interior establecieron los franceses un hospital y
almacenaron muchos bastimentos.

[Sidenote: Patriotismo de Extremadura.]

De Mérida destacaron los enemigos a Badajoz algunas tropas e intimaron
la rendición a la plaza, confiados en el terror que había infundido la
jornada de Medellín y también en secretos tratos. Salió su esperanza
vana, respondiendo a sus proposiciones la junta provincial a cañonazos.
Era en esta parte tan unánime la opinión de Extremadura, que por
entonces no consiguió el mariscal Victor que pueblo alguno prestase
juramento ni reconociese el gobierno intruso. Solo en Mérida obtuvo
de varios vecinos, casi a la fuerza, que firmasen una representación
congratulatoria a José; mas el acto produjo tal escándalo en toda la
provincia, que al decretar la junta contra los firmantes formación de
causa, prefirieron estos comparecer en Badajoz y correr todo riesgo a
mancillar su fama con la tacha de traidores. Su espontánea presentación
los libertó de castigo. No era extraño que los naturales mirasen con
malos ojos a los que seguían las banderas del extranjero, cuando este
saqueaba y asolaba horrorosamente la desgraciada Extremadura.

[Sidenote: Inacción de Victor.]

Por lo demás Victor había permanecido inmoble después de lo de
Medellín, no tanto porque temiese invadir la Andalucía cuanto por
ser principal deseo del emperador la ocupación de Portugal. Ya
dijimos fuera su plan, que al tiempo que Soult penetrase aquel reino
vía de Galicia, otro tanto hiciesen Lapisse por Ciudad Rodrigo y
Victor por Extremadura. La falta de comunicaciones impidió dar a lo
mandado el debido cumplimiento, dificultándose estas a punto de que
se interrumpieron aun entre los dos últimos generales. Ocasionoles
tamaño embarazo Sir Roberto Wilson, quien, antes de pasar a Portugal en
cooperación de Wellesley, había destacado dos batallones al puerto de
Baños, y cortado así la correspondencia a los enemigos. Incomodados
estos con tales obstáculos, estuviéronlo mucho más con la insurrección
del paisanaje que cundió por toda la tierra de Ciudad Rodrigo,
[Sidenote: Pasa Lapisse de tierra de Salamanca a Extremadura.] de
manera que temiendo Lapisse no entrar en Portugal a tiempo, determinó
pasar a Extremadura y obrar de acuerdo con Victor. Así lo verificó
haciendo una marcha rápida sobre Alcántara por el puerto de Perales.

[Sidenote: Entra en Alcántara.]

Los vecinos de aquella villa trataron de defender la entrada
apostándose en su magnífico puente, mas, vencidos, penetraron los
franceses dentro, y en venganza todo lo pillaron y destruyeron, sin
que respetasen ni aun los sepulcros. Diéronse no obstante los últimos
priesa a evacuarla, continuando por la noche su camino, temerosos del
coronel Grant y de Don Carlos de España que seguían su huella, y los
cuales, entrando por la mañana en Alcántara, se hallaron con el espantoso
espectáculo de casas incendiadas y de calles obstruidas de cadáveres.
Se incorporó en seguida Lapisse con Victor en Mérida el 19 de abril.

[Sidenote: Únense Lapisse y Victor.]

Entonces prevaleciendo ante todo en la mente de los franceses la
invasión de Portugal, mandó José al mariscal Victor que en unión con
el general Lapisse marchase la vuelta de aquel reino. Parecía oportuno
momento para cumplir a lo menos en parte el plan del emperador, pues
a la propia sazón se enseñoreaba el mariscal Soult de la provincia de
Entre Duero y Miño.

[Sidenote: Marchan contra Portugal.]

Encaminose pues Victor hacia Alcántara, poniendo al cuidado de Lapisse
repasar el puente, ocupado a su llegada por el coronel inglés Mayne,
quien en ausencia de Wilson al norte de Portugal, mandaba la legión
lusitana. Quiso el inglés volar un arco del puente, y no habiéndolo
conseguido se replegó el 14 de mayo a su antigua posición de Castelo
Branco. Hasta allí, después de cruzar el Tajo, envió Lapisse sus
descubiertas por querer el mariscal Victor ir más adelante. [Sidenote:
Desisten de su intento.] Mas, aunque resuelto a ello, detuvieron a este
temores del general Mackenzie, el cual, según apuntamos en el libro
anterior, apostado en Abrantes al avanzar Wellesley a Oporto, salió al
encuentro de los franceses para prevenir su marcha. El movimiento del
inglés y voces vagas que empezaron a correr de la retirada de Soult de
las orillas del Duero, decidieron a Victor no solo a desistir de su
primer propósito, sino también a retroceder a Extremadura.

[Sidenote: Muévese Cuesta.]

Por su parte, Don Gregorio de la Cuesta, luego que supo la partida
de aquel mariscal, moviose con su ejército, rehecho y engrosado, y
puso los reales en la Fuente del Maestre, amagando sin estrecharle al
Conventual de Mérida que guarnecían los franceses. Victor al volver de
su correría se colocó en Torremocha, vigilando sus puestos avanzados
los pasos de Tajo y Guadiana. Pero su inútil tentativa contra Portugal,
el haber asomado ingleses a los lindes extremeños, y el reequipo y
aumento del ejército de Cuesta, dieron aliento a la población de las
riberas del Tajo, la cual, interceptando las comunicaciones, molestó
continuadamente a los enemigos. [Sidenote: Partidarios de Extremadura
y Toledo.] Mucho estimuló a la insurrección la junta de Extremadura,
enviando para dirigirla a Don José Joaquín de Ayesterán y a Don
Francisco Longedo, quienes de acuerdo con Don Miguel de Quero, que ya
antes había empezado a guerrear en la Higuera de las Dueñas, provincia
de Toledo, juntaron un cuerpo de 600 infantes y 100 caballos bajo
el nombre de voluntarios y lanceros de Cruzada del valle de Tiétar.
Recorriendo la tierra molestaron los convoyes enemigos, y fueron
notables más adelante dos de sus combates, uno trabado el 29 de junio
en el pueblo de Menga con las tropas del general Hugo, comandante de
Ávila, otro el que sostuvieron el 1.º de julio en el puente de Tiétar,
y de cuyas resultas cogieron a los franceses mucho ganado lanar y
vacuno. Se agregó después esta gente a la vanguardia del ejército de
Cuesta.

Mientras tanto el mariscal Victor, viendo lo que crecía el ejército
español, y temeroso de las fuerzas inglesas que se iban arrimando a
Castelo Branco, repasó el Tajo situándose el 19 de junio en Plasencia.
[Sidenote: Vuelan los franceses el puente de Alcántara.] Poco antes
envió un destacamento para volar el famoso puente de Alcántara,
admirable y portentosa obra del tiempo de Trajano, que nunca fuera
tan maltratada como esta vez, habiéndose contentado los moros y los
portugueses en antiguas guerras con cortar uno de sus arcos más
pequeños.

[Sidenote: Ejército de la Mancha.]

Otras atenciones obligaron luego a Victor a mudar de estancia. En
la Mancha y asperezas de Sierra Morena, después que Venegas tomó el
mando de aquel ejército, se habían aumentado sus filas, ascendiendo
el número de hombres a principios de junio a unos 19.000 infantes y
3000 caballos. Para no permanecer ocioso y foguear su gente, resolvió
Venegas salir en 14 del mismo mes de las estrechuras de la sierra y
sus cercanías, y recorrer las llanuras de la Mancha. Alcanzaron sus
partidas de guerrilla algunas ventajas, y el 28 de junio la división de
vanguardia, regida por Don Luis Lacy, escarmentó con gloria al enemigo
en el pueblo de Torralba.

La repentina marcha de Venegas asustó en Madrid a José, ya inquieto,
según hemos dicho, con la entrada de Blake en Aragón. [Sidenote: Va
a su encuentro sin fruto José Bonaparte.] Así fue que, al paso que
ordenó a Mortier que se aproximase por el lado de Castilla la Vieja a
las sierras de Guadarrama, previno al mariscal Victor que poniéndose
sobre Talavera le enviase una división de infantería y la caballería
ligera. Agregada esta fuerza a sus guardias y reserva, se metió José
desde Toledo en la Mancha, y uniéndose con el 4.º cuerpo del mando
de Sebastiani, avanzó hasta Ciudad Real. Venegas, que por entonces no
pensaba comprometer sus huestes, replegose a tiempo, y ordenadamente
tornó a Santa Elena. Penetró el rey intruso hasta Almagro, y no osando
arriscarse más adentro, se restituyó a Madrid devolviendo al mariscal
Victor las tropas que de su cuerpo de ejército había entresacado.

Tales fueron las marchas y correrías que precedieron en Extremadura
y Mancha a la campaña llamada de Talavera, la cual siendo de la
mayor importancia, exige que antes de entrar en la relación de sus
complicados sucesos, contemos las fuerzas que para ella pusieron en
juego las diversas partes beligerantes.

[Sidenote: Campaña de Talavera.]

De los ocho cuerpos en que Napoleón distribuyó su ejército al hacer en
octubre de 1808 su segunda y terrible invasión, incorporose más tarde
el de Junot con los otros, reduciéndose por consiguiente a siete el
número de todos ellos. [Sidenote: Fuerzas que tomaron parte en ella.]
Cinco fueron los que casi en su totalidad coadyuvaron a la campaña de
Talavera. Tres, el 2.º, 5.º y 6.º, acantonados en julio en Valladolid,
Salamanca y tierra de Astorga bajo el mando supremo del mariscal Soult,
y el 1.º y 4.º, alojados por el mismo tiempo en la Mancha y orillas
del Tajo hacia Extremadura. Concurrió también de Madrid la reserva y
guardia de José, pudiéndose calcular que el conjunto de todas estas
tropas rayaba en 100.000 hombres. De los españoles vinieron sobre
aquellos puntos los ejércitos de Extremadura y Mancha, el 1.º de 36.000
combatientes, el 2.º de unos 24.000. La fuerza de Wellesley, acampada
en Abrantes después de su vuelta de Galicia, aunque engrosada con 5000
hombres, no excedía de 22.000, menguada con los muertos y enfermos.
Pasaban de 4000 portugueses y españoles los que regía el bizarro Sir
Roberto Wilson: de los últimos, dos batallones habían sido destacados
del ejército de Cuesta. Además, 15.000 de los primeros, que disciplinaba
el general Beresford, desde el Águeda se trasladaron después hacia
Castelo Branco. Por manera que el número de hombres llamado a lidiar o
a cooperar en la campaña era, de parte de los franceses, según acabamos
de decir, de unos 100.000, y de casi otro tanto de la de los aliados,
con la diferencia de ser aquellos homogéneos y aguerridos, y estos de
varia naturaleza y en su mayor parte noveles y poco ejercitados en las
armas.

El general Wellesley, aunque al desembarcar en Lisboa había conceptuado
como más importante la destrucción del mariscal Victor, empezó sin
embargo, conforme relatamos, por arrojar a Soult de Portugal para
caer después más desembarazadamente sobre el primero. Así se lo
había ofrecido al gobierno español al ir a Oporto, rogando que en el
intermedio evitasen los generales españoles de Extremadura y Mancha
todo serio reencuentro con los franceses. [Sidenote: Marcha Wellesley
a Extremadura.] Cumpliose por ambas partes lo prometido; viose forzado
Soult a evacuar a Portugal, y Wellesley, después de haber dado descanso
y respiro a sus tropas en Abrantes, salió de allí el 27 de junio
poniéndose en marcha hacia la frontera de Extremadura.

[Sidenote: Planes diversos de los franceses.]

Andaban los franceses divididos acerca del plan que convendría adoptar
en aquellas circunstancias. José deseaba conservar lo conquistado, y
sobre todo no abandonar a Madrid, pensando, quizá con razón, que la
evacuación de la capital imprimiría en los ánimos errados sentimientos,
en ocasión en que aún se mostraba viva la campaña de Austria. El
mariscal Soult, ateniéndose a reglas de la más elevada estrategia,
prescindía de la posesión de más o menos territorio, y opinaba que se
obrase en dos grandes cuerpos o masas, cuyos centros se establecerían
uno en Toro donde él estaba, y otro donde José residía.

[Sidenote: Situación de Soult.]

Después de la vuelta de Soult a Castilla nada de particular había
ocurrido allí, esforzándose solamente dicho mariscal por arreglar
y reconcentrar los tres cuerpos que el emperador había puesto a su
cuidado. Encontró en ello estorbos, así en algunas providencias de
José que había, según se dijo, llamado hacia Guadarrama a Mortier, y
así en la mal dispuesta voluntad del mariscal Ney, quien picado de la
preferencia dada por el emperador a su compañero, quería separarse, so
pretexto de enfermedad, del mando del 6.º cuerpo. Embarazaban también
escaseces de varios efectos, y sobre todo el carecer de artillería
el 2.º cuerpo, abandonada a su salida de Portugal. Para remover tales
obstáculos, pedir auxilios y predicar en favor de su plan, envió Soult
a Madrid al general Foy, que en posta partió el 19 de julio. Tornó este
el 24 del mismo, y aunque se remediaron las necesidades más urgentes,
y se compusieron hasta cierto punto las desavenencias entre Ney y
Soult, no se accedió al plan de campaña que el último proponía, atento
solamente José a conjurar el nublado que le amenazaba del lado del
Tajo.

[Sidenote: Cuesta en las Casas del Puerto.]

Manteníase en Extremadura tranquilo D. Gregorio de la Cuesta, en espera
del movimiento del general Wellesley, no habiendo emprendido, aunque
bien a su pesar, acción alguna de gravedad. Hubo solamente choques
parciales, y honró a las armas españolas el que sostuvo en Aljucén
Don José de Zayas, y otro que con no menor dicha trabó en Medellín
el brigadier Ribas. Forzoso le era al anciano general reprimir su
impaciencia, pues tal orden tenía de la junta central. Limitábase
a avanzar siempre que los franceses retrocedían, y al situarse en
Plasencia el mariscal Victor el 19 de junio, sentó Cuesta el 20 del
mismo sus cuarteles en las Casas del Puerto, orilla izquierda del Tajo.
Allí aguardó a que adelantasen los ingleses, enviando al comisionado
de esta nación, coronel Bourke, a proponer a su general el plan que le
parecía más oportuno para abrir la campaña.

Sir Arturo Wellesley después de levantar el 27 de junio su campo de
Abrantes, prosiguió su marcha y estableció el 8 de julio su cuartel
general en Plasencia, [Sidenote: Avístase allí con él Wellesley.]
pasando el 10 a avistarse con Cuesta en las Casas del Puerto.
Conferenciaron entre sí largamente ambos generales, y propuestos varios
planes, se adoptó al fin el siguiente como preferible y más acomodado.
[Sidenote: Plan que adoptan.] Sir Roberto Wilson con la fuerza de su
mando y dos batallones que Cuesta le proporcionaría, había de marchar
el 16 por la Vera de Plasencia con dirección al Alberche, ocupando
hasta Escalona los pueblos de la orilla derecha; el 18 cruzaría el
ejército británico por la Bazagona el Tiétar, en que se había echado un
puente provisional, y dirigiéndose por Majadas y Centenilla a Oropesa
y al Casar, había de extender su izquierda hasta San Román y ponerse
en contacto con la división de Wilson. El ejército español de Cuesta
cruzando el 19 el Tajo por Almaraz y Puente del Arzobispo había de
seguir el camino real de Talavera, y ocupar el frente del enemigo desde
el Casar hasta el puente de tablas que hay sobre el Tajo en aquella
ciudad, mas procurando en su marcha no embarazar la del ejército
aliado. También se acordó que Venegas, cuyo cuartel general estaba
entonces en Santa Cruz de Mudela, y que dependía hasta cierto punto de
Cuesta, avanzase si la fuerza del general Sebastiani no era superior a
la suya, y que pasando el Tajo por Fuentidueña se pusiese sobre Madrid,
debiendo retroceder a la sierra por Tarancón y Torrejoncillo, en caso
que acudiesen contra él tropas numerosas. Agradó este plan por lo
respectivo al movimiento de Cuesta y de los ingleses: no pareció tan
atinado en lo tocante a Venegas, cuyo ejército alejándose demasiado
del centro de operaciones, ni podía fácilmente darse la mano con los
aliados en cualquiera mudanza de plan que hubiese, ni era posible
acudir con prontitud en su auxilio, si aceleradamente caían reforzados
sobre él los enemigos.

Acordes Cuesta y Wellesley volvió el último a Plasencia, e
impensadamente escribió el 16 al ayudante general Don Tomás Odonojú
diciéndole que si bien estaba pronto a ejecutar el plan convenido,
desprovisto su ejército de muchos artículos y sobre todo de
transportes, podrían quizá presentarse dificultades inesperadas, y
después añadía con tono más acerbo, que en todo país en que se abre
una campaña, debiendo los naturales proveer de medios de subsistencia,
si en este caso no se proporcionaban, tendría España que pasarse sin
la ayuda de los aliados. Tal fue la primera queja que de este género
se suscitó. [Sidenote: Medidas que había tomado la central.] Había la
junta central ofrecido suministrar cuantos auxilios estuviesen en su
mano, y en efecto expidió órdenes premiosas a las juntas de Badajoz,
Plasencia y Ciudad Rodrigo para hacer abundantes acopios de todos los
artículos precisos a la subsistencia del ejército británico, escogiendo
además a Don Juan Lozano de Torres, con los correspondientes comisarios
de guerra, para que le saliesen a recibir a la frontera de España.
Semejantes resoluciones pudieran haber bastado en tiempos ordinarios,
ahora no, mayormente estando nombrado para ejecutarlas el Lozano de
Torres, hombre antes embrollador que prudente y activo. Las escaseces
fueron reales, mas agriándose las contestaciones, se trataron con
injusticia unos y otros, dando ocasión, según después veremos, a enojos
y desabrimientos.

[Sidenote: Marcha adelante el ejército aliado.]

Comenzó no obstante al tiempo convenido la marcha de los ejércitos
aliados, haciendo solo en ella los españoles una corta variación
por falta de agua en el camino de Talavera. El 21 de julio se
alojaban ambos entre Oropesa y Velada: prosiguieron el 22 su camino
encontrándose la vanguardia regida por Don José de Zayas con fuerza
enemiga, capitaneada por el general Latour-Maubourg. Las escaramuzas
duraron parte del día, portándose nuestros soldados bizarramente, y
con eso, y aparecer los ingleses, cruzaron los enemigos el Alberche,
estando en Cazalegas el cuartel general del mariscal Victor. Las
divisiones de Villatte y Lapisse formaban sobre su derecha en altozanos
que dominan la campaña, y la de Ruffin cubría sobre la izquierda
tocando al Tajo el puente del Alberche, larguísimo y de tablas,
amparado además su desembocadero con 14 piezas de artillería. Ascendían
sus fuerzas a 25.000 hombres, y permanecieron en sus puestos los días
22 y 23.

[Sidenote: Propone Wellesley a Cuesta atacar.]

Acercáronse allí por su lado los ejércitos aliados, y Sir Arturo
Wellesley propuso a Don Gregorio de la Cuesta atacar a los enemigos sin
tardanza el mismo 23, mas el general español pidió que se difiriese
hasta la madrugada siguiente. [Sidenote: Rehúsalo el general español.]
Fútiles fueron las razones que después alegó para tal dilación,
contrastando el detenimiento de ahora con el prurito que tuvo siempre
y renovó luego de combatir a todo trance. Aseguran algunos extranjeros
que se negó por ser domingo, mas ni Cuesta pecaba de tan nimio, ni
en España prevalecía semejante preocupación. Ha habido ingleses que
han tachado a cierto oficial del estado mayor de Cuesta de la nota de
entenderse con los enemigos. Ignoramos el fundamento de sus sospechas.
Lo cierto es que los franceses, ya en situación apurada, decamparon
en la noche del 23 al 24, y en lugar de seguir el camino de Madrid,
tomaron por Torrijos el de Toledo. Falló así destruir al mariscal
Victor a la sazón que sus fuerzas eran inferiores a las aliadas, y
falló por la inoportuna prudencia de Cuesta, prenda nunca antes notada
entre las de este general.

[Sidenote: Incomódase Wellesley.]

Incomodado por ello Wellesley, receloso de que continuasen escaseando
las subsistencias, y pareciéndole quizá arriesgado internarse
más antes de estar cierto de lo que pasaba en Castilla la Vieja,
declaró formalmente que no daría un paso más allá del Alberche a
no afianzársele la manutención de sus tropas. Cuesta que el 23 se
remoloneaba para atacar, impelido ahora por aviesa mano, o renaciendo
en su ambicioso ánimo el deseo de entrar antes que ninguno en Madrid,
[Sidenote: Avanza solo Cuesta.] marchó solo y sin los ingleses, y
llegó el 24 al Bravo y Cebolla, y adelantándose el 25 a Santa Olalla y
Torrijos, hubo de costar cara su loca temeridad.

[Sidenote: Reconcéntranse los franceses.]

Los franceses no se retiraban sino para reconcentrarse y engrosar sus
fuerzas. José después de dejar en Madrid una corta guarnición, había
salido con su guardia y reserva, uniéndose a Victor el 25 por Vargas
y orilla izquierda del Guadarrama. Otro tanto hizo Sebastiani, que
observaba a Venegas en la Mancha cerca de Daimiel, cuando se le mandó
acudir al Tajo. Con esta unión los franceses que poco antes tenían para
oponerse a los aliados solo unos 25.000 hombres, contaban ahora sobre
50.000 alojados a corta distancia de Cuesta, detrás del río Guadarrama.
Venegas, sabedor de la marcha de Sebastiani, envió en pos de él y
hacia Toledo una división al mando de Don Luis Lacy, aproximándose
en persona a Aranjuez con lo restante de su ejército. [Sidenote:
Avanza Wilson a Navalcarnero.] No por eso dividieron los franceses sus
fuerzas, ni tampoco por otros movimientos de Sir Roberto Wilson, quien
extendiéndose con sus tropas por Escalona y la villa del Prado, se
había el 25 metido hasta Navalcarnero, distante cinco leguas de Madrid,
cuyo suceso hubo de causar en la capital un levantamiento.

Aunque juntos los cuerpos de Victor y Sebastiani con la reserva
y guardia de José, no pensaban los franceses empeñarse en acción
campal, aguardando a que el mariscal Soult, con los tres cuerpos que
capitaneaba en Salamanca, viniese sobre la espalda de los aliados por
las sierras que dividen aquellas provincias de la de Extremadura.
Plan sabio, de que había sido portador desde Madrid el general Foy,
y cuyas resultas hubieran podido ser funestísimas para el ejército
combinado. La impaciencia de los franceses malogró en el campo lo que
prudentemente se había determinado en el consejo.

[Sidenote: Peligro que corre el ejército de Cuesta.]

Viendo el 26 de julio la indiscreta marcha de Cuesta, quisieron
escarmentarle. Así arrollaron aquel día sus puestos avanzados, y aun
acometieron a la vanguardia. El comandante de esta, Don José de Zayas,
avanzó a las llanuras que se extienden delante de Torrijos, en donde
lidió largo rato, tratando solo de retirarse al noticiarle que mayor
número de gente venía a su encuentro. Comenzó entonces ordenadamente su
movimiento retrógado, pero arredrados los infantes con ver que no podía
maniobrar el regimiento de caballería de Villaviciosa metido entre
unos vallados, retrocedieron en desorden a Alcabón, a donde corrió
en su amparo el duque de Alburquerque, asistido de una división de
3000 caballos. Diose con esto tiempo a que la vanguardia se recogiese
al grueso del ejército, que teniendo a su cabeza al general Cuesta
caminaba no con el mejor concierto a abrigarse del ejército inglés.
La vanguardia de este ocupaba a Cazalegas, y su comandante, el general
Sherbrooke, hizo ademán de resistir a los enemigos que se detuvieron en
su marcha. Parecía que con tal lección se ablandaría la tenacidad del
general Cuesta, mas desentendiéndose de las justas reflexiones de Sir
Arturo Wellesley, a duras penas consintió repasar el Alberche.

Anunciaba la unión y marcha de los enemigos la proximidad de una
batalla, y se preparó a recibirla el general inglés. En consecuencia
mandó a Wilson que de Navalcarnero volviese a Escalona, y no dejó tropa
alguna a la izquierda del Alberche, resuelto a ocupar una posición
ventajosa en la margen opuesta.

[Sidenote: Batalla de Talavera, 27 y 28 de julio.]

Escogió como tal el terreno que se dilata desde Talavera de la Reina
hasta más allá del cerro de Medellín, y que abraza en su extensión
unos tres cuartos de legua. Alojábase a la derecha y tocando al Tajo
el ejército español: ocupaba el inglés la izquierda y centro. Era como
sigue la fuerza y distribución de entrambos. Componíase el de los
españoles de cinco divisiones de infantería y dos de caballería, sin
contar la reserva y vanguardia. Mandaban las últimas Don Juan Berthuy
y Don José de Zayas. De las divisiones de caballería, guiaba la primera
Don Juan de Henestrosa, la segunda el duque de Alburquerque. Regían las
de infantería según el orden de su numeración el marqués de Zayas, Don
Vicente Iglesias, el marqués de Portago, Don Rafael Manglano y Don Luis
Alejandro Bassecourt. El total de tropas españolas, deducidas pérdidas,
destacamentos y extravíos, no llegaba a 34.000 hombres, de ellos cerca
de 6000 de caballería. Contaban allí los ingleses más de 16.000
infantes y 3000 jinetes repartidos en cuatro divisiones a las órdenes
de los generales Sherbrooke, Hill, Mackenzie y Campbell.

La derecha que formaban los españoles se extendía delante de Talavera
y detrás de un vallado que hay a la salida. Colocose en frente de la
suntuosa ermita de Nuestra Señora del Prado una fuerte batería, con
cuyos fuegos se enfilaba el camino real que conduce al puente del
Alberche. Por el siniestro costado de los españoles, y en un intermedio
que había entre ellos y los ingleses, empezose a construir en un
altozano un reducto que no se acabó; viniendo después e inmediatamente
la división de Campbell, a la que seguía la de Sherbrooke, cubriendo
con la suya la izquierda el general Hill. Permaneció apostada cerca del
Alberche la división del general Mackenzie con orden de colocarse en
2.ª línea y detrás de Sherbrooke al trabarse la refriega. Era la llave
de la posición el cerro en donde se alojaba Hill, llamado de Medellín,
cuya falda baña por delante y defiende con hondo cauce el arroyo
Portiña, separándole una cañada por el siniestro lado de los peñascales
de la Atalaya e hijuelas de la sierra de Segurilla.

Al amanecer del 27 de julio, poniendo José desde Santa Olalla sus
columnas en movimiento, llegaron aquellas a la una del día a las
alturas de Salinas, izquierda del Alberche. Sus jefes no podían
ni aun de allí descubrir distintamente las maniobras del ejército
combinado, plantado el terreno de olivos y moreras. Mas, escuchando José
al mariscal Victor que conocía aquel país, tomó en su consecuencia
las convenientes disposiciones. Dirigió el 4.º cuerpo, del mando de
Sebastiani, contra la derecha que guardaban los españoles, y el 1.º, del
cargo de Victor, contra la izquierda, al mismo tiempo que amenazaba
el centro la caballería. Cruzado el Alberche, siguió el 4.º cuerpo
con la reserva y guardia de José, que le sostenía, el camino real de
Talavera, y el 1.º, que vino por el vado, cayó tan de repente sobre la
torre llamada de Salinas, en donde estaba apostado el general Mackenzie,
que causó algún desorden en su división, y estuvo para ser cogido
prisionero Sir Arturo Wellesley, que observaba desde aquel punto los
movimientos del enemigo. Pudieron al fin todos, aunque con trabajo,
recogerse al cuerpo principal del ejército aliado.

Iba pues a empeñarse una batalla general. Los franceses, avanzando,
empezaron antes de anochecer su ataque con un fuerte cañoneo y una
carga de caballería sobre la derecha, que defendían los españoles, de
los que ciaron los cuerpos de Trujillo y Badajoz de línea y Leales de
Fernando VII, y aún hubo fugitivos que esparcieron la consternación
hasta Oropesa, yendo envueltos con ellos y no menos aterrados algunos
ingleses. No fue sin embargo más allá el desorden, contenido el enemigo
por el fuego acertado de la artillería y de los otros cuerpos, y
también por ser su principal objeto caer sobre la izquierda en que se
alojaba el general Hill.

Dirigieron contra ella las divisiones de los generales Ruffin y
Villatte, y encaramáronse al cerro, a pesar de ser la subida áspera y
empinada, con la dificultad también de tener que cruzar el cauce del
Portiña. Atropellándolo todo con su impetuosidad, tocaron a la cima
de donde precipitadamente descendieron los ingleses por la ladera
opuesta. El general Hill, aunque herido su caballo y a riesgo de
caer prisionero, volvió a la carga y con la mayor bizarría recuperó
la altura. Ya bien entrada la noche insistieron los franceses en su
ataque, extendiéndole por la izquierda de ellos el general Lapisse
contra otra de las divisiones inglesas. Viva fue la refriega y
larga, sin fruto para los enemigos. Pasadas las doce de la misma
noche, un arma falsa, esparcida entre los españoles, dio ocasión a
un fuego graneado que duró algún tiempo, y causó cierto desorden que
afortunadamente no cundió a toda la línea.

Al amanecer del 28 renovaron los franceses sus tentativas, acometiendo
el general Ruffin el cerro de Medellín por su frente y la cañada de
la izquierda; sostúvole en su empresa el general Villatte. La pelea
fue porfiada, repetidos los ataques, ya en masa, ya en pelotones, la
pérdida grande de ambas partes. Herido el general Hill, dudoso el éxito
en ocasiones, hasta que los franceses, tornando a sus primeros puestos,
abrigados de formidable artillería, suspendieron el combate.

Falto el ejército británico de cañones de grueso calibre, pidió el
general Wellesley algunos de esta clase a Don Gregorio de la Cuesta,
los cuales se colocaron, al mando del capitán Uclés, en el reducto
empezado a construir en el altozano, interpuesto entre españoles e
ingleses. Viendo también el general Wellesley el empeño que ponía el
enemigo en apoderarse del cerro de Medellín, sintió no haber antes
prolongado su izquierda y guarnecídola del lado de la cañada; por lo
que, para corregir su olvido, colocó allí parte de su caballería, que
sostuvo la de Alburquerque, y alcanzó de Cuesta el que destacase la
5.ª división, del mando de Bassecourt, cuyo jefe se situó cubriendo la
cañada en la falda y peñascales de la Atalaya.

En aquel momento dudó José de si convenía retirarse o continuar el
combate. Victor estaba por lo último, el mariscal Jourdan por lo
primero. Vacilante José algún tiempo, decidiose por la continuación,
habiendo recorrido antes la línea en todo su largo.

En el intermedio hubo un respiro que duró desde las nueve hasta
las doce de la mañana, bajando sin ofenderse los soldados de ambos
ejércitos a apagar en el arroyo de Portiña la sed ardiente que les
causaba lo muy bochornoso del día.

Por fin los franceses volvieron a proseguir la acción. Vigilaba sus
movimientos Sir Arturo Wellesley desde el cerro de Medellín. Acometió
primero el general Sebastiani el centro, por la parte en que se unían
los ingleses y los españoles. Aquí se hallaban de parte de los últimos
las divisiones 3.ª y 4.ª, al cuidado ambas de Don Francisco de Eguía,
formando dos líneas, la primera más avanzada que la inmediata de
los ingleses. El francés quiso sobre todo apoderarse de la batería
del reducto; mas, al poner el pie en ella, recibieron sus soldados una
descarga a metralla de los cañones puestos allí poco antes al mando
del capitán Uclés, y cayendo los ingleses en seguida sobre sus filas,
experimentaron estas horrorosa carnicería. Replegados en confusión los
franceses a su línea, rechazaron a sus contrarios cuando avanzaron.
Reiteráronse tales tentativas, hasta que en la última, intentando
los enemigos meterse entre los ingleses y los españoles, se vieron
flanqueados por la primera línea de estos, más avanzada, y acribillados
por una batería que mandaba Don Santiago Piñeiro, militar aventajado.
Repelidos así, y al tiempo que ya flaqueaban, dio sobre ellos asombrosa
carga el regimiento español de caballería del Rey, guiado por su coronel
Don José María de Lastres, a quien, herido, sustituyó en el acto con
no menor brío su teniente Don Rafael Valparda. Todo lo atropellaron
nuestros jinetes, dando lugar a que se cogieran diez cañones, de los
que cuatro trajo al campo español el mencionado Piñeiro.

A la misma sazón, en la izquierda del ejército aliado, trató la
división del general Ruffin de rodear por la cañada el cerro de
Medellín, amenazando parte de la de Villatte subir a la cima. Colocada
la caballería inglesa en dicha cañada, aunque padeció mucho, en
especial un regimiento de dragones, logró desconcertar a Ruffin,
sosteniendo sus esfuerzos la división de Bassecourt y la caballería
de Alburquerque. También sirvió de mucho la oportunidad con que
el distinguido oficial Don Miguel de Álava, ayudante del último,
condescendiendo con los deseos del general inglés Fane, y sin aguardar,
por la premura, el permiso de su jefe, dispuso que obrasen dos cañones
al mando del capitán Entrena, que hicieron en el enemigo grande
estrago. Así se ve como en ambas alas andaba la refriega favorable a
los aliados.

Hubo de comprometerse su éxito durante cierto espacio en el centro.
Acometió allí al general Sherbrooke el francés Lapisse, el cual,
si bien al principio fue rechazado gallardamente, prosiguiendo los
guardias ingleses con sobrado ardor el triunfo, repeliéronlos a su
vez los franceses, introduciendo confusión en su línea, momento
apurado, pues roto el centro, hubieran los aliados perdido la batalla.
Felizmente, al ver Wellesley lo que se empeñaban los guardias, con
previsión ordenó desde el cerro donde estaba bajar al regimiento número
48, mandado por el coronel Donnellan, cuyo cuerpo se portó con tal
denuedo que, conteniendo a los franceses, dio lugar a que los suyos
volviesen en sí y se rehiciesen. Sucedido lo cual, avanzando de la 2.ª
línea la caballería ligera, a las órdenes de Cotton, y maniobrando
por los flancos la artillería, entre la que también lució con sus
cañones el capitán Entrena, ciaron desordenados los franceses, cayendo
mortalmente herido el general Lapisse. Ya entonces se mostraron por
toda la línea victoriosos los aliados. Recogiéronse los franceses a su
antigua posición, cubriendo el movimiento los fuegos de su artillería.
El calor y lo seco de la tierra, con el tráfago y pisar de aquel
día, produjeron poco después en la yerba y matorrales un fuego que,
recorriendo por muchas partes el campo, quemó a muertos y a postrados
heridos. Perdieron los ingleses en todo 6268 hombres, los franceses
7389, con 17 cañones; murieron de cada parte dos generales. Ascendió
la pérdida de los españoles a 1200 hombres, quedando herido el general
Manglano.

De este modo pasó la batalla de Talavera de la Reina, que, empezada el
27 de julio, no concluyó hasta el siguiente día, y la cual tuvo, por
decirlo así, tres pausas o jornadas. En la última del 28 se comportaron
los españoles con valor e intrepidez. [Sidenote: Severidad de Cuesta.]
A los cuerpos que el 27 flaquearon, nada menos intentó Cuesta que
diezmarlos, como si su falta no proviniese más bien de anterior
indisciplina que de cobardía villana. Intercedió el general inglés
y amansó el feroz pecho del español, mas desgraciadamente cuando ya
habían sido arcabuceados 50 hombres.

[Sidenote: Recompensas que da la junta central y el gobierno inglés.]

Nombró la junta central a Sir Arturo Wellesley capitán general de
ejército, y elevole su gobierno a par de Inglaterra bajo el título de
Lord vizconde Wellington de Talavera, con el cual le distinguiremos
en adelante. Dispensó también la central otras gracias a los jefes
españoles, condecorando a Don Gregorio de la Cuesta con la gran cruz de
Carlos III.

[Sidenote: Retíranse los franceses a diversos puntos.]

El 29 de julio repasaron los franceses el Alberche, apostándose en
las alturas de Salinas. Marchó en seguida José con el cuarto cuerpo
y la reserva a Santa Olalla, y se colocó el 31 en Illescas, habiendo
antes destacado una división vuelta de Toledo, a cuya ciudad amenazaba
gente de Venegas. El mariscal Victor, recelándose de los movimientos
por su flanco de Sir Roberto Wilson, cuya fuerza creía superior, se
retiró también el 1.º de agosto hacia Maqueda y Santa Cruz del Retamar,
creciendo el desacuerdo entre él y el mariscal Jourdan, como acontece
en la desgracia.

[Sidenote: No sigue Wellington el alcance.]

Lord Wellington y los españoles se mantuvieron en Talavera, adonde
llegó el 29 con 3000 hombres de refresco el general Craufurd, que
al ruido de la batalla se apresuró a incorporarse a tiempo, aunque
inútilmente, al grueso del ejército. No quiso Wellington a pesar del
refuerzo seguir el alcance, ya porque considerase a los franceses
más bien repelidos que deshechos, o ya porque no se fiase en la
disciplina y organización del ejército español, tolerable en posición
abrigada, pero muy imperfecta para marchas y grandes evoluciones.
[Sidenote: Motivos de ello.] Otras causas pudieron también influir
en su determinación: tal fue el anuncio del armisticio de Znaim, que
se publicó en _Gaceta extraordinaria de Madrid_ de 27 de julio; tal
asimismo la marcha progresiva de Soult, de que se iban teniendo avisos
más ciertos. Sin embargo, no fundó el general inglés su resolución en
ninguna de tan poderosas e insinuadas razones, fuese que no quisiera
ofender a los caudillos españoles, o que temiera sobresaltar los ánimos
con malas nuevas. Disculpose solamente para no avanzar con la falta
de víveres, pareciendo a algunos que si realmente tal escasez afligía
al ejército, no era oportuno modo de remediarla permanecer en el
lugar en donde más se sentía, cuando yendo adelante se encontrarían
países menos devastados, y ciudades y pueblos que ansiosamente y con
entusiasmo aguardaban a sus libertadores.

[Sidenote: Llega Soult a Extremadura.]

Por tanto, creyose en general que, si bien no abundaban las vituallas, la
detención del ejército inglés pendía principalmente de los movimientos
del mariscal Soult, quien, según aviso recibido en 30 de julio, intentaba
atravesar el puerto de Baños, defendido por el marqués del Reino con
cuatro batallones, dos destacados anteriormente del ejército de Cuesta
y dos de Béjar. A la primera noticia pidió Lord Wellington que tropa
española fuese a reforzar el punto amenazado, y dificultosamente
recabó de Don Gregorio de la Cuesta que destacase para aquel objeto
en 2 de agosto la quinta división del mando de Don Luis Bassecourt:
poca fuerza y tardía, pues no pudiendo el marqués del Reino resistir a
la superioridad del enemigo se replegó sobre el Tiétar, entrando los
franceses en Plasencia el 1.º de agosto.

[Sidenote: Va Wellington a su encuentro.]

Cerciorados los generales aliados de tan triste acontecimiento,
convinieron en que el ejército británico iría al encuentro de los
enemigos, y que los españoles permanecerían en Talavera para hacer
rostro al mariscal Victor, en caso de que volviese a avanzar por aquel
lado. Las fuerzas que traían los franceses constaban del quinto,
segundo y sexto cuerpo, ascendiendo en su totalidad a unos 50.000
hombres. Precedía a los demás el quinto, a las órdenes del mariscal
Mortier, seguíale el segundo, a las inmediatas de Soult, que además
mandaba a todos en jefe, y cerraba la marcha el sexto capitaneado por
el mariscal Ney. Fue de consiguiente Mortier quien arrojó de Baños
al marqués del Reino, extendiéndose ya hacia la venta de la Bazagona
por una parte y por otra hacia Coria, cuando el 3 de agosto pisó Soult
las calles de Plasencia, y cuando Ney cruzaba en el mismo día los
lindes extremeños. Tal y tan repentina avenida de gente asoló aquella
tierra frondosísima en muchas partes, no escasa de cierta industria, y
en donde aún quedan rastros y mijeros de una gran calzada romana. El
general Beresford, que antes estaba situado con unos 15.000 portugueses
detrás del Águeda, siguió al ejército francés en una línea paralela, y
atravesando el puerto de Perales llegó a Salvatierra el 17 de agosto,
desde cuyo punto trató de cubrir el camino de Abrantes.

[Sidenote: Tropas que se agolpan al valle del Tajo.]

Íbanse de esta manera acumulando en el valle o prolongada cuenca que
forma el Tajo desde Aranjuez hasta los confines de Portugal muchedumbre
de soldados, cuyo número, inclusos los ejércitos de Venegas y
Beresford, rayaba en el de 200.000 hombres de muchas y varias naciones.
Siendo difícil su mantenimiento en tan limitado terreno, y corto el
tiempo que se requería para reunir las masas, era de conjeturar que
unos y otros estaban próximos a empeñar decisivos trances. Pero en
aquella ocasión, como en tantas otras, no aconteció lo que parecía más
probable.

Lord Wellington, informado de que el mariscal Soult se interponía entre
su ejército y el puente de Almaraz, resolvió pasar por el del Arzobispo
y establecer su línea de defensa detrás del Tajo. [Sidenote: Cuesta se
retira de Talavera.] Por su parte Don Gregorio de la Cuesta, temeroso
también de aguardar solo en Talavera a José y Victor, que de nuevo se
unían, abandonó la villa y se juntó en Oropesa con la quinta división
y el ejército británico. Desazonó a Wellington la determinación del
general español por parecerle precipitada, y sobre todo por no haber
puesto el correspondiente cuidado en salvar los heridos ingleses que
había en Talavera. Desatendió por tanto y con justicia los clamores
de Don Gregorio de la Cuesta, que insistía en que se conservase la
posición de Oropesa como propia para una batalla. Cruzó pues Wellington
el puente del Arzobispo, y estableció su cuartel general en Deleitosa
el 7 de agosto, poniendo en Mesas de Ibor su retaguardia. Envió también
por la orilla izquierda de Tajo al general Craufurd con una brigada y
seis piezas, el cual llegó felizmente a tiempo de cubrir el paso de
Almaraz y los vados.

[Sidenote: El ejército aliado se pone en la orilla izquierda del Tajo.]

Forzado, bien a su pesar, el general Cuesta a seguir al ejército inglés,
pasó el 5 el puente del Arzobispo, hacia donde con presteza se
agolpaban los enemigos. Prosiguió su marcha por la Peraleda de Garvín
a Mesas de Ibor, dejando en guarda del puente a la quinta división del
cargo de Don Luis Bassecourt, y por la derecha en Azután, para atender a
los vados, al duque de Alburquerque con 3000 caballos. Mas apenas había
llegado Cuesta a la Peraleda, cuando ya eran dueños los enemigos del
puente del Arzobispo.

Acercándose allí de todas partes el quinto cuerpo, se había colocado su
jefe Mortier en la Puebla de Naciados. Estaba a la sazón en Navalmoral
el mariscal Ney, y Soult desde el Gordo había destacado caballería
camino de Talavera para ponerse en comunicación con Victor, de vuelta
ya este el 6 en aquella villa. Así todas las tropas francesas podían
ahora darse la mano y obrar de acuerdo.

[Sidenote: Paso del Arzobispo por los franceses.]

Reconcentráronse pues para forzar el paso del Arzobispo el quinto
y segundo cuerpo, al tiempo que Victor por el puente de tablas de
Talavera debía llamar la atención de los españoles, y aun acometerlos
siguiendo la izquierda del Tajo. A las dos de la tarde del 8
formalizaron los franceses su ataque contra el paso del Arzobispo;
dirigíalo el mariscal Mortier. El calor del día y el descuido propio de
ejércitos mal disciplinados hizo que no hubiese de nuestra parte gran
vigilancia, por lo cual en tanto que los enemigos embestían el puente
cruzaron descansadamente un vado 800 caballos suyos, guiados por el
general Caulincourt, quedando unos 6000 al otro lado prontos a ejecutar
lo mismo. Procuraron los españoles impedir el paso del Arzobispo
abriendo un fuego muy vivo de artillería, ajenos de que Caulincourt,
pasando el vado acometería, como lo hizo, por la espalda. Solo había en
el puente 300 húsares del regimiento de Extremadura que contuvieron
largo rato los ímpetus de los jinetes enemigos, a quienes hubiera
costado caro su arrojo si Alburquerque hubiese llegado a tiempo. Pero
los caballos de este, desensillados y sin bridas, tardaron en prepararse,
acudiendo después atropelladamente, con cuya detención y falta de orden
diose lugar a que vadease el río toda la caballería francesa, que
ayudada de algunos infantes desconcertó a nuestra gente, de la cual
parte tiró a Guadalupe y parte a Valdelacasa, perdiéndose cañones y
equipajes.

Afortunadamente, no prosiguieron los enemigos más adelante, dirigiendo
sus fuerzas a otros puntos, por lo que los aliados pudieron mantenerse
tranquilos; los ingleses sobre la izquierda hacia Almaraz con su
cuartel general en Jaraicejo, los españoles sobre la derecha con el
suyo en Deleitosa, atentos también a proteger la posición de Mesas de
Ibor. [Sidenote: Deja Cuesta el mando. Sucédele Eguía.] Don Gregorio
de la Cuesta, abrumado con los años, sinsabores e incomodidades de
la campaña, hizo dimisión del mando el 12 de agosto, sucediéndole
interinamente, y después en propiedad, Don Francisco de Eguía.

[Sidenote: Nuevas disposiciones de los franceses.]

Puestos los aliados a la orilla izquierda del Tajo, y temiendo José
movimientos en Castilla la Vieja, cuyas guarniciones estaban faltas de
gente, determinó, siguiendo el parecer de Ney, suspender las operaciones
del lado de Extremadura. Así lo tenía igualmente insinuado Napoleón
desde Schönbrunn con fecha de 29 de julio, desaprobando que se
empeñasen acciones importantes hasta tanto que llegasen a España nuevos
refuerzos que se disponía a enviar del norte. Conforme a la resolución
de José, situose Soult en Plasencia, reemplazó en Talavera al cuerpo de
Victor el de Mortier, y retrocedió con el suyo a Salamanca el mariscal
Ney.

[Sidenote: Encuéntranse Wilson y Ney en el puerto de Baños.]

Caminaba el último tranquilamente a su destino sin pensar en enemigos,
cuando de repente tropezó en el puerto de Baños con obstinada
resistencia. Causábala Sir Roberto Wilson, quien, abandonado, y
estando el 4 de agosto en Velada sin noticia del paradero de los
aliados, repasó el Tiétar, y atravesando acelerada e intrépidamente
las sierras que parten términos con las provincias de Ávila y
Salamanca, fue a caer a Béjar por sitios solitarios y fragosos. Desde
allí, queriendo incorporarse con los aliados, contramarchó hacia
Plasencia por el puerto de Baños, a la propia sazón que el mariscal
Ney revolvía sobre Salamanca. La fuerza de Wilson, de 4000 hombres, la
componían portugueses y españoles. Dos batallones de estos, avanzados
en Aldeanueva, defendieron a palmos el terreno hasta la altura del
desfiladero, en donde se alojaban los portugueses. Sostúvose Wilson
en aquel punto durante horas, y no cedió sino a la superioridad del
número: según la relación de tan digno jefe, sus soldados se portaron
con el mayor brío, y al retirarse, los hubo que respondiendo a
fusilazos a la intimación del enemigo de rendirse, se abrieron paso
valerosamente.

[Sidenote: Extorsiones del ejército de Soult.]

El cuerpo del mariscal Soult mientras permaneció en tierra de
Plasencia, acostumbrado a vivir de rapiña, taló campos, quemó pueblos,
y cometió todo género de excesos. Al obispo de Coria Don Juan Álvarez
de Castro, anciano de ochenta y cinco años, [Sidenote: Muerte violenta
del obispo de Coria.] postrado en una cama, sacáronle de ella
violentamente merodeadores franceses, y sin piedad le arcabucearon.
Parecida atrocidad cometieron con otros pacíficos y honrados ciudadanos.

[Sidenote: Ejército de Venegas.]

En tanto, José pensó en hacer frente al general Venegas, que por su
parte había puesto en gran cuidado a la corte intrusa adelantándose al
Tajo en 23 de julio, al tiempo que el general Sebastiani retrocedió
a Toledo. Era el ejército de Don Francisco Venegas de los mejor
acondicionados de España, y sobresalían sus jefes entre los más
señalados. Estaba distribuido en cinco divisiones que regían: la
primera Don Luis Lacy; la segunda Don Gaspar Vigodet; la tercera Don
Pedro Agustín Girón; la cuarta Don Francisco González Castejón, y la
quinta Don Tomás de Zeráin. Gobernaba la caballería el marqués de Gelo.
Ya hablamos de su fuerza total.

[Sidenote: Su marcha.]

El 27 de julio dispuso el general Venegas que la primera división
pasase a Mora, cayendo sobre Toledo, al paso que él se trasladaba a
Tembleque con la cuarta y quinta, y avanzaban a Ocaña la segunda y
tercera. Ejecutose la operación, yendo hasta Aranjuez en la mañana del
29. Un destacamento de 400 hombres, mandados por el coronel Don Felipe
Lacorte, se extendió a la cuesta de la Reina, en donde dispersó tropas
del enemigo y les cogió varios prisioneros.

En tal situación, parecía natural que Venegas se hubiera metido en
Madrid, desguarnecido con la salida de José vía de Talavera. [Sidenote:
Nómbrale la junta capitán general de Castilla la Nueva.] Aguijón
era para ello el nombramiento que el mismo día 29 recibió de la
central, encargándole interinamente el mando de Castilla la Nueva, con
prevención de que residiese en Madrid. Pero siendo el verdadero motivo
de concederle esta gracia el disminuir el influjo pernicioso de Cuesta,
caso que nuestras tropas ocupasen la capital, se le advertía al mismo
tiempo que no se empeñase muy adelante, pues los ingleses, con pretexto
de falta de subsistencias, no pasarían del Alberche.

Hubiera aún podido detener a Venegas para entrar en Madrid el parte
que el 30 le dio Lacy desde Nuestra Señora de la Sisla, de que enemigos
se agolpaban a Toledo, si en el mismo día no hubiese también recibido
oficio de Cuesta anunciando la victoria de Talavera, coligiéndose de
ahí que la gente divisada por Lacy venía más bien de retirada que con
intento de atacarle. Sin embargo se limitó Venegas a reconcentrar su
fuerza en Aranjuez, apostando en el puente largo la división de Lacy
que había llamado de las cercanías de Toledo.

[Sidenote: Su incertidumbre.]

Permanecía así incierto, cuando el 3 de agosto le avisó Don Gregorio de
la Cuesta cómo se retiraba de Talavera. Con esta noticia parecía que
quien se había mostrado circunspecto en momentos favorables, seríalo
ahora mucho más y con mayor fundamento. Pero no fue así, pues en vez
de retirarse, tomó el 5 disposiciones para defender el paso del Tajo.
Apostó en sus orillas las divisiones primera, segunda y tercera, al
mando todas de Don Pedro Agustín Girón, que debían atender a los vados
y a los puentes Verde, de Barcas y la Reina, quedándose detrás camino
de Ocaña con las otras dos divisiones el mismo Venegas.

[Sidenote: Defiende el paso del Tajo en Aranjuez.]

Los franceses se presentaron en la ribera derecha a las dos de la tarde
del mismo 5, y empezaron por atacar la izquierda española colocada
en el jardín del infante Don Antonio, acometiendo después los tres
puentes. A todas partes acudía el general Girón con admirable presteza,
y en particular a la izquierda, apoyando sus esfuerzos los generales
Lacy y Vigodet. No menos animosos se mostraban los otros jefes y
soldados, y los hubo que apenas curados de sus heridas volvían a la
pelea. Los franceses viendo la porfía de la defensa abandonaron al
anochecer su intento. Perdimos 200 hombres; los enemigos 500, estando
más expuestos a nuestros fuegos.

Bastábale a Venegas la ventaja adquirida para que satisfecho se
retirase con honra; mas creciendo su confianza permaneció en Ocaña,
y se aventuró a una batalla campal. Los franceses frustrado su deseo
de pasar el Tajo por Aranjuez, hicieron continuos movimientos con
dirección a Toledo, lo cual excitó en Venegas la sospecha de que
querían atravesar hacia allí el río, y cogerle por la espalda. Situó en
consecuencia su ejército en escalones desde Aranjuez a Tembleque, en
donde estableció su cuartel general, enviando la quinta división sobre
Toledo. En efecto, los franceses pasaron en 9 de agosto el Tajo por
esta ciudad y los vados de Añover, y el 10 juntó el general español sus
fuerzas en Almonacid.

[Sidenote: Batalla de Almonacid.]

En la creencia de que los franceses solo eran 14.000, repugnábale a
Don Francisco Venegas desamparar la Mancha, inclinándose a presentar
batalla. Oyó, sin embargo, antes la opinión de los demás generales,
la cual coincidiendo con la suya, se acordó entre ellos atacar a los
franceses el 12, dando el 11 descanso a las tropas. Mas en este día
previnieron los enemigos los deseos de los nuestros trabando la acción
en la madrugada.

Componíase la fuerza francesa del cuarto cuerpo, al mando de Sebastiani,
y de la reserva, a las órdenes de Dessolles y de José en persona, cuyo
total ascendía a 26.000 infantes y 4000 caballos. Situáronse los
españoles delante de Almonacid y en ambos costados. El derecho le
guarnecía la segunda división, el izquierdo la primera, y ocupaban el
centro la cuarta y quinta. Quedó la reserva a retaguardia, destacándose
solo de ella dos o tres cuerpos. Distribuyose la caballería entre ambos
extremos de la línea, excepto algunos jinetes que se mantuvieron en el
centro.

Empezó a atacar el general Sebastiani antes que llegase su reserva,
dirigiéndose contra la izquierda española. Viose, por tanto, muy
comprometido un cuerpo de la primera división, y a punto de tener
que replegarse sobre los batallones de Bailén y Jaén, que eran dos
de los destacados de la tercera división. Ciaron también estos de
la cresta de un monte a la izquierda de la línea donde se alojaban,
herido mortalmente el teniente coronel de Bailén Don Juan de Silva.
Inútilmente fue a su socorro el general Girón, hasta que desplegando
al frente de las columnas enemigas Don Luis Lacy, con lo restante de
su primera división contuvo a aquellas y las rechazó, apoyado por la
caballería.

A la sazón llegó el general Dessolles con parte de la reserva francesa,
y animando a los soldados de Sebastiani renovose con más ardor la
refriega. Viéronse entonces también acometidas la cuarta y quinta
división española; la última, colocada a la derecha de Almonacid,
dio luego indicio de flaquear; mas la otra sostúvose bizarramente,
distinguiéndose los cuerpos de Jerez, Córdoba y Guardias españolas,
guiado el segundo con conocimiento y valentía por Don Francisco
Carvajal. Cargaba igualmente la caballería, y anunciábase allí la
victoria cuando, muerto el caballo del comandante de aquellos jinetes,
vizconde de Zolina, hombre de nimia superstición aunque de valor no
escaso, parose este tomando por aviso de Dios la muerte de su caballo.

Entretanto acudió José con el resto de la reserva al campo de batalla,
y rota la quinta división que ya había flaqueado, penetraron los
franceses hasta el cerro del castillo, al que subieron después de una
muy viva resistencia. Llegó con esto a ser muy crítica la situación
del ejército español, en especial la de la gente de Lacy, por lo
cual Venegas juzgó prudente retirarse. Para ello ordenó a la segunda
división del mando de Vigodet, que era la menos comprometida, que
formase a espaldas del ejército. Ejecutó dicho jefe esta maniobra con
prontitud y acierto, siguiendo a su división la cuarta, del cargo de
Castejón.

[Sidenote: Retirada del ejército español.]

No bastó tan oportuna precaución para verificar la retirada
ordenadamente, pues asustados algunos caballos con la voladura de
varios carros de municiones, dispersáronse e introdujeron desorden.
De allí, no obstante, con más o menos concierto, dirigiéronse todas las
divisiones por distintos puntos a Herencia, y en seguida a Manzanares.
[Sidenote: Su dispersión.] En esta villa, corriendo entre la caballería
la voz falsa y aciaga de que los enemigos estaban ya a la espalda en
Valdepeñas, desrancháronse los soldados, y de tropel y desmandadamente
no pararon hasta Sierra Morena, en donde, según costumbre, se juntaron
después y rehicieron. Costó a los españoles la batalla de Almonacid
4000 hombres, unos 2000 a los franceses.

Tan desventajosamente finalizó esta campaña de Talavera y la Mancha,
comenzada con favorable estrella. No se advirtió sin embargo en sus
resultas, a lo menos de parte de los españoles, lo que comúnmente
acontece en las guerras, en las que, según con razón asienta
Montesquieu, no suele ser lo más funesto las pérdidas reales que
en ellas se experimentan, sino las imaginarias y el desaliento
que producen. Lo que hubo de lastimoso en este caso fue haber
desaprovechado la ocasión de lanzar tal vez a los franceses del Ebro
allá y sobre todo la desunión momentánea de los aliados, a la que
sirvió de principal motivo la falta de bastimentos.

[Sidenote: Contestaciones con los ingleses sobre subsistencias.]

Cuestión ha sido esta que ya hemos tocado, y no volveríamos a renovarla
si no hubiese tenido particular influjo en las operaciones militares,
y mezcládose también en los vaivenes de la política. Hubo en ella por
ambas partes injusticia en las imputaciones, achacándose a la central
mala voluntad y hasta perfidia, y calificando esta de mero pretexto
las quejas, a veces fundadas, de los ingleses. Todos tuvieron culpa,
y más las circunstancias de entonces, juntamente con la dificultad
de alimentar un ejército en campaña cuando no es conquistador, y de
prevenir las necesidades por medio de oportunos almacenes. Se equivocó
la central en imaginar que con solo dar órdenes y enviar empleados se
abastecería el ejército inglés y español. A aquellas hubieran debido
acompañar medidas vigorosas de coacción, poniendo también cuidado en
encargar el desempeño de comisión tan espinosa a hombres íntegros y
capaces. Cierto que a un gobierno de índole tan débil como la central,
érale difícil emplear la coacción, sobre todo en Extremadura, provincia
devastada, y en donde hasta las mismas y fértiles comarcas del valle y
vera de Plasencia, primeras que habían de pisar los ingleses, acababan
de ser asoladas por las tropas del mariscal Victor. Pero hubo azar en
escoger por cabeza de los empleados a Lozano de Torres, quien, al paso
que bajamente adulaba al general en jefe inglés, escribía a la central
que eran las quejas de aquel infundadas: juego doble y villano, que
descubierto, obligó a Wellington a echar con baldón de su campo al
empleado español.

De parte de los ingleses hubo imprevisión en figurarse que a pesar de
los ofrecimientos y buenos deseos de la central, podría su ejército
ser completamente provisto y ayudado. Ya había este padecido en
Portugal falta de muchos artículos, aunque en realidad el gobierno
británico allí mandaba, y con la ventaja de tener próxima la mar.
Mayores escaseces hubieran debido temer en España, país entonces por
lo general más destruido y maltratado, no pudiendo contar con que
solo el patriotismo reparase el apuro de medios después de tantas
desgracias y escarmientos. Creer que el gobierno español hubiera de
antemano preparado almacenes, era confiar sobradamente en su energía y
principalmente en sus recursos. Los ingleses sabían por experiencia lo
dificultoso que es arreglar la hacienda militar o sea _comisariato_,
pues todavía en aquel tiempo tachaban ellos mismos de defectuosísimo
el suyo, y no era dable que España, en todo lo demás tan atrasada
respecto de Inglaterra, se le aventajase en este solo ramo y tan de
repente.

En vano pensó la junta suprema remediar en parte el mal enviando a
Extremadura a D. Lorenzo Calvo de Rozas, individuo suyo, y en cuyo
celo y diligencia ponía firme esperanza. Semejante determinación, que
no se tomó hasta 1.º de agosto, llegaba ya tarde, indispuestos los
ánimos de los generales entre sí, y agriados cada vez más con el escaso
fruto que se sacaba de la campaña emprendida. De poco sirvió también
para concordarlos la dejación voluntaria que hizo Cuesta de su mando,
anhelada por los mismos ingleses y expresamente pedida por su ministro
en Sevilla. Lord Wellington viendo que la abundancia no crecía [*]
[Sidenote: (* Ap. n. 9-3.)] cual deseaba, y que sus soldados enfermaban
y perecían sus caballos, declaró que estaba resuelto a retirarse
a Portugal. Entonces Eguía y Calvo hicieron, para desviarle de su
propósito, nuevos ofrecimientos, concluyendo con decirle el primero
que, a no ceder a sus instancias, creería que otras causas y no la
falta de subsistencias le determinaban a retirarse. Otro tanto y con
más descaro escribiole Calvo de Rozas. Ásperamente replicó Wellington,
indicando a Eguía que en adelante sería inútil proseguir entre ellos la
comenzada correspondencia.

[Sidenote: Llegada a España del marqués de Wellesley.]

Algunos, no obstante, mantuvieron esperanzas de que todo se compondría
con la venida a Sevilla del marqués de Wellesley, hermano del general
inglés y embajador nombrado por S. M. B. cerca del gobierno de España.
Había llegado el marqués a Cádiz el 4, y acogídole la ciudad cual
merecía su elevada clase y la fama de su nombre. No nos detendremos en
describir su entrada, mas no podemos omitir un hecho que allí ocurrió
digno de memoria. Fue, pues, que queriendo el embajador, agradecido
al buen recibimiento, repartir dinero entre el pueblo, Juan Lobato,
zapatero de oficio, y de un batallón de voluntarios, saliendo de entre
las filas díjole mesuradamente: «Señor Excelentísimo, no honramos a V.
E. por interés sino para corresponder a la buena amistad que nuestra
nación debe a la de V. E.» Rasgo muy característico y frecuente en el
pueblo español. Pasó después a Sevilla el nuevo embajador y reemplazó
a Mr. Frere, a quien la junta dio el título de marqués de la Unión
en prueba de lo satisfecha que estaba de su buen porte y celo. Uno
de los primeros puntos que trató Wellesley con la junta fue el de la
retirada de su hermano. [Sidenote: Plan de subsistencias.] Recayendo
la principal queja sobre la falta de provisiones, rogole el gobierno
español que le propusiese un remedio, y el marqués extendió un plan
sobre el modo de formar almacenes y proporcionar transportes, como
si el estado general de España y el de sus caminos y sus carruajes
estuviese al par del de Inglaterra. No obstante los obstáculos
insuperables que se ofrecían para su ejecución, aprobolo la central,
quizá con sus puntas de malicia, sin que por eso se adelantase cosa
alguna. [Sidenote: Retírase Wellington a Badajoz y fronteras de
Portugal.] Lord Wellington había ya empezado el 20 de agosto, desde
Jaraicejo, su marcha retrógrada, y deteniéndose algunos días en Mérida
y Badajoz, repartió en principios de septiembre su ejército entre
la frontera de Portugal y el territorio español. Muchos atribuyeron
esta retirada al deseo que tenía el gobierno inglés de que recayese
en Lord Wellington el mando en jefe del ejército aliado. Nosotros,
sin entrar en la refutación de este dictamen, nos inclinamos a creer
que, más que de aquella causa y de la falta de subsistencias, que en
efecto se padeció, provino semejante resolución del rumbo inesperado
que tomaron las cosas de Austria. Los ingleses habían pasado a España
en el concepto de que prolongándose la guerra en el Norte, tendrían
los franceses que sacar tropas de la península, y que no habría por
tanto que luchar en las orillas del Tajo sino con determinadas fuerzas.
Sucedió lo contrario, atribuyendo después unos y otros a causas
inmediatas lo que procedía de origen más alto. De todos modos, las
resultas fueron desgraciadas para la causa común, y la central, como
diremos después, recibió de este acontecimiento gran menoscabo en su
opinión.

[Sidenote: Conducta y tropelías del gobierno de José.]

El gobierno de José, por su parte, lleno de confianza, había aumentado
ya desde mayo sus persecuciones contra los que no graduaba de amigos,
incomodando a unos y desterrando a otros a Francia. Confundía en sus
tropelías al prócer con el literato, al militar con el togado, al
hombre elocuente con el laborioso mercader. Así salieron juntos, o unos
en pos de otros, a tierra de Francia el duque de Granada y el poeta
Cienfuegos, el general Arteaga y varios consejeros, el abogado Argumosa
y el librero Pérez. Mala manera de allegar partidarios, e innecesaria
para la seguridad de aquel gobierno, no siendo los extrañados hombres
de arrojo ni cabezas capaces de coligación. Expidiéronse igualmente
entonces por José decretos destemplados, como lo fueron el de disponer
de las cosechas de los habitantes sin su anuencia, y el de que se
obligase a los que tuviesen hijos sirviendo en los ejércitos españoles
a presentar en su lugar un sustituto o dar en indemnización una
determinada suma. Estos decretos, como los demás, o no se cumplían o
cumplíanse arbitrariamente, con lo que, en el último caso, se añadía a
la propia injusticia la dureza en la ejecución.

La guerra de Austria, aunque había alterado algún tanto al gobierno
intruso, no le desasosegó extremadamente, ni le contuvo en sus
procedimientos. [Sidenote: Opinión de Madrid.] Llegole más al alma la
cercanía de los ejércitos aliados y el ver que con ella los moradores
de Madrid recobraban nuevo aliento. Procuró por tanto deslumbrarlos
y divertir su atención haciendo repetidas salvas que anunciasen las
victorias conseguidas en Alemania; mas el español, inclinado entonces
a dar solo asenso a lo que le era favorable, acostumbrado además a las
artimañas de los franceses, no dando fe a lejanas nuevas, reconcentraba
todas sus esperanzas en los ejércitos aliados, cuya proximidad en
vano quiso ocultar el gobierno de José. [Sidenote: Júbilo que allí
hubo el día de Santa Ana.] Tocó en frenesí el contentamiento de los
madrileños el 26 de julio, día de Santa Ana, en el que los aldeanos que
andan en el tráfico de frutas de Navalcarnero y pueblos de su comarca,
esparcieron haber llegado allí y estar de consiguiente cercano a la
capital Sir Roberto Wilson y su tropa. Con la noticia, saliendo de sus
casas los vecinos, espontáneamente y de montón se enderezaron los más
de ellos hacia la puerta de Segovia para esperar a sus libertadores.
Los franceses no dieron muestra de impedirlo, limitándose el general
Belliard, que había quedado de gobernador, a sosegar con palabras
blandas el ánimo levantado de la muchedumbre. Durante el día reinó por
todo Madrid el júbilo más exaltado, dándose el parabién conocidos y
desconocidos, y entregándose al solaz y holganza. Pero en la noche,
llegado aviso del descalabro que padeció el mismo 26 la vanguardia
de Zayas, anunciáronlo los franceses al día siguiente como victoria
alcanzada contra todo el ejército combinado, sin que la publicación
hiciese mella en los madrileños, calificándola de falsa, sobre todo
cuando el 31 de resultas de la batalla de Talavera vieron que los
franceses tomaban disposiciones de retirada, y que los de su partido se
apresuraban a recogerse al Retiro. Salieron no obstante fallidas, según
en su lugar contamos, las esperanzas de los patriotas; mas, inmutables
estos en su resolución, comenzaron a decir el tan sabido _no importa_,
que, repetido a cada desgracia y en todas las provincias, tuvo en la
opinión particular influjo, probando, con la constancia del resistir,
que aquella frase no era hija de irrefleja arrogancia sino expresión
significativa del sentimiento íntimo y noble de que una nación, si
quiere, nunca es sojuzgada.

[Sidenote: Nuevos decretos de José.]

José, sin embargo, persuadido de que con la retirada de los ejércitos
aliados, las desavenencias entre ellos, la batalla de Almonacid y
lo que ocurría en Austria, se afirmaba más y más en el solio, tomó
providencias importantes y promulgó nuevos decretos. Antes ya había
instalado el consejo de estado, no pasando a convocar cortes, según
lo ofrecido en la constitución de Bayona, así por lo arduo de las
circunstancias, como por no agradar ni aun la sombra de instituciones
libres al hombre de quien se derivaba su autoridad. Entre los decretos,
muchos y de varia naturaleza, húbolos que llevaban el sello de tiempos
de división y discordia, como fueron el de confiscación y venta de
los bienes embargados a personas fugitivas y residentes en provincias
levantadas, y el de privación de sueldo, retiro o pensión a todo
empleado que no hubiese hecho de nuevo para obtener su goce solicitud
formal. De estas dos resoluciones, la primera, además de adoptar el
bárbaro principio de la confiscación, era harto amplia y vaga para
que en la aplicación no se acreciese su rigor; y la segunda, si bien
pudiera defenderse atendiendo a las peculiares circunstancias de un
gobierno intruso, mostrábase áspera en extenderse hasta la viuda y el
anciano, cuya situación era justo y conveniente respetar, evitándoles
todo compromiso en las discordias civiles.

Decidió también José no reconocer otras grandezas ni títulos sino los
que él mismo dispensase por un decreto especial, y suprimió igualmente
todas las órdenes de caballería existentes, excepto la militar de
España que había creado, y la antigua del Toisón de Oro; no permitiendo
ni el uso de las condecoraciones ni menos el goce de las encomiendas:
por cuyas determinaciones ofendiendo la vanidad de muchos se perjudicó
a otros en sus intereses, y tratose de comprometer a todos.

Aplaudieron algunos un decreto que dio José el 18 de agosto para la
supresión de todas las órdenes monacales, mendicantes y clericales.
Napoleón, en diciembre, había solo reducido los conventos a una tercera
parte; su hermano ampliaba ahora aquella primera resolución, ya por
no ser afecto a dichas corporaciones, ya también por la necesidad de
mejorar la hacienda.

[Sidenote: Medidas económicas.]

Los apuros de esta crecían, no entrando en arcas otro producto sino
el de las puertas de Madrid, aumentado solo con el recargo de ciertos
artículos de consumo. Semejante penuria obligó al ministro de hacienda,
conde de Cabarrús, a recurrir a medios odiosos y violentos, como el del
repartimiento de un empréstito forzoso entre las personas pudientes de
Madrid, [Sidenote: Plata de particulares.] y el de recoger la plata
labrada de los particulares. En la ejecución de estas providencias,
y sobre todo en la de la confiscación de las casas de los grandes y
otros fugitivos, cometiéronse mil tropelías, teniendo que valerse de
individuos despreciables y desacreditados, por no querer encargarse
de tal ministerio los hombres de vergüenza. Así fue que ni el mismo
gobierno intruso reportó gran provecho, echándose aquella turba de
malhechores, con la suciedad y ansia de harpías, sobre cuantas cosas de
valor se ofrecían a su rapacidad.

[Sidenote: Del palacio.]

Del palacio real se sacaron al propio tiempo todos los útiles de plata
que por antiguos o de mal gusto se habían excluido del uso común y se
llevaron a la casa de la moneda. Díjose que del rebusco se juntaron
cerca de ochocientas mil onzas de plata, cálculo que nos parece
excesivo.

[Sidenote: De iglesias.]

Tomáronse asimismo de las iglesias muchas alhajas, trasladándose a
Madrid bastante porción de las del Escorial. Cierto es que, entre
ellas, varias que se creían de oro no lo eran, y otras que se tenían
por de plata aparecieron solo de hojuela. [Sidenote: Mr. Napier.] El
historiador inglés Napier [ya es preciso nombrarle] empeñado siempre en
denigrar la conducta de los patriotas, dice que esta medida del intruso
excitó la codicia de los españoles, y produjo la mayor parte de las
bandas que se llamaron guerrillas. Aserción tan errónea y temeraria
que consta de público, y puede averiguarse en los papeles del gobierno
nacional, que si los jefes de aquellas tropas interceptaron parte de la
plata u otras alhajas de las que se llevaban a Madrid, por lo general
las restituyeron fielmente a sus dueños o las enviaron a Sevilla. Lo
contrario sucedió del lado de los franceses que, mirando a España como
conquista suya, u obligados sus jefes a echar mano de todo para mantener
sus tropas, se reservaron gran porción de aquellos efectos, en vez de
remitirlos al gobierno de Madrid. Con frecuencia se quejaba entre sus
amigos de tal desorden el conde de Cabarrús, añadiendo que Napoleón
nunca conseguiría su intento en la península, si no adoptaba el medio
de hacer la conquista con 600 millones y 60.000 hombres en lugar de
600.000 hombres y 60 millones, pues solo así podría ganar la opinión,
que era su más terrible enemigo.

Aquel ministro, de cuya condición y prendas hemos hablado anteriormente,
juzgó político y miró como inagotable recurso la creación que hizo por
decreto de 9 de junio, [Sidenote: Cédulas hipotecarias.] bajo nombre
de _cédulas hipotecarias_, de unos documentos que habían de trocarse
contra los créditos antiguos del estado de cualquiera especie, y
emplearse en la compra de bienes nacionales, con la advertencia de
que los que rehusaran adquirir dichos bienes recibirían en cambio
inscripciones del libro de la deuda pública que se establecía, cobrando
al año cuatro por ciento de interés. También discurrió Cabarrús
prohibir el curso de los vales reales en los países dominados por
los franceses, si no llevaban el sello del nuevo escudo adoptado por
José; lo que, en lugar de atraer los vales a la circulación de Madrid,
ahuyentolos, temerosos los tenedores de que el gobierno legítimo se
negase a reconocerlos con la nueva marca. Coligiéndose de ahí ser
Cabarrús el mismo de antes, esto es, sujeto de saber y viveza, pero
sobradamente inclinado a forjar proyectos a centenares, por lo cual
le había ya calificado con oportunidad el célebre conde de Mirabeau
_d’homme à expédients_.

Además, todas estas medidas, que flaqueaban ya por tantos lados
y particularmente por el de la confianza, base fundamental del
crédito, acabaron de hundirse con crear otras cédulas, [Sidenote:
Cédulas de indemnización y recompensa.] llamadas de _indemnización_
y _recompensa_, pues aunque al principio se limitó la suma de estas
a la de 100.000.000, y en forma diferente de las otras, claro era
que en un gobierno sin trabas como el de José, y en el que había de
contentarse a tantos, pronto se abusaría de aquel medio, ampliándole y
absorbiendo de este modo gran parte de los bienes nacionales destinados
a la extinción de la deuda. Así fue que, si bien al principio algunos
cortesanos y especuladores hicieron compras de cédulas hipotecarias,
con que adquirieron fincas pertenecientes a confiscos y comunidades
religiosas, padeció en breve aquel papel gran quebranto, quedando casi
reducido a valor nominal.

No sacando, pues, de ahogo tales medidas económicas al gobierno de
Madrid, tuvo Napoleón, mal de su grado, que suministrar de Francia
2.000.000 de francos mensuales, siendo aquella la primera guerra que,
en lugar de producir recursos a su erario, los menguaba.

[Sidenote: Otros decretos.]

Más atinado anduvo José en otros decretos que también promulgó
desde junio hasta fines del año 1809; entre ellos merece particular
alabanza el que abolió el _voto de Santiago_, impuesto gravosísimo
a los agricultores, del que hablaremos al tratar de las cortes de
Cádiz. Igualmente fueron notables el de la enseñanza pública, el de
la milicia y sus grados, el de municipalidades y el de quitar a los
eclesiásticos toda jurisdicción civil y criminal. Providencias estas
y otras, que si bien en mucha parte tiraban a la mejora del reino, no
eran apreciadas por falta de ejecución, y sobre todo porque desaparecía
su beneficio al lado de otras ruinosas, y de las lástimas que causaban
las persecuciones de particulares y los males comunes de la guerra.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO DÉCIMO.


_Sitio de Gerona. — Mal estado de la plaza. — Descripción de Gerona. —
Su población y fuerza. — Álvarez, gobernador. — Defectos de la plaza.
— Entusiasmo de los gerundenses. — San Narciso declarado generalísimo.
— Se presentan los franceses delante de Gerona. Mayo. — Circunvalan
la plaza. Junio. — Formalizan su ataque. — Entereza de Álvarez. —
Acometen los enemigos las torres avanzadas de Monjuich. — Empieza el
bombardeo contra la ciudad. — Beramendi. — Nieto. — Apodéranse los
enemigos de las torres avanzadas de Monjuich. — Desalojan los españoles
del Pedret a los enemigos. — Saint-Cyr con todo su ejército pasa al
sitio de Gerona. — Ocupa a San Feliú de Guíxols. — Correrías de los
partidarios. — Julio. — Embisten los enemigos a Monjuich. — Intrepidez
de Montoro. — Asalto de Monjuich. — Por cuatro veces son repelidos
los franceses. — Retíranse. — Pierson. El tambor Ancio. — Vuélase
la torre de S. Juan. — Arrojo de Beramendi. — Toman los franceses a
Palamós. — Mariscal Augereau. — Su proclama. — Partidarios que molestan
a los franceses. — Socorro que intenta entrar en Gerona. — Marshall.
— Continúan los franceses su ataque contra Monjuich. — Agosto. —
Ataque del revellín de Monjuich. — Grifols. — Abandonan los españoles
a Monjuich. — Esperanzas vanas de los franceses con la ocupación de
Monjuich. — Estrechan la plaza. — Respuesta notable de Álvarez. — Su
diligencia. — Don Joaquín Blake. — Va al socorro de Gerona. — Buenas
disposiciones que para ello se toman. — Septiembre. — Vese Saint-Cyr
engañado. — Entra un convoy y refuerzo en Gerona a las órdenes de
Conde. — Salida malograda de la plaza. — Asaltan los franceses la
plaza el 19 de septiembre. — Valor de la guarnición y habitantes.
— Álvarez. — Muerte de Marshall. — Son repelidos los franceses en
todas partes con gran pérdida. — Convierten los franceses el sitio
en bloqueo. — Intenta en vano Blake socorrer de nuevo la plaza. —
O’Donnell. — Haro. — Ventajas de los españoles y de los ingleses
cerca de Barcelona. — Octubre. — Empieza el hambre en Gerona. — Únese
O’Donnell al ejército. — El mariscal Augereau sucede a Saint-Cyr
en Cataluña. — Estréchase el bloqueo. — Auméntanse el hambre y las
enfermedades. — Tercera e inútil tentativa de Blake para socorrer a
Gerona. — Noviembre. — Hambre horrorosa. Carestía de víveres. — Vacila
el ánimo de algunos. — Inflexibilidad de Álvarez. — Bando de Álvarez. —
Gracias que concede la central a Gerona. — Congreso catalán. — Estado
deplorable de la plaza. — Diciembre. — Renuevan los franceses sus
ataques. — Ataque del 7 de diciembre. — Se agolpan contra Gerona todo
género de males. — Enfermedad de Álvarez. — Sustitúyele Don Julián
Bolívar. — Háblase de capitular. — Honrosa capitulación de Gerona.
— Extraordinaria defensa la de esta plaza. — Álvarez, trasladado a
Francia. — Su muerte. — Sospechas de que fue violenta. — Honores
concedidos a la memoria de Álvarez. — Estado de las otras provincias.
— Provincias libres. — Provincias ocupadas. — Navarra y Aragón. —
Renovales. — Combates en Roncal. — Correspondencia entre los franceses
y Renovales. — Sarasa. — San Julián de la Peña quemado. — Combates
en los valles de Ansó y Roncal. — Capitulan los valles. — Benasque.
— Perena y otros partidarios. — Nuevas partidas. — Ríndese Benasque.
— Junta de Aragón. — Gayán. — Le atacan los franceses. — Se apoderan
de la Virgen del Tremedal. — Entra Suchet en Albarracín y Teruel. —
Cuenca y Guadalajara. — Atalayuelas. — El Empecinado. — Hechos de
este. — La Mancha. — Francisquete. — León y Castilla. — Don Julián
Sánchez. — El Capuchino, Saornil. — Juntas y partidarios en el camino
de Francia. — Mina el mozo. — Sucesos generales de la nación. — Estado
de desasosiego de la central. — Don Francisco de Palafox. — Consulta
del consejo. — Su ceguedad. — Altercados de las juntas de provincia y
la central. Sevilla. — Extremadura. — Valencia. — Exposición de esta
contra el consejo. — Trama para disolver la central. — Descúbrela
el embajador de Inglaterra. — Trata la central de reconcentrar la
potestad ejecutiva. — Diversidad de opiniones. — Nómbrase al efecto
una comisión. — Nómbrase otra segunda. — Nuevos manejos. — Palafox. —
Romana. — Su inconsiderada conducta y su representación. — Nómbrase la
comisión ejecutiva. — Fíjase el día de juntarse las cortes. — Instálase
la comisión ejecutiva. — Estado de Europa. — Expediciones inglesas.
— Contra Nápoles. — Contra el Escalda. — Desgraciadísima esta. — Paz
entre Napoleón y el Austria. — Manifiesto de la central. — Prurito de
batallar de la central. — Ejército de la izquierda. — General Marchand.
— Carrier. — Primera defensa de Astorga. — Muévese el duque del Parque
al frente del ejército de la izquierda. — Batalla de Tamames. —
Gánanla los españoles. — Únese Ballesteros a Parque. — Entra Parque en
Salamanca. — Únesele la división castellana. — Ejércitos españoles del
mediodía. — Únese al de la Mancha parte del ejército de Extremadura. —
Fuerza de este ejército reunido al mando de Eguía. — Posición de los
franceses. — Irresolución de Eguía. — Sucédele en el mando Aréizaga.
— Favor de que este goza. — Lord Wellington en Sevilla. — Ibarnavarro
consejero de Aréizaga. — Muévese este. — Choque en Dos Barrios. —
Aréizaga en Tembleque. — Ejército español en Ocaña. — Movimientos
inciertos y mal concertados de Aréizaga. — Choque de caballería en
Ontígola. — Fuerzas que acercan los franceses. — Batalla de Ocaña.
— Horrorosa dispersión. Pérdida de Ocaña. — Resultas. — Se retira
Alburquerque a Trujillo. — Movimientos del duque del Parque. — Acción
de Medina del Campo. — Acción de Alba de Tormes. — Valor de Mendizábal.
— Retirada de los españoles. — Retirada de los ingleses del Guadiana
al norte del Tajo. — Flaqueza de la comisión ejecutiva. — Comisionados
enviados a La Carolina. — Prisión de Palafox y Montijo. — Manejos de
Romana y de su hermano Caro. — Tropelías. — Estado deplorable de la
junta central. — Providencias de la comisión ejecutiva y de la junta. —
Proposición de Calvo sobre libertad de imprenta. — Modo de convocarse
las cortes. — Mudanza de individuos en la comisión ejecutiva. — Decreto
de la central para trasladarse a la Isla de León._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO DÉCIMO.


[Sidenote: Sitio de Gerona.]

«Será pasado por las armas el que profiera la voz de capitular o de
rendirse.» Tal pena impuso por bando, al acercarse los franceses a
Gerona, su gobernador Don Mariano Álvarez de Castro. Resolución que
por su parte procuró cumplir rigurosamente, y la cual sostuvieron con
inaudito tesón y constancia la guarnición y los habitantes.

[Sidenote: Mal estado de la plaza.]

Preludio fueron de esta tercera y nunca bien ponderada defensa las
otras dos, ya relatadas, de junio y julio del año anterior. Los
franceses no consideraban importante la plaza de Gerona, habiéndola
calificado de muy imperfecta el general Marescot, comisionado para
reconocerla; juicio tanto más fundado, cuanto, prescindiendo de lo
defectuoso de sus fortificaciones, estaban entonces estas, unas
cuarteadas, otras cubiertas de arbustos y malezas, y todas desprovistas
de lo más necesario. Corrigiéronse posteriormente algunas de aquellas
faltas, sin que por eso creciese en gran manera su fortaleza.

[Sidenote: Descripción de Gerona.]

Gerona, cabeza del corregimiento de su nombre, situada en lo antiguo
cuesta abajo de un monte, extendiose después por las dos riberas del
Oñar, llamándose el Mercadal la parte colocada a la izquierda. La de la
derecha se prolonga hasta donde el mencionado río se une con el Ter,
del que también es tributario por el mismo lado, y después de correr
por debajo de varias calles y casas el Galligans, formado de las aguas
vertientes de los montes situados al nacimiento del sol. Comunícanse
ambas partes de la ciudad por un hermoso puente de piedra, y las
circuía un muro antiguo con torreones, cuyo débil reparo se mejoró
después, añadiendo siete baluartes, cinco del lado del Mercadal y dos
del opuesto; habiendo solo foso y camino cubierto en el de la puerta de
Francia. Dominada Gerona en su derecha por varias alturas, eleváronse
en diversos tiempos fuertes que defendiesen sus cimas. En la que mira
al camino de Francia y, por consiguiente, en la más septentrional
de ellas, se construyó el castillo de Monjuich, con cuatro reductos
avanzados, y en las otras, separadas de esta por el valle que riega el
Galligans, los del Calvario, Condestable, reina Ana, Capuchinos, del
Cabildo y de la Ciudad. Antes del sitio se contaban algunos arrabales,
y abríase delante del Mercadal un hermoso y fértil llano que, bañado
por el Ter, el riachuelo Güell y una acequia, estaba cubierto de aldeas
y deleitables quintas.

[Sidenote: Su población y fuerza.]

La población de Gerona en 1808 ascendía a 14.000 almas, y al comenzar
el tercer sitio constaba su guarnición de 5673 hombres de todas
armas. Mandaba la plaza, en calidad de gobernador interino, D. Mariano
Álvarez de Castro, [Sidenote: Álvarez, gobernador.] natural de Granada
y de familia ilustre de Castilla la Vieja, quien con la defensa
inmortalizó su nombre. Era teniente de rey Don Juan Bolívar, que se
había distinguido en las dos anteriores acometidas de los franceses,
y dirigían la artillería y los ingenieros los coroneles Don Isidro de
Mata y Don Guillermo Minali; el último trabajó incesantemente y con
acierto en mejorar las fortificaciones.

[Sidenote: Defectos de la plaza.]

Por la descripción que acabamos de hacer de Gerona y por la noticia
que hemos dado de sus fuerzas, se ve cuán flacas eran estas y cuán
desventajosa su situación. Enseñoreada por los castillos, tomado que
fuese uno de ellos, particularmente el de Monjuich, quedaba la ciudad
descubierta, siendo favorables al agresor todos los ataques. Además, si
atendemos a los muchos puntos que había fortificados, y a la extensión
del recinto, claro es que para cubrir convenientemente la totalidad de
las obras, se requerían por lo menos de 10 a 12.000 hombres, número
lejano de la realidad. A todo suplió el patriotismo.

[Sidenote: Entusiasmo de los gerundenses.]

Animados los gerundenses con antiguas memorias, y reciente en ellos la
de las dos últimas defensas, apoyaron esforzadamente a la guarnición,
distribuyéndose en ocho compañías que, bajo el nombre de Cruzada,
instruyó el coronel Don Enrique O’Donnell. Compusiéronla todos los
vecinos sin excepción de clase ni de estado, incluso el clero secular
y regular, y hasta las mujeres se juntaron en una compañía que
apellidaron de Santa Bárbara, la cual, dividida en cuatro escuadras,
llevaba cartuchos y víveres a los defensores, recogiendo y auxiliando a
los heridos.

[Sidenote: San Narciso declarado generalísimo.]

Anteriormente, habíase también tratado de excitar la devoción de los
gerundenses nombrando por generalísimo a San Narciso, su patrono. Desde
muy antiguo tenían los moradores en la protección del santo entera
y sencilla fe. Atribuían a su intercesión prosperidades en pasadas
guerras, y en especial la plaga de moscas que tanto daño causó, según
cuentan, en el siglo decimotercero al ejército francés que bajo su
rey Felipe el Atrevido puso sitio a la plaza; sitio en el que, por
decirlo de paso, grandemente se señaló el gobernador Ramón Folch de
Cardona, quien, al asalto, como refiere Bernardo Desclot, tañendo su
añafil y soltadas las galgas, no dejó sobre las escalas francés que
no fuese al suelo herido o muerto. Ciertos hombres, sin profundizar
el objeto que llevaron los jefes de Gerona, hicieron mofa de que se
declarase generalísimo a San Narciso, y aun hubo varones cuerdos que
desaprobaron semejante determinación, temiendo el influjo de vanas
y perniciosas supersticiones. Era el de los últimos arreglado modo
de sentir para tiempos tranquilos, pero no tanto para los agitados y
extraordinarios. De todas las obligaciones, la primera consiste en
conservar ilesos los hogares patrios, y lejos de entibiar para ello el
fervor de los pueblos, conviene alimentarle y darle pábulo hasta con
añejas costumbres y preocupaciones; por lo cual, el atento político y
el verdadero hombre religioso, enemigos de indiscretas y reprensibles
prácticas, disculparán, no obstante, y aun aplaudirán en el apretado
caso de Gerona, lo que a muchos pareció ridícula y singular resolución,
hija de grosera ignorancia.

[Sidenote: Se presentan los franceses delante de Gerona. Mayo.]

Los franceses, preparándose de antemano para el sitio, se presentaron
a la vista de la plaza el 6 de mayo, en las alturas de Costa Roja.
Mandaba entonces aquellas tropas el general Reille, hasta que el 13 le
reemplazó Verdier, quien continuó a la cabeza durante todo el sitio.
Con este general, y sucesivamente, llegaron otros refuerzos, y el 31
arrojaron los enemigos a los nuestros de la ermita de los Ángeles,
que fue bien defendida. Hubo varias escaramuzas, pero lo corto de
la guarnición no permitió retardar, cual conviniera, las primeras
operaciones del sitiador. Solamente los paisanos de las inmediaciones
de Montagut, tiroteándose con él a menudo, le molestaron bastantemente.

[Sidenote: Circunvalan la plaza. Junio.]

Al comenzar junio fue la plaza del todo circunvalada. Colocose la
división westfaliana de los franceses, al mando del general Morio, desde
la margen izquierda del Ter, por San Medir, Montagut y Costa Roja;
la brigada de Joba en Pont-Mayor, y los regimientos de Berg y
Wurszburgo en las alturas de San Miguel y Villa Roja hasta los Ángeles;
cubrieron el terreno del Oñar al Ter por Montelibi, Palau y el llano de
Salt tropas enviadas de Vic por Saint-Cyr, ascendiendo el conjunto de
todas a 18.000 hombres. Hubiera preferido el último general bloquear
estrechamente la plaza a sitiarla; mas sabiéndose en el campo francés
que no gozaba del favor de su gobierno, y que iba a sucederle en el
mando el mariscal Augereau, no se atendieron debidamente sus razones,
llevando Verdier adelante su intento de embestir a Gerona.

[Sidenote: Formalizan su ataque.]

Reunido el 8 de junio el tren de sitio correspondiente, resolvieron
los enemigos emprender dos ataques, uno flojo contra la plaza, otro
vigoroso contra el castillo de Monjuich y sus destacadas torres
o reductos. Mandaban a los ingenieros y artillería francesa los
generales Sanson y Taviel. Antes de romper el fuego se presentó el 12
un parlamentario para intimar la rendición, [Sidenote: Entereza de
Álvarez.] mas el fiero gobernador Álvarez respondió que no queriendo
tener trato ni comunicación con los enemigos de su patria, recibiría en
adelante a metrallazos a sus emisarios. Hízolo así en efecto siempre
que el francés quiso entrar en habla. Criticáronle algunos de los que
piensan que en tales lances han de llevarse las cosas reposadamente,
mas le loó muy mucho el pueblo de Gerona, empeñando infinito en la
defensa tan rara resolución, cumplida con admirable tenacidad.

[Sidenote: Acometen los enemigos las torres avanzadas de Monjuich.]

Los enemigos habían desde el 8 empezado a formar una paralela en
la altura de Tramón a 600 toesas de las torres de San Luis y San
Narciso, dos de las mencionadas de Monjuich, sacando al extremo de
dicha paralela un ramal de trinchera, delante de la cual plantaron
una batería de ocho cañones de a 24 y dos obuses de a nueve pulgadas.
Colocaron también otra batería de morteros detrás de la altura Denroca
a 360 toesas del baluarte de San Pedro, situado a la derecha del Oñar
en la puerta de Francia. Los cercados, a pesar del incesante fuego que
desde sus muros hacían, no pudieron impedir la continuación de estos
trabajos.

[Sidenote: Empieza el bombardeo contra la ciudad.]

Progresando en ellos y recibida que fue por los franceses la repulsa
del gobernador Álvarez, empezó el bombardeo en la noche del 13 al 14,
y todo resonó con el estruendo del cañón y del mortero. Los soldados
españoles corrieron a sus puestos, otro tanto hicieron los vecinos,
acompañándolos a todas partes las doncellas y matronas alistadas en la
compañía de Santa Bárbara. Sin dar descanso prosiguieron en su porfía
los enemigos hasta el 25, y no por eso se desalentaron los nuestros, ni
aun aquellos que entonces se estrenaban en las armas. El 14 incendiose
y quedó reducido a cenizas el hospital general; gran menoscabo por los
efectos allí perdidos, difíciles de reponer. La junta corregimental, que
en todas ocasiones se portó dignamente, reparó algún tanto el daño,
[Sidenote: Beramendi.] coadyuvando a ello la diligencia del intendente
Don Carlos Beramendi y el buen celo del cirujano mayor Don Juan
Andrés Nieto, [Sidenote: Nieto.] que en un memorial histórico nos ha
transmitido los sucesos más notables de este sitio.

[Sidenote: Apodéranse los enemigos de las torres avanzadas de Monjuich.]

Al rayar del 14 también acometieron los enemigos las torres de San
Luis y San Narciso, apagaron sus fuegos, descortinaron su muralla,
y abriendo brecha obligaron a los españoles a abandonar el 19 ambas
torres. Lo mismo aconteció el 21 con la de San Daniel, que evacuaron
nuestros soldados. Este pequeño triunfo envalentonó a los sitiadores,
causándoles después grave mal su sobrada confianza.

[Sidenote: Desalojan los españoles del Pedret a los enemigos.]

En la noche del 14 al 15 desalojaron los mismos a una guerrilla
española del arrabal del Pedret, situado fuera de la puerta de Francia;
y levantando un espaldón, trataron de establecerse en aquel punto.
Temeroso el gobernador de que erigiesen allí una batería de brecha,
dispuso una salida combinada con fuerza de Monjuich y de la plaza.
Destruyeron los nuestros el espaldón y arrojaron al enemigo del
arrabal.

[Sidenote: Saint-Cyr con todo su ejército pasa al sitio de Gerona.]

En tanto, el general en jefe francés Saint-Cyr, habiendo enviado a
Barcelona sus enfermos y heridos, aproximose a Gerona. En su marcha
cogió ganado vacuno, que del Llobregat iba para el abasto de la
ciudad sitiada. Sentó el 20 de junio su cuartel general en Caldas,
y extendiendo sus fuerzas hacia la marina, [Sidenote: Ocupa a San
Feliú de Guíxols.] se apoderó el 21, aunque a costa de sangre, de San
Feliú de Guíxols. Con su llegada aumentose el ejército francés a unos
30.000 hombres. Los somatenes y varios destacamentos molestaban a los
franceses en los alrededores, [Sidenote: Correrías de los partidarios.]
y antes de acabarse junio cogieron un convoy considerable y 120
caballos de la artillería que venían para el general Verdier. Corrió
así aquel mes sin que los franceses hubiesen alcanzado en el sitio
de Gerona otra ventaja más que la de hacerse dueños de las torres
indicadas.

[Sidenote: Julio. Embisten los enemigos a Monjuich.]

Pusieron ahora sus miras en Monjuich. Guarnecíanle 900 hombres, a las
órdenes de Don Guillermo Nash, estando todos decididos a defender el
castillo hasta el último trance. Al alborear del 3 de julio empezaron
los enemigos a atacarle valiéndose de varias baterías, y en especial
de una llamada Imperial que plantaron a la izquierda de la torre de
San Luis, compuesta de 20 piezas de grueso calibre y 2 obuses. En todo
el día aportillose ya la cara derecha del baluarte del norte, y los
defensores se prepararon a resistir cualquiera acometida practicando
detrás de la brecha oportunas obras. El fuego del enemigo había
derribado del ángulo flanqueado de aquel baluarte la bandera española
que allí tremolaba. [Sidenote: Intrepidez de Montoro.] Al verla caída,
se arrojó al foso el subteniente Don Mariano Montoro, recobrola y
subiendo por la misma brecha la hincó y enarboló de nuevo: acción
atrevida y digna de elogio.

[Sidenote: Asalto de Monjuich.]

No tardaron los enemigos en intentar el asalto del castillo.
Emprendiéronle furiosamente a las diez y media de la noche del 4 de
julio; vanos fueron sus esfuerzos, inutilizándolos los nuestros con
su serenidad y valentía. Suspendieron por entonces los contrarios sus
acometimientos; mas en la mañana del 8 renovaron el asalto en columna
cerrada y mandados por el coronel Muff. [Sidenote: Por cuatro veces
son repelidos los franceses.] Tres veces se vieron repelidos haciendo
en ellos grande estrago la artillería cargada con balas de fusil,
particularmente un obús dirigido por Don Juan Candy. Insistió el jefe
enemigo Muff en llevar sus tropas por cuarta vez al asalto, hasta
que, herido él mismo, desmayaron los suyos y se retiraron. [Sidenote:
Retíranse.] Perdieron en esta ocasión los sitiadores unos 2000
hombres, entre ellos 11 oficiales muertos y 66 heridos. Mandaba en la
brecha a los españoles Don Miguel Pierson, [Sidenote: Pierson.] que
pereció defendiéndola, y distinguiose al frente de la reserva Don Blas
de Fournás. Durante el asalto tuvieron constantemente los franceses
en el aire, contra el punto atacado, 7 bombas y muchos otros fuegos
parabólicos. Grandes y esclarecidos hechos allí se vieron. [Sidenote:
El tambor Ancio.] Fue de notar el del mozo Luciano Ancio, tambor
apostado para señalar con la caja los tiros de bomba y granada. Llevole
un casco parte del muslo y de la rodilla, y al quererle transportar al
hospital opúsose, diciendo: «No, no, aunque herido en la pierna tengo
los brazos sanos para con el toque de caja librar de las bombas a mis
amigos.»

[Sidenote: Vuélase la torre de San Juan.]

Enturbió algún tanto la satisfacción de aquel día el haberse volado la
torre de San Juan, obra avanzada entre Monjuich y la plaza. Casi todos
los españoles que la guarnecían perecieron, salvando a unos pocos Don
Carlos Beramendi, [Sidenote: Arrojo de Beramendi.] que sin reparar
en el horroroso fuego del enemigo acudió a aquel punto, mostrándose
entonces, como en tantos otros casos de este sitio, celoso intendente,
incansable patriota y valeroso soldado.

Esto ocurría en Gerona cuando el general Saint-Cyr, atento a alejar de
la plaza todo género de socorros, después de haber ocupado a San Feliú
de Guíxols creyó también oportuno apoderarse de Palamós, enviando para
ello el 5 de julio al general Fontane. [Sidenote: Toman los franceses a
Palamós.] Este puerto casi aislado hubiera podido resistir largo tiempo
si le hubieran defendido tropas aguerridas y buenas fortificaciones.
Pero estas, de suyo malas, se hallaban descuidadas, y solamente las
coronaban algunos somatenes y miqueletes, que sin embargo se negaron a
rendirse y disputaron el terreno a palmos. Cañoneras fondeadas en el
puerto hicieron al principio bastante fuego; mas el de los enemigos las
obligó a retirarse. Entraron los franceses la villa y casi todos los
defensores perecieron, no siéndoles dado acogerse según lo intentaron a
las cañoneras y otros barcos que tomaron viento y se alejaron.

[Sidenote: Mariscal Augereau.]

Por el mismo tiempo llegó a Perpiñán el mariscal Augereau. Confiado en
que los catalanes escucharían su voz, dirigioles una proclama en mal
español, que mandó publicar en los pueblos del principado. [Sidenote:
Su proclama.] Mas apenas se habían fijado tres de aquellos carteles,
cuando el coronel Don Antonio Porta destruyó en San Lorenzo de la Muga
el destacamento encargado de tal comisión, volviendo a Perpiñán pocos
de los que le componían. Un ataque de gota en la mano y el ver que no
era empresa la de Cataluña tan fácil como se figuraba, detuvieron algún
tiempo al mariscal Augereau en la frontera, por lo que continuó todavía
mandando el séptimo cuerpo el general Saint-Cyr.

[Sidenote: Partidarios que molestan a los franceses.]

No desayudaban tampoco a los heroicos esfuerzos de Gerona las
escaramuzas con que divertían a los franceses los somatenes, miqueletes
y alguna tropa de línea. Don Antonio Porta los molestaba desde la raya
de Francia hasta Figueras; de aquí a Gerona entreteníalos el doctor Don
Francisco Robira, infatigable y audaz partidario. El general Wimpffen,
Don Pedro Cuadrado y los caudillos Miláns, Iranzo y Clarós, corrían la
tierra que media desde Hostalrich por Santa Coloma hasta la plaza de
Gerona. Por tanto para despejar la línea de comunicación con Francia
tuvo Saint-Cyr que enviar el 12 de julio una brigada del general Souham
a Bañolas, al mismo tiempo que el general Guillot desde Figueras se
adelantaba a San Lorenzo de la Muga.

[Sidenote: Socorro que intenta entrar en Gerona.]

Muy luego de comenzar el sitio habían los de Gerona pedido socorro,
y en respuesta a su demanda trataron las autoridades de Cataluña de
enviar un convoy y alguna fuerza a las órdenes de Don Rodulfo Marshall,
[Sidenote: Marshall.] irlandés de nación y hombre de bríos, que había
venido a España a tomar parte en su sagrada lucha. Pasaron los nuestros
delante del general Pino en Llagostera sin ser descubiertos; mas
avisado el enemigo por un soldado zaguero, tomó el general Saint-Cyr
sus medidas, y el 10 interceptó en Castellar el socorro, entrando solo
en la plaza el coronel Marshall con unos cuantos que lograron salvarse.

[Sidenote: Continúan los franceses su ataque contra Monjuich.]

Los sitiadores después del malogrado asalto de Monjuich prolongaron
sus trabajos, y abrazando los dos frentes del nordeste y noroeste
se adelantaron hasta la cresta del glacis. Nuevas y multiplicadas
baterías levantaron sin que los detuviesen nuestros fuegos ni el valor
de los sitiados. Perecieron el 31 muchos de ellos en la torre de San
Luis, que voló una bomba arrojada de la plaza, y en una salida que
voluntariamente hicieron del castillo en el mismo día varios soldados.

[Sidenote: Agosto. Ataque del revellín de Monjuich.]

Entrado agosto, continuaron los franceses con el mismo ahínco en
acometer a Monjuich, y en la noche del 3 al 4 quisieron apoderarse del
revellín del frente de ataque. Frustrose por entonces su intento; pero
al día siguiente se hicieron dueños de aquella obra, alojándose en la
cresta de la brecha: 800 hombres defendían el revellín, 50 perecieron,
[Sidenote: Grifols.] y con ellos su bizarro jefe Don Francisco de Paula
Grifols. Ni aun así se enseñorearon los franceses de Monjuich. Los
defensores antes de abandonarle hicieron una salida el 10 en daño de
los contrarios.

Sin embargo, previendo el gobernador del castillo, Don Guillermo Nash,
que no le sería ya dado sostenerse por más tiempo, había consultado
en aquellos días a su jefe Don Mariano Álvarez, quien opuesto a todo
género de capitulación o retirada tardó en contestarle. [Sidenote:
Abandonan los españoles a Monjuich.] Nash entonces juntó un consejo
de guerra y con su acuerdo evacuó a Monjuich el 12 de agosto a las
seis de la tarde, destruyendo antes la artillería y las municiones.
Ocuparon los franceses aquellos escombros, siendo maravillosa y dechado
de defensas la de este castillo, pues los sitiadores solo penetraron
en su recinto al cabo de dos meses de expugnación, y después de haber
levantado diez y nueve baterías, abierto varias brechas, y perdido
más de 3000 hombres. De los 900 que componían la guarnición española
murieron 18 oficiales y 511 soldados, sin quedar apenas quien no
estuviese herido.

Poco antes de la evacuación, y ya esta resuelta, recibió Don Guillermo
Nash pliegos del gobernador Álvarez, en los que, lejos de aprobar
la retirada de Monjuich, estimulaba a la defensa con premios y
ofrecimientos. No por eso se cambió de parecer, juzgando imposible
prolongar la resistencia. Los jefes, al entrar en la plaza, pidieron
que se les formase consejo de guerra si no habían cumplido con su
obligación. Pero Álvarez, justo no menos que tenaz y valeroso, aprobó
su conducta.

[Sidenote: Esperanzas vanas de los franceses con la ocupación de
Monjuich.]

Miraba el enemigo como tan importante la rendición de Monjuich que al
dar Verdier cuenta de ella a su gobierno, afirmaba que la ciudad se
entregaría dentro de ocho o diez días. Grande fue su engaño. Cierto era
que la plaza, con la pérdida del castillo, quedaba por aquella parte
muy comprometida, cubriéndola solo un flaco y antiguo muro, y ningunos
otros fuegos sino los de la torre de la Gironella y los de dos baterías
situadas encima de la puerta de San Cristóbal y muralla de Sarracinas.
También los franceses se habían posesionado el 2 del convento de San
Daniel, en la cañada del Galligans, e impedido la entrada de los cortos
socorros que todavía de cuando en cuando penetraban en la plaza por
aquel lado.

[Sidenote: Estrechan la plaza.]

Hasta entonces, persuadidos los sitiadores de que con la ocupación de
Monjuich abriría la ciudad sus puertas, no habían contra ella apretado
el sitio. Solo por medio de una batería de 4 cañones y 2 obuses,
plantada en la ladera del Puig Denroca, molestaban a los vecinos y
hacían desde su elevada posición daño en los baluartes de San Pedro,
Figuerola y en San Narciso. Construyeron ahora tres baterías: una en
Monjuich de 4 cañones de a 24; otra encima del arrabal de San Pedro,
y la tercera en el monte Denroca. Rompieron todas ellas sus fuegos el
día 19, atacando principalmente la muralla de San Cristóbal y la puerta
de Francia. Los sitiados para remediar el estrago y ofrecer nuevos
obstáculos imaginaron muchas y oportunas obras: cerraron las calles
que desembocan en la plaza de San Pedro, y abrieron una gran cortadura
defendida detrás por un parapeto. Los franceses, que, escarmentados
con el ejemplar de Zaragoza, huían de empeñar la lucha en las calles,
no insistieron con ahínco en su ataque de la puerta de Francia, y
revolvieron contra la de San Cristóbal y muralla de Santa Lucía, paraje
en verdad el más flaco y elevado de la plaza. Adelantaron para ello sus
trabajos, y construidas nuevas baterías de brecha y morteros, vomitaron
estas muerte y destrozos los últimos días de agosto, con especialidad
en los dos puntos últimamente indicados y en los cuarteles nuevo y
viejo de Alemanes. Quisieron el 25 alojarse los enemigos en las casas
de la Gironella; pero una partida española que salió del fuerte del
Condestable impidió su intento, matando a unos y cogiendo a otros
prisioneros.

Pocos esfuerzos de esta clase le era lícito hacer a la guarnición,
escasa de suyo y menguada con las pérdidas de Monjuich y las diarias de
la plaza. La corta población de Gerona tampoco daba ensanche, como en
Zaragoza, para repetir las salidas. Ni aun apenas hubiera quedado gente
que cubriese los puestos si de cuando en cuando, y subrepticiamente,
no se hubiesen introducido en el recinto algunos hombres llevados de
verdadera y desinteresada gloria, de los cuales en aquellos días hubo
100 que vinieron de Olot.

[Sidenote: Respuesta notable de Álvarez.]

No obstante, el gobernador Don Mariano Álvarez, activo al propio tiempo
que cuerdo, no desaprovechaba ocasión de molestar al enemigo y retardar
sus trabajos, y a un oficial que encargado de una pequeña salida le
preguntaba que adónde, en caso de retirarse, se acogería, respondiole
severamente, _al cementerio_.

[Sidenote: Su diligencia.]

Mas luego que vio atacado el recinto de la plaza, puso su mayor
conato en reforzar el punto principalmente amenazado: para lo cual,
construyendo en parajes proporcionados varias baterías, hasta colocó
una de dos cañones encima de la bóveda de la catedral. Aunque los
enemigos desencabalgaron pronto muchas piezas, ofendíales en gran
manera la fusilería de las murallas, y sobre todo las granadas, bombas
y polladas que de lugares ocultos se lanzaban a las trincheras y
baterías vecinas. Los apuros, sin embargo, crecían dentro de la ciudad,
y se disminuía más y más el número de defensores, siendo ya tiempo de
que fuese socorrida.

[Sidenote: Don Joaquín Blake.]

El general Don Joaquín Blake, quien, después de su desgraciada campaña
de Aragón, regresó, según dijimos, a Cataluña, puesta también bajo
su mando, salió en julio de Tarragona con solo sus ayudantes, y
recorrió la tierra hasta Olot. En su viaje, si bien detenido por una
indisposición, no permaneció largo tiempo, retrocediendo a Tortosa
antes de concluirse el mes; de allí, tomadas ciertas disposiciones,
pensó con eficacia en auxiliar a Gerona.

[Sidenote: Va al socorro de Gerona.]

Aguijábanle a ello las vivas reclamaciones de aquella plaza, y las
que de palabra hizo Don Enrique O’Donnell, enviado por Álvarez al
intento. Blake, resuelto a la empresa, atendió antes de su partida a
distraer al enemigo en las otras provincias que abrazaba su distrito,
por cuyo motivo envió una división a Aragón, dejó otra en los lindes
de Valencia, y él con la de Lazán se trasladó en persona a Vic, en
donde, no terminado todavía agosto, estableció su cuartel general. A su
llegada agregó a su gente las partidas y somatenes que hormigueaban por
la tierra, y pasó a Sant Hilari y ermita del Padró. Desde este punto
quiso llamar la atención del enemigo a varios otros para ocultar el
verdadero por donde pensaba introducir el socorro. [Sidenote: Buenas
disposiciones que para ello se toman.] Así fue que el 30 de agosto en
la tarde envió a Don Enrique O’Donnell con 1200 hombres la vuelta de
Bruñolas, habiendo antes dirigido por el lado opuesto a Don Manuel
Llauder sobre la ermita de los Ángeles. Don Francisco Robira y Don Juan
Clarós debían también divertir al enemigo por la orilla izquierda del
Ter.

[Sidenote: Septiembre.]

El general Saint-Cyr, cuyos reales desde el 10 de agosto se habían
trasladado a Fornells, estando sobre aviso de los intentos de Blake,
tomó para estorbarlos varias medidas de acuerdo con el general Verdier,
y reunió sus tropas, desparramadas por la dificultad de subsistencias.
Mas a pesar de todo consiguieron los españoles su objeto. Llauder se
apoderó de los Ángeles, y O’Donnell atacando vivamente la posición de
Bruñolas, trajo hacia sí la mayor parte de la fuerza de los enemigos
que creyeron ser aquel el punto que se quería forzar.

[Sidenote: Vese Saint-Cyr engañado.]

Amaneció el 1.º de septiembre cubierta la tierra de espesa niebla, y
Saint-Cyr, a quien Verdier se había ya unido, aguardó hasta las tres de
la tarde a que los españoles le atacasen. Hizo para provocarlos varios
movimientos del lado de Bruñolas; pero viendo que al menor amago daban
aquellos traza de retirarse, tornó a Fornells, en donde, con admiración
suya, encontró en desorden la división de Lecchi que, regida ahora por
Milosewitz, había quedado apostada en Salt. Justamente por allí fue
por donde el convoy se dirigió a la plaza, siguiendo la derecha del
Ter. Componíase de 2000 acémilas que custodiaban 4000 infantes y 2000
caballos a las órdenes del general Don Jaime García Conde. [Sidenote:
Entra un convoy y refuerzo en Gerona a las órdenes de Conde.] Cayó
este de repente sobre los franceses de Salt, arrollolos completamente,
y mientras que en derrota iban la vuelta de Fornells, entró en Gerona
el convoy tranquila y felizmente. Álvarez dispuso una salida que bajo
Don Blas de Fournás fuese al encuentro de Conde, divirtiendo asimismo
la atención del enemigo del lado de Monjuich. A la propia sazón Clarós
penetró hasta San Medir, y Robira tomó a Montagut, de donde arrojó
a los westfalianos que solos habían quedado para guardar la línea,
matando un miquelete al general Hadeln con su propia espada. Clavaron
los nuestros tres cañones, y persiguieron a sus contrarios hasta
Sarriá. En grande aprieto estaban los últimos cuando, repasando el
Ter el general Verdier, volvió a su orilla izquierda y contuvo a los
intrépidos Clarós y Robira. Por su parte el general Conde después de
dejar en la plaza el convoy y 3287 hombres, tornó con el resto de su
gente a Hostalrich, y a Olot Don Joaquín Blake, que había permanecido
en observación de los diversos movimientos de su ejército. Fueron
estos dichosos en sus resultas y bastante bien dirigidos, quedando
completamente burlado el general Saint-Cyr no obstante su pericia.

Dio aliento tan buen suceso a la corta guarnición de Gerona que se vio
así reforzada; mas por este mismo aumento no se consiguió disminuir la
escasez con los víveres introducidos.

Los franceses ocuparon de nuevo los puntos abandonados, y el 6 de
septiembre recobraron la ermita de los Ángeles, pasando a cuchillo
a sus defensores, excepto a tres oficiales y al comandante Llauder,
que saltó por una ventana. No intentaron contra la plaza en aquellos
días cosa de gravedad, contentándose con multiplicar las obras de
defensa. No desaprovecharon los sitiados aquel respiro, y atareándose
afanadamente, aumentaron los fuegos de flanco y parabólicos, y
ejecutaron otros trabajos no menos importantes.

Pasado el 11 de septiembre, renovaron los enemigos el fuego con mayor
furor y ensancharon tres brechas ya abiertas en Santa Lucía, Atemanes
y San Cristóbal, maltratando también el fuerte del Calvario, cuyo fuego
sobremanera los molestaba.

[Sidenote: Salida malograda de la plaza.]

Dispuso el 15 Don Mariano Álvarez una salida con intento de retardar
los trabajos del sitiador y aun de destruir algunos de ellos. Dirigíala
Don Blas de Fournás, y aunque al principio todo lo atropellaron los
nuestros, no siendo después convenientemente apoyadas las dos primeras
columnas por otra que iba de respeto, tuvieron que abrigarse todas de
la plaza sin haber recogido el fruto deseado.

Aportilladas de cada vez más las brechas, y apagados los fuegos del
frente atacado, trataron los enemigos de dar el asalto. Pero antes
enviaron parlamentarios, que según la invariable resolución de Álvarez,
fueron recibidos a cañonazos.

[Sidenote: Asaltan los franceses la plaza el 19 de septiembre.]

Irritados de nuevo con tal acogida, corrieron al asalto a las cuatro
de la tarde del 19 de septiembre, distribuidos en cuatro columnas de
a 2000 hombres. Entonces brillaron las buenas y previas disposiciones
que había tomado el gobernador español: allí mostró este su levantado
ánimo. Al toque de la generala, al tañido triste de la campana que
llamaba a somatén, [Sidenote: Valor de la guarnición y habitantes.]
soldados y paisanos, clérigos y frailes, mujeres y hasta niños
acudieron a los puestos de antemano y a cada uno señalados. En medio
del estruendo de doscientas bocas de cañón y de la densa nube que la
pólvora levantaba, ofrecía noble y grandioso espectáculo la marcha
majestuosa y ordenada de tantas personas de diversa clase, profesión y
sexo. Silenciosos todos, se vislumbraba sin embargo en sus semblantes
la confianza que los alentaba. [Sidenote: Álvarez.] Álvarez a su
cabeza, grave y denodado, representábase a la imaginación en tan
horrible trance a la manera de los héroes de Homero, superior y
descollando entre la muchedumbre, y cierto que si no se aventajaba a
los demás en estatura como aquellos, sobrepujaba a todos en resolución
y gran pecho. Con no menor orden que la marcha se habían preparado los
refuerzos, la distribución de municiones, la asistencia y conducción de
heridos.

Presentose la primera columna enemiga delante de la brecha de Santa
Lucía que mandaba el irlandés Don Rodulfo Marshall. Dos veces tomaron
en ella pie los acometedores, y dos veces rechazados quedaron muchos
de ellos allí tendidos. [Sidenote: Muerte de Marshall.] Tuvieron los
españoles el dolor de que fuese herido gravemente y de que muriese
a poco el comandante de la brecha Marshall, quien antes de expirar
prorrumpió diciendo «que moría contento por tal causa y por nación tan
brava.»

Otras dos columnas enemigas emprendieron arrojadamente la entrada
por las brechas más anchurosas de Alemanes y San Cristóbal, en donde
mandaba Don Blas de Fournás. Por algún tiempo alojáronse en la primera
hasta que al arma blanca los repelieron los regimientos de Ultonia y
Borbón, apartándose de ambas destrozados por el fuego que de todos
lados llovía sobre ellos. No menos padeció otra columna enemiga que
largo rato se mantuvo quieta al pie de la torre de la Gironella. Herido
aquí el capitán de artillería Don Salustiano Gerona, tomó el mando
provisional Don Carlos Beramendi, y haciendo las veces de jefe y de
subalterno causó estrago en las filas enemigas.

Amenazaron también estas durante el asalto los fuertes del Condestable
y del Calvario igualmente sin fruto.

[Sidenote: Son repelidos los franceses en todas partes con gran
pérdida.]

Tres horas duró función tan empeñada. Todas las brechas quedaron llenas
de cadáveres y despojos enemigos; el furor de los sitiados era tal,
que dejando a veces el fusil, sus membrudos y esforzados brazos cogían
las piedras sueltas de la brecha y las arrojaban sobre las cabezas de
los acometedores. Don Mariano Álvarez animaba a todos con su ejemplo y
aun con sus palabras precavía los accidentes, reforzaba los puntos más
flacos, y arrebatado de su celo no escuchaba la voz de sus soldados
que encarecidamente le rogaban no acudiese como lo hacía a los parajes
más expuestos. Perdieron los enemigos varios oficiales de graduación y
cerca de 2000 hombres: entre los primeros contaron al coronel Floresti,
que en 1808 subió a posesionarse del Monjuich de Barcelona, en donde
entonces mandaba Don Mariano Álvarez. De los españoles cayeron aquel
día de 300 a 400, en su número muchos oficiales que se distinguieron
sobremanera, y algunas de aquellas mujeres intrépidas que tanto
honraron a Gerona.

[Sidenote: Convierten los franceses el sitio en bloqueo.]

Escarmentados los franceses con lección tan rigorosa, desistieron
de repetir los asaltos a pesar de las muchas y espaciosas brechas,
convirtiendo el sitio en bloqueo, y contando por auxiliares, como dice
Saint-Cyr, el tiempo, las calenturas y el hambre.

[Sidenote: Intenta en vano Blake socorrer de nuevo la plaza.]

Don Joaquín Blake, a quien algunos motejaban de no divertir la
atención del enemigo del lado de Francia, intentó de nuevo avituallar
la plaza. Para ello preparado un convoy en Hostalrich apareció el 26
de septiembre con 12.000 hombres en las alturas de La Bisbal a dos
leguas de Gerona. [Sidenote: O’Donnell.] Gobernada la vanguardia por
Don Enrique O’Donnell, desalojó a los franceses de los puntos que
ocupaban desde Villa Roja hasta San Miguel. Salieron al propio tiempo
de la plaza y del Condestable [Sidenote: Haro.] 400 hombres guiados
por el coronel de Baza D. Miguel de Haro, que también ha trazado con
imparcialidad la historia de este sitio. Seguía a O’Donnell Wimpffen
con el convoy, el cual constaba de unas 2000 acémilas y ganado lanar.
Quedó el grueso del ejército teniendo al frente a Blake en las
mencionadas alturas de La Bisbal.

Enterado Saint-Cyr de la marcha del convoy, trató de impedir su entrada
en la plaza. Consiguiolo desgraciadamente esta vez interponiéndose
entre O’Donnell y Wimpffen y todo lo apresó, excepto unas 170 cargas
que se salvaron y metieron en Gerona. Achacose la culpa a la sobrada
intrepidez de O’Donnell que se alejó más de lo conveniente de Wimpffen,
y también a la tímida prudencia de Blake que no acudió debidamente en
auxilio del último. Así no llegaron a Gerona víveres tan necesarios
y deseados, y perdió malamente el ejército de Cataluña unos 2000
hombres. O’Donnell y Haro se abrigaron de los fuertes del Condestable
y Capuchinos. Trataron los franceses cruelmente a los arrieros del
convoy, ahorcando a unos y fusilando a otros en el Palau a vista de la
ciudad.

[Sidenote: Ventajas de los españoles y de los ingleses cerca de
Barcelona.]

Corta compensación de tamaña desdicha fueron algunas ventajas
conseguidas en el Llobregat y Besós por los miqueletes y tropas de
línea. Tampoco pudo servir de consuelo el haber dispersado los ingleses
y cogido en parte un convoy que escoltaban navíos de guerra franceses,
y que llevaba víveres y auxilios a Barcelona; ventura que no habían
tenido poco antes con el que mandaba el almirante francés Cosmao que
entró y salió de aquel puerto sin que nadie se lo estorbase.

[Sidenote: Octubre. Empieza el hambre en Gerona.]

Realmente en nada remediaba esto a Gerona, cuyas enfermedades y
penuria crecían con rapidez. Se esmeraban en vano para disminuir el
mal la junta y el gobernador. No se habían acopiado víveres sino
para cuatro meses, y ya iban corridos cinco. Imperceptibles fueron,
conforme manifestamos, los socorros introducidos en 1.º de septiembre,
aumentándose las cargas con el refuerzo de tropas.

[Sidenote: Únese O’Donnell al ejército.]

Por lo mismo, y según lo requería la escasez de la plaza, Don Enrique
O’Donnell, que desde la malograda expedición del convoy de 26 de
septiembre permanecía al pie del fuerte del Condestable, tuvo que
alejarse, y atravesando la ciudad en la noche del 12 de octubre, cruzó
el llano de Salt y Santa Eugenia, uniéndose al ejército por medio de
una marcha atrevida.

[Sidenote: El mariscal Augereau sucede a Saint-Cyr en Cataluña.]

En aquel día llegó igualmente al campo enemigo el mariscal Augereau,
habiendo partido el 5 el general Saint-Cyr. Con el nuevo jefe francés,
y posteriormente, acudieron a su ejército socorros y refuerzos,
estrechándose en extremo el bloqueo. Levantaron para ello los
sitiadores varias baterías, formaron reductos, [Sidenote: Estréchase
el bloqueo.] y llegó a tanto su cuidado que de noche ponían perros
en las sendas y caminos, y ataban de un espacio a otro cuerdas con
cencerros y campanillas; por cuya artimaña, cogidos algunos paisanos,
atemorizáronse los pocos que todavía osaban pasar con víveres a la
ciudad.

[Sidenote: Auméntanse el hambre y las enfermedades.]

La escasez por tanto tocaba al último punto. Los más de los habitantes
habían ya consumido las provisiones que cada uno en particular había
acopiado, y de ellos y de los forasteros refugiados en la plaza veíanse
muchos caer en las calles muertos de hambre. Apenas quedaba otra
cosa en los almacenes para la guarnición que trigo, y como no había
molinos, suplíase la falta machacando el grano en almireces o cascos
de bomba, y a veces entre dos piedras; y así, y mal cocido, se daba al
soldado. Nacieron de aquí y se propagaron todo género de dolencias,
estando henchidos los hospitales de enfermos, y sin espacio ya para
contenerlos. Solo de la guarnición perecieron en este mes de octubre
793 individuos, comenzando también a faltar hasta los medicamentos más
comunes. [Sidenote: Tercera e inútil tentativa de Blake para socorrer
a Gerona.] Inútilmente Don Joaquín Blake trató por tercera vez de
introducir socorros. De Hostalrich aproximose el 18 de octubre a
Bruñolas, y aguantó el 20 un ataque del enemigo, cuya retaguardia picó
después O’Donnell hasta los llanos de Gerona. Acudiendo el mariscal
Augereau con nuevas fuerzas, retirose Blake camino de Vic dejando
solo a O’Donnell en Santa Coloma, quien a pesar de haber peleado
esforzadamente, cediendo al número tuvo que abandonar el puesto y
todo su bagaje. Quedaban así a merced del vencedor las provisiones
reunidas en Hostalrich que pocos días después fueron por la mayor parte
destruidas, habiendo entrado el enemigo la villa, si bien defendida por
los vecinos con bastante empeño.

[Sidenote: Noviembre.]

Dentro de Gerona no dio noviembre lugar a combates excusados y
peligrosos en concepto de los sitiadores. Renováronse, sí, de parte de
estos las intimaciones, valiéndose de paisanos, de soldados y hasta
de frailes que fueron o mal acogidos o presos por el gobernador.
Pero las lástimas y calamidades se agravaban más y más cada día.[*]
[Sidenote: Hambre horrorosa. Carestía de víveres. (* Ap. n. 10-1.)]
Las carnes de caballo, jumento y mulo de que poco antes se había
empezado a echar mano, íbanse apurando ya por el consumo de ellas,
ya también porque faltos de pasto y alimento, los mismos animales se
morían de hambre comiéndose entre sí las crines. Cuando la codicia de
algún paisano, arrostrando riesgos, introducía comestibles, vendíanse
estos a exorbitantes precios; costaba una gallina diez y seis pesos
fuertes, y una perdiz cuatro. Adquirieron también extraordinario valor
aun los animales más inmundos, habiendo quien diese por un ratón cinco
reales de vellón, y por un gato treinta. Los hospitales, sin medicinas
ni alimentos, y privados de luz y fuego, habíanse convertido en un
cementerio en que solo se divisaban no hombres sino espectros. Las
heridas eran por lo mismo casi todas mortales y se complicaban con las
calenturas contagiosas que a todos afligían, acabando por manifestarse
el terrible escorbuto y la disentería.

[Sidenote: Vacila el ánimo de algunos.]

A la vista de tantos males juntos de guerra, hambre, enfermedades y
dolorosas muertes, flaqueaban hasta los más constantes. Solo Álvarez
se mantenía inflexible. [Sidenote: Inflexibilidad de Álvarez.] Había
algunos, aunque contados, que hablaban de capitular; otros, queriendo
incorporarse al ejército, proponían abrirse paso por medio del enemigo.
De los primeros hubo quien osó pronunciar en presencia del gobernador
la palabra _capitulación_, pero este interrumpiéndole prontamente
díjole: «¿Cómo, solo usted es aquí cobarde? Cuando ya no haya víveres
nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después resolveré lo que
más convenga.»

Entre los que con pensamientos más honrados ansiaban salir por
fuerza de la plaza, se celebraron reuniones y aun se hicieron varias
propuestas, mas la junta, recelando desagradables resultas, atajó el
mal, y todos se sometieron a la firme condición del gobernador.

[Sidenote: Bando de Álvarez.]

Este, cuanto más crecía el peligro, más impertérrito se mostraba,
dando por aquellos días un bando así concebido. «Sepan las tropas que
guarnecen los primeros puestos que los que ocupan los segundos tienen
orden de hacer fuego, en caso de ataque, contra cualquiera que sobre
ellos venga, sea español o francés, pues todo el que huye hace con su
ejemplo más daño que el mismo enemigo.»

[Sidenote: Gracias que concede la central a Gerona.]

La larga y empeñada resistencia de Gerona dio ocasión a que la junta
central concediese a sus defensores iguales gracias que a los de
Zaragoza, y provocó en el principado de Cataluña el deseo de un
levantamiento general para ir a socorrer la plaza. Con intento de
llevar a cabo esta última medida, [Sidenote: Congreso catalán.] se
juntó en Manresa antes de concluirse noviembre un congreso compuesto de
individuos de todas clases y de todos los puntos del principado.

[Sidenote: Estado deplorable de la plaza.]

Pero ya era tarde. Tras del triste y angustiado verano en el que ni
las plantas dieron flores, ni cría los brutos, llegó el otoño que
húmedo y lluvioso acreció las penas y desastres. Desplomadas las
casas, desempedradas las calles, y remansadas en sus hoyos las aguas
y las inmundicias, quedaron los vecinos sin abrigo y respirábase en
la ciudad un ambiente infecto, corrompido también con la putrefacción
de cadáveres que yacían insepultos en medio de escombros y ruinas.
Habían perecido en noviembre 1378 soldados y casi todas las familias
desvalidas. No se veían mujeres encintas, falleciendo a veces de
inanición en el regazo de las madres el tierno fruto de sus entrañas.
La naturaleza toda parecía muerta.

[Sidenote: Diciembre.]

Los enemigos, aunque prosiguieron arrojando bombas e incomodando con
sus fuegos, no habían renovado sus asaltos, escarmentados en sus
anteriores tentativas. Mas el mariscal Augereau, viendo que el congreso
catalán excitaba a las armas a todo el principado, recelose que Gerona
con su constancia diese tiempo a ser socorrida, por lo que en la noche
del 2 de diciembre, [Sidenote: Renuevan los franceses sus ataques.]
aniversario de la coronación de Napoleón, emprendió nuevas acometidas.
Ocupó de resultas el arrabal del Carmen, y levantando aún más baterías,
ensanchó las antiguas brechas y abrió otras. El 7 se apoderó del
reducto de la ciudad y de las casas de la Gironella, en donde sus
soldados se atrincheraron y cortaron la comunicación con los fuertes,
a cuyas guarniciones no les quedaba ni aun de su corta ración sino
para dos días. Imperturbable Álvarez, si bien ya muy enfermo, dispuso
socorrer aquellos puntos, y consiguiolo enviando trigo para otros tres
días, que fue cuanto pudo recogerse en su extrema penuria.

[Sidenote: Ataque del 7 de diciembre.]

En la tarde del 7, después de haber inútilmente procurado los enemigos
intimar la rendición a la plaza, rompieron el fuego por todas partes
desde la batería formada al pie de Montelibi hasta los apostaderos del
arrabal del Carmen, imposibilitando de este modo el tránsito del puente
de piedra.

[Sidenote: Se agolpan contra Gerona todo género de males.]

Gerona, en fin, se hallaba el 8 sin verdadera defensa. Perdidos casi
todos sus fuertes exteriores, veíase interrumpida la comunicación con
tres que aún no lo estaban. Siete brechas abiertas, 1100 hombres era la
fuerza efectiva, y estos convalecientes o batallando, como los demás,
contra el hambre, el contagio y la continua y penosa fatiga. De sus
cuerpos no quedaba sino una sombra, y el espíritu aunque sublime no
bastaba para resistir a la fuerza física del enemigo. Hasta Álvarez,
de cuya boca, como de la de Calvo, gobernador de Maestricht, no salían
otras palabras que las de «no quiero rendirme», doliente durante el
sitio de tercianas, [Sidenote: Enfermedad de Álvarez.] rindiose al fin
a una fiebre nerviosa que el 4 de diciembre ya le puso en peligro.
Continuó no obstante dando sus órdenes hasta el 8, en que, entrándole
delirio, hizo el 9, en un intervalo de sano juicio, dejación del mando
en el teniente de rey Don Julián Bolívar. [Sidenote: Sustitúyele
D. Julián Bolívar.] Su enfermedad fue tan grave que recibió la
extremaunción, y se le llegó a considerar como muerto. Hasta entonces
no parecía sino que aun las bombas en su caída habían respetado tan
grande alma, pues destruido todo en su derredor y los más de los
cuartos de su propia casa, quedó en pie el suyo, no habiéndose nunca
mudado del que ocupaba al principio del sitio.

[Sidenote: Háblase de capitular.]

Postrado Álvarez, postrose Gerona. En verdad ya no era dado resistir
más tiempo. D. Julián Bolívar congregó la junta corregimental y una
militar. Dudaban todos qué resolver, ¡tanto les pesaba someterse al
extranjero!; pero habiendo recibido aviso del congreso catalán de que
su socorro no llegaría con la deseada prontitud, tuvieron que ceder a
su dura estrella, y enviaron para tratar al campo enemigo a D. Blas de
Fournás. [Sidenote: Honrosa capitulación de Gerona. (* Ap. n. 10-2.)]
Acogió bien a este el mariscal Augereau y se ajustó [*] entre ambos
una capitulación honrosa y digna de los defensores de Gerona. Entraron
los franceses en la plaza el 11 de diciembre por la puerta del Areny,
y asombráronse al considerar aquel montón de cadáveres y de escombros,
triste monumento de un malogrado heroísmo. Habían allí perecido de 9 a
10.000 personas, entre ellas 4000 moradores.

[Sidenote: Extraordinaria defensa la de esta plaza.]

Carnot nos dice que, consultando la historia de los sitios modernos,
apenas puede prolongarse más allá de 40 días la defensa de las mejores
plazas, ¡y la de la débil Gerona duró siete meses! Atacáronla los
franceses, conforme hemos visto, con fuerzas considerables, levantaron
contra sus muros 40 baterías de donde arrojaron más de 60.000 balas y
20.000 bombas y granadas, valiéndose por fin de cuantos medios señala
el arte. Nada de esto sin embargo rindió a Gerona, «solo el hambre,
según el dicho de un historiador de los enemigos, y la falta de
municiones pudo vencer tanta obstinación.»

Dirigieron los españoles la defensa, no solo con la fortaleza que
infundía Álvarez, sino con tino y sabiduría. Mejor avituallada, hubiera
Gerona prolongado sin término su resistencia, teniendo entonces los
enemigos que atacar las calles y las casas, en donde, como en Zaragoza,
hubieran encontrado sus huestes nuevo sepulcro.

[Sidenote: Álvarez, trasladado a Francia. Su muerte.]

El gobernador Don Mariano Álvarez, aunque desahuciado, volvió en sí,
y el 23 de diciembre le sacaron para Francia. Desde allí tornáronle
a poco a España, y le encerraron en un calabozo del castillo de
Figueras, habiéndole antes separado de sus criados y de su ayudante Don
Francisco Satué. Al día siguiente de su llegada susurrose que había
fallecido, y los franceses le pusieron de cuerpo presente tendido en
unas parihuelas, [Sidenote: Sospechas de que fue violenta.] apareciendo
la cara del difunto hinchada y de color cárdeno a manera de hombre a
quien han ahogado o dado garrote. Así se creyó generalmente en España,
y en verdad la circunstancia de haberle dejado solo, los indicios
que de muerte violenta se descubrían en su semblante, y noticias
confidenciales [*] [Sidenote: (* Ap. n. 10-3.)] que recibió el gobierno
español, daban lugar a vehementes sospechas. Hecho tan atroz no merecía
sin embargo fe alguna, a no haber amancillado su historia con otros
parecidos el gabinete de Francia de aquel tiempo.

[Sidenote: Honores concedidos a la memoria de Álvarez.]

La junta central decretó «que se daría a Don Mariano Álvarez, si
estaba vivo, una recompensa propia de sus sobresalientes servicios,
y que si por desgracia hubiese muerto, se tributarían a su memoria
y se darían a su familia los honores y premios debidos a su ínclita
constancia y heroico patriotismo.» Las cortes congregadas más adelante
en Cádiz mandaron grabar su nombre en letras de oro en el salón de
las sesiones, al lado de los ilustres Daoiz y Velarde. En 1815
Don Francisco Javier Castaños, capitán general de Cataluña, pasó a
Figueras, hízole las debidas exequias, y colocó en el calabozo en donde
había expirado una lápida que recordase el nombre de Álvarez a la
posteridad. Honores justamente tributados a tan claro varón.

[Sidenote: Estado de las otras provincias.]

Ocurrieron durante el largo sitio de Gerona en las demás partes de
España diversos e importantes acontecimientos. De los más principales
hasta la batalla de Talavera dimos cuenta. Reservamos otros para este
lugar, sobre todo los que acaecieron posteriormente a aquella jornada.
Entre ellos distinguiremos los generales y que tomaban principio en el
gobierno central, de los particulares de las provincias, empezando por
los últimos nuestra narración.

[Sidenote: Provincias libres.]

Debe considerarse en aquel tiempo el territorio español como dividido
en país libre y en país ocupado por el extranjero. Valencia, Murcia,
las Andalucías, parte de Extremadura y de Salamanca, Galicia y Asturias
respiraban desembarazadas y libres, trabajadas solo por interiores
contiendas. Mostrábase Valencia rencillosa y pendenciera, excitando
al desorden el ambicioso general Don José Caro, quien, habiéndose
valido de ciertas cabezas de la insurrección para derribar de su
puesto al conde de la Conquista, las persiguió después y maltrató
encarnizadamente. Murcia, aunque satélite, por decirlo así, de Valencia
en lo militar, daba señales de moverse con mayor independencia cuando
se trataba de mantener la unión y el orden. Asiento las Andalucías
del gobierno central, no recibían por lo común otro impulso que el
de aquel, teniendo que someterse a su voluntad la altiva junta de
Sevilla. Permaneció en general sumisa Extremadura, y la parte libre de
Salamanca estaba sobradamente hostigada con la cercanía del enemigo
para provocar ociosas reyertas. En Galicia y Asturias no reinaba el
mejor acuerdo, resintiéndose ambas provincias de los males que causó la
atropellada conducta de Romana. Desabrida la primera con la persecución
de los patriotas, no ayudó al conde de Noroña que quedó mandando y a
quien también faltaba el nervio y vigor entonces tan necesarios, lo
cual excitó de todas partes vivas reclamaciones al gobierno supremo
para que se restableciese la junta provincial que Romana ni pensó ni
quiso convocar. Al cabo, pero pasados meses, se atendió a tan justos
clamores. Gobernaban a Asturias el general Mahy y la junta que formó
el mismo Romana, autoridades ambas harto negligentes. En octubre fue
reemplazado el primero por el general Don Antonio de Arce. Habíale
enviado de Sevilla la junta central en compañía del consejero de Indias
Don Antonio de Leiva, a fin de que aquel capitanease la provincia y de
que los dos oyesen las quejas de los individuos de la junta disuelta
por Romana. Ejecutose lo postrero mal y lentamente, y en lo demás nada
adelantó el nuevo general, hombre pacato y flojo. Reportose, por tanto,
poco fruto en las provincias libres de las buenas disposiciones de
los habitantes, siendo menester que el enemigo punzase de cerca para
estimular a las autoridades y acallar sus desavenencias.

[Sidenote: Provincias ocupadas.]

Tampoco faltaban rivalidades en las provincias ocupadas,
particularmente entre los jefes militares, achaque de todo estado en
que las revueltas han roto los antiguos vínculos de subordinación y
orden. Vamos a hablar de lo que en ellas pasó hasta fines de 1809.

[Sidenote: Navarra y Aragón.]

Pulularon en Aragón, después de las funestas jornadas de María y
Belchite, los partidarios y cuerpos francos. Recorrían unos los valles
del Pirineo e izquierda del Ebro, otros la derecha y los montes que se
elevan entre Castilla la Nueva y reino de Aragón. Aquellos obraban por
sí y sostenidos a veces con los auxilios que les enviaba Lérida; los
segundos escuchaban la voz de la junta de Molina y en especial la de la
de Aragón, que, restablecida en Teruel el 30 de mayo, tenía a veces que
convertirse, como muchas otras y a causa de las ocurrencias militares,
en ambulante y peregrina.

Abrigáronse partidarios intrépidos de las hoces y valles que forma
el Pirineo desde el de Benasque en la parte oriental, hasta el de
Ansó situado al otro extremo. También aparecieron muy temprano en el
de Roncal, que pertenece a Navarra, fragoso y áspero, propio para
embreñarse por selvas y riscos. [Sidenote: Renovales.] En estos dos
últimos y aledaños valles campeó con ventura D. Mariano Renovales.
Prisionero en Zaragoza, se escapó cuando le llevaban a Francia, y
dirigiéndose a lugares solitarios, se detuvo en Roncal para reunir
varios oficiales también fugados. Noticioso de ello el general francés
D’Agoult, que mandaba en Navarra, y temeroso de un levantamiento, envió
en mayo para prevenirle al jefe de batallón Puisalis con 600 hombres.
Súpolo Renovales, y allegando apresuradamente paisanos y soldados
dispersos, se emboscó el 20 del mismo mes en el país que media entre
los valles del Roncal y Ansó. [Sidenote: Combates en Roncal.] El 21,
antes de la aurora, comenzaron los combates, trabáronse en varios
puntos, duraron todo aquel día y el siguiente, en que se terminaron
con gloria nuestra al pie del Pirineo, en la alta roca llamada Undarí.
Todos los franceses que allí acudieron fueron muertos o hechos
prisioneros, excepto unos 120 que no penetraron en los valles.

Animado con esto Renovales, pero mal municionado, buscó recursos en
Lérida y trajo armeros de Éibar y Plasencia. Pertrechado algún tanto,
aguardó a los franceses, quienes invadiendo de nuevo aquellas asperezas
el 15 de junio, fueron igualmente deshechos y perseguidos hasta la
villa de Lumbier. Interpusiéronse en seguida los nuestros en los
caminos principales, y sembraron entre los enemigos el desasosiego y la
zozobra.

[Sidenote: Correspondencia entre los franceses y Renovales.]

Dieron lugar tales movimientos a que el comandante de Zaragoza, Plicque,
y el gobernador de Navarra, D’Agoult, entablasen correspondencia con
Renovales. En ella, al paso que agradecían los enemigos el buen porte de
que usaba el general español con los franceses que cogía, reclamaban
altamente el castigo de algunos subalternos, que se habían desmandado
a punto de matar varios prisioneros, quejándose también de que el
mismo Renovales se hubiese escapado, sin atender a la palabra empeñada.
Respecto de lo primero, olvidaban los franceses que a tan lamentables
excesos habían dado ellos triste ocasión, mandando D’Agoult ahorcar
poco antes, socolor de bandidos, a cinco hombres que formaban parte de
una guerrilla de Roncal; y respecto de lo segundo replicó Renovales:
«si yo me fugué antes de llegar a Pamplona, advertid que se faltó por
los franceses al sagrado de la capitulación de Zaragoza. Fui el primero
a quien el general Morlot, sin honor ni palabra, despojó de caballos y
equipaje, hollando lo estipulado. Si al general francés es lícita la
infracción de un derecho tan sagrado, no sé por qué ha de prohibirse a
un general español faltar a su palabra de prisionero.»

[Sidenote: Sarasa.]

Los triunfos de Roncal y Ansó infundieron grande espíritu en todas
aquellas comarcas, y Don Miguel Sarasa, hacendado rico, después
de haber tomado las armas y combatido en julio en varios felices
reencuentros, formó la izquierda de Renovales apostándose en San Juan
de la Peña, monasterio de benedictinos, y en cuya espelunca, como la
llama Zurita, nació la monarquía aragonesa y se enterraron sus reyes
hasta Don Alfonso el II.

Viendo los enemigos cuán graves resultas podría traer el levantamiento
de los valles del Pirineo, mayormente no habiéndoles sido dado apagarle
en su origen, idearon acometer a un tiempo el país que media entre
Jaca y el valle de Salazar, en Navarra, llamando al propio tiempo la
atención del lado de Benasque. Con este fin salieron tropas de Zaragoza
y Pamplona y de otros puntos en que tenían guarnición, no olvidando
tampoco amenazar de la parte de Francia. Un trozo dirigiose por Jaca
sobre San Juan de la Peña, otro ocupó los puertos de Salvatierra,
Castillo Nuevo y Navascués, y se juntó una corta división en el valle
de Salazar. [Sidenote: San Juan de la Peña quemado.] Fue San Juan de
la Peña el primer punto atacado. Defendiose Sarasa vigorosamente,
mas, obligado a retirarse, quemaron el 26 de agosto los franceses el
monasterio de benedictinos, conservándose solo la capilla abierta en
la peña. Con el edificio ardió también el archivo, habiéndose perdido
allí, como en el incendio del de la diputación de Zaragoza, ocurrido
durante el sitio, preciosos documentos que recordaban los antiguos
fueros y libertades de Aragón. El general Suchet fundó, por vía de
expiación, en la capilla que quedaba del abrasado monasterio, una misa
perpetua con su dotación correspondiente. Pensaba quizá cautivar de
este modo la fervorosa devoción de los habitantes, mas tomose a insulto
dicha fundación y nadie la miró como efecto de piedad religiosa.

[Sidenote: Combates en los valles de Ansó y Roncal.]

Vencido este primer obstáculo avanzaron los franceses de todas partes
hacia los valles de Ansó y Roncal. El 27 empezó el ataque en el
primero, y a pesar de la porfiada oposición de los ansotanos, entraron
los enemigos la villa a sangre y fuego.

Contrarrestó Renovales su ímpetu en Roncal los días 27, 28 y 29,
retirándose hasta el término y boquetes de la villa de Urzainqui. Mas,
agolpándose a aquel paraje los franceses del valle de Ansó, los del
de Salazar y una división procedente de Oleron en Francia, no fue
ya posible hacer por más tiempo rostro a tanta turba de enemigos.
Así, deseando Renovales salvar de mayores horrores a los roncaleses,
[Sidenote: Capitulan los valles.] determinó que Don Melchor Ornat,
vecino de la villa, capitulase honrosamente por los valles, como lo
hizo, asegurando a los naturales la libertad de sus personas y el goce
de sus propiedades. Renovales con varios oficiales, soldados y rusos
desertores se trasladó al Cinca.

[Sidenote: Benasque.]

En tanto que esto pasaba en Navarra y valles occidentales de Aragón,
llamaron también los franceses la atención a los orientales, incluso el
de Arán, en Cataluña. No llevaron en todos ellos su intento más allá
del amago, siendo rechazados en el puerto de Benasque, en donde se
señaló el paisano Pedro Berot.

[Sidenote: Perena y otros partidarios.]

Descendiendo la falda de los Pirineos, y siguiendo la orilla izquierda
del Cinca, Don Felipe Perena, Baget y otros partidarios tuvieron
con los franceses reñidos choques. En varios sacaron ventaja los
nuestros, incomodándolos incesantemente y cogiéndoles reses y víveres
que llevaban para su abastecimiento. Ansiosos los franceses de
libertarse de tan porfiados contrarios, enviaron al general Habert
para dispersarlos y despejar las riberas del Cinca. Consiguió Habert
penetrar hasta Fonz, en donde sus tropas asesinaron desapiadadamente a
los ancianos y enfermos que habían quedado. Al mismo tiempo que Habert,
cruzó el Cinca por cima de Estadilla el coronel Robert, quien al
principio fue rechazado, pero concertando ambos jefes sus movimientos,
replegáronse los partidarios españoles a Lérida, Mequinenza y puntos
abrigados, tomando después el mando de todos ellos Renovales. Ocuparon
los franceses a Fraga y Monzón, como importantes para la tranquilidad
del país.

[Sidenote: Nuevas partidas.]

Mas ni aun así consiguieron su objeto. Sarasa en octubre y noviembre
apareció de nuevo en las cercanías de Ayerbe, y procuró cortar las
comunicaciones entre Zaragoza y Jaca. Los españoles de Mequinenza
también hicieron en 16 de octubre una tentativa sobre Caspe, en un
principio dichosa, al último malograda. Otras parciales refriegas
ocurrían al mismo tiempo por aquellos parajes, poniendo al fin los
franceses su conato en apoderarse de Benasque.

[Sidenote: Ríndese Benasque.]

Mandaba allí desde 1804 el marqués de Villora, y el 22 de octubre del
año en que vamos, intimándole el comandante francés de Benavarre,
La Pageolerie, que se rindiese, contestole el marqués dignamente.
Mas en noviembre, acudiendo otra vez los franceses, cedió Villora sin
resistencia; y por esto, y por entrar después al servicio del intruso,
tachose su conducta de muy sospechosa.

[Sidenote: Junta de Aragón.]

En la margen derecha del Ebro, las juntas de Molina y Aragón trabajaban
incansables en favor de la defensa común. La última, aunque metida
en Moya, provincia de Cuenca, después de la vergonzosa jornada de
Belchite, desvivíase por juntar dispersos y promover el armamento de la
provincia. Don Ramón Gayán, [Sidenote: Gayán.] separado ya del ejército
de Blake al desgraciarse la acción de María, sirvió de mucho con su
cuerpo franco para ordenar la resistencia. Ocupaba la ermita del Águila
en el término de Cariñena, y la junta agregole el regimiento provincial
de Soria y el de la Princesa venido de Santander. Hubo entre los
nuestros y los enemigos varios reencuentros. Los últimos, en julio,
desalojaron a Gayán de la ermita del Águila, y frustrose un plan que
la junta de Aragón tenía trazado para sorprender a los franceses que
enseñoreaban a Daroca.

Falló en parte, por disputas de los jefes que eran de igual graduación.
Para prevenir en adelante todo altercado, envió Blake desde Cataluña,
a petición de la mencionada junta, a Don Pedro Villacampa, entonces
brigadier, el cual reuniendo bajo su mando la tropa puesta antes
a las órdenes de Gayán, y además el batallón de Molina con otros
destacamentos, formó en breve una división de 4000 hombres. A su cabeza
adelantose el nuevo jefe, antes de finalizar agosto, a Calatayud,
arrojó a los enemigos del puerto del Frasno, y haciendo varios
prisioneros, los persiguió hasta la Almunia.

[Sidenote: Le atacan los franceses.]

En arma los franceses con tal embestida, después de verse algo
desembarazados en la orilla izquierda del Ebro, revolvieron en mayor
número contra Villacampa. Prudentemente se había recogido este a los
montes llamados Muela de San Juan y sierras de Albarracín, célebres por
dar nacimiento al Tajo y otros ríos caudalosos, habiéndose situado en
Nuestra Señora del Tremedal, santuario muy venerado de los naturales,
y adonde van en romería de muchas leguas a la redonda. De las tropas
de Villacampa habían quedado algunas avanzadas en la dirección de
Daroca, las cuales fueron en octubre arrojadas de allí por el general
Chlopicki, que avanzó hasta Molina destruyendo o pillando casi todos
los pueblos.

Don Pedro Villacampa juntó en el Tremedal entre soldados y paisanos sin
armas unos 4000 hombres. El santuario está situado en un elevado monte
en forma de media luna, y a cuyo pie se descubre la villa de Orihuela.
Pinares que se extienden por los costados y la cumbre roqueña de la
montaña dan al sitio silvestre y ceñudo semblante. Había acumulado allí
la devoción de los fieles muchas y ricas ofrendas, respetadas hasta de
los salteadores, siendo así que de día y noche se dejaban abiertas las
puertas del santuario. Por lo menos así lo aseguraban los clérigos o
mosenes, como en Aragón los llaman, encargados del culto y custodia del
templo.

[Sidenote: Se apoderan de la Virgen del Tremedal.]

Había Villacampa hecho en la subida algunas cortaduras, y dedicábase a
disciplinar en aquel retiro su gente bisoña. Conocieron los franceses
el mal que se les seguiría si para ello le dejaban tiempo, y trataron
de destruirle o por lo menos de aventarle de aquellas asperezas. Tuvo
orden de ejecutar la operación el coronel Henriod, con su regimiento
14 de línea, alguna más infantería, un cuerpo de coraceros y tres
piezas. Maniobró el francés diestramente, amagando la montaña por
varios puntos, y el 25 se apoderó del Tremedal, de donde, arrojados
los españoles, se escaparon por la espalda camino de Albarracín. Los
enemigos saquearon e incendiaron a Orihuela, volándose el santuario con
espantoso estrépito. Salvose la Virgen que a tiempo ocultó un mosén,
y retirados los franceses acudieron ansiosamente los paisanos del
contorno a adorar la imagen, cuya conservación graduaban de milagro.

Aunque con tales excursiones conseguían los enemigos despejar el país
de ciertas partidas, no por eso impedían que en otros parajes los
molestasen nuevas guerrillas. Así, al adelantarse aquellos vía del
Tremedal, los hostilizaban a su retaguardia el alcalde de Illueca y el
paisanaje de varios pueblos. Lo mismo ocurría con mayor o menor ímpetu
en casi todas las comarcas, fatigando a los invasores tan continuo e
infructuoso pelear.

[Sidenote: Entra Suchet en Albarracín y Teruel.]

Suchet sin embargo insistía en querer apaciguar a Aragón, y sabiendo
que de Madrid había ido a Cuenca el general Milhaud para desbandar las
guerrillas de aquella provincia, avanzó también por su parte el 25 de
diciembre hasta Albarracín y Teruel, cuyo suelo aún no habían pisado
los franceses, obligando a la junta de Aragón que entonces se albergaba
en Rubielos a abandonar su territorio, teniendo que refugiarse en las
provincias vecinas.

[Sidenote: Cuenca y Guadalajara.]

De estas, las de Cuenca y Guadalajara traían a maltraer al enemigo.
En la primera era uno de los principales jefes el marqués de las
Atalayuelas, [Sidenote: Atalayuelas.] que solía ocupar a Sacedón y sus
cercanías; y en la segunda, el Empecinado, [Sidenote: El Empecinado.]
a quien ya vimos en Castilla la Vieja, y que se aventajaba a los
demás en fama y notables hechos. Por disposición de la central
habíase establecido el 20 de julio en Sigüenza [ciudad poco antes muy
mal tratada por los franceses] una junta con objeto de gobernar la
provincia de Guadalajara. [Sidenote: Juntas.] Trabajó con ahínco la
nueva autoridad en reunir las partidas sueltas, efectuar alistamientos
y hostigar de todos modos al enemigo, y así esta junta, como otra que
se erigió en tierra de Cuenca, uniéndose en ocasiones o concertándose
con las de Aragón y Molina, formaron en aquellas montañas un foco de
insurrección que hubiera sido aún más ardiente si a veces no hubiesen
debilitado su fuerza quisquillas y enojosas pendencias.

[Sidenote: La junta de Guadalajara llama al Empecinado.]

Don Juan Martín, el Empecinado, guerreaba allende la cordillera
carpetana; mas, buscado en septiembre por la junta de Guadalajara,
acudió gustoso al llamamiento. Comenzó aquel caudillo a recorrer la
provincia, y no dejando a los franceses un momento de respiro tuvo ya
en los meses de septiembre y octubre choques bastante empeñados en
Cogolludo, Alvarés y Fuente la Higuera. Los franceses, para vencerle,
recurrieron a ardides. Tal fue el que pusieron en planta en 12 de
noviembre, aparentando retirarse de la ciudad de Guadalajara para luego
volver sobre ella. Pero el Empecinado, después de haberse provisto de
porción de paños de aquellas fábricas, rompió por medio de la hueste
que le tenía rodeado y se salvó. Pagó en seguida a los franceses el
susto que entonces le dieron, principalmente sorprendiendo el 24 de
diciembre en Mazarrulleque a un grueso trozo de contrarios.

[Sidenote: La Mancha.]

Entre los guerrilleros de la Mancha, de que ya entonces se hablaba,
además de Mir y Jiménez merece particular mención Francisco Sánchez,
conocido con el nombre de Francisquete, [Sidenote: Francisquete.]
natural de Camuñas. Habían los franceses ahorcado a un hermano suyo
que se rindiera bajo seguro, y en venganza Francisco hízoles sin cesar
guerra a muerte. Otros partidarios empezaron también a rebullir en
esta provincia y en la de Toledo; mas, o desaparecieron pronto, o sus
nombres no sonaron hasta más adelante.

[Sidenote: León y Castilla.]

En las que componen los reinos de León y Castilla la Vieja, descolló,
entre otros muchos, cerca de Ciudad Rodrigo Don Julián Sánchez. Vivía
este en la casa paterna después de haber militado en el regimiento de
Mallorca. [Sidenote: Don Julián Sánchez.] Pisaron los enemigos en sus
correrías aquellos umbrales, y mataron a sus padres y a una hermana,
atrocidad que juró Sánchez vengar: empezó con este fin a reunir gente,
y luego allegó hasta 200 caballos con el nombre de Lanceros, de cuya
tropa nombrole capitán el duque del Parque, general que allí mandaba.
Don Julián unas veces se apoyaba en el ejército o en la plaza de
Ciudad Rodrigo, otras obraba por sí y se alejaba con su escuadrón.
Infundía tal desasosiego en los franceses que en Salamanca el general
Marchand dio contra él y sus soldados una proclama amenazadora, y cogió
en rehenes, como a patrocinadores, a unos cuantos ganaderos ricos
de la provincia. Sánchez, agraviado de que el francés calificase a
sus hombres de asesinos y ladrones, replicole de una manera áspera y
merecida. Cruda guerra que hasta en el hablar enconaba así de ambos
lados el ánimo de los combatientes.

[Sidenote: El Capuchino, Saornil.]

Por el centro y vastas llanuras de Castilla la Vieja andaban asimismo
al rebusco de franceses partidas pequeñas, como las del Capuchino,
Saornil y otras que todavía no gozaban de mucho nombre, pero que
dieron lugar a una circular curiosa al par que bárbara del general
francés Kellermann, comandante de aquellos distritos, y por la que,
haciendo en 25 de octubre una requisición de caballos, mandaba bajo
penas rigurosas sacar el ojo izquierdo y marcar o inutilizar de otro
modo para la milicia los que no fuesen destinados a su servicio.
Porlier, también ejecutando a veces rápidas y portentosas marchas,
rompía por la tierra y atropellaba los destacamentos enemigos,
descolgándose de las montañas de Galicia y Asturias, que eran su
principal guarida.

[Sidenote: Juntas y partidarios en el camino de Francia.]

En todo el camino carretero de Francia, desde Burgos hasta los lindes
de Álava, y en ambas riberas por aquella parte del Ebro, hormiguearon
de muy temprano las guerrillas. Tenía la codicia en qué cebarse con la
frecuencia de convoyes y pasajeros enemigos, y muchos de los naturales,
dados ya desde antes al contrabando por la línea de aduanas allí
establecida, conocían a palmos el terreno y estaban avezados a los
riesgos de su profesión, imagen de los de la guerra. Fomentaron tales
inclinaciones varias juntas que se formaron de cuarenta en cuarenta
lugares, y las cuales, o se reunieron después o se sujetaron a las que
se apellidaban de Burgos, Soria y La Rioja. Reconocieron la autoridad
de estos cuerpos las más de las partidas, de las que se miraron como
importantes la de Ignacio Cuevillas, Don Juan Gómez, el cura Tapia, Don
Francisco Fernández de Castro, hijo mayor del marqués de Barriolucio, y
el cura de Villoviado, de quien ya se hizo mención en otro libro.

Sus correrías solían ser lucrosas, en perjuicio del enemigo, y no
faltas de gloria, sobre todo cuando muchas de ellas se unían y obraban
de concierto. Sucedió así en septiembre para sostener a Logroño,
estando a su frente Cuevillas: lo mismo el 18 de noviembre en Sausol
de Navarra, en donde deshicieron a más de 1000 franceses, guiadas
las partidas reunidas por el capitán de navío Don Ignacio Narrón,
presidente de la junta de Nájera.

[Sidenote: Mina el mozo.]

En esta función tuvo ya parte Don Francisco Javier Mina, sobrino del
después tan célebre Espoz. Cursaba en Zaragoza a la sazón que estalló
el levantamiento de 1808: su edad entonces era la de 19 años, y tomó
las armas como los demás estudiantes. Había nacido en Idocin, pueblo
de Navarra, de labradores acomodados. Retirado por enfermo al lugar de
su naturaleza, se hallaba en su casa cuando la saquearon los franceses
en venganza de un sargento asesinado en la vecindad. Para libertar a
su padre de una persecución se presentó Mina el mozo a los franceses,
redimiéndose por medio de dinero del arresto en que le pusieron. Airado
de la no merecida ofensa y de ver su casa allanada y perdida, armose,
y uniéndosele otros doce comenzó sus correrías, reciente aún en Roncal
la memoria de Renovales. Aumentose sucesivamente su cuadrilla, y con
ímpetu daba de sobresalto en los destacamentos franceses de Navarra,
como también en los confinantes de Aragón y Rioja. Fue extremada
su audacia, y antes de concluirse 1809 admiró con sus hechos a los
habitantes de aquellas partes.

[Sidenote: Sucesos generales de la nación.]

Hasta aquí los sucesos parciales ocurridos este año en las provincias.
Necesario ha sido dar una idea de ellos aunque rápida, pues si bien se
obedecía en todo el reino al gobierno supremo, la índole de la guerra
y el modo como se empezó inclinaba a las provincias o las obligaba a
veces a obrar solas o con cierta independencia. Ocupémonos ahora en la
junta central y en los ejércitos, y asuntos más generales.

[Sidenote: Estado de desasosiego de la central.]

Vivos debates habían sobrevenido en aquella corporación al concluirse
el mes de agosto y comenzar septiembre. Procedieron de divisiones
internas y de la voz pública que le achacaba el malogramiento de la
campaña de Talavera. Hervían con especialidad en Sevilla los manejos
y las maquinaciones. Ya desde antes, como dijimos, y sordamente,
trabajaban contra el gobierno varios particulares resentidos, entre
ellos ciertos de la clase elevada. Cobraron ahora aliento por el arrimo
que les ofrecía el enojo de los ingleses, y la autoridad del consejo
reinstalado el mes anterior. No menos pensaban ya que en acudir a
la fuerza, pero antes creyeron prudente tentar las vías pacíficas y
legales. Sirvioles de primer instrumento Don Francisco de Palafox,
individuo de la misma junta, quien el 21 de agosto leyó en su seno
un papel en el que, doliéndose amargamente de los males públicos y
pintándolos con negras tintas, proponía como remedio la reconcentración
del poder en un solo regente, cuya elección indicaba podría recaer en
el cardenal de Borbón. Encontró Palafox en sus compañeros oposición,
presentándole algunas objeciones bastante fuertes, a las que no
pudiendo de pronto responder como hombre de limitado seso, dejó su
réplica para la siguiente sesión en que leyó otro papel explicativo del
primero.

[Sidenote: Consulta del consejo.]

Aquel día, que era el 22, vino en apoyo suyo, con aire de concierto,
una consulta del consejo. Este cuerpo, que en vez de mostrarse
reconocido teníase por agraviado de su restablecimiento, como hecho,
según pensaba, en menoscabo de sus privilegios, andaba solícito
buscando ocasiones de arrancar la potestad suprema de las manos de la
central, y colocarla o en las suyas o en otras que estuviesen a su
devoción. Figurose haber llegado ya el plazo tan deseado, y perjudicó
con ciega precipitación a su propia causa. [Sidenote: Su ceguedad.] En
la consulta no se ciñó a examinar la conducta de la junta central, y
a hacer resaltar los inconvenientes que nacían de que corporación tan
numerosa tuviese a su cargo la parte ejecutiva, sino que también atacó
su legitimidad y la de las juntas provinciales pidiendo la abolición de
estas, el restablecimiento del orden antiguo, y el nombramiento de una
regencia conforme a lo dispuesto en la ley de Partida. ¡Contradicción
singular! El consejo que consideraba usurpada la autoridad de las
juntas, y por consiguiente la de la central emanación de ellas, exigía
de este mismo cuerpo actos para cuya decisión y cumplimiento era la
legitimidad tan necesaria.

Pero prescindiendo de semejante modo de raciocinar, harto común en
asuntos de propio interés, hubo gran desacuerdo en el consejo en
proceder así, enajenándose voluntades que le hubieran sido propicias.
Descontentaban a muchos las providencias de la central; parecíales
monstruoso su gobierno; mas no querían que se atacase su legitimidad
derivada de la insurrección. Tocó en desvarío querer el consejo tachar
del mismo defecto a las juntas provinciales, por cuya abolición
clamaba. Estas corporaciones tenían influjo en sus respectivos
distritos. Atacarlas era provocar su enemistad, resucitar la memoria
de lo ocurrido al principio de la insurrección en 1808, y privarse de
un apoyo tanto más seguro cuanto entonces se habían suscitado nuevas y
vivas contestaciones entre la central y algunas de las mismas juntas.

[Sidenote: Altercados de las juntas de provincia y la central. Sevilla.
Extremadura.]

La provincial de Sevilla nunca olvidaba sus primeros celos y
rivalidades, y la de Extremadura antes más quieta, moviose al ver que
su territorio quedaba descubierto con la ida de los ingleses, de cuya
retirada echaba la culpa a la central. Así fue que, sin contar con el
gobierno supremo, por sí dio pasos para que Lord Wellington mudase de
resolución, y diolos por el conducto del conde del Montijo, que en sus
persecuciones y vagancia había de Sanlúcar pasado a Badajoz. Desaprobó
altamente la junta central la conducta de la de Extremadura como ajena
de un cuerpo subalterno y dependiente, e irritola que fuera medianero
en la negociación un hombre a quien miraba al soslayo, por lo cual
apercibiéndola severamente mandó prender al del Montijo que se salvó
en Portugal. Ofendida la junta de Extremadura de la reprensión que se
le daba, replicó con sobrada descompostura, hija quizá de momentáneo
acaloramiento, sin que por eso fuesen más allá afortunadamente tales
contestaciones. [Sidenote: Valencia.] Las que habían nacido en
Valencia al instalarse la central se aumentaron con el poco tino
que tuvo en su comisión a aquel reino el barón de Sabasona, y nunca
cesaron, resistiendo la junta provincial el cumplimiento de algunas
órdenes superiores, a veces desacertadas, como lo fue la provisión en
tiempos de tanto apuro de las canonjías, beneficios eclesiásticos y
encomiendas vacantes, cuyo producto juiciosamente había destinado dicha
junta a los hospitales militares. Encontradas así ambas autoridades a
cada paso se enredaban en disputas, inclinándose la razón ya de un lado
ya de otro.

[Sidenote: Exposición de esta contra el consejo.]

Dolorosas eran estas divisiones y querellas, y de mucho hubieran
servido al consejo en sus fines, si acallando a lo menos por el momento
su rencorosa ira contra las juntas, las hubiera acariciado en lugar
de espantarlas con descubrir sus intentos. Enojáronse pues aquellas
corporaciones, y la de Valencia, aunque una de las más enemigas de la
central, se presentó luego en la lid a vindicar su propia injuria.
En una exposición fecha en 25 de septiembre clamó contra el consejo,
recordó su vacilante si no criminal conducta con Murat y José, y
pidió que se le circunscribiese a solo sentenciar pleitos. Otro tanto
hicieron de un modo más o menos explícito varias de las otras juntas,
añadiendo sin embargo la misma de Valencia que convendría que la
central separase la potestad legislativa de la ejecutiva, y que se
depositase esta en manos de uno, tres o cinco regentes.

[Sidenote: Trama para disolver la central.]

Antes que llegase esta exposición, y atropellando por todo en Sevilla
los descontentos, pensaron recurrir a la fuerza, impacientes de que
la central no se sometiese a las propuestas de Palafox, del consejo y
sus parciales. Era su propósito disolver dicha junta, transportar a
Manila algunos de sus individuos, y crear una regencia, reponiendo al
consejo real en la plenitud de su poder antiguo y con los ensanches
que él codiciaba. Habíanse ganado ciertos regimientos, repartídose
dinero, y prometido también convocar cortes, ya por ser la opinión
general del reino, ya igualmente para amortiguar el efecto que podría
resultar de la intentada violencia. Pero esta última resolución no se
hubiera realizado, a triunfar los conspiradores como apetecían, pues el
alma de ellos, el consejo, tenía sobrado desvío por todo lo que sonaba
a representación nacional, para no haber impedido el cumplimiento de
semejante promesa.

[Sidenote: Descúbrela el embajador de Inglaterra.]

Ya en los primeros días de septiembre estaba próximo a realizarse el
plan, cuando el duque del Infantado, queriendo escudar su persona con
la aquiescencia del embajador de Inglaterra, confiósele amistosamente.
Asustado el marqués de Wellesley de las resultas de una disolución
repentina del gobierno, y no teniendo por otra parte concepto muy
elevado de los conspiradores, procuró apartarlos de tal pensamiento,
y sin comprometerlos dio aviso a la central del proyecto. Advertida
esta a tiempo, e intimidados también algunos de los de la trama con no
verse apoyados por la Inglaterra, prevínose todo estallido, tomando la
central medidas de precaución sin pasar o escudriñar quienes fuesen los
culpables.

[Sidenote: Trata la central de reconcentrar la potestad ejecutiva.]

La junta, no obstante, viendo cuán de cerca la atacaban, que la opinión
misma del embajador de Inglaterra, si bien opuesto a violencias, era
la de reconcentrar la potestad ejecutiva, y que hasta las autoridades
que le habían dado el ser eran las más de idéntico o parecido sentir,
resolvió ocuparse seriamente en la materia. Algunos de sus individuos
pensaban ser conveniente la remoción de todos los centrales o de
una parte de ellos, acallando así a los que tachaban su conducta
de ambiciosa. Suscitó tal medida el bailío Don Antonio Valdés, la
cual contados de sus compañeros sostuvieron, desechándola los más.
[Sidenote: Diversidad de opiniones.] Tres dictámenes prevalecían en
la junta, el de los que juzgaban ocioso hacer una mudanza cualquiera
debiendo convocarse luego las cortes, el de los que deseaban una
regencia escogida fuera del seno de la central, y en fin el de los que
repugnando la regencia querían sin embargo que se pusiese el gobierno
o potestad ejecutiva en manos de un corto número de individuos sacados
de los mismos centrales. Entre los que opinaban por lo segundo se
contaba Jovellanos, pero tan respetable varón, luego que percibió ser
la regencia objeto descubierto de ambición que amenazaba a la patria
con peligrosas ocurrencias, mudó de parecer y se unió a los del último
dictamen.

[Sidenote: Nómbrase al efecto una comisión.]

Al frente de este se hallaba Calvo, que acababa de volver de
Extremadura y quien, con su áspera y enérgica condición, no poco
contribuyó a parar los golpes de los que dentro de la misma junta solo
hablaban de regencia para destruir la central e impedir la convocación
de cortes. Trajo hacia sí a Jovellanos y sus amigos, los que concordes
consiguieron después de acaloradas discusiones, que se aprobasen el
19 de septiembre dos notables acuerdos: 1.º, la formación de una
_Comisión ejecutiva_ encargada del despacho de lo relativo a gobierno,
reservando a la junta los negocios que requiriesen plena deliberación;
y 2.º, fijar para 1.º de marzo de 1810 la apertura de las cortes
extraordinarias.

Antes de publicarse dichos acuerdos nombrose una comisión para formar
el reglamento o plan que debía observar la ejecutiva, y como recayese
el encargo en Don Gaspar de Jovellanos, bailío Don Antonio Valdés,
marqués de Campo Sagrado, Don Francisco Castanedo y conde de Gimonde,
amigos los más del primero, creyose que a la presentación de su trabajo
serían los mismos escogidos para componer la comisión ejecutiva. Pero
se equivocaron los que tal creyeron. [Sidenote: Nómbrase otra segunda.]
En el intermedio que hubo entre formar el reglamento y presentarle,
los aficionados al mando y los no adictos a Jovellanos y sus opiniones
se movieron, y bajo un pretexto u otro alcanzaron que la mayoría de
la junta desechase el reglamento que la comisión había preparado.
Escogiose entonces otra nueva para que le enmendase con objeto de
renovar, si ser pudiese, la cuestión de regencia, o si no de meter en
la comisión ejecutiva las personas que con más empeño sostenían dicho
dictamen. [Sidenote: Nuevos manejos.] Viose a las claras ser aquella la
intención oculta de ciertas personas por lo que de nuevo sucedió con
Don Francisco de Palafox. [Sidenote: Palafox.] Este vocal, juguete de
embrolladores, resucitó la olvidada controversia cuando se discutía en
la junta el plan de la comisión ejecutiva. Los instigadores le habían
dictado un papel que al leerle produjo tal disgusto que, arredrado el
mismo Palafox, se allanó a cancelar en el acto mismo las cláusulas más
disonantes.

[Sidenote: Romana.]

Viendo la facción cuán mal había correspondido a su confianza el
encargado de ejecutar sus planes, trató de poner en juego al marqués de
la Romana, recién llegado del ejército, y cuya persona más respetada
gozaba todavía entre muchos de superior concepto. Había sido el marqués
nombrado individuo de la comisión sustituida para corregir el plan
presentado por la primera, y en su virtud asistió a sus sesiones,
discutió los artículos, enmendó algunos, y por último firmó el plan
acordado, si bien reservándose exponer en la junta su dictamen
particular. Parecía no obstante que se limitaría este a ofrecer algunas
observaciones sobre ciertos puntos, habiendo en lo general merecido su
aprobación la totalidad del plan. [Sidenote: Su inconsiderada conducta
y su representación.] Mas cuál fue la admiración de sus compañeros
al oír al marqués en la sesión del 14 de octubre renovar la cuestión
de regencia por medio de un papel escrito en términos descompuestos,
y en el que haciendo de sí propio pomposas alabanzas, expresaba _la
necesidad de desterrar hasta la memoria de un gobierno tan notoriamente
pernicioso_ como lo era el de la central. Y al mismo tiempo que tan mal
trataba a esta y que la calificaba de ilegítima, dábale la facultad de
nombrar regencia y de escoger una diputación permanente, compuesta de
cinco individuos y un procurador, que hiciese las veces de cortes,
cuya convocación dejaba para tiempos indeterminados. A tales absurdos
arrastraba la ojeriza de los que habían apuntado el papel al marqués, y
la propia irreflexión de este hombre, tan pronto indolente, tan pronto
atropellado.

[Sidenote: Nómbrase la comisión ejecutiva.]

A pesar de crítica tan amarga y de las perjudiciales consecuencias que
podría traer un escrito como aquel, difundido luego por todas partes,
no solo dejó la junta de reprender a Romana, sino que también, ya que
no adoptó sus proposiciones, fue el primero que escogió para componer
la comisión ejecutiva. No faltó quien atribuyese semejante elección a
diestro artificio de la central, ora para enredarle en un compromiso
por haber dicho en su papel que a no aprobarse su dictamen renunciaría
a su puesto, ora también para que experimentase por sí mismo la
diferencia que media entre quejarse de los males públicos y remediarlos.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el marqués admitió el
nombramiento y que sin detención se eligieron sus otros compañeros.
La comisión ejecutiva conforme a lo acordado debía constar de seis
individuos y del presidente de la central, renovándose a la suerte
parte de ellos cada dos meses. Los nombrados además de Romana fueron D.
Rodrigo Riquelme, D. Francisco Caro, Don Sebastián de Jócano, D. José
García de la Torre y el marqués de Villel. En el curso de esta historia
ya ha habido ocasión de indicar a que partido se inclinaban estos
vocales, y si el lector no lo ha olvidado recordará que se arrimaban
al del antiguo orden de cosas, por lo cual hubieran muchos llevado a
mal su elección si no hubiese sido acompañada con el correctivo del
llamamiento de cortes.

[Sidenote: Fíjase el día de juntarse las cortes.]

Anunciose tal novedad en decreto de 28 de octubre publicado en 4
de noviembre, especificándose en su contenido que aquellas serían
convocadas en 1.º de enero de 1810 para empezar sus augustas funciones
en el 1.º de marzo siguiente. El deseo de contener las miras
ambiciosas de los que aspiraban a la autoridad suprema, alentó a los
centrales partidarios de la representación nacional a que clamasen
con mayor instancia por la aceleración de su llamamiento. Don Lorenzo
Calvo de Rozas, entre ellos uno de los más decididos y constantes,
promovió la cuestión por medio de proposiciones que formalizó en 14
y 29 de septiembre, renovando la que hizo en abril anterior y que
había provocado el decreto de 22 de mayo. Suscitáronse disensiones
y altercados en la junta, mas logrose la aprobación del decreto ya
insinuado, apretando a la comisión de cortes para que concluyese los
trabajos previos que le estaban encomendados, y que particularmente se
dirigían al modo de elegir y constituir aquel cuerpo. Esta comisión
desempeñó ahora con menos embarazo su encargo por haber reemplazado
a Riquelme y Caro, rémoras antes para todo lo bueno, los señores Don
Martín de Garay y conde de Ayamans, dignos y celosos cooperadores.

[Sidenote: Instálase la comisión ejecutiva.]

La ejecutiva se instaló el 1.º de noviembre, no entendiendo ya la junta
plena en ninguna materia de gobierno, excepto en el nombramiento de
algunos altos empleos que se reservó. Siguiéronse no obstante tratando
en las sesiones de la junta los asuntos generales, los concernientes
a contribuciones y arbitrios, y las materias legislativas. Continuó
así hasta su disolución, dividido este cuerpo en dichas dos porciones,
ejerciendo cada una sus facultades respectivas.

[Sidenote: Estado de Europa.]

En tanto, el horizonte político de Europa se encapotaba cada vez más.
Estimulada la gran Bretaña con la guerra de Austria, no se había ceñido
a aumentar en la península sus fuerzas, sino que también preparó otras
dos expediciones [Sidenote: Expediciones inglesas. Contra Nápoles.] a
puntos opuestos, una a las órdenes de Sir Juan Stuart contra Nápoles,
y otra al Escalda e isla de Walcheren mandada por Lord Chatam. Malos
consejos alejaron la primera de estas expediciones de la costa
oriental de España, adonde se había pensado enviarla, y se empleó en
objeto infructuoso como lo fue la invasión del territorio napolitano.
[Sidenote: Contra el Escalda.] La segunda, formidable y una de las
mayores que jamás saliera de los puertos ingleses, se componía de 40.000
hombres de desembarco, tropas escogidas, ascendiendo en todo la fuerza
de tierra y mar a 80.000 combatientes. Proponíase con ella el gobierno
británico destruir ante todo el gran arsenal que en Amberes había
Napoleón construido. Lástima fue que en este caso no hubiese aquel
gabinete escuchado a sus aliados. El emperador de Austria opinaba por
el desembarco en el norte de Alemania, en donde el ejemplo de Schill,
caudillo tan bravo y audaz, hubiera sido imitado por otros muchos al
ver la ayuda que prestaban los ingleses. La junta central instó porque
la expedición llevase el rumbo hacia las costas cantábricas y se diese
la mano con la de Wellesley: y cierto que si las tropas de Stuart y
Chatam hubiesen tomado tierra en la península o en el norte de Alemania
en el tiempo en que aún duraba la guerra en Austria, quizá no hubiera
esta tenido un fin tan pronto y aciago. Prescindiendo de todo el
gobierno inglés sacrificó grandes ventajas a la que presumía inmediata
de la destrucción del arsenal de Amberes, ventaja mezquina aunque la
hubiera conseguido, en comparación de las otras.

[Sidenote: Desgraciadísima esta.]

Es ajeno de nuestro propósito entrar en la historia de aquellas
expediciones, y así solo diremos que al paso que la de Stuart no
tuvo resultado, pereció la de Chatam miserablemente sin gloria y a
impulsos de las enfermedades que causó en el ejército inglés la tierra
pantanosa de la isla de Walcheren a la entrada del Escalda. Tampoco se
encontraron con habitantes que les fueran afectos, de donde pudieron
aprender cuán diverso era, a pesar del valor de sus tropas, tener que
lidiar en tierra enemiga o en medio de pueblos que, como los de la
península, se mantenían fieles y constantes.

[Sidenote: Paz entre Napoleón y el Austria. (* Ap. n. 10-4.)]

Colmó tantas desgracias la paz de Austria, en favor de cuya potencia
había cedido la junta central una porción de plata [*] en barras que
venían de Inglaterra para socorro de España, y además permitió, sin
reparar en los perjuicios que se seguirían a nuestro comercio, que
el mismo gobierno británico negociase con igual objeto en nuestros
[Sidenote: Sacrificios de la central en favor de Austria.] puertos de
América 3.000.000 de pesos fuertes: sacrificios inútiles. Desde el
armisticio de Znaim pudo ya temerse cercana la paz. El gabinete de
Austria, viendo su capital invadida, incierto de la política de la
Rusia, y no queriendo buscar apoyo en sus propios pueblos, de cuyo
espíritu comenzaba a estar receloso, decidiose a terminar una lucha
que, prolongada, todavía hubiera podido convertirse para Napoleón en
terrible y funesta, manifestándose ya en la población de los estados
austriacos síntomas de una guerra nacional. Y ¡cosa extraña! un
mismo temor, aunque por motivos opuestos, aceleró entre ambas partes
beligerantes la conclusión de la paz. Firmose esta en Viena el 15 de
octubre. El Austria, además de la pérdida de territorios importantes
y de otras concesiones, se obligó, por el artículo 15 del tratado, a
«reconocer las mutaciones hechas o que pudieran hacerse en España, en
Portugal y en Italia.»

[Sidenote: Manifiesto de la central.]

La junta central, a vista de tamaña mengua, publicó un manifiesto
en que procurando desimpresionar a los españoles del mal efecto que
produciría la noticia de la paz, con profusión derramó amargas quejas
sobre la conducta del gabinete austriaco, lenguaje que a este ofendió
en extremo.

[Sidenote: Prurito de batallar de la central.]

Disculpable era, hasta cierto punto, el gobierno español, hallándose de
nuevo reducido a no vislumbrar otro campo de lides sino el peninsular.
Mas semejante estado de cosas, y las propias desgracias, hubieran
debido hacerle más cauto, y no comprometer en batallas generales y
decisivas su suerte y la de la nación. El deseo de entrar en Madrid, y
las ventajas adquiridas en Castilla la Vieja, pesaban más en la balanza
de la junta central que maduros consejos.

[Sidenote: Ejército de la izquierda.]

Hablemos pues de las indicadas ventajas. Luego que el marqués de la
Romana dejó en el mes de agosto en Astorga el ejército de su mando,
llamado de la izquierda, condújole a Ciudad Rodrigo D. Gabriel de
Mendizábal para ponerle en manos del duque del Parque, nombrado sucesor
del marqués. Llegaron las tropas a aquella plaza antes de promediar
septiembre, y a estar todas reunidas, hubiera pasado su número de
26.000 hombres; pero compuesto aquel ejército de cuatro divisiones y
una vanguardia, la 3.ª, al mando de Don Francisco Ballesteros, no se
juntó con Parque hasta mediados de octubre, y la 4.ª quedose en los
puertos de Manzanal y Foncebadón a las órdenes, según insinuamos, del
teniente general Don Juan José García.

[Sidenote: General Marchand.]

El 6.º cuerpo francés, después de su vuelta de Extremadura, ocupaba la
tierra de Salamanca, mandándole el general Marchand en ausencia del
mariscal Ney, que tornó a Francia. Continuaba en Valladolid el general
Kellermann [Sidenote: Carrier.] y vigilaba Carrier con 3000 hombres las
márgenes del Esla y del Órbigo.

[Sidenote: Primera defensa de Astorga.]

Atendían los franceses de Castilla, más que a otra cosa, a seguir los
movimientos del duque del Parque, no descuidando por eso los otros
puntos. Así aconteció que en 9 de octubre quiso el general Carrier
posesionarse de Astorga, ciudad antes de ahora nunca considerada como
plaza. Gobernaba en ella desde 22 de septiembre D. José María de
Santocildes; guarnecíanla unos 1100 soldados nuevos, mal armados y con
solos 8 cañones que servía el distinguido oficial de artillería Don
César Tournelle. En tal estado, sin fortificaciones nuevas y con muros
viejos y desmoronados, se hallaba Astorga cuando se acercó a ella el
general Carrier seguido de 3000 hombres y dos piezas. Brevemente y con
particular empeño, cubiertos de las casas del arrabal de Reitibia,
embistieron los franceses la puerta del Obispo. Cuatro horas duró el
fuego, que se mantuvo muy vivo, no acobardándose nuestros inexpertos
soldados ni el paisanaje, y matando o hiriendo a cuantos enemigos
quisieron escalar el muro o aproximarse a aquella puerta. Retiráronse
por fin estos con pérdida considerable. Entre los españoles que en la
refriega perecieron señalose un mozo, de nombre Santos Fernández, cuyo
padre al verle expirar, enternecido pero firme, prorrumpió en estas
palabras: «Si murió mi hijo único, vivo yo para vengarle.» Hubo también
mujeres y niños que se expusieron con grande arrojo, y Astorga, ciudad
por donde tantas veces habían transitado pacíficamente los franceses,
rechazolos ahora preparándose a recoger nuevos laureles.

[Sidenote: Muévese el duque del Parque al frente del ejército de la
izquierda.]

Esta diversión, y las que causaban al enemigo Don Julián Sánchez y
otros guerrilleros, ayudaban también al duque del Parque que, colocado
a fines de septiembre a la izquierda del Águeda, había subido hasta
Fuenteguinaldo. Su ejército se componía de 10.000 infantes y 1800
caballos. Regía la vanguardia Don Martín de la Carrera, y las dos
divisiones presentes, 1.ª y 2.ª, Don Francisco Javier de Losada y el
conde de Belveder. Púsose también por su lado en movimiento el general
Marchand, con 7000 hombres de infantería y 1000 de caballería. Ambos
ejércitos marcharon y contramarcharon, y los franceses, después de
haber quemado a Martín del Río y de haber seguido hasta más adelante
la huella de los españoles, retrocedieron a Salamanca. El duque del
Parque avanzó de nuevo el 5 de octubre por la derecha de Ciudad
Rodrigo, e hizo propósito de aguardar a los franceses en Tamames.

[Sidenote: Batalla de Tamames.]

Situada esta villa a nueve leguas de Salamanca en la falda
septentrional de una sierra que se extiende hacia Béjar, ofrecía en sus
alturas favorable puesto al ejército español. El centro y la derecha,
de áspero acceso, los cubría con la 1.ª división Don Francisco Javier
de Losada, ocupaba la izquierda con la vanguardia Don Martín de la
Carrera, y siendo este punto el menos fuerte de la posición, colocose
allí en dos líneas, aunque algo separada, la caballería. Quedó de
respeto la 2.ª división, del cargo del conde de Belveder, para atender
adonde conviniese. 1500 hombres entresacados de todo el ejército
guarnecían a Tamames. El general Marchand, reforzado y trayendo
10.000 peones, 1200 jinetes y 14 piezas de artillería, presentose
el 18 de octubre delante de la posición española. Distribuyendo
sin tardanza su gente en tres columnas, arremetió a nuestra línea
poniendo su principal conato en el ataque de la izquierda, como punto
más accesible. Carrera se mantuvo firme con la vanguardia, esperando
a que la caballería española, apostada en un bosque a su siniestro
costado, cargase las columnas enemigas; pero la 2.ª brigada de nuestros
jinetes, ejecutando inoportunamente un peligroso despliegue, se vio
atacada por la caballería ligera de los franceses, que a las órdenes
del general Maucune rompió a escape por sus hileras. Metiose el
desorden entre los caballos españoles, y aun llegaron los franceses a
apoderarse de algunos cañones. El duque del Parque acudió al riesgo,
arengó a la tropa, y su segundo Don Gabriel de Mendizábal echando pie
a tierra contuvo a los soldados con su ejemplo y sus exhortaciones,
restableciendo el orden. No menos apretó los puños en aquella ocasión
el bizarro Don Martín de la Carrera, casi envuelto por los enemigos y
con su caballo herido de dos balazos y una cuchillada. Los franceses
entonces empezaron a flaquear. En balde trataron de sostenerse algunos
cuerpos suyos. El conde de Belveder, avanzando con un trozo de su
división, y el príncipe de Anglona, con otro de caballería, que dirigió
con valor y acierto, acabaron de decidir la pelea en nuestro favor.
[Sidenote: Gánanla los españoles.] La vanguardia y los jinetes que
primero se habían desordenado volviendo también en sí, recobraron los
cañones perdidos y precipitaron a los franceses por la ladera abajo
de la sierra. Igualmente salieron vanos los esfuerzos del ejército
contrario para superar los obstáculos con que tropezó en el centro y
derecha. Don Francisco Javier de Losada rechazó todas las embestidas
de los que por aquella parte atacaron, y los obligó a retirarse al
mismo tiempo que los otros huían del lado opuesto. Al ver los españoles
apostados en Tamames el desorden de los franceses, desembocaron al
pueblo, y haciendo a sus contrarios vivísimo fuego, les causaron por el
costado notable daño. Dos regimientos de reserva de estos protegieron
a los suyos en la retirada, molestados por nuestros tiradores, y con
aquella ayuda y al abrigo de espesos encinares y de la noche ya vecina,
pudieron proseguir los franceses su camino la vuelta de Salamanca.
Su pérdida consistió en 1500 hombres, la nuestra en 700, habiendo
cogido un águila, un cañón, carros de municiones, fusiles y algunos
prisioneros. El general Marchand se detuvo cinco días en Salamanca
aguardando refuerzos de Kellermann: no llegaron estos, y el del Parque
habiendo cruzado el Tormes en Ledesma obligó al general francés a
desamparar aquella ciudad.

[Sidenote: Únese Ballesteros a Parque.]

Al día siguiente de la acción, uniose al grueso del ejército español,
con 8000 hombres, Don Francisco Ballesteros. Había este general
padecido dispersión, sin notable refriega, en su nueva y desgraciada
tentativa de Santander, de que hicimos mención en el libro 8.º Rehecho
en las montañas de Liébana, obedeció a la orden que le prescribía ir a
juntarse con el ejército de la izquierda.

[Sidenote: Entra Parque en Salamanca.]

Unido ya al duque del Parque, entró este en Salamanca el 25 de
octubre en medio de las mayores aclamaciones del pueblo entusiasmado,
que abasteció al ejército larga y desinteresadamente. El 1.º de
noviembre llegó de Ciudad Rodrigo la división castellana, [Sidenote:
Únesele la división castellana.] llamada 5.ª, al mando del marqués de
Castro-Fuerte, con la que, y la asturiana de Ballesteros, 3.ª en el
orden, contó el del Parque unos 26.000 hombres, sin la 4.ª división,
que continuó permaneciendo en el Bierzo. Faltábale mucho a aquel
ejército para estar bien disciplinado, participando su organización
actual de los males de la antigua y de los que adolecía la varia
e informe que a su antojo habían adoptado las respectivas juntas
de provincia. Pero animaba a sus tropas un excelente espíritu,
acostumbradas muchas de ellas a hacer rostro a los franceses bajo
esforzados jefes, en San Payo y otros lugares.

[Sidenote: Ejércitos españoles del mediodía.]

No pasó un mes sin que un gran desastre viniese a enturbiar las
alegrías de Tamames. Ocurrió del lado del mediodía de España, y por
tanto necesario es que volvamos allá los ojos para referir todo lo que
sucedió en los ejércitos de aquella parte, después de la retirada y
separación del anglo-hispano, y de la aciaga jornada de Almonacid.

[Sidenote: Únese al de la Mancha parte del ejército de Extremadura.]

Puestos los ingleses en los lindes de Portugal y persuadida la junta
central de que ya no podía contar con su activa coadyuvación, determinó
ejecutar por sí sola un plan de campaña cuyo mal éxito probó no ser el
más acertado. Al paso que en Castilla debía continuar divirtiendo a
los franceses el duque del Parque, y que en Extremadura quedaban solo
12.000 hombres, dispúsose que lo restante de aquel ejército pasase con
su jefe Eguía a unirse al de la Mancha. Creyó la junta fundadamente
que se dejaba Extremadura bastante cubierta con la fuerza indicada, no
siendo dable que los franceses se internasen teniendo por su flanco
y no lejos de Badajoz al ejército británico. Se trasladó pues Don
Francisco Eguía [Sidenote: Fuerza de este ejército reunido al mando
de Eguía.] a la Mancha antes de finalizar septiembre, y estableciendo
su cuartel general en Daimiel, tomó el mando en jefe de las fuerzas
reunidas: ascendía su número en 3 de octubre a 51.869 hombres, de
ellos 5766 jinetes, con 55 piezas de artillería.

[Sidenote: Posición de los franceses.]

De las tropas francesas que habían pisado desde la batalla de Talavera
las riberas del Tajo, ya vimos cómo el cuerpo de Ney volvió a Castilla
la Vieja, y fue el que lidió en Tamames. Permaneció el 2.º en
Plasencia, apostándose después en Oropesa y Puente del Arzobispo; quedó
en Talavera el 5.º, y el 1.º y 4.º, regidos por Victor y Sebastiani,
fueron destinados a arrojar de la Mancha a Don Francisco Eguía. El
12 de octubre ambos cuerpos se dirigieron, el 1.º, por Villarubia a
Daimiel, el 4.º, por Villaharta a Manzanares. Había de su lado avanzado
Eguía, quien, reconvenido poco antes por su inacción, enfáticamente
respondió que «solo anhelaba por sucesos grandes que libertasen a la
nación de sus opresores.» [Sidenote: Irresolución de Eguía.] Mas el
general español, no obstante su dicho, a la proximidad de los cuerpos
franceses tornó de priesa a su guarida de Sierra Morena. Desazonó
tal retroceso en Sevilla, donde no se soñaba sino en la entrada en
Madrid, y también porque se pensó que la conducta de Eguía estaba en
contradicción con sus graves, o sean más bien ostentosas palabras.
No dejó de haber quien sostuviese al general y alabase su prudencia,
atribuyendo su modo de maniobrar al secreto pensamiento de revolver
sobre el enemigo y atacarle separadamente, y no cuando estuviese muy
reconcentrado; plan sin duda el más conveniente. Pero en Eguía, hombre
indeciso e incapaz de aprovecharse de una coyuntura oportuna, era
irresolución de ánimo lo que en otro hubiera quizá sido efecto de
sabiduría.

[Sidenote: Sucédele en el mando Aréizaga.]

Retirado a Sierra Morena escribió a la central pidiéndole víveres y
auxilios de toda especie, como si la carencia de muchos objetos le
hubiese privado de pelear en las llanuras. Colmada entonces la medida
del sufrimiento contra un general a quien se le había prodigado todo
linaje de medios, se le separó del mando, que recayó en Don Juan Carlos
de Aréizaga, llamado antes de Cataluña para mandar en la Mancha una
división. Acreditado el nuevo general desde la batalla de Alcañiz,
tenía en Sevilla muchos amigos, y de aquellos que ansiaban por volver
a Madrid. Aparente actividad, y el provocar a su llegada al ejército
el alejamiento de un enjambre de oficiales y generales que ociosos
solo servían de embarazo y recargo, confirmó a muchos en la opinión de
haber sido acertado su nombramiento. Mas Aréizaga, hombre de valor como
soldado, carecía de la serenidad propia del verdadero general y escaso
de nociones en la moderna estrategia, libraba su confianza más en el
coraje personal de los individuos que en grandes y bien combinadas
maniobras: fundamento ahora de las batallas campales.

[Sidenote: Favor de que este goza.]

Acabó el general Aréizaga de granjear en favor suyo la gracia popular
proponiendo bajar a la Mancha y caer sobre Madrid, porque tal era el
deseo de casi todos los forasteros que moraban en Sevilla, y cuyo
influjo era poderoso en el seno del mismo gobierno. Unos suspiraban
por sus casas, otros por el poder perdido que esperaban recobrar en
Madrid. Nada pudo apartar al gobierno del raudal de tan extraviada
opinión. [Sidenote: Lord Wellington en Sevilla.] Lord Wellington que
en los primeros días de noviembre pasó a Sevilla con motivo de visitar
a su hermano el marqués de Wellesley, en vano unido con este manifestó
los riesgos de semejante empresa. Estaban los más tan persuadidos del
éxito o por mejor decir tan ciegos, que la junta escogió a los señores
Jovellanos y Riquelme para acordar las providencias que deberían
tomarse a la entrada en la capital. Diéronse también sus instrucciones
al central Don Juan de Dios Rabé, que acompañaba al ejército,
eligiéronse varias autoridades [Sidenote: Ibarnavarro, consejero de
Aréizaga.] y entre ellas la de corregidor de Madrid, cuya merced recayó
en Don Justo Ibarnavarro, amigo íntimo de Aréizaga y uno de los que más
le impelían a guerrear. Lágrimas sin embargo costaron y bien amargas
tan imprudentes y desacordados consejos.

[Sidenote: Muévese este.]

Empezó Don Juan Carlos de Aréizaga a moverse el 3 de noviembre. Su
ejército estaba bien pertrechado, y tiempos hacía que los campos
españoles no habían visto otro ni tan lucido ni tan numeroso.
Distribuíase la infantería en siete divisiones, estando al frente de
la caballería el muy entendido general Don Manuel Freire. Caminaba el
ejército repartido en dos grandes trozos, uno por Manzanares y otro
por Valdepeñas. Precedía a todos Freire con 2000 caballos; seguíale
la vanguardia que regía Don José Zayas, y a la que apoyaba con su 1.ª
división Don Luis Lacy. Los generales franceses Paris y Milhaud eran
los más avanzados, y al aproximarse los españoles se retiraron, el
primero del lado de Toledo, el segundo por el camino real a La Guardia.

[Sidenote: Ataque de Dos Barrios.]

Media legua más allá de este pueblo, en donde el camino corre por una
cañada profunda, situáronse el 8 de noviembre los caballos franceses en
la cuesta llamada del Madero, y aguardaron a los nuestros en el paso
más estrecho. Freire diestramente destacó dos regimientos al mando
de Don Vicente Osorio que cayesen sobre los enemigos alojados en Dos
Barrios, al mismo tiempo que él con lo restante de la columna atacaba
por el frente. Treparon nuestros soldados por la cuesta con intrepidez,
repelieron a los franceses y los persiguieron hasta Dos Barrios. Unidos
aquí Osorio y Freire continuaron el alcance hasta Ocaña, en donde los
contuvo el fuego de cañón del enemigo.

[Sidenote: Aréizaga en Tembleque.]

Mientras tanto Aréizaga sentó el 9 su cuartel general en Tembleque, y
aproximó adonde estaba Freire la vanguardia de Zayas, compuesta de 6000
hombres casi todos granaderos, y la 1.ª división de Lacy: providencia
necesaria por haberse agregado a la caballería de Milhaud la división
polaca del 4.º cuerpo francés. Volvió Freire a avanzar el 10 a Ocaña,
delante de cuya villa estaban formados 2000 caballos enemigos, y detrás,
a la misma salida, la división nombrada con sus cañones. Empezaron
a jugar estos y a su fuego contestó la artillería volante española,
arrojando los jinetes a los del enemigo contra la villa, que abrigados
de su infantería reprimieron a su vez a nuestros soldados. No aun dadas
las cuatro de la tarde llegaron Zayas y Lacy. Emboscado el último
en un olivar cercano, dispúsose a la arremetida, pero Zayas, juzgando
estar su tropa muy cansada, difirió auxiliar el ataque hasta el día
siguiente. Aprovechándose los enemigos de esta desgraciada suspensión,
evacuaron a Ocaña, y por la noche se replegaron a Aranjuez.

[Sidenote: Ejército español en Ocaña.]

El 11 de noviembre, en fin, todo el ejército español se hallaba junto
en Ocaña. Resueltos los nuestros a avanzar a Madrid, hubiera convenido
proseguir la marcha antes de que los franceses hubiesen agolpado hacia
aquella parte fuerzas considerables.

[Sidenote: Movimientos inciertos y mal concertados de Aréizaga.]

Mas Aréizaga, al principio tan arrogante, comenzó entonces a vacilar,
y se inclinó a lo peor, que fue a hacer movimientos de flanco lentos
para aquella ocasión y desgraciados en su resultado. Envió pues la
división de Lacy a que cruzase el Tajo del lado de Colmenar de Oreja,
yendo la mayor parte a pasar dicho río por Villamanrique, en cuyo sitio
se echaron al efecto puentes. El tiempo era de lluvia, y durante tres
días sopló un huracán furioso. Corrió una semana entre detenciones
y marchas, perdiendo los soldados, en los malos caminos y aguas
encharcadas, casi todo el calzado. Aréizaga, con los obstáculos cada
vez más indeciso, acantonó su ejército entre Santa Cruz de la Zarza y
el Tajo.

Mientras tanto los franceses fueron arrimando muchas tropas a Aranjuez.
El mariscal Soult había ya antes sucedido al mariscal Jourdan en el
mando de mayor general de los ejércitos franceses, y las operaciones
adquirieron fuerza y actividad. Sabedor de que los españoles se
dirigían a pasar el Tajo por Villamanrique, envió allí el día 14 al
mariscal Victor, quien, hallándose entonces solo con su primer cuerpo,
hubiera podido ser arrollado. Detúvose Aréizaga y dio tiempo a que los
franceses fuesen el 16 reforzados en aquel punto; lo cual visto por el
general español, hizo que algunas tropas suyas puestas ya del otro lado
del Tajo repasasen el río, y que se alzasen los puentes. Caminó en la
noche del 17 hacia Ocaña, a cuya villa no llegó sino en la tarde del
18, y algunas tropas se rezagaron hasta la mañana del 19. [Sidenote:
Choque de caballería en Ontígola.] La víspera de este día hubo un
reencuentro de caballería cerca de Ontígola: los franceses rechazaron
a los nuestros, mas perdieron al general Paris, muerto a manos del
valiente cabo español Vicente Manzano, que recibió de la central un
escudo de premio. Por nuestra parte también allí fue herido gravemente,
y quedó en el campo por muerto, el hermano del duque de Rivas, Don
Ángel de Saavedra, no menos ilustre entonces por las armas que lo ha
sido después por las letras. Aréizaga, que, moviéndose primero por
el flanco, dio lugar al avance y reunión de una parte de las tropas
francesas, retrocediendo ahora a Ocaña y andando como lanzadera,
permitió que se reconcentrasen o diesen la mano todas ellas. Difícil
era idear movimientos más desatentados.

[Sidenote: Fuerzas que acercan los franceses.]

Juntáronse pues del lado de Ontígola y en Aranjuez los cuerpos 4.º y
5.º, del mando de Sebastiani y Mortier, la reserva, bajo el general
Dessolles, y la guardia de José, ascendiendo por lo menos el número de
gente a 28.000 infantes y 6000 caballos. De manera que Aréizaga, que
antes tropezaba con menos de 20.000, ahora a causa de sus detenciones,
marchas y contramarchas, tenía que habérselas con 34.000 por el frente,
sin contar con los 14.000 del cuerpo de Victor colocados hacia su
flanco derecho, pues juntos todos pasaban de 48.000 combatientes;
fuerza casi igual a la suya en número, y superiorísima en práctica y
disciplina.

[Sidenote: Batalla de Ocaña.]

Don Juan Carlos de Aréizaga escogió para presentar batalla la villa
de Ocaña, considerable y asentada en terreno llano y elevado a la
entrada de la mesa que lleva su nombre. Las divisiones españolas se
situaron en derredor de la población. Apostose él a la izquierda
del lado de la agria hondonada donde corre el camino real que va
a Aranjuez. En el ala opuesta se situó la vanguardia de Zayas con
dirección a Ontígola, y más a su derecha la primera división de Lacy,
permaneciendo a espaldas casi toda la caballería. Hubo también tropas
dentro de Ocaña. El general en jefe no dio ni orden ni colocación
fija a la mayor parte de sus divisiones. Encaramose en un campanario
de la villa, desde donde, contentándose con atalayar y descubrir el
campo, continuó aturdido, sin tomar disposición alguna acertada. El 4.º
cuerpo, del mando de Sebastiani, sostenido por Mortier, empeñó la pelea
con nuestra derecha. Zayas, apoyado en la división de Don Pedro Agustín
Girón, y el general Lacy batallaron vivamente, haciendo maravillas
nuestra artillería. El último sobre todo avanzó contra el general
Leval, herido, y empuñando en una mano para alentar a los suyos la
bandera del regimiento de Burgos, todo lo atropelló y cogió una batería
que estaba al frente. Costó sangre tan intrépida acometida, y entre
todos fue allí gravemente herido el marqués de Villacampo, oficial
distinguido y ayudante de Lacy. A haber sido apoyado entonces este
general, los franceses, rotos de aquel lado, no alcanzaran fácilmente
el triunfo; pero Lacy, solo, sin que le siguiera caballería ni tampoco
le auxiliara el general Zayas, a quien puso, según parece, en grande
embarazo Aréizaga, dándole primero orden de atacar y luego contra
orden, tuvo en breve que cejar, y todo se volvió confusión. El general
Girard entró en la villa, cuya plaza ardió; Dessolles y José avanzaron
contra la izquierda española, [Sidenote: Horrorosa dispersión. Pérdida
de Ocaña.] que se retiró precipitadamente, y ya por los llanos de la
Mancha no se divisaban sino pelotones de gente marchando a la ventura,
o huyendo azorados del enemigo. Aréizaga bajó de su campanario, no tomó
providencia para reunir las reliquias de su ejército, ni señaló punto
de retirada. Continuó su camino a Daimiel, de donde serenamente dio un
parte al gobierno el 20, en el que estuvo lejos de pintar la catástrofe
sucedida. Esta fue de las más lamentables. Contáronse por lo menos
13.000 prisioneros, de 4 a 5000 muertos o heridos, fueron abandonados
más de 40 cañones, y carros, y víveres, y municiones: una desolación.
Los franceses apenas perdieron 2000 hombres. Solo quedaron de los
nuestros en pie algunos batallones, la división segunda, del mando de
Vigodet, y parte de la caballería a las órdenes de Freire. En dos meses
no pudieron volver a reunirse a las raíces de Sierra Morena 25.000
hombres.

Conservó por algún tiempo el mando Don Juan Carlos de Aréizaga sin que
entonces se le formase causa, como se tenía de costumbre con muchos de
los generales desgraciados: ¡tan protegido estaba! Y en verdad, ¿a qué
formarle causa? Habíanse estas convertido en procesos de mera fórmula,
de que salían los acusados puros y exentos de toda culpa.

[Sidenote: Resultas.]

Terror y abatimiento sembró por el reino la rota de Ocaña, temiendo
fuese tan aciaga para la independencia como la de Guadalete. Holgáronse
sobremanera José y los suyos, entrando aquel en Madrid con pompa y a
manera de triunfador romano, seguido de los míseros prisioneros. De
sus parciales no faltó quien se gloriase de que hubiesen los franceses
con la mitad de gente aniquilado a los españoles. Hemos visto no ser
así; mas aun cuando lo fuese, no por eso recaería mengua sobre el
carácter nacional, culpa sería en todo caso del desmaño e ignorancia
del principal caudillo.

La herida de Ocaña llegó hasta lo vivo. Con haberlo puesto todo a la
temeridad de la fortuna, abriéronse las puertas de las Andalucías.
José quizá hubiera tentado pronto la invasión si la permanencia de los
ingleses en las cercanías de Badajoz, juntamente con la del ejército
mandado ahora por Alburquerque en Extremadura, y la del Parque en
Castilla la Vieja, no le hubiesen obligado a obrar con cordura antes de
penetrar en las gargantas de Sierra Morena, ominosas a sus soldados.
Prudente, pues, era destruir por lo menos parte de aquellas fuerzas, y
aguardar, ajustada ya la paz con Austria, nuevos refuerzos del norte.

[Sidenote: Se retira Alburquerque a Trujillo.]

El duque de Alburquerque, desamparado con lo ocurrido en Ocaña, se
aceleró a evitar un suceso desgraciado. La fuerza que tenía, de
12.000 hombres dividida en tres divisiones, vanguardia y reserva,
había avanzado el 17 de noviembre al Puente del Arzobispo para causar
diversión por aquel lado. Desde allí y con el mismo fin, siguiendo la
margen izquierda de Tajo, destacó la vanguardia, a las órdenes de Don
José Lardizábal, con dirección al puente de tablas de Talavera. Este
movimiento obligó a retirarse a los franceses alojados en el Arzobispo
enfrente de los nuestros; mas a poco, sobreviniendo el destrozo de
Ocaña, retrocedió el de Alburquerque y no paró hasta Trujillo.

[Sidenote: Movimientos del duque del Parque.]

Puso en mayor cuidado a los enemigos el ejército del duque del Parque,
sobre todo después de la jornada de Tamames. Motivo por que envió el
mariscal Soult la división de Gazan al general Marchand, camino de
Ávila, para coger al duque por el flanco derecho. El general español,
a fin de coadyuvar también a la campaña de Aréizaga, moviose con su
ejército, y el 19 intentó atacar en Alba de Tormes a 5000 franceses
que, advertidos, se retiraron.

[Sidenote: Acción de Medina del Campo.]

Prosiguió el del Parque su marcha, y noticioso de que en Medina del
Campo se reunían unos 2000 caballos y de 8 a 10.000 infantes, juntó el
23 a la madrugada sus divisiones en el Carpio a tres leguas de aquella
villa. Colocó la vanguardia en la loma en que está sito el pueblo,
ocultando detrás y por los lados la mayor parte de su fuerza. No
logró, a pesar del ardid, que los franceses se acercasen, y entonces
se adelantó él mismo a la una del propio día, yendo por la llanura con
admirable y bien concertado orden. Marchaba en batalla la vanguardia,
del mando de Don Martín de la Carrera, a su derecha, parte también
en batalla, parte en columnas, la tercera división regida por Don
Francisco Ballesteros, a la izquierda la primera, de Don Francisco
Javier de Losada; cubría la caballería las dos alas. Iba de reserva
la segunda división, a las órdenes del conde de Belveder, y dejose en
el Carpio, con su jefe el marqués de Castro-Fuerte, la 5.ª división,
o sea la de los castellanos. Los franceses, aunque reforzados con
1000 jinetes, cejaron a una eminencia inmediata a Medina. Empeñose
allí vivo fuego, y engrosados aún los enemigos con dos regimientos
de dragones y alguna infantería, cayeron sobre los jinetes del ala
derecha, que cedieron el terreno, con lo cual se vio descubierta la
3.ª división, que era la de los asturianos. Mas estos, valientes y
serenos, reprimieron al enemigo, en particular tres regimientos que le
recibieron a quema ropa con fuegos muy certeros. En la pelea perecieron
el intrépido ayudante general de la división, Don Salvador de Molina,
y el coronel del regimiento de Lena, Don Juan Drimgold. Rechazados o
contenidos en los demás puntos los franceses, sobrevino la noche, y
Parque durante dos horas permaneció en el campo de batalla. Después
obligado a dar alimento y descanso a su tropa, y avisado de que el
enemigo podría ser reforzado, antes de amanecer tornó al Carpio. Los
franceses por su parte no creyéndose bastante numerosos, se alejaron
para unirse a nuevos refuerzos que aguardaban.

Les llegaron estos de varias partes, y el general Kellermann, reuniendo
toda la fuerza que pudo, entre ella 3000 caballos, se mostró el 25
delante del Carpio. El duque del Parque, hasta entonces prudente y
afortunado caudillo, descuidose, y en vez de retirarse sin tardanza
viendo la superioridad de la caballería, temible en aquella tierra
llana, suspendió todo movimiento retrógrado hasta la noche del 26, y
entonces lo realizó, aguijado con el aviso de las lástimas de Ocaña;
cuya nueva, derramada por el ejército, descorazonó al soldado.

[Sidenote: Acción de Alba de Tormes.]

El 28 por la mañana entraron los nuestros en Alba, tristes y ya
perseguidos por la vanguardia enemiga. Asentada aquella villa a la
derecha del Tormes, comunica con la orilla opuesta por un puente
de piedra. El duque del Parque dejó dentro de la población, con
negligencia notable, el cuartel general, la artillería, los bagajes,
la mayor parte en fin de su fuerza, excepto dos divisiones que pasaron
al otro lado. Alegose por disculpa la necesidad de dar de comer a la
tropa, fatigada y sin alimento ya hacía muchas horas, como si no se
hubiera podido acudir al remedio y con mayor orden poniendo todo el
ejército en la orilla más segura, y en disposición de proteger a los
encargados de avituallarle.

Esparcidos los soldados por Alba para buscar raciones, y cundiendo la
voz de que llegaban los franceses, atropelláronse al puente hombres
y bagajes, y casi le barrearon. Pudieron con todo los jefes colocar
fuera del pueblo las tropas, y parar la primera embestida de 400
franceses que iban delante, hasta que, aproximándose un grueso de
caballería, cargó este nuestra derecha, en donde se hallaba la primera
división del mando de Losada y 800 caballos. Arrollados los últimos,
huyeron también los infantes que repasaron el Tormes abandonando su
artillería. El ala izquierda, que se componía de la vanguardia de
Carrera y de parte de la segunda división, se mantuvo firme, [Sidenote:
Valor de Mendizábal.] y puesto Mendizábal a su cabeza, repelieron
nuestros soldados por tres veces a los jinetes enemigos formando el
cuadro, y respondieron a fusilazos a la intimación que les hicieron de
rendirse. En vano los acometieron otros escuadrones por la espalda:
forzados se vieron estos a aguardar a sus infantes, de los que algunos
llegaron al anochecer. Mendizábal cruzó con sus intrépidos soldados
el puente y tocó gloriosamente la orilla opuesta. [Sidenote: Retirada
de los españoles.] Allí todo era desorden y atropellamiento con los
bagajes y caballería fugitiva. El duque del Parque perdió entonces del
todo la presencia de ánimo, y sus tropas, careciendo de órdenes precisas,
se alejaron de aquel punto y se repartieron entre Ciudad Rodrigo,
Tamames y Miranda del Castañar. Semejante y no calculado movimiento
excéntrico salvó al ejército, pues el general Kellermann dejó de
perseguirle, incierto de su paradero, y limitándose a dejar ocupada
la línea del Tormes volviose a Valladolid. El duque del Parque, al
principiar diciembre, sentó su cuartel general en El Bodón, a dos leguas
de Ciudad Rodrigo, y echáronse de menos entre dispersión y pelea unos
3000 hombres. Antes de concluirse el mes pasó el duque a San Martín de
Trevejo, detrás de sierra de Gata.

[Sidenote: Retíranse los ingleses del Guadiana al norte del Tajo.]

Con tales desdichas, destruidos o menguados unos tras otros los
mejores ejércitos españoles, debieron naturalmente los ingleses, meros
espectadores hasta entonces, tomar en su extrema prudencia medidas de
precaución. Lord Wellington determinó dejar las orillas del Guadiana y
pasar al norte del Tajo, empezando su movimiento en los primeros días
de diciembre. Despidiose antes de la junta de Extremadura, y mostrose
muy satisfecho «del celo y laborioso cuidado [son sus expresiones] con
que aquel cuerpo había proporcionado provisiones a las tropas de su
ejército acantonadas en las cercanías de Badajoz.» Dicha junta había
sido una de aquellas autoridades contra las que tanto se había clamado
pocos meses antes acerca del asunto de abastecimientos, tachándolas
hasta de mala voluntad. El testimonio irrecusable de Lord Wellington
probaba ahora que la premura del tiempo y la gran demanda fueron causa
de la escasez, y no otras reprehensibles miras.

[Sidenote: Flaqueza de la comisión ejecutiva.]

La profunda sima en que la nación se abismaba, consternó a la comisión
ejecutiva de la junta central, poniendo a prueba la capacidad y energía
de sus individuos. Mas entonces se vio que no basta reconcentrar el
poder para que este aparezca en sus efectos vigoroso y pronto, sino
que también es preciso que las manos escogidas para su manejo sean
ágiles y fuertes. No formando parte de la comisión ninguno de los pocos
centrales a quienes se consideraba por su saber como más aptos, o como
más notables por los bríos de su condición, escasearon en aquel nuevo
cuerpo las luces y el esfuerzo, faltas tanto más graves cuanto los
acontecimientos habían puesto a la nación en el mayor estrecho.

Así resultó que al saberse la derrota de Ocaña, quedó la comisión
como aturdida y aplanada, no desplegando la firmeza que tanto honró
al gobierno español cuando la jornada de Medellín. Redujéronse sus
providencias a las más comunes y generales, habiendo en vano nombrado a
Romana para recomponer el ejército del centro, tan menguado y perdido;
pues aquel general permaneció en Sevilla temeroso quizá de que sus
hombros flaqueasen bajo la balumba de tan pesada carga. Para llenar
su hueco, a lo menos en ciertas medidas de reorganización, [Sidenote:
Comisionados enviados a La Carolina.] partieron camino de La Carolina
Don Rodrigo Riquelme y el marqués de Camposagrado, uno individuo de
la comisión y otro de la junta, quienes, en unión con el vocal Rabé,
debían impulsar la mejora y aumento del ejército, y atender a la
defensa de los pasos de la sierra. Repetición de lo que hizo la central
al retirarse de Aranjuez, con la diferencia de que ahora no hubo mucho
vagar ni espacio.

Tampoco se destruyeron con el nombramiento de la comisión ejecutiva las
maquinaciones de los ambiciosos. Volvió a salir a plaza Don Francisco
de Palafox, deseoso de erigirse, por lo menos, en lugarteniente de
Aragón. Sospechábase que le prestaba su asistencia el conde del
Montijo, que, a hurtadillas, se fue de Portugal acercando a Sevilla.
Tuvo de ello aviso el gobierno, y Romana, a quien antes no disgustaban
tales manejos, ahora que podían perjudicar a los en que él mismo
andaba, [Sidenote: Prisión de Palafox y Montijo.] instó para que se
aprehendiesen las personas de Palafox y Montijo juntamente con sus
papeles. El último fue cogido en Valverde y trasladado a Sevilla, en
donde también se arrestó al primero sin que lo impidiese su calidad de
central. Metió algún ruido la detención de estos personajes, y mayor
hubiera sido a no tenerlos tan desopinados sus continuos enredos. Los
acontecimientos que sobrevinieron terminaron en breve la persecución de
entrambos.

[Sidenote: Manejos de Romana y de su hermano Caro.]

Romana, que tanta diligencia ponía en descubrir y cortar las tramas
de los demás, no por eso cesaba en alterar con su conducta la paz y
buena armonía del gobierno supremo. Favorecía grandemente sus miras
su hermano D. José Caro, que a nada menos aspiraba que a ver a su
familia mandando en el reino. En la provincia de Valencia, puesta a
su cuidado, trabajaba los ánimos en aquel sentido, y con profusión
esparció el famoso voto de Romana de 14 de octubre. La junta provincial
ayudole mucho en ocasiones, y este cuerpo, provocando unas veces el
nombramiento de una regencia exclusiva, desechándolo en otras, vario e
inconstante en sus procedimientos, manifestaba que a pesar de su buen
celo por la causa de la patria, influían en sus deliberaciones hombres
de seso mal asentado.

Don José Caro remitió a las demás juntas una circular, a nombre de la
de Valencia, en que, alabando los servicios, el talento, las virtudes
de su hermano el marqués de la Romana, se hablaba de la necesidad
de adoptar lo que este había propuesto en su voto, y se indicaba a
las claras la conveniencia de nombrarle regente. La central, en una
exposición que hizo a las juntas, y antes de finalizar noviembre,
grave y victoriosamente rechazó los ataques y opinión de la de
Valencia, invitando a todas a aguardar la próxima reunión de cortes.
Las provincias apoyaron el dictamen de la central, y en Valencia se
separaron de Caro varios que le habían estado unidos. Para cortar
las disensiones, debió Romana pasar a aquella ciudad, viaje que no
verificó, enviando en su lugar a Don Lázaro de las Heras, hechura
suya, [Sidenote: Tropelías.] pues el marqués tomaba a veces por sí
resoluciones sin cuidarse de la aprobación de sus compañeros. Las
Heras, como era de esperar, procedió en Valencia según las miras
de Romana, y atropelló en diciembre y confinó a la isla de Ibiza a
Don José Canga Argüelles y a otros individuos de la junta, ahora
encontrados en opiniones con el general Caro.

[Sidenote: Estado deplorable de la junta central.]

Pero con estas reyertas y miserias crecían los males de la patria, y
la central, en cuyo cuerpo no habían en un principio reinado otras
divisiones sino aquellas que nacen de la diversidad de dictámenes, se
vio en la actualidad combatida por la ambición y frenéticas pasiones de
Palafox, de Romana y sus secuaces, convirtiéndose en un semillero de
chismes, pequeñeces y enredos impropios de un gobierno supremo, con lo
cual cayó aún más en tierra su crédito y se anticipó su ruina.

[Sidenote: Providencias de la comisión ejecutiva y de la junta.]

La comisión ejecutiva, cuya alma era el mismo Romana, nada pues de
importante obró, poniéndose de manifiesto lo nulo de aquel general
para todo lo que era mando. La junta, por su parte, y en el círculo
de facultades que se había reservado, animada del buen espíritu de
Jovellanos, Garay y otros, acordó algunas providencias no desacertadas,
aunque tardías, como fue el aplicar a los gastos de la guerra los
fondos de encomiendas, obras pías, y también la rebaja gradual de
sueldos, exceptuándose a los militares que defendían la patria.

[Sidenote: Proposición de Calvo sobre libertad de imprenta.]

En el periodo en que vamos, o poco antes, examinose asimismo en la
junta central una proposición de Don Lorenzo Calvo de Rozas sobre
la importante cuestión de libertad de imprenta. La junta, ora por
la gravedad de la materia, ora quizá para esquivar toda discusión,
pasó la propuesta de Calvo a consulta del consejo, el cual, como era
natural, mostrose contrario, excepto Don José Pablo Valiente. Extendida
la consulta, subió a la central, y esta la remitió a la comisión de
cortes, que a su vez la pasó a otra comisión creada bajo el nombre de
instrucción pública, corriendo por aquella inacabable cadena de juntas,
consejos y comisiones a que siempre ¡mal pecado! se recurrió en España.
En la de instrucción pública halló la propuesta de Calvo favorable
acogida, leyendo en su apoyo una memoria muy notable el canónigo D.
José Isidoro Morales. Mas en estos pasos, idas y venidas, se concluía
ya diciembre, y las desgracias cortaron toda resolución en asunto de
tan grande importancia.

[Sidenote: Modo de convocarse las cortes.]

Entre tanto se acercaba también el día señalado para convocar
las cortes. La comisión encargada de determinar la forma de su
llamamiento, tenía ya casi concluidos sus trabajos. No entraremos aquí
en los debates que para ello hubo en su seno [cosa ajena de nuestro
propósito], ni en los pormenores del modo adoptado para constituirse
las cortes, pues retardada por los acontecimientos de la guerra la
reunión de estas, nos parece más conveniente suspender hasta el tiempo
en que se juntaron el tratar detenidamente de la materia. Solo diremos
en este lugar que se adoptó igualdad de representación para todas las
provincias de España, debiéndose dividir las cortes en dos cuerpos, el
uno electivo y el otro de privilegiados, compuesto de clero y nobleza.

Las convocatorias que entonces se expidieron fueron solo las que iban
dirigidas al nombramiento de los individuos que habían de componer la
cámara electiva, reservando circular las de los privilegiados para más
adelante. Motivó tal diferencia el que en el primer caso se necesitaba
de algún tiempo para realizar las elecciones, no sucediendo lo mismo en
el segundo, en que el llamamiento había de ser personal. Mas de esta
tardanza resultó después, según veremos, no concurrir a las cortes sino
los miembros elegidos por el pueblo, quedando sin efecto la formación
de una segunda cámara.

[Sidenote: Mudanza de individuos en la comisión ejecutiva.]

El mismo día que partieron las convocatorias, se mudaron también los
tres individuos más antiguos de la comisión ejecutiva conforme a lo
prevenido en el reglamento. Eran aquellos el marqués de la Romana, Don
Rodrigo Riquelme y Don Francisco Caro, entrando en su lugar el conde de
Ayamans, el marqués del Villar y Don Félix Ovalle. Su imperio no fue
de larga duración.

[Sidenote: Decreto de la central para trasladarse a la Isla de León.]

Todo presagiaba su caída y la de la junta central, y todo una próxima
invasión de los franceses en las Andalucías. Para no ser cogida tan de
improviso como en Aranjuez, dio la junta un decreto en 13 de enero,
por el que anunció que debía hallarse reunida el 1.º del mes inmediato
en la Isla de León, a fin de arreglar la apertura de las cortes,
señalada para el 1.º de marzo, sin perjuicio de que permaneciese en
Sevilla algunos días más un cierto número de vocales que atendiese al
despacho de los negocios urgentes. Este decreto, en tiempos lejanos de
todo peligro, hubiera parecido prudente y aun necesario, pero ahora,
cuando tan de cerca amagaba el enemigo, considerose hijo solo del
miedo, impeliendo a despertar la atención pública, y a traer hacia los
centrales los contratiempos y sinsabores que, como referiremos luego,
precedieron y acompañaron al hundimiento de aquel gobierno.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO UNDÉCIMO.


_Amenazas de Napoleón acerca de la guerra de España. — Su divorcio
con Josefina. — Su casamiento con la archiduquesa de Austria. —
Refuerzos que envía a España. — Resolución de invadir las Andalucías.
— Sus preparativos. — Los de los españoles. — Los franceses atacan y
cruzan la Sierra Morena. — Entran en Jaén y en Córdoba. — Ejército del
duque de Alburquerque. — Viene sobre Andalucía. — Retírase de Sevilla
la junta central. — Contratiempos en el viaje de sus individuos. —
Sospechas de insurrección en Sevilla — Verifícase. — Junta de Sevilla.
— Providencias que toma. — Continúan los franceses sus movimientos.
— Encuentran en Alcalá la Real la caballería española. — Piérdese
en Iznalloz un parque de artillería. — Toma Blake el mando de las
reliquias del ejército del centro. — Entran los franceses en Granada.
— Avanzan sobre Sevilla. — Se retira Alburquerque camino de Cádiz. —
Ganan los franceses a Sevilla. — Preséntase el mariscal Victor delante
de Cádiz. — Mortier va a Extremadura. — Baja también allí el 2.º
cuerpo. — Va sobre Málaga Sebastiani. — Abello alborota la ciudad.
— Éntranla los franceses. — Junta central en la Isla de León. Su
disolución. — Decide nombrar una regencia. — Reglamento que le da. —
Su último decreto sobre cortes. — Regentes que nombra. — Eligen una
junta en Cádiz. — Ojeada rápida sobre la central y su administración.
— Padecimientos y persecución de sus individuos. — Idea de la regencia
y de sus individuos. — Felicitación del consejo reunido. — Idea de la
junta de Cádiz. — Providencias para la defensa y buena administración
de la regencia y la junta. — Breve descripción de la Isla gaditana. —
Fuerzas que la guarnecen. — Españolas. — Inglesas. — Fuerza marítima.
— Recio temporal en Cádiz. — Intiman los franceses la rendición. — La
junta de Cádiz encargada del ramo de hacienda. — Sus altercados con
Alburquerque. — Deja este el mando del ejército y pasa a Londres. —
Impone la junta nuevas contribuciones. — José en Andalucía. — Modo
con que le reciben. — Sus providencias. — Vuelve a Madrid. — Nueva
invasión de Asturias. — Llano Ponte. — Porlier. — Entra Bonnet en
Oviedo. — Evacúa la ciudad. — Ocúpala de nuevo. — Castellar y defensa
del puente de Peñaflor. — Bárcena. Retíranse los españoles al Narcea.
— Don Juan Moscoso. — El general Arce. — Conducta escandalosa de Arce
y del consejero Leiva. — Nueva instalación de la junta general del
principado. — Auxilio de Galicia. — Desampara Bonnet a Oviedo. — Se
enseñorea por tercera vez de la ciudad. — Estado de Galicia. — Alboroto
del Ferrol. Muerte de Vargas. — Mahy, general de las tropas de aquel
reino. — Sitio de Astorga. — Capitula. — Licenciado Costilla. — Aragón.
— Mina el mozo. — Expedición de Suchet sobre Valencia. — Estado de
este reino y de la ciudad. — Malógrasele a Suchet su expedición. —
Pozoblanco. — Ventajas de los españoles en Aragón. — Cae prisionero
Mina el mozo. — Sucédele su tío Espoz y Mina. — Estado de Cataluña. —
Varias acciones. — Bloqueo de Hostalrich. — Va Augereau al socorro de
Barcelona. — Descalabro de Duhesme en Santa Perpetua y en Mollet. —
Entra Augereau en Barcelona. — O’Donnell nombrado general de Cataluña.
— Ejército que junta. — Acción de Vic el 19 de febrero. — Pertinaz
defensa de Hostalrich. — Socorre de nuevo Augereau a Barcelona. —
Retírase O’Donnell a Tarragona. — Feliz ataque de Don Juan Caro. —
Evacúan los españoles a Hostalrich. — El mariscal Macdonald sucede a
Augereau en Cataluña. — Parte Suchet a Lérida. — Entran sus tropas
en Balaguer. — Sitio de Lérida. — Desgraciada tentativa de O’Donnell
para socorrer la plaza. — Entran los franceses en Lérida y ríndese
su castillo. — También el fuerte de las Medas. — Sucesos de Aragón.
— Sitio de Mequinenza. — La toman los franceses. — Toman también el
castillo de Morella. — Cádiz. — Toman los franceses a Matagorda. —
Manda Blake el ejército de la isla. — Trasládase a Cádiz la regencia.
— Varan en la costa dos pontones de prisioneros. — Trato de estos. —
Pasan a las Baleares. Su trato allí. — Resistencia en las Andalucías.
— Condado de Niebla. — Serranía de Ronda. — Don José Romero. Acción
notable. — Tarifa. — Ejército del centro en Murcia. — Correría de
Sebastiani en aquel reino. — Su conducta. — Evacúale. — Partidas de
Cazorla y de las Alpujarras. — Extremadura. Ejército de la izquierda.
— Romana. — Ballesteros. — Don Carlos O’Donnell. — Decreto de Soult
de 9 de mayo. — Otro en respuesta de la regencia de España. — Decreto
de Napoleón sobre gobiernos militares. — Une a su imperio los Estados
Pontificios y la Holanda. — Inútil embajada de Azanza a París. —
Tentativa para libertar al rey Fernando. — Barón de Kolly. — Vida de
los príncipes en Valençay. — Préndese a Kolly. — Insidiosa conducta de
la policía francesa. — Cartas de Fernando._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO UNDÉCIMO.


[Sidenote: Amenazas de Napoleón acerca de la guerra de España.]

Nuevos desastres amagaban a España al comenzar el año de 1810. Napoleón,
de vuelta de la guerra de Austria, que para él tuvo tan feliz remate,
anunció al senado francés «que se presentaría a la otra parte de los
Pirineos, y que el leopardo aterrado huiría hacia el mar, procurando
evitar su afrenta y su aniquilamiento.» No se cumplió este pronóstico
contra los ingleses, ni tampoco se verificó el indicado viaje,
persuadido quizá Napoleón de que la guerra peninsular, como guerra de
nación, no se terminaría con una ni dos batallas: único caso en que
hubiera podido empeñar con esperanza de gloria su militar nombradía.

[Sidenote: Su divorcio con Josefina.]

Ocupábanle también por entonces asuntos domésticos que quería acomodar
a la razón de estado, y la afición que tenía a su esposa, la emperatriz
Josefina, y las buenas prendas que a esta adornaban cedieron al deseo
de tener heredero directo, y al concepto tal vez de que enlazándose
con alguna de las antiguas estirpes de Europa, afianzaría la de los
Napoleones, a cuyo trono faltaba la sólida base del tiempo. Resolvió,
pues, separarse de aquella su primera esposa, y a mediados de diciembre
de 1809 publicó solemnemente su divorcio, dejando a Josefina el título
y los honores de emperatriz coronada.

[Sidenote: Su casamiento con la archiduquesa de Austria.]

Pensó después en escoger otra consorte, inclinándose al principio a
la familia de los zares, mas al fin trató con la corte de Austria y
se casó en marzo siguiente con la archiduquesa María Luisa, hija del
emperador José II: unión que si bien por de pronto pudo lisonjear a
Napoleón, sirviole de poco a la hora del infortunio.

[Sidenote: Refuerzos que envía a España.]

Antes y en el tiempo en que mostró al senado su propósito de cruzar los
Pirineos, dio cuenta el ministro de la guerra de Francia del estado
de fuerza que había en España, manifestando que para continuar las
operaciones militares bastaba completar los cuerpos allí existentes con
30.000 hombres reunidos en Bayona. Pasaron en efecto estos la frontera,
y con ellos y otros refuerzos que posteriormente llegaron, ascendió
dentro de la península el número de franceses, en el año de 1810 en que
vamos, a unos 300.000 hombres de todas armas.

[Sidenote: Resolución de invadir las Andalucías.]

Llamaba singularmente la atención del gabinete de las Tullerías el
destruir el ejército inglés, situado ya en Portugal a la derecha del
Tajo. Pero el gobierno de José prefería a todo invadir las Andalucías,
esperando así disolver la junta central, principal foco de la
insurrección española. Por tanto puso su mayor ahínco en llevar a cabo
esta su predilecta empresa.

Destináronse para ella los tres cuerpos de ejército 1.º, 4.º y 5.º,
con la reserva y algunos cuerpos españoles de nueva formación, en que
tenían los enemigos poca fe, constando el total de la fuerza de unos
55.000 hombres. Mandábalos José en persona, teniendo por su mayor
general al mariscal Soult, que era el verdadero caudillo.

[Sidenote: Sus preparativos.]

Sentaron los franceses sus reales el 19 de enero en Santa Cruz de
Mudela. A su derecha y en Almadén del Azogue se colocó antes el
mariscal Victor con el primer cuerpo, debiendo penetrar en Andalucía
por el camino llamado de la Plata. A la izquierda apostose en
Villanueva de los Infantes el general Sebastiani, que regía el 4.º y que
se preparaba a tomar la ruta de Montizón. Debía atravesar la sierra,
partiendo del cuartel general de Santa Cruz, y dirigiendo su marcha por
el centro de la línea, cuya extensión era de unas 20 leguas, el 5.º
cuerpo del mando del mariscal Mortier, al que acompañaba la reserva
guiada por el general Dessolles.

Los franceses así distribuidos y tomadas también otras precauciones,
se movieron hacia las Andalucías. No habían de aquel suelo pisado
anteriormente sino hasta Córdoba, y la memoria de la suerte de Dupont
traíalos todavía desasosegados. Sepáranse aquellas provincias de las
demás de España por los montes Marianos, o sea la Sierra Morena, cuyos
ramales se prolongan al levante y ocaso, y se internan por el mediodía,
cortando en varios valles con otros montes, que se desgajan de Ronda y
Sierra Nevada, las mismas Andalucías en donde ya los moros formaron los
cuatro reinos en que ahora se dividen: tierra toda ella, por decirlo
así, de promisión, y en la que por la suavidad de su temple [Sidenote:
(* Ap. n. 11-1.)] y la fecundidad de sus campos, pusieron los antiguos,
según la narración de Estrabón [*] con referencia a Homero, la morada
de los bienaventurados, los Campos Elisios.

[Sidenote: Los de los españoles.]

Pocos tropiezos tenían los enemigos que encontrar en su marcha. No eran
extraordinarios los que ofrecía la naturaleza, y fueron tan escasos
los trabajos ejecutados por los hombres, que se limitaban a varias
cortaduras y minas en los pasos más peligrosos y al establecimiento de
algunas baterías. Se pensó al principio en fortificar toda la línea
adoptando un sistema completo de defensa, dividido en provisional y
permanente, el primero con objeto de embarazar al enemigo a su tránsito
por la sierra, y el segundo con el de detenerle del todo, levantando
detrás de las montañas y del lado de Andalucía unas cuantas plazas
fuertes que sirviesen de apoyo a las operaciones de la guerra, y a
la insurrección general del país. Una comisión de ingenieros visitó
la cordillera y aun dio su informe, pero como tantas otras cosas
de la junta central, quedose esta en proyecto. También se trató de
abandonar la sierra y de formar en Jaén un campo atrincherado, de lo
que igualmente se desistió, temerosos todos de la opinión del vulgo que
miraba como antemural invencible el de los montes Marianos.

Dio ocasión a tal pensamiento el considerar las escasas fuerzas que
había para cubrir convenientemente toda la línea. Después de la
dispersión de Ocaña, solo se habían podido juntar unos 25.000 hombres,
que estaban repartidos en los puntos más principales de la sierra.
Una división, al mando de Don Tomás de Zeráin, ocupaba a Almadén, de
donde ya el 15 se replegó acometida por el mariscal Victor. Otra,
a las órdenes de Don Francisco Copons, permaneció hasta el 20 en
Mestanza y San Lorenzo. Colocáronse tres con la vanguardia en el
centro de la línea. De ellas, la 3.ª, del cargo de Don Pedro Agustín
Girón, en el puerto del Rey, y la vanguardia, junto con la 1.ª y 4.ª,
gobernadas respectivamente por los generales Don José Zayas, Lacy y
González Castejón, en la venta de Cárdenas, Despeñaperros, Collado
de los Jardines y Santa Elena. Situose a una legua de Montizón, en
Venta Nueva, la 2.ª, a las órdenes de Don Gaspar Vigodet, a la que se
agregaron los restos de la 6.ª que antes mandaba Don Peregrino Jácome.

El 20 de enero se pusieron los franceses en movimiento por toda la
línea. Su reserva y su 5.º cuerpo dirigiéronse a atacar el puerto
del Rey, y el de Despeñaperros, ambos de difícil paso a ser bien
defendidos. Por el último va la nueva calzada, ancha y bien construida,
abierta en los mismos escarpados de la montaña de Valdazores, y a
grande altura del río Almudiel, que, bañándola por su izquierda, corre
engargantado entre cerrados montes que forman una honda y estrechísima
quebrada. La angostura del terreno comienza a unos 300 pasos de la
venta de Cárdenas, yendo de la Mancha a Andalucía, y termina no lejos de
las Correderas, casería distante una legua de la misma venta. En este
trecho habían los españoles excavado tres minas, levantando detrás, en
el collado de los Jardines, una especie de campo atrincherado. Por la
derecha de Despeñaperros lleva al puerto del Rey un camino que parte
de la venta de Melocotones, antes de llegar a la de Cárdenas; este era
el antiguo, mal carretero y en parajes solo de herradura, juntándose
después, y más allá de Santa Elena, con el nuevo. Entre ambos hay una
vereda que guía al puerto del Muradal, existiendo otras estrechas que
atraviesan la cordillera por aquellas partes.

[Sidenote: Los franceses atacan y cruzan Sierra Morena.]

En la mañana del indicado 20 salió del Viso el general Dessolles con
la reserva de su mando y además un regimiento de caballería. Dirigiose
al puerto del Rey que defendía el general Girón. La resistencia no
fue prolongada: los españoles se retiraron con bastante precipitación
y del todo se dispersaron en las Navas de Tolosa. Al mismo tiempo
la división del general Gazan acometió el puerto del Muradal con
una de sus brigadas, y con la otra se encaramó por entre este paso
y Despeñaperros, viniendo a dar ambas a las Correderas, esto es, a
espalda de los atrincheramientos y puestos españoles. El mariscal
Mortier, al frente de la división Girard, con caballería, artillería
ligera y los nuevos cuerpos creados por José, pensó en embestir por la
calzada de Despeñaperros, y lo ejecutó cuando supo que a su derecha el
general Gazan, habiendo arrollado a los españoles, estaba para envolver
las posiciones principales de estos. Las minas que en la calzada había
reventaron, mas hicieron poco estrago; los enemigos avanzaron con
rapidez, y los nuestros, temiendo ser cortados, todo lo abandonaron,
como también el atrincheramiento del collado de los Jardines. Perdieron
los españoles 15 cañones y bastantes prisioneros, salvándose por
las montañas algunos soldados, y tirando otros, con Castejón, hacia
Arquillos, en donde luego veremos no tuvieron mayor ventura. Aréizaga,
que todavía conservaba el mando en jefe, acompañado de algunos
oficiales y cortas reliquias, precipitadamente corrió a ponerse en
salvo al otro lado del Guadalquivir. Los franceses llegaron la noche
del mismo 20 a La Carolina, y al día siguiente pasaron a Andújar
después de haber atravesado por Bailén, cuyas glorias se empañaban
algún tanto con las lástimas que ahora ocurrían. El mariscal Soult y
el rey José no tardaron en adelantarse hasta la citada villa en donde
pusieron su cuartel general.

Llegó también luego a Andújar el mariscal Victor, que desde Almadén
no había encontrado grandes tropiezos en cruzar la sierra. La junta
de Córdoba pensó ya tarde en fortificar el paso de Mano de Hierro y
el camino de la Plata, y en juntar los escopeteros de las montañas.
La división de Zeráin y la de Copons tuvieron que abandonar sus
respectivas posiciones, y el mariscal Victor, después de hacer algunos
reconocimientos hacia Santa Eufemia y Belalcázar, se dirigió sin
artillería ni bagajes por Torrecampo, Villanueva de la Jara y Montoro
a Andújar, en donde se unió con las fuerzas de su nación que habían
desembocado del puerto del Rey y de Despeñaperros. De estas, el mariscal
Soult envió la reserva de Dessolles con una brigada de caballería
por Linares sobre Baeza, para que se diese la mano con el general
Sebastiani, a cuyo cargo había quedado pasar la sierra por Montizón.

Dicho general, aunque no fue en su movimiento menos afortunado que
sus compañeros, halló, sin embargo, mayor resistencia. Guarnecía por
aquella parte Don Gaspar Vigodet las posiciones de Venta Nueva y Venta
Quemada, y las sostuvo vigorosamente durante dos horas con fuerza poco
aguerrida e inferior en número, hasta que el enemigo habiendo tomado
la altura llamada de Matamulas, y otra que defendió con gran brío
el comandante Don Antonio Brax, obligó a los nuestros a retirarse.
Vigodet mandó, en su consecuencia, a todos los cuerpos que bajasen de
las eminencias y se reuniesen en Montizón, de donde, replegándose con
orden y en escalones, empezó luego a desbandársele un escuadrón de
caballería que con su ejemplo descompuso también a los otros, y juntos
atropellaron y desconcertaron la infantería, disolviéndose así toda la
división. Con escasos restos entró Vigodet el 20 de enero, después de
anochecido, en el pueblo de Santisteban, y al amanecer, viéndose casi
solo, partió para Jaén, a cuya ciudad habían ya llegado el general en
jefe Aréizaga y los de división Girón y Lacy, todos desamparados y en
situación congojosa.

Sebastiani continuó su marcha, y cerca de Arquillos tropezó el 29
con el general Castejón que se replegaba de la sierra con algunas
reliquias. La pelea no fue reñida; caído el ánimo de los nuestros y
rota la línea española, quedaron prisioneros bastantes soldados y
oficiales, entre ellos el mismo Castejón. El general Sebastiani se puso
entonces por la derecha en comunicación con el general Dessolles, y
destacando fuerzas por su izquierda hasta Úbeda y Baeza, ocupó hacia
aquel lado la margen derecha del Guadalquivir. Lo mismo hicieron por el
suyo hasta Córdoba los otros generales, con lo que se completó el paso
de la sierra, habiendo los franceses maniobrado sabiamente, si bien es
verdad tuvieron entonces que habérselas con tropas mal ordenadas y con
un general tan desprevenido como lo era Don Juan Carlos de Aréizaga.

[Sidenote: Entran en Jaén y en Córdoba.]

Prosiguiendo su movimiento pasó el general Sebastiani el Guadalquivir
y entró el 23 en Jaén, en donde cogió muchos cañones y otros aprestos
que se habían reunido con el intento de formar un campo atrincherado.
El mariscal Victor entró el mismo día en Córdoba, y poco después
llegó allí José. Salieron diputaciones de la ciudad a recibirle y
felicitarle, cantose un Te Deum y hubo fiestas públicas en celebración
del triunfo. Esmerose el clero en los agasajos, y se admiró José de
ser mejor tratado que en las demás partes de España. Detuviéronse
los franceses en Córdoba y sus alrededores algunos días, temerosos
de la resistencia que pudiera presentar Sevilla, e inciertos de las
operaciones del ejército del duque de Alburquerque.

[Sidenote: Ejército del duque de Alburquerque.]

Ocupaba este general las riberas del Guadiana después que se retiró
de hacia Talavera, en consecuencia de la rota de Ocaña; tenía en Don
Benito su cuartel general. En enero constaba su fuerza en aquel punto
de 8000 infantes y 600 caballos, y además se hallaban apostados entre
Trujillo y Mérida unos 3100 hombres a las órdenes de los brigadieres
Don Juan Senén de Contreras y Don Rafael Menacho; tropa esta que se
destinaba, caso que avanzasen los franceses, para guarnecer la plaza de
Badajoz, muy desprovista de gente.

[Sidenote: Viene sobre Andalucía.]

La junta central, luego que temió la invasión de las Andalucías, empezó
a expedir órdenes al de Alburquerque las más veces contradictorias, y
en general dirigidas a sostener por la izquierda la división de Don
Tomás de Zeráin, avanzada en Almadén. Las disposiciones de la junta,
fundándose en voces vagas, más bien que en un plan meditado de campaña,
eran por lo común desacertadas. El duque de Alburquerque, sin embargo,
deseando cumplir por su parte con lo que se le prevenía, trataba de
adelantarse hacia Agudo y Puertollano cuando, sabedor de la retirada
de Zeráin, y después de la entrada de los franceses en La Carolina,
mudó por sí de parecer y se encaminó la vuelta de la Andalucía, con
propósito de cubrir el asiento del gobierno. Este, al fin, y ya
apretado, ordenó a aquel hiciese lo mismo que ya había puesto en
obra, mas con instrucciones de que acertadamente se separó el general
español, disponiendo, contra lo que se le mandaba, que las tropas de
Senén de Contreras y Menacho partiesen a guarnecer la plaza de Badajoz.

Con lo demás de la fuerza, esto es, con 8000 infantes y 600 caballos,
encaminándose Alburquerque el 22 de enero por Guadalcanal a Andalucía,
cruzó el Guadalquivir en las barcas de Cantillana haciendo avanzar
a Carmona su vanguardia y a Écija sus guerrillas, que luego se
encontraron con las enemigas. La junta central había mandado que se
uniesen a Alburquerque las divisiones de D. Tomás Zeráin y de D.
Francisco Copons, únicas de las que defendían la sierra que quedaron
por este lado. Mas no se verificó, retirándose ambas separadamente al
condado de Niebla. La última, más completa, se embarcó después para
Cádiz en el puerto de Lepe. Lo mismo lucieron en otros puntos las
reliquias de la primera.

Siendo las tropas que regía el duque de Alburquerque las solas que
podían detener a los franceses en su marcha, déjase discurrir cuán
débil reparo se oponía al progreso de estos, y cuán necesario era que
la junta central se alejase de Sevilla si no quería caer en manos del
enemigo.

[Sidenote: Retírase de Sevilla la junta central.]

Ya conforme al decreto, en su lugar mencionado, del 13 de enero,
habían empezado a salir de aquella ciudad, pasado el 20, varios
vocales, enderezándose a la Isla de León, punto del llamamiento. Mas,
estrechando las circunstancias, casi todos partieron en la noche
del 23 y madrugada del 24, unos por el río abajo y otros por tierra.
[Sidenote: Contratiempos en el viaje de sus individuos.] Los primeros
viajaron sin obstáculo, no así los otros a quienes rodearon muchos
riesgos, alborotados los pueblos del tránsito, que se creían, con la
retirada del gobierno, abandonados y expuestos a la ira e invasión
enemigas. Corrieron, sobre todo, inminente peligro el presidente,
que lo era a la sazón el arzobispo de Laodicea, y el digno conde
de Altamira, marqués de Astorga, salvándose en Jerez ellos y otros
compañeros suyos como por milagro de los puñales de la turba amotinada.

[Sidenote: Sospechas de insurrección en Sevilla.]

Asegurose que, contando con la inquietud de los pueblos, se habían
despachado de Sevilla emisarios que aumentasen aquella y la
convirtiesen en un motín abierto para dirigir a mansalva tiros ocultos
contra los azorados y casi prófugos centrales. Pareció la sospecha
fundada al saberse la sedición que se preparaba en Sevilla, y estalló
luego que de allí salieron los individuos del gobierno supremo. De los
manejos que andaban tuvo ya noticia el 18 de enero Don Lorenzo Calvo de
Rozas, y dio de ello cuenta a la central. Para impedir que cuajaran,
mandose sacar de Sevilla a Don Francisco de Palafox y al conde del
Montijo, que, aunque presos, se conceptuaban principales promotores de
la trama. La apresuración con que los centrales abandonaron la ciudad,
el aturdimiento natural en tales casos, y la falta de obediencia
estorbaron que se cumpliese la orden.

[Sidenote: Verifícase.]

Alejado de Sevilla el gobierno, quedaron dueños del campo los
conspiradores de aquella ciudad, y el 24 por la mañana amotinaron al
pueblo, declarándose la junta provincial a sí misma suprema nacional,
lo que dio claramente a entender que en su seno había individuos
sabedores de la conjuración. Entraron en la junta además Don Francisco
Saavedra, nombrado presidente, el general Eguía y el marqués de la
Romana, que no se había ido con sus compañeros, y salía de Sevilla
en el momento del alboroto con Mr. Frere, único representante de
Inglaterra después de la ausencia del marqués de Wellesley. Agregáronse
también a la junta los señores Palafox y conde del Montijo, que al
efecto soltaron de la prisión; el último esquivó por un rato acceder al
deseo popular, fuese para aparentar que no obraba de acuerdo con los
revoltosos, fuese que, según su costumbre, le faltara el brío al tiempo
del ejecutar.

[Sidenote: Junta de Sevilla.]

Creose igualmente una junta militar, que fue la que realmente mandó en
los pocos días de la duración de aquel extemporáneo gobierno, y la
cual se compuso de los individuos nuevamente agregados. [Sidenote:
Providencias que toma.] Desde luego nombró esta al marqués de la Romana
general del ejército de la izquierda, en lugar del duque del Parque, que
destinaba a Cataluña, y encargó el mando del que se llamaba ejército
del centro a Don Joaquín Blake. Expidiéronse además a las provincias
todo linaje de órdenes y resoluciones que, o no llegaron, o felizmente
fueron desobedecidas, pues de otra manera nuevos disturbios hubieran
desgarrado a la nación entonces tan acongojada. Quedaron, sin embargo,
con el mando, según veremos, los generales Romana y Blake, habiéndose
posteriormente conformado el verdadero gobierno supremo con la
resolución de la junta de Sevilla.

Procuró esta alentar a los moradores de la ciudad a la defensa de sus
hogares, y excitar en sus proclamas hasta el fanatismo de los clérigos
y los frailes, que por lo general se mantuvieron quietos. Duró el
ruido pocos días, poniendo pronto término la llegada de los franceses.
Ya se la temían el conde del Montijo y los principales instigadores
de la conmoción, y alejándose aquel el 26 del lugar del peligro, con
pretexto de desempeñar una comisión para el general Blake, quedaron
los sediciosos sin cabeza, careciendo para defender la ciudad del
ánimo que sobradamente habían mostrado para perturbarla. Cierto que
Sevilla no era susceptible de ser defendida militarmente, y solo los
sacrificios y el valor de Zaragoza hubieran podido contener el torrente
de los enemigos, de cuya marcha volveremos a tomar ahora el hilo de la
narración.

[Sidenote: Continúan los franceses sus movimientos.]

Dueños los franceses de la margen derecha del Guadalquivir, y
habiéndose adelantado el general Sebastiani hasta Jaén, prosiguió este
su movimiento para acabar con el ejército del centro, cuyas dispersas
reliquias iban en su mayor parte la vuelta de Granada. Por decirlo así
no quedaban ya en pie sino unos 1500 jinetes a las órdenes del general
Freire, y un parque de artillería compuesto de 30 cañones situado
en Andújar. Los oficiales que mandaban dicho parque no recibiendo
orden ninguna del general en jefe, juzgaron prudente sabiendo las
desventuras de la sierra, pasar el Guadalquivir y encaminarse a
Guadix, lo que empezaron a poner en obra sin tener caballería ni
infantería que los protegiese. El general Sebastiani al avanzar de
Jaén el 26 de enero, tomó con el grueso de su fuerza la dirección de
Alcalá la Real, enviando por su izquierda camino de Cambil y Llanos
de Pozuelo al general Peyremont con una brigada de caballería ligera.
[Sidenote: Encuentran en Alcalá la Real la caballería española.] El
27, pasado Alcalá la Real, alcanzó Sebastiani la caballería española
de Freire que resistió algún tiempo; pero que después fue rota y en
parte cogida y dispersa, atacada por un número superior de enemigos, y
sin tener consigo infantería alguna que la ayudase. Tocole a la otra
columna francesa, que tiró por la izquierda a Cambil, apoderarse de la
artillería que dijimos había salido de Andújar.

Caminaba esta con dirección a Guadix a la sazón que el conde de
Villariezo, capitán general de Granada, impelido por el pueblo a
defenderse, ordenó a los jefes de la artillería indicada que desde
Pinos Puente torciesen el camino y viniesen a la ciudad en que mandaba.
Obedecieron; pero luego que estuvieron dentro, notando que todo era
allí confusión, trataron de salvar sus cañones volviendo a salir de
Granada. Desgraciadamente, para continuar su marcha se vieron forzados
a tomar un rodeo, retrocediendo al ya mencionado Pinos Puente, pues
entonces no era camino de ruedas el de los Dientes de la Vieja,
más corto y directo que el otro para Diezma y Guadix. [Sidenote:
Piérdese en Iznalloz un parque de artillería.] Con semejante atraso
perdieron tiempo, dando en Iznalloz con los caballos ligeros del
general Peyremont; en donde, como no tenían los artilleros españoles
infantes ni jinetes que los protegiesen, tuvieron, bien a pesar suyo,
que abandonar las piezas y salvarse en los caballos de tiro. Así iba
desapareciendo del todo aquel ejército, que dos meses antes inundaba
los llanos de la Mancha.

[Sidenote: Toma Blake el mando de las reliquias del ejército del
centro.]

Por fin, al expirar enero, tomó en Diezma el mando de tan tristes
reliquias Don Joaquín Blake, quien, yendo a Málaga de cuartel, de
vuelta de Cataluña, recibió en aquel pueblo el nombramiento que le
había conferido la Junta de Sevilla. Cediole el puesto sin obstáculo el
mismo Don Juan Carlos de Aréizaga, y dio, en efecto, Blake prueba de
patriotismo en encargarse en semejantes circunstancias de empleo tan
espinoso, sin reparar en la autoridad de que procedía. No había otro
cuerpo reunido sino el primer batallón de guardias españolas mandado
por el brigadier Otedo; lo demás del ejército reducíase a dispersos de
varios cuerpos. Blake retrocedió todavía a Huércal Overa, villa del
reino de Granada en los confines de Murcia; y despachando proclamas
y órdenes a todas partes, consiguió juntar en los primeros días de
febrero hasta unos cinco mil hombres de todas armas; no habiéndosele
incorporado otros generales de los que mandaban divisiones en la
sierra, sino Vigodet y además Freire con unos cuantos caballos.

[Sidenote: Entran los franceses en Granada.]

El general Sebastiani entró en Granada el 28 de enero. Quiso el pueblo
defenderse, mas disuadiéronle los hombres prudentes y los tímidos
con capa de tales; también contribuyó a ello el clero, que en estas
Andalucías mostrose sobradamente obsequioso a los conquistadores. Se
envió una diputación a recibir a Sebastiani; y agregose a este, poco
después de su entrada, el regimiento suizo de Reding. Trató el general
francés con ceño y palabras airadas a las autoridades españolas, e
impuso una gravosísima y extraordinaria contribución.

[Sidenote: Avanzan sobre Sevilla.]

Entre tanto, el 1.º y 5.º cuerpo avanzaron por disposición de José
hacia Sevilla, tiroteándose el mismo día 28, cerca de Écija, con las
guerrillas de caballería del duque de Alburquerque; noticioso este
general de que los enemigos avanzaban por El Arahal y Morón, para
ponerse en Utrera a su retaguardia, y cortarle así la retirada sobre
la Isla gaditana, [Sidenote: Se retira Alburquerque camino de Cádiz.]
abandonó a Carmona y comenzó su marcha retrógrada hacia la costa. La
caballería y la artillería las envió por el camino real, dirigiendo la
infantería por las Cabezas de San Juan y Lebrija para unirse todos en
Jerez. Fue tan oportuno este movimiento, que al llegar a Utrera dejose
ya ver desde Morón un destacamento enemigo. Tomole, pues, Alburquerque
la delantera; y recogiendo en Jerez todas sus fuerzas, pudo entrar
al principiar febrero en la Isla de León sin ser particularmente
incomodado, y habiendo solo la caballería sostenido en su marcha
algunas escaramuzas. Si en esta ocasión hubieran los franceses andado
con su acostumbrada presteza, hubieran tal vez podido interponerse
entre el ejército español y la Isla gaditana; y muy otra fuera entonces
la suerte de aquel inexpugnable baluarte. El duque de Alburquerque
contribuyó, en cuanto pudo, a salvar tan precioso rincón, y con él
quizá la independencia de España. Por ello justas alabanzas le son
debidas.

[Sidenote: Ganan los franceses a Sevilla.]

Los franceses, recelosos en aquellas circunstancias de comprometerse
demasiadamente, midieron sus movimientos, anteponiendo a todo el
apoderarse de Sevilla, posesión codiciada por sus riquezas y renombre.
Presentose a vista de sus muros al finalizar enero el mariscal Victor.
De la nueva Junta casi todos los individuos habían desaparecido, por lo
que su formación de nada aprovechó, sino de sobresaltar a los pueblos,
acrecentar la división de los ánimos, e impedir la salida de cuantiosos
e importantes efectos.

Sevilla, ciudad vasta y populosa, y en la que brillan, según se explica
en su lenguaje sencillo la crónica de San Fernando, «muchas y grandes
noblezas..., las cuales pocas ciudades hay que las tengan», había
sido por mandato de la central circunvalada de triples líneas, para
cuya guarnición se requerían 50.000 hombres. Invirtiéronse por tanto
inútilmente en dicha fortificación muchos caudales, pues no pudiendo
defenderse aquel recinto, conforme a las reglas de la milicia, y solo
sí acudiendo al patriotismo y brío del vecindario, hubiera debido
la central pensar más bien que en fortalecerla regularmente, en
entusiasmar los ánimos y cuidar de su disciplina y buena dirección.

Preparábanse los franceses a acometer a Sevilla, cuando el 31 les
enviaron de dentro parlamentarios. Querían estos entre varias cosas,
que se distinguiese aquella ciudad de las otras en la capitulación,
como una de las principales cabeceras de la monarquía, y también
hicieron la notable petición de que se convocasen cortes. No accedió
el mariscal Victor, como era de presumir, a la última demanda; y
en respuesta a las proposiciones que se le presentaron envió una
declaración, según la cual, prometía amparo a los habitantes y a
la guarnición, como también no escudriñar los hechos ni opiniones
contrarias a José, anteriores a aquel día; otorgaba además otras
concesiones y señaladamente la de no imponer contribución alguna
ilegal: artículo que pronto se quebrantó, o que nunca tuvo cumplimiento.

Accediendo los sevillanos a las condiciones de Victor, entraron los
franceses en la ciudad el 1.º de febrero a las 3 de la tarde. La
víspera por la noche había salido la escasa guarnición hacia el condado
de Niebla a las órdenes del Vizconde de Gand, cuyo camino tomaron
también algunos de los más respetables individuos de la antigua Junta
provincial, enemigos del desbarato y excesos de los últimos días, los
cuales, establecidos en Ayamonte, se constituyeron luego en autoridad
legítima de los partidos libres de la provincia.

En Sevilla cogieron los franceses municiones, fusiles, gran número de
cañones de aquella magnífica fábrica, y muchos pertrechos militares.
Asimismo otra porción de preciosidades y valores, particularmente
tabacos y azogues, tan necesarios los últimos para el beneficio de
las minas de América, botín que debió el enemigo parte a descuido
e imprevisión de la junta central, parte, según apuntamos, a los
alborotos y al atropellamiento que en Sevilla hubo.

[Sidenote: Preséntase el mariscal Victor delante de Cádiz.]

Sojuzgada esta ciudad, se encaminó el primer cuerpo francés, a las
órdenes de su jefe el mariscal Victor, la vuelta de la Isla gaditana,
cuyos alrededores pisó el 5 de febrero. La anterior llegada a aquel
punto del duque de Alburquerque previno los hostiles intentos del
enemigo, e impidió todo rebate. Parose, pues, Victor a la vista,
quedando su cuerpo de ejército destinado a formar el bloqueo. Aprestose
en Córdoba la reserva bajo el mando de Dessolles; [Sidenote: Mortier
va a Extremadura.] y el 5.º, del cargo del mariscal Mortier, después
de dejar una brigada en Sevilla, asomó a Extremadura [Sidenote: Baja
también allí el 2.º cuerpo.] y diose más adelante la mano con el 2.º,
que desde el Tajo avanzó a las órdenes del general Reynier. En seguida
se encaminó Mortier a Badajoz, y habiendo inútilmente intimado la
rendición a la plaza, volvió atrás y estableció en Llerena su cuartel
general.

[Sidenote: Va sobre Málaga Sebastiani.]

Sebastiani, por su lado, dio a sus operaciones cumplido acabamiento.
Tranquilo poseedor de Granada, quiso recorrer la costa, y sobre todo
enseñorearse de la rica e importante ciudad de Málaga, con tanta mayor
razón cuanto allí se encendía nueva lumbre insurreccional.

[Sidenote: Abello alborota la ciudad.]

Era atizador y caudillo un coronel de nombre Don Vicente Abello,
natural de la Habana, hombre fogoso y arrebatado, mas falto de
la capacidad necesaria para tamaño empeño. Siguió su pendón la
plebe, tan enemiga allí como en las demás partes de la dominación
extraña. Agregáronse a Abello pocos sujetos de cuenta, asustados
con los desórdenes que se levantaron y previendo la imposibilidad
de defenderse. Los únicos más notables que se le juntaron fueron un
capuchino llamado Fr. Fernando Berrocal, y el escribano San Millán,
con sus hermanos; de ellos los hubo que partieron a Vélez-Málaga para
sublevar aquella ciudad y su partido. Cometiéronse tropelías, y se
empezaron a exigir forzadas y exorbitantes derramas, habiendo embargado
y cogido al solo Duque de Osuna unos 50.000 duros. Prendieron a los
individuos de la junta del casco de la ciudad, y al anciano general Don
Gregorio de la Cuesta, que vivía allí retirado, pero que al fin pudo
embarcarse para Mallorca.

[Sidenote: Éntranla los franceses.]

El general Sebastiani procediendo de Granada por Loja a Antequera,
adelantose el 5 de febrero a Málaga. Al atravesar la garganta llamada
Boca del Asno, dispersó una turba de paisanos que en vano quisieron
defender el paso, y se aproximó al recinto de la ciudad. Fuera de ella
le aguardaba Abello, tan desacertado en sus operaciones militares
como en las políticas y económicas. Su gente era numerosa, pero
allegadiza, y la mitad sin armas. Al primer choque quedó deshecha, y
amigos y enemigos entraron confundidos en la ciudad. Empezó el pillaje,
mediaron las autoridades antiguas que había quitado Abello, ofreció
Sebastiani suspensión de hostilidades, pero no cesaron estas hasta el
día siguiente. Cayeron en poder del general francés intereses públicos
y privados, incluso el dinero del duque de Osuna; e impuso además a
la ciudad una contribución de doce millones de reales, de que cinco
habían de ser pagados al contado.

Don Vicente Abello logró refugiarse en Cádiz, donde padeció larga
prisión, de que las cortes le libertaron. El capuchino Berrocal y
otros, cogidos en Málaga y en Motril, tuvieron menos ventura, pues
Sebastiani los mandó ahorcar. Tratamiento sobradamente duro; porque
si bien este general nos ha dicho haberse comportado así, siendo los
tales frailes y fanáticos, su razón no nos pareció fundada, pues además
de no estar en aquel caso todos los que padecieron la pena indicada,
¿por qué no sería lícito a los eclesiásticos tomar las armas en una
guerra de vida o muerte para la patria? Castigáraseles en buen hora,
si cometieron otros excesos, mas no por oponerse a la conquista del
extranjero.

[Sidenote: Junta central en la Isla del León. Su disolución.]

Al propio tiempo que los franceses se esparcían por las Andalucías y
se enseñoreaban de sus principales ciudades, acontecían importantes
mudanzas en la Isla de León y en Cádiz. A ambos puntos, como también al
Puerto de Santa María, habían llegado, antes de acabarse enero, muchos
vocales de la junta central, los cuales se reunieron sin tardanza en la
citada Isla de León. La tormenta que habían corrido, la voz pública,
los temores de no ser obedecidos, todo en fin los compelió a hacer
dejación del mando antes de congregarse las cortes, y a sustituir en
su lugar otra autoridad. [Sidenote: Decide nombrar una Regencia.] Don
Lorenzo Calvo de Rozas formalizó la proposición de que se nombrase
una regencia de cinco individuos que ejerciese la potestad ejecutiva
en toda su plenitud, quedando a su lado la central como cuerpo
deliberante, hasta que se juntasen las cortes. La junta aprobó la
primera parte de la proposición y desechó la última; declarando además
que sus individuos resignaban el mando, sin querer otra recompensa
que la honrosa distinción del ministerio que habían ejercido, y
excluyéndose a sí propios de ser nombrados para el nuevo gobierno.

[Sidenote: Reglamento que le da.]

También se formó un reglamento que sirviese de pauta a la nueva
autoridad, a la que se dio el nombre de Supremo consejo de regencia, y
se aprobó un decreto por el que reuniendo todos los acuerdos acerca de
la institución y forma de las cortes, ya convocadas para el inmediato
marzo, se trataba de hacer sabedor al público de tan importantes
decisiones.

En el reglamento, además de los artículos de orden interior, había uno
muy notable, y según el cual la regencia «propondría necesariamente a
las cortes una ley fundamental que protegiese y asegurase la libertad
de la imprenta, y que entre tanto se protegería de hecho esta libertad
como uno de los medios más convenientes, no solo para difundir la
ilustración general, sino también para conservar la libertad civil y
política de los ciudadanos.» Así la central, tan remisa y meticulosa
para acordar en su tiempo concesión de tal entidad, imponía ahora en
su agonía la obligación de decretarla a la autoridad que iba a ser
sucesora suya en el mando. Disponíase igualmente en dicho reglamento
que se crease una diputación compuesta de ocho individuos, celadora
de la observancia de aquel y de los derechos nacionales. Ignoramos
por qué no se cumplió semejante resolución, y atribuimos el olvido
al azoramiento de la junta central, y a no ser la nueva regencia
aficionada a trabas.

[Sidenote: Su último decreto sobre cortes.]

En el decreto tocante a cortes se insistía en el próximo llamamiento de
estas, y se mandaba que inmediatamente se expidiesen las convocatorias
a los grandes y a los prelados, adoptándose la importante innovación
de que los tres brazos no se juntasen en tres cámaras o estamentos
separados sino solo en dos, llamado uno _popular_ y otro de
_dignidades_.

Se ocurría también en el decreto al modo de suplir la representación
de las provincias que, ocupadas por el enemigo, no pudiesen nombrar
inmediatamente sus diputados, hasta tanto que, desembarazadas,
estuviesen en el caso de elegirlos por sí directamente. Lo mismo y a
causa de su lejanía se previno respecto de las regiones de América
y Asia. Había igualmente en el contexto del precitado decreto otras
disposiciones importantes y preparatorias para las cortes y sus
trabajos. La regencia nunca publicó este documento, motivo por el que
le insertamos íntegro en el apéndice.[*] [Sidenote: (* Ap. n. 11-2.)]
Echose la culpa de tal omisión al traspapelamiento que de él había
hecho un sujeto respetabilísimo a quien se conceptuaba opuesto a la
reunión de las cortes en dos cámaras. Pero habiendo este justificado
plenamente la entrega, así de dicho documento como de todos los papeles
pertenecientes a la central, en manos de los comisionados nombrados
para ello por la regencia, apareció claro que la ocultación provenía
no de quien desaprobaba las cámaras o estamentos, sino de los que
aborrecían toda especie de representación nacional.

[Sidenote: Regentes que nombra.]

La junta central, después de haber sancionado en 29 de enero todas las
indicadas resoluciones, pasó inmediatamente a nombrar los individuos
de la regencia. Cuatro de ellos debían ser españoles europeos, y
uno de las provincias ultramarinas. Recayó pues la elección en Don
Pedro de Quevedo y Quintano, obispo de Orense; en Don Francisco de
Saavedra, consejero de estado; en el general de tierra Don Francisco
Javier Castaños, en el de marina Don Antonio Escaño, y en Don Esteban
Fernández de León. El último, por no haber nacido en América, aunque
de familia ilustre arraigada en Caracas, y por la oposición que mostró
la junta de Cádiz, fue removido casi al mismo tiempo que nombrado,
entrando en su lugar Don Miguel de Lardizábal y Uribe, natural de
Nueva España. El 2 de febrero era el señalado para la instalación de
la regencia; pero, inquieto el público y disgustado con la tardanza,
tuvo la central que acelerar aquel acto, y poniendo en posesión a los
regentes en la noche del 31 de enero, [Sidenote: (* Ap. n. 11-3.)]
disolviose inmediatamente, dando en una proclama [*] cuenta de todo lo
sucedido.

[Sidenote: Eligen una junta en Cádiz.]

Al lado de la nueva autoridad, y presumiendo de igual o superior,
habíase levantado otra que, aunque en realidad subalterna, merece
atención por el influjo que ejerció, particularmente en el ramo de
hacienda. Queremos hablar de una junta elegida en Cádiz. Emisarios
despachados de Sevilla por los instigadores de los alborotos, y el
justo temor de ver aquella plaza entregada sin defensa al enemigo,
fueron el principal móvil de su nombramiento. Diole también inmediato
impulso un edicto que en virtud de pliegos recibidos de Sevilla publicó
el gobernador Don Francisco Venegas, considerando disuelta la junta
central y ofreciendo resignar su mando en manos del ayuntamiento, si
este quisiese confiarle a otro militar más idóneo. Conducta que algunos
tacharon de reprensible y liviana, mas disculpable en tan arduos
tiempos.

El ayuntamiento conservó al general Venegas en su empleo, y atento a
una petición de gran número de vecinos que elevó a su conocimiento
el síndico personero Don Tomás Istúriz, abolió la Junta de defensa
que había y trató de que se pusiese otra nueva más autorizada. El
establecimiento de esta fue popular. Cada vecino cabeza de casa
presentó a sus respectivos comisarios de barrio una propuesta cerrada
de tres individuos: del conjunto de todas ellas formose una lista en
la que el ayuntamiento escogió 54 vocales electores, quienes a su vez
sacaron de entre estos 18 sujetos, número de que se había de componer
la junta relevándose a la suerte cada cuatro meses la tercera parte.
Se instaló la nueva corporación el 29 de enero con aplauso de los
gaditanos, habiendo recaído el nombramiento en personas por lo general
muy recomendables.

He aquí, pues, dos grandes autoridades, la regencia y la junta de
Cádiz, impensadamente creadas, y otra la junta central abatida y
disuelta. Antes de pasar adelante, echaremos sobre las tres una rápida
ojeada.

[Sidenote: Ojeada rápida sobre la central y su administración.]

De la central habrá el lector podido formar cabal juicio, ya por lo
que de ella dijimos al tiempo de instalarse, y ya también por lo que
obró durante su gobernación. Inclinose a veces a la mejora en todos
los ramos de la administración; pero los obstáculos que ofrecían
los interesados en los abusos, y el titubeo y vaivenes de su propia
política, nacidos de la varia y mal entendida composición de aquel
cuerpo, estorbaron las más veces el que se realizasen sus intentos.
En la hacienda casi nada innovó, ni en el género de contribuciones,
ni en el de su recaudación, ni tampoco en la cuenta y razón. Trató, a
lo último, de exigir una contribución extraordinaria directa que en
pocas partes se planteó ni aun momentáneamente. Ofreció, sí, por medio
de un decreto, una variación completa en el ramo, aproximándose al
sistema erróneo de un único y solo impuesto directo. Acerca del crédito
público tampoco tomó medida alguna fundamental. Es cierto que no gravó
la nación con empréstitos pecuniarios, reembolsándose en general las
anticipaciones del comercio de Cádiz o de particulares con los caudales
que venían de América u otras entradas; mas no por eso se dejó de
aumentar la deuda, según especificaremos en el curso de esta historia,
con los suministros que los pueblos daban a las partidas y a la tropa.
Medio ruinoso, pero inevitable en una guerra de invasión y de aquella
naturaleza.

En la milicia, las reformas de la central fueron ningunas o muy
contadas. Siguió el ejército constituido como lo estaba al tiempo de
la insurrección, y con las cortas mudanzas que hicieron algunas juntas
provinciales, debiéndose a ellas el haber quitado en los alistamientos
las excepciones y privilegios de ciertas clases, y el haber dado a
todos mayor facilidad para los ascensos.

Continuaron los tribunales sin otra alteración que la de haber reunido
en uno todos los consejos, o sean tribunales supremos. Ni el modo de
enjuiciar, ni todo el conjunto de la legislación civil y criminal
padecieron variación importante y duradera. En la última hubo, sin
embargo, la creación temporal del tribunal de seguridad pública para
los delitos políticos; creación, conforme en su lugar notamos, más bien
reprensible por las reglas en que estribaba, que por funesta en sus
efectos.

En sus relaciones con los extranjeros mantúvose la junta en los límites
de un gobierno nacional e independiente; y si alguna vez mereció
censura, antes fue por haber querido sostener sobradamente y con
lenguaje acerbo su dignidad que por su blandura y condescendencias.
Quejáronse de ello algunos gobiernos. Pocos meses antes de disolverse
declaró la guerra a Dinamarca, motivada por guardar aquel gobierno, como
prisioneros, a los españoles que no habían podido embarcarse con Romana;
guerra en el nombre, nula en la realidad.

Sobresalió la central en el modo noble y firme con que respondió e hizo
rostro a las propuestas e insinuaciones de los invasores, sustentando
los intereses e independencia de la patria, sin desesperanzar nunca de
la causa que defendía. Por ello la celebrará justamente la posteridad
imparcial.

Lo que la perjudicó en gran manera fueron sus desgracias, mayormente
verificándose su desistimiento a la sazón que aquellas de todos lados
acrecían. Y los pueblos rara vez perdonan a los gobiernos desdichados.
Si hubiera la junta concluido su magistratura en agosto después de
la jornada de Talavera, e instalado al mismo tiempo las cortes, sus
enemigos hubieran enmudecido, o por lo menos faltáranles muchos de los
pretextos que alegaron para vituperar sus procedimientos y oscurecer su
memoria. Acabó, pues, cuando todo se había conjurado contra la causa de
la nación, y a la central echósele exclusivamente la culpa de tamaños
males.

[Sidenote: Padecimientos y persecución de sus individuos.]

Irritados los ánimos, aprovecháronse de la coyuntura los adversarios
de la junta, y no solo desacreditaron a esta aun más de lo que por
algunos de sus actos merecía, sino que, obligándola a disolverse con
anticipación y atropelladamente, expusieron la nave del estado a que
pereciese en desastrado naufragio, deleitándose, además, en perseguir a
los individuos de aquel gobierno, desautorizados ya y desvalidos.

Padecieron más que los otros el conde de Tilly y Don Lorenzo Calvo de
Rozas. Mandó prender al primero el general Castaños, y aun obtuvo la
aprobación de la central, si bien cuando ya esta se hallaba en la Isla
y a punto de fenecer. Achacábase al conde haber concebido en Sevilla
el plan de trasladarse a América con una división si los franceses
invadían las Andalucías, y se susurró que estaba con él de acuerdo el
duque de Alburquerque. Dieron indicio de los tratos mal encubiertos
que andaban entre ambos su mutua y epistolar correspondencia y ciertos
viajes del duque o de emisarios suyos a Sevilla. De la causa que se
formó a Tilly parece que resultaban fundadas sospechas. Este, enfermo
y oprimido, murió algunos meses después en su prisión del castillo de
Santa Catalina de Cádiz. Como quiera que fuera hombre muy desopinado,
reprobaron muchos el mal trato que se le dio, y atribuyéronlo a
enemistad del general Castaños. La prisión de Don Lorenzo Calvo de
Rozas, exclusivamente decretada por la regencia, tachose con razón de
más infundada e injusta, pues con pretexto de que Calvo diese cuentas
de ciertas sumas, empezaron por vilipendiarle, encarcelándole como a
hombre manchado de los mayores crímenes. Hasta la reunión de las cortes
no consiguió que se le soltara.

Escandalizáronse igualmente los imparciales, y advertidos de la orden
que se comunicó a todos los centrales, según la cual permitiéndoles
«trasladarse a sus provincias, excepto a América, se les dejaba a
la disposición del gobierno bajo la vigilancia y cargo especial de
los capitanes generales, cuidando que no se reuniesen muchos en una
provincia.» No contentos con esto los perseguidores de la junta,
lanzaron en la liza a un hombre ruin y oscuro, a fin de que apoyase
con su delación la calumnia esparcida de que los ex centrales se iban
cargados de oro. Con tan débil fundamento mandáronse, pues, registrar
los equipajes de los que estaban para partir a bordo de la fragata
Cornelia, y respetables y purísimos ciudadanos viéronse expuestos a
tamaño ultraje en presencia de la chusma marinera. Resplandeció su
inocencia a la vista de los asistentes y hasta de los mismos delatores,
no encontrándose en sus cofres sino escaso peculio y en todo corta y
pobre fortuna.

Ayudó a medida tan arbitraria e injusta el celo mal entendido de la
junta de Cádiz, arrastrada por encarnizados enemigos de la central y
por los clamores de la bozal muchedumbre. La regencia accedió a lo
que de ella se pedía, mas procuró antes escudarse con el dictamen del
consejo. Este en la consulta que al afecto extendió, repetía su antigua
y culpable cantilena de que la autoridad ejercida por los centrales
«había sido una violenta y forzada usurpación tolerada más bien que
consentida por la nación... con poderes de quienes no tenían derecho
para dárselos.» Después de estas y otras expresiones parecidas, el
consejo mostrando perplejidad acababa sin embargo por decir que de
igual modo que la regencia había encontrado méritos para la detención
y formación de causa respecto de Don Lorenzo Calvo de Rozas y del
conde de Tilly, se hiciese otro tanto con cuantos vocales resultasen
«por el mismo estilo descubiertos», y que así a unos como a otros «se
les sustanciasen brevísimamente sus causas y se les tratase con el
mayor rigor.» Modo indeterminado y bárbaro de proceder, pues ni se
sabía qué significado daba el consejo a la palabra _descubiertos_, ni
qué entendía tampoco por tratar a los centrales con el mayor rigor,
admirando que magistrados depositarios de las leyes aconsejasen al
gobierno, no que se atuviera a ellas, sino que resolviese a su sabor
y arbitrariamente. Dolencia grande la nuestra obrar por pasión o
aficiones, mas bien que conforme a la letra y tenor de la legislación
vigente: así ha andado casi siempre de través la fortuna de España.

Nos hemos detenido en referir la persecución de los miembros de la
junta suprema, no solo por ser suceso importante, recayendo en personas
que gobernaron la nación durante catorce meses, sino también con objeto
de señalar el mal ánimo de los enemigos de reformas y novedades.
Porque el enojo contra la central nacía, no tanto de ciertos actos que
pudieran mirarse como censurables, cuanto de la inclinación que mostró
aquel cuerpo a mudanzas en favor de la libertad. En esta persecución,
como después en la de otros muchos afectos a tan noble causa, partió el
golpe de la misma o parecida mano, procurando siempre tapar el dañino y
verdadero intento con feas y vulgares acusaciones.

Hubiérase a lo sumo podido tomar cuenta a la junta de su gobernación,
pero no atropellando a sus individuos. La regencia, más que todos,
estaba interesada en que los respetasen, y en defender contra el
consejo el origen legítimo de su autoridad, pues atacada esta lo era
también la de la misma regencia, emanación suya. Además, los gobiernos
están obligados aun por su propio interés a sostener el decoro y
dignidad de los que les han precedido en el mando, si no, el ajamiento
de los unos tiene después para los otros dejos amargos.

[Sidenote: Idea de la regencia y de sus individuos.]

Hablemos ya de la regencia y de los individuos que la componían. No
llegó hasta fines de mayo a Cádiz el obispo de Orense, residente en su
diócesis. Austero en sus costumbres y célebre por su noble y enérgica
contestación cuando le convidaron a ir a Bayona, no correspondió en
el desempeño de su nuevo cargo a lo que de él se esperaba, por querer
ajustar a las estrechas reglas del episcopado el gobierno político
de una nación. Presumía de entendido, y aun ambicionaba la dirección
de todos los negocios, siendo con frecuencia juguete de hipócritas y
enredadores. Confundía la firmeza con la terquedad, y difícilmente se
le desviaba de la senda derecha o torcida que una vez había tomado.
Don Francisco Javier Castaños, antes de la llegada del obispo, y
aun después, tuvo gran mano en el despacho de los asuntos públicos.
Pintámosle ya cual era como general. Antiguas amistades tenían gran
cabida en su pecho. Como estadista solía burlarse de todo, y quizá
se figuraba que la astucia y cierta maña bastaban aun en las crisis
políticas para gobernar a los hombres. Oponíase a veces a sus miras
la obstinación del obispo de Orense; pero retirándose este a cumplir
con sus ejercicios religiosos, daba vagar a que Castaños pusiese en
el intermedio al despacho los expedientes o asuntos que favorecía.
En el libro tercero tuvimos ocasión de delinear el carácter y prendas
de Don Francisco de Saavedra, hombre dignísimo, mas de corto influjo
como regente, debilitada su cabeza con la edad, los achaques y las
desgracias. Atendía exclusivamente a su ramo, que era el de marina,
Don Antonio Escaño, inteligente y práctico en esta materia y de buena
índole. Excusado es hablar de Don Esteban Fernández de León, regente
solo horas, no así de su sustituto, Don Miguel de Lardizábal y Uribe,
travieso y aficionado a las letras, de cuerpo contrahecho, imagen
de su alma retorcida y con fruición de venganzas. Castaños tenía
que mancomunarse con él, mas cediendo a menudo a la superioridad de
conocimientos de su compañero.

Compuesta así la regencia, permaneció fiel y muy adicta a la causa de
la independencia nacional; pero se ladeó y muy mucho al orden antiguo.
Por tanto los consejeros, los empleados de palacio, los que echaban
de menos los usos de la corte y temían las reformas, ensalzaron a la
regencia, y asiéronse de ella hasta querer restablecer ceremoniales
añejos y costumbres impropias de los tiempos que corrían.

[Sidenote: Felicitación del consejo reunido.]

El consejo, especialmente, trató de aprovecharse de tan dichoso momento
para recobrar todo su poder. Nada al efecto le pareció más conveniente
que tiznar con su reprobación todo lo que se había hecho durante el
gobierno de las juntas de provincia y de la central. Así se apresuró
a manifestarlo el 2 de febrero en su felicitación a la regencia,
afirmando que las desgracias habían dependido de la propagación de
«principios subversivos, intolerantes, tumultuarios y lisonjeros al
inocente pueblo», y recomendando el que se venerasen «las antiguas
leyes, loables usos y costumbres santas de la monarquía», instaba
porque se armase de vigor la regencia contra los innovadores. Apoyada
pues esta en tales indicaciones, y llevada de su propia inclinación,
olvidó la inmediata reunión de cortes a que se había comprometido al
instalarse.

[Sidenote: Idea de la junta de Cádiz.]

La junta de Cádiz, émula de la regencia, y si cabe con mayor autoridad,
estaba formada de vecinos honrados, buenos patriotas, y no escasos de
luces. Apegada quizá demasiadamente a los intereses de sus poderdantes,
escuchaba a veces hasta sus mismas preocupaciones, y no faltó quien
imputase a ciertos de sus vocales el sacar provecho de su cargo,
traficando con culpable granjería. Pudo quizá en ello haber alguno
que otro desliz; pero la verdad es que los más de los individuos de
la junta portáronse honoríficamente, y los hubo que sacrificaron
cuantiosas sumas en favor de la buena causa. El querer sujetar a regla
a los dependientes de la hacienda militar, a los jefes y oficiales de
los mismos cuerpos y a todos los empleados, clase en general estragada,
acarreó a la junta sinsabores y enconadas enemistades. La entrada e
inversión de caudales, sin embargo, se publicó, y pareció muy exacta
su cuenta y razón, cuidando con particularidad de este ramo Don Pedro
Aguirre, hombre de probidad, imparcial e ilustrado.

[Sidenote: Providencias para la defensa y buena administración de la
regencia y la junta.]

Ahora que hemos ya echado la vista sobre la pasada gobernación de
la central, y dado idea del comienzo y composición de la regencia
y junta de Cádiz, será bien que entremos en la relación de las
principales providencias que estas dos autoridades tomaron en unión o
separadamente. Empezaron, pues, por las que aseguraban la defensa de la
Isla gaditana.

[Sidenote: Breve descripción de la Isla gaditana.]

La naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnable este punto: en él
se comprenden la Isla de León y la ciudad propiamente dicha de Cádiz.
Distan entre sí ambas poblaciones, juntándose por medio de un extendido
istmo, dos leguas. Tres tiene de largo toda la Isla gaditana, y de
ancho una y cuarto en la parte más espaciosa. La separa del continente
el brazo de mar que llaman río de Santi Petri, profundo, y el cual se
cruza por el puente de Suazo, así apellidado del Doctor Juan Sánchez
de Suazo, que le rehabilitó a principios del siglo XV. El arsenal de
la Carraca, situado en una isleta contigua a la misma Isla de León, y
formada por el mencionado río de Santi Petri y el caño de las Culebras,
quedó también por los españoles. El vecindario de Cádiz, en el día
bastante disminuido, no pasa de 60.000 habitantes, y el de la Isla, que
está en igual caso, de unos 18.000. La principal defensa natural de la
última son sus saladares, que, empezando a poca distancia de Puerto
Real, se dilatan por espacio de legua y media hasta el río Zurraque,
enlazados entre sí e interrumpidos por caños e impracticables esguazos,
de suelo inconstante y mudable. Al sur hay otras salinas, llamadas
de San Fernando, rodeando a toda la isla por las demás partes, o el
océano, o las aguas de la bahía. En medio de los saladares y caños
que hay delante del río de Santi Petri se levanta un arrecife largo y
estrecho que conduce al puente de Suazo. En su calzada se practicaron
muchas cortaduras y se levantaron baterías que hacían inexpugnable
el paso. Al llegar Alburquerque estaban muy atrasados los trabajos;
pero este general y sus sucesores los activaron extraordinariamente.
Fortificose, en consecuencia, con una línea triple de baterías el
frente de ataque del río de Santi Petri, avanzando otras en las mismas
ciénagas o lagunajos, y cuidando muy particularmente de poner a
cubierto el arsenal de la Carraca y la derecha de la línea, parte la
más endeble.

Aun ganada la Isla de León, no pocas dificultades hubieran estorbado
al enemigo entrar en Cádiz. Además de varias baterías apostadas en
la lengua de tierra que sirve de comunicación a ambas poblaciones,
construyose en lo más estrecho de aquella, y bañada por los dos mares,
una cortadura en que trabajaron con entusiasmo todos los habitantes,
erizada de cañones y de admirable fortaleza, quedando después por
vencer las obras del recinto de Cádiz, ejecutadas según las reglas
modernas del arte, y que solo presentan un frente de ataque. [Sidenote:
Fuerzas que la guarnecen.] Para guarnecer punto tan extenso como el
de la Isla gaditana y tan lleno de defensas, necesitábase gran número
de tropas de tierra y no poca fuerza de mar. [Sidenote: Españolas.]
El ejército de Alburquerque aumentado cada día con los oficiales y
soldados dispersos que de las costas aportaban a Cádiz, llegó a contar
a últimos de marzo de 14 a 15.000 hombres. [Sidenote: Inglesas.]
También los ingleses enviaron una división compuesta de soldados
suyos y portugueses. Pidió aquel socorro a Lord Wellington la junta de
Cádiz, por medio del cónsul británico y de Lord Burghest, que al efecto
partió a Lisboa antes que se supiese la venida a la isla del duque de
Alburquerque. Llegó a ascender en marzo esta fuerza auxiliar a unos
5000 hombres, reemplazando en el mismo mes en el mando de ella a su
primer jefe Stewart el general Sir Tomás Graham. La guardia de la plaza
de Cádiz se hacía en parte por la milicia urbana y por los voluntarios,
cuyos batallones de vistoso aspecto los formaban los vecinos honrados
y respetables de la ciudad, constando su número de unos 8000 hombres,
inclusos los que se levantaron extramuros y en la Isla de León,
servicio que, si bien penoso, era desempeñado con celo y patriotismo, y
que descargaba de mucha faena a las tropas regladas.

[Sidenote: Fuerza marítima. Recio temporal en Cádiz.]

Siendo esencial la marina para la defensa de posición tan costanera,
fondeaban en bahía una escuadra británica a las órdenes del almirante
Purvis, y otra española a las de Don Ignacio de Álava. Padecieron ambas
gran quebranto en un recio temporal acaecido en el 6 de marzo y días
siguientes: de la inglesa se perdió el navío portugués María, y de
la nuestra perecieron otros tres de línea, una fragata y una corbeta
de guerra con otros muchos mercantes. Los franceses se portaron en
aquel caso inhumanamente, pues en vez de ayudar a los desgraciados que
arrastraba a la costa la impetuosidad del viento, hiciéronles fuego con
bala roja. Varados los buques en la playa ardieron casi todos ellos.
No cesando por eso los preparativos de defensa, se armaron asimismo
fuerzas sutiles mandadas por Don Cayetano Valdés, que vimos herido allá
en Espinosa. Eran estas de grande utilidad, pues arrimándose a tierra e
internándose a marea alta por los caños de las salinas, flanqueaban al
enemigo y le incomodaban sin cesar.

Cuando se supo que los franceses avanzaban, comenzose, aunque tarde, a
destruir y desmantelar todas las baterías y castillos que guarnecían
la costa desde Rota y se extendían bahía adentro por Santa Catalina,
Puerto de Santa María, río de San Pedro, Caño del Trocadero y Puerto
Real, pues Cádiz estaba más bien preparado para resistir las embestidas
de mar que las de tierra, siendo dificultoso vaticinar que tropas
francesas descolgándose del Pirineo y atravesando el suelo español se
dilatarían hasta las playas gaditanas.

[Sidenote: Intiman los franceses la rendición.]

Confiados los franceses en esto, en el descuido natural de los
españoles, y en el desánimo que produjo la invasión de las Andalucías,
miraban a Cádiz como suyo, y en ese concepto intimaron la rendición a
la ciudad y al ejército mandado por el duque de Alburquerque. Para el
primer paso se valieron de ciertos españoles parciales suyos que creían
gozar de opinión e influjo dentro de la plaza, los cuales el 6 de
febrero hicieron desde el Puerto de Santa María la indicada intimación.
La junta superior contestó a ella, con la misma fecha, sencilla y
dignamente, diciendo: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que
ha jurado, no reconoce otro rey que al señor Don Fernando VII.» Aunque
más extensa, igualmente fue vigorosa y noble la respuesta que dio
sobre el mismo asunto al mariscal Soult el duque de Alburquerque. De
consiguiente, por ambos lados se trabajó desde entonces con grande
ahínco en las obras militares: los franceses, para abrigarse contra
nuestros ataques y molestarnos con sus fuegos; nosotros, para acabar de
poner la Isla gaditana en un estado inexpugnable. Así, pues, corrió el
mes de febrero sin choque ni suceso alguno notable.

[Sidenote: La junta de Cádiz encargada del ramo de hacienda.]

Tales y tan extensos medios de defensa pedían por parte de los
españoles recursos pecuniarios, y método y orden en su recaudación
y distribución. La regencia solo podía contar con las entradas del
distrito de Cádiz y con los caudales de América. Difícil era tener
aquellas si la junta no se prestaba a ello, y aún más difícil aumentar
sin su apoyo las contribuciones, no disfrutando el gobierno supremo
dentro de la ciudad de la misma confianza que los individuos de aquella
corporación, naturales del suelo gaditano o avecindados en él hacía
muchos años.

Obvias reflexiones que sobre este asunto ocurrieron, y el triste estado
del erario promovieron la resolución de encargar a la junta superior
de Cádiz la dirección del ramo de hacienda. Desaprobaron muchos,
particularmente los rentistas, semejante determinación, y sin duda
a primera vista parecía extraño que el gobierno supremo se pusiera,
por decirlo así, bajo la tutoría de una autoridad subalterna. Pero
siendo la medida transitoria, deplorable la situación de la hacienda y
arraigados sus vicios, los bienes que resultaron aventajáronse a los
males, habiendo en los pagamentos mayor regularidad y justicia. Quizá
la junta mostrose a veces algún tanto mezquina, midiendo el orden del
estado por la encogida escala de un escritorio; mas el otro extremo de
que adolecía la administración pública perjudicaba con muchas creces
al interés bien entendido de la nación. [Sidenote: (* Ap. n. 11-4.)]
Adoptose en seguida, para la buena conformidad y mejor inteligencia, un
reglamento [*] que mereció en 31 de marzo la aprobación de la regencia.

[Sidenote: Sus altercados con Alburquerque.]

Ya antes, si bien no con tanta solemnidad, estaba encargada del
ramo de hacienda, habiéndose suscitado entre ella y varios jefes
militares, principalmente el duque de Alburquerque, desazones y agrios
altercados. Escuchó tal vez el último demasiadamente las quejas de los
subalternos avezados al desorden, y la junta no atendió del todo en
sus contestaciones al miramiento y respetos que se debían al duque.
[Sidenote: Deja este el mando del ejército y pasa a Londres.] Esto y
otros disgustos fueron parte para que dicho jefe dejase el mando del
ejército de la isla al acabar marzo, nombrándole la regencia embajador
en Londres. En aquella capital escribió más adelante un manifiesto
muy descomedido contra la junta de Cádiz, la cual, aunque en defensa
propia, replicó de un modo atrabilioso y descompuesto. Contestación que
causó en el pundonoroso carácter del duque tal impresión que a pocos
días perdió la razón y la vida; fin no debido a sus buenos servicios y
patriotismo.

[Sidenote: Impone la junta nuevas contribuciones.]

Entre no pocos afanes y obstáculos la junta de Cádiz continuó con celo
en el desempeño de su encargo. Impuso una contribución de cinco por
ciento de exportación a todos los géneros y mercadurías que saliesen de
Cádiz, y un veinte por ciento a los propietarios de casas, gravando
además en un diez a los inquilinos. Con estos y otros arbitrios, y
sobre todo con las remesas de América y buena inversión, no solo se
aseguraron los pagos en Cádiz y la isla, y se cubrieron todas las
atenciones, sino que también se enviaron socorros a las provincias.

Afianzada así la defensa de aquellos dos puntos tan importantes,
convirtiéronse sus playas en baluarte incontrastable de la libertad
española.

[Sidenote: José en Andalucía.]

José había en todo este tiempo recorrido las ciudades y pueblos
principales de las Andalucías, recreándose tanto en su estancia que
la prolongó hasta entrado mayo. Cuidaba Soult del mando supremo
del ejército que apellidaron del mediodía, el cual constaba de
las fuerzas ya indicadas al hablar del paso de la Sierra Morena.
[Sidenote: Modo con que le reciben.] Acogieron los andaluces a José
mejor que los moradores de las demás partes del reino, y festejáronle
bastantemente, por cuyo buen recibimiento premió a muchos con destinos
y condecoraciones, y expidió varios decretos en favor de la enseñanza
y de la prosperidad de aquellos pueblos. Nombró para establecer su
gobierno y administración en las provincias recién conquistadas
comisarios regios, cuyas facultades a cada paso eran restringidas
por el predominio y arrogancia de los generales franceses. Manifestó
José en Sevilla su intención de convocar cortes en todo aquel año de
1810, para lo que en decreto de 18 de abril dispuso que se tomase
conocimiento exacto de la población de España. [Sidenote: Sus
providencias.] Por el mismo tiempo trató igualmente de arreglar el
gobierno interior de los pueblos, y distribuyó el reino en treinta y
ocho prefecturas, las cuales se dividían a su vez en subprefecturas y
municipalidades, remedando o más bien copiando, en esto y en lo demás
del decreto publicado al efecto, la administración departamental de
Francia. Providencia que, habiendo tomado arraigo, hubiera podido
mejorar la suerte de los pueblos; pero que en algunos no se estableció,
desapareciendo en los más lo benéfico de la medida con los continuos
desmanes de las tropas extranjeras. La milicia cívica, ya decretada por
José en julio de 1809, y en la que se negaban por lo general a entrar
los habitantes de otras partes, disgustó menos en Andalucía donde hubo
ciudades que se prestaron sin repugnancia a aquel servicio.

Por ello, y por el modo con que en aquellos reinos había sido recibido
el intruso, motejaron acerbamente a sus habitadores los de las otras
provincias de España, tachando a aquellos naturales de hombres escasos
de patriotismo y de condición blanda y acomodaticia. Censura infundada,
porque las Andalucías, singularmente el reino de Granada, no solo
habían hecho grandes sacrificios en favor de la causa común, sino
que, igualmente al tiempo de la invasión, estuvieron muy dispuestos a
repelerla. Faltoles buena guía, estando abatidas y siendo de menguado
ánimo sus propias autoridades. Cierto es que en estas provincias era
mayor que en otras el número de indiferentes y de los que anhelaban
por sosiego, lo cual en gran parte pendía de que, atacado tarde aquel
suelo, considerábase a España como perdida, y también de que, habiendo
los habitantes sido de cerca testigos de los errores y aun injusticias
de los gobiernos nacionales, ignoraban los perjuicios y destrozos de la
irrupción y conquista extranjera, males que no habían por lo general
experimentado, como lo demás del reino. Desengañados pronto, empezaron
a rebullir, y las montañas de Ronda y otras comarcas mostraron no menos
bríos contra los invasores que las riberas del Llobregat y del Miño.

[Sidenote: Vuelve a Madrid.]

Las delicias y el temple de Andalucía, que recordaban a José su mansión
en Nápoles, hubieran tal vez diferido su vuelta a Madrid, si ciertas
resoluciones del gabinete de Francia no le hubiesen impelido a regresar
a la capital, en donde entró el 13 de mayo: resoluciones importantes, y
en cuyo examen nos ocuparemos luego que hayamos contado los movimientos
que hicieron los franceses en otras provincias de España, algunos de
los cuales concurrieron con los de las Andalucías.

[Sidenote: Nueva invasión de Asturias.]

Tales fueron los que ejecutaron sobre Asturias y Valencia, juntamente
con el sitio de Astorga. Tomó el primero a su cargo el general Bonnet.
Manteníase aquel principado como desguarnecido, después que, al mando
de Don Francisco Ballesteros, se alejó de sus montañas la flor de sus
tropas. Quedaban 4000 soldados escasos en la parte oriental, hacia
Colombres, y 2000 de reserva en las cercanías de Oviedo; sin contar
con unos 1000 hombres de Don Juan Díaz Porlier, quien antes de esta
invasión de Asturias, abriendo portillo por medio de los enemigos,
recorrió el país llano de Castilla, tocó en La Rioja, y divirtiendo
grandemente la atención de los franceses, tornó en seguida a buscar
abrigo en las asperezas de donde se había descolgado. Linaje de
empresas que perturbaban al enemigo, y diferían por lo menos, si no
trastrocaban, sus premeditados planes.

[Sidenote: Llano Ponte.]

Continuaban mandando en el principado el general Don Antonio Arce y
la junta nombrada por Romana; permaneciendo al frente de la línea de
Colombres D. Nicolás de Llano Ponte. Este, no más afortunado ahora
que lo había sido en la campaña de Vizcaya, cejó sin gran resistencia
cuando, en 25 de enero, le atacaron 6000 franceses a las órdenes del
general Bonnet. Los españoles, en verdad inferiores en número, solo
hubieran podido sacar ventaja de algunos sitios favorables por su
naturaleza. Forzaron los enemigos el puente de Purón, en donde nuestra
artillería, bien servida, les causó estrago. Llano Ponte replegose
precipitadamente hacia el Infiesto, y el general Arce con las demás
autoridades evacuaron a Oviedo, haciendo alto por de pronto en las
orillas del Nalón.

[Sidenote: Porlier.]

Alteró algún tanto el gozo de los invasores la intrepidez de Don Juan
Díaz Porlier, quien, noticioso de la irrupción francesa en Asturias,
metiose en lo interior del Principado, viniendo de las faldas
meridionales de sus montañas, en donde estaba apostado. Atacó por la
espalda las partidas sueltas de los enemigos, cogió a estos bastantes
prisioneros, y caminando la vuelta de la costa por Gijón y Avilés,
se situó descansadamente en Pravia, a la izquierda de las tropas y
dispersos que se habían retirado con el general Arce. Imitaron a
Porlier Don Federico Castañón y otros partidarios que se colocaron en
el camino real de León, por cuyo paraje con sus frecuentes acometidas
molestaban a los contrarios.

[Sidenote: Entra Bonnet en Oviedo.]

El general Bonnet ocupó a Oviedo el 30 de enero, de cuya ciudad, como
en la primera invasión, habían salido las familias más principales.
En esta entrada se portó aquel general con sobrada dureza, habiendo
ejecutado algunos actos inhumanos: amansose después y gobernó con
bastante justicia, en cuanto cabe al menos en un conquistador hostigado
incesantemente por una población enemiga.

[Sidenote: Evacúa la ciudad.]

A pocos días de estar en Oviedo, temeroso Bonnet de los movimientos de
Porlier y demás partidarios, desamparó la ciudad y se reconcentró en
la Pola de Siero. Confiados demasiadamente los jefes españoles con tan
repentina retirada, avanzaron de sus puestos del Nalón, se posesionaron
de Oviedo, y apostaron en el puente de Colloto la vanguardia mandada
por Don Pedro Bárcena. Los franceses, que no deseaban sino ver
reunidos a los nuestros, para acabar con ellos más fácilmente por la
superioridad que les daba en ordenada batalla su práctica y disciplina,
[Sidenote: Ocúpala de nuevo.] revolvieron el 14 de febrero sobre las
tropas españolas, y atropellándolo todo recuperaron a Oviedo y asomaron
el 15 a Peñaflor, en cuyo puente los detuvieron algunos paisanos,
[Sidenote: Castellar y defensa del Puente de Peñaflor.] mandados
animosamente por el oficial de estado mayor Don José Castellar, que ya
se señaló allá, en San Payo, y ahora quedó aquí herido.

[Sidenote: Bárcena. Retíranse los españoles al Narcea.]

Don Pedro Bárcena, volviendo también a reunir su gente, a la que se
agregaron otros dispersos, rechazó a los franceses en Puentes de Soto,
y se sostuvo allí algún tiempo. Pero al fin, amenazándole continuamente
enemigos numerosos, juzgó prudente recogerse a la línea del Narcea,
quedando solo sobre la izquierda, en Pravia, orillas del Nalón, Don
Juan Díaz Porlier. Encomendose entonces el mando del ejército de
operaciones al mencionado Bárcena, hombre sereno y de gran bizarría.
[Sidenote: Don Juan Moscoso.] Ayudaba en todo con sus consejos y
ejemplo el coronel Don Juan Moscoso, jefe de estado mayor, que en el
arte de la guerra era entendido y aun sabio.

[Sidenote: El general Arce.]

El general Arce, amilanado a la vista de los peligros de una invasión
que le cogía desprevenido, resolviose a dejar el mando de la provincia;
mas antes, con intento de poder alegar que estaba concluida la
comisión que le había llevado allí, determinó restablecer la junta
constitucional que Romana a su antojo había destruido, y para ello
ordenó que los concejos nombrasen, según lo hicieron, diputados que
concurriesen a formar la citada corporación; desmoronándose de este
modo la obra levantada por Romana, obra de desconcierto y arbitrariedad.

[Sidenote: Conducta escandalosa de Arce y del consejero Leiva.]

Como quiera que fuese loable la medida de Arce, mirose esta como nacida
de las circunstancias, más bien que del buen deseo de deshacer una
injusticia y de granjearse las voluntades de los asturianos. Dio fuerza
a la opinión que acerca de su partida enunciamos, el que dicho general
y su compañero de comisión, el consejero Leiva, se llevaron consigo, so
color de sueldos atrasados, 16.000 duros. Paso que debe severamente
condenarse en un tiempo en que el hacendado y hasta el hombre del
campo, se privaban de sus haberes por alimentar al soldado, a veces en
apuros y en extrema desdicha.

[Sidenote: Nueva instalación de la junta general del Principado.]

La nueva junta se instaló en Luarca el 4 de marzo, y no desmayando
con la ausencia de Don Antonio Arce, nombró en su lugar a Don José
Cienfuegos, general de la provincia e hijo suyo; formando al mismo
tiempo un consejo de guerra, con cuyo acuerdo se dirigiesen las
operaciones militares.

[Sidenote: Auxilio de Galicia.]

De Galicia llegó luego, en auxilio de Asturias, una corta división de
2000 hombres, con lo que, alentados los jefes, determinaron atacar el
19 de marzo a las tropas francesas. Hízose así acometiendo el grueso
de nuestra fuerza del lado del puente de Peñaflor al mismo tiempo que
se llamaba por la derecha la atención del enemigo, y que Porlier por
la izquierda, embarcándose en la costa, caía sobre las espaldas a
la orilla opuesta del Nalón. [Sidenote: Desampara Bonnet a Oviedo.]
Ejecutada con ventura la maniobra, evacuó Bonnet a Oviedo y no paró
hasta Cangas de Onís; así para reforzarse, como también para ir en
busca de acopios y pertrechos de guerra, que solo muy escoltados podían
llegar a su ejército.

[Sidenote: Se enseñorea por tercera vez de la ciudad.]

Con mayor circunspección que en la ocasión anterior se adelantaron
esta vez los nuestros, sacando además de Oviedo todos los útiles de
la fábrica de armas. Precaución tanto más oportuna, cuanto Bonnet
engrosado y de refresco tornó en breve y obligó a los nuestros a
retirarse, enseñoreándose por tercera vez de la capital el 29 del mismo
marzo. Los españoles se recogieron entonces a su antigua línea del
Nalón, poniendo su derecha en el Padrún, camino real de León, y su
izquierda en Pravia.

Ni aun allí los dejaron quietos por largo tiempo los franceses,
teniendo que refugiarse, después de varios y reñidos choques, las tropas
de Asturias y Porlier a Tineo y Somiedo, y la división gallega al
Navia. Prosiguieron durante abril los reencuentros, sin que les fuese
dable a los enemigos dominar del todo el Principado.

[Sidenote: Estado de Galicia.]

La ocupación de este no se hubiera prolongado a haber puesto la junta
del reino de Galicia mayor esmero en cooperar a que se evacuase.
Dicha autoridad se hallaba instalada desde el mes de enero, y si bien
contaba entre sus individuos hombres de conocido celo e ilustración,
no desplegó sin embargo la conveniente energía, desaprovechando los
muchos recursos que ofrecía provincia tan populosa. Así, ni aumentó en
estos meses considerablemente su ejército, ni tampoco se atrevió al
principio a poner debido coto a los atrevimientos y oposición de la
junta subalterna de Betanzos, harto desmandada.

[Sidenote: Alboroto del Ferrol. Muerte de Vargas.]

Con las reyertas que de aquí y de otras partes nacían, no solo se
descuidaban los asuntos de la guerra, únicos entonces de urgencia, sino
que se dio margen a que en el mes de febrero gente aviesa suscitase
en el Ferrol un alboroto. Fue en él víctima del furor popular el
comandante de arsenales Don José María de Vargas, sirviendo de pretexto
para el motín los atrasos que se debían a la maestranza. Restablecido
el sosiego, formose causa a algunas personas, y castigose con el último
suplicio a una mujer del pueblo que se probó haber sido la que primero
acometió e hirió al desgraciado Vargas.

La junta de Galicia, disculpándose además, para no ayudar a Asturias,
con los temores de que los franceses invadiesen su propio suelo por el
lado de Astorga, cuya ciudad amenazaban y sitiaron luego, desatendió
las reclamaciones de aquella provincia, ni convino tampoco en adoptar
la proposición que su junta le hizo de nombrar de acuerdo ambas
corporaciones un mismo jefe militar; puesto que la regencia a causa de
la distancia no podía con prontitud acudir al remedio de los males que
causaba la división.

[Sidenote: Mahy, general de las tropas de aquel reino.]

Solo el general Mahy, a quien se había confiado el mando superior de
las tropas de Galicia, procuró por sí y en cuanto pudo auxiliar al
principado. Mas el asedio de Astorga, y tener que cubrir el Bierzo,
obligábanle a permanecer en Lugo y Villafranca con las principales
fuerzas de su ejército, que eran poco considerables.

[Sidenote: Sitio de Astorga.]

No le incomodaron, sin embargo, tanto como temiera los franceses,
cuya mira se enderezaba a Portugal; habiéndolos también detenido la
defensa de Astorga, más porfiada de lo que permitía la flaqueza de sus
fortificaciones. Ciudad aquella antigua, nunca fue plaza en los tiempos
modernos, cercándola un muro viejo flanqueado de medios torreones. Tres
arrabales facilitaban su acceso, careciendo de foso, estacada y de
toda obra exterior. La población, antes de 600 vecinos, ahora menguada
con sus muchos padecimientos. En el intermedio que corrió desde el
anterior ataque del pasado octubre hasta el de esta primavera del año
de 1810, se trató de mejorar el estado de sus defensas, fortaleciendo
principalmente el arrabal de Reitibia con fosos, estacadas, cortaduras
y pozos de lobo. Se formaron cuadrillas de paisanos, y la guarnición
ascendía a unos 2800 hombres. Continuaba siendo gobernador Don José
María de Santocildes.

En febrero estaban los franceses alojados en las riberas del Órbigo,
hacia donde los nuestros, para aumentar el repuesto de sus víveres,
extendían las correrías. El 11 del mes el general Loison, con 9000
hombres y seis piezas de campaña, se presentó delante de la ciudad,
haciendo el 16 intimación de rendirse. Contestó a ella negativamente
Santocildes, y entonces el general francés se alejó de la plaza, sin
que por eso cesasen sus guerrillas de tirotearse diariamente con las
nuestras. Así se prosiguió hasta que el 21 de marzo pensaron los
franceses en formalizar el sitio.

Habíase arrimado hacia aquella parte el general Junot, duque de
Abrantes, encargado del mando del 8.º cuerpo, vuelto a formar de nuevo,
y uno de los que habían de componer el ejército que Napoleón destinaba
contra los ingleses de Portugal. Habiéndose Santocildes opuesto a
recibir un pliego que Junot le expidiera, comenzó desde luego este
los trabajos del sitio. Impidieron su progreso los cercados, y aun
el 26 rechazaron una tentativa de los sitiadores sobre el arrabal de
Reitibia. Escaseaban los españoles de cañones, y los que había solo
eran de menor calibre; carecíase también de municiones; abundaba,
sí, el entusiasmo de la tropa y del paisanaje. Por ambos lados se
escaramuzaba sin cesar, manteniendo los sitiados la esperanza de ser
socorridos por el general Mahy, que permanecía en el Bierzo, cuyas
avenidas observaban atentamente los franceses, trabándose a veces pelea
entre unos y otros.

Mientras tanto, concluida el 19 de abril la batería de brecha,
rompieron los enemigos el fuego en el siguiente día con piezas de
grueso calibre, y se dirigieron contra la puerta de Hierro, por donde
aportillaron el muro. Con las granadas se incendió la catedral,
quemándose parte de ella y varias casas contiguas. El vecindario y la
guarnición se defendían con serenidad y denuedo. Practicable a poco
tiempo la brecha, aunque Junot intimó por segunda vez la rendición,
amenazando pasar a cuchillo soldados y moradores, se desechó su
propuesta y se prepararon todos a repeler el asalto. Emprendiéronle
los enemigos, embistiendo a la misma sazón que la brecha abierta en
la puerta de Hierro, el arrabal de Reitibia. Duró el ataque desde la
mañana hasta después de oscurecido. Los sitiados rechazaron con el
mayor valor todas las acometidas sin que los franceses consiguiesen
entrar la ciudad. [Sidenote: Capitula.] Vecinos y militares se
mostraban resueltos a insistir en la defensa, mas desgraciadamente
era imposible. Ya no quedaban sino 24 tiros de cañón, pocos de fusil;
estando además desfogonadas las piezas y rotas sus cureñas. En tal
angustia, reunidas las autoridades, determinaron la entrega. Solo
en el ayuntamiento hubo un anciano de más de 60 años, y de nombre
el licenciado Costilla, [Sidenote: Licenciado Costilla.] imagen por
su esfuerzo de los antiguos varones de León, que levantándose de su
asiento prorrumpió en las siguientes y enérgicas palabras: «Muramos
como numantinos.»

Decidida la rendición, se posesionaron los enemigos de Astorga el 22
de abril, en virtud de capitulación honrosa. Computose la pérdida que
experimentamos en aquel sitio en 200 hombres; superior la de los
contrarios.

De esta manera, los franceses de Castilla asegurando poco a poco su
flanco derecho, y teniendo en suspenso las provincias del norte
mientras José ocupaba las Andalucías, se disponían al propio tiempo,
según veremos en el libro próximo, a invadir a Portugal.

[Sidenote: Aragón.]

Por su lado Suchet trató en Aragón de llamar igualmente la atención
de los españoles moviéndose hacia Valencia. Antes había este general
ocupádose en sosegar su provincia y sobre todo Navarra, cuyo reino
bastantemente tranquilo en un principio, comenzó a rebullir en tanto
grado que con trabajo transitaban los correos franceses, y apenas
era reconocida la autoridad intrusa fuera de la plaza de Pamplona.
[Sidenote: Mina el mozo.] Mina el mozo causaba tamaña mudanza.
Obedecido por todas partes, y nunca descubierto ni vendido, dominaba la
comarca y aun obligó en enero al gobernador de Navarra a entrar con él
en tratos para el canje de prisioneros.

Disgustado el gobierno francés con tener a sus puertas tan osado
enemigo, encomendó al general Suchet el restablecimiento de la
tranquilidad en Navarra. Burló Mina por algún tiempo con su diligencia
y maña los intentos de los franceses, y especialmente los del general
Harispe, encargado en particular de perseguirle. Acosado al fin, no
solo por este, sino también por tropas que se destacaron de hacia
Logroño, y otras que salieron de Pamplona, desbandó su gente y ocultó
sus armas, aguardando reunir de nuevo aquella luego que los enemigos
le dejasen algún respiro. La osadía de Mina era tal que, aun después,
yendo Suchet a Pamplona con objeto de arreglar la administración
francesa, bastante desordenada, disfrazose de paisano y se metió cerca
de Olite en un grupo deseoso de ver pasar en el tránsito al general su
contrario. Arrojo a que también impelía la seguridad con que era dado
recorrer la tierra a los españoles que guerreaban contra los franceses.

[Sidenote: Expedición de Suchet sobre Valencia.]

El general Suchet, compuestas las cosas de Navarra, y llegando allí
de Francia nuevas tropas, tornó a Aragón disponiéndose a invadir
el reino de Valencia. Proyecto que le fue indicado por el príncipe
de Neufchatel, quien, finalizada la campaña de Austria, volvió a
desempeñar el empleo de mayor general de los ejércitos franceses en
España, no obstante el mando en jefe dado al rey José: complicación de
supremacías que causaba, por decirlo de paso, encontradas resoluciones,
señaladamente en las provincias rayanas de Francia. Modificáronse, al
parecer, por otras posteriores las primeras insinuaciones que respecto
a Valencia había hecho el príncipe de Neufchatel; pero no pudiendo
tampoco las últimas calificarse de órdenes positivas, prefirió Suchet
someterse a una terminante y clara que recibió del intruso, escrita
en Córdoba el 27 de enero, según la cual se le prevenía que marchase
rápidamente la vuelta del Guadalaviar. No llegó el pliego a manos de
Suchet hasta el 15 de febrero, siendo dificultosa la travesía por
hormiguear los guerrilleros.

Resuelto el general francés a la empresa, dejó en Aragón alguna
fuerza que amparase las comarcas más amenazadas por los partidarios,
y fortaleció varios puntos. Tres divisiones, en que se distribuían
las reliquias del ejército español de Aragón después de la dispersión
de Belchite, llamaban con particularidad su atención. Era una la que
estaba a las órdenes de Don Pedro Villacampa, situada cerca de Villel,
partido de Teruel, en un campo atrincherado, del que no sin trabajo la
desalojó el general polaco Chlopicki; otra, la que cubría la línea del
Algas, regida por Don Pedro García Navarro, que luego pasó a Cataluña;
y la última, la que andaba entre el Cinca y Segre a cargo de Don Felipe
Perena; divisiones todas no muy bien pertrechadas, pero que contaban
unos 13.000 hombres.

Ascendiendo ahora el primer cuerpo enemigo, con los refuerzos venidos
de Francia, a 30.000 combatientes, érale a Suchet más fácil tener en
respeto a los aragoneses, asegurar las diversas comunicaciones y partir
a su expedición de Valencia, para la cual llevó de 12 a 14.000 soldados
escogidos.

Empezó pues a realizar su plan, y el 25 de febrero llegó en persona a
Teruel. En consecuencia, el general Habert, con una columna de cerca de
5000 hombres, se dirigió el 27 sobre Morella, debiendo continuar por
San Mateo y la costa, y casi al propio tiempo, con la división de Laval
y la brigada de Paris, componiendo en todo unos 9000 soldados, partió
de Teruel, siguiendo la ruta de Segorbe, el mismo Suchet. Al ponerse
en marcha, recibió de París la orden por duplicado [habiendo sido
interceptada la primera] de desistir de la expedición de Valencia y
formalizar los sitios de Lérida y Mequinenza; pero tarde ya para variar
de rumbo, a pesar de la responsabilidad en que incurría, llevó adelante
su propósito.

[Sidenote: Estado de este reino y de la ciudad.]

La fama de la inminente invasión llegó muy en breve a la ciudad de
Valencia, en donde con el temor se desencadenaron las pasiones. El
general Don José Caro, en lugar de dirigirlas al único y laudable
fin de la defensa, fuese miedo, fuese deseo de satisfacer odios y
personales rivalidades, dio rienda suelta a todo linaje de excesos y
a enojosas venganzas. No compensó hasta cierto punto tan reprensible
conducta con activas y oportunas providencias militares: medio seguro
de reprimir los malévolos, y de tener en su favor la gran mayoría de
los honrados ciudadanos. Un año era corrido desde que Caro mandaba, y
ni se había fortificado Murviedro ni otros puntos importantes, ni el
ejército de línea se había aumentado más allá de 11.000 hombres. La
población en parte se encontraba armada, mas tan oportuna providencia
antes bien había nacido de la espontaneidad de los habitantes, que de
disposición enérgica de la autoridad superior; flojedad común a casi
todos los jefes y juntas de España, suplida, en cuanto era dado, por
el buen seso y ánimo de los naturales.

En tanto, las dos columnas francesas avanzaban. La de Morella entró sin
resistencia en la villa y ocupó el castillo, abandonado por el coronel
Miedes. La de Teruel se aproximó a Alventosa, en donde la vanguardia
del ejército valenciano estaba colocada detrás del barranco por donde
corre el Mijares. Al principio, las guerrillas, capitaneadas por Don
José Lamar, alcanzaron ventajas; mas luego, recibida orden de Caro de
replegarse sobre Valencia, y al tiempo que los franceses trataban ya
de envolver la izquierda española, se retiraron los nuestros el 2 de
marzo sobradamente de prisa, pues dejaron abandonados cuatro cañones de
campaña. Entraron después los franceses en Segorbe, ciudad que pillaron
desamparada por los habitadores.

Llegó el 3 a Murviedro el general Suchet, en donde se le juntó con su
columna el general Habert. No estando todavía fortificado aquel sitio,
que lo fue de la antigua y célebre Sagunto, se sometió la ciudad;
encaminándose en seguida a Valencia los enemigos, ya más gozosos por
comenzar a competir desde allí el cultivo del hombre con la lozanía de
la vegetación.

Según se iban los franceses aproximando a la ciudad, crecía en ella la
fermentación, y más se desbocaba Don José Caro en cometer tropelías.
Envió a San Felipe de Játiva la junta superior, y creó una comisión
militar de policía, instrumento de sus venganzas. Cierto que para
ellas había un pretexto honroso en secretos tratos que el enemigo
mantenía dentro de Valencia; pero en vez de solo descargar sobre los
culpados la justicia de las leyes, arrestáronse indistintamente y para
satisfacer enemistades buenos y malos patriotas.

[Sidenote: Malógrasele a Suchet su expedición.]

En tal estado, presentáronse los franceses delante de Valencia el 5 de
marzo, estableciendo Suchet en el Puig su cuartel general. Ocuparon
fuera de los muros, y a la izquierda del Guadalaviar, el arrabal de
Murviedro, el colegio de San Pío V, el palacio real, el convento de la
Zaidía y otros, extendiéndose al Grao y su comarca en gran detrimento
de los pueblos. Intimó el 7 el general Suchet a Don José Caro la
rendición, quien en este caso respondió cual debía. Se mantuvo Suchet
hasta el 10 en las cercanías esperando a que estallase en su favor
dentro de la ciudad una conmoción, mas saliendo fallida su esperanza y
temeroso de las guerrillas que se formaban en su derredor, levantó el
campo en la noche del 10 al 11 y retrocedió por donde había venido.

[Sidenote: Pozoblanco.]

Grande algazara y justa alegría se manifestó en Valencia al saberse el
alejamiento del enemigo. Mas no por eso cesó Caro en sus persecuciones.
Varios de los presos, aunque inocentes, continuaron encarcelados, y
fue ahorcado el barón de Pozoblanco. Dudamos aún si este infeliz era o
no delincuente, y si en realidad había seguido correspondencia con el
enemigo. Natural de la isla de la Trinidad, unían en otro tiempo a él
y a Caro estrechos vínculos, que tuvieron principio cuando el último
visitaba como marino las costas americanas. Convirtiose después en odio
la antigua amistad, y se acusó a Caro de haber usado en aquel lance de
la potestad suprema no imparcial ni desapasionadamente.

[Sidenote: Ventajas de los españoles en Aragón.]

Suchet, al retirarse, se encontró con muchos paisanos armados que se
habían levantado a su espalda, y también con la noticia de que el reino
de Aragón, aprovechándose de su ausencia, comenzaba de nuevo a estar
muy movido. En efecto, Don Pedro Villacampa, revolviendo el 7 de marzo
sobre Teruel, había entrado la ciudad y obligado al coronel Plicque a
encerrarse con su guarnición en el seminario, ya de antes fortificado.
No contento aun así el español, había salido a esperar y cogido en la
venta de Malamadera, a corta distancia de Teruel, un convoy enemigo
procedente de Daroca. Apoderose de 4 piezas, de unos 200 hombres y de
muchas municiones. Otro tanto hizo por opuesto lado con una compañía
de polacos avanzada en Alventosa. El seminario, estrechado por los
nuestros y próximo a caer en sus manos, se libertó el 12 de marzo con
la llegada del ejército de Suchet, que forzó a Villacampa a alejarse.
D. Felipe Perena también por el Cinca había hecho sus correrías,
destruyendo en Fraga el puente y los atrincheramientos enemigos.

El 17 volvió Suchet a Zaragoza, y quiso ante todo acabar con Mina
el mozo, que por su lado se había igualmente adelantado a las Cinco
Villas. Inquietó bastante este caudillo en aquellos días a los
franceses, [Sidenote: Cae prisionero Mina el mozo.] mas, perseguido en
Aragón por el gobernador de Jaca y el general Harispe, y en Navarra por
Dufour, cayó desgraciadamente el 31 en poder de los puestos franceses,
que al cogerle le maltrataron. Sin detención lleváronsele a Francia,
y le encerraron en el castillo de Vincennes, donde permaneció, como
tantos otros españoles, hasta 1814. [Sidenote: Sucédele su tío Espoz
y Mina.] Sucediole su tío, el renombrado Don Francisco Espoz y Mina,
quien con sus hechos y mejor fortuna oscureció las breves glorias de su
sobrino.

Arregladas las cosas de Aragón, trató Suchet de cumplir con lo que se
le había mandado de París, sitiando a Lérida. No por eso estaba bajo su
dependencia Cataluña, encomendada al mariscal Augereau, dejando solo
a cargo del primero el asedio de las plazas que formaban, por decirlo
así, cordón entre aquel principado y las provincias rayanas.

[Sidenote: Estado de Cataluña.]

De luto había cubierto a Cataluña la caída de Gerona. Don Joaquín
Blake, por su parte, no admitiéndole la central la dejación que
repetidamente había hecho de su mando, se separó de autoridad propia
en 10 de diciembre de su ejército, poniendo interinamente a su cabeza
al marqués de Portago. Motivó semejante resolución haber aprobado la
central, contra el dictamen de dicho general, lo determinado por el
congreso catalán de levantar 40.000 hombres de somatén. Blake quería
crear cuerpos de línea y no reuniones informes de indisciplinados
paisanos. Pero los catalanes, apegados a su antigua manera de guerrear,
hallaron arrimo en el gobierno supremo, desatendiéndose las reflexiones
juiciosas y militares de Blake, quien, en medio de sus conocimientos,
no gozaba de popularidad a causa de su mala estrella.

Ausente este general, no quedó Portago largo tiempo en el mando, pues
cayendo enfermo, dejó en su lugar a Don Jaime García Conde, sustituido
también en breve por el general más antiguo Don Juan Henestrosa. El
congreso catalán, después de expedir varias providencias en favor de la
defensa del principado, tomando para darlas más bien consejo de los
falsos conceptos del provincialismo que de atento e imparcial juicio,
se disolvió y quedó solo para el despacho de los negocios la junta
superior.

El somatén que se había levantado no produjo el efecto que esperaban
los catalanes. Apareció tarde y al caer Gerona, y no queriendo tampoco
los partidos desprenderse de sus respectivos contingentes para
prestarse mutuo auxilio, faltó el necesario concierto. Permaneció en
Vic el grueso del ejército español, teniendo apostado en el Grao de
Olot un cuerpo volante. Clarós estaba hacia Besalú, y Rovira camino de
Figueras, ambos con bastante fuerza a causa de los somatenes que se
les agregaron. Para despejar el país y asegurar las comunicaciones con
Francia marcharon contra ellos los generales Souham y Verdier. Hubo
con este motivo varios reencuentros de los que se contaron algunos
favorables para los somatenes. En los mismos días, el enemigo, que de
todos lados acometía, hizo de Francia inútiles esfuerzos contra el
valle de Arán.

Dispuso en seguida Augereau que 10.000 hombres suyos, yendo sobre Vic,
atacasen el ejército español. Trabáronse por aquella parte desde 1.º
de enero frecuentes y reñidos combates, honrosos para los españoles,
pues con fuerza inferior hicieron rostro a contrarios aguerridos. Pero
viendo los nuestros la superioridad de los franceses, celebraron el 12
consejo de guerra y determinaron replegarse hacia Manresa y Tarrasa,
dejando en Tona una división, al mando del general Porta. [Sidenote:
Varias acciones.] Siguieron aun entonces las refriegas. Los franceses
entraron en Vic, y avanzando se encontraron con los nuestros el 14 y
15, siendo de notar la acción habida en Moya, en la que los generales
O’Donnell y Porta rechazaron a los enemigos, de los que perecieron más
de 200. El primero peleó con ventaja, hasta como soldado y cuerpo a
cuerpo.

Urgíale en tanto al mariscal Augereau, aseguradas en algún modo sus
comunicaciones con Francia, abrir las de Barcelona, plaza que empezaba
a estar apurada por falta de bastimentos. Conveniente era para ello la
toma de Hostalrich, pero no cediendo el gobernador a las intimaciones,
[Sidenote: Bloqueo de Hostalrich.] Augereau, así que ocupó la villa,
dejó al coronel Mazzuchelli encargado de bloquear el castillo. Arrimó
también allí las fuerzas de Souham para alejar a los somatenes, y él en
persona dispúsose a marchar prontamente sobre Barcelona.

La población de esta ciudad había disminuido, careciendo de trabajo
los fabricantes y sus operarios, y avergonzada la mocedad de no acudir
al llamamiento que por medio de su congreso y junta continuamente
les hacía la provincia. El general Duhesme mandaba, como antes en
Barcelona, y con frecuencia se veía obligado a ir en busca de víveres,
teniendo que atacar a los somatenes y a una división que siempre
permaneció en el Llobregat, cuyas fuerzas reunidas estrechaban la
plaza, acorralando a veces dentro de ella a las tropas francesas.

[Sidenote: Va Augereau al socorro de Barcelona.]

Augereau, aunque hostigado por las guerrillas, se adelantó con el
convoy y 9000 hombres, y Duhesme, seguido de unos 2000, salió de
Barcelona hasta Granollers a su encuentro. De hacia Tarrasa desembocó,
para interceptar el socorro, el marqués de Campoverde, al paso que
Orozco, comandante de la división del Llobregat, llamaba de aquel lado
la atención.

[Sidenote: Descalabro de Duhesme en Santa Perpetua y en Mollet.]

Campoverde atacó el 20 en Santa Perpetua a Duhesme, haciéndole 400
prisioneros; juntósele después Porta, que acudió por Casteltersoll,
y ambos en Mollet cayeron sobre el 2.º escuadrón de coraceros y le
cogieron casi entero. Felizmente para la demás tropa del general
Duhesme, llegó a tiempo Augereau, libertando a un batallón que se
defendía en Granollers. En seguida pudieron los franceses sin obstáculo
meter el convoy en Barcelona.

[Sidenote: Entra Augereau en Barcelona.]

Aquel mariscal, cumpliendo de este modo con el principal objeto de su
expedición, quitó a Duhesme el gobierno de aquella plaza, nombró en su
lugar a Mathieu, y se replegó a Hostalrich, temiendo que de nuevo se le
estorbara el paso.

[Sidenote: O’Donnell nombrado general de Cataluña.]

Con tanta mayor razón se mostraba desconfiado, cuanto Don Enrique
O’Donnell iba a capitanear las tropas de Cataluña. Así lo ansiaba el
principado, y el 21 de enero se recibió la orden de la junta central,
a la sazón todavía existente, confiriendo a aquel general el mando
supremo.

O’Donnell, mozo activo y valiente, codicioso de gloria aunque algo
atropellado, se había atraído las voluntades de los catalanes con su
adhesión a la causa de la independencia y su gran intrepidez, mostrada
ya en el primer cerco de Gerona. Ahora, autorizado, empezó a obrar con
diligencia y a mejorar la disciplina. Distribuyó igualmente su ejército
en nuevas brigadas y divisiones, reconcentrando el 6 de febrero en
Manresa casi toda la fuerza disponible. Solo dejó en Martorell y línea
del Llobregat la 3.ª división, a las órdenes del brigadier Martínez.

[Sidenote: Ejército que junta.]

El nuevo general llegó pronto a tener consigo 8000 infantes y 1000
caballos bien dispuestos. El 14 de febrero atacó con feliz éxito a
los enemigos cerca de Moya, y el 19 se aproximó a Vic con ánimo de
desalojarlos. Siguió lo principal de su fuerza el camino que de Tona se
dirige a aquella ciudad, marchando una columna vía de San Cugat hasta
la altura del Vendrell, [Sidenote: Acción de Vic el 19 de febrero.]
donde se paró. A las nueve de la mañana la vanguardia, o sea cuerpo
volante mandado por Sarsfield, rompió el fuego. Una hora después
cundió por toda la línea, sostenido con tenacidad de ambas partes.
Mandaba a los franceses el general Souham. Carecían los nuestros de
cañones, no habiendo podido traerlos por lo fragoso de la tierra; no
más de dos tenían los contrarios. A las doce se reforzaron los últimos
con 2500 hombres que se les juntaron de Vic. Entonces O’Donnell, que
conservaba a sus inmediatas órdenes la división situada en las alturas
del Vendrell, bajó con ella al llano. Avivose el fuego y continuó
reciamente hasta las tres de la tarde, en cuya hora, flanqueado Porta,
que regía el ala izquierda, a pesar de los esfuerzos de O’Donnell
quedaron desbaratados los nuestros y se retiraron a Tona y Collsuspina.
Perdimos, entre muertos y heridos, 900 hombres, otros tantos
prisioneros; no fue corto el daño que experimentaron los franceses,
siendo reñida la acción aunque malograda para los españoles.

[Sidenote: Pertinaz defensa de Hostalrich.]

Aguardaba en el intermedio el mariscal Augereau a orillas del Tordera
refuerzos de Francia, y apretaba la división de Pino el bloqueo de
Hostalrich. Situado este castillo en una elevada cima, enseñorea
el camino de Barcelona, obstruyendo, de consiguiente, en tiempo
de guerra, las comunicaciones. Don Julián de Estrada, entonces
gobernador, resuelto a defenderle hasta el último trance, decía: «Hijo
Hostalrich de Gerona, debe imitar el ejemplo de su madre.» Cumplió
Estrada su palabra, desoyendo cuantas proposiciones se le hicieron de
acomodamiento. Desde el 13 de enero hasta el 20 del mes inmediato,
limitáronse los franceses a bloquear el castillo, mas en aquel día
comenzó horroroso bombardeo.

[Sidenote: Socorre de nuevo Augereau a Barcelona.]

Al propio tiempo fueron llegando a Augereau los refuerzos de Francia
que hicieron ascender su ejército al comenzar marzo a 30.000
combatientes, sin contar la guarnición de Barcelona. Escasa nuevamente
esta plaza de medios, tuvo Augereau que volver a su socorro, y
consiguió, no obstante pérdidas y tropiezos, meter dentro un convoy.

[Sidenote: Retírase O’Donnell a Tarragona.]

Semejante movimiento obligó a O’Donnell a replegarse, mayormente
coincidiendo con la correría que por aquel tiempo hizo Suchet sobre
Valencia. El 21 entró en Tarragona el general español, y acampó en las
cercanías el grueso de su ejército. Juntósele la división aragonesa del
Algas, o sea de Tortosa, compuesta de unos 7000 hombres. No se estuvo
O’Donnell quieto allí sino que luego ejecutó otros movimientos.

[Sidenote: Feliz ataque de D. Juan Caro.]

Tal fue el que verificó al concluirse marzo, noticioso de que en
Villafranca de Panadés se alojaba un trozo bastante considerable de
franceses. Envió, pues, contra ellos a Don Juan Caro, asistido de
6000 hombres. Viendo los enemigos que los nuestros se aproximaban,
se encerraron en el cuartel de aquella villa, fuerte edificio sito a
la entrada, pero en breve, a pesar de su precaución y resistencia,
tuvieron que capitular, cayendo prisioneros 700 hombres. Portose Caro
con destreza y bizarría, y quedó herido.

Sucediole en el mando Campoverde, quien marchó sobre Manresa para darse
la mano con Rovira, siendo el intento de O’Donnell distraer al enemigo,
y si era posible auxiliar a Hostalrich. El general Schwartz hacía por
aquellas partes frente a los somatenes, cuya tenacidad desconcertaba al
francés, y aun le causaba a veces descalabros. En principios de abril
tomó la resistencia tal incremento que, asustado Augereau, salió el
11 de Barcelona y se dirigió a Hostalrich, para impedir los socorros
que los españoles querían introducir en el castillo, como ya lo habían
conseguido una vez, guiados por el coronel Don Manuel Fernández
Villamil.

[Sidenote: Evacúan los españoles a Hostalrich.]

Sin embargo, todo ya era demás. La penuria del fuerte tocaba en su
último punto, faltando hasta el agua de los aljibes, única que surtía a
la guarnición. El bizarro gobernador, los oficiales y soldados habían
todos sobrellevado de un modo el más constante la escasez y miseria
que igualó, si no sobrepasó, la de Gerona. Mas desesperanzado Estrada
de recibir auxilio alguno, y prefiriendo correr los mayores riesgos a
capitular, resolvió salvarse con su gente de la que aún le quedaban
1200 hombres. A las diez de la noche del 12 púsose en movimiento, y
salió por el lado de poniente, descendiendo la colina de carrera. Cruzó
en seguida el camino real, y atravesando la huerta llegó, repelidos los
puestos franceses, a las montañas detrás de Masanas y a Arbucias. Mas
en aquel paraje, descarriado el valiente Estrada, tuvo la desgracia
de caer prisionero, con tres compañías. El resto, que ascendía a 800
hombres, sacole a buen puerto el teniente coronel de artillería Don
Miguel López Baños, quien el 14 entró en Vic, ciudad libre entonces
de franceses. Estrada no se rindió sino después de viva refriega, y
Augereau, aunque incomodado con que se le escapase la mayor parte de
la guarnición, hizo alarde en gran manera de haberse hecho dueño de
su gobernador. [Sidenote: El mariscal Macdonald sucede a Augereau
en Cataluña.] De poco le sirvió tan feliz acaso, pues no tardó en
desgraciarse con Napoleón, quien nombró para sucederle al mariscal
Macdonald. Dícese que contribuyeron a su remoción quejas de Suchet,
desazonado porque no le ayudaba debidamente en sus empresas.

[Sidenote: Parte Suchet a Lérida.]

De estas, una de las principales era la que por entonces, y después de
su retirada de Valencia, intentaba contra Lérida, conformándose con
la orden que se le dio de París. Así después de dejar un tercio de
su fuerza en Aragón, a las órdenes del general Laval, se enderezó con
lo restante a Cataluña. Pero destruido por los españoles el puente
de Fraga, y estando de aquel lado próximo el castillo de Mequinenza,
prefirió Suchet al camino más directo, el de Alcubierre, y estableció
en Monzón sus almacenes y hospitales.

[Sidenote: Entran sus tropas en Balaguer.]

Se hallaba a la sazón en Balaguer Don Felipe Perena con alguna fuerza,
y aunque es ciudad en que no quedan sino reliquias de sus antiguos
muros, interesaba a los franceses su posesión a causa de un famoso
puente de piedra que tiene sobre el Segre. Atento a ello, ordenó Suchet
al general Habert que atacase a los españoles. Mas Perena, creyendo
ser desacuerdo resistir a fuerzas tan superiores, cejó a Lérida, y los
franceses entraron en Balaguer el 4 de abril.

[Sidenote: Sitio de Lérida.]

El 13 embistió Suchet aquella plaza. Asentada Lérida a la derecha del
Segre, río que también allí se cruza por hermoso puente, ha sido desde
tiempos remotos ciudad muy afamada. En sus alrededores acabó César con
Afranio y Petreyo, del partido pompeyano, y antes, cuando estos ocupaban
la ciudad, pasó aquel caudillo grandes angustias, acampado en la altura
en donde ahora se divisa el fuerte de Garden. En la defensa de este,
y sobre todo en la del castillo, colocado al extremo opuesto del lado
del norte, en la cumbre de un cerro, consiste la principal fortaleza de
Lérida, si bien ambos no se prestan entre sí grande ayuda. Muro sin
foso ni camino cubierto, parte con baluartes, parte con torreones,
rodea lo demás del recinto. Algunas obras nuevas se habían ejecutado, a
saber: una a la entrada del puente, y también dos reductos, llamados del
Pilar y San Fernando, en la meseta de Garden, en el paraje opuesto a la
plaza, fuera de cuyos muros está situado aquel fuerte. La población, que
ya ascendía a más de 12.000 almas, se hallaba aumentada con los paisanos
que del campo se habían refugiado dentro. Contaba la guarnición 8000
hombres, inclusa la tropa de Perena. Mandaba como gobernador Don Jaime
García Conde.

Todavía los franceses no habían empezado los trabajos del sitio, y ya
Don Enrique O’Donnell pensó en hacer levantarle, o por lo menos en
socorrer la plaza. Ignoraba su intento el general francés, por lo que
el 21 de abril avanzó este hasta Tárrega, temiendo solo a Campoverde,
que vimos se adelantara hacia Manresa; tanto sigilo guardaban los
catalanes, de rara y laudable fidelidad.

[Sidenote: Desgraciada tentativa de O’Donnell para socorrer la plaza.]

O’Donnell se había el día antes puesto en marcha con 6000 infantes
y 600 caballos, y el 22, sabiendo por el gobernador de Lérida que
parte del ejército francés se había alejado de la plaza, miró como
asegurada su empresa. Empezó, pues, O’Donnell en la mañana del 23 a
aproximarse a la ciudad, siguiendo el llano de Margalef, repartida
su fuerza en tres columnas, una más avanzada por el camino real, las
otras dos por los costados. Desgraciadamente, sabedor al fin Suchet de
la salida de O’Donnell de Tarragona, tornó de priesa hacia Lérida, y
tomó oportunas disposiciones para que se malograse el plan del general
español. Caminaba este confiado en su triunfo, cuando de repente se vio
arremetido por fuerzas considerables. El general Harispe trabó luego
pelea con la 1.ª columna, y Musnier, saliendo de Alcoletge, acometió
a la que iba por la derecha del camino. Los nuestros se desordenaron,
principalmente la caballería, arrollada por un regimiento de coraceros.
O’Donnell, aunque sobrecogido con tal contratiempo, pudo juntar parte
de su gente, y antes de anochecer retirarse con ella en buen orden
camino de Montblanch. La pérdida de las dos columnas atacadas fue sin
embargo considerable, quedando prisioneros batallones enteros.

Los franceses, queriendo aprovecharse del terror que aquel descalabro
infundiría en los leridanos, embistieron en la misma noche los reductos
del fuerte de Garden. Dichosos los enemigos al principio en el ataque
del Pilar, salieron mal en el de San Fernando, teniendo que retirarse,
y aun evacuar el primero que ya habían ocupado.

Al día siguiente tanteó el general Suchet el ánimo del gobernador,
proponiendo a este, para hacerle ver lo inútil de la defensa, que
enviase personas de su confianza que por sí mismos examinasen la
pérdida que en el día anterior habían los españoles padecido en
Margalef. La réplica de García Conde fue enérgica y concisa. «Señor
general, dijo, esta plaza nunca ha contado con el auxilio de ningún
ejército.» Lástima que a las palabras no correspondiesen los hechos,
como en Zaragoza y Gerona.

Empezaron los franceses el 29 de abril los trabajos de trinchera,
escogiendo por frente de ataque el espacio que media entre el baluarte
de la Magdalena y el del Carmen, que era por donde embistió la plaza
el duque de Orleans en la guerra de sucesión.

Los sitiados no repelieron con grande empeño los aproches del enemigo.
Así, esta defensa no fue larga ni digna de memoria. Merece, no obstante,
honrosa excepción la resistencia que hizo, en la noche del 12 al 13 de
mayo, el reducto de San Fernando, ya bien sostenido, como arriba hemos
dicho, en una primera acometida. En la última se defendió con tal
tenacidad que de 300 hombres que le guarnecían apenas sobrevivieron 60.

Los franceses asaltaron el 13 del mismo mes la ciudad, y la entraron
sin tropezar con extraordinarios impedimentos. La guarnición se recogió
al castillo, en donde también se metieron casi todos los habitantes,
viendo que los acometedores no les daban cuartel. Crueldad ejecutada
de intento, para que hacinados muchos individuos en corto recinto
obligaran al gobernador a rendirse. Hubiera sin embargo García Conde
podido despejar aquella fortaleza echando fuera la gente inútil; pero
Suchet, para no desaprovechar la ocasión de acabar en breve el sitio,
empezó desde luego a tirar bombas, las cuales cayendo sobre tantas
personas apiñadas en reducido espacio, causaron en poco tiempo el
mayor estrago. [Sidenote: Entran los franceses en Lérida y ríndese su
castillo.] Blandeando el ánimo de García Conde con los lamentos de
mujeres, niños y ancianos, y forzado hasta cierto punto por la junta
corregimental, que creía que nada importaba la defensa del castillo si
la ciudad perecía, capituló el 14, habiendo los franceses concedido a
la guarnición los honores de la guerra. Ejemplo que siguió el fuerte
de Garden. Pérdida sensible la de Lérida, conquista que abría a los
invasores las comunicaciones entre Aragón y Cataluña.

Tachose a García Conde de traidor, opinión que adquirió crédito con
haber después abrazado el partido del gobierno intruso. Lo cierto es
que era hombre de limitados alcances, y juzgamos que su conducta más
bien dimanó de esto y de fatal desdicha que de premeditada maldad.

[Sidenote: También el fuerte de las Medas.]

Por entonces, para que las desgracias vinieran juntas, ocuparon también
los franceses el fuerte de la isla de las Medas, al embocadero del Ter,
puesto importante malamente entregado por el gobernador español, Don
Agustín Cailleaux.

Así iban de caída las cosas de Cataluña, no habiendo acontecido en lo
restante de mayo y en el inmediato junio sino acometidas parciales
de somatenes y guerrilleros, que siempre hostigaban al enemigo. Don
Enrique O’Donnell, molestado de sus heridas, dejó por unos pocos días
su puesto a Don Juan María de Villena. Contaba el ejército a pesar de
sus pérdidas 21.798 hombres, inclusas las guarniciones de las plazas,
entre las que Tarragona se miraba como la base de las operaciones. En
esta ciudad volvió O’Donnell a empuñar el 1.º de julio el bastón del
mando, con objeto de instalar allí el 17 del mismo mes un congreso
catalán, que de nuevo había convocado para reanimar el espíritu algo
abatido de los naturales, y buscar medio de oponerse con fuerza al
mariscal Macdonald, quien daba muestras de obrar activamente.

[Sidenote: Sucesos de Aragón.]

Por su parte el general Suchet, terminada la expedición de Lérida,
pensó en poner sitio a la plaza de Mequinenza. Mientras duró el de
la primera hubo muchos y parciales combates, ya en las comarcas
septentrionales de Cataluña que lindan con Aragón, y ya en Aragón
mismo. Aquí hizo contra los franceses de Alcañiz una tentativa
infructuosa Don Francisco de Palafox, destinado por la regencia a
aquellas partes, siendo más afortunado Don Pedro Villacampa en una
sorpresa que dio el 13 de mayo a los enemigos en Purroy, partido de
Calatayud, en donde cogió al comandante Petit con un convoy y más de
100 hombres.

Las ventajas conseguidas por aquel caudillo irritaron a los franceses,
quienes desde el 14 de mayo se pusieron a perseguirle, partiendo de
Daroca el general Chlopicki. Fuese retirando Villacampa, y no paró
hasta Cuenca. Siguieron de cerca su huella los enemigos, sin llegar
a aquella ciudad, pero dejando rastra de su paso en Molina y demás
pueblos del camino. Diversos choques de menor importancia acaecieron
también en otros puntos de Aragón, porfiado pelear que cansaba
sobremanera a los franceses.

[Sidenote: Sitio de Mequinenza.]

Del 15 al 20 de mayo embistió el general Musnier la plaza de
Mequinenza, importante por su situación y necesaria para enseñorear
el Ebro. Villa esta de 1500 vecinos, estriba su principal defensa en
el castillo, antigua casa fuerte de los marqueses de Aytona, colocado
en lo alto de una elevada montaña, de áspera e inaccesible subida por
todos lados, excepto por el de poniente, que se dilata en planicie,
cuyo frente amparan un camino cubierto, foso y terraplén abaluartado
revestido de mampostería. Guarnecían la plaza 1200 hombres. Gobernábala,
como antes, el coronel Don Manuel Carbón, y dirigía la artillería Don
Pascual Antillón, ambos oficiales muy distinguidos.

No tenía el castillo otros aproches sino los que ofrecía a la parte
occidental la planicie mencionada, y no era cosa fácil traer hasta
ella artillería. Pronto discurrió la diligencia francesa medio de
conseguirlo, abriendo desde Torriente y por la cima de las montañas
un camino que viniese a dar al punto indicado. Tuvieron los enemigos
concluida su obra el 1.º de junio, y en el intermedio no descuidaron
tomar en rededor y en ambas orillas del Ebro, y en las del Segre
su tributario, los puestos importantes. [Sidenote: La toman los
franceses.] Entraron los sitiadores la villa en la noche del 4 al 5, la
saquearon y prendieron fuego a muchas casas. Las tropas se refugiaron
en el castillo. El gobernador resistió allí cuanto pudo los ataques
de los franceses, mas, arruinadas ya las principales defensas y no
habiendo abrigo alguno contra los fuegos enemigos, se entregó el 8,
quedando la guarnición prisionera de guerra.

[Sidenote: Toman también el castillo de Morella.]

La víspera de la rendición había llegado a Mequinenza el general
Suchet, quien deseando sacar de su triunfo la mayor ventaja, despachó
dos horas después de la entrega al general Montmarie para que se
apoderase del castillo de Morella, lo que ejecutó dicho general sin
obstáculo el 13 de junio. Posesión que, aunque no tan importante como
la de Mequinenza, éralo bastante por estar situado aquel fuerte en
los confines de Aragón y Valencia, y porque así iban los franceses
preparándose a nuevas empresas, y afianzaban poco a poco y de un modo
sólido su dominación.

[Sidenote: Cádiz.]

No obstante, hallábase esta lejos de arraigarse. Los pueblos
continuaban casi por todas partes haciendo guerra a muerte a los
invasores, y la Isla gaditana, punto céntrico de la resistencia, no
solo mantenía la llama sagrada del patriotismo, sino que la fomentaba
procurando además acrecer y mejorar en su recinto las fortificaciones.

[Sidenote: Toman los franceses a Matagorda.]

De nada influyó para no llevar adelante semejante propósito la pérdida
de Matagorda, acaecida el 22 de abril. Situado aquel castillo no
lejos de la costa del caño del Trocadero, sostuviéronle con tenacidad
los ingleses, encargados de su defensa, y solo le abandonaron ya
convertido en ruinas. Luego mostró la experiencia lo poco que sus
fuegos perjudicaban a las comunicaciones por agua, y sus proyectiles a
la plaza.

[Sidenote: Manda Blake el ejército de la Isla.]

El mismo día de la evacuación del mencionado fuerte fondeó en bahía,
viniendo del reino de Murcia, Don Joaquín Blake, nombrado por la
regencia para suceder al de Alburquerque en el mando de la Isla
gaditana, cuyas fuerzas, sin contar las de los aliados ni la milicia
armada, ascendían de 17 a 18.000 hombres, engrosado el ejército con
los dispersos y reliquias que de la costa aportaban, y con nuevos
alistados, que acudían hasta de Galicia. A la llegada de Blake
considerose dicho ejército como parte integrante del denominado del
centro, que se alojaba en el reino de Murcia, repartiéndose entre
ambos puntos las divisiones en que se distribuía.

[Sidenote: Trasládase a Cádiz la regencia.]

El consejo de regencia trasladose el 29 de mayo de la Isla de León a
Cádiz, y escogió para su morada el vasto edificio de la aduana. Se le
reunió por aquellos días el obispo de Orense, que no había hasta el 26
arribado al puerto, retardado su viaje por la distancia, ocupaciones
diocesanas y malos tiempos.

[Sidenote: Varan en la costa dos pontones de prisioneros.]

En este mes nada muy importante en lo militar avino en Cádiz, sino
el haber varado en la costa de enfrente los pontones _Castilla_ y
_Argonauta_, llenos de prisioneros franceses. Aprovecháronse los que
estaban a bordo del primero de un furioso huracán que sopló en la noche
del 15 al 16 para desamarrar el buque y dar a la costa; eran unos
700, los más oficiales. Imitáronlos el 26 los del _Argonauta_, 600 en
número, sin que pudiesen estorbar su desembarco nuestras baterías y
cañoneras.

[Sidenote: Trato de estos.]

Con este motivo han clamoreado muchos extranjeros, y lo que es más
raro, ingleses, contra el mal trato dado a los prisioneros, y sobre
todo contra la dureza de mantenerlos tanto tiempo en la estrechura de
unos pontones. Nos lastimamos del caso y reprobamos el hecho, pero
ocupadas o invadidas a cada paso las más de nuestras provincias,
imposible era para custodia de aquellos buscar dentro de la península
paraje seguro y acomodado. La Gran Bretaña, libre y poderosa, permitió
también que en pontones gimiesen largos años sus muchos prisioneros.
Quisiéramos que nuestro gobierno no hubiese seguido tan deplorable
ejemplo, dando así justa ocasión de censura a ciertos historiadores de
aquella nación, tan prontos a tachar excesos de otros como lentos en
advertir los que se cometen en su mismo suelo.

[Sidenote: Pasan a las Baleares, su trato allí.]

El gobierno español, sin embargo, había resuelto suavizar la suerte de
muchos de aquellos desgraciados, enviando a unos a las islas Canarias
y a otros a las Baleares. Dichosos los primeros, no cupo a los últimos
igual ventura. Alborotados contra ellos los habitantes de Mallorca y
Menorca, a causa de la relación que de las demasías del ejército francés
les venían de la península, necesario fue conducirlos a la isla de
Cabrera, siendo al embarco maltratados muchos, y aun algunos muertos.
Aquella isla al sur de Mallorca, si bien de sano temple y no escasa de
manantiales, estaba solo poblada de árboles bravíos sin otro albergue
más que el de un castillo. Suministráronse tiendas a los prisioneros,
pero no las bastantes para su abrigo, como tampoco instrumentos con
que pudiesen suplir la falta de casas, fabricando chozas. Unos 7000 de
ellos la ocuparon, y llegó a colmo su miseria, careciendo a veces hasta
del preciso sustento, ora por temporales que impedían o retardaban los
envíos, ora también por flojedad y descuido de las autoridades. Feo
borrón que no se limpia con haber en ello puesto al fin las cortes
conveniente remedio, ni menos con el bárbaro e inhumano trato que
al mismo tiempo daba el gobierno francés a muchos jefes e ilustres
españoles, sumidos en duras prisiones y castillos, pues nunca la
crueldad ajena disculpó la propia.

[Sidenote: Resistencia en las Andalucías.]

Entre tanto el gobierno español no solo atendió en su derredor a
la defensa de la Isla gaditana, sino que también pensó en divertir
la atención del enemigo, molestándole en las mismas Andalucías y
provincias aledañas. Dos de los puntos que para ello se presentaban
más cercanos e importantes, eran, al ocaso, el condado de Niebla, y
al levante, la Serranía de Ronda. El primero, además de ser tierra
costanera y en partes montuosa, respaldábase en Portugal, para cuya
invasión tenían los enemigos que prepararse de intento; y por lo que
respecta a Ronda, favorecía sus operaciones y alzamiento la vecina
e inexpugnable plaza de Gibraltar, depósito de grandes recursos,
principalmente de pertrechos de guerra.

[Sidenote: Condado de Niebla.]

La regencia, para dar mayor estímulo a la defensa, encargó el mando de
aquellos distritos a jefes de su confianza. Para el condado escogió
a Don Francisco de Copons y Navia, que permanecía en Cádiz después
que en febrero arribó allí con su división. Partió pues el general
nombrado, y el 14 de abril tomó el mando de aquel país, muy trabajado
con las vejaciones del enemigo, y solo defendido por unos 700 hombres,
remanente de cuerpos dispersos o situados en otras partes. Procuró
Copons unir y aumentar esta masa bastante informe, recoger los caudales
públicos, mantener libre la comunicación de la costa con Cádiz, y
hostigar con frecuencia a los franceses. Consiguió su objeto, si bien
con suerte varia, teniendo a veces que replegarse a Portugal.

[Sidenote: Serranía de Ronda.]

Del lado de Ronda la resistencia fue mayor, mas empeñada y duradera.
Partido occidental esta serranía de la provincia de Málaga, y
cordillera de montes elevados que arrancan desde cerca de Tarifa,
extendiéndose al este, se compone de muchos pueblos ricos en
producciones y dados al contrabando, a que los convida la vecindad
de Gibraltar. Sus moradores, avezados a prohibido tráfico, conocen
a palmos el terreno, sus angosturas y desfiladeros, sus cuevas, las
más escondidas, y teniendo a cada paso que lidiar con los aduaneros
y las tropas enviadas en persecución suya, están familiarizados con
riesgos que son imagen de los de la guerra. Empléanse las mujeres en
los trabajos del campo, y en otros no menos penosos inherentes a la
profesión de los hombres, y así son de robustos miembros y de condición
asemejada a la varonil. Llena, pues, de bríos población tan belicosa, y
previendo los obstáculos que recrecerían a su comercio si los franceses
afianzaban su imperio, rehusó someterse al yugo extranjero.

Ya dieron aquellos habitantes señales de desasosiego al tiempo de
la ocupación de Sevilla. José pensó que los tranquilizaría con su
presencia y discursos, para lo cual pasó a Ronda antes de concluir
febrero. Satisfecho quizá de su excursión, o temiendo más bien otras
resultas, no se detuvo allí muchos días, dejando solamente alguna
fuerza y un gobernador con extensas facultades. Pero la autoridad del
francés redújose pronto a estrechos límites, ciñéndola a la ciudad la
insurrección de los serranos. Acaudillaron a estos varias cabezas,
siendo uno de los que más promovieron el alzamiento Don Andrés Ortiz
de Zárate, que los naturales denominaron el Pastor.

El consejo de regencia, por su lado, envió de comandante al campo de
San Roque, cuyas líneas enfrente de Gibraltar se habían destruido,
de acuerdo con el gobernador inglés Campbell, a Don Adrián Jácome,
con encargo de recoger dispersos y de soplar el fuego en la serranía.
Hombre Jácome pacato e irresoluto, de poco sirvió a la buena causa.
Afortunadamente los serranos, siguiendo los ímpetus de su propio
instinto, solían a veces obrar con más acierto que algunos jefes que
presumían de entendidos.

Al ánimo de aquellos debiose en breve que el levantamiento tomase tal
vuelo que ya el 12 de marzo se presentaron numerosas bandas delante de
Ronda, capitaneadas por Don Francisco González. Los franceses, viendo
el tropel de gente que venía sobre ellos, evacuaron de noche la ciudad
y se retiraron a Campillos. Penetraron luego los paisanos por las
calles de Ronda, y comenzó gran desorden, y aun hubo pillaje y otros
destrozos. Contuviéronlos algún tanto patriotas de influjo que llegaron
oportunamente.

A poco se reforzaron también los enemigos con tropa que llevó de
Málaga el general Peyremont, y el 21 recobraron a Ronda. No permaneció
allí largo tiempo dicho general, pues entrada en su ausencia por
los paisanos la ciudad de Málaga, tuvo que volar a su socorro. La
guerra continuó por toda la sierra sin que los franceses pudiesen
solos dar un paso, y no transcurriendo día en que sus puestos no
fuesen inquietados. Formose en Jimena una junta, y nombró el gobierno
comandante del distrito a Don José Serrano Valdenebro, bajo la
inspección de Don Adrián Jácome. Creciendo los jefes, crecieron los
celos y las competencias, y se suscitaron trastornos y mudanzas.

[Sidenote: D. José Romero: acción notable.]

Por tristes que fuesen tales ocurrencias, inevitables en guerra de esta
clase, no por eso se cedía en la lucha, llevando a cumplido remate
proezas que recuerdan las del tiempo de la caballería. Fue una de las
más memorables la que avino en Montellano, pueblo de 4000 habitantes
inmediato a la sierra. Era alcalde Don José Romero, y ya el 14 de
abril, al frente del vecindario, había repelido de sus calles a 300
franceses. Tornaron estos el 22, reforzados con otros 1000, para vengar
la primera afrenta. Encontraron a su paso obstáculos en Grazalema;
pero llegando al fin a Montellano tuvieron allí que vencer la braveza
de los moradores, lidiando con ellos de casa en casa. Impacientados
los franceses de tamaña obstinación recurrieron al espantoso medio de
incendiar el pueblo. Redujéronle casi todo él a pavesas, excepto el
campanario, en que se defendían unos cuantos paisanos, y la casa de
Romero. Este varón tan esforzado como Villandrando, haciendo de sus
hogares formidable palenque y ayudado de su mujer y sus hijos, continuó
por mucho tiempo con terrible puntería causando fiero estrago en los
enemigos, y tal que, no atreviéndose ya estos a acercarse, resolvieron
derribar a cañonazos paredes para ellos tan fatales. Grande entonces
el aprieto de Romero, inevitable fuera su ruina si no le salvara de
ella la repentina retirada de los franceses, que se alejaron temerosos
de gente que acudía de Puerto Serrano y otras partes. Libre Romero,
a duras penas pudo arrancársele de los escombros de Montellano,
respondiendo a las instancias que se le hacían: «Alcalde de esta villa,
este es mi puesto.»

[Sidenote: Tarifa.]

Imitaban al mismo tiempo en Tarifa la conducta de los serranos. No
habían los enemigos ocupado antes esta plaza, situada en el extremo
meridional de España, contentándose con sacar de ella raciones en
una ocasión en que se aproximaron a sus muros. Pudieran entonces
haberla fácilmente tomado, pero no juzgaron prudente exponerse a ello
sin mayores fuerzas. Los españoles después aumentaron los medios de
defensa, y aun vinieron en su ayuda algunos ingleses mandados por el
mayor Brown. Ignorábanlo los franceses, y el 21 de abril intentaron
entrar la plaza de rebate. Salioles mal la empresa, rechazados con
pérdida por el paisanaje y sus aliados.

Vemos así cuánto distraían a los franceses las conmociones e incesante
guerrear de los puntos más inmediatos a Cádiz. Tampoco se los dejaba
tranquilos en otros más distantes de las mismas Andalucías, ya por la
parte de Murcia, en que permanecía el ejército del centro, ya por la de
Extremadura, en que estaba el de la izquierda.

[Sidenote: Ejército del centro en Murcia.]

Puesto aquel a últimos de enero, según queda referido, bajo las órdenes
del general Blake, fue creciendo y disciplinándose en cuanto las
circunstancias lo permitían, y fomentó con su presencia partidas que
se levantaron en las montañas del lado de Cazorla y Úbeda, y en las
Alpujarras.

A principios de marzo, Don Joaquín Blake, con motivo de la entrada
de Suchet en el reino de Valencia, moviose hacia aquella parte; mas,
enterado luego de la retirada de los franceses, retrocedió a sus
cuarteles, volviendo a unirse al general Freire, a quien con alguna
tropa había dejado en la frontera de Granada. Entonces fue cuando Blake
recibió la orden de pasar a la Isla, quedando en ausencia suya Don
Manuel Freire al frente del ejército, cuya fuerza constaba de 12.000
infantes y cerca de 2000 caballos, con 14 piezas de artillería.

[Sidenote: Correría de Sebastiani en aquel reino.]

Hizo a poco una correría la vuelta de aquel punto el general Sebastiani,
acompañado de 8000 hombres. Enderezose por Baza a Lorca, y Freire se
replegó sobre Alicante, metiendo en Cartagena la 3.ª división de su
ejército al mando de Don Pedro Otedo. Los franceses se adelantaron sin
oposición, y el 23 de abril se posesionaron de la ciudad de Murcia,
siendo aquella la vez primera que pisaban su suelo. Los vecinos de más
cuenta y las autoridades se habían ausentado la víspera. Sebastiani
anunció a su entrada que se respetarían las personas y las propiedades;
pero no se conformó su porte con tan solemnes promesas.

[Sidenote: Su conducta.]

En la mañana del 24 fue a la catedral, y después de mandar que se
llevase preso a un canónigo revestido con su traje de coro, hizo que se
interrumpiesen los divinos oficios, obligando al cabildo eclesiástico
a que inmediatamente se le presentase en el palacio episcopal.
Provenía su enojo de que no se le hubiese cumplimentado al presentarse
en la iglesia. Maltrató de palabra a los canónigos, y ordenó que en
el término de dos horas le entregasen todos sus fondos. Pidiéndole el
cabildo que por lo menos alargase el plazo a cuatro horas, respondió
altaneramente: «Un conquistador no deshace lo que una vez manda.»

Con no menos despego y altivez trató Sebastiani a los individuos de
un ayuntamiento que se había formado interinamente. Reprendioles por
no haberle recibido con salvas de artillería y repique de campanas,
imponiendo al vecindario en castigo 100.000 duros, suma que a muchos
ruegos rebajó a la mitad. Tomaron además el general francés y los
suyos, no contando las raciones y otros suministros, todo el dinero de
los establecimientos públicos, y la plata y alhajas de los conventos,
sin que se libertasen del saqueo varias casas principales.

[Sidenote: Evacúalo.]

Esta correría ejecutada, al parecer, más bien con intento de esquilmar
el reino de Murcia, aún intacto de la rapacidad enemiga, que de
afianzar el imperio del intruso, fue muy pasajera. El 26 del mismo
abril ya todos los franceses habían evacuado la ciudad, y bien les
vino, empezando a reinar grande efervescencia en la huerta y contornos.
Idos los invasores, se ensañaron los paisanos en las personas y
haciendas de los que graduaron de afectos a los enemigos, y mataron
al corregidor interino Don Joaquín Elgueta, el cual había también
corrido gran peligro de parte de los franceses queriendo amparar a los
vecinos. ¡Triste y no merecida suerte! Mejor hubieran los murcianos
empleado sus puños en defenderse contra el común enemigo que haberse
manchado con la sangre inocente de sus conciudadanos.

[Sidenote: Partidas de Cazorla y de las Alpujarras.]

Envió después Freire la caballería y algunos infantes a la frontera
de Granada, quedándose él en Elche. Con tal apoyo, volvieron a
fomentarse las partidas por el lado de Cazorla, y por el opuesto de
las Alpujarras, y hubo muchos reencuentros entre ellas y cuerpos
destacados del enemigo, compuestos de 200 a 400 hombres. La conducta
de algunas tropas francesas contribuía también no poco a la irritación
de los habitantes, habiéndose mostrado feroces en Vélez Rubio y otros
pueblos, por lo que los vecinos defendían sus hogares de consuno,
tocando a rebato y a manera de leones bravos. En las Alpujarras,
ásperas pero deliciosas sierras, y en cuyas vertientes a la mar se dan
las producciones del trópico, señaláronse varios partidarios como Mena,
Villalobos, García y otros, aspirando los moradores, como ya en su
tiempo decía Mármol, a que se les tuviese por invencibles.

[Sidenote: Extremadura: ejército de la izquierda.]

Andaba también a veces la guerra bastante viva en la parte de las
Andalucías que linda con Extremadura. La junta de Badajoz, luego que
Mortier se retiró el 12 de febrero de enfrente de la plaza, puso gran
conato en derramar guerrillas hacia el reino de Sevilla y riberas del
Tajo. Caminó luego hacia las del Guadiana desde San Martín de Trevejo
el ejército de la izquierda, excepto la división de La Carrera, que
quedó apostada para impedir las comunicaciones entre Extremadura y
el país allende la Sierra de Baños. Este ejército, unido a la fuerza
que había en Badajoz, constaba de unos 26.000 infantes y de más de
2000 hombres de caballería, la mitad desmontados. [Sidenote: Romana.]
El marqués de la Romana le distribuyó colocando en su izquierda
cerca de Castelo de Vide y en Alburquerque, dos divisiones al mando
de Don Gabriel de Mendizábal y de Don Carlos O’Donnell [hermano de
Don Enrique] una, y su cuartel general en Badajoz mismo, y otras dos
a su derecha en Olivenza y camino de Monesterio, a las órdenes de los
generales Ballesteros [Sidenote: Ballesteros.] y Senén de Contreras.
Servía de arrimo al ejército de Romana, además de Badajoz, la plaza de
Elvas y otras no tan importantes que guarnecen ambas fronteras española
y portuguesa, en donde también había una división aliada que regía el
general Hill. Se trabaron así de ambas partes continuos choques, ya
que no batallas, y en algunos sostuvieron los españoles con ventaja
la gloria de nuestras armas. Ballesteros, por la derecha, fue quien más
lidió, siendo notables los combates de 25 y 26 de marzo en Santa Olalla
y el Ronquillo, los del 15 de abril y 26 de mayo en Zalamea y Aracena,
junto con los de Burguillos y Monesterio que se dieron al finalizar
junio, todos contra las tropas del mariscal Mortier. Era el principal
campo de Ballesteros y su acogida el país montuoso que se eleva entre
Extremadura, Portugal y reino de Sevilla, desde donde igualmente se
daba la mano con los españoles del condado de Niebla. Sus servicios
fueron dignos de loa, si bien a veces ponderaba sobradamente sus
hechos.

[Sidenote: Don Carlos O’Donnell.]

Don Carlos O’Donnell no dejaba tampoco de hostigar al enemigo por el
lado izquierdo. Tenía allí que habérselas con el 2.º cuerpo, a cargo
del general Reynier, quien, en principios de marzo, viniendo del
Tajo, sentó sus reales en Mérida. [Sidenote: Varias refriegas.] Se
escaramuzó con frecuencia entre unos y otros, y Reynier también hacía
correrías contra las demás divisiones españolas, formalizándose en
ocasiones las refriegas. Tal fue la que se trabó en 5 de julio entre él
y los jefes Imaz y Morillo, en Jerez de los Caballeros: los españoles
se defendieron desde por la mañana hasta la caída de la tarde, y se
retiraron con orden cediendo solo al número. Permaneció Reynier en
aquellas partes hasta el 12 de julio, en cuyo tiempo repasó el Tajo
aproximándose a los cuerpos de su nación que iban a emprender, camino
de Ciudad Rodrigo, la conquista de Portugal. Observole en su marcha,
moviéndose paralelamente, la división del general Hill.

Siguió haciendo siempre la guerra en el mediodía de Extremadura el
cuerpo del mariscal Mortier; mas este jefe, disgustado con Soult,
anhelaba por alejarse, y aun pidió licencia para volver a Francia.

[Sidenote: Decreto de Soult de 9 de mayo.]

Molestaba la pertinaz resistencia de los españoles al mariscal Soult en
tanto grado que con nombre de reglamento dio el 9 de mayo un decreto
ajeno de naciones cultas. En su contexto notábase, entre otras bárbaras
disposiciones, una que se aventajaba a todas concebida en estos
términos: «No hay ningún ejército español, fuera del de S. M. C. Don
José Napoleón; así, todas las partidas que existan en las provincias,
cualquiera que sea su número, y sea quien fuere su comandante, serán
tratadas como reuniones de bandidos... Todos los individuos de estas
compañías que se cogieren con las armas en la mano, serán al punto
juzgados por el preboste y fusilados; sus cadáveres quedarán expuestos
en los caminos públicos.»

Así quería tratar el mariscal Soult a generales y oficiales, así a
soldados, cuyos pechos quizá estaban cubiertos de honrosas cicatrices,
así a los que vencieron en Bailén y Tamames, confundiéndolos con
forajidos. La regencia del reino tardó algún tiempo en darse por
entendida de tan feroz decreto con la esperanza de que nunca se
llevaría a efecto. [Sidenote: Otro en respuesta de la regencia de
España.] Pero, víctimas de él algunos españoles, publicó al fin en
contraposición otro en 15 de agosto, expresando que por cada español
que así pereciese, se ahorcarían tres franceses; y que «mientras
el duque de Dalmacia no reformase su sanguinario decreto... sería
considerado personalmente como indigno de la protección del derecho
de gentes, y tratado como un bandido si cayese en poder de las tropas
españolas.» Dolorosa y terrible represalia, pero que contuvo al
mariscal Soult en su desacordado enojo.

[Sidenote: Decreto de Napoleón sobre gobiernos militares.]

Entibiaban tales providencias las voluntades aun de los más afectos
al gobierno intruso, coadyuvando también a ello en gran manera los
yerros que Napoleón prosiguió cometiendo en su aciaga empresa contra
la península. De los mayores, por aquel tiempo, fue un decreto que
dio en 8 de febrero,[*] [Sidenote: (* Ap. n. 11-5.)] según el cual
se establecían en varias provincias de España gobiernos militares.
Encubríase el verdadero intento so capa de que, careciendo de energía
la administración de José, era preciso emplear un medio directo
para sacar los recursos del país, y evitar así la ruina del erario
de Francia, exhausto con las enormes sumas que costaba el ejército
de España. Todos, empero, columbraron en semejante resolución el
pensamiento de incorporar al imperio francés las provincias de la
orilla izquierda del Ebro, y aun otras si las circunstancias lo
permitiesen.

El tenor mismo del decreto lo daba casi a entender. Cataluña, Aragón,
Navarra y Vizcaya se ponían bajo el gobierno de los generales
franceses, los cuales, entendiéndose solo para las operaciones
militares con el estado mayor del ejército de España, debían «en cuanto
a la administración interior y policía, rentas, justicia, nombramiento
de empleados y todo género de reglamentos, entenderse con el emperador
por medio del príncipe de Neufchatel, mayor general.» Igualmente los
productos y rentas ordinarias y extraordinarias de todas las provincias
de Castilla la Vieja, reino de León y Asturias, se destinaban a la
manutención y sueldos de las tropas francesas, previniéndose que con
sus entradas hubiera bastante para cubrir dichas atenciones.

[Sidenote: Une a su imperio los Estados Pontificios y la Holanda.]

Ya que tales providencias no hubiesen por sí mostrado a las claras
el objeto de Napoleón, los procedimientos de este a la propia sazón
respecto de otras naciones de Europa, probaban con evidencia que
su ambición no conocía límites. Los estados del papa, en virtud de
un senado-consulto, se unieron a la Francia, declarando a Roma
segunda ciudad del imperio, y dando el título de rey suyo al que
fuese heredero imperial. Debían además los emperadores franceses
coronarse en adelante en la iglesia de San Pedro, después de haberlo
sido en la de _Notre Dame_ de París. El senado-consulto, ostentoso
en sus términos, anunciaba el renacimiento del imperio de occidente,
y decía: «mil años después de Carlomagno se acuñará una medalla con
la inscripción _Renovatio imperii_.» Agregose también a la Francia
en este año la Holanda, aunque regida por un hermano de Napoleón, y
ocupó su territorio un ejército francés, imaginando el emperador, en
su desvarío, pues no merece otro nombre, que países tan diversos en
idioma y costumbres, tan distantes unos de otros, y cuya voluntad no
era consultada para tan monstruosa asociación, pudieran largo tiempo
permanecer unidos a un imperio cimentado solo en la vida de un hombre.

En España, muy en breve se empezaron a sentir las consecuencias del
establecimiento de los gobiernos militares. Procuró ocultar aquella
medida, en tanto que pudo, el gabinete de José, conociendo su mal
influjo. Los generales franceses, aun en las provincias no comprendidas
en el decreto, «dispusieron luego a su arbitrio [*] [Sidenote: (* Ap.
n. 11-6.)] [como afirman Azanza y Ofarrill], o sin otra dependencia
directa que la del emperador, de todos los recursos del país. Por
consecuencia de esto, las facultades del rey José [añaden los mismos]
fueron disminuyendo hasta quedarse en una mera sombra de autoridad.»

[Sidenote: Inútil embajada a París de Azanza.]

Sumamente incomodó a José la inoportuna y arbitraria resolución de
su hermano, concebida en menoscabo de su poder y aun en desprecio de
su persona. Trastornáronse también los ánimos de los españoles, sus
adherentes, quienes además de ver en tal desacuerdo la prolongación de
la guerra, dolíanse de que España pudiese como nación desaparecer de
la lista de las de Europa. Porque entre los de este bando, no obstante
sus compromisos, conservaban muchos el noble deseo de que su patria se
mantuviese intacta y floreciente.

Menester pues era que por parte de ellos se pusiese gran conato en que
el emperador revocase su decreto. Creyeron así oportuno enviar a París
una persona escogida y de toda confianza, y nadie les pareció más al
caso que Don Miguel José de Azanza, conocido de Napoleón ya en Bayona,
y ministro de genio suave y de índole conciliadora.[*] [Sidenote: (*
Ap. n. 11-7.)] Hemos leído la correspondencia que con este motivo
siguió Azanza; y nada mejor que ella prueba el desdén y desprecio con
que trataba al de Madrid el gabinete de Francia.

En principios de mayo llegó a París como embajador extraordinario
el mencionado Don Miguel. Tardó en presentar sus credenciales, y a
mediados de junio de vuelta ya Napoleón desde 1.º del mes de un viaje
a la Bélgica, no había aún tenido el ministro español ocasión de ver
al emperador más que una vez cuando le presentaron. Pasados algunos
días mirábase Azanza como muy dichoso solo porque _ya le hablaban_
[*] [Sidenote: (* Ap. n. 11-8.)] [son sus palabras]. Satisfacción
poco duradera y de ninguna resulta. Prolongó su estancia en París
hasta octubre, y nada logró, como tampoco el marqués de Almenara que
de Madrid corrió en su auxilio por el mes de agosto. Hubo momentos en
que ambos vivieron muy esperanzados; hubo otros en que por lo menos
creyeron que se daría a España en trueque de las provincias del Ebro
el reino de Portugal: ilusiones que al fin se desvanecieron diciendo
Azanza al rey José en uno de sus últimos oficios [24 de septiembre]:[*]
[Sidenote: (* Ap. n. 11-9.)] «El duque de Cadore [Champagny], en una
conferencia que tuvimos el miércoles, nos dijo expresamente que el
emperador exigía la cesión de las provincias de más acá del Ebro por
indemnización de lo que la Francia ha gastado y gastará en gente y
dinero para la conquista de España. No se trata de darnos a Portugal en
compensación. El emperador no se contenta con retener las provincias de
más acá del Ebro, quiere que le sean cedidas.»

Fuéronse, por lo mismo, estas organizando a la manera de Francia
en cuanto permitían las vicisitudes de la guerra, y cierto que la
providencia de su incorporación al imperio se hubiera mantenido
inalterable si las armas no hubieran trastrocado los designios de
Napoleón. Suerte aquella fácil de prever después de los acontecimientos
de Bayona en 1808, según los cuales, y atendiendo a la ambición y
poderío del emperador de los franceses, necesariamente el gobierno
de José, privado de voluntad propia, tenía que sujetarse a fatal
servidumbre de nación extraña.

[Sidenote: Tentativa para libertar al rey Fernando. (* Ap. n. 11-10.)]

En una de las primeras cartas de la citada correspondencia [*] de Don
Miguel de Azanza, háblase de un suceso que por entonces hizo gran ruido
en Francia, y cuyo relato también es de nuestra incumbencia. Fue pues
una tentativa hecha en vano para que pudiese el rey Fernando escaparse
de Valençay. Habíanse propuesto varios de estos planes al gobierno
español, los cuales no adoptó este por inasequibles, o por lo menos no
tuvieron resulta. En la actual ocasión, tomó origen semejante proyecto
en el gabinete británico, siendo móvil y principal actor el barón de
Kolly, empleado ya antes en otras comisiones secretas. Muchos han
tenido a este por irlandés, y así lo declaró él mismo; pero el general
Savary, bien enterado de tales negocios, nos ha asegurado que era
francés y de la Borgoña.

[Sidenote: Barón de Kolly.]

Kolly pasó a Inglaterra para ponerse de acuerdo con aquel ministerio,
del que era individuo el marqués de Wellesley, después de su vuelta de
España. Diéronsele a Kolly los medios necesarios para el logro de su
empresa y papeles que acreditasen su persona y comprobasen la veracidad
de sus asertos. Desembarcó en la bahía de Quiberon, acercándose también
a la costa una escuadrilla inglesa destinada a tomar a su bordo a
Fernando. En seguida partió Kolly a París para dar comienzo a la
ejecución de su plan, de difícil éxito, ya por la extrema vigilancia
del gobierno francés, ya por el poco ánimo que para evadirse tenían el
rey y los infantes.

[Sidenote: Vida de los príncipes en Valençay.]

No hemos hablado de aquellos príncipes después de su confinamiento
en Valençay. Su estancia no había hasta ahora ofrecido hecho alguno
notable. Apenas en su vida diaria se habían desviado de la monótona y
triste que llevaban en la corte de España. Divertíanse a veces en obras
de manos, particularmente el infante Don Antonio, muy aficionado a las
de torno, y de cuando en cuando la princesa de Talleyrand los distraía
con saraos u otros entretenimientos. No les agradaba mucho la lectura y
como en la biblioteca del palacio se veían libros que, en el concepto
del citado infante, eran peligrosos, permanecía este continuamente en
acecho para impedir que sus sobrinos entrasen en aposentos henchidos a
su entender de oculta ponzoña. Así nos lo ha contado el mismo príncipe
de Talleyrand. Salían poco del circuito del palacio y las más veces
en coche, llegando a punto la desconfianza de la policía francesa que,
con tretas indignas de todo gobierno, casi siempre les estorbaba el
ejercicio de a caballo.

La familia que los acompañó en su destierro antes de cumplirse el
año fue separada de su lado, y confinados algunos de sus individuos
a varias ciudades de Francia, entre ellos el duque de San Carlos y
Escóiquiz. Quedó solo Don Juan Amézaga, pariente del último, hombre
con apariencias de honrado, de ocultos manejos, y harto villano para
hacerse confidente y espía de la policía francesa.

[Sidenote: Préndese a Kolly.]

En tal situación y con tantas trabas, dificultoso era acercarse a los
príncipes sin ser descubierto, y más que todo llevar a feliz término el
proyecto mencionado. Ni tanto se necesitó para que se malograse. Kolly,
a pocos días de llegar a París, fue preso, habiendo sido vendido por
un pseudo-realista, y por un tal Richard, de quien se había fiado.
Metiéronle en Vincennes el 24 de marzo, y no tardó en tener un coloquio
con Fouché, ministro de la policía general. Admirábase este de que
hombres de buen seso hubiesen emprendido semejante tentativa, imposible
[decía] de realizarse, no solo por las dificultades que en sí misma
ofrecía, sino también porque Fernando no hubiera consentido en su fuga.

[Sidenote: Insidiosa conducta de la policía francesa.]

Sin embargo, aunque estuviese de ello bien persuadida la policía
francesa, quisieron sus empleados asegurarse aún más, ya fuera para
sondear el ánimo de los príncipes, o ya quizá para tener motivo de
tomar con sus personas alguna medida rigurosa. En consecuencia, se
propuso a Kolly el ir a Valençay y hablar a Fernando de su proyecto,
dorando la policía lo infame de tal comisión con el pretexto de que
así se desengañaría Kolly, y vería cuál era la verdadera voluntad del
príncipe. Prometiósele en recompensa la vida y asegurar la suerte de
sus hijos. Desechó honradamente Kolly propuesta tan insidiosa e inicua,
y de resultas volviéronle a Vincennes donde continuó encerrado hasta la
caída de Napoleón, siendo de admirar no pasase más allá su castigo.

La policía, no obstante la repulsa del barón, no desistió de su
intento, y queriendo probar fortuna, envió a Valençay al bellaco de
Richard, haciéndole pasar por el mismo Kolly. Abocose primero en 6 de
abril con Amézaga el disfrazado espía; mas los príncipes, rehusando dar
oídos a la proposición, denunciaron a Richard, como emisario inglés,
al gobernador de Valençay Mr. Berthemy, ora porque en realidad no se
atrevieran a arrostrar los peligros de la huida, ora más bien porque
sospecharan ser Richard un echadizo de la policía. Terminose aquí
este negocio, en el que no se sabe si fue más de maravillar la osadía
de Kolly, o la confianza del gobierno inglés en que saliera bien una
empresa rodeada de tantas dificultades y escollos.

[Sidenote: Cartas de Fernando.]

Publicose en el _Monitor_, con la mira sin duda de desacreditar a
Fernando, una relación del hecho acompañada de documentos, y antes en
el mismo año se habían ya publicado otros, de que insertamos parte en
un apéndice de los libros anteriores. Entre aquellos de que aún no
hemos hablado, pareció notable una carta [Sidenote: (* Ap. n. 11-11.)]
que Fernando había escrito a Napoleón en 6 de agosto de 1809,[*]
felicitándole por sus victorias. Notable también fue otra de 4 de
abril de 1810,[*] [Sidenote: (* Ap. n. 11-12.)] del mismo príncipe a
Mr. Berthemy, en que decía: «lo que ahora ocupa mi atención es para
mí un objeto del mayor interés. Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo
de S. M. el emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta
adopción que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por
mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y
entera obediencia a sus intenciones y deseos.» No se esparcían mucho
por España estos papeles, y aun los que los leían considerábanlos como
pérfido invento de Napoleón. A no ser así, ¡qué terrible contraste
no hubiera resaltado entre la conducta del rey, y el heroísmo de la
nación!



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO DUODÉCIMO.


_Ejército francés que se destina a Portugal. Mariscal Massena, general
en jefe. — Sitio de Ciudad Rodrigo. — Herrasti, su gobernador. —
Situación de Wellington. — Don Julián Sánchez. — Capitula la plaza. —
Gloriosa defensa. — Clamores contra los ingleses por no haber socorrido
la plaza. — Excursión de los franceses hacia Astorga y Alcañices. —
Toman la Puebla de Sanabria. — La pierden. — La ocupan de nuevo. —
Campaña de Portugal. — Estado de este reino y de su gobierno. — Plan de
Lord Wellington. — Fuerza que mandaba. — Subsidios que da Inglaterra.
— Posición de Wellington. Devastación del país. — Líneas de Torres
Vedras. — Dicho de Wellington a Álava. — Preparativos y fuerza de
los franceses. — Escaramuzas. Fuerte de la Concepción. — Combate
del Coa. — Sitio de Almeida. — Vuélase. — Capitula. — Proscripciones
y prisiones en Lisboa. — Temores de los ingleses. — Repliégase
Wellington. — Dificultades que tiene Massena. — Aguíjale Napoleón.
— Empieza Massena la invasión. — Posición de Wellington y medidas
que toma. — Descripción del valle de Mondego. — Distribución de los
cuerpos de Massena. — Muévese sobre Celórico y Viseo. — Entran sus
avanzadas en Viseo. — Continúa Wellington su retirada. — Ataca Trant
la artillería y equipajes franceses. — Detiénese Wellington en Buçaco.
— Acción de Buçaco. — Cruza Massena la sierra de Caramula. — Los
franceses en Coimbra. — Condeixa. — Desórdenes en el ejército inglés.
— Sorprende Trant a los franceses de Coimbra. — Alcoentre. — Alenquer.
— Los ingleses en las líneas. — Massena no las ataca. — Formidable
fuerza y posición de Wellington. — Únesele con dos divisiones Romana.
— Moléstase también al enemigo fuera de las líneas. — Don Carlos de
España. — Situación crítica de los franceses. — Galicia. — Asturias.
— Expediciones de Porlier por la costa. — Extremadura. — Refriega en
Cantaelgallo. — En Fuente de Cantos. — Expedición de Lacy a Ronda. — Al
condado de Niebla. — Situación de esta comarca. — Operaciones en Cádiz.
— Fuerza sutil de los enemigos. — Fuerzas de los aliados en Cádiz y la
Isla. — Blake en Murcia. — Sebastiani se dirige a Murcia. — Medidas
que toma Blake. — Se retira Sebastiani. — Insurrecciones en el reino
de Granada. — Expedición contra Fuengirola y Málaga. — Avanza Blake a
Granada. — Acción de Baza, 3 de noviembre. — Provincias de Levante. —
Valencia. — Choques en Morella y Albocácer. — Avanza Caro y se retira.
— Caro huye de Valencia. — Le sucede Bassecourt. — Cataluña. — Su
congreso. — O’Donnell. — Macdonald. — Convoyes que lleva a Barcelona. —
Ejército español de Cataluña. — Intenta Suchet sitiar a Tortosa. — Sus
disposiciones. — Salidas de la plaza y combates parciales. — Adelanta
Macdonald a Tarragona. — Se retira. — Dificultades con que tropieza. —
Avístase en Lérida con Suchet. — Macdonald incomodado siempre por los
españoles. — Sorpresa gloriosa de La Bisbal. — Y de varios puntos de
la costa. — Guerra en el Ampurdán. — Eroles manda allí. — Campoverde
en Cardona. — Otro convoy para Barcelona. — No adelantan los enemigos
en el sitio de Tortosa. — Convoyes que van allí de Mequinenza. — Los
atacan los españoles. — Carvajal en Aragón. — Villacampa infatigable
en guerrear. — Andorra. — Las Cuevas. — Alventosa. — Combate de la
Fuensanta. — Nuevos convoyes para Tortosa. — Combates parciales. —
Los españoles desalojados de Falset. — Movimiento de Bassecourt. —
Acción de Ulldecona. — Macdonald socorre a Barcelona y se acerca a
Tortosa. — Formaliza el sitio Suchet. — Deja O’Donnell el mando. —
Partidas en lo interior de España. — En Andalucía. — En Castilla la
Nueva. — En Castilla la Vieja. — Santander y provincias Vascongadas.
— Expedición de Renovales a la costa Cantábrica. — Navarra. Espoz y
Mina. — Cortes. — Remisa la regencia en convocarlas. — Clamor general
por ellas. — Las piden diputados de las juntas de provincia. — Decreto
de convocación. — Júbilo general en la nación. — Dudas de la regencia
sobre convocar una segunda cámara. — Costumbre antigua. — Opinión común
en la nación. — Consulta la regencia al consejo reunido. — Respuesta
de este. — Voto particular. — Consulta del consejo de estado. — No se
convoca segunda cámara. — Modo de elección. — El antiguo de España. —
Poderes que se dan a los diputados. — Llámanse a las cortes diputados
de las provincias de América y Asia. — Elección de suplentes. — Opinión
sobre esto en Cádiz. — Parte que toma la mocedad. — Enojo de los
enemigos de reformas. — Número que acude a las elecciones. — Temores
de la regencia. — Restablece todos los consejos. — Quiere el consejo
real intervenir en las cortes. — No lo consigue. — Señálase el 24 de
septiembre para la instalación de cortes. — Comisión de poderes. —
Congojosa esperanza de los ánimos._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO DUODÉCIMO.


[Sidenote: Ejército francés que se destina a Portugal: mariscal Massena
general en jefe.]

Proseguían los franceses en su intento de invadir el reino de Portugal
y de arrojar de allí al ejército inglés, operación no menos importante
que la de apoderarse de las Andalucías, y de más dificultosa ejecución,
teniendo que lidiar con tropas bien disciplinadas, abundantemente
provistas y amparadas de obstáculos que a porfía les prestaban la
naturaleza y el arte. Destinaron los franceses para su empresa los
cuerpos 6.º y 8.º, ya en Castilla, y el 2.º, que luego se les juntó
yendo de Extremadura. Formaban los tres un total de 66.000 infantes y
unos 6000 caballos. Nombrose para el mando en jefe al duque de Rívoli,
el célebre mariscal Massena.

Antes de pisar el territorio portugués, forzoso les era a los franceses
no solo asegurar algún tanto su derecha, como ya lo habían practicado
metiéndose en Asturias y ocupando a Astorga, sino también enseñorearse
de las plazas colocadas por su frente. [Sidenote: Sitio de Ciudad
Rodrigo.] Ofrecíase la primera a su encuentro Ciudad Rodrigo, la cual,
después de varios reconocimientos anteriores y de haber hecho a su
gobernador inútiles intimaciones, embistieron de firme en los últimos
días del mes de abril.

A la derecha del Águeda y en paraje elevado, apenas se puede contar
a Ciudad Rodrigo entre las plazas de tercer orden. Circuida de un
muro alto antiguo y de una falsabraga, domínala al norte, y distante
unas 290 toesas, el teso llamado de San Francisco, habiendo entre
este y la ciudad otro más bajo con nombre del Calvario. Cuéntanse dos
arrabales, el del Puente, al otro lado del río, y el de San Francisco,
bastante extenso, y el cual, colocado al nordeste, fue protegido con
atrincheramientos; se fortalecieron, además, en su derredor varios
edificios y conventos como el de Santo Domingo, y también el que se
apellida de San Francisco. Otro tanto se practicó en el de Santa Cruz,
situado al noroeste de la ciudad, y por la parte del río se levantaron
estacadas y se abrieron cortaduras y pozos de lobo. Despejáronse los
aproches de la plaza y se construyeron algunas otras obras. Se carecía
de almacenes y de edificios a prueba de bomba, por lo que hubo de
cargarse la bóveda de la torre de la catedral y depositar allí y en
varias bodegas la pólvora, como sitios más resguardados. La población
constaba entonces de unos 5000 habitantes, y ascendía la guarnición
a 5498 hombres, incluso el cuerpo de urbanos. Se metió también en la
plaza, con 240 jinetes, Don Julián Sánchez, e hizo el servicio de
salidas. [Sidenote: Herrasti, su gobernador.] Era gobernador Don Andrés
Pérez de Herrasti, militar antiguo, de venerable aspecto, honrado y de
gran bizarría, natural de Granada, como Álvarez el de Gerona, y que
así como él, había comenzado la carrera de las armas en el cuerpo de
Guardias españolas.

[Sidenote: Situación de Wellington.]

Confiaban también los defensores de Ciudad Rodrigo en el apoyo que
les daría Lord Wellington, cuyo cuartel general estaba en Viseo y se
adelantó después a Celórico. Su vanguardia, a las órdenes del general
Craufurd, se alojaba entre el Águeda y el Coa, y el 19 de marzo,
en Barba del Puerco, hubo, entre cuatro compañías suyas y unos 600
franceses que cruzaron el puente de San Felices, un reñido choque, en
el que, si bien sorprendidos al principio los aliados, obligaron, no
obstante, en seguida a los enemigos a replegarse a sus puestos. Uniose
en mayo a la vanguardia inglesa la división española de Don Martín de
la Carrera, apostada antes hacia San Martín de Trevejo.

Viniendo sobre Ciudad Rodrigo, apareciéronse los franceses el 25 de
abril vía de Valdecarros, y establecieron sus estancias desde el cerro
de Matahijos hasta la Casablanca. Descubriéronse igualmente gruesas
partidas por el camino de Zamarra, y continuando en acudir hasta junio
tropas de todos lados, llegáronse a juntar más de 50.000 hombres, que
se componían de los ya nombrados 6.º y 8.º cuerpos y de una reserva
de caballería, que guiaban el mariscal Ney y los generales Junot y
Montbrun. El primero había vuelto de Francia y tomado el mando de su
cuerpo, con la esperanza de ser el jefe de la expedición de Portugal.
Por demás hubiera sido emplear tal enjambre de aguerridos soldados
contra la sola y débil plaza de Ciudad Rodrigo, si no hubiera estado
cerca el ejército anglo-portugués.

Tuvo el 6.º cuerpo el inmediato encargo de ceñir la plaza; situose el
8.º en San Felices y su vecindad, y se extendió la caballería por ambas
orillas del Águeda. Pasose el mes de mayo en escaramuzas y choques,
distinguiéndose varios oficiales, y sobre todos D. Julián Sánchez.
[Sidenote: Don Julián Sánchez.] Maravillose de las buenas disposiciones
y valor de este el comandante de la brigada británica Craufurd, que
desde Gallegos había pasado a Ciudad Rodrigo a conferenciar con el
gobernador. Era el 17 de mayo, y de vuelta a su campo escoltaba al
inglés Sánchez, cuando se agolpó contra ellos un grueso trozo de
enemigos. Juzgaba Craufurd prudente retroceder a la plaza, mas Don
Julián, conociendo el terreno, disuadiole de tal pensamiento, y con
impensado arrojo, acometiendo al enemigo en vez de aguardarle, le
ahuyentó, y llevó salvo a sus cuarteles al general inglés.

Intimaron el 12 de nuevo los franceses la rendición, y Herrasti, sin
leer el pliego, contestó que excusaban cansarse, pues ahora no trataría
sino a balazos.

Los enemigos, después de haber echado dos puentes de comunicación entre
ambas orillas y completado sus aprestos, avivaron los trabajos de sitio
al principiar junio.

El 6 verificaron los cercados una salida, mandada por el valiente
oficial Don Luis Minayo, que causó bastante daño a los franceses,
e hicieron hoyos en las huertas llamadas de Samaniego, en donde
se escondían sus tiradores, incomodando con sus fuegos a nuestras
avanzadas. Continuaron adelantando los franceses sus apostaderos, y a
su abrigo, en la noche del 15 al 16 de junio abrieron la trinchera que
arrancaba en el mencionado teso, y que los enemigos dilataron aunque a
costa de mucha sangre por su derecha y por el frente de la plaza. 400
hombres de las compañías de cazadores y el batallón de voluntarios de
Ávila, capitaneados por el entendido y valeroso oficial Don Antonio
Vicente Fernández, se señalaron en los muchos reencuentros que hubo
sostenidos siempre por nuestra parte con gloria.

Teniendo ya los enemigos el 22 muy adelantadas sus líneas, y de modo
que imposibilitaban el maniobrar de la caballería, resolviose que Don
Julián Sánchez saliese del recinto con sus lanceros y se uniese a Don
Martín de la Carrera. Ejecutose la operación con intrepidez, y el
denodado Sánchez, a la cabeza de los suyos, dirigiéndose a las once de la
noche por la dehesa de Martín Hernando, forzó tres líneas enemigas con
que encontró, y matando y atropellando logró gallardamente su intento.

Acometieron los sitiadores en la noche del 23 el arrabal de San
Francisco y, en especial, los conventos de Santo Domingo y Santa Clara,
pero fueron rechazados. Lo mismo practicaron en el arrabal del Puente,
si bien tuvieron igual o semejante suerte. A la verdad no fueron estos
sino simulados ataques.

Apareció como verdadero el que dieron contra el convento de Santa Cruz,
situado, según queda dicho, al noroeste de la plaza. Cercáronle en efecto
por todos lados, de noche, escalaron las tapias de su frente, y quemando
la puerta principal se metieron en la iglesia, a cuyas paredes aplicaron
camisas embreadas. Pensaron en seguida asaltar el cuerpo del edificio,
en donde se alojaba la tropa que guarnecía el puesto y que constaba
de 100 soldados, a las órdenes de los capitanes Don Ildefonso Prieto y
Don Ángel Castellanos. Los defensores repelieron diversas acometidas,
y habiendo de antemano y con maña practicado una cortadura en la
escalera de subida, al trepar por ella con esfuerzo los granaderos
franceses, quitaron los nuestros unos tablones que cubrían la trampa y
cayeron los acometedores precipitados en lo hondo, en donde perecieron
miserablemente, junto con un brioso oficial que los capitaneaba, el
sable en una mano y en la otra una hacha de viento encendida. Duró la
pelea cerca de tres horas, firmes los españoles, aunque rodeados de
enemigos y casi chamuscados con las llamas que consumían la iglesia
contigua. Recelosos los franceses con lo acaecido en la escalera, no
osaban penetrar dentro, y al fin, fatigados de tal porfía, y expuestos
también al fuego continuo de la plaza, se retiraron, dejando el terreno
bañado en sangre. Honraron a nuestras armas con su defensa las tropas
del convento de Santa Cruz: fue su acción de las más distinguidas de
este sitio.

Ocupados hasta ahora los franceses en los ataques exteriores y en sus
preparativos contra la plaza, molestados asimismo y continuamente por
los sitiados, y prevenidos a veces en sus tentativas, no habían aún
establecido sus baterías de brecha. Atrasó también las operaciones
el haberse retardado la llegada de la artillería gruesa, detenida en
su viaje a causa del tiempo que, lluviosísimo, puso intransitables los
caminos.

Por fin, listos ya los franceses, descubrieron el 25 de junio 7
baterías de brecha coronadas de 46 cañones, morteros y obuses, que
con gran furia empezaron a disparar contra la ciudad balas, bombas y
granadas. Se extendía la línea enemiga desde el teso de San Francisco
hasta el jardín de Samaniego.

Respondió la plaza con no menor braveza, acudiendo en ayuda de la tropa
el vecindario sin distinción de clase, edad ni sexo. Entre las mujeres
sobresalió una del pueblo, de nombre Lorenza, herida dos veces, y hasta
dos ciegos, guiado uno por un perro fiel que le servía de lazarillo,
se emplearon en activos y útiles trabajos, y tan joviales siempre y
risueños entre el silbar y granizar de las balas, que gritaban de
continuo en los parajes más peligrosos: «Ánimo muchachos; viva Fernando
VII, viva Ciudad Rodrigo.»

Los enemigos dirigieron el primer día sus fuegos contra la ciudad para
aterrarla, y empezaron el 26 a batir en brecha el torreón del Rey,
que del todo quedó derribado en la mañana siguiente. Hiciéronles los
españoles, por su parte, grande estrago, bien manejada su artillería,
cuyo jefe era el brigadier Don Francisco Ruiz Gómez.

El 28 intimó de nuevo el mariscal Ney la rendición a la plaza, y
habiendo ya entonces llegado al campo francés el mariscal Massena,
que antes había pasado por Madrid a visitar a José, hízose a su
nombre dicha intimación, honorífica sí, aunque amenazadora. Contestó
dignamente Herrasti diciendo, entre otras cosas: «Después de 49 años
que llevo de servicios, sé las leyes de la guerra y mis deberes
militares... Ciudad Rodrigo no se halla en estado de capitular.»

Sin embargo, imaginándose el oficial parlamentario que parte de la
confianza del gobernador pendía de la esperanza de que le socorriese
Lord Wellington, propúsole entonces de palabra despachar a los reales
ingleses un correo, por cuyo medio se cerciorase de cuál era el intento
del general aliado. Convino Herrasti, mas Ney, sin cumplir lo ofrecido
por su parlamentario, renovó el fuego y adelantó sus trabajos hasta 60
toesas de la plaza.

Descontento el mariscal Massena con el modo adoptado para el ataque,
mejorole y trazó dos ramales nuevos hacia el glacis y enfrente de
la poterna del Rey, rematándolos en la contraescarpa del foso de
la falsabraga. Desde allí socavaron sus soldados unas minas para
volar el terreno y dar proporción más acomodada al pie de la brecha.
Contuviéronlos algún tanto los nuestros, y los ingenieros, bien
dirigidos por el teniente coronel Don Nicolás Verdejo, abrieron una
zanja y practicaron otros oportunos trabajos, contrarrestando al mismo
tiempo la plaza con todo género de proyectiles los esfuerzos de los
enemigos.

En el intermedio, en vano estos habían acometido repetidas veces el
arrabal de San Francisco. Constantemente rechazados, solo le ocuparon
el 3 de julio, en que los nuestros, para reforzar los costados de la
brecha, le habían ya evacuado, excepto el convento de Santo Domingo.

El gobernador, siempre diligente, velaba por todas partes, y el 5
ideó una salida a cargo de los capitanes Don Miguel Guzmán y Don José
Robledo, cuyas resultas fueron gloriosas. Empezaron los nuestros su
acometida por el arrabal del Puente, y después, corriéndose al de San
Francisco por la derecha del convento de Santo Domingo, sorprendieron a
los enemigos, les mataron gente y destruyeron muchos de sus trabajos.

Con esto, enardecidos los españoles, cada día se empeñaban más en la
defensa. Sustentábalos también todavía la esperanza de que viniese a
su socorro el ejército inglés, no pudiendo comprender que los jefes de
este, tan numeroso y tan inmediato, dejasen a sangre fría caer en poder
de los franceses plaza que se sostenía con tan honroso denuedo. Salió
no obstante fallida su cuenta.

Las baterías enemigas crecieron grandemente, y el 8 algunas de ellas
enfilaban ya nuestras obras. La brecha abierta en la falsabraga y en
la muralla alta de la plaza ensanchose hasta 20 toesas, con lo que, y
noticioso el gobernador de que los ingleses, en vez de aproximarse, se
alejaban, resolvió el 10 capitular de acuerdo con todas las autoridades.

[Sidenote: Capitula la plaza.]

A la sazón preparábanse los enemigos a dar el asalto, y tres de sus
soldados arrojadamente se habían ya encaramado para tantear la brecha.
Enarbolada por los nuestros bandera blanca, salió de la plaza un
oficial parlamentario, quien encontrándose con el mariscal Ney, volvió
luego con encargo de este de que se presentase el gobernador en persona
para tratar de la capitulación. Condescendió en ello Herrasti, y Ney,
recibiéndole bien y elogiándole por su defensa, añadió que era excusado
extender por escrito la capitulación, pues desde luego la concedía
amplia y honorífica, quedando la guarnición prisionera de guerra.

El mariscal Ney dio su palabra en fe de que se cumpliría lo pactado, y
según la noticia que del sitio escribió el mismo Herrasti, llevose a
efecto con puntualidad. Fueron sin embargo tratados rigorosamente los
individuos de la junta, porque, encarcelados con ignominia y llevados a
pie a Salamanca, trasladáronlos después a Francia.

En este asedio quedaron de los españoles fuera de combate 1400
soldados; del pueblo, unos 100. Perdieron por lo menos 3000 los
franceses. [Sidenote: Gloriosa defensa.] Massena encomió la defensa,
pintándola como de las más porfiadas. «No hay idea [decía en su
relación] del estado a que está reducida la plaza de Ciudad Rodrigo,
todo yace por tierra y destruido, ni una sola casa ha quedado intacta.»

[Sidenote: Clamores contra los ingleses por no haber socorrido la
plaza.]

Enojó a los españoles el que el ejército inglés no socorriese la plaza.
Lord Wellington había venido allí desde el Guadiana, dispuesto y aun
como comprometido a obligar a los franceses a levantar el sitio. No
podía, en este caso, alegarse la habitual disculpa de que los españoles
no se defendían, o de que estorbaban con sus desvaríos los planes bien
meditados de sus aliados. El marqués de la Romana pasó de Badajoz al
cuartel general de Lord Wellington y unió sus ruegos a los de los
moradores y autoridades de Ciudad Rodrigo, a los del gobierno español
y aun a los de algunos ingleses. Nada bastó. Wellington, resuelto a
no moverse, permaneció en su porfía. Los franceses, aprovechándose de
la coyuntura, procuraron sembrar cizaña, y el _Monitor_ decía: «Los
clamores de los habitantes de Ciudad Rodrigo se oían en el campo de
los ingleses, seis leguas distante, pero estos se mantuvieron sordos.»
Si nosotros imitásemos el ejemplo de ciertos historiadores británicos,
abríasenos ahora ancho campo para corresponder debidamente a las
injustas recriminaciones que con largueza y pasión derraman sobre las
operaciones militares de los españoles. Pero, más imparciales que
ellos, y no tomando otra guía sino la de la verdad, asentaremos, al
contrario, prescindiendo de la vulgar opinión, que Lord Wellington
procedió entonces como prudente capitán, si para que se levantase
el sitio era necesario aventurar una batalla. Sus fuerzas no eran
superiores a las de los franceses, carecían sus soldados de la
movilidad y presteza convenientes para maniobrar al raso y fuera
de posiciones, no teniendo tampoco todavía los portugueses aquella
disciplina y costumbre de pelear que da confianza en el propio valer.
Ganar una batalla pudiera haber salvado a Ciudad Rodrigo, pero no
decidía del éxito de la guerra: perderla destruía del todo el ejército
inglés, facilitaba a los enemigos el avanzar a Lisboa, y dábase a la
causa española un terrible, ya que no un mortal, golpe. Con todo, la
voz pública atronó con sus quejas los oídos del gobierno, calificando,
por lo menos, de tibia indiferencia la conducta de los ingleses. Don
Martín de la Carrera, participando del común enfado, se separó, al
rendirse Ciudad Rodrigo, del ejército aliado y se unió al marqués de la
Romana.

[Sidenote: Excursión de los franceses hacia Astorga y Alcañices.]

Envió en seguida el mariscal Massena algunas fuerzas que arrojasen
allende las montañas al general Mahy, que había avanzado y estrechaba
a Astorga. Retirose el español, y el general Sainte-Croix atacó en
Alcañices a Echevarría, que de intendente se había convertido en
partidario y tenido ya anteriormente reencuentros con los franceses.
Defendiose dicho Echevarría en el pueblo con tenacidad y de casa en
casa. Arrojado, en fin, perdió en su retirada bastante gente que le
acuchilló la caballería enemiga.

[Sidenote: Toman la Puebla de Sanabria.]

Por entonces quisieron también los franceses apoderarse de la Puebla
de Sanabria, que ocupaba con alguna tropa Don Francisco Taboada y Gil.
Aquella villa, solo rodeada de muros de corto espesor y guarecida de
un castillo poco fuerte, ya vimos como la entraron sin tropiezo los
franceses al retirarse de Galicia, habiéndola después evacuado. Su
conquista no les fue ahora más difícil. Taboada la desamparó, de acuerdo
con el general Silveira, que mandaba en Braganza. Enseñoreose por tanto
de ella el general Serras, y creyendo ya segura su posesión, se retiró
con la mayor parte de su gente y solo dejó dentro una corta guarnición.

[Sidenote: La pierden.]

Enterados de su ausencia los generales portugués y español, revolvieron
sobre la Puebla de Sanabria el 3 de agosto, y después de algunas
refriegas y acometidas, la recuperaron en la noche del 9 al 10. Cayó
prisionera la guarnición, compuesta de suizos, a los que se les
prometió embarcarlos en la Coruña bajo condición de que no volverían a
tomar las armas contra los aliados.

[Sidenote: La ocupan de nuevo.]

En breve tornó, y de priesa, en auxilio de la plaza el general Serras,
con 6000 hombres. A su llegada estaba ya rendida, pero Taboada y
Silveira juzgaron prudente abandonarla, no teniendo bastantes fuerzas
para resistir a las superiores de los enemigos. Lleváronse los
prisioneros, y Serras de nuevo se posesionó de la villa y su castillo,
cuya anterior toma, con la pérdida de los suizos, le costaba más de lo
que militarmente valía.

[Sidenote: Campaña de Portugal.]

Comenzó, entre tanto, el mariscal Massena la invasión de Portugal.
Pasaremos a hablar, aunque con rapidez, de acontecimiento de tanta
importancia, refiriendo antes los preparativos y medios de defensa que
allí había, como también la situación de aquel reino.

[Sidenote: Estado de este reino y de su gobierno.]

Después de la evacuación que en el año pasado de 1809 efectuó el
mariscal Soult de las provincias septentrionales de Portugal, puede
aseverarse que ni esta nación ni su ejército habían tomado parte
activa o directa en la lucha peninsular. Achacaron algunos la culpa a
la flojedad del gobierno de Lisboa, y muchos al influjo que ejercía
la Inglaterra, cuyo gabinete acabó por ser árbitro de la suerte de
aquel país, no conviniendo a la política británica, según se creía,
el que se estableciese íntima unión entre Portugal y España. Hubo de
los gobernadores del reino [nombre que se daba a los individuos de la
regencia portuguesa] quien se disgustó de tal predominio, y así se
verificaron por este tiempo mudanzas en las personas que componían
aquella corporación. El marqués de las Minas se retiró, y se agregaron
a los que quedaban otros gobernadores, de los que fue el más notable
y principal Sousa, hermano de los embajadores portugueses residentes
en el Brasil y en Londres. Poco después, en septiembre, entró también
en la regencia Sir Carlos Stuart, a la sazón embajador de Inglaterra
en Lisboa. Del ejército, además del mando inmediato dado a Beresford,
disponía en jefe, como mariscal general de Portugal, Lord Wellington,
independiente del gobierno y absoluto en todo lo relativo a la
fuerza combinada anglo-portuguesa, de cualquiera clase que fuese.
Igualmente se confirió la dirección suprema de la marina al almirante
inglés Berkeley. En fin, el gabinete del Brasil, o por mejor decir,
las circunstancias, arreglaron de modo la administración pública de
Portugal que, conforme a la expresión de un historiador inglés, en esta
parte nada sospechoso, aquel reino [*] [Sidenote: (* Ap. n. 12-1.)]
«fue reducido a la condición de un estado feudatario.»

Por lo mismo, no con mayor resignación que el marqués de las Minas,
se sometían algunos de los otros gobernadores del reino, aun de los
nuevos, a la intervención extraña. Las reyertas eran frecuentes y
vivas, echando los ingleses en cara al gobierno de Lisboa que, en
vez de remover obstáculos, los aumentaba, entorpeciendo la ejecución
de medidas las más cumplideras. Pero tales quejas partían a veces
de apasionada irreflexión, pues si bien ciertas resoluciones de los
comandantes británicos solían ser eficaces para el éxito final de
la buena causa, producían por el momento incalculables males, poco
sentidos por extranjeros que solo miraban los campos lusitanos como
teatro de guerra, y desoían los clamores de un país que no era su
patria.

Lord Wellington, para hacer frente a tantas dificultades, y no abrumado
con la grave carga que pesaba sobre sus hombros, desplegó asombrosa
firmeza y se mostró invariable en sus determinaciones. Ministrole
gran sostenimiento la suprema autoridad de que estaba proveído, y los
socorros y dinero que la Inglaterra profusamente derramaba en Portugal.

[Sidenote: Plan de Lord Wellington.]

De antemano había Lord Wellington meditado un plan de defensa y
elevádole al conocimiento del gobierno británico, después de examinar
detenidamente los medios económicos y militares que para ello
deberían emplearse. Extendió su dictamen en un oficio dirigido a Lord
Liverpool, obra maestra de previsión y maduro juicio. El gabinete
inglés, descorazonado con la paz de Austria y el desastrado remate
de la expedición de Walcheren, había vacilado en si continuaría o no
protegiendo con esfuerzo la causa peninsular. Pero arrastrado de las
razones de Wellington, apoyadas con elocuencia y saber por su hermano
el marqués de Wellesley, miembro ahora de dicho gabinete, accedió
al fin a las propuestas del general británico. Según ellas, debiendo
aumentarse el ejército anglo-portugués, tenían que ser mayores los
gastos y concederse nuevos subsidios al gobierno de Lisboa.

[Sidenote: Fuerza que mandaba.]

Aprobado, pues, en Londres el plan de Wellington, en breve contó
este con una fuerza armada bastante numerosa. Había en la península,
no incluyendo los de Gibraltar, cerca de 40.000 ingleses, y dejando
aparte los enfermos y los cuerpos que contribuían a guarnecer a Cádiz,
quedábanle por lo menos al general británico de 26 a 27.000 hombres de
su nación. Dividíase la gente portuguesa en reglada, de milicias y en
ordenanzas, las últimas mal pertrechadas y compuestas de paisanaje.
Los estados que de toda la fuerza se formaron tuviéronse por muy
exagerados, y según un cómputo prudente no pasaba la milicia arriba
de 26.000 hombres, y el ejército de 30.000. No es fácil enumerar con
puntualidad la fuerza real de las ordenanzas. Por manera que casi al
comenzarse la campaña hallábanse ya bajo el mando de Lord Wellington
unos 80.000 hombres bien mantenidos, armados y dispuestos, con los que,
apoyados por las ordenanzas, o sea la población, debía defenderse el
reino de Portugal.

[Sidenote: Subsidios que da Inglaterra.]

El subsidio con que a este acudía la gran Bretaña llegó a ascender
por año a cerca de 1.000.000 de libras esterlinas. Rayaba el costo del
ejército puramente británico en la suma de 1.800.000 libras de la misma
moneda, 500.000 más de las que hubiera consumido en su propio país.
Encareciose sobre manera el enganche de soldados, no permitiendo las
leyes inglesas en el reemplazo de las tropas de tierra conscripciones
forzadas. Se pagaban once guineas de premio por cada hombre que pasase
de la milicia a la línea, y diez por los que se alistasen en la primera.

[Sidenote: Posición de Wellington. Devastación del país.]

Lord Wellington, colocado ya en el valle del Mondego, o ya avanzando
hacia la frontera de España, estaba como en el centro de la defensa,
formando las alas la milicia y ordenanzas portuguesas. Todo el
territorio hasta cerca de Coimbra, por donde se pensaba había de invadir
Massena, fue destruido. Arruináronse los molinos, rompiéronse los
puentes, quitáronse las barcas, devastáronse los campos, y obligando
a los habitantes a que levantasen sus casas y llevasen sus haberes,
se ordenó que la población entera, del modo que pudiese, hostigase al
enemigo por los costados y espalda y le cortase los víveres, mientras
que el ejército aliado por su frente le traía a estancias en que fuese
probable batallar con ventaja.

[Sidenote: Líneas de Torres Vedras.]

De aquellas se contaban a retaguardia de los anglo-portugueses varias
que eran muy favorables, sobrepujando a todas las que se conocieron
después con el nombre de líneas de Torres Vedras. Fortaleciéronse
estas cuidadosamente, proviniendo la primera idea de mantenerlas y
asegurarlas de planos que de todos sus puestos mandó levantar en
1799 el general Sir Carlos Stuart [padre del Stuart por este tiempo
embajador en Lisboa], trabajo que ya entonces se hizo con el objeto
de cubrir la capital de Portugal de una invasión francesa. Wellington,
desde muy temprano, concibió el designio de realizar pensamiento tan
provechoso.

Dos fueron las principales líneas que se fortificaron. Partía la
primera de Alhandra, orillas del Tajo, y corría por espacio de siete
leguas, siguiendo la conformación sinuosa de las montañas hasta el
mar y embocadero del Sizandro, no lejos de Torres Vedras. La segunda
que era la más fuerte y que distaba de la primera de dos a tres
leguas, según la irregularidad del terreno, arrancaba en Quintela, y
dilatándose cosa de seis leguas remataba en el paraje en donde desagua
el río llamado San Lorenzo. Había además, pasado Lisboa, al desembocar
del Tajo, otra tercera línea, en cuyo recinto quedaba encerrado el
castillo de San Julián, no teniendo la última más objeto que el de
favorecer, en caso de necesidad, el embarco de los ingleses. Contábanse
en tan formidables líneas 150 fuertes y unos 600 cañones. Se habían
construido las obras bajo la dirección del teniente coronel de
ingenieros Fletcher, a quien auxilió el capitán Chapman.

[Sidenote: Dicho de Wellington a Álava.]

Puso Lord Wellington particular ahínco en que se fortificasen estas
líneas cumplida y prontamente, pues como decía al digno oficial Don
Miguel de Álava, comisionado por el gobierno español cerca de su
persona, «no ha podido cabernos mayor fortuna que el haber asegurado
el punto en la Isla gaditana y este de Torres Vedras, inexpugnables
ambos, y en los que, estrellándose los esfuerzos del enemigo, daremos
lugar a otros acontecimientos, y nos prepararemos con nuevos bríos a
ulteriores y más brillantes empresas.»

[Sidenote: Preparativos y fuerza de los franceses.]

Los franceses, por su parte, habían preparado grandes fuerzas, para que
no se les malograse la expedición de Portugal. El mariscal Massena no
solo tenía a su disposición los tres cuerpos indicados y la caballería
de Montbrun, sino que, comprendiéndose igualmente en su mando las
provincias de Castilla la Vieja y las Vascongadas, el reino de León y
Asturias, de su arbitrio pendía sacar de allí las fuerzas que hubiese
disponibles. Además, se alojaba entre Zamora y Benavente, a las órdenes
del general Serras, una columna móvil de 8000 hombres que amenazaba a
Tras-os-Montes, y en agosto entró en España un 9.º cuerpo de ejército
de 20.000 hombres, formado en Bayona y regido por el general Drouet;
a mayor abundamiento, en la misma ciudad se juntaba otro, al cargo del
general Caffarelli. No eran inútiles semejantes precauciones si querían
los enemigos conservar firme su base y evitar el que se interrumpiesen
las comunicaciones por las partidas españolas.

Así fue que el mariscal Massena, próximo a entrar en Portugal, dio
en Ciudad Rodrigo una proclama a los habitadores de aquel reino,
expresando que se hallaba a la cabeza de 110.000 hombres. Aserción no
jactanciosa si se cuentan todos los cuerpos y divisiones que estaban
bajo su obediencia, y que se extendían por España desde la frontera
lusitana hasta la de Francia.

[Sidenote: Escaramuzas. Fuerte de la Concepción.]

Hubo ya escaramuzas en los primeros días de julio entre ingleses y
franceses. Aquellos volaron y acabaron de arruinar el 21 del mismo mes
el fuerte de la Concepción, en la raya perteneciente a España, y bien
fortificado antes de 1808, pero que, al principiarse en dicho año la
insurrección, se vio abandonado por los españoles, y destruido en parte
por los franceses.

[Sidenote: Combate del Coa.]

Craufurd, general de la vanguardia inglesa, se colocó entonces a la
margen derecha del Coa, y sin tener la aprobación de Lord Wellington,
decidiose el 24 a trabar pelea con los franceses, llevado quizá del
deseo de cubrir a Almeida, bajo cuyos cañones apoyaba su izquierda.
Consistía la fuerza de Craufurd en 4000 infantes y 1100 caballos,
situados en una línea que se extendía por espacio de media legua,
formación algo semejable a las desadvertidas del general Cuesta.
Vino sobre los ingleses el mariscal Ney, acompañado de su cuerpo
de ejército, y por consiguiente muy superior a aquellos en número.
Y si bien los batallones de la vanguardia aliada y los individuos
combatieron por separado valerosamente, maniobrose mal en la totalidad,
y los movimientos no fueron más atinados que lo había sido la
colocación de las tropas. Los franceses rompieron las filas inglesas,
obligando a sus soldados a pasar el Coa. Sirvió a estos para no ser
del todo deshechos y atropellados por los jinetes enemigos lo desigual
del terreno y los viñedos, y también el haberse negado a evolucionar
oportunamente con la caballería el general Montbrun, disculpándose con
no tener orden del general en jefe mariscal Massena. Hallaron así los
ingleses hueco para cruzar el puente, cuyo paso defendido con grande
aliento, detuvo al francés en su marcha. Perdió Craufurd cerca de 400
hombres; bastantes Ney por el empeño que puso, aunque inútil, en ganar
el puente.

Tal contratiempo, en vez de coadyuvar a la defensa de Almeida, no podía
menos de perjudicarla. Los franceses, en efecto, intimaron luego la
rendición; mas no por eso obraron con su acostumbrada presteza, pues
hasta el 15 de agosto en la noche no abrieron trinchera.

[Sidenote: Sitio de Almeida.]

Parecía natural que Almeida, plaza bajo todos respectos preeminente
a Ciudad Rodrigo, imitase tan glorioso ejemplo, prolongando aun por
tiempo más largo la resistencia. Los antiguos muros se hallaban, mucho
antes de la actual guerra, mejorados, conforme al sistema moderno
de fortificación, con foso, camino cubierto, seis baluartes, seis
revellines y un caballero que dominaba la campiña. Había también
almacenes a prueba de bomba. Estaba ahora la plaza municionada muy
bien, y sus obras más perfeccionadas. Guarnecíanla 4000 hombres, y
mandaba en ella el coronel inglés Cox.

[Sidenote: Vuélase.]

Rompieron los franceses el 26 horroroso fuego, y a poco ardieron muchas
casas. Al anochecer del mismo día, tres almacenes, los más principales,
encerrados en un castillo antiguo situado en medio de la ciudad, se
volaron con pasmoso estrépito y causaron deplorable ruina. Por unas
partes resquebrajáronse los muros, por otras se aportillaron; los
cañones casi todos fueron o desmontados o arrojados al foso; perecieron
500 personas; hubo heridas muchas otras, y apenas quedaron seis casas
en pie. Tal espectáculo ofreció Almeida en la mañana del 27. No faltó
quien atribuyese a traición semejante desdicha; los bien informados, a
casualidad o descuido.

[Sidenote: Capitula.]

Sin tardanza repitieron los franceses la intimación de rendirse. El
gobernador Cox, aunque ya miraba imposible la defensa, quería alargarla
dos o tres días, esperando que el ejército aliado acudiese en socorro
de la plaza; pero obligole a capitular un alboroto, agavillado por el
teniente de rey Bernardo de Costa. Presúmese que en él influyeron los
portugueses adictos al francés, y que estaban en su campo. El teniente
de rey fue en adelante arcabuceado, si bien no resultó claramente que
llevase tratos con el enemigo.

[Sidenote: Proscripciones y prisiones en Lisboa.]

De resultas, la regencia de Portugal también declaró traidores a
varios individuos que seguían el bando francés. Entre ellos sonaban
los nombres de los marqueses de Alorna y de Loulé, del conde de Ega,
de Gómez Freire de Andrade y otros de cuenta. Se prendió asimismo en
Lisboa a muchas personas so pretexto de conspiración, sin pruebas ni
acusación fundada. Enviáronlas después unas a Inglaterra, otras a las
Azores. Dieron ocasión a tan vituperable demasía livianos motivos y
privadas venganzas. Extrañose que Lord Wellington, y particularmente
el embajador Stuart, miembro de la regencia y de poderoso influjo, no
estorbasen procedimientos en que por lo menos pudiera achacárseles
cierta connivencia, como sucedió. Pero la regencia de Lisboa, tomando
la defensa de ambos, manifestó no haber tomado parte ninguno de ellos
en aquella ocurrencia.

[Sidenote: Temores de los ingleses.]

Mientras tanto, la caída de Almeida, el contratiempo de Craufurd y la
idea agigantada que entonces tenían los ingleses del ejército francés,
causaban en el británico grande descaecimiento. Las cartas de los
oficiales a sus amigos en Inglaterra no estaban más animosas, y su
mismo gobierno se mostraba casi desesperanzado del buen éxito de la
lucha peninsular. Así fue que, no obstante haber accedido a los planes
de Lord Wellington, indicábase a este, en particulares instrucciones,
que S. M. B. vería con gusto la retirada de su ejército, más bien que
el que corriese el menor peligro por cualquiera dilación en su embarco.
Otro general de menos temple que Lord Wellington y menos confiado en
los medios que le asistían, hubiera quizá vacilado acerca del rumbo que
convenía tomar, y dado un nuevo ejemplo de escandalosa retirada. Mas
Wellington mantúvose firme, a pesar de que la repentina e inesperada
pérdida de Almeida aceleraba las operaciones del enemigo.

[Sidenote: Repliégase Wellington.]

Acaecida tamaña desgracia se replegó el general inglés a la izquierda
del Mondego, estableció en Gouvea sus reales, colocó detrás de Celórico
los infantes, y en este mismo pueblo la caballería. [Sidenote:
Dificultades que tiene Massena.] Massena, teniendo dificultades en
acopiar víveres a causa de las partidas españolas y de la mala
voluntad de los pueblos, retardó la invasión, y aun dudaba poderla
realizar tan pronto. Dos meses eran corridos después de la toma de
Ciudad Rodrigo. Almeida apenas había ofrecido resistencia, y el
ejército francés aún permanecía a la derecha del Coa. Tanto ayudaba a
los aliados la constante enemistad que conservaban los habitantes a los
invasores.

[Sidenote: Aguíjale Napoleón.]

Napoleón, que no palpaba de cerca como sus generales los obstáculos
del país, maravillábase de la dilación, mayormente siendo superior
en número al anglo-portugués el ejército de los franceses. Así se lo
manifestaba a Massena en instrucciones que le expidió en septiembre;
pero antes de recibir estas, ya aquel mariscal se había puesto en
marcha.

[Sidenote: Empieza Massena la invasión.]

Fue su primer plan, aseguradas las plazas de Ciudad Rodrigo y Almeida,
moverse por ambas orillas del Tajo. Pero después, contando con que
las tropas francesas de Extremadura y Andalucía amenazarían por el
Alentejo, y no creyéndose con bastante fuerza para dividir esta, limitó
sus miras a su solo frente, y determinó obrar por uno de los tres
principales caminos que por allí se le ofrecían, de Belmonte, Celórico
y Viseo.

[Sidenote: Posición de Wellington y medidas que toma.]

Wellington, conservando en Gouvea sus cuarteles, extendía los puestos
avanzados de su ejército, comprendiendo las fuerzas de Hill y otras
sobre la derecha, desde el lado de Almeida, por la sierra de Estrella,
a Guarda y Castelo Branco; en caso de ataque del enemigo debían
todas las divisiones replegarse concéntricamente hacia las líneas.
El inconveniente de esta posición consistía en lo dilatado de ella,
pudiendo el enemigo, al paso que amagase a Celórico, interponerse por
Belmonte entre Lord Wellington y el general Hill, a quienes separaba
gran distancia. El último, siguiendo paralelamente, conforme indicamos,
los movimientos del francés Reynier, había llegado a Castelo Branco el
21 de julio. Dejó aquí una guardia avanzada, y obedeciendo las órdenes
de Lord Wellington, que le había reforzado con caballería, se acampó
con 16.000 hombres y 18 cañones en Sarcedas. Para prevenir el que los
franceses se interpusiesen, se rompió de Covilhã arriba el camino,
ejecutáronse otros trabajos de defensa, se apostó en Fundão una brigada
portuguesa, y colocose entre dos posiciones que se atrincheraron detrás
del Cécere, río tributario del Tajo, y junto al Alva, que lo es del
Mondego, una reserva formada en Tomar, y compuesta de 8000 portugueses
y 2000 ingleses, bajo el mando del general Leith.

[Sidenote: Descripción del valle de Mondego.]

El cuerpo principal del ejército de Wellington podía, desde Celórico,
tomar para su retirada o el camino que va a la sierra de Murcela, o el
de Viseo. El primero corre por espacio de quince leguas lo largo de
un desfiladero entre el río Mondego y la sierra de Estrella, teniendo
al extremo la de Murcela, que circunda el Alva. De allí un camino que
lleva a Espinhal facilitaba las comunicaciones con Hill y Leith, y un
ramal suyo las de Coimbra. La otra ruta insinuada, la de Viseo, es de
las peores de Portugal, interrumpida por el Criz y otras corrientes, y
también estrechada entre el Mondego y la sierra de Caramula, que se une
por medio de un país montuoso a la de Buçaco, límite, por decirlo así,
del valle, y que hace frente a la de Murcela, pasando entre las faldas
de ambas sierras el mencionado Mondego. La decisión de Wellington
pendía del partido que tomasen los franceses.

[Sidenote: Distribución de los cuerpos de Massena.]

Massena no conocía a fondo el terreno, y tomando consejo de los
portugueses que había en su campo, a quienes suponía enterados,
resolvió dirigirse a Viseo y de allí a Coimbra, habiéndosele pintado
aquella ruta como fácil y sin particulares obstáculos. En consecuencia,
reconcentró el 16 de septiembre los tres cuerpos de ejército que
mandaba: el de Ney y la caballería pesada en Maçal do Chão, el de
Junot en Pinhel, y el de Reynier en Guarda. Hizo distribuir a los
soldados pan para trece días, pensando caminar aceleradamente, y
deseando anticiparse a Wellington en su marcha. Massena, colocando así
su ejército, amenazaba los tres caminos indicados de Celórico, Belmonte
y Viseo, y dejaba en duda el verdadero punto de su acometida. Reynier
había hecho desde su retirada de Extremadura varios movimientos, ya
dando indicios de dirigirse a Castelo Branco, ya adelantándose hasta
Sabugal, ya retrocediendo a Zarza la Mayor. Por fin se incorporó, según
acabamos de ver, a los otros cuerpos de Massena.

[Sidenote: Muévese sobre Celórico y Viseo.]

De estos, el 2.º y 6.º, unidos con la caballería de Montbrun, cayeron
en breve sobre Celórico, replegándose los puestos de los aliados a
Cortiça. Wellington entonces comenzó su retirada por la izquierda del
Mondego sobre el Alva, y el 17 notó que los dos mencionados cuerpos
franceses se dirigían a Viseo por Fornos; quedaba el 8.º de Junot hacia
Trancoso, en observación de 10.000 hombres de milicia, al mando del
coronel Trant y de los jefes Miller y Juan Wilson, recogidos del norte
de Portugal, y que se pusieron a las órdenes del general Bacellar para
molestar el flanco derecho y la retaguardia del enemigo.

[Sidenote: Entran sus avanzadas en Viseo.]

Entraron en Viseo las avanzadas francesas el 18. La ciudad estaba
desierta. Wellington sin demora hizo cruzar de la margen izquierda
del Mondego a la opuesta la brigada portuguesa que mandaba Pack, y
la apostó más allá del Criz, rotos sus puentes. [Sidenote: Continúa
Wellington su retirada.] En seguida empezó también el ejército aliado
a pasar el Mondego por Penacova, Olivares y otras partes: colocose la
división ligera de Craufurd en Mortagua para sostener a Pack; la 3.ª
y 4.ª, del mando de Picton y Cole, entre la sierra de Buçaco y aquel
pueblo, situándose al frente del mismo en un llano la caballería. Pasó
al otro lado de la citada sierra la 1.ª división, regida por el general
Spencer, y se dirigió a Meallada con la mira de observar el camino de
Oporto a Coimbra, pues todavía se dudaba si Massena procuraría desde
Viseo salir hacia aquella ruta, o continuar lo largo de la derecha del
Mondego. Por igual motivo el coronel Trant, con parte de la milicia,
debía marchar por San Pedro de Sul a Sardão, y juntarse al general
Spencer. En tanto, el general Leith llegaba al Alva, y siguiole de
cerca Hill, quien, sabiendo que Reynier se había juntado a Massena, se
anticipó afortunadamente sin que hubiese todavía recibido órdenes de
Wellington, y vino a incorporarse al ejército aliado.

[Sidenote: Ataca Trant la artillería y equipajes franceses.]

El grueso del de los franceses llegó a Viseo el 20; pero su artillería
y equipajes se detuvieron por los tropiezos del camino, y por una
embestida del coronel Trant. Atacolos este caudillo el mismo 20 en
Tojal, viniendo de Moimenta da Beira, con algunos caballos y 2000
hombres de milicia. Cogioles 100 prisioneros, algún bagaje, y su
triunfo hubiera sido más completo si la gente que mandaba hubiera sido
menos novicia. Sin embargo, tan inesperado movimiento desasosegó a los
franceses, cuya artillería, equipajes y gran parte de la caballería no
llegó a Viseo hasta el 22, lo cual hizo perder a Massena dos días, y
no desaprovechó a Wellington, a quien hubiera podido andar el tiempo
escaso.

Parecía ahora que este general, prosiguiendo en su propósito de
no aventurar batallas, no se detendría en donde estaba, sino que,
cerciorado de que los franceses iban adelante, se replegaría para
aproximarse a las líneas. Suposición esta tanto más fundada cuanto,
no habiendo querido empeñar acción para salvar dos plazas, no era
regular lo hiciese en la actual ocasión, en que no concurría motivo tan
poderoso. Mas no sucedió así. Presúmese que varió de parecer a causa de
los clamores que contra los ingleses se levantaron en Portugal, viendo
que dejaban el país a merced del enemigo.

[Sidenote: Detiénese Wellington en Buçaco.]

Wellington determinó, pues, hacer alto en la sierra de Buçaco, y disponer
su gente en nuevas y acomodadas posiciones. Corren aquellos montes por
espacio de dos leguas, cayendo por un lado rápidamente, según hemos
apuntado, sobre la derecha del Mondego, y enlazándose por el opuesto
con la sierra de Caramula. Tres caminos llevan a Coimbra: uno cruza
lo más alto, y allí se levanta un convento célebre en Portugal de
carmelitas descalzos, en donde Lord Wellington estableció el cuartel
general, y aquella morada antes silenciosa y pacífica convirtiose
ahora en estrepitoso alojamiento de gente de guerra. De los otros
dos caminos, uno venía de San Antonio de Cantaro, y el otro seguía el
Mondego a Penacova. A través del último se colocó el cuerpo de Hill,
que llegó el 26; a su izquierda Leith. Seguía la 3.ª división, y entre
esta y el convento formaba la 1.ª La 4.ª se puso en el extremo opuesto
para cubrir un paso que conduce a Meallada, en cuyo llano se apostó la
caballería, quedando solo en las cumbres un regimiento de esta arma.
La brigada de Pack se alojaba delante de la 1.ª división, a la mitad
de la bajada del lado de los franceses; también se situó descendiendo
y enfrente del convento la vanguardia de Craufurd con algunos jinetes.
Había en ciertos parajes, a retaguardia de la línea, portugueses que
sostenían el cuerpo de batalla. Hallose Wellington con toda su fuerza
principal reunida, en número de unos 50.000 hombres.

[Sidenote: Acción de Buçaco.]

Túvose a dicha que los franceses se hubiesen parado hasta el día
27, pues a haber acelerado su marcha y acometido treinta y seis
horas antes, conforme se asegura quería Ney, la suerte del ejército
aliado hubiera podido ser muy otra, reinando alguna confusión en sus
movimientos. Leith pasaba el Mondego, Hill todavía no había llegado, y
apenas estaban en línea 25.000 hombres.

El mariscal Massena, después de algunas dudas, se resolvió a embestir
la Sierra el 27 al amanecer. Tenían sus soldados, para llegar a la
cima, que trepar por una subida empinada y escabrosa, cuya desigualdad
sin embargo los favorecía, escudando hasta cierto punto sus personas.
El mariscal Ney se enderezó al convento, y Reynier del otro lado, por
San Antonio de Cantaro. Junot se quedó en el centro y de respeto con la
caballería y artillería.

Las tropas de Reynier acometieron con tal ímpetu que se encaramaron en
la cima, y por un rato se enseñorearon de un punto de la línea de los
aliados, arrollando parte de la 3.ª división, que mandaba Picton. Pero
acudiendo el resto de ella, y también el general Leith por el flanco
con una brigada, fueron los enemigos desalojados, y cayeron con gran
matanza la montaña abajo.

Ni aun tan afortunado logró ser por el otro punto el mariscal Ney.
Dueño desde el principio de la acción de una aldea que amparaba sus
movimientos, comenzó a subir la sierra por la derecha encubierto con lo
agrio y desigual del terreno. El general Craufurd, que se hallaba allí,
tomó en esta ocasión atinadas disposiciones. Dejó acercarse al enemigo,
y a poca distancia rompió contra sus filas vivísimo fuego, cargándole
después a la bayoneta por el frente y los costados. Precipitáronse
los franceses por aquellas hondonadas, perdieron mucha gente, y quedó
prisionero el general Simon. Ganaron después los ingleses a viva
fuerza el pueblecillo que habían al principio ocupado sus contrarios.
Lo recio de la pelea duró poco, el enemigo no insistió en su ataque,
y se pasó lo que restaba del día en escaramuzas y tiroteos. Perdieron
los franceses unos 4000 hombres, murió el general Graindorge, y fueron
heridos Foy y Merle. De los aliados perecieron 1300, menos que de los
otros a causa de su diversa y respectiva posición.

[Sidenote: Cruza Massena la sierra de Caramula.]

Convencido el mariscal Massena de las dificultades con que se tropezaba
para apoderarse de la sierra por el frente, trató de salvarla
poniéndose en franquía por la derecha, y obligando de este modo a los
ingleses a abandonar aquellas cumbres, ya que no pudiese sorprenderlos
por el flanco y escarmentarlos. Lo difícil era encontrar un paso, mas
al fin consiguió averiguar de un paisano que desde Mortagua partía
un camino al través de la sierra de Caramula, el cual se juntaba con
el que de Oporto va a Coimbra. Contento el mariscal francés con tal
descubrimiento, decidió tomar prontamente aquella vía, y disfrazó su
resolución manteniendo el 28 falsos ataques y escaramuzas. Mientras
tanto fue marchando a la desfilada lo más de su ejército, y hasta en la
tarde no advirtieron los ingleses el movimiento de sus contrarios.

No les era ya dado el estorbarlo, por lo que desampararon a Buçaco
antes del alborear del 29. Hill repasó el Mondego, y por Espinhal se
retiró sobre Tomar; hacia Coimbra y la vuelta de Meallada, Wellington,
con el centro y la izquierda. Cubría la retaguardia la división ligera
de Craufurd, a la que se unió la caballería.

Los franceses, después de cruzar la sierra de Caramula, llegaron el
mismo día 28 a Boyalvo sin encontrar ni un solo hombre. El coronel
Trant se hallaba a una legua, en Sardão, adonde había venido desde San
Pedro de Sul, pero con poca gente. Las partidas enemigas le arrojaron
fácilmente más allá del Vouga.

Por la relación que hemos hecho de la acción de Buçaco aparece claro
que con ella no se alcanzó otra cosa que el que brillase de nuevo
el valor británico y se adquiriese mayor confianza en las tropas
portuguesas, las cuales pelearon con brío y buena disciplina. Pero
no se recogió ninguno de aquellos importantes frutos, por los que un
general aventura de grado una batalla. Ni siquiera había los motivos
que para ello asistían durante los sitios de Ciudad Rodrigo y de
Almeida. Y hasta la prudencia de Lord Wellington falló en esta ocasión,
dejando un portillo por donde no solo se metieron los franceses, sino
que también por él pudieron envolver al ejército aliado o a lo menos
flanquearle con gran menoscabo. En vano se alega en disculpa haber
mandado Wellington que avanzase el coronel Trant con la milicia: la
escasa fuerza y la índole bisoña de esta tropa no hubiera podido
detener, cuanto menos rechazar, las numerosas huestes de Massena. Tan
cierto es que de un hilo cuelga la suerte de las armas, aun gobernadas
por generales los más advertidos.

Puesto el mariscal francés en Boyalvo, marchó sobre Coimbra. En aquel
tránsito no estaba el país tan destruido y talado como hasta Buçaco.
No se cumplieron allí rigurosamente las disposiciones de Wellington,
parte por creerse lejano el peligro, parte también porque a la regencia
portuguesa, gobierno nacional, no le era lícito llevar a efecto órdenes
tan duras con la misma impasibilidad y fortaleza que al brazo de hierro
de un general que, aunque aliado, era extranjero.

[Sidenote: Los franceses en Coimbra.]

Hubo, por tanto, en Coimbra desbarato y confusión, y si bien los vecinos
desampararon la ciudad, con la precipitación se dejaron víveres y otros
recursos al arbitrio del enemigo. No le aprovecharon sin embargo a
este: Junot, a pesar de órdenes contrarias del general en jefe, permitió
o no pudo impedir el pillaje.

[Sidenote: Condeixa.]

De aquí nació que agolpándose muchedumbre de población fugitiva de
aquella ciudad y otras partes a los desfiladeros que van a Condeixa,
hubo de comprometerse la división de Craufurd, que cubría la retirada
del ejército aliado, porque, detenida en su marcha, se dio lugar a
que se aproximaran los jinetes enemigos. A su vista suscitose gran
desorden, y si hubieran venido asistidos de infantería, quizá hubieran
destrozado a Craufurd. Este consiguió, aunque a duras penas, poner en
salvo su división.

[Sidenote: Desórdenes en el ejército inglés.]

Lo apacible del tiempo había favorecido en su retirada a los ingleses,
abundaban en provisiones, y no obstante cometieron excesos, a punto de
robar sus propios almacenes. El cuartel general se estableció en Leiría
el 2 de octubre, y creciendo la perturbación y las demasías, hubiéranse
quizá repetido en compendio las escenas deplorables del ejército de
Moore, a no haber Lord Wellington reprimido el desenfreno con castigos
ejemplares y con vedar que los regimientos más díscolos entrasen en
poblado.

El saqueo de Coimbra y sus desórdenes impidieron también, por su parte,
al mariscal Massena moverse de aquella ciudad antes del 4, respiro
que aprovechó a los ingleses. No obstante, acometiendo de repente los
enemigos a Leiría, se vieron aquellos al pronto sobrecogidos. Atajados
al fin los ímpetus del francés, prosiguieron la retirada los aliados,
yendo su derecha por Tomar y Santarén, la izquierda por Alcobaza y
Óbidos, el centro por Batalha y Rio Maior: enviose fuerza portuguesa a
guarnecer a Peniche, pequeña plaza orillas de la mar.

[Sidenote: Sorprende Trant a los franceses de Coimbra.]

No bien hubo el mariscal Massena salido de Coimbra, cuando el coronel
Trant, viniendo desde el Vouga con milicia portuguesa, pudo el 7
sorprender en aquella ciudad a los franceses que la custodiaban,
coger a los que se habían fortificado en el convento de Santa Clara,
apoderarse, en una palabra, de 5000 hombres, contados heridos y
enfermos, y asimismo de los depósitos y hospitales. Al siguiente día
llegaron también, con sus milicianos, los jefes Miller y Juan Wilson, y
tomaron, extendiéndose por la línea de comunicación, 300 hombres más.

No detuvo a Massena semejante contratiempo, ni tampoco las lluvias,
que empezaron a ser muy copiosas. En nada reparaba la impetuosidad
francesa, [Sidenote: Alcoentre.] y el 9, en Alcoentre, viose
sorprendida una brigada de artillería inglesa, y hasta perdió sus
cañones. Costó mucho recobrarlos. Parecida desgracia ocurrió el 10 a la
división de Craufurd en Alenquer, [Sidenote: Alenquer.] permaneciendo
este general muy descuidado cuando tenía cerca un enemigo tan
diligente. El terror fue grande, y aunque se disipó, no por eso dejó de
correr la voz de que aquella división había sido cortada; por lo cual,
temeroso Hill de la suerte de la 2.ª línea, que era la más importante,
se echó atrás para cubrirla, y dejó desamparada la primera desde
Alhandra a Sobral, cosa de dos leguas. Felizmente los enemigos no lo
notaron, y antes de la madrugada del 11 tornó Hill a sus anteriores
puestos. Infiérese de aquí lo poco firme que todavía andaba el ánimo
del ejército inglés.

[Sidenote: Los ingleses en las líneas.]

Había este ido entrando sucesivamente en las líneas de Torres Vedras, y
admirábase, no teniendo de ellas cumplida idea. No menos se maravilló, al
acercarse, el mariscal Massena, quien hasta pocos días antes ni siquiera
sabía que existiesen. Ignorancia pasmosa, ya dimanase del sigilo con
que se habían construido obras de tal importancia, ya de la falta de
secretas correspondencias de los enemigos en el campo aliado.

Massena gastó algunos días en reconocer y tantear las líneas; se
trabaron varias escaramuzas, la más seria el 14, cerca de Sobral. Fue
herido el general inglés Harvey, y en Villafranca mató el fuego de una
cañonera al general francés Sainte-Croix.

[Sidenote: Massena no las ataca.]

No vislumbrando Massena, después de su examen, probabilidad de forzar las
líneas, consultó con los otros jefes principales del ejército, y juntos
decidieron pedir refuerzos a Napoleón, y reducir en cuanto fuese dado a
bloqueo las operaciones. Estableció, de consiguiente, Massena su cuartel
general en Alenquer, situó el cuerpo de Reynier en Villafranca, el de
Junot mirando a Sobral, y mantuvo el de Ney en Ota, a retaguardia.

[Sidenote: Formidable fuerza y posición de Wellington.]

Por su parte, el ejército de Lord Wellington estaba distribuido así: la
derecha, a las órdenes de Hill, en Alhandra; la izquierda, que mandaba
Picton, en Torres Vedras; Wellington mismo y Beresford en el centro, el
último tenía su cuartel general en Monte Agraço, el primero en Quinta de
Peronegro, cerca de Enxara dos Cavaleiros. Fuese el ejército británico
reforzando, y cubriéronse sus huecos con tropas de Inglaterra y Cádiz;
[Sidenote: Únesele con dos divisiones Romana.] también se le unió
de Badajoz, antes de acabar octubre, el marqués de la Romana, con dos
divisiones mandadas por los generales Carrera y Don Carlos O’Donnell,
que ambas componían unos 8000 hombres.

Juzgó conveniente, además, Lord Wellington no solo tener a su disposición
fuerza real y efectiva bien organizada, sino igualmente gran avenida
de hombres que aumentasen el número y las apariencias. Así la milicia
cívica de Lisboa, la de la provincia de la Extremadura portuguesa y sus
ordenanzas se metieron en el recinto de las líneas, pues allí podían
ser útiles y representar aventajado papel. Creció tanto la gente que,
al rematar octubre, recibían raciones dentro de dichas líneas 130.000
hombres, de los que 70.000 pertenecían a cuerpos regulares y dispuestos
a obrar activamente; guardaban casi todos los castillos y fuertes de la
primera y segunda línea la milicia y artillería portuguesas; la tercera,
que era la última y más reducida, la tropa de marina inglesa.

Tan enorme masa de gente, abrigada en estancias tan formidables,
teniendo a su espalda el espacioso y seguro puerto de Lisboa, y con
el apoyo y los socorros que prestaban el inmenso poder marítimo y la
riqueza de la gran Bretaña, ofrece a la memoria de los hombres un caso
de los más estupendos que recuerdan los anales militares del mundo.
¡Qué recursos asistían al dominador de Francia para superar tantos y
tantos impedimentos!

[Sidenote: Moléstase también al enemigo fuera de las líneas.]

Por de fuera de las líneas no descuidó Wellington el que se hostilizase
al enemigo. La milicia del norte de Portugal le punzaba por la espalda
y se comunicaba con Peniche, hacia donde se destacó un batallón español
de tropas ligeras y un cuerpo de caballería inglesa, también sostenidos
por una columna volante que salía de Torres Vedras a hacer sus
excursiones, y por el pueblo de Óbidos en estado de defensa. Del otro
lado maniobraba la milicia de la Beira baja, dándose la mano con la del
norte y apoyada por [Sidenote: Don Carlos España.] Don Carlos España
que, con una columna móvil, había pasado el Tajo y obraba la vuelta de
Abrantes, villa esta en poder de los aliados y fortificada. De suerte
que los franceses estaban metidos como en una red, costándoles mucho
avituallarse y formar almacenes.

[Sidenote: Situación crítica de los franceses.]

En la lejanía dañábales igualmente el continuo pelear de los
partidarios españoles de León, Castilla y provincias vascongadas, que
dificultaban los convoyes y socorros e interrumpían la correspondencia
con Francia. No menos los desfavoreció la guerra que por las alas
hacían las tropas españolas, ya en la frontera de Galicia, ya en
Asturias y también en Extremadura.

[Sidenote: Galicia.]

De las primeras, Galicia, aunque libre, ceñía sus operaciones a hacer
de cuando en cuando correrías hasta el Órbigo y el Esla, de donde,
según ya quedó apuntado, solían los enemigos arrojar a los nuestros,
obligándolos a replegarse a los puertos de Manzanal y Foncebadón,
y aun al Bierzo. El general Mahy continuaba mandando, como antes,
aquel ejército, cuyas fuerzas apenas llegaban a 12.000 hombres y
pocos caballos, todo no muy arreglado. Y, ¡cosa de admirar!, los
gallegos, que se habían esmerado tanto en defender sus propios hogares,
mostráronse perezosos en cooperar fuera de su suelo al triunfo de la
buena causa. Mas esto pendió mucho, aquí como en las demás partes,
de las autoridades, y no de reprensible falta en el carácter de los
habitantes. Aquellas, por lo general, eran flojas y adolecían de los
vicios de los gobiernos anteriores, careciendo de la previsión y bien
entendida energía que da la ciencia práctica del gobierno.

Las operaciones, pues, del general Mahy fueron muy limitadas. Ocuparon,
sin embargo, sus tropas por dos veces a León, e inquietaron con
frecuencia, y a veces con ventaja, a los franceses. Distinguiéronse
en semejantes reencuentros los oficiales superiores Meneses y Evia.
Diósele después a Mahy el mando de las tropas de Asturias, para que,
reuniendo este al que ya tenía, se procediese más de concierto. Al
fin, autorizósele también con la capitanía general de Galicia, y se
creyó de este modo que, poniendo en una mano la supremacía militar del
distrito y la de las fuerzas activas de ambas provincias, tomarían los
movimientos de la guerra rumbo más fijo. Mahy, en consecuencia, y para
obrar de acuerdo con la junta de Galicia y hacer que de un solo centro
partiesen las providencias convenientes, pasó a la Coruña en 2 de
septiembre, y dejó en su lugar, al frente del ejército, a Don Francisco
Taboada y Gil, que vimos en Sanabria. Colocó este general las tropas
en Manzanal y Foncebadón, con puestos destacados sobre las avenidas
de la Puebla de Sanabria por un lado, y por otro sobre Asturias, vía
de las Babias. Formose asimismo una columna volante de 2000 hombres,
al mando del coronel Mascareñas, que particularmente maniobraba hacia
León, la cual desbarató algunas tropas del enemigo en la Robla antes de
acabar octubre, y en San Feliz de Órbigo al empezar noviembre. También
el 26 de aquel mes, en Tábara, Don Manuel de Nava sorprendió a los
franceses y les hizo algunos prisioneros. Mas el único beneficio que de
tales operaciones resultó, ciñose a obligar al enemigo a que mantuviese
fuerzas bastantes en las riberas del Órbigo y del Esla.

Mahy no alcanzó nada importante con su ida a la Coruña. Habían traído
allí fusiles de Inglaterra y otros auxilios, de que no se sacó gran
fruto. Las autoridades discurrían, es cierto, mucho entre sí, y aun
ideaban planes, pero casi todos ellos o no llegaron a plantearse o se
frustraron. Hombre de sanas intenciones, escaseaba Mahy de nervio y de
aquella voluntad firme que imprime en la mente de los demás respeto y
sumisión.

[Sidenote: Asturias.]

Dejamos en abril las tropas de Asturias colocadas en la Navia y en el
país montuoso que sigue casi la misma línea. Las primeras se componían
de la división de Galicia, y las mandaba Don Juan Moscoso: las otras,
que eran las asturianas, Don Pedro de la Bárcena, a quien se había
agregado con su cuerpo franco Don Juan Díaz Porlier. Atacó Moscoso el
17 de mayo en Luarca a los franceses. Por desgracia nuestras tropas
flaquearon, y con pérdida volvieron a ocupar su primera línea. A
Bárcena, acometido al mismo tiempo, sucediole igual fracaso. Conservose
íntegro el cuerpo de Porlier, que en seguida se situó en el puente de
Salime, a la derecha de Moscoso.

Se retiró a poco este del principado, cuyo mando supremo militar
confirió la regencia de Cádiz a Don Ulises Albergotti, hombre muy
anciano e incapaz de desempeñar encargo que en aquel tiempo requería
gran diligencia. El nuevo general permaneció en Navia, y allí, en 5 de
julio, acometiéronle los franceses, penetrando por el lado de Trelles.
Estaba Albergotti desprevenido, y con el sobresalto no paró hasta Meira
en Galicia. Los enemigos extendieron sus correrías a Castropol, límite
de aquel reino y de Asturias. Dos días antes, el 3, Bárcena, que había
avanzado hacia Salas, también fue atacado y se recogió a la Pola de
Allande.

Mahy entonces, como general en jefe de todas las fuerzas de Galicia y
Asturias, quiso poner remedio a tan repetidas desgracias, hijas las
más de descuido en algunos jefes y de mala inteligencia entre ellos,
y meditó un plan para desembarazar de enemigos el principado. Envió,
pues, 600 hombres que reforzasen la división gallega, mandó que esta
partiese a Salime y comunicase con Bárcena, y además destacó del grueso
del ejército de Galicia, que estaba en el Bierzo, un trozo de 1500
hombres al cargo de D. Esteban Porlier, el cual, cruzando el puerto
de Leitariegos, debía obrar mancomunadamente con las fuerzas de
Asturias. [Sidenote: Expediciones de Porlier por la costa.] Al propio
tiempo, el otro Porlier [Don Juan Díaz] estaba destinado a llamar, con
la infantería de su cuerpo franco, la atención de los franceses del
lado de Santander, embarcándose a este propósito en Ribadeo a bordo, y
escoltado de cinco fragatas inglesas.

Semejante plan hubiera podido realizarse con buen éxito si Mahy,
usando de su autoridad, hubiera hecho que todos los jefes concurriesen
prontamente a un mismo fin. Porlier dio la vela de Ribadeo, dirigiendo
la expedición marítima el Comodoro inglés Roberto Mends. Amagaron
los aliados varios puntos de la costa y tomaron tierra en Santoña,
puerto que, bien fortificado, hubiera sido en el norte de España un
abrigo tan inexpugnable como lo eran en el mediodía las plazas de
Gibraltar y Cádiz. Tal deseo asistía a Porlier, pero su expedición,
puramente marítima, no llevaba consigo los medios necesarios para
fortificar y poner en estado de defensa un sitio cualquiera de la
marina. Desembarcó, sin embargo, en varios parajes además de Santoña,
cogió 200 prisioneros, desmanteló las baterías de la costa, alistó en
sus banderas bastantes mozos del país ocupado, y felizmente tornó a la
Coruña con la expedición el 22 de julio.

Repitió este activo e infatigable jefe otra tentativa del mismo género
el 3 de agosto, y aportó a la ensenada de Cuevas, entre Llanes y
Ribadesella. Dirigiose a Potes, deshizo en las montañas de Santander
algunas partidas enemigas, y retrocediendo a Asturias obró de consuno
con Don Salvador Escandón y otros jefes de guerrillas que lidiaban al
oriente del principado.

Bárcena, por su parte, también avanzó, y el 15 de agosto tuvo en
Linares de Cornellana un reencuentro con los franceses. Siguiéronse
otros, y parecía que pronto se vería Oviedo libre de enemigos,
favoreciendo las empresas de la tropa reglada las alarmas de varios
concejos, nombre que, como dijimos, se daba al paisanaje armado de la
provincia. Pero no fue así: cuando unos jefes avanzaban, se retiraban
otros, y nunca se llevó a cabo un plan bien concertado de campaña.
Teníase, sí, en sobresalto al enemigo, forzábaselo a conservar en
aquellas partes considerable número de gente, mas la guerra, yendo al
mismo son en el principado de Asturias que en la frontera de Galicia,
no reportó las ventajas que se hubieran sacado con mayor unión y vigor
en las autoridades y ciertos caudillos.

[Sidenote: Extremadura.]

Fue importante, si no siempre favorable en sus resultas, la asistencia
que dio Extremadura a la campaña de Portugal, pues por lo menos se
entretuvo el cuerpo del mariscal Mortier, y se impidió que, metiéndose
en el Alentejo, quitase a Lisboa los auxilios que aquel territorio
suministraba.

Dimos cuenta hasta entrado julio de las operaciones más principales
del ejército de dicha provincia de Extremadura, que se llamaba de la
izquierda. Privado este del apoyo del general Hill, había puesto Lord
Wellington en manos del general en jefe, marqués de la Romana, la plaza
de Campomayor, y enviádole a mediados de agosto una brigada portuguesa,
a las órdenes de Madden.

Aun sin tales arrimos continuaban las tropas de Extremadura
incomodando con mayor o menor ventura al enemigo. Ya al retirarse
Reynier le siguieron la huella los soldados de Don Carlos O’Donnell,
cogieron a los que se rezagaban, y el 31 de julio el jefe España se
apoderó de 100 hombres que guardaban una torre y casa fuerte sita
en la confluencia del Almonte y Tajo, cerca de donde se divisan los
famosos restos del puente romano de Alconétar, que el vulgo apellida de
Mantible, nombre célebre en algunas historias españolas de caballería.
Mas por este lado hubo la desgracia de que en Alburquerque, con la
caída de un rayo se volase, casi al mismo tiempo que en Almeida, un
almacén de pólvora, accidente que causó daños y ruinas.

La guerra que hasta aquí había hecho el ejército de Extremadura no
dejó de ser prudente y acomodada a las circunstancias y a la calidad
de sus tropas, si bien se quejaban todos de la indolencia y dejadez
del general en jefe. Y así, más bien que por premeditado plan de este,
dirigiéronse las operaciones según el valor o el buen sentido de los
generales subalternos, los cuales evitaban grandes choques, y solo
parcialmente hostigaban al enemigo y le traían en continuo movimiento.
Quiso Romana en agosto probar por sí fortuna y dar a la campaña nuevo
impulso y mayor ensanche. En consecuencia, saliendo de Badajoz el 5,
se unió a las divisiones de los generales Ballesteros y La Carrera
que se hallaban en Salvatierra, ambas a las órdenes de Don Gabriel de
Mendizábal, y juntos se adelantaron, recogiéndose atrás a Llerena los
franceses que había en Zafra. [Sidenote: Refriega en Cantaelgallo.]
Aguardaron estos en las alturas de Villagarcía, y los nuestros se
colocaron en las de Cantaelgallo, separadas de las primeras por un
valle. Los enemigos atacaron el 11, y valiéndose de diestras maniobras,
estuvieron próximos a envolver a los infantes españoles si La Carrera,
con la caballería, no los hubiera sacado de tan mal paso. Portose
asimismo con habilidad y honra la artillería. Se retiró Romana a
Almendralejo, y los franceses volvieron a Zafra.

No pasaron por entonces más adelante porque, como en aquella guerra
tenían a un tiempo que acudir a tantas partes, luego que en una
triunfaban los llamaba a otra algún suceso desagradable o inesperado.
Verificose particularmente en Extremadura este trasiego, este
continuado ir y venir, distrayendo la atención de las tropas de Mortier
ya las ocurrencias del condado de Niebla, ya las de Ronda u otros
lugares.

[Sidenote: En Fuente de Cantos.]

Después de lo que aconteció en Cantaelgallo, fueron reforzadas las
tropas españolas con los jinetes del general Butrón que ocupaban otros
sitios, y con los portugueses ya indicados, al mando de Madden. Quietos
los franceses y aun replegados de nuevo, avanzó Butrón a Monesterio,
y se colocó La Carrera, con su división de caballería y la artillería
volante, en Fuente de Cantos. Vinieron los enemigos sobre ellos el 15
de septiembre, en número de 13.000 infantes y 1800 caballos. Butrón
se incorporó a Carrera y ambos pelearon bien hasta que, oprimidos por
la superioridad enemiga, empezaron a retirarse. Los franceses tenían
oculta parte de su tropa, casi a espaldas de los nuestros, y cargando
de improviso, introdujeron desorden y se apoderaron de algunos cañones.
Mayor hubiera sido la desgracia de los españoles a no haber acudido
pronto en su favor el inglés Madden, apostado con los portugueses en
Calzadilla, quien contuvo a los jinetes franceses y aun los escarmentó.
El general Butrón también después, en Azuaga, les cogió 100 hombres.
Paráronse los nuestros en Almendralejo, y los enemigos no pasaron de
Zafra y de los Santos de Maimona.

Prosiguió de este modo la guerra sin ningún considerable empeño, y
Romana saliendo, como hemos dicho, para Lisboa, se juntó en octubre
con el ejército inglés. Determinación que tomó de propia autoridad,
y no de acuerdo con el gobierno supremo. Cierto es que no hubiera
obtenido Romana la aprobación de aquel a haberle consultado, pues claro
era que las tropas que llevó consigo hacían más falta para cubrir la
Extremadura española, y aun para impedir la entrada de los franceses
en el Alentejo, que en las líneas de Torres Vedras, abundantemente
provistas de gente y de medios de defensa. Antes de partir nombró
Romana, para que le reemplazase en el mando en jefe, a Don Gabriel de
Mendizábal, puso a Badajoz como si estuviera amagado de sitio, y mandó
que la junta y demás autoridades se trasladasen a Valencia de Alcántara.

Tenía inmediata correlación con las operaciones del ejército de
Extremadura la guerra que se hacía en el condado de Niebla, en la
serranía de Ronda y en otros lugares de la Andalucía.

[Sidenote: Expedición de Lacy a Ronda.]

Se daba desde Cádiz pábulo a semejante lucha por medio de auxilios y de
algunas expediciones marítimas. Hízose a la vela la primera de estas el
17 de junio, compuesta de 3189 hombres de buenas tropas, a las órdenes
del general Don Luis Lacy, y dirigió su rumbo a Algeciras, en donde
desembarcó. Tenía por objeto dicha empresa fomentar la insurrección
de la serranía de Ronda, adoptando un plan que constantemente
mantuviese allí la guerra. El que proponía Lacy, siguiendo en parte los
pensamientos del general Serrano Valdenebro, comandante de la sierra,
se presentaba como el más adecuado y consistía en establecer de mar a
mar, quedando Gibraltar a la espalda, una línea de puntos fortificados
que abrigasen respectivamente ambos flancos cuando se obrase ya en uno
o ya en otro de ellos. Se habilitaban también en lo interior de la
sierra varios castillejos, antiguos vestigios de los moros, colocados
los más en parajes casi inaccesibles. El ejército había de obrar no
en masa sino en trozos, reuniéndose solo en determinadas ocasiones, y
se dejaba a cargo del paisanaje guarnecer los castillos, y suplir con
reclutas las bajas del ejército en Cádiz. Mas para realizar este plan
necesitábase tiempo, y no era probable que los franceses se descuidasen
y permitiesen el que se llevara a efecto.

Lacy, luego que hubo desembarcado, se encaminó a Gaucín, desde donde
quiso acercarse a Ronda. En esta ciudad se habían los franceses
fortalecido en el antiguo castillo y formado varios atrincheramientos:
tomar uno y otro a viva fuerza no era maniobra fácil ni pronta,
principalmente conservando los enemigos en Grazalema una columna móvil.

Limitose, pues, Lacy a hacer algunos movimientos, y a contener a veces
los ímpetus del enemigo. Le ayudaban los partidarios, favorecidos del
conocimiento que tenían del terreno, siendo los de más nombre Don José
de Aguilar, Don Juan Becerra y Don José Valdivia. También los ingleses,
de acuerdo con el general español, enviaron al este de la sierra 800
hombres que sirviesen de apoyo en cualquier desmán.

Inquietos los franceses con la expedición, y persuadidos de que si se
mantenía firme en los montes de Ronda, desasosegaría continuamente las
fuerzas que sitiaban a Cádiz, y aun las de Sevilla y Málaga, diéronse
priesa a frustrar tales intentos. Y así, al paso que el general Girard
buscaba a Lacy hacia el frente, destacó el mariscal Victor tropas del
primer cuerpo por el lado de poniente, y Sebastiani otras del 4.º por
el de levante. De manera que, temeroso Don Luis Lacy de ser envuelto,
se trasladó a la fuerte posición de Casares, embarcándose después en
Estepona y Marbella. Tomó a poco tierra en Algeciras, y tornando a
San Roque se corrió otra vez a la banda de Marbella, a fin de alentar
y socorrer la guarnición de aquel castillo que, bajo el mando de Don
Rafael Cevallos Escalera, burló diversas tentativas que para ocuparle
hizo el enemigo. Don Francisco Javier Abadía, comandante de San Roque,
aunque asistido de escasa fuerza, cooperó igualmente a los movimientos
de Lacy, y llamó por Algeciras la atención de los franceses.

Pero al fin, agolpándose estos en gran número a la sierra, se reembarcó
la expedición, y regresó a Cádiz el 22 de julio. No se sacaron de ella
más ventajas que la de molestar a los enemigos y divertirlos de otras
operaciones, particularmente de las que intentaba en Extremadura,
tan conexas con las de Portugal. Poca o mala inteligencia entre las
tropas de línea y los paisanos desfavoreció la empresa. Para aquellas
había oscura gloria y mucho trabajo en la guerra de partidarios, única
que convenía en la sierra; no así para los otros, habituados a tales
peleas, y cuya ambición de fama estaba satisfecha con que se pregonasen
sus hazañas en el ejido de sus pueblos.

[Sidenote: Al Condado de Niebla.]

Ni un mes se pasó sin que el mismo Don Luis Lacy, con otra expedición,
saliese de Cádiz llevando rumbo opuesto al anterior de Ronda, esto es,
al condado de Niebla. [Sidenote: Situación de esta comarca.] En dicha
comarca proseguía el general Copons entreteniendo al enemigo, que, bajo
el mando del duque de Aremberg, hacía con una columna móvil excursiones
en el país, y le molestaba. La junta de Sevilla contribuía desde
Ayamonte al buen éxito de las operaciones de Copons, y oportunamente
formó de la isla llamada Canela, en el Guadiana, un lugar de depósito
resguardado de los ataques repentinos del enemigo. En breve aquel
terreno, antes arenoso y desierto, se convirtió en una población donde
se albergaron muchas familias, refugiándose a veces los habitantes
de aldeas enteras y villas invadidas. Construyéronse allí barracas,
almacenes, pozos, hornos, y se fabricaron en sus talleres monturas,
cartuchos y otros pertrechos de guerra. Al fin, fortificáronse también
sus avenidas, de manera que se hizo el punto casi inexpugnable.

Constaba la expedición de Lacy de unos 3000 hombres, y escoltábala
fuerza sutil, española e inglesa, al mando la primera de Don Francisco
Maurelle, y la segunda al del capitán Jorge Cockburn. Desembarcó la
gente el 23 de agosto, a dos leguas de la barra de Huelva, entre las
Torres del Oro y de la Arenilla. La fuerza sutil se metió por la ría
que forman a su embocadero las corrientes del Odiel y el Tinto, con
propósito de ayudar la evolución de tierra y atacar por agua a Moguer.
En este sitio tenían los franceses 500 infantes y 100 caballos que,
sorprendidos, se retiraron, no asistiendo mayor dicha a otros tantos
que corrieron a su socorro de San Juan del Puerto.

Copons, al desembarcar Lacy, se hallaba en Castillejos, 12 leguas
distante, y habiéndose por desgracia retardado el pliego que le
anunciaba el arribo, no pudo acudir a la costa con la puntualidad
deseada, malográndose así el coger entre dos fuegos a los franceses que
estaban avanzados. Vino Copons, sin embargo, a Niebla, y se puso luego
en comunicación con Lacy. Los pueblos recibieron a este con el júbilo
más colmado, y fiados en su apoyo dieron a los enemigos terrible caza.
Pero no teniendo otra mira la expedición de Don Luis Lacy sino la de
divertir al francés de Extremadura, en tanto que el ejército de Romana
también por su lado se movía, miró aquel general como concluido su
encargo luego que le amenazaron superiores fuerzas, y de consiguiente
se reembarcó el 26 del mismo agosto. Desagradó en el condado lo rápido
de la excursión, y muchos pensaron que, sin comprometer su gente,
hubiera podido Lacy permanecer allí más tiempo, y maniobrar en unión
con el general Copons. Desamparados los pueblos, padecieron nuevas
molestias del enemigo, en especial Moguer, que se había declarado
y tomado parte desembozadamente. Quiso en seguida Lacy acometer a
Sanlúcar de Barrameda, pero los franceses, ya sobre aviso, frustráronle
el proyecto.

[Sidenote: Operaciones de Cádiz.]

De vuelta a Cádiz el mismo general, estimulado por el gobierno y de
acuerdo con él y los otros jefes, verificó el 29 de septiembre una
salida camino del puente de Suazo, consiguiendo con ella destruir
algunas obras del enemigo, siendo esta la sola operación digna de
mentarse que, hasta finalizar el presente año de 1810, practicaron en
la Isla gaditana las tropas de tierra.

Pudieron las de mar haber tenido ocasión de señalarse, a no
estorbárselo tiempos contrarios. El mariscal Soult, convencido de que
para cualquiera empresa contra Cádiz y la Isla de León, si había de
ser fructuosa, era indispensable fuerza sutil, [Sidenote: Fuerza sutil
de los enemigos.] ideó que se construyesen buques al caso en Sanlúcar
y en Sevilla. Para ello valiose de barcos de aquellos puertos, ordenó
una tala en los montes inmediatos, y recibió de Francia carpinteros,
marinos y calafates. En octubre, dispuesta ya una flotilla, se trasladó
en persona a Sanlúcar dicho mariscal a fin de presenciar desde la
costa la dificultosa travesía que tenían que emprender los referidos
buques desde la boca del Guadalquivir hasta lo interior de la bahía de
Cádiz. Empezose a poner en obra el proyecto en la noche del 31, pasando
la flotilla por entre los bajos de Punta Candor, y atracando siempre a
la costa. Se componía en todo de unos 26 cañoneros: dos vararon, nueve
se metieron la misma noche en el puerto de Santa María, y los otros
anclaron en Rota, de donde, aprovechando vientos frescos y favorables,
se juntaron a los que habían ya entrado, sin que les hubiese sido dable
impedirlo a las fuerzas de mar anglo-españolas. Pero de nada sirvió
a los franceses suceso en su entender tan dichoso. En balde después
quisieron que su flotilla doblase la punta del Trocadero, en balde
trasladaron por tierra los barcos a Puerto Real. Durante el sitio ya no
se menearon de allí, obligándolos a permanecer quedos las superiores y
mejor marineras fuerzas de los aliados.

No por eso dejaron los franceses de perfeccionar las obras de tierra,
y de establecer una cadena de fuertes que se dilataba desde la entrada
de la bahía hasta Chiclana, por cuya parte, y en una batería inmediata
al cerro de Santa Ana, perdieron, muerto de una granada, al distinguido
general de artillería Senarmont.

[Sidenote: Fuerzas de los aliados en Cádiz y la Isla.]

Los aliados tampoco se mantuvieron ociosos. Mejoraron cada vez más
las fortificaciones, y las tropas se engrosaron y adquirieron buena
disciplina. De las inglesas se contaron en julio 8500 hombres;
volviéronse a reducir a 5000 por los refuerzos que se enviaron a
Portugal; mas antes de fines de año crecieron otra vez a 7000 con gente
que llegó de Sicilia y Gibraltar. Las tropas españolas de línea pasaban
de 18.000 hombres. Don Joaquín Blake continuó a su cabeza hasta 23 de
julio, en cuyo tiempo se transfirió a Murcia, extendiéndose su mando,
conforme apuntamos, a las divisiones existentes en aquel reino, las
cuales formaban con las de la Isla de León el ejército llamado del
centro.

[Sidenote: Blake en Murcia.]

Llegado que hubo el general Blake a su nuevo destino, restableció paz
y armonía, que andaba escasa entre algunos jefes. El ejército se había
aumentado a punto que poco antes enviara a Cádiz una división de 4000
hombres al mando del general Vigodet. Blake llegó el 2 de agosto, y la
fuerza disponible era de unos 14.000 soldados, 2000 de caballería.

Alrededor de este ejército revoloteaban, por decirlo así, muchos
partidarios, en especial del lado de Jaén y de Granada. Entre los
primeros sobresalían los nombrados Uribe, Alcalde y Moreno, puestos a
las órdenes del comandante Bielsa; entre los otros, el coronel Don José
de Villalobos.

Cuando Blake se incorporó al ejército, se hallaba este repartido en
Murcia, Elche, Alicante, Cartagena y pueblos de los contornos: algunos
batallones estaban destacados en la Mancha, sierra de Segura y frontera
de Granada, en donde permanecía la caballería, extendiéndose hasta
cerca de Huéscar.

[Sidenote: Sebastiani se dirige a Murcia.]

Fijó la idea de Blake la atención de los franceses, y desde luego
resolvió Sebastiani hacer otra excursión la vuelta de Murcia,
lisonjeándose que de ella saldría tan airoso como la vez primera, y aun
también de que disiparía como humo el ejército de los españoles.

[Sidenote: Medidas que toma Blake.]

Informado Blake de los intentos del enemigo, preparose a recibirle.
Agrupó sucesivamente en la huerta de Murcia sus tropas, y las colocó
de esta manera: la 5.ª división, al mando del brigadier Creagh, ocupó
la derecha en Añora; detrás, guarnecía un batallón el monasterio de
jerónimos, teniendo apostaderos por la izquierda hasta el río; delante,
se plantaron cuatro piezas de artillería. Alojábase la izquierda del
ejército en el lugar de Don Juan, y la componía la 3.ª división, del
cargo del brigadier Sanz, teniendo un destacamento por su siniestro
costado. Enlazábase esta posición con la del centro por medio de un
molino aspillerado y de una batería circular, colocada en donde una
de las acequias mayores se distribuye en dos atajeas. Dicho centro,
que cubría la 1.ª división, al mando del general Elío, estaba cerca de
Alcántara, en la Puebla.

Dispúsose además la inundación de la huerta; medio oportuno pero no
del todo hacedero, ya por no ser nunca, y menos en aquella estación,
muy caudaloso el Segura, ya también porque, aun en caso de una rápida
avenida, las obras allí practicadas estanlo en términos que solo sirven
para sangrar el río, y no para favorecer estragos, como construidas
con el único objeto de dar a los campos el necesario y fecundante
beneficio del riego. Sin embargo, se inundaron los caminos y una faja
de bancales por la orilla, amparando lo demás de la huerta sus naranjos
y sus cidros, sus limoneros y moreras, en fin toda su intrincada y
lozana frondosidad.

Siguiose en esto, y en lo de armar al paisanaje, la conducta del
obispo Don Luis Belluga en la guerra de sucesión. Ahora, como
entonces, acudieron todos los partidos, hasta el de Orihuela, aunque
perteneciente a Valencia, y se distribuyeron en compañías y secciones,
incorporándose al ejército. Manifestaron los paisanos grande entusiasmo
y mucha docilidad; perfecta armonía reinó entre ellos y los soldados.
Blake, declarando a Murcia amenazada de inmediato ataque, la sometió
al solo y puro gobierno militar; providencia que las autoridades
respetaron, y que en aquel lance obedecieron con gusto.

En el intermedio se había ido acercando el general Sebastiani, y
echádose atrás nuestra caballería, a las órdenes de Don Manuel Freire,
que sustentó con destreza varios reencuentros. Según los enemigos
se aproximaban, daban aviso de todos sus pasos al general Blake los
alcaldes de los pueblos y muchos particulares con rara puntualidad,
llegando a su colmo la diligencia de todos. Los franceses aparecieron
el 28 de agosto en Librilla, a 4 leguas de Murcia, y nuestros jinetes
se situaron en Espinardo, con puestos avanzados sobre el río Segura.
El partidario Villalobos, que había acompañado a Freire, se colocó en
Molina.

[Sidenote: Se retira Sebastiani.]

Luego que el general Sebastiani llegó a Librilla hizo varios
reconocimientos; y arredrado del modo con que los nuestros le
aguardaban, se apartó del intento de penetrar en Murcia, y en la noche
del 29 al 30 se replegó a Totana. Hostilizáronle en la retirada los
paisanos, particularmente los de Lorca, y en esta ciudad y en otros
pueblos cometió el francés mil tropelías. Bien le vino a este no
insistir en la empresa proyectada, pues a haber padecido descalabro,
como era probable, en los laberintos de la huerta de Murcia, toda su
gente hubiera sido muy maltratada, ya por los habitantes de este reino,
ya por los de Granada, cuyos ánimos se encrespaban acechando la ocasión
de escarmentar a sus opresores. Haberse expuesto a tal riesgo y cansado
inútilmente la tropa, con marchas y contramarchas de más de cien leguas
en estación tan calurosa, fueron los frutos que reportó Sebastiani de
una expedición que de antemano había pregonado como fácil.

[Sidenote: Insurrecciones en el reino de Granada.]

Entre los que empezaron en el reino de Granada a levantar cabeza
durante la ausencia del general francés, señalose el alcalde de
Otívar, de nombre Fernández, quien entró en Almuñecar y Motril, y aun
se apoderó de sus castillos. Estas y otras empresas que propagaron
la llama de la insurrección por las sierras y por varios pueblos de
la costa, a pesar de algunos amigos y parciales que tuvieron allí
los enemigos, impulsó a los ingleses a dar cierto apoyo a aquellos
movimientos. Decidiéronse, sobre todo, a atacar a Málaga, guarida
entonces de corsarios, y en cuyo puerto también fondeaba una flotilla
enemiga de lanchas cañoneras. [Sidenote: Expedición contra Fuengirola y
Málaga.] Al efecto se preparó en Ceuta una expedición de 2500 hombres
españoles e ingleses, a las órdenes de Lord Blayney, la cual dio la
vela el 13 de octubre con dirección a Fuengirola. Empezaron luego los
aliados a embestir este castillo, guarnecido por 150 polacos, con
esperanza de que así llamarían hacia aquel punto las fuerzas enemigas,
y podrían, reembarcándose, caer repentinamente sobre Málaga que se
vería desprovista de gente. Pero dándose Lord Blayney torpe maña,
en vez de sorprender a sus contrarios, él fue, por decirlo así, el
sorprendido, acometiéndole de improviso el general Sebastiani con 5000
hombres. Al querer retirarse, fue dicho Lord cogido prisionero, y las
tropas inglesas volvieron en confusión a sus barcos; solo un regimiento
español, el Imperial de Toledo, único de los nuestros que allí iba,
tornó a bordo sin pérdida y en buena ordenanza.

[Sidenote: Avanza Blake a Granada.]

El ruido de semejantes acontecimientos y el deseo de ensanchar los
límites de su territorio, estimularon al general Blake a avanzar a
la frontera de Granada, habiéndose ocupado todo aquel tiempo, desde
agosto, en mejorar la disciplina de su ejército y en adiestrarle, como
igualmente en asegurar sus estancias de Murcia. Envió asimismo a la
Mancha, con un trozo de 300 caballos, a Don Vicente Osorio, queriendo
extraer granos de aquella provincia para la manutención de su ejército.
Las partidas, si bien fomentadas por Blake en todas partes, fuéronlo
en especial del lado de Jaén, en donde Don Antonio Calvache sucedió a
Bielsa en el mando de ellas. Mas los enemigos, persiguiendo de cerca al
nuevo jefe, después de haber quemado casi toda la villa de Segura, le
mataron el 24 de octubre en Villacarrillo.

Don Joaquín Blake, reuniendo sus tropas, distribuidas por la mayor parte,
sin contar las de las plazas, en Murcia, Caravaca y Lorca, se puso el
2 de noviembre sobre Cúllar, movimiento hecho a las calladas y del que
los franceses estaban ignorantes. Dejó Blake 2000 hombres en dicho
Cúllar, y a las doce de la mañana del 3 se colocó con 7000, de los que
unos 1000 eran de caballería, en las lomas que dominan la hoya de Baza,
y que lame el río Guadalquitón.

Los enemigos tenían en el llano una división de caballería, que
acaudillaba el general Milhaud, asistida de artillería volante: además
habían situado de 2 a 3000 infantes en las inmediaciones de la ciudad,
bajo la guía del general Rey. No acudió allí Sebastiani hasta después
de concluida la acción que ahora iba a trabarse.

[Sidenote: Acción de Baza, 3 de noviembre.]

Empezó esta a las dos de la tarde, desembocando la caballería española,
a las órdenes de Don Manuel Freire, por el camino real que de Cúllar va
a Baza. Nuestros jinetes tiraron por la derecha, y formaron en batalla
en dos líneas, sosteniendo sus costados artillería y guerrillas de
fusileros. Los enemigos ciaron hacia sus peones, y entonces el general
Blake, dejando apostados en las lomas la mitad de sus infantes, se
adelantó con los otros y 3 piezas en 4 columnas cerradas, repartidas en
ambos lados del camino.

Nuestros caballos proseguían confiadamente su marcha; mas al querer
efectuar un movimiento, se embarazaron algunos, y el enemigo,
descargando sobre ellos con impetuoso arranque, los desordenó
lastimosamente. Tras su ruina vino la de los infantes que habían
avanzado, y solo consiguieron unos y otros rehacerse al abrigo de las
tropas que habían quedado en las lomas. El enemigo no persistió mucho
en el alcance. Quedaron en el campo 5 piezas; y se perdieron entre
muertos, heridos y prisioneros 1000 hombres. De los franceses muy pocos.

Descalabro fue el de Baza que causó desmayo y contuvo en cierto modo
el vuelo de la insurrección de aquellas comarcas. Adverso era, en esto
de batallar, el hado de Don Joaquín Blake, y vituperable su empeño en
buscar las acciones que fuesen campales antes que limitarse a parciales
sorpresas y hostigamientos. No permaneció después largo espacio al
frente de aquel ejército, llamado a desempeñar cargo de mayor alteza.

Por lo demás, y en medio de reveses y contratiempos, la tenacidad
española, la serie innumerable de combates en tantos puntos y a la
vez, fatigaban a los franceses, y su ejército de las Andalucías no
gozó en todo el año de 1810 de mucha mayor ventura que la que tenían
los de las otras provincias. Y si bien ordenadas batallas no menguaban
extremadamente las filas enemigas, aniquilábanse aquí, como en lo
demás del reino, en marchas y contramarchas, y en apostaderos y guerra
de montaña.

[Sidenote: Provincias de Levante.]

Del lado de Levante las provincias de Valencia, Cataluña y aun lo que
restaba libre de la de Aragón, hubieran, obrando unidas, entorpecido
muy mucho los intentos del enemigo, siendo entre ellas tanto más
necesaria buena hermandad cuanto para sojuzgarlas estaban de concierto
el tercero y el primer cuerpo francés. Pero la multiplicidad de
autoridades, su diversa condición, los obstáculos mismos que nacían
de la naturaleza de la actual guerra estorbaban completa concordia y
adecuada combinación. Por fortuna, los caudillos enemigos, aunque no
menos interesados en aunarse, y aquí más que en otras partes, a duras
penas lo conseguían, no ya por las rivalidades personales que a veces
se suscitaban, sino principalmente por lo dificultoso de acudir al
cumplimiento de un plan convenido.

[Sidenote: Valencia.]

En Valencia Don José Caro, más bien que en la guerra pensaba en ir
adelante con sus desafueros. Dejó que se perdiesen Lérida, Mequinenza
y hasta el castillo de Morella, sin dar señales de oponerse al enemigo,
ni siquiera de distraerle. Al fin, viendo Caro que se aproximaban
los franceses y que la voz pública se acedaba contra tan culpable
abandono, mandó a D. Juan Odonojú, prisionero en la batalla de María
y ahora libre, que se adelantase con 4000 hombres. El 24 de junio
arrojaron estos de Villabona a los enemigos, que se abrigaron a Morella,
[Sidenote: Choques en Morella y Albocácer.] delante de cuyo pueblo se
trabó el 25 un choque muy vivo retirándose después los nuestros en
vista de haberse reforzado los contrarios. Por segunda vez avanzó en
julio el mismo Odonojú, y aun llegó el 16 a intimar la rendición al
castillo de Morella, pero revolviendo sobre él prontamente el general
Montmarie, le obligó a alejarse y causole en Albocácer un descalabro.

[Sidenote: Avanza Caro y se retira.]

No había Don José Caro tomado parte personalmente en ninguna de
semejantes refriegas, hasta que en agosto, pidiendo su cooperación el
general de Cataluña para aliviar a Tortosa, amenazada de sitio, se
movió aquel por la costa lentamente y más tarde de lo que conviniera.
Llevó consigo 10.000 hombres de línea y otros tantos paisanos, y se
situó en Benicarló y San Mateo. El general Suchet vino por Cálig a su
encuentro con diez batallones y también con artillería y caballería.
Caro no le aguardó, replegándose, después de ligeras escaramuzas, a
Alcalá de Chivert, y de allí el 16 de agosto a Castellón de la Plana y
Murviedro. No retrocedió en desorden el ejército valenciano, si bien
su jefe Don José Caro dio el triste y criminal ejemplo de ser de los
primeros y aun de los pocos que desaparecieron del campo. Zahiriole por
ello agriamente su hermano Don Juan, hombre ligero pero arrojado, de
quien hablamos allá en Cataluña.

[Sidenote: Caro huye de Valencia.]

Con la conducta que en esta ocasión mostró el general de Valencia
se acreció el odio contra su persona, y lo que aún es peor,
menospreciósele en gran manera. Se descubrieron asimismo tramas que
urdía y proscripciones que intentaba, propalándose en el público sus
proyectos con tintas que entenebrecían el cuadro. Temeroso, por
tanto, se escabulló disfrazado de fraile [traje harto extraño para un
general], y pasó luego a Mallorca, sin cuya precaución hubiera tal vez
sido blanco de las iras del pueblo.

[Sidenote: Le sucede Bassecourt.]

Sucediole inmediatamente en el mando Don Luis de Bassecourt, que estaba
a la cabeza de una división volante en Cuenca, hombre que si bien
alabancioso al dar sus partes y no de grande capacidad, aventajábase
en valor y otras prendas a su antecesor, procurando también con
mayor ahínco acordar sus operaciones con los generales de los demás
distritos, en especial con los de Aragón y Cataluña.

[Sidenote: Cataluña. Su congreso.]

En este principado hacíase la guerra con otra eficacia y obstinación
que en Valencia, merced al celo de su congreso y a la pronta diligencia
y esmero de su general Don Enrique O’Donnell. [Sidenote: O’Donnell.]
Luego que en 17 de julio estuvo reunida aquella corporación, tomó
varias resoluciones, algunas bastantemente acertadas. En la milicia
acomodó los alistamientos a la índole de los naturales, imponiendo solo
la obligación de un enganche de dos años, con facultad de gozar cada
seis meses de una licencia de 15 días. Sin embargo, los catalanes, tan
dispuestos a pelear como somatenes, repugnaban a tal punto el servicio
de tropa reglada que tuvo su congreso que establecer comisiones
militares para castigar a los desertores, y aun a los distritos que
no aprontasen su contingente. Recaudáronse con mayor regularidad los
impuestos y se realizó, a pesar de lo exhausto que ya estaba el país,
un empréstito de medio millón de duros. Aplicáronse a los hospitales
los productos que antes percibía la curia romana, y ahora los obispos,
por dispensas y otras gracias o exenciones. El alma de muchas de
estas providencias era el mismo Don Enrique O’Donnell, quien puso
además particular conato en adiestrar sus tropas, en inculcar en ellas
emulación y buen ánimo, y también en mejorar la instrucción de los
oficiales.

[Sidenote: Macdonald.]

Por su parte, el mariscal Macdonald apenas podía ocuparse en otras
operaciones que en las de avituallar a Barcelona: los convoyes de
mar estaban interrumpidos, y los de tierra, escasos y lentos, tenían
con frecuencia que repetirse y ser escoltados con la mayor parte del
ejército si no se quería que fuesen presa de los somatenes y de las
tropas españolas. Macdonald trató en un principio de granjearse las
voluntades de los habitantes, contrastando su porte con la ferocidad
del mariscal Augereau, que había, por decirlo así, guarnecido las
orillas de algunos caminos con patíbulos y cadáveres. Estaban los
ánimos sobradamente lastimados de ambas partes para que pudiesen
olvidarse antiguas y recíprocas ofensas. Así, no surtieron grande
efecto las buenas intenciones, y aun medidas, del mariscal Macdonald,
acabando también él mismo por adoptar a veces resoluciones rigurosas.

[Sidenote: Convoyes que lleva a Barcelona.]

En junio, y poco después de tomar el mando, acompañó no sin tropiezos
un convoy a Barcelona. Volvió después a Gerona y preparose a conducir
otro en mediados de julio a la misma ciudad. O’Donnell trató de
estorbarlo, y destacó a Granollers 6500 infantes y 700 caballos, unidos a
2500 paisanos bajo las órdenes de D. Miguel Iranzo. Trabose un reñido
choque entre los nuestros y los franceses, pero mientras tanto pasó a
la deshilada el convoy y se metió en Barcelona.

[Sidenote: Ejército español de Cataluña.]

Doliose mucho O’Donnell del malogro de aquella empresa, y no faltó
quien lo atribuyese a desmaño del general que en Granollers mandaba.
El plan que O’Donnell había resuelto seguir en Cataluña pareció el más
acertado. Evitando batallas generales, quería por medio de columnas
volantes sorprender los destacamentos enemigos, interceptar o molestar
sus convoyes y aniquilar así sucesivamente la fuerza de aquellos. Por
tanto, el ejército español de Cataluña que, según dijimos, constaba en
julio de unos 22.000 hombres, sin contar somatenes ni guerrilleros,
estaba colocado al principiar agosto del modo siguiente: la 1.ª
división ocupaba las orillas del Llobregat y observaba a Barcelona,
estando también fortificada la montaña de Montserrat; la 2.ª acampaba
en Falset y no perdía de vista a Suchet que, como poco hace apuntamos,
intentaba sitiar a Tortosa; parte de la 3.ª cubría en Esterri las
avenidas del valle de Arán; la reserva, distribuida en dos trozos,
mantenía uno en el Coll del Alba, próximo a Tortosa, y el otro en
Arbeca y Borjas Blancas, para enfrenar la guarnición de Lérida. Un
cuerpo de húsares y tropas ligeras se alojaban en Olot y acechaban
las comarcas de Besalú y Bañolas; varios guerrilleros recorrían la
demás tierra, aprovechándose todos de las ocasiones que se presentaban
para desvanecer los intentos del enemigo e incomodarle continuamente.
El cuartel general permanecía en Tarragona, desde donde O’Donnell
gobernaba las maniobras más notables, tomando a veces en ellas parte
muy principal. Con esta distribución, creyó el general de Cataluña que,
vigilando las plazas y puntos más señalados, llevaría a cumplido efecto
su plan, y que el ejército francés se rehundiría poco a poco, y en
combates parciales.

Si en todo no se llenaron los deseos de D. Enrique O’Donnell, se
lograron en parte. El mariscal Macdonald, afanado siempre con el
abastecimiento de Barcelona, no pudo, desde el segundo convoy que
metió allí en julio, pensar en cosa importante sino en preparar otro
tercero, que consiguió introducir el 12 de agosto. Entonces, más
libre, resolvió, aunque todavía en balde, favorecer directamente las
operaciones del general Suchet.

[Sidenote: Intenta Suchet sitiar a Tortosa.]

No desistía este general del indicado propósito de sitiar a Tortosa,
lo que dio ocasión a varios combates y reencuentros, algunos ya
referidos, con las tropas españolas de Cataluña, Aragón y Valencia,
que precedieron a la formalización del cerco, ligándose de parte de
los franceses las más de las operaciones, aun las lejanas de aquel
principado, con tan primario objeto, por lo que a una y en el mejor
orden que nos sea posible, si bien brevemente, daremos de ellas cuenta.

[Sidenote: Sus disposiciones.]

Suchet, para emprender el sitio, estableció en Mequinenza un depósito
de municiones de guerra y boca: transportarlas de allí a Tortosa
era grande dificultad. Ofrecía el Ebro comunicación por agua; pero,
interrumpida en partes con varias cejas o bajos, solo se podían estos
salvar en las crecidas, y rara vez en los tiempos secos del estío. Del
lado de tierra era aún más trabajoso y aun impracticable el tránsito,
encallejonándose los caminos que van desde Caspe a Mequinenza entre
montañas cada vez más escarpadas según avanzan a Mora, las Armas, Jerta
y Tortosa, por lo que ya en 21 de julio empezaron los franceses a
componer uno antiguo de ruedas, cuyos rastros al parecer se conservaban
del tiempo de la guerra de sucesión. Suchet, antes de que la ruta se
concluyese, fue arrimando fuerzas a la plaza.

En los primeros días de julio, la división que mandaba el general
Habert dirigiose, partiendo de cerca de Lérida, por la izquierda del
Ebro, y llegó a García, estando pronto a caer sobre Tivenys y Tortosa.
Poco antes salió de Alcañiz la división de Laval, y después de haberse
movido la vuelta de Valencia, retrocedió, y se colocó el 3 de julio
a la derecha del Ebro, delante del puente de Tortosa, prolongando su
derecha a Amposta y destacando tropas que observasen el Cenia, siendo
esta división, o parte de ella, la que tuvo que habérselas con los
valencianos en los combates parciales acaecidos allí por este tiempo,
y ya relatados. Suchet mantuvo a su lado la brigada del general Paris,
y sentó el 7 sus reales en Mora, dándose la mano con los dos generales
Laval y Habert, y echando para la comunicación de ambas orillas
del Ebro dos puentes, sin que sus soldados consiguiesen, como lo
intentaron, quemar el de barcas de Tortosa.

[Sidenote: Salidas de la plaza y combates parciales.]

La guarnición de esta plaza hizo desde el principio varias salidas e
incomodó a Laval, que se atrincheraba en su campo. Igualmente parte
de la división española que se alojaba en Falset atacó con vigor los
puestos enemigos en Tivisa, y el 15 toda ella, teniendo al frente al
marqués de Campoverde, rechazó una acometida de los enemigos y aun
siguió el alcance.

Eran tales maniobras precursoras de otras que ideaba O’Donnell, quien
el 29 acometió en persona al general Habert. No pudo el español
desalojar de Tivisa a su contrario, mas el 1.º de agosto se metió en
Tortosa y dispuso para el 3 una salida contra Laval. La mandaba Don
Isidoro Uriarte, y embistiendo los nuestros intrépidamente al enemigo,
le rechazaron al principio y destruyeron varias de sus obras. La
población sirvió de mucho, pues llena de entusiasmo auxiliaba a los
combatientes, aun en los parajes en que había peligro, con abundantes
refrescos, y aliviaba a los heridos con prontos y acomodados socorros.
Reforzados al cabo los franceses, tuvieron los españoles que recogerse
a la plaza, dejando algunos prisioneros, entre ellos al coronel Don
José María Torrijos. Semejantes operaciones hubieran sido más cumplidas
si D. José Caro, con quien se contaba, no hubiera por su parte
procedido, según hemos visto, tarde y malamente.

[Sidenote: Adelanta Macdonald a Tarragona.]

También Don Enrique O’Donnell se vio obligado a retroceder en breve a
Tarragona, adonde le llamaban otros cuidados. El mariscal Macdonald,
después de haber introducido en Barcelona el convoy mencionado de
agosto, se adelantó vía de Tarragona ya para cercar si podía esta
plaza, ya para coadyuvar en caso contrario al asedio de Tortosa.
Desistió de lo primero, falto de almacenes y escasos los víveres
en aquella comarca, cuyos granos de antemano recogiera O’Donnell.
Este, además, se apostó de suerte que, guarecido de ser atacado
con buen éxito, trató de reducir a hambre el cuerpo de Macdonald,
situado desde el 18 de agosto en Reus y sus contornos. Frustrósele
el 21 al mariscal francés un reconocimiento que tentó del lado de
Tarragona, escarmentándole los nuestros en la altura de La Canonja.
[Sidenote: Se retira.] Para evitar mayor desastre, retirose Macdonald
el 25 de Reus, pidiendo antes la exorbitante contribución de 136.000
duros, e imponiendo otra también muy pesada sobre géneros ingleses y
ultramarinos.

[Sidenote: Dificultades con que tropieza.]

El camino que tomó fue el de Lérida, para abocarse en esta ciudad con
el general Suchet, y desde Alcover, dirigiéndose a Montblanch, pasaron
sus tropas por el estrecho de la Riba. Aquí las detuvo por su frente
la división que mandaba el brigadier Georget, que de antemano había
dispuesto O’Donnell viniese de hacia Urgel, en donde estaba. Al mismo
tiempo, D. Pedro Sarsfield las atacó por flanco y retaguardia en las
alturas de Picamoixons y Coll de las Molas, maniobrando a la izquierda
varias partidas. Los enemigos, con tan impensado ataque y las asperezas
del camino, se vieron muy comprometidos, pero siendo numerosas sus
fuerzas, alcanzaron, por último, forzar el paso y ganar las cumbres,
ayudándoles mucho una salida que hizo, a espaldas de Georget, la
guarnición de Lérida. Con todo, perdieron los franceses unos 400
hombres, entre muertos y heridos, y 150 prisioneros.

[Sidenote: Avístase en Lérida con Suchet.]

Llegado a Lérida el mariscal Macdonald, se avistó el 29 con el general
Suchet, que ya le aguardaba. Convinieron ambos en limitar ahora sus
operaciones al sitio de Tortosa, emprendiéndole el último por sí y con
sus propios medios, al paso que el primero debía protegerle, con tal
que tuviese víveres, los que le suministró Suchet en cuanto le fue
dable. Entonces creyó este que podría obrar activamente y apoderarse en
breve de Tortosa, sobre todo habiendo empezado a acercar a la plaza,
favorecido de una crecida del Ebro, piezas de grueso calibre. Pero sus
esperanzas no estaban todavía próximas a realizarse.

[Sidenote: Macdonald incomodado siempre por los españoles.]

El ejército francés de Cataluña continuó siempre escaso de granos y
embarazado para menearse, a pesar de los grandes esfuerzos de Suchet
y de Macdonald, pues las partidas, la oposición de los pueblos, la
cuidadosa diligencia de O’Donnell y sus movimientos desbarataban o
detenían los planes más bien combinados. Se colocó, en los primeros
días de septiembre, en Cervera, el mariscal Macdonald: y el general
español vislumbró desde luego que su enemigo tomaba aquellas estancias
para cubrir las operaciones de Suchet, amenazar por retaguardia la
línea del Llobregat, y enseñorearse de considerable extensión de país
que le facilitase subsistencias. Prontamente determinó O’Donnell
suscitar al francés nuevos estorbos, continuando en su primer propósito
de esquivar batallas campales.

Nada le pareció para conseguirlo tan oportuno como atacar los puestos
que el enemigo tenía a retaguardia, cuyos soldados se juzgaban
seguros, fuera del alcance del ejército español, y bastante fuertes
y bien situados para resistir a las partidas. O’Donnell, firme en
su resolución, ordenó que se embarcasen en Tarragona pertrechos,
artillería y algunas tropas, yendo todo convoyado por cuatro faluchos
y dos fragatas, una inglesa y otra española. Partió él en persona, el
6 de septiembre, por tierra, poniéndose en Villafranca al frente de la
división de Campoverde, que de intento había mandado venir allí. En
seguida dirigiose hacia Esparraguera, colocó fuerzas que observasen
al mariscal Macdonald, y otras que atendiesen a Barcelona, y uniendo
a su tropa la caballería de la división de Georget, prosiguió su ruta
por San Cugat, Mataró y Pineda. Salió de aquí el 12, envió por la
costa a Don Honorato de Fleyres con dos batallones y 60 caballos, y él
se encaminó a Tordera. Marchó Fleyres contra Palamós y San Feliú de
Guíxols, y O’Donnell, después de enviar exploradores hacia Hostalrich
y Gerona, avanzó a Vidreras. Para obrar con rapidez, tomó el último
consigo, al amanecer del 14, el regimiento de caballería de Numancia,
60 húsares y 100 infantes, que fueron tan de priesa que las ocho horas
de camino que se cuentan de Vidreras a La Bisbal, las anduvieron en
poco más de cuatro. Siguió detrás, y más despacio, el regimiento de
infantería de Iberia, situándose Campoverde con lo demás de la división
en el valle de Aro, a manera de cuerpo de reserva.

[Sidenote: Sorpresa gloriosa de La Bisbal.]

Luego que O’Donnell llegó enfrente de La Bisbal, ocupó todas las
avenidas, y diose tal maña que no solo cogió piquetes de coraceros que
patrullaban y un cuerpo de 130 hombres que venía de socorro, sino que
en la misma noche del 14 obligó a capitular al general Schwartz con
toda su gente que juntos se habían encerrado en un antiguo castillo
del pueblo. Desgraciadamente, queriendo poco antes reconocer por sí
O’Donnell dicho fuerte, con objeto de quemar sus puertas, fue herido de
gravedad en la pierna derecha, cuyo accidente enturbió la común alegría.

[Sidenote: Y de varios puntos de la costa.]

Fleyres, afortunado en su empresa, se apoderó de San Feliú de Guíxols,
y el teniente coronel Don Tadeo Aldea de Palamós, teniendo este la
gloria de haber subido el primero al asalto. Entre ambos puntos, el de
La Bisbal y otros de la costa tomaron los españoles 1200 prisioneros,
sin contar al general Schwartz y 60 oficiales, habiendo también cogido
17 piezas. Mereció más adelante Don Enrique O’Donnell, por expedición
tan bien dirigida y acabada, el título de conde de La Bisbal.

[Sidenote: Guerra en el Ampurdán.]

Posteriormente a este suceso creció la guerra contra los franceses en
el norte de Cataluña. Don Juan Clarós los molestaba hacia Figueras y
el coronel Don Luis Creeft, con los húsares de San Narciso, por Besalú y
Bañolas. Marchó a Puigcerdá el marqués de Campoverde, acosó un trozo
de enemigos hasta Montluis y exigió contribuciones en la misma Cerdaña
francesa, de donde revolviendo sobre Calaf, estrechó de aquel lado al
mariscal Macdonald, al paso que el brigadier Georget le observaba por
Igualada.

[Sidenote: Eroles manda allí.]

El barón de Eroles, que ya se había distinguido en el sitio de Gerona,
se encargó, después de Campoverde, del mando de los distritos del
norte de Cataluña, bajo el título de comandante general de las tropas
y gente armada del Ampurdán. Empezó luego a hacer grave daño a los
enemigos, y al promediar de octubre les apresó un convoy cerca de la
Junquera, acometiéndolos el 21, con ventaja, en su campamento de Lladó.

[Sidenote: Campoverde en Cardona.]

El propio día, junto a Cardona, hizo asimismo frente el marqués de
Campoverde a las tropas del mariscal Macdonald. Vinieron estas de hacia
Solsona, cuya catedral habían quemado pocos días antes, y, encontrando
resistencia, tornaron a sus anteriores puestos: con la noche también se
recogieron los españoles a Cardona.

No eran decisivas, ni a veces de importancia, las más de dichas acciones
ni otras refriegas que omitimos; pero con ellas embarazábanse los
franceses, y se retardaban sus operaciones, renovándose la escasez de
víveres y creciendo la dificultad de su recolección.

[Sidenote: Otro convoy para Barcelona.]

Motivo por el que volvió Barcelona a dar a los enemigos fundados
temores. Dos meses eran ya corridos después de la entrada en la plaza
del último socorro, y los apuros se reproducían en su recinto. Se
esperaba el alivio de un convoy que partiera de Francia; mas como no
bastaban para custodiarle las fuerzas que regía en el Ampurdán el
general D’Hilliers, tuvo Macdonald que ir en noviembre camino de Gerona
para conducir salvo dicho convoy hasta la capital del principado.

[Sidenote: No adelantan los enemigos en el sitio de Tortosa.]

Así el cerco de Tortosa, suspendido en los meses de septiembre y
octubre, continuó del mismo modo durante el noviembre. No había
aquella interrupción pendido solamente de las razones que estorbaron
al mariscal Macdonald cooperar a aquel objeto, según había ofrecido,
sino también de los obstáculos que se presentaron al general Suchet,
nacidos unos de la naturaleza, otros del hombre. Los primeros parecían
vencidos con las lluvias del equinoccio, que empezaron a hinchar
el Ebro, y con lo que se adelantaba en el camino de ruedas arriba
indicado; no así los segundos, que llevaban traza de crecer en lugar de
allanarse.

[Sidenote: Convoyes que van allí de Mequinenza.]

Resueltos, sin embargo, los franceses a proseguir en su intento, habían
tratado ya en septiembre de enviar desde Mequinenza convoyes por agua,
y de asegurar el tránsito haciendo el 17 pasar de Flix a la otra orilla
del Ebro un batallón napolitano. El barón de La Barre, que mandaba una
división española en Falset (punto que los nuestros volvieron a ocupar
luego que Macdonald en agosto se dirigió a Lérida), [Sidenote: Los
atacan los españoles.] destacó un trozo de gente, a las órdenes del
teniente coronel Villa, contra el mencionado batallón, al cual este
jefe sorprendió y cogió entero. Afortunadamente para los franceses,
el convoy que debió partir retardó su salida, escaso todavía de agua
el río Ebro, sin lo cual hubiera aquel tenido la misma suerte que los
napolitanos. No solo en este sino también en otros lances prosiguió el
barón de La Barre incomodando al enemigo lo largo de aquella orilla.

[Sidenote: Carvajal en Aragón.]

Por la derecha desempeñaron igual faena los aragoneses. Gobernábalos
en jefe desde agosto Don José María de Carvajal, a quien la regencia
de Cádiz había nombrado con objeto de que obedeciesen a una sola
mano las diversas partidas y cuerpos que recorrían aquel reino.
Pensamiento loable, pero cuya ejecución se encomendó a hombre de
limitada capacidad. Carvajal paró solo mientes en lo accesorio del
mando, y descuidó lo más principal. Estableció en Teruel grande aparato
de oficinas, con poca previsión almacenes, y dio ostentosas proclamas.
En vez de ayudar, embarazaba a los jefes subalternos, y mostrábase
quisquilloso con sus puntas de celos.

[Sidenote: Villacampa infatigable en guerrear.]

Importunaba más que a los otros a Don Pedro Villacampa, como quien
descollaba sobre todos. Este caudillo, sin embargo, continuando
infatigable la guerra, cogió el 6 de septiembre, en Andorra, [Sidenote:
Andorra.] un destacamento enemigo, y al siguiente día, en Las Cuevas
de Cañart, [Sidenote: Las Cuevas.] un convoy con 136 soldados y 3
oficiales. El coronel Plicque, que lo mandaba, logró escaparse,
achacándose a Carvajal la culpa por haber retenido lejos, so pretexto
de revista, parte de las tropas. Desazonado Suchet con tales pérdidas,
envió de Mora para ahuyentar a Villacampa alguna fuerza a las órdenes
del general Habert, que, reunido a los coroneles Plicque y Kliski, que
estaban hacia Alcañiz, obligó al español a enmarañarse en las sierras.

Mas pasado un mes, volviendo Villacampa a avanzar, resolvió de nuevo
Suchet que le atacasen sus tropas, y destacó a Chlopicki del bloqueo
de Tortosa, con 7 batallones y 400 caballos. Villacampa retrocedió, y
Carvajal evacuó a Teruel, donde entraron los franceses el 30. Siguieron
estos de cerca a los españoles, [Sidenote: Alventosa.] y en la mañana
siguiente alcanzaron su retaguardia más allá de la quebrada de
Alventosa, y cogieron 6 piezas, varios caballos y carros de municiones.

[Sidenote: Combate de la Fuensanta.]

Chlopicki creyó con esto haber dispersado del todo a los españoles; pero
luego se desengañó, quedando en pie la mayor parte de la fuerza del
general Villacampa. Por lo mismo trató de aniquilarla, y se encontró
con ella apostada, el 12 de noviembre, en las alturas inmediatas al
santuario de la Fuensanta, espaldas de Villel. Don Pedro Villacampa
tenía unos 3000 hombres, manteniéndose Carvajal con alguna gente en
Cuervo, a una legua del campo de batalla. La posición española era
fuerte, aunque algo prolongada, y la defendieron los nuestros dos horas
porfiadamente, hasta que la izquierda fue envuelta y atropellada.
Perecieron de los españoles unos 200 hombres, ahogándose bastantes en
el Guadalaviar al cruzar el puente de Libros, que con el peso se hundió.

Chlopicki tornó después al sitio de Tortosa, y dejó a Kliski con 1200
hombres para defender por aquella parte contra Villacampa la orilla
derecha del Ebro.

[Sidenote: Nuevos convoyes para Tortosa.]

Entre tanto, sosteniéndose altas con mayor constancia las aguas de
este río, apresuráronse los enemigos a transportar lo que exigía el
entero complemento del asedio de aquella plaza. Mas no lo ejecutaron
sin tropiezos y contratiempos. [Sidenote: Combates parciales.] El 3 de
noviembre, diecisiete barcas partieron de Mequinenza, escoltadas con
tropa francesa que las seguían por las márgenes del Ebro; la rapidez
de la corriente hizo que aquellas tomasen la delantera. Aprovechose de
tal acaso el teniente coronel Villa, puesto en emboscada entre Fayón
y Ribarroja, y atacando el convoy cogió varias barcas, salvándose las
otras al abrigo de refuerzos que acudieron. No les faltaron tampoco,
antes de llegar a su destino, nuevas refriegas. Lo mismo sucedió el 27
de noviembre a otro convoy, con la diferencia de que en este caso las
barcas se habían retrasado, anticipándose las escoltas, y catalanes en
acecho acometieron aquellas, las hicieron varar, y cogieron 70 hombres
de la guarnición de Mequinenza que habían salido a socorrerlas.

[Sidenote: Los españoles desalojados de Falset.]

Como semejantes tentativas y correrías o eran proyectadas por la
división española alojada en Falset, o por lo menos las apoyaba, había
ya determinado Suchet, tanto para escarmentarla, cuanto para facilitar
la aproximación del 7.º cuerpo, al que siempre aguardaba, atacar a los
españoles en aquel puesto. Verificolo así el 19 de noviembre por medio
del general Habert, quien, no obstante una viva resistencia de los
nuestros, regidos por el barón de La Barre, se enseñoreó del campo y
cogió 300 prisioneros, de cuyo número fue el general García Navarro, si
bien luego consiguió escaparse.

[Sidenote: Movimiento de Bassecourt.]

Don Luis de Bassecourt, por el lado de Valencia, también tentó molestar
a los franceses, y aun divertirlos del sitio de Tortosa. En la noche
del 25 de noviembre partió de Peñíscola la vuelta de Ulldecona, con
8000 infantes y 800 caballos distribuidos en tres columnas: la del
centro la mandaba el mismo Bassecourt; la de la derecha, que se dirigía
camino de Alcanar, Don Antonio Porta; y la de la izquierda, Don Melchor
Álvarez. Al llegar el primero cerca de Ulldecona, [Sidenote: Acción de
Ulldecona.] perdió tiempo aguardando a Porta; pero, impaciente, ordenó al
fin que avanzasen guerrillas de infantería y caballería, y que al oír
cierta señal atacasen. Hízose así, sustentando Bassecourt la acometida
por el centro con el grueso de los jinetes, y por los flancos con los
peones. Hasta tercera vez insistieron los nuestros en su empeño, en
cuya ocasión no descubriéndose todavía ni a Porta, ni a Don Melchor
Álvarez, tuvieron que cejar con quebranto, en especial el escuadrón de
la Reina, cuyo coronel, Don José Velarde, quedó prisionero. Bassecourt
se retiró por escalones y en bastante orden hasta Vinaroz, donde
se le juntó Don Antonio Porta. Los franceses vinieron luego encima,
habiendo juntado todas sus fuerzas el general Musnier, que los mandaba,
con lo que los nuestros, ya desanimados, se dispersaron. Recogiose
Bassecourt a Peñíscola, en donde se volvió a reunir su gente, y llegó
noticia de haberse mantenido salva la izquierda que capitaneaba Don
Melchor Álvarez, ya que no acudiese con puntualidad al sitio que se le
señalara. Corta fue de ambos lados la pérdida; los prisioneros por el
nuestro, bastantes, aunque después se fugaron muchos. Achacose en parte
la culpa de este descalabro a la lentitud de Porta: otros pensaron que
Bassecourt no había calculado convenientemente los tropiezos que en la
marcha encontrarían las columnas de derecha e izquierda.

Al mismo tiempo que se avanzó hacia Ulldecona, dio la vela de Peñíscola
una flotilla, con intento de atacar los puestos franceses de la Rápita
y los Alfaques; mas, estando sobre aviso el general Harispe, que había
sucedido en el mando de la división a Laval, muerto de enfermedad, tomó
sus precauciones y estorbó el desembarco.

[Sidenote: Macdonald socorre a Barcelona y se acerca a Tortosa.]

Se acercaba, en tanto, el día en que Macdonald, después de largo
esperar, ayudase de veras a la completa formalización del sitio de
Tortosa. Permitióselo el haber podido meter en Barcelona el convoy
que insinuamos fue a buscar vía del Ampurdán. Aseguradas de este modo
por algún tiempo las subsistencias en dicha plaza, dejó en ella 6000
hombres; 14.000 a las órdenes del general Baraguey D’Hilliers en Gerona
y Figueras, de que la mayor parte quedaba disponible para guerrear
en el campo y mantener las comunicaciones con Francia, y con 15.000
restantes marchó el mismo Macdonald la vuelta del Ebro, entrando en
Mora el 13 de diciembre. Concertáronse él y Suchet, y sentando este en
Jerta su cuartel general, [Sidenote: Formaliza el sitio Suchet.] ocupó
el otro los puestos que antes cubría la división de Habert, y se dio
principio a llevar con rapidez los trabajos del sitio de Tortosa, del
que hablaremos en uno de los próximos libros.

A la propia sazón el ejército español de Cataluña, dejando una división
que observase el Llobregat, y continuando el Ampurdán al cuidado del
barón de Eroles, se colocó en su mayor parte frontero a Macdonald, en
figura de arco, alrededor de Lent, y apoyada la derecha en Montblanch.
[Sidenote: Deja O’Donnell el mando.] Faltole luego el brazo activo
y vigoroso de Don Enrique O’Donnell, quien debilitado a causa de su
herida, empeorada con los cuidados, tuvo que embarcarse para Mallorca
antes de acabar diciembre, recayendo el mando interinamente, como más
antiguo, en Don Miguel de Iranzo.

Por la relación que acabamos de hacer de las operaciones militares de
estos meses en Cataluña, Aragón y Valencia, harto enmarañadas, y quizá
enojosas por su menudencia, habrá visto el lector cómo, a pesar de
haber escaseado en ellas trabazón y concierto, fueron para el enemigo
incómodas y ominosas; pues desde principio de julio que embistió a
Tortosa, no pudo hasta diciembre formalizar el sitio. Nuevo ejemplo de
lo que son estas guerras. Sesenta mil franceses, no obstante los yerros
y la mala inteligencia de nuestros jefes, nada adelantaron por aquella
parte durante varios meses en la conquista, estrellándose sus esfuerzos
contra el tropel de refriegas y pertinacia de los pueblos.

[Sidenote: Partidas en lo interior de España.]

En el riñón de España, junto con las provincias vascongadas y Navarra,
se aumentaban las partidas, y en este año de 10 llegaron a formar
algunas de ellas cuerpos numerosos y mejor disciplinados; pues en
tales lides, como decía Fernando del Pulgar, «crece el corazón con
las hazañas, y las hazañas con la gente, y la gente con el interés.»
Proseguían también allí, en algunos parajes, gobernando las juntas,
las cuales, sin asiento fijo, mudaban de morada según la suerte de
las armas, y ya se embreñaban en elevadas sierras, o ya se guarecían
en recónditos yermos. La regencia de Cádiz nombraba a veces generales
que tuviesen bajo su mando los diversos guerrilleros de un determinado
distrito, o ensalzaba a los que de entre ellos mismos sobresalían,
autorizándolos con grados y comandancias superiores. Igualmente
envió intendentes u otros empleados de hacienda que recaudasen las
contribuciones y llevasen, en lo posible, la correspondiente cuenta y
razón, invirtiéndose los productos en las atenciones de los respectivos
territorios. Y si no se estableció en todas partes entero y cumplido
orden, incompatible con las circunstancias y la presencia del enemigo,
por lo menos adoptose un género de gobernación que, aunque llevaba
visos de solo concertado desorden, remedió ciertos males, evitó otros,
y mantuvo siempre viva la llama de la insurrección.

No poco por su lado contribuían los franceses al propio fin. Sus
extorsiones pasaban la raya de lo hostigoso e inicuo. Vivían, en
general, de pesadísimas derramas y de escandaloso pillaje, cuyos
excesos producían en los pueblos venganzas, y estas crueles y
sanguinarias medidas del enemigo. Los alcaldes de los pueblos, los
curas párrocos, los sujetos distinguidos, sin reparar en edad ni
aun en sexo, tenían que responder de la tranquilidad pública, y
con frecuencia, so pretexto de que conservaban relaciones con los
partidarios, se los metía en duras prisiones, se los extrañaba a
Francia, o eran atropelladamente arcabuceados. ¡Qué pábulo no daban
tales arbitrariedades y demasías al acrecentamiento de las guerrillas!

Asaltados por ellas en todos lugares, tuvieron los enemigos que
establecer de trecho en trecho puestos fortificados, valiéndose de
antiguos castillos de moros, o de conventos y casas-palacio. Por este
medio aseguraban sus caminos militares, la línea de sus operaciones,
y formaban depósitos de víveres y aprestos de guerra. Su dominio no
se extendía generalmente fuera del recinto fortalecido, teniendo a
veces que oír, mal de su grado y sin poder estorbarlo, las jácaras
patrióticas que en su derredor venían a entonar, con los habitantes,
los atrevidos partidarios.

Al viajante presentaban por lo común aquellos caminos triste y
desoladora vista: pueblos desiertos, arruinados, continua soledad que
interrumpían de tarde en tarde escoltados convoyes, o la aparición de
los puestos franceses, cuyos soldados recelosamente salían de entre sus
empalizadas. Resultas precisas, pero lastimosas, de tan cruda y bárbara
guerra.

Conservar de este modo las comunicaciones exigía de los franceses
suma vigilancia y mucha gente. Así, en las provincias de que vamos
hablando, nada menos contaban que unos 70.000 hombres, 24.000 en Madrid
y lo restante de Castilla la Nueva. En la Vieja, además de Segovia y
Ávila, y de otros puntos de inmediato enlace con las operaciones de
Portugal y Asturias, había en Valladolid de 6 a 7000 hombres, y 10.000
en Burgos, Soria y sus contornos; 7000 se esparcían por Álava, Vizcaya
y Guipúzcoa, y 22.000 se alojaban en Navarra. Distribuíase toda esta
gente en columnas móviles, o se juntaba, según los casos, en cuerpos
más numerosos y compactos.

En orden a los partidarios, causadores de tanto afán, no nos es dado
hacer de todos particular especificación, y menos de sus hechos, como
ajena de una historia general. Subía a 200 la cuenta de los caudillos
más conocidos, apareciendo y desapareciendo otros muchos con las
oleadas de los sucesos.

Los que andaban cerca de los ejércitos en la circunferencia peninsular,
y de que ya hemos hablado, permanecían más fijos en sus respectivos
lugares, como dependientes de cuerpos reglados. Los que ahora nos
ocupan, si bien de preferencia tenían, digámoslo así, determinada
vivienda, trasladábanse de una provincia a otra al son de las
alternativas y vueltas de la guerra, o según el cebo que ofrecía alguna
lucrativa o gloriosa empresa.

[Sidenote: En Andalucía.]

En Andalucía, aparte de las guerrillas nombradas y que recorrían las
sierras de Granada y Ronda, diéronse a conocer bastante las de Don
Pedro Zaldivia, Don Juan Mármol y Don Juan Lorenzo Rey, habiendo una,
que apellidaron del Mantequero, metídose en el barrio de Triana un día
de los del mes de septiembre, con gran sobresalto de los franceses de
Sevilla.

[Sidenote: En Castilla la Nueva.]

Continuaban en la Mancha haciendo sus excursiones Francisquete y los ya
insinuados en otro libro. Oyéronse ahora los nombres de Don Miguel Díaz
y de Don Juan Antonio Orobio, juntamente con los de Don Francisco Abad
y Don Manuel Pastrana, el primero bajo el mote de Chaleco, y el último
bajo el de Chambergo. Usanza esta general entre el vulgo, no olvidada
ahora con caudillos que por la mayor parte salían de las honradas pero
humildes clases del pueblo.

Apareció en la provincia de Toledo Don Juan Palarea, médico de
Villaluenga, y en la misma murió el famoso partidario Don Ventura
Jiménez, de resultas de heridas recibidas el 17 de junio en un empeñado
choque junto al puente de San Martín. Igual y gloriosa suerte cupo
a Don Toribio Bustamante, alias el Caracol, que recorría aquella
provincia y la de Extremadura. Tomó las armas después de la batalla
de Rioseco, en donde era administrador de correos, para vengar la
muerte de su mujer y de un tierno hijo, que perecieron a manos de los
franceses en el saco de aquella ciudad. Finó el 2 de agosto, lidiando
en el puerto de Miravete.

En las cercanías de Madrid hervían las partidas, a pesar de las fuerzas
respetables que custodiaban la capital; bien es verdad que dentro tenía
la causa nacional firmes parciales, y auxilios y pertrechos, y hasta
insignias honoríficas recibían de su adhesión y afecto los caudillos de
las guerrillas.

Don Juan Martín [el Empecinado], que por lo común peleaba en la
provincia vecina de Guadalajara, era a quien especialmente se dirigían
los envíos y obsequiosos rendimientos. Cuerpos suyos destacados
rondaban a menudo no lejos de Madrid, y el 13 de julio hasta se
metieron en la Casa de Campo, tan inmediata a la capital y sitio de
recreo de José. A tal punto inquietaban estos rebatos a los enemigos,
y tanto se multiplicaban, que el conde de Laforest, embajador de
Napoleón cerca de su hermano, después de hablar en un pliego, escrito
en 5 de julio al ministro Champagny, de que las «sorpresas que hacían
las cuadrillas españolas de los puestos militares, de los convoyes y
correos, eran cada día más frecuentes», añadía, «que en Madrid nadie
se podía, sin riesgo, alejar de sus tapias.»

Mirando los franceses al Empecinado como principal promovedor de
tales acometidas, quisieron destruirle, y ya en la primavera habían
destacado contra él, a las órdenes del general Hugo, una columna
volante de 3000 infantes y caballos, en cuyo número había españoles de
los enregimentados por José, pero que comúnmente solo sirvieron para
engrosar las filas del Empecinado.

El general Hugo, aunque al principio alcanzó ventajas, creyó oportuno,
para apoyar sus movimientos, fortalecer en fines de junio a Brihuega
y Sigüenza. No tardó el Empecinado en atacar a esta ciudad, constando
ya su fuerza de 600 infantes y 400 caballos. Se agregó a él, con
100 hombres, Don Francisco de Palafox, que vimos antes en Alcañiz,
y que luego pasó a Mallorca, donde murió. Juntos ambos caudillos,
obligaron a los franceses a encerrarse en el castillo, y entraron en
la ciudad. Abandonáronla pronto. Mas desde entonces el Empecinado no
cesó de amenazar a los franceses en todos los puntos, y de molestarlos
marchando y contramarchando, y ora se presentaba en Guadalajara, ora
delante de Sigüenza, y ora, en fin, cruzaba el Jarama y ponía en
cuidado hasta la misma corte de José.

Servíale de poco a Hugo su diligencia, pues Don Juan Martín, si se veía
acosado, presto a desparcir su gente, juntábala en otras provincias, e
iba hasta las de Burgos y Soria, de donde también venían a veces en su
ayuda Tapia y Merino.

El 18 de agosto trabó en Cifuentes, partido de Guadalajara, una
porfiada refriega, y aunque de resultas tuvo que retirarse, apareció
otra vez el 24 en Mirabueno, y sorprendió una columna enemiga
cogiéndole bastantes prisioneros. Volvió en 14 de septiembre a empeñar
otra acción, también reñida, en el mismo Cifuentes, la cual duró
todo el día, y los franceses, después de poner fuego a la villa, se
recogieron a Brihuega.

Ascendió en octubre la fuerza del Empecinado a 600 caballos y 1500
infantes, con lo que pudo destacar partidas a Castilla la Vieja y otros
lugares, no solo para pelear contra los franceses sino también para
someter algunas guerrillas españolas que, so color de patriotismo,
oprimían los pueblos y dejaban tranquilos a los enemigos.

No le estorbó esta maniobra hostilizar al general Hugo, y el 18 de
octubre escarmentó a algunas de sus tropas en las Cantarillas de
Fuentes, apresando parte de un convoy.

Con tan repetidos ataques desflaquecía la columna del general Hugo,
y menester fue que le enviasen de Madrid refuerzos. Luego que se le
juntaron, se dirigió a Humanes, y allí en 7 de diciembre escribió al
Empecinado, ofreciéndole para él y sus soldados servicio y mercedes
bajo el gobierno de José. Replicó el español briosamente y como
honrado, de lo cual enfadado Hugo, cerró con los nuestros dos días
después en Cogolludo, teniendo el jefe español que retirarse a Atienza,
sin que por eso se desalentase; pues a poco se dirigió a Jadraque y
recobró varios de sus prisioneros. «Tal era, dice el general Hugo en
sus memorias, la pasmosa actividad del Empecinado, tal la renovación
y aumento de sus tropas, tales los abundantes socorros que de todas
partes le suministraban, que me veía forzado a ejecutar continuos
movimientos.» Y más adelante concluye con asentar: «Para la completa
conquista de la península se necesitaba acabar con las guerrillas...
Pero su destrucción presentaba la imagen de la hidra fabulosa.»
Testimonio imparcial, y que añade nuevas pruebas en favor del raro
y exquisito mérito de los españoles en guerra tan extraordinaria y
hazañosa.

Don Luis de Bassecourt, conforme apuntamos, mandaba en Cuenca antes
de pasar a Valencia. Entraron los franceses en aquella ciudad el 17
de junio, y hallándola desamparada cometieron excesos parecidos a los
que allí deshonraron sus armas en las anteriores ocupaciones. Quemaron
casas, destruyeron muebles y ornamentos, y hasta inquietaron las
cenizas de los muertos desenterrando varios cadáveres en busca, sin
duda, de alhajas y soñados tesoros.

Evacuaron luego la ciudad, y en agosto sucedió a Bassecourt en el
mando Don José Martínez de San Martín, que también de médico se había
convertido en audaz partidario. Recorría la tierra hasta el Tajo, en
cuyas orillas escarmentó a veces la columna volante que capitaneaba en
Tarancón el coronel francés Forestier.

[Sidenote: En Castilla la Vieja.]

Cundía igualmente voraz el fuego de la guerra al norte de las sierras
de Guadarrama. Sosteníanse los más de los partidarios en otro libro
mencionados, y brotaron otros muchos. De ellos, en Segovia, Don Juan
Abril; en Ávila, Don Camilo Gómez; en Toro, Don Lorenzo Aguilar; y
distinguiose en Valladolid la guerrilla de caballería, llamada de
Borbón, que acaudillaba Don Tomás Príncipe.

Aquí mostrábase el general Kellermann contra los partidarios tan
implacable y severo como antes, portándose, a veces, ya él o ya los
subalternos, harto sañudamente. Hubo un caso que aventajó a todos
en esmerada crueldad. Fue, pues, que preso el hijo de un latonero
de aquella ciudad, de edad de doce años, que llevaba pólvora a las
partidas, no queriendo descubrir la persona que le enviaba, aplicáronle
fuego lento a las plantas de los pies y a las palmas de las manos para
que con el dolor declarase lo que no quería de grado. El niño, firme
en su propósito, no desplegó los labios, y conmoviéronse, al ver tanta
heroicidad, los mismos ejecutores de la pena, mas no sus verdaderos
y empedernidos verdugos. ¿Y quién, después de este ejemplo y otros
semejantes, solo propios de naciones feroces y de siglos bárbaros,
extrañará algunos rigores, y aun actos crueles de los partidarios?

Don Juan Tapia, en Palencia; Don Jerónimo Merino, en Burgos; Don
Bartolomé Amor, en La Rioja, y en Soria Don José Joaquín Durán, ya
unidos, ya separadamente, peleaban en sus respectivos territorios,
o batían la campaña en otras provincias. Eligió la junta de Soria a
Durán, comandante general de su distrito. Siendo brigadier fue hecho
prisionero en la acción de Bubierca, y habiéndose luego fugado,
se mantenía oculto en Cascante, pueblo de su naturaleza. Resolvió
dicha junta este nombramiento [que mereció en breve la aprobación
del gobierno] de resultas de un descalabro que el 6 de septiembre
padecieron en Yanguas sus partidas, unidas a las de La Rioja. Causolo
una columna volante enemiga que regía el general Roguet, quien
inhumanamente mandó fusilar 20 soldados españoles prisioneros, después
de haberles hecho creer que les concedía la vida.

Durán se estableció en Berlanga. Su fuerza, al principio, no era
considerable; pero aparentó de manera que el gobernador francés de
Soria, Duvernet, si bien a la cabeza de 1600 hombres de la guardia
imperial, no osó atacarle solo, y pidió auxilio al general Dorsenne,
residente en Burgos. Por entonces ni uno ni otro se movieron, y dejaron
a Durán tranquilo en Berlanga.

Tampoco pensaba este en hacer tentativa alguna hasta que su gente
fuese más numerosa y estuviese mejor disciplinada. Pero habiéndosele
presentado en diciembre los partidarios Merino y Tapia, con 600
hombres, los más de caballería, no quiso desaprovechar tan buena
ocasión, y les propuso atacar a Duvernet, que a la sazón se alojaba,
con 600 soldados, en Calatañazor, camino del Burgo de Osma. Aprobaron
Merino y Tapia el pensamiento, y todos convinieron en aguardar a los
franceses el 11, a su paso por Torralba. Apareció Duvernet, trabose la
pelea, y ya iba aquel de vencida cuando de repente la caballería de
Merino volvió grupa y desamparó a los infantes. Dispersáronse estos,
tornaron Tapia y su compañero a sus provincias, y Durán a Berlanga,
en donde sin ser molestado continuó hasta finalizar el año de 10,
procurando reparar sus pérdidas y mejorar la disciplina.

[Sidenote: Santander y provincias vascongadas.]

Tomó a su cargo la Montaña de Santander el partidario Campillo,
aproximándose unas veces a Asturias, y otras a Vizcaya, mas siempre con
gran detrimento del enemigo. Mereció por ello gran loa, y también por
ser de aquellos lidiadores que, sirviendo a su patria, nunca despojaron
a los pueblos.

La misma fama adquirió en esta parte Don Juan de Aróstegui, que
acaudillaba en Vizcaya una partida considerable con el nombre de
Bocamorteros. Sonaba en Álava desde principios de año Don Francisco
Longa, de la Puebla de Arganzón, quien en breve contó bajo su mando unos
500 hombres. Pronto rebulló también en Guipúzcoa Don Gaspar Jáuregui,
llamado el Pastor porque soltó el cayado para empuñar la espada.

[Sidenote: Expedición de Renovales a la costa cantábrica.]

Estas provincias vascongadas, así como toda la costa cantábrica, de
suma importancia para divertir al enemigo y cortarle en su raíz las
comunicaciones, habían llamado particularmente la atención del gobierno
supremo, y por tanto, además de las expediciones referidas de Porlier,
se idearon otras. Fue de ellas la primera una que encomendó la regencia
a Don Mariano Renovales. Salió este al efecto de Cádiz, aportó a la
Coruña, y hechos los preparativos, dio de aquí la vela el 14 de octubre
con rumbo al este. Llevaba 1200 españoles y 800 ingleses, convoyados
por 4 fragatas de la misma nación y otra de la nuestra, con varios
buques menores. Mandaba las fuerzas de mar el comodoro Mends.

Fondeó la expedición en Gijón el 17, a tiempo que Porlier peleaba
en los alrededores con los franceses; mas no pudiendo Renovales
desembarcar hasta el 18, diose lugar a que los enemigos evacuasen
aquella villa, y que Porlier, atacado por estos, unidos a los de
afuera, se alejase. Renovales se reembarcó, y el 23 surgió en Santoña;
vientos contrarios no le permitieron tomar tierra hasta el 28; espacio
de tiempo favorable a los franceses que, acudiendo con fuerzas
superiores en auxilio del punto amagado, obligaron a los nuestros
a desistir de su intento. Además, la estación avanzaba y se ponía
inverniza, con anuncios de temporales peligrosos en costa tan brava;
por lo mismo, pareciendo prudente retroceder a Galicia, aportaron los
nuestros a Vivero. Allí, arreciando los vientos, se perdió la fragata
española Magdalena y el bergantín Palomo, con la mayor parte de sus
tripulaciones. Grande desdicha que si en algo pendió de los malos
tiempos, también hubo quien la atribuyese a imprevisión y tardanzas.

[Sidenote: Navarra. Espoz y Mina.]

Causó al principio desasosiego a los franceses esta expedición, que
creyeron más poderosa; pero tranquilizándose después al verla alejada,
pusieron nuevo conato, aunque inútilmente, en despejar el país de las
partidas, perturbándolos en especial Don Francisco Espoz y Mina, que
sobresalió por su intrepidez y no interrumpidos ataques.

A poco de la desgracia de su sobrino, había allegado bastante gente,
que todos los días se aumentaba. Sin aguardar a que fuese muy numerosa,
emprendió ya en abril frecuentes acometidas, y prosiguió los meses
adelante atajando las escoltas y combatiendo los alojamientos
enemigos. Impacientes estos y enfurecidos del fatigoso pelear,
determinaron en septiembre destruir a tan arrojado partidario. Valiose
para ello el general Reille, que mandaba en Navarra, de las fuerzas que
allí había y de otras que iban de paso a Portugal, juntando de este
modo unos 30.000 hombres.

Mina, acosado, para evitar el exterminio de su gente, la desparramó
por diversos lugares, encaminándose parte de ella a Castilla y parte a
Aragón. Guardó él consigo algunos hombres, y más desembarazado, no cesó
en sus ataques, si bien tuvo luego que correrse a otras provincias.
Herido de gravedad, tornó después a Navarra para curarse, creyéndose
más seguro en donde el enemigo más le buscaba. ¡Tal y tan en su favor
era la opinión de los pueblos, tanta la fidelidad de estos!

Antes de ausentarse dio en Aragón nueva forma a sus guerrillas, vueltas
a reunir en número de 3000 hombres, y las repartió en tres batallones y
un escuadrón: confirió el mando de dos de ellos a Curuchaga y a Górriz,
jefes dignos de su confianza. La regencia de Cádiz le nombró entonces
coronel y comandante general de las guerrillas de Navarra; pues estos
caudillos, en medio de la independencia de que disfrutaban, hija de
las circunstancias y de su posición, aspiraban todos a que el gobierno
supremo confirmase sus grados y aprobase sus hechos, reconociéndole
como autoridad soberana y único medio de que se conservase buena
armonía y unión entre las provincias españolas.

Recobrado Mina de su herida, comenzó, al finalizar octubre, otras
empresas, y su gente recorrió de nuevo los campos de Aragón y Castilla
con terrible quebranto de los enemigos. Restituyose en diciembre a
Navarra, atacó a los franceses en Tievas, Monreal y Aibar, y cerrando
dichosamente la campaña de 1810, se dispuso a dar a su nombre, en las
sucesivas, mayor fama y realce.

Júzguese por lo que hemos referido cuantos males no acarrearían las
guerrillas al ejército enemigo. Habíalas en cada provincia, en cada
comarca, en cada rincón: contaban algunas 2000 y 3000 hombres, la
mayor parte 500 y aun 1000. Se agregaron las más pequeñas a las más
numerosas, o desaparecieron, porque como eran las que por lo general
vejaban los pueblos, faltábales la protección de estos, persiguiéndolas
al propio tiempo los otros guerrilleros, interesados en su buen
nombre y a veces también en el aumento de su gente. No hay duda que
en ocasiones se originaron daños a los naturales, aun de las grandes
partidas; pero los más eran inherentes a este linaje de guerra,
pudiéndose resueltamente afirmar que, sin aquellas, hubiera corrido
riesgo la causa de la independencia. Tranquilo poseedor el enemigo de
extensión vasta de país, se hubiera entonces aprovechado de todos sus
recursos transitando por él pacíficamente, y dueño de mayores fuerzas,
ni nuestros ejércitos, por más valientes que se mostrasen, hubieran
podido resistir a la superioridad y disciplina de sus contrarios,
ni los aliados se hubieran mantenido constantes en contribuir a la
defensa de una nación cuyos habitantes doblaban mansamente la cerviz a
la coyunda extranjera.

[Sidenote: Cortes.]

Tregua ahora a tanto combate, y lanzándonos en el campo no menos vasto
de la política, hablemos de lo que precedió a la reunión de cortes, las
cuales, en breve congregadas, haciendo bambolear el antiguo edificio
social, echaron al suelo las partes ruinosas y deformes, y levantaron
otro que si no perfecto, por lo menos se acomodaba mejor al progreso
de las luces del siglo, y a los usos, costumbres y membranzas de las
primitivas monarquías de España.

[Sidenote: Remisa la regencia en convocarlas.]

Desaficionada la regencia a la institución de cortes, había postergado
el reunirlas, no cumpliendo debidamente con el juramento que había
prestado al instalarse «de contribuir a la celebración de aquel augusto
congreso en la forma establecida por la suprema junta central, y en
el tiempo designado en el decreto de creación de la regencia.» Cierto
es que en este decreto aunque se insistía en la reunión de cortes ya
convocadas para el 1.º de marzo de 1810, se añadía: «si la defensa del
reino... lo permitiere.» Cláusula puesta allí para el solo caso de
urgencia, o para diferir cortos días la instalación de las cortes; pero
que abría ancho espacio a la interpretación de los que procediesen con
mala o fría voluntad.

[Sidenote: Clamor general por ellas.]

Descuidó pues la regencia el cumplimiento de su solemne promesa, y
no volvió a mentar ni aun la palabra cortes sino en algunos papeles
que circuló a América, las más veces no difundidos en la península,
y cortados a traza de entretenimiento para halagar los ánimos de los
habitantes de ultramar. Conducta extraña que sobremanera enojó, pues
entonces ansiaban los más la pronta reunión de cortes, considerando
a estas como áncora de esperanza en tan deshecha tormenta. Creciendo
los clamores públicos, se unieron a ellos los de varios diputados de
algunas juntas de provincia, los cuales residían en Cádiz, y trataron
de promover legalmente asunto de tanta importancia. Temerosa la
regencia de la común opinión, y sabedora de lo que intentaban los
referidos diputados, resolvió ganar a todos por la mano, suscitando
ella misma la cuestión de cortes, ya que contase deslumbrar así y dar
largas, o ya que, obligada a conceder lo que la generalidad pedía,
quisiese aparentar que solo la estimulaba propia voluntad y no ajeno
impulso. A este fin, llamó el 14 de junio a Don Martín de Garay, y le
instó a que esclareciese ciertas dudas que ocurrían en el modo de la
convocación de cortes, no hallándose nadie más bien enterado en la
materia que dicho sujeto, secretario general e individuo que había sido
de la junta central.

[Sidenote: Las piden diputados de las juntas de provincia.]

No por eso desistieron de su intento los diputados de las provincias,
y el 17 del propio junio comisionaron a dos de ellos para poner en
manos de la regencia una exposición enderezada a recordar la prometida
reunión de cortes. Cupo el desempeño de este encargo a Don Guillermo
Hualde, diputado por Cuenca, y al conde de Toreno [autor de esta
historia], que lo era por León. Presentáronse ambos, y después de haber
el último obtenido venia, leído el papel de que eran portadores,
alborotose bastantemente el obispo de Orense, no acostumbrado a oír y
menos a recibir consejos. Replicaron los comisionados, y comenzaban
unos y otros a agriarse, cuando, terciando el general Castaños,
amansáronse Hualde y Toreno, y templando también el obispo su ira
locuaz y apasionada, humanose al cabo; y así él como los demás regentes
dieron a los diputados una respuesta satisfactoria. Divulgado el
suceso, remontó el vuelo la opinión de Cádiz, mayormente habiendo su
junta aprobado la exposición hecha al gobierno, y sostenídola con otra
que a su efecto elevó a su conocimiento en el día siguiente.

[Sidenote: Decreto de convocación. (* Ap. n. 12-2.)]

Amedrentada la regencia con la fermentación que reinaba, promulgó
el mismo 18 un decreto,[*] por el que, mandando que se realizasen
a la mayor brevedad las elecciones de diputados que no se hubiesen
verificado hasta aquel día, se disponía además que en todo el próximo
agosto concurriesen los nombrados a la Isla de León, en donde luego
que se hallase la mayor parte, se daría principio a las sesiones.
Aunque en su tenor parecía vago este decreto, no fijándose el día de
la instalación de cortes, sin embargo la regencia soltaba prendas que
no podía recoger, y a nadie era ya dado contrarrestar el desencadenado
ímpetu de la opinión.

[Sidenote: Júbilo general en la nación.]

Produjo en Cádiz, y seguidamente en toda la monarquía, extremo
contentamiento semejante providencia, y apresuráronse a nombrar
diputados las provincias que aún no lo habían efectuado, y que gozaban
de la dicha de no estar imposibilitadas para aquel acto por la
ocupación enemiga. En Cádiz empezaron todos a trabajar en favor del
pronto logro de tan deseado objeto.

[Sidenote: Dudas de la regencia sobre convocar una segunda cámara.]

La regencia, por su parte, se dedicó a resolver las dudas que, según
arriba insinuamos, ocurrían acerca del modo de constituir las cortes.
Fue una de las primeras la de si se convocaría o no una cámara de
privilegiados. En su lugar vimos cómo la junta central dio antes de
disolverse un decreto, llamando bajo el nombre de estamento o cámara de
dignidades a los arzobispos, obispos y grandes del reino; pero también
entonces vimos como nunca se había publicado esta determinación. En
la convocatoria general de 1.º de enero, ni en la instrucción que la
acompañaba, no había el gobierno supremo ordenado cosa alguna sobre su
posterior resolución: solo insinuó en una nota que igual convocatoria
se remitiría «a los representantes del brazo eclesiástico y de la
nobleza.» Las juntas no publicaron esta circunstancia, e ignorándola
los electores, habían recaído ya algunos de los nombramientos en
grandes y en prelados.

Perpleja con eso la regencia, empezó a consultar a las corporaciones
principales del reino sobre si convendría o no llevar a cumplida
ejecución el decreto de la central acerca del estamento de
privilegiados. Para acertar en la materia, de poco servía acudir a los
hechos de nuestra historia.

[Sidenote: Costumbre antigua.]

Antes que se reuniesen las diversas coronas de España en las sienes
de un mismo monarca, había la práctica sido varia, según los estados
y los tiempos. En Castilla desaparecieron del todo los brazos del
clero y de la nobleza después de las cortes celebradas en Toledo en
1538 y 1539. Duraron más tiempo en Aragón; pero colocada en el solio,
al principiar el siglo XVIII, la estirpe de los Borbones, dejaron en
breve de congregarse separadamente las cortes en ambos reinos, y solo
ya fueron llamadas para la jura de los príncipes de Asturias. Por
primera vez se vieron juntas, en 1709, las de las coronas de Aragón
y Castilla, y así continuaron hasta las últimas que se tuvieron en
1789, no asistiendo ni aun a estas, a pesar de tratarse algún asunto
grave, sino los diputados de las ciudades. Solo en Navarra proseguía la
costumbre de convocar a sus cortes particulares el brazo eclesiástico y
el militar, o sea de la nobleza. Pero además de que allí no entraban en
el primero exclusivamente los prelados, sino también priores, abades y
hasta el provisor del obispado de Pamplona, y que del segundo componían
parte varios caballeros sin ser grandes ni titulados, no podía servir
de norma tan reducido rincón a lo restante del reino, señaladamente
hallándose cerca, como para contrapuesto ejemplo, las provincias
vascongadas, en cuyas juntas, del todo populares, no se admiten ni aun
los clérigos. Ahora había también que examinar la índole de la presente
lucha, su origen y su progreso.

La nobleza y el clero, aunque entraron gustosos en ella, habían obrado
antes bien como particulares que como corporaciones, y lo más elevado
de ambas clases, los grandes y los prelados no habían por lo general
brillado ni a la cabeza de los ejércitos, ni de los gobiernos, ni de
las partidas. Agregábase a esto la tendencia de la nación, desafecta
a jerarquías, y en la que reducidos a estrechísimos límites los
privilegios de los nobles, todos podían ascender a los puestos más
altos sin excepción alguna.

[Sidenote: Opinión común en la nación.]

Mostrábase en ello tan universal la opinión que, no solo la apoyaban
los que propendían a ideas democráticas, mas también los enemigos de
cortes y de todo gobierno representativo. Los últimos no, en verdad,
como un medio de desorden [había entonces en España acerca del
asunto mejor fe], sino por no contrarrestar el modo de pensar de los
naturales. Ya en Sevilla, en la comisión de la junta central encargada
de los trabajos de cortes, los señores Riquelme y Caro, que apuntamos
desamaban la reunión de cortes, una vez decidida esta, votaron por
una sola cámara indivisa y común, y el ilustre Jovellanos por dos:
Jovellanos, acérrimo partidario de cortes y uno de los españoles más
sabios de nuestro tiempo. Los primeros seguían la voz común: guiaban al
último reglas de consumada política, la práctica de Inglaterra y otras
naciones. Entre los comisionados de las juntas residentes en Cádiz,
fue el más celoso en favor de una sola cámara Don Guillermo Hualde, no
obstante ser eclesiástico, dignidad de chantre en la catedral de Cuenca
y grande adversario de novedades. Contradicciones frecuentes en tiempos
revueltos, pero que nacían aquí, repetimos, de la elevada y orgullosa
igualdad que ostenta la jactancia española, manantial de ciertas
virtudes, causa a veces de ruinosa insubordinación.

[Sidenote: Consulta la regencia al consejo reunido.]

La regencia consultó sobre la materia, y otras relativas a cortes, al
consejo reunido. La mayoría se conformó en todo con la opinión más
acreditada, y se inclinó también a una sola cámara. Disintieron del
dictamen varios individuos del antiguo consejo de Castilla, [Sidenote:
Respuesta de este. Voto particular.] de cuyo número fueron el decano
Don José Colón, el conde del Pinar, y los señores Riega, Duque Estrada,
y Don Sebastián de Torres. Oposición que dimanaba, no de adhesión a
cámaras, sino de odio a todo lo que fuese representación nacional:
por lo que en su voto insistieron particularmente en que se castigase
con severidad a los diputados de las juntas que habían osado pedir la
pronta convocación de cortes.

Cundió en Cádiz la noticia de la consulta, junto con la del dictamen
de la minoría, y enfureciéronse los ánimos contra esta, mayormente no
habiendo los más de los firmantes dado al principio del levantamiento,
en 1808, grandes pruebas de afecto y decisión por la causa de la
independencia. De consiguiente, conturbáronse los disidentes al
saber que los tiros disparados en secreto, con esperanza de que se
mantendrían ocultos, habían reventado a la luz del día. Creció su temor
cuando la regencia, para fundar sus providencias, determinó que se
publicase la consulta y el dictamen particular. No hubo entonces manejo
ni súplica que no empleasen los autores del último para alcanzar el
que se suspendiese dicha resolución. Así sucedió, y tranquilizose la
mente de aquellos hombres, cuyas conciencias no habían escrupulizado
en aconsejar a las calladas injustas persecuciones, pero que se
estremecían aun de la sombra del peligro. Achaque inherente a la
alevosía y a la crueldad, de que muchos de los que firmaron el voto
particular dieron tristes ejemplos años adelante, cuando sonó en España
la lúgubre y aciaga hora de las venganzas y juicios inicuos.

[Sidenote: Consulta del consejo de estado.]

Pidió luego la regencia, acerca del mismo asunto de cámaras, el parecer
del consejo de estado, el cual convino también en que no se convocase
la de privilegiados. Votó en favor de este dictamen el marqués de
Astorga, no obstante su elevada clase; del mismo fue Don Benito de
Hermida, adversario en otras materias de cualesquiera novedades.
Sostuvo lo contrario Don Martín de Garay, como lo había hecho en la
central, y conforme a la opinión de Jovellanos.

[Sidenote: No se convoca segunda cámara.]

No pudiendo resistir la regencia a la universalidad de pareceres,
decidió que las clases privilegiadas no asistirían por separado a las
cortes que iban a congregarse, y que estas se juntarían con arreglo al
decreto que había circulado la central en 1.º de enero.

[Sidenote: Modo de elección.]

Según el tenor de este y de la instrucción que le acompañaba,
innovábase del todo el antiguo modo de elección. Solamente en memoria
de lo que antes regía se dejaba que cada ciudad de voto en cortes
enviase por esta vez, en representación suya, un individuo de su
ayuntamiento. Se concedía igualmente el mismo derecho a las juntas de
provincia, como premio de sus desvelos en favor de la independencia
nacional. Estas dos clases de diputados no componían, ni con mucho,
la mayoría, pero sí los nombrados por la generalidad de la población
conforme al método ahora adoptado. Por cada 50.000 almas se escogía un
diputado, y tenían voz para la elección los españoles de todas clases
avecindados en el territorio, de edad de 25 años, y hombres de casa
abierta. Nombrábanse los diputados indirectamente, pasando su elección
por los tres grados de juntas de parroquia, de partido y de provincia.
No se requerían para obtener dicho cargo otras condiciones que las
exigidas para ser elector y la de ser natural de la provincia, quedando
elegido diputado el que saliese de una urna o vasija en que habían de
sortearse los tres sujetos que primero hubiesen reunido la mayoría
absoluta de votos. Defectuoso, si se quiere, este método, ya por ser
sobradamente franco, estableciendo una especie de sufragio universal,
y ya restricto a causa de la elección indirecta, llevaba, sin embargo,
gran ventaja al antiguo, o a lo menos a lo que de este quedaba.

[Sidenote: El antiguo de España.]

En Castilla, hasta entrado el siglo XV, hubo cortes numerosas y a las que
asistieron muchas villas y ciudades, si bien su concurrencia pendió
casi siempre de la voluntad de los reyes, y no de un derecho reconocido
e inconcuso. A los diputados, o sean procuradores, nombrábanlos los
concejos formados de los vecinos, o ya los ayuntamientos, pues estos,
siendo entonces por lo común de elección popular, representaban con
mayor verdad la opinión de sus comitentes, que después, cuando se
convirtieron sus regidurías, especialmente bajo los Felipes austriacos,
en oficios vendibles y enajenables de la corona; medida que, por
decirlo de paso, nació más bien de los apuros del erario que de
miras ocultas en la política de los reyes. En Aragón, el brazo de las
universidades o ciudades, y en Valencia y Cataluña, el conocido con
el nombre de real, constaban de muchos diputados que llevaban la voz
de los pueblos. Cuáles fuesen los que hubiesen de gozar de semejante
derecho o privilegio no estaba bien determinado, pues según nos
cuentan los cronistas Martel y Blancas, solo gobernaba la costumbre.
Este modo de representar la generalidad de los ciudadanos, aunque
inferior, sin duda, al de la central, aparecía, repetimos, muy superior
al que prevaleció en los siglos XVI y XVII, decayendo sucesivamente
las prácticas y usos antiguos, a punto que en las cortes celebradas
desde el advenimiento de Felipe V hasta las últimas de 1789 solo se
hallaron presentes los caballeros procuradores de 37 villas y ciudades,
únicas en que se reconocía este derecho en las dos coronas de Aragón y
Castilla. Por lo que con razón asentaba Lord Oxford, al principio del
siglo XVIII, que aquellas asambleas solo eran ya _magni nominis umbra_.

[Sidenote: Poderes que se dan a los diputados.]

Conferíanse ahora a los diputados facultades amplias, pues además de
anunciarse en la convocatoria, entre otras cosas, que se llamaba la
nación a cortes generales «para restablecer y mejorar la constitución
fundamental de la monarquía», se especificaba en los poderes que
los diputados «podían acordar y resolver cuanto se propusiese en
las cortes, así en razón de los puntos indicados en la real carta
convocatoria, como en otros cualesquiera, con plena, franca, libre
y general facultad, sin que por falta de poder dejasen de hacer cosa
alguna, pues todo el que necesitasen les conferían [los electores] sin
excepción ni limitación alguna.»

[Sidenote: Llámanse a las cortes diputados de las provincias de América
y Asia.]

Otra de las grandes innovaciones fue la de convocar a cortes las
provincias de América y Asia. Descubiertos y conquistados aquellos
países a la sazón que en España iban de caída las juntas nacionales,
nunca se pensó en llamar a ellas a los que allí moraban. Cosa, por
otra parte, nada extraña atendiendo a sus diversos usos y costumbres,
a sus distintos idiomas, al estado de su civilización, y a las ideas
que entonces gobernaban en Europa respecto de colonias o regiones
nuevamente descubiertas, pues vemos que en Inglaterra mismo donde nunca
cesaron los parlamentos, tampoco en su seno se concedió asiento a los
habitadores allende los mares.

Ahora que los tiempos se habían cambiado, y confirmádose solemnemente
la igualdad de derechos de todos los españoles, europeos y
ultramarinos, menester era que unos y otros concurriesen a un congreso
en que iban a decidirse materias de la mayor importancia, tocante a
toda la monarquía que entonces se dilataba por el orbe. Requeríalo así
la justicia, requeríalo el interés bien entendido de los habitantes
de ambos mundos, y la situación de la península, que, para defender
la causa de su propia independencia, debía granjear las voluntades de
los que residían en aquellos países, y de cuya ayuda había reportado
colmados frutos. Lo dificultoso era arreglar en la práctica la
declaración de la igualdad. Regiones extendidas, como las de América,
con variedad de castas, con desvío entre estas y preocupaciones,
ofrecían en el asunto problemas de no fácil resolución. Agregábase la
falta de estadísticas, la diferente y confusa división de provincias
y distritos, y el tiempo que se necesitaba para desenmarañar tal
laberinto, cuando la pronta convocación de cortes no daba vagar, ni
para pedir noticias a América, ni para sacar de entre el polvo de los
archivos las mancas y parciales que pudieran averiguarse en Europa.

Por lo mismo, la junta central, en el primer decreto que publicó
sobre cortes en 22 de mayo de 1809, contentose con especificar que la
comisión encargada de preparar los trabajos acerca de la materia viese
«la parte que las Américas tendrían en la representación nacional.»
Cuando en enero de 1810 expidió la misma junta a las provincias de
España las convocatorias para el nombramiento de cortes, acordó también
un decreto en favor de la representación de América y Asia, limitándose
a que fuese supletoria, compuesta de 26 individuos escogidos entre los
naturales de aquellos países residentes en Europa, y hasta tanto que
se decidiese el modo más conveniente de elección. No se imprimió este
decreto, y solo se mandó insertar un aviso en la _Gaceta_ del mismo 7
de enero dando cuenta de dicha resolución, confirmada después por la
circular que, al despedirse, promulgó la central sobre celebración de
cortes.

No bastaba para satisfacer los deseos de la América tan escasa y
ficticia representación, por lo cual adoptose igualmente un medio que
si no era tan completo como el decretado para España, se aproximaba al
menos a la fuente de donde ha de derivarse toda buena elección. Tomose
en ello ejemplo de lo determinado antes por la central, cuando llamó a
su seno individuos de los diversos virreinatos y capitanías generales
de ultramar, medida que no tuvo cumplido efecto a causa de la breve
gobernación de aquel cuerpo. Según dicho decreto, no publicado sino en
junio de 1809, los ayuntamientos, después de nombrar tres individuos,
debían sortear uno y remitir el nombre del que fuese favorecido por
la fortuna al virrey o capitán general, quien reuniendo los de los
candidatos de las diversas provincias, tenía que proceder con el real
acuerdo a escoger tres y en seguida sortearlos, quedando elegido para
individuo de la junta central el primero que saliese de la urna. Así
se ve que el número de los nombrados se limitaba a uno solo por cada
virreinato o capitanía general.

Conservando en el primer grado el mismo método de elección, había
dado la regencia, en 14 de febrero, mayor ensanche al nombramiento de
diputados a cortes. Los ayuntamientos elegían en sus provincias sus
representantes, sin necesidad de acudir a la aprobación o escogimiento
de las autoridades superiores, de manera que, en vez de un solo
diputado por cada virreinato o capitanía general, se nombraron tantos
cuantas eran las provincias, con lo que no dejó de ser bastante
numerosa la diputación americana que poco a poco fue aportando a
Cádiz, aun de los países más remotos, y compuso parte muy principal de
aquellas cortes.

[Sidenote: Elección de suplentes.]

No estorbó esto que, aguardando la llegada de los diputados
propietarios, se llevase a efecto en Cádiz el nombramiento de
suplentes, así respecto de las provincias de ultramar como también
de las de España, cuyos representantes no hubiesen todavía acudido,
impedidos por la ocupación enemiga o por cualquiera otra causa que
hubiese motivado la dilación. Para América y Asia, en vez de 26
suplentes resolvió la regencia se nombrasen dos más, accediendo a
varias súplicas que se le hicieron; para la península debía elegirse
uno solo por cada una de las provincias indicadas. Tocaba desempeñar
encargo tan importante a los respectivos naturales, en quienes
concurriesen las calidades exigidas en el decreto e instrucción de 1.º
de enero. La regencia había el 19 de agosto determinado definitivamente
este asunto de suplentes, conviniendo en que la elección se hiciese
en Cádiz, como refugio del mayor número de emigrados. Publicó el 8 de
septiembre un edicto sobre la materia, y nombró ministros del consejo
que preparasen las listas de los naturales de la península y de América
que estuviesen en el caso de poder ser electores.

[Sidenote: Opinión sobre esto en Cádiz.]

Aplaudieron todos en Cádiz el que hubiese suplentes, lo mismo los
apasionados a novedades que sus adversarios. Vislumbraban en ello unos
carrera abierta a su noble ambición, esperaban otros conservar así su
antiguo influjo y contener el ímpetu reformador. Entre los últimos se
contaban consejeros, antiguos empleados, personas elevadas en dignidad
que se figuraban prevalecer en las elecciones y manejarlas a su antojo,
asistidos de su nombre y de su respetada autoridad. Ofuscamiento de
quien ignoraba lo arremolinadas que van, aun desde un principio, las
corrientes de una revolución.

[Sidenote: Parte que toma la mocedad.]

En breve se desengañaron, notando cuán perdido andaba su influjo.
Levantáronse los pechos de la mocedad, y desapareció aquella
indiferencia a que antes estaba avezada en las cuestiones políticas.
Todo era juntas, reuniones, corrillos, conferencias con la regencia,
demandas, aclaraciones. Hablábase de candidatos para diputados, y
poníanse los ojos, no precisamente en dignidades, no en hombres
envejecidos en la antigua corte o en los rancios hábitos de los
consejos u otras corporaciones, sino en los que se miraban como más
ilustrados, más briosos y más capaces de limpiar la España de la
herrumbre que llevaba comida casi toda su fortaleza.

Los consejeros nombrados para formar las listas, lejos de tropezar,
cuando ocurrían dudas, con tímidos litigantes o con sumisos y
necesitados pretendientes, tuvieron que habérselas con hombres que
conocían sus derechos, que los defendían y aun osaban arrostrar las
amenazas de quienes antes resolvían sin oposición y con el ceño de
indisputable supremacía.

[Sidenote: Enojo de los enemigos de reformas.]

Desde entonces, muchos de los que más habían deseado el nombramiento
de suplentes empezáronse a mostrar enemigos, y por consecuencia
adversarios de las mismas cortes. Fuéronlo sin rebozo luego que se
terminaron dichas elecciones de suplentes. Se dio principio a estas
el 17 de septiembre, y recayeron por lo común los nombramientos de
diputados en sujetos de capacidad y muy inclinados a reformas.

[Sidenote: Número que acude a las elecciones.]

Presidieron las elecciones de cada provincia de España individuos de
la cámara de Castilla, y las de América Don José Pablo Valiente, del
consejo de Indias. Hubo algunas bastante ruidosas, culpa en parte
de la tenacidad de los presidentes y de su mal encubierto despecho,
malogrados sus intentos. De casi ninguna provincia de España hubo menos
de 100 electores, y llegaron a 4000 los de Madrid, todos en general
sujetos de cuenta; infiriéndose de aquí que, a pesar de lo defectuoso
de este género de elección, era más completa que la que se hacía por
las ciudades de voto en cortes, en que solo tomaban parte 20 o 30
privilegiados, esto es, los regidores.

[Sidenote: Temores de la regencia.]

Como al paso que mermaban las esperanzas de los adictos al orden
antiguo, adquirían mayor pujanza las de los aficionados a la opinión
contraria, temió la regencia caer de su elevado puesto, y buscó medios
para evitarlo y afianzar su autoridad. Pero, según acontece, los que
escogió no podían servir sino para precipitarla más pronto. [Sidenote:
Restablecen todos los consejos.] Tal fue el restablecer todos los
consejos bajo la planta antigua por decreto de 16 de septiembre.
Imaginó que como muchos individuos de estos cuerpos, particularmente
los del consejo real, se reputaban enemigos de la tendencia que
mostraban los ánimos, tendría en sus personas, ahora agradecidas,
un sustentáculo firme de su potestad ya titubeante. Cuenta en que
gravemente erró. La veneración que antes existía al consejo real
había desaparecido, gracias a la incierta y vacilante conducta de sus
miembros en la causa pública y a su invariable y ciega adhesión a
prerrogativas y extensas facultades. Inoportuno era también el momento
escogido para su restablecimiento. Las cortes iban a reunirse, a ellas
tocaba la decisión de semejante providencia. Tampoco lo exigía el
despacho de los negocios, reducida ahora la nación a estrechos límites,
y resolviendo por sí las provincias muchos de los expedientes que antes
subían a los consejos. Así apareció claro que su restablecimiento
encubría miras ulteriores, y quizá se sospecharon algunas más dañadas
de las que en realidad había.

[Sidenote: Quiere el consejo real intervenir en las cortes.]

El consejo real desviviose por obtener que su gobernador o decano
presidiese las cortes, que la cámara examinase los poderes de los
diputados, y también que varios individuos suyos tomasen asiento en
ellas bajo el nombre de asistentes. Tal era la costumbre seguida en
las últimas cortes, tal la que ahora se intentó abrazar, fundándose en
los antecedentes y en el texto de Salazar, libro sagrado a los ojos
de los defensores de las prerrogativas del consejo. [Sidenote: No lo
consigue.] Mas al columbrar el revuelo de la opinión, delirio parecía
querer desenterrar usos tan encontrados con las ideas que reinaban
en Cádiz y con las que exponían los diputados de las provincias que
iban llegando, quienes, fuesen o no inclinados a las reformas, traían
consigo recelos y desconfianzas acerca de los consejos y de la misma
regencia.

[Sidenote: Señala el 24 de septiembre para la instalación de cortes.]

De dichos diputados, varios arribaron a Cádiz en agosto, otros muchos
en septiembre. Con su venida se apremió a la regencia para que señalase
el día de la apertura de cortes, reacia siempre en decidirse. Tuvo aun
para ello dificultades, provocó dudas, repitió consultas, mas al fin
fijole para el 24 de septiembre.

[Sidenote: Comisión de poderes.]

Determinó también el modo de examinar previamente los poderes. Los
diputados que habían llegado fueron de parecer que la regencia aprobase
por sí los poderes de seis de entre ellos, y que luego estos mismos
examinasen los de sus compañeros. Bien que forzada, dio la regencia
su beneplácito a la propuesta de los diputados, mas en el decreto
que publicó al efecto, decía que obraba así, «atendiendo a que estas
cortes eran extraordinarias, sin intentar perjudicar a los derechos
que preservaba a la cámara de Castilla.» Los seis diputados escogidos
para el examen de poderes fueron el consejero D. Benito de Hermida,
por Galicia; el marqués de Villafranca, grande de España, por Murcia;
D. Felipe Amat, por Cataluña; Don Antonio Oliveros, por Extremadura; el
general Don Antonio Samper, por Valencia; y Don Ramón Power, por la isla
de Puerto Rico. Todos eran diputados propietarios, incluso el último,
único de los de ultramar que hubiese todavía llegado de aquellos
apartados países.

[Sidenote: Congojosa esperanza de los ánimos.]

Concluidos los actos preliminares, ansiosamente y con esperanza varia
aguardaron todos a que luciese aquel día 24 de septiembre, origen de
grandes mudanzas, verdadero comienzo de la revolución española.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO DECIMOTERCERO.


_Instalación de las cortes generales y extraordinarias. — Publicidad
de sus sesiones. — Malos intentos de la regencia. — Conducta mesurada
y noble de las cortes. — Nombramiento de presidente y secretarios.
— Proposiciones del señor Muñoz Torrero. — Primera discusión muy
notable. — Los discursos pronunciados de palabra. — Engaño de la
regencia. — Palabras de Lardizábal. — Decreto de 24 de septiembre.
— Opiniones diversas acerca de este decreto, y su examen. — Número
de diputados que concurrieron el primer día. — Aplausos que de todas
partes reciben las cortes. — Tratamiento. — Aclaración pedida por la
regencia. — Debate sobre las facultades de la potestad ejecutiva. —
Empleos conferidos a diputados. — Proposición del señor Capmany. —
Juicio acerca de ella. — Elecciones de Aragón. — El duque de Orleans
quiere hablar a la barandilla de las cortes. — Relación sucinta de
este suceso. — Altercado con el obispo de Orense sobre prestar el
juramento. — Sométese al fin el obispo. — Revueltas de América. — Sus
causas. — Levantamiento de Venezuela. — Levantamiento de Buenos Aires.
— Juicio acerca de estas revueltas. — Medidas tomadas por el gobierno
español. — Providencia fraguada acerca del comercio libre. — Nómbrase
a Cortavarría para ir a Caracas. — Jefes y pequeña expedición enviada
al Río de la Plata. — Ocúpanse las cortes en la materia. — Decreto
de 15 de octubre. — Discusión sobre la libertad de la imprenta. —
Reglamento por el que se concedía la libertad de la imprenta. — Su
examen. — Lo que se adopta para los juicios en lugar del jurado. —
Promúlgase la libertad de la imprenta. — Partidos en las cortes. —
Remueven las cortes a los individuos de la primera regencia. — Causas
de ello. — Nómbrase una nueva regencia de tres individuos. — Suplentes.
— Incidente del marqués del Palacio. — Discusión que esto motiva. —
Término de este negocio. — Ciertos acontecimientos ocurridos durante la
primera regencia, y breve noticia de los diferentes ramos. — Monumento
mandado erigir por las cortes a Jorge III. — Sigue la relación de
algunos acontecimientos ocurridos durante la primera regencia. — Modo
de pensar de los nuevos regentes. — Varios decretos de las cortes. —
Nómbrase una comisión especial para formar un proyecto de constitución.
— Voces acerca de si se casaba o no en Francia Fernando VII. —
Proposiciones sobre la materia de los señores Capmany y Borrull. —
Discusión. — Nuevas discusiones sobre América. — Alborotos en Nueva
España. — Decretos en favor de aquellos países. — Providencias en
materia de guerra y hacienda. — Cierran las cortes sus sesiones en la
Isla. — Fiebre amarilla. — Fin de este libro._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO DECIMOTERCERO.


¡Estrella singular la de esta tierra de España! Arrinconados en el
siglo VIII algunos de sus hijos en las asperezas del Pirineo y en las
montañas de Asturias, no solo adquirieron bríos para oponerse a la
invasión agarena, sino que también trataron de dar reglas y señalar
límites a la potestad suprema de sus caudillos, pues al paso que
alzaban a estos en el pavés para entregarles las riendas del estado,
les imponían justas obligaciones, y les recordaban aquella célebre y
conocida máxima de los godos, «Rex eris si rectè facias: si non facias,
non eris»; echando así los cimientos de nuestras primeras franquezas y
libertades. Ahora en el siglo XIX, estrechados los españoles por todas
partes, y colocado su gobierno en el otro extremo de la península,
lejos de abatirse, se mantenían firmes y no parecía sino que, a la
manera de Anteo, recobraban fuerzas cuando ya se les creía sin aliento y
postrados en tierra. En el reducido ángulo de la Isla gaditana, como en
Covadonga y Sobrarbe, con una mano defendían impávidos la independencia
de la nación, y con la otra empezaron a levantar, bajo nueva forma, sus
abatidas, libres y antiguas instituciones. Semejanza que bien fuese
juego del acaso o disposición más alta de la providencia, presentándose
en breve a la pronta y viva imaginación de los naturales, sustentó el
ánimo de muchos e inspiró gratas esperanzas en medio de infortunios y
atropellados desastres.

[Sidenote: Instalación de las cortes generales y extraordinarias.]

Según lo resuelto anteriormente por la junta central, era la Isla de
León el punto señalado para la celebración de cortes. Conformándose
la regencia con dicho acuerdo, se trasladó allí desde Cádiz el 22 de
septiembre, y juntó, la mañana del 24, en las casas consistoriales a
los diputados ya presentes. Pasaron en seguida todos reunidos a la
iglesia mayor, y celebrada la misa del Espíritu Santo por el cardenal
arzobispo de Toledo, Don Luis de Borbón, se exigió acto continuo de
los diputados un juramento concebido en los términos siguientes:
«¿Juráis la santa religión católica, apostólica, romana, sin admitir
otra alguna en estos reinos? — ¿Juráis conservar en su integridad la
nación española, y no omitir medio alguno para libertarla de sus
injustos opresores? — ¿Juráis conservar a nuestro amado soberano, el
señor Don Fernando VII, todos sus dominios, y en su defecto a sus
legítimos sucesores, y hacer cuantos esfuerzos sean posibles para
sacarle del cautiverio y colocarle en el trono? — ¿Juráis desempeñar
fiel y legalmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro
cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio de alterar,
moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación? — Si
así lo hiciereis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.» Todos
respondieron: «Sí juramos.»

Antes, en una conferencia preparatoria, se había dado a los diputados
una minuta de este juramento, y los hubo que ponían reparo en acceder
a algunas de las restricciones. Pero habiéndoles hecho conocer varios
de sus compañeros que la última parte del mencionado juramento removía
todo género de escrúpulo, dejando ancho campo a las novedades que
quisieran introducirse, y para las que les autorizaban sus poderes,
cesaron en su oposición y adhirieron al dictamen de la mayoría, sin
reclamación posterior.

Concluidos los actos religiosos, se trasladaron los diputados y la
regencia al salón de cortes, formado en el coliseo, o sea teatro de
aquella ciudad, paraje que pareció el más acomodado. En toda la carrera
estaba tendida la tropa y los diputados recibieron de ella, a su paso,
como del vecindario e innumerable concurso que acudió de Cádiz y otros
lugares, vítores y aplausos multiplicados y sin fin. Colmábanlos los
circunstantes de bendiciones, y arrasadas en lágrimas las mejillas de
muchos, dirigían todos al cielo fervorosos votos para el mejor acierto
en las providencias de sus representantes. Y al ruido del cañón español,
que en toda la línea hacía salvas por la solemnidad de tan fausto día,
resonó también el del francés, como si intentara este engrandecer
acto tan augusto, recordando que se celebraba bajo el alcance de
fuegos enemigos. ¡Día, por cierto, de placer y buena andanza, día en
que de júbilo casi querían brotar del pecho los corazones generosos,
figurándose ya ver a su patria, si aún de lejos, libre y venturosa,
pacífica y tranquila dentro, muy respetada fuera!

Llegado que hubieron los diputados al salón de cortes, saludaron su
entrada con repetidos vivas los muchos espectadores que llenaban las
galerías. Habíanse construido estas en los antiguos palcos del teatro;
el primer piso le ocupaba a la derecha el cuerpo diplomático, con los
grandes y oficiales generales, sentándose a la izquierda señoras de la
primera distinción. Agolpose a los pisos más altos inmenso gentío de
ambos sexos, ansiosos todos de presenciar instalación tan deseada.

[Sidenote: Publicidad de sus sesiones.]

Esperaban pocos que fuesen desde luego públicas las sesiones de cortes,
ya porque las antiguas acostumbraron en lo general a ser secretas, y
ya también porque, no habituados los españoles a tratar en público
los negocios del estado, dudábase que sus procuradores consintiesen
fácilmente en admitir tan saludable práctica, usada en otras naciones.
De antemano algunos de los diputados que conocían no solo lo útil,
pero aun lo indispensable que era adoptar aquella medida, discurrieron
el modo de hacérselo entender así a sus compañeros. Dichosamente no
llegó el caso de entrar en materia. La regencia de suyo abrió el salón
al público, movida según se pensó, no tanto del deseo de introducir
tan plausible y necesaria novedad, cuanto con la intención aviesa de
desacreditar a las cortes en el mismo día de su congregación.

[Sidenote: Malos intentos de la regencia.]

Hemos visto ya, y hechos posteriores confirmarán más y más nuestro
aserto, cómo la regencia había convocado las cortes mal de su grado, y
cómo se arrimaba en sus determinaciones a las doctrinas del gobierno
absoluto de los últimos tiempos. Desestimaba a los diputados,
considerándolos inexpertos y noveles en el manejo de los asuntos
públicos; y ningún medio le pareció más oportuno para lograr la mengua
y desconcepto de aquellos que mostrarlos descubiertamente a la faz
de la nación, saboreándose ya con la placentera idea de que, a guisa
de escolares, se iban a entretener y enredar en fútiles cuestiones y
ociosas disputas. Y en verdad nadie podía motejar a la regencia por
haber abierto el salón al público, puesto que en semejante providencia
se conformaba con el común sentir de las mismas personas afectas a
cortes, y con la índole y objeto de los cuerpos representativos. Sin
embargo, la regencia erró en la cuenta, y con la publicidad ahondó sus
propias llagas y las del partido lóbrego de sus secuaces, salvando
al congreso nacional de los escollos contra los que, de otro modo,
hubiera corrido gran riesgo de estrellarse.

El consejo de regencia, al entrar en el salón, se había colocado en un
trono levantado en el testero, acomodándose en una mesa inmediata los
secretarios del despacho. Distribuyéronse los diputados a derecha e
izquierda, en bancos preparados al efecto. Sentados todos, pronunció
el obispo de Orense, presidente de la regencia, un breve discurso, y
en seguida se retiró él y sus compañeros, junto con los ministros, sin
que ni unos ni otros hubiesen tomado disposición alguna que guiase al
congreso en los primeros pasos de su espinosa carrera. Cuadraba tal
conducta con los indicados intentos de la regencia; pues en un cuerpo
nuevo como el de las cortes, abandonado a sí mismo, falto de reglamento
y antecedentes que le ilustrasen y sirviesen de pauta, era fácil el
descarrío, o a lo menos cierto atascamiento en sus deliberaciones,
ofreciendo por primera vez al numeroso concurso que asistía a la sesión
tristes muestras de su saber y cordura.

[Sidenote: Conducta mesurada y noble de las cortes.]

Felizmente las cortes no se desconcertaron, dando principio con
paso firme y mesurado al largo y glorioso curso de sus sesiones.
Escogieron momentáneamente para que las presidiese al más anciano
de los diputados, Don Benito Ramón de Hermida, quien designó para
secretario en la misma forma a Don Evaristo Pérez de Castro. Debían
estos nombramientos servir solo para el acto de elegir sujetos que
desempeñasen en propiedad dichos dos empleos, y asimismo para dirigir
cualquiera discusión que acerca del asunto pudiera suscitarse.
[Sidenote: Nombramiento de presidente y secretarios.] No habiendo
ocurrido incidente alguno, se procedió sin tardanza a la votación de
presidente, acercándose cada diputado a la mesa en donde estaba el
secretario, para hacer escribir a este el nombre de la persona a quien
daba su voto. Del escrutinio resultó al cabo elegido Don Ramón Lázaro
de Dou, diputado por Cataluña, prefiriéndole muchos a Hermida por
creerle de condición más suave y no ser de edad tan avanzada. Recayó
la elección de secretario en el citado señor Pérez de Castro, y se
le agregó al día siguiente, en la misma calidad, para ayudarle en su
ímprobo trabajo, a Don Manuel Luján. Los presidentes fueron en adelante
nombrados todos los meses, y alternativamente se renovaba el secretario
más antiguo, cuyo número se aumentó hasta cuatro.

Terminadas las elecciones, se leyó un papel que al despedirse había
dejado la regencia, por el que, deseando esta hacer dejación del mando,
indicaba la necesidad de nombrar inmediatamente un gobierno adecuado
al estado actual de la monarquía. Nada en el asunto decidieron por
entonces las cortes, y solo sí declararon quedar enteradas; fijándose
luego la atención de todos los asistentes en Don Diego Muñoz Torrero,
diputado por Extremadura, que tomó la palabra en materia de señalada
importancia.

[Sidenote: Proposiciones del señor Muñoz Torrero.]

A nadie tanto como a este venerable eclesiástico tocaba abrir las
discusiones, y poner la primera piedra de los cimientos en que habían
de estribar los trabajos de la representación nacional. Antiguo rector
de la universidad de Salamanca, era varón docto, purísimo en sus
costumbres, de ilustrada y muy tolerante piedad, y en cuyo exterior,
sencillo al par que grave, se pintaba no menos la bondad de su alma que
la extensa y sólida capacidad de su claro entendimiento.

Levantose pues el señor Muñoz Torrero, y apoyando su opinión en muchas
y luminosas razones, fortalecidas con ejemplos sacados de autores
respetables, y con lo que prescribían antiguas leyes e imperiosamente
dictaba la situación actual del reino, expuso lo conveniente que
sería adoptar una serie de proposiciones que fue sucesivamente
desenvolviendo, y de las que, añadió, traía una minuta extendida en
forma de decreto, su particular amigo Don Manuel Luján.

Decidieron las cortes que leyera el último dicha minuta, cuyos
puntos eran los siguientes: — 1.º Que los diputados que componían
el congreso, y representaban la nación española, se declaraban
legítimamente constituidos en cortes generales y extraordinarias, en
las que residía la soberanía nacional. — 2.º Que conformes en todo
con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente,
reconocían, proclamaban y juraban de nuevo por su único y legítimo
rey al señor Don Fernando VII de Borbón, y declaraban nula, de ningún
valor ni efecto la cesión de la corona que se decía hecha en favor de
Napoleón, no solo por la violencia que había intervenido en aquellos
actos injustos e ilegales, sino principalmente por haberle fallado el
consentimiento de la nación. — 3.º Que no conviniendo quedasen reunidas
las tres potestades, legislativa, ejecutiva y judicial, las cortes
se reservaban solo el ejercicio de la primera en toda su extensión.
— 4.º Que las personas en quienes se delegase la potestad ejecutiva,
en ausencia del señor Don Fernando VII, serían responsables por los
actos de su administración, con arreglo a las leyes; habilitando
al que era entonces consejo de regencia para que interinamente
continuase desempeñando aquel cargo, bajo la expresa condición de que
inmediatamente y en la misma sesión prestase el juramento siguiente:
«¿Reconocéis la soberanía de la nación, representada por los diputados
de estas cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus
decretos, leyes y constitución que se establezca, según los santos
fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos
ejecutar? — ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la
nación? — ¿La religión católica, apostólica, romana? — ¿El gobierno
monárquico del reino? — ¿Restablecer en el trono a nuestro amado rey
Don Fernando VII de Borbón? — ¿Y mirar en todo por el bien del estado?
— Si así lo hiciereis Dios os ayude, y si no, seréis responsables a
la nación con arreglo a las leyes.» — 5.º Se confirmaban por entonces
todos los tribunales y justicias del reino, así como las autoridades
civiles y militares de cualquiera clase que fuesen. — Y 6.º y último,
se declaraban inviolables las personas de los diputados, no pudiéndose
intentar cosa alguna contra ellos sino en los términos que se
establecerían en un reglamento próximo a formarse.

[Sidenote: Primera discusión muy notable.]

Siguiose a la lectura una detenida discusión que resplandeció en
elocuencia; siendo sobre todo admirable el tino y circunspección con
que procedieron los diversos oradores. De ellos, en lo esencial,
pocos discordaron; y los hubo que, profundizando el asunto, dieron
interés y brillo a una sesión en la cual se estrenaban las cortes.
Maravilláronse los espectadores, no contando, ni aun de lejos, con que
los diputados, en vista de su inexperiencia, desplegasen tanta sensatez
y conocimientos. Participaron de la común admiración los extranjeros
allí presentes, en especial los ingleses, jueces experimentados y los
más competentes en la materia.

[Sidenote: Los discursos pronunciados de palabra.]

Los discursos se pronunciaron de palabra, entablándose así un verdadero
debate. Y casi nunca, ni aun en lo sucesivo, leyeron los diputados sus
dictámenes: solo alguno que otro se tomó tal licencia, de aquellos
que no tenían costumbre de mezclarse activamente en las discusiones.
Quizá se debió a esta práctica el interés que desde un principio
excitaron las sesiones de las cortes. Ajeno entendemos sea de cuerpos
deliberativos manifestar por escrito los pareceres: congréganse
los representantes de una nación para ventilar los negocios y
desentrañarlos, no para hacer pomposa gala de su saber, y desperdiciar
el tiempo en digresiones baldías. Discursos de antemano preparados
aseméjanse, cuando más, a bellas producciones académicas; pero que no
se avienen ni con los incidentes, ni con los altercados, ni con las
vueltas que ocurren en los debates de un parlamento.

Prolongáronse los de aquella noche hasta pasadas las doce, habiendo
sido sucesivamente aprobados todos los artículos de la minuta del señor
Luján. En la discusión, además de este señor diputado y del respetable
Muñoz Torrero, distinguiéronse otros, como Don Antonio Oliveros y Don
José Mejía; empezando a descollar, a manera de primer adalid, Don
Agustín de Argüelles. Nombres ilustres con que a menudo tropezaremos, y
de cuyas personas se hablará en oportuna sazón.

Mientras que las cortes discutían, acechaba la regencia por medio
de emisarios fieles lo que en ellas pasaba. No que solo temiera la
separasen del mando, conforme a la dimisión que había hecho de mero
cumplido; sino, y principalmente, porque contaba con el descrédito de
las cortes, figurándose ya ver a estas, desde sus primeros pasos, o
atolladas o perdidas. Acontecimiento que, a haber ocurrido, la reponía
en favorable lugar y la convertía en árbitro de la representación
nacional.

Grande fue el asombro de la regencia al oír el maravilloso modo con que
procedían las cortes en sus deliberaciones; grande el desánimo al saber
el entusiasmo con que aclamaban a las mismas soldados y ciudadanos.

[Sidenote: Engaño de la regencia.]

Manifestación tan unánime contuvo a los enemigos de la libertad
española. Ya entonces se hablaba de planes y torcidos manejos, y de que
ciertos regentes, si no todos, urdían una trama resueltos a destruir
las cortes o por lo menos a amoldarlas conforme a sus deseos. No eran
muchos los que daban asenso a tales rumores, achacándolos a invención
de la malevolencia; y dificultoso hubiera sido probar lo contrario,
si un año después no lo hubiese pregonado e impreso quien estaba bien
enterado de lo que anotaba. [Sidenote: Palabras de Lardizábal. (*
Ap. n. 13-1.)] «Vimos claramente [dice en su manifiesto [*] uno de
los regentes, el señor Lardizábal] que en aquella noche no podíamos
contar ni con el pueblo ni con las armas, que a no haber sido así, todo
hubiera pasado de otra manera.»

¿Qué manera hubiera sido esta? Fácil es adivinarla. Mas ¿cuáles las
resultas si se destruían las cortes, o se empeñaba un conflicto
teniendo el enemigo a las puertas? Probablemente la entrada de este
en la Isla de León, la dispersión del gobierno, la caída de la
independencia nacional.

Por fortuna, aun para los mismos maquinadores, no se llevaron a efecto
intentos tan criminales. Desamparada la regencia, sometiose silenciosa,
y en apariencia con gusto, a las decisiones del congreso. [Sidenote:
Juramento de la regencia y ausencia del obispo de Orense.] En la
misma noche del 24 pasó a prestar el juramento conforme a la fórmula
propuesta por el señor Luján, que había sido aprobada. Notose la
falta del obispo de Orense, pero por entonces se admitió sin réplica
ni observación alguna la excusa que se dio de su ausencia, y fue de
que siendo ya tarde, los años y los achaques le habían obligado a
recogerse. Con el acto del juramento de los regentes se terminó la
primera sesión de las cortes, solemne y augusta bajo todos respectos;
sesión cuyos ecos retumbarán en las generaciones futuras de la nación
española.

[Sidenote: Decreto de 24 de septiembre. (* Ap. n. 13-2.)]

Aplaudiose entonces universalmente el decreto acordado en aquel
día,[*] comprensivo de las proposiciones formalizadas por los señores
Muñoz Torrero y Luján, de que hemos dado cuenta, y que fue conocido
bajo el título de _Decreto de 24 de septiembre_. Base de todas las
resoluciones posteriores de las cortes, se ajustaba a lo que la razón y
la política aconsejaban.

[Sidenote: Opiniones diversas acerca de este decreto, y su examen.]

Sin embargo, pintáronle después algunos como subversivo del gobierno
monárquico y atentatorio de los derechos de la majestad real. Sirvioles
en especial de asidero para semejante calificación el declararse en el
decreto que la soberanía nacional residía en las cortes, alegando que
habiendo estas, en el juramento hecho en la iglesia mayor, apellidado
_soberano_ a Don Fernando VII, ni podían sin faltar a tan solemne
promesa trasladar ahora a la nación la soberanía, ni tampoco erigirse
en depositarias de ella.

A la primera acusación se contestaba que en aquel juramento, juramento
individual y no de cuerpo, no se había tratado de examinar si la
soberanía traía su origen de la nación o de solo el monarca: que la
regencia había presentado aquella fórmula y aprobádola los diputados,
en la persuasión de que la palabra _soberano_ se había empleado allí
según el uso común por la parte que de la soberanía ejerce el rey como
jefe del estado, y no de otra manera; habiendo prescindido de entrar
fundamentalmente en la cuestión.

Si cabe, más satisfactoria era aun la respuesta a la segunda acusación,
de haber declarado las cortes que en ellas residía la soberanía. El
rey estaba ausente, cautivo; y ciertamente que a alguien correspondía
ejercer el poder supremo, ya se derivase este de la nación, ya del
monarca. Las juntas de provincia, soberanas habían sido en sus
respectivos territorios; habíalo sido la central en toda plenitud, lo
mismo la regencia; ¿por qué, pues, dejarían de disfrutar las cortes de
una facultad no disputada a cuerpos mucho menos autorizados?

Por lo que respecta a la declaración de la soberanía nacional,
principio tan temido en nuestros tiempos, si bien no tan repugnante a
la razón como el opuesto de la legitimidad, pudiera quizá ser cuerda
que vibrase con sonido áspero en un país en donde sin sacudimiento
se reformasen las instituciones de consuno la nación y el gobierno;
pues, por lo general, declaraciones fundadas en ideas abstrusas ni
contribuyen al pro común, ni afianzan por sí la bien entendida libertad
de los pueblos. Mas ahora no era este el caso.

Huérfana España, abandonada de sus reyes, cedida como rebaño y tratada
de rebelde, debía, y propio era de su dignidad, publicar a la faz del
orbe, por medio de sus representantes, el derecho que la asistía de
constituirse y defenderse; derecho de que no podían despojarla las
abdicaciones de sus príncipes, aunque hubiesen sido hechas libre y
voluntariamente.

Además, los diputados españoles, lejos de abusar de sus facultades,
mostraron moderación y las rectas intenciones que los animaban;
declarando al propio tiempo la conservación del gobierno monárquico, y
reconociendo como legítimo rey a Fernando VII.

Que la nación fuese origen de toda autoridad no era en España doctrina
nueva ni tomada de extraños: conformábase con el derecho público que
había guiado a nuestros mayores, y en circunstancias no tan imperiosas
como las de los tiempos que corrían. A la muerte del rey Don Martín,
[Sidenote: (* Ap. n. 13-3.)] juntáronse en Caspe [*] para elegir
monarca los procuradores de Aragón, Cataluña y Valencia. Los navarros
y aragoneses, fundándose en las mismas reglas, habían desobedecido
[Sidenote: (* Ap. n. 13-4.)] la voluntad de Don Alonso el Batallador
[*] que nombraba por sucesores del trono a los Templarios: y los
castellanos, sin el mismo ni tan justo motivo, en la minoría de Don
Juan el II,[*] [Sidenote: (* Ap. n. 13-5.)] ¿no ofrecieron la corona,
por medio del condestable Ruy López Dávalos, al infante de Antequera?
Así que las cortes de 1810, en su declaración de 24 de septiembre,
además de usar de un derecho inherente a toda nación, indispensable
para el mantenimiento de la independencia, imitaron también, y
templadamente, los varios ejemplos que se leían en los anales de
nuestra historia.

[Sidenote: Número de diputados que concurrieron el primer día.]

A la primera sesión solo concurrieron unos cien diputados: cerca de
dos terceras partes nombrados en propiedad, el resto en Cádiz bajo la
calidad de suplentes. Por lo cual más adelante tacharon algunos de
ilegítima aquella corporación; como si la legitimidad pendiese solo del
número, y como si este, sucesivamente y antes de la disolución de las
cortes, no se hubiese llenado con las elecciones que las provincias,
unas tras otras, fueron verificando. Tocaremos en el curso de nuestro
trabajo la cuestión de la legitimidad. Ahora nos contentaremos con
apuntar que, desde los primeros días de la instalación de las cortes,
se halló completa la representación del populoso reino de Galicia,
la de la industriosa Cataluña, la de Extremadura, y que asistieron
varios diputados de las provincias de lo interior, elegidos a pesar
del enemigo, en las claras que dejaba este en sus excursiones. Tres
meses no habían aún pasado, y ya tomaron asiento en las cortes los
diputados de León, Valencia, Murcia, Islas Baleares y, lo que es más
pasmoso, diputados de la Nueva España nombrados allí mismo: cosa antes
desconocida en nuestros fastos.

[Sidenote: Aplausos que de todas partes reciben las cortes.]

De todas partes se atropellaron las felicitaciones, y nadie levantó
el grito respecto de la legitimidad de las cortes. Al contrario, ni
la distancia ni el temor de los invasores impidieron que se diesen
multiplicadas pruebas de adhesión y fidelidad: espontáneas en un tiempo
y en lugares en que carecieron las cortes de medios coactivos, y cuando
los mal contentos impunemente hubieran podido mostrar su oposición y
hasta su desobediencia.

[Sidenote: Nombramiento de comisiones y orden llevado en los debates.]

En las sesiones sucesivas fue el congreso determinando el modo de
arreglar sus tareas. Se formaron comisiones de guerra, hacienda y
justicia: las cuales después de meditar detenidamente las proposiciones
o expedientes que se les remitían, presentaban su informe a las cortes,
en cuyo seno se discutía el negocio y votaba. Posteriormente se
nombraron nuevas comisiones, ya para otros ramos o ya para especiales
asuntos. También en breve se adoptó un reglamento interior, combinando
en lo posible el pronto despacho con la atenta averiguación y debate
de las materias. Los diputados que, según hemos indicado, pronunciaban
casi siempre de palabra sus discursos, poníanse en un principio para
recitarlos en uno de dos sitios preparados al intento, no lejos del
presidente, y que se llamaron tribunas. Notose luego lo incómodo y aun
impropio de esta costumbre, que distraía con la mudanza y continuo paso
de los oradores; por lo que los más hablaron después sin salir de su
puesto y en pie, quedando las tribunas para la lectura de los informes
de las comisiones. Se votaba de ordinario levantándose y sentándose:
solo en las decisiones de mayor cuantía daban los diputados su opinión
por un _sí_ o por un _no_, pronunciándolo desde su asiento en voz alta.

[Sidenote: Tratamiento.]

Asimismo tomaron las cortes el tratamiento de majestad, a petición del
señor Mejía: objeto fue de crítica, aunque otro tanto habían hecho
la junta central y la primera regencia; y era privilegio en España
de ciertas corporaciones. Algunos diputados nunca usaron de aquella
fórmula, creyéndola ajena de asambleas populares, y al fin se desterró
del todo al renacer de las cortes en 1820.

[Sidenote: Aclaración pedida por la regencia.]

No bien se hubo aprobado el primer decreto, acudió la regencia pidiendo
que se declarase: 1.º «cuáles eran las obligaciones anexas a la
responsabilidad que le imponía aquel decreto, y cuáles las facultades
privativas del poder ejecutivo que se le había confiado. 2.º Qué
método habría de observarse en las comunicaciones que necesaria y
continuamente habían de tener las cortes con el consejo de regencia.»
Apoyábase la consulta en no haber de antemano fijado nuestras leyes
la línea divisoria de ambas potestades, y en el temor por tanto de
incurrir en faltas de desagradables resultas para la regencia, y
perjudiciales al desempeño de los negocios. A primera vista no parecía
nada extraña dicha consulta; antes bien, llevaba visos de ser hija
de un buen deseo. Con todo, los diputados miráronla recelosos, y la
atribuyeron al maligno intento de embarazarlos y de promover reñidas
y ociosas discusiones. Fuera este el motivo oculto que impelía a la
regencia, o fuéralo el recelo de comprometerse, intimidada con la
enemistad que el público le mostraba, a pique estuvo aquella de que,
por su inadvertido paso, le admitiesen las cortes la renuncia que antes
había dado.

Sosegáronse, sin embargo, por entonces los ánimos, y se pasó la
consulta de la regencia a una comisión, compuesta de los señores
Hermida, Gutiérrez de la Huerta y Muñoz Torrero. No habiéndose
convenido estos en la contestación que debía darse, cada uno de ellos
al siguiente día presentó por separado su dictamen. [Sidenote: Debate
sobre las facultades de la potestad ejecutiva.] Se dejó a un lado el
del señor Hermida que se reducía a reflexiones generales, y ciñose
la discusión al de los otros dos individuos de la comisión. Tomaron
en ella parte, entre otros, los señores Pérez de Castro y Argüelles.
Sobresalió el último en rebatir al señor Gutiérrez de la Huerta,
relator del consejo real, distinguido por sus conocimientos legales, y
de suma facilidad en producirse, si bien sobrado verboso, que carecía
de ideas claras en materias de gobierno, confundiendo unas potestades
con otras: achaque de la corporación en que estaba empleado. Así fue
que, en su dictamen, trabando en extremo a la regencia, entremetíase
en todo, y hasta desmenuzaba facultades solo propias del alcalde
de una aldehuela. D. Agustín de Argüelles impugnó al señor Huerta,
deslindando con maestría los límites de las autoridades respectivas,
y en consecuencia se atuvieron las cortes a la contestación del señor
Muñoz Torrero, terminante y sencilla. Decíase en esta «que en tanto que
las cortes formasen acerca del asunto un reglamento, usase la regencia
de todo el poder que fuese necesario para la defensa, seguridad y
administración del estado en las críticas circunstancias de entonces; e
igualmente que la responsabilidad que se exigía al consejo de regencia,
únicamente excluía la inviolabilidad absoluta que correspondía a la
persona sagrada del rey. Y que en cuanto al modo de comunicación entre
el consejo de regencia y las cortes, mientras estas estableciesen el
más conveniente, se seguiría usando el medio usado hasta el día.»

Era este el de pasar oficios o venir en persona los secretarios del
despacho, quienes por lo común esquivaban asistir a las cortes, no
avezados a las lides parlamentarias.

Meses adelante se formó el reglamento anunciado, en cuyo texto se
determinaron con amplitud y claridad las facultades de la regencia.

No se limitó esta a urgar a las cortes y hostigarlas con consultas,
sino que procuró atraer los ánimos de los diputados y formarse un
partido entre ellos. Escogió, para conseguir su objeto, un medio
inoportuno y poco diestro. [Sidenote: Empleos conferidos a diputados.]
Fue, pues, el de conferir empleos a varios de los vocales, prefiriendo
a los americanos, ya por miras peculiares que dicha regencia tuviese
respecto de ultramar, ya porque creyese a aquellos más dóciles a
semejantes insinuaciones. La noticia cundió luego, y la gran mayoría
de los diputados se embraveció contra semejante descaro, o más bien
insolencia que redundaba en descrédito de las cortes. Atemorizáronse
los distribuidores de las mercedes y los agraciados, y supusieron para
su descargo que se habían concedido los empleos con antelación a haber
obtenido los últimos el puesto de diputados, sin alegar motivo que
justificase la ocultación por tanto tiempo de dichos nombramientos.
De manera que a lo feo de la acción agregose desmaño en defenderla y
encubrirla; falta que entre los hombres suele hallar menos disculpa.

[Sidenote: Proposición del Sr. Capmany.]

El enojo de todos excitó a Don Antonio Capmany a formalizar una
proposición que hizo proceder de la lectura de un breve discurso,
salpicándole de palabra con punzantes agudezas, propio atributo de
la oratoria de aquel diputado, escritor diligente y castizo. La
proposición estaba concebida en los siguientes términos: «Ningún
diputado, así de los que al presente componen este cuerpo, como de los
que en adelante hayan de completar su total número, pueda solicitar
ni admitir para sí, ni para otra persona, empleo, pensión y gracia,
merced ni condecoración alguna de la potestad ejecutiva interinamente
habilitada, ni de otro gobierno que en adelante se constituya bajo
de cualquiera denominación que sea; y si desde el día de nuestra
instalación se hubiese recibido algún empleo o gracia sea declarado
nulo.» Aprobose así esta proposición, salvo alguna que otra levísima
mudanza, y con el aditamento de que «la prohibición se extendiese a un
año después de haber los actuales diputados dejado de serlo.»

[Sidenote: Juicio acerca de ella.]

Nacida de acendrada integridad, flaqueaba semejante providencia por el
lado de la previsión, y se apartaba de lo que enseña la práctica de los
gobiernos representativos. El diputado que se mantenga sordo a la voz
de la conciencia, falto de pundonor y atento solo a no traspasar la
letra de la ley, medios hallará bastantes de concluir a las calladas
un ajuste que, sin comprometerle, satisfaga sus ambiciosos deseos o
su codicia. La prohibición de obtener empleos, siendo absoluta, y
mayormente extendiéndose hasta el punto de no poder ser escogidos los
secretarios del despacho entre los individuos del cuerpo legislativo,
desliga a este del gobierno, y pone en pugna a entrambas autoridades.
Error gravísimo y de enojosas resultas, pero en que han incurrido casi
todas las naciones al romper los grillos del despotismo. Ejemplo la
Francia en su asamblea constituyente; ejemplo la Inglaterra cuando el
largo parlamento dio el acta llamada _self-denying ordinance_, bien
que aquí, en el mismo instante, hubo sus excepciones para Cromwell
y otros, en ventaja de la causa que defendían. Sálese entonces de
una región aborrecida: desmanes y violencias del gobierno han sido
causa de los males padecidos, y sin reparar que en la mudanza se ha
desquiciado aquel, o que su situación ha variado ya, olvidando también
que la potestad ejecutiva es condición precisa del orden social, y que
por tanto vale más empuñen las riendas manos amigas que no adversas,
clámase contra los que sostienen esta doctrina, y forzoso es que los
buenos patricios, por temor o mal entendida virtud, se alejen de los
puestos supremos, abandonándolos así a la merced del acaso, ya que no
al arbitrio de ineptos o revoltosos ciudadanos. En España, no obstante,
siguiose un bien de aquella resolución: el abuso, en materia de
empleos, de las juntas y de las corporaciones que las habían sucedido
en el mando, tenía escandalizado al pueblo con mengua de la autoridad
de sus gobiernos. La abnegación y el desapropio de todo interés de que
ahora dieron muestra los diputados, realzó mucho su fama: beneficio que
en lo moral equivalió algún tanto al daño que en la práctica resultaba
de la muy lata proposición del señor Capmany.

[Sidenote: Elecciones de Aragón.]

Metió también por entonces ruido un acontecimiento, en el cual, si bien
apareció inocente la mayoría de la regencia, desconceptuose esta en
gran manera, y todavía más sus ministros. Don Nicolás María de Sierra,
que lo era de gracia y justicia, para ganar votos y aumentar su influjo
en las cortes, ideó realizar de un modo particular las elecciones de
Aragón. Y violentando las leyes y decretos promulgados en la materia,
dirigió una real orden a aquella junta, mandándole que por sí nombrase
la totalidad de los diputados de la provincia, con remisión al mismo
tiempo de una lista confidencial de candidatos. En el número no había
olvidado su propio nombre el señor Sierra, ni el de su oficial mayor
Don Tadeo Calomarde, ni tampoco el del ministro de estado Don Eusebio
de Bardají, y por consiguiente todos tres con varios amigos y deudos
suyos, igualmente aragoneses, fuesen elegidos, entremezclados a la
verdad con alguno que otro sujeto de indisputable mérito y de condición
independiente. Llegó arriba la noticia del nombramiento, e ignorando la
mayoría de los regentes lo que se había urdido, al darles cuenta dicho
señor Sierra del expediente, «quedaron absortos [según las expresiones
del señor Saavedra] de oír una real orden de que no hacían memoria.»
Los sacó el ministro de la confusión exponiendo que él era el autor de
la tal orden, expedida de motu propio, aunque si bien después pesaroso
la había revocado por medio de otra que desgraciadamente llegaba tarde.
¿Quién no creería con tan paladina confesión que inmediatamente se
habría exonerado al ministro, y perseguídole como a falsario digno
de ejemplar castigo? Pues no: la regencia contentose con declarar
nula la elección y mantuvo al ministro en su puesto. Presúmese que
enredados en la maraña dos de los regentes, se huyó de ahondar
negocio tan vergonzoso y criminal. Mas de una vez en las cortes se
trató de él en público y en secreto, y fueron tales los amaños, tales
los impedimentos, que nunca se logró llevar a efecto medida alguna
rigorosa.

Otros dos asuntos de la mayor importancia ocuparon a las cortes durante
varias sesiones que se tuvieron en secreto; método que, por decirlo de
paso, reprobaban varios diputados, y que en lo venidero casi del todo
llegó a abandonarse.

Cuando el 30 de septiembre comenzaban las cortes a andar muy atareadas
en estas discusiones secretas, ocurrió un incidente que, aunque no de
grande entidad para la causa general de la nación, hízose notable por
el personaje augusto que le motivó. El duque de Orleans, apeándose a las
puertas del salón de cortes, pidió con instancia que se le permitiese
hablar a la barandilla.

[Sidenote: El duque de Orleans quiere hablar a la barandilla de las
cortes. (* Ap. n. 13-6.)]

Para explicar aparición tan repentina conviene volver atrás.[*] En
1808, el príncipe Leopoldo de Sicilia arribó a Gibraltar en reclamación
de los derechos que creía asistían a su casa a la corona de España.
Acompañábale el duque de Orleans. La junta de Sevilla no dio oídos
a pretensiones, [Sidenote: Relación sucinta de este suceso.] en su
concepto intempestivas, y de resultas tornó el de Sicilia a su tierra,
y el de Orleans se encaminó a Londres. No habrá el lector olvidado
este suceso de que en su lugar hicimos mención. Pocos meses habían
transcurrido y ya el duque de Orleans de nuevo se mostró en Menorca. De
allí solicitó directamente o por medio de Mr. de Broval, agente suyo
en Sevilla, que se le emplease en servicio de la causa española. La
junta central, ya congregada, no accedió a ello de pronto, y solamente
poco antes de disolverse decidió, en su comisión ejecutiva, dar al de
Orleans el mando de un cuerpo de tropas que había de maniobrar en la
frontera de Cataluña. Acaeciendo después la invasión de las Andalucías,
el duque y Mr. de Broval regresaron a Sicilia, y la resolución del
gobierno quedó suspensa.

Instalose en seguida la regencia, y sus individuos recibiendo avisos
más o menos ciertos del partido que tenía en el Rosellón y otros
departamentos meridionales la antigua casa de Francia, acordáronse de
las pretensiones de Orleans, y enviáronle a ofrecer el mando de un
ejército que se formaría en la raya de Cataluña. Fue con la comisión
Don Mariano Carnerero, a bordo de la fragata de guerra Venganza. El
duque aceptó, y en el mismo buque dio la vela de Palermo el 22 de mayo
de 1810. Aportó a Tarragona, pero en mala ocasión, perdida Lérida y
derrotado cerca de sus muros el ejército español. Por esto, y porque
en realidad no agradaba a los catalanes que se pusiera a su cabeza
un príncipe extranjero, y sobre todo francés, reembarcose el duque y
fondeó en Cádiz el 20 de junio.

Viose entonces la regencia en un compromiso. Ella había sido quien
había llamado al duque, ella quien le había ofrecido un mando, y por
desgracia las circunstancias no permitían cumplir lo antes prometido.
Varios generales españoles, y en especial O’Donnell, miraban con malos
ojos la llegada del duque; los ingleses repugnaban que se le confiriese
autoridad o comandancia alguna, y las cortes, ya convocadas, imponían
respeto para que se tomase resolución contraria a tan poderosas
indicaciones. El de Orleans reclamó de la regencia el cumplimiento
de su oferta, y resultaron contestaciones agrias. Mientras tanto
instaláronse las cortes, y desaprobando el pensamiento de emplear al
duque, manifestaron a la regencia que, por medios suaves y atentos,
indicase a S. A. que evacuase a Cádiz. Informado el de Orleans de esta
orden, decidió pasar a las cortes, y verificolo según hemos apuntado el
30 de septiembre. Aquellas no accedieron al deseo del duque de hablar
en la barandilla, mas le contestaron urbanamente y cual correspondía a
la alta clase de S. A. y a sus distinguidas prendas. Desempeñaron el
mensaje D. Evaristo Pérez de Castro y el marqués de Villafranca, duque
de Medina Sidonia. Insistió el de Orleans en que se le recibiese, mas
los diputados se mantuvieron firmes; entonces, perdiendo S. A. toda
esperanza, se embarcó el 3 de octubre y dirigió el rumbo a Sicilia, a
bordo de la fragata de guerra Esmeralda.

Dícese que mostró su despecho en una carta que escribió a Luis XVIII, a
la sazón en Inglaterra. Sin embargo, las cortes en nada eran culpables,
y causoles pesadumbre tener que desairar a un príncipe tan esclarecido.
Pero creyeron que recibir a S. A. y no acceder a sus ruegos, era tal
vez ofenderle más gravemente. La regencia, cierto que procedió de
ligero y no con sincera fe en hacer ofrecimientos al duque, y dar luego
por disculpa para no cumplirlos que él era quien había solicitado
obtener mando, efugio indigno de un gobierno noble y de porte
desembozado. Amigos de Orleans han atribuido a influjo de los ingleses
la determinación de las cortes: se engañan. Ignorábase en ellas que
el embajador británico hubiese contrarrestado la pretensión de aquel
príncipe. El no escuchar a S. A. nació solo de la íntima convicción de
que entonces desplacía a los españoles general que fuese francés, y de
que el nombre de Borbón, lejos de granjear partidarios en el ejército
enemigo, solo serviría para hacerle a este más desapoderado, y dar
ocasión a nuevos encarnizamientos.

[Sidenote: Altercado con el obispo de Orense sobre prestar el
juramento.]

De los dos asuntos enunciados que ocupaban en secreto a las cortes,
tocaba uno de ellos al obispo de Orense. Este prelado que, como
dijimos, no había acudido con sus compañeros en la noche del 24 a
prestar el juramento exigido de la regencia, hizo al siguiente día
dejación de su puesto, no solo fundándose en la edad y achaques
[excusas que para no presentarse en las cortes se habían dado la
víspera], sino que también alegó la repugnancia insuperable de
reconocer y jurar lo que se prescribía en el primer decreto. Renunció
también al cargo de diputado, que confiado le había la provincia
de Extremadura, y pidió que se le permitiese sin dilación volver a
su diócesis. Las cortes, desde luego, penetraron que en semejante
determinación se encerraba torcido arcano, valiéndose mal intencionados
de la candorosa y timorata conciencia del prelado como de oportuno
medio para provocar penosos altercados. Pero prescindiendo aquel cuerpo
de entrar en explicaciones, accedió a la súplica del obispo, sin exigir
de él antes de su partida juramento ni muestra alguna de sumisión, con
lo que el negocio parecía quedar del todo zanjado. No acomodaba remate
tan inmediato y pacífico a los sopladores de la discordia.

El obispo en vez de apresurar la salida para su diócesis, detúvose
y provocó a las cortes a una discusión peligrosa sobre la manera de
entender el decreto de 24 de septiembre; a las cortes, que no le
habían en nada molestado ni puesto obstáculo a que regresase como
buen pastor en medio de sus ovejas. En un papel fecho en Cádiz a 3 de
octubre, después de reiterar gracias por haber alcanzado lo que pedía,
expresadas de un modo que pudiera calificarse de irónico, metíase
a discurrir largamente acerca del mencionado decreto, y parábase,
sobre todo, en el artículo de la soberanía nacional. Deducía de él
ilaciones a su placer, y trayendo a la memoria la revolución francesa,
intentaba comparar con ella los primeros pasos de las cortes. Es
cierto que ponía a salvo las intenciones de los diputados, pero con
tal encarecimiento que asomaba la ironía como en lo de las gracias.
Motejaba a los regentes, sus compañeros, por haberse sometido al
juramento, protestaba por su parte de lo hecho, y calificaba de nulo
y atentado el haber excluido al consejo de regencia de sancionar las
deliberaciones de las cortes; representante aquel, según entendía el
obispo, de la prerrogativa real en toda su extensión. Traslucíase,
además, el despique del prelado por habérsele admitido la renuncia, con
señales de querer llamar la atención de los pueblos y aun de excitar a
la desobediencia.

Conjetúrese la impresión que causaría en las cortes papel tan
descompuesto. Hubo vivos debates; varios diputados opinaron por
que no se tomase resolución alguna y se dejase al obispo regresar
tranquilamente a la ciudad de Orense. Inclinábanse a este dictamen
no solo los patrocinadores del ex regente, mas también algunos de
los que se distinguían por su independencia y amor a la libertad,
rehusando los últimos dispensar coronas de martirio a quien quizá las
ansiaba, por lo mismo que no habían de conferírsele. Se manifestaron,
al contrario, opuestos al prelado eclesiásticos de los nada afectos a
novedades, enojados de que se desconociese la autoridad de las cortes.
Uno de ellos, Don Manuel Ros, canónigo de Santiago de Galicia, y años
después ejemplar obispo de Tortosa, exclamó: «El obispo de Orense hase
burlado siempre de la autoridad. Prelado consentido y con fama de
santo, imagínase que todo le es lícito, y voluntarioso y terco solo
le gusta obrar a su antojo; mejor fuera que cuidase de su diócesis,
cuyas parroquias nunca visita, faltando así a las obligaciones que le
impone el episcopado; he asistido muchos años cerca de su ilustrisíma,
y conozco sus defectos como sus virtudes.»

Las cortes, adoptando un término medio entre ambos extremos,
resolvieron en 18 de octubre que el obispo de Orense hiciese en manos
del cardenal de Borbón el juramento mandado exigir, por decreto de
25 de septiembre, de todas las autoridades eclesiásticas, civiles y
militares, el cual estaba concebido bajo la misma fórmula que el del
consejo de regencia.

Los atizadores, que lo que buscaban era escándalo, alegráronse de
la decisión de las cortes con la esperanza de nuevas reyertas, y
aprovechándose de la escrupulosa conciencia del obispo, y también
de su lastimado amor propio, azuzáronle para que desobedeciese y
replicase. En su contestación renovaba el de Orense lo alegado
anteriormente, y concluía por decir que si en el sentido que las cortes
daban al decreto quería expresarse «que la nación era soberana con
el rey, desde luego prestaría S. Ilma. el juramento pedido; pero si
se entendía que la nación era soberana sin el rey, y soberana de su
mismo soberano, nunca se sometería a tal doctrina»; añadiendo: «que en
cuanto a jurar obediencia a los decretos, leyes y constitución que se
estableciese, lo haría, sin perjuicio de reclamar, representar y hacer
la oposición que de derecho cupiera a lo que creyese contrario al bien
del estado, y a la disciplina, libertad e inmunidad de la iglesia.»
He aquí entablada una discusión penosa, y en alguna de sus partes más
propia de profesores de derecho público que de estadistas y cuerpos
constituidos.

Es verdad que los gobiernos deberían andar muy detenidos en esto de
juramentos, especialmente en lo que toca a reconocer principios. Casi
siempre hasta las conciencias más timoratas hallan fácil salida a
tales compromisos. Lo que importa es exigir obediencia a la autoridad
establecida, y no juramentos de cosas abstractas que unos ignoran y
otros interpretan a su manera. En todos tiempos, y sobre todo en el
nuestro, ¿quién no ha quebrantado, aun entre las personas más augustas,
las más solemnes y más sagradas promesas? Pero las cortes obraban como
los demás gobiernos, con la diferencia, sin embargo, de que en el caso
de España, no era, repetimos, ni tan fuera de propósito ni tan ocioso
declarar que la nación era soberana. El mismo obispo de Orense había
proclamado este principio cuando se negó a ir a Bayona. Porque si la
nación, como ahora sostenía, hubiese sido soberana solo con el rey,
¿qué se hubiera hecho en caso que Fernando, concluyendo un tratado
con su opresor, y casándose con una princesa de aquella familia, se
hubiese presentado en la raya después de estipular bases opuestas a los
intereses de España? No eran sueños semejantes suposiciones, merced
para que no se verificasen al inflexible orgullo de Napoleón, pues
Fernando no estaba vaciado en el molde de la fortaleza.

Insistieron las cortes en su primera determinación, y sin convertir el
asunto en polémico, ajeno de su dignidad y cual deseaba el prelado,
mandaron a este que jurase lisa y llanamente. Hasta aquí procedieron
los diputados conformes con su anterior resolución, pero se deslizaron
en añadir que, «se abstuviese el obispo de hablar o escribir de
manera alguna sobre su modo de pensar en cuanto al reconocimiento
que se debía a las cortes.» También se le mandó que permaneciese en
Cádiz hasta nueva orden. Eran estos resabios del gobierno antiguo, y
consecuencia asimismo del derecho peculiar que daban a la autoridad
soberana, respecto al clero, las leyes vigentes del reino, derecho no
tan desmedido como a primera vista parece en países exclusivamente
católicos, en donde necesario es balancear con remedios temporales el
inmenso poder del sacerdocio y su intolerancia.

Enmarañándose más y más el asunto, empezose a convertir en judicial,
y se nombró una junta mixta de eclesiásticos y seculares, escogidos
por la regencia, para calificar las opiniones del obispo. En tanto,
diputados moderados procuraban concertar los ánimos, señaladamente D.
Antonio Oliveros, canónigo de San Isidro de Madrid, varón ilustrado,
tolerante, de bella y candorosa condición, que al efecto entabló con su
ilustrísima una correspondencia epistolar. Estuvo, sin embargo, dicho
diputado a pique de comprometerse, tratando de abusar de su sencillez
los que so capa inflamaban las humanas pasiones del pío mas orgulloso
prelado.

En fin, malográndose todas las maquinaciones, reconociendo las
provincias con entusiasmo a las cortes, no respondiendo nadie a la
especie de llamamiento que con su resistencia a jurar hizo el de
Orense, cansado este, desalentados los incitadores, y temiendo todos
las resultas del proceso que, aunque lentamente, seguía sus trámites,
amilanáronse y resolvieron no continuar adelante en su porfía.

[Sidenote: Sométese al fin el obispo.]

El prelado, sometiéndose, pasó a las cortes el 3 de febrero inmediato,
y prestó el juramento requerido sin limitación alguna. Permitiósele
en seguida volver a su diócesis, y se sobreseyó en los procedimientos
judiciales.

Tal fue el término de un negocio que, si bien importante con relación
al tiempo, no lo era ni con mucho tanto como el otro que también
se ventilaba en secreto, y que perteneciendo a las revoluciones de
América, interesaba al mundo.

Apartaríase de nuestro propósito entrar circunstanciadamente en la
narración de acontecimiento tan grave e intrincado, para lo que se
requiere diligentísimo y especial historiador.

[Sidenote: Revueltas de América. Sus causas.]

Tuvieron principio las alteraciones de América al saberse en aquellos
países la invasión de los franceses en las Andalucías, y el malhadado
deshacimiento de la junta central. Causas generales y lejanas habían
preparado aquel suceso, acelerando el estampido otras particulares e
inmediatas.

En nada han sido los extranjeros tan injustos, ni desvariado tanto,
como en lo que han escrito acerca de la dominación española en las
regiones de ultramar. A darles crédito, no parecería sino que los
excelsos y claros varones que descubrieron y sojuzgaron la América
habían solo plantado allí el pendón de Castilla para devastar la tierra
y yermar campos, ricos antes y florecientes; como si el estado de
atraso de aquellos pueblos hubiese permitido civilización muy avanzada.
Los españoles cometieron, es verdad, excesos grandes, reprensibles,
pero excesos que casi siempre acompañan a las conquistas, y que no
sobrepujaron a los que hemos visto consumarse en nuestros días por los
soldados de naciones que se precian de muy cultas.

Mas al lado de tales males no olvidaron los españoles trasladar
allende el mar los establecimientos políticos, civiles y literarios
de su patria, procurando así pulir y mejorar las costumbres y el
estado social de los pueblos indianos. Y no se oponga que entre dichos
establecimientos los había que eran perjudiciales y ominosos. Culpa
era esa de las opiniones entonces de España y de casi toda Europa; no
hubo pensamientos torcidos de los conquistadores, los cuales presumían
obrar rectamente, llevando a los países recién adquiridos todo cuanto
en su entender constituía la grandeza de la metrópoli, gigantea en era
tan portentosa.

Dilatábanse aquellas vastas posesiones por el largo espacio de 92
grados de latitud, y abrazaban entre sus más apartados establecimientos
1900 leguas. Extensión maravillosa cuando se considera que sus
habitantes obedecieron durante tres siglos a un gobierno que residía a
enorme distancia, y que estaba separado por procelosos mares.

Ascendía la población, sin contar las islas Filipinas, a 13 millones
y medio de almas, cuyo más corto número era de europeos, únicos que
estaban particularmente interesados en conservar la unión con la
madre patria. En el origen contábanse solamente dos distintas razas o
linajes, la de los conquistadores y la de los conquistados, esto es,
españoles e indios. Gozaron los primeros de los derechos y privilegios
que les correspondían, y se declaró a los segundos, conforme a las
expresiones de la recopilación de Indias, «...libres y no sujetos a
servidumbre de manera alguna.» Sabido es el tierno y compasivo afán
que por ellos tuvo la reina Doña Isabel la Católica hasta en sus
postrimeros días, encargando en su testamento «que no recibiesen
los indios agravio alguno en sus personas y bienes, y que fuesen
bien tratados.» No por eso dejaron de padecer bastante, extrañando
Solórzano que «cuanto se hacía en beneficio de los indios resultase
en perjuicio suyo»; sin advertir que el mismo cuidado de segregarlos
de las demás razas para protegerlos, excitaba a estas contra ellos, y
que el alejamiento en que vivían, bajo caciques indígenas, dificultaba
la instrucción, perpetuaba la ignorancia, y los exponía a graves
vejaciones, apartándolos del contacto de las autoridades supremas, por
lo general más imparciales.

Se multiplicó infinito en seguida la división de castas. Preséntase
como primera la de los hijos de los peninsulares nacidos en aquellos
climas de estirpe española, que se llamaron _criollos_. Vienen después
los _mestizos_, o descendientes de españoles e indios, terminándose
la enumeración por los _negros_, que se introdujeron de África, y
las diversas tintas que resultaron de su ayuntamiento con las otras
familias del linaje humano allí radicadas.

Los criollos conservaron igualdad de derechos con los españoles: lo
mismo, con cortísima diferencia, los mestizos, si eran hijos de español
y de india; mas no si el padre pertenecía a esta clase y la madre a
la otra, pues entonces quedaba la prole en la misma línea del de los
puramente indios; a los negros y sus derivados, a saber, mulatos,
zambos, etc., reputábalos la ley y la opinión inferiores a los demás,
si bien la naturaleza los había aventajado en las fuerzas físicas y
facultades intelectuales.

De los diversos linajes nacidos en ultramar, era el de los criollos el
más dispuesto a promover alteraciones. Creíase agraviado, le adornaban
conocimientos, y superaba a los demás naturales en riqueza e influjo. A
los indios, aunque numerosos e inclinados en algunas partes a suspirar
por su antigua independencia, faltábales en general cultura, y carecían
de las prendas y medios requeridos para osadas empresas. No les era
dado a los oriundos de África entrar en lid sino de auxiliadores, a lo
menos en un principio; pues la escasez de su gente en ciertos lugares,
y sobre todo el ceño que les ponían las demás clases, estorbábalos
acaudillar particular bandería.

Comenzó a mediados del siglo XVIII a crecer grandemente la América
española. Hasta entonces la forma del gobierno interior, los
reglamentos de comercio y otras trabas habían retardado que se
descogiese su prosperidad con la debida extensión.

Bajo los diversos títulos de virreyes, capitanes generales y
gobernadores, ejercían el poder supremo jefes militares, quienes solo
eran responsables de su conducta al rey y al consejo de Indias que
residía en Madrid. Contrapesaban su autoridad las audiencias, que,
además de desempeñar la parte judicial, se mezclaban, con el nombre de
acuerdo, en lo gubernativo, y aconsejaban a los virreyes o les sugerían
las medidas que tenían por convenientes. No hubo en esto alteración
sustancial, fuera de que en ciertas provincias, como en Buenos Aires,
se crearon capitanías generales o virreinatos independientes, en gran
beneficio de los moradores, que antes se veían obligados a acudir para
muchos negocios a grandes distancias.

En la administración de justicia, después de las audiencias, que eran
los tribunales supremos, y de las que también en determinados casos
se recurría al consejo de Indias, venían los alcaldes mayores y los
ordinarios, a la manera de España, los cuales ejercían respectivamente
su autoridad, ya en lo judicial, ya en lo económico, presidiendo a
los ayuntamientos, cuerpos que se hallaban establecidos en los mismos
términos que los de la península, con sus defectos y ventajas.

Los alcaldes mayores, al tiempo de empuñar la vara, practicaban una
costumbre abusiva y ruinosa; pues so pretexto de que los indígenas
necesitaban para trabajar de especial aguijón, ponían por obra lo
que se llamaba _repartimientos_. Palabra de mal significado, y que
expresaba una entrega de mercadurías que el alcalde mayor hacía a cada
indio para su propio uso y el de su familia, a precios exorbitantes.
Dábanse los géneros al fiado y a pagar dentro de un año en productos
de la agricultura del país, estimados según el antojo de los alcaldes,
quienes, jueces y parte en el asunto, cometían molestas vejaciones,
saliendo en general muy ricos al cumplirse los cinco años de su
magistratura, señaladamente en los distritos en que se cosechaba grana.

Don José de Gálvez, después marqués de Sonora, que de cerca había
palpado los perjuicios de tamaño escándalo, luego que se le confió, en
el reinado de Carlos III, el ministerio general de Indias, abolió los
repartimientos y las alcaldías mayores, sustituyendo a esta autoridad
la de las intendencias de provincia y subdelegación de partido, mejora
de gran cuantía en la administración americana, y contra la que, sin
embargo, exclamaron poderosamente las corporaciones más desinteresadas
del país, afirmando que sin la coerción se echaría a vaguear el indio
en menoscabo de la utilidad pública y privada, así como de las buenas
costumbres. Juicio errado nacido de preocupación arraigada, lo que en
breve manifestó la experiencia.

Creados los intendentes, ganó también mucho el ramo de hacienda. Antes,
oficiales reales, por sí o por medio de comisionados, recaudaban las
contribuciones, entendiéndose con el superintendente general, que
residía lejos de la capital de los gobiernos respectivos. Fijado
ahora en cada provincia un intendente, creció la vigilancia sobre los
partidos, de donde los subdelegados y oficiales reales tenían que
enviar con puntualidad a sus jefes las sumas percibidas y estados
individuales de cuenta y razón, asegurando, además, por medio de
fianzas el bueno y fiel desempeño de sus cargos. Con semejantes
precauciones tomaron las rentas increíble aumento.

Eran las contribuciones en menor número, y no tan gravosas como las de
España. Pagábase la alcabala de todo lo que se introducía y vendía, el
10 por 100 de la plata y el 5 del oro que se sacaba de las minas, con
algunos otros impuestos menos notables. El conocido bajo el nombre de
_tributo_ recaía solo sobre los indios, en compensación de la alcabala
de que estaban exentos: era una capitación en dinero, pesada en sí
misma y de cobranza muy arbitraria.

Al tiempo de formar las intendencias, hízose una división de territorio
que no poco coadyuvó al bienestar de los naturales. Y del mismo
modo que con la cercanía de magistrados respetables se había puesto
mayor orden en el ramo de contribuciones, así también con ella se
introdujeron otras saludables reformas. Desde luego rigiéronse con
mayor fidelidad los fondos de propios; hubo esmero en la policía y
ornato de los pueblos, se administró la justicia sin tanto retraso y
más imparcialmente; y por fin se extinguió el pernicioso influjo de los
partidos, terrible azote, y causador allí de riñas y ruidosos pleitos.

Con haber perfeccionado de este modo la gobernación interior, se dio
gran paso para la prosperidad americana.

Aviváronla también los adelantamientos que se hicieron en la
instrucción pública. Ya cuando la conquista empezaron a propagarse las
escuelas de primeras letras y los colegios, fundándose universidades
en varias capitales. Y si no se siguieron los mejores métodos, ni
se enseñaron las ciencias y doctrinas que más hubiera convenido,
dolencia fue común a España, de que se lamentaban los hombres de
ingenio y doctos que en todos tiempos honraron a nuestra patria.
Pero luego que en la península profesores hábiles dieron señales de
desterrar vergonzosos errores, y de modificar en cuanto podían rancios
estatutos, lo propio hicieron otros en América, particularmente en las
universidades de Lima y Santa Fe. Tampoco el gobierno español en muchos
casos se mostró hosco a las luces del siglo. Diéronse en ultramar,
como en España, ensanches al saber, y aun allí se erigieron escuelas
especiales: fue la más célebre el colegio de minería de Méjico, sobre
el pie del de Freiberg de Sajonia, teniendo al frente maestros que
habían cursado en Alemania, y los cuales perfeccionaron el estudio de
las ciencias exactas y naturales, sobre todo el de la mineralogía,
provechoso y necesario en un país tan abundante de metales preciosos.

Deplorable legislación se adoptó desde el descubrimiento para el
comercio externo, mantenida en vigor hasta mediados del siglo
XVIII. Porque, además de solo permitirse por ella el tráfico con
la metrópoli [falta en que incurrieron todos los otros estados de
Europa], circunscribiose también a los únicos puertos de Sevilla
primero, y después de Cádiz, adonde venían y de donde partían las
flotas y galeones en determinada estación del año; sistema que privaba
al norte y levante de España y a varias provincias americanas de
comerciar directamente entre sí, cortando el vuelo a la prosperidad
mercantil, sin que por eso se remontase, cual debiera, la de las
ciudades privilegiadas. Carlos V había pensado extender a los puertos
principales de las otras costas la facultad del libre y directo
tráfico; pero obligado a condescender con los deseos de compañías de
genoveses y otros extranjeros avecindados en Sevilla, cuyas casas le
anticipaban dinero para las empresas y guerras de afuera, suspendió
resolución tan sabia, despojando así a la periferia de la península de
los beneficios que le hubieran acarreado los nuevos descubrimientos.
Felipe II y sus sucesores hallaron las arcas reales en idéntica o
mayor penuria que Carlos, y con desafición a innovar reglas ya
más arraigadas, pretextaron igualmente, para conservar estas, el
aparecimiento de los filibusteros, como si convoyes que navegaban en
invariables tiempos, con rumbo a puntos fijos, no facilitasen las
acometidas y rapiñas de aquellos audaces y numerosos piratas.

Diose traza de modificar legislación tan perjudicial en los reinados
de Fernando VI y Carlos III, aprobándose al intento y sucesivamente
diferentes reglamentos que acabaron de completarse en 1789. Permitiose
por ellos el comercio de América desde diversos puertos y con todas
las costas de la península, siempre que fuesen súbditos, los que lo
hiciesen, de la corona de España. Tan rápidamente creció el tráfico
que se dobló en pocos años, esparciéndose las ganancias por las varias
provincias de ambos hemisferios.

Con tales mejoras de administración y el aumento de riqueza,
enrobustecíanse las regiones de ultramar, y se iban preparando a
caminar solas y sin los andadores del gobierno español. No obstante
eso, el vínculo que las unía era todavía fuerte y muy estrecho.

Otras causas concurrieron a aflojarle paulatinamente. Debe
contarse entre las principales la revolución de los Estados Unidos
anglo-americanos. Jefferson en sus cartas asevera que ya entonces
dieron pasos los criollos españoles para lograr su independencia. Si
fue así, debieron provenir tales gestiones de particulares proyectos,
no de la mayoría de la población ni de sus corporaciones adictas a la
metrópoli con inveterados y apegados hábitos. Incurrió en error grave
la corte de Madrid en favorecer la cansa anglo-americana, mayormente
cuando no la impelían a ello filantrópicos pensamientos, sino personal
pique de Carlos III contra los ingleses, y consecuencias del desastrado
pacto de familia. Diose de ese modo un punto en que con el tiempo se
había de apoyar la palanca destinada a levantar los otros pueblos del
continente americano. Lo preveía el ilustre conde de Aranda cuando,
precisado a firmar el tratado de Versalles, aconsejó que se enviasen a
aquellas provincias infantes de España, quienes al menos mantuviesen
con su presencia y dominación, las relaciones mercantiles y de buena
amistad en que se interesaban la prosperidad y riqueza peninsulares.

Tras lo acaecido en las márgenes del Delaware, sobrevino la revolución
francesa, estímulo nuevo de independencia, sembrando en América
como en Europa ideas de libertad y desasosiego. Hasta entonces los
alborotos ocurridos habían sido parciales, y nacidos solo de tropelías
individuales o de vejaciones en algunas comarcas. Graves aparecieron
las turbulencias del Perú, acaudilladas por Tupac Amaru; mas como
los indios que tomaron parte cometieron grandes crueldades, lo mismo
con criollos que con españoles, obligaron a unos y a otros a unirse
para sofocar insurrecciones difíciles de cuajar sin su participación.
Quiso conmoverse Caracas en 1796, luego que se encendió la guerra con
los ingleses. Pero aun entonces fueron principales promovedores el
español Picornel y el general Miranda, forasteros ambos, por decirlo
así, en el país. Pues el primero, corazón ardiente y comprometido en
la conspiración tramada en Madrid en 1795 contra el poder absoluto,
hijo de Mallorca, no conocía bastantemente la tierra; y el segundo,
aunque nacido en Venezuela, ausente años de allí, y general de la
república francesa, amamantado con sus doctrinas, tenía ya estas más
presentes que la situación y preocupaciones de su primitiva patria.
Por consiguiente se malogró la empresa intentada, permaneciendo aún
muy hondas las raíces del dominio español para que se las pudiera
arrancar de un solo y primer golpe. Mr. de Humboldt, nada desafecto a
la independencia americana, confiesa «que las ideas que tenían en las
provincias de Nueva España acerca de la metrópoli eran enteramente
distintas de las que manifestaban las personas que en la ciudad de
Méjico se habían formado por libros franceses e ingleses.»

Requeríase, pues, algún nuevo suceso, grande, extraordinario, que
tocara inmediatamente a las Américas y a España, para romper los lazos
que unían a entrambas, no bastando a efectuar semejante acontecimiento
ni lo apartado y vasto de aquellos países, ni la diversidad de castas y
sus pretensiones, ni las fuerzas y riqueza, que cada día se aumentaban,
ni el ejemplo de los Estados Unidos, ni tampoco los terribles y más
recientes que ofrecía la Francia; cosas todas que colocamos entre las
causas generales y lejanas de la independencia americana, empezando
las particulares y más próximas en las revueltas y asombros que se
agolparon en el año de 1808.

En un principio, y al hundirse el trono de los Borbones, manifestaron
todas las regiones de ultramar en favor de la causa de España verdadero
entusiasmo, conteniéndose, a su vista, los pocos que anhelaban
mudanzas. Vimos en su lugar la irritación que produjeron allí las
miserias de Bayona, la adhesión mostrada a las juntas de provincia y a
la central, los donativos, en fin, y los recursos que con larga mano
se suministraron a los hermanos de Europa. Mas, apaciguado el primer
hervor, y sucediendo en la península desgracias tras de desgracias,
cambiose poco a poco la opinión, y se sintieron rebullir los deseos
de independencia, particularmente entre la mocedad criolla de la
clase media y el clero inferior. Fomentaron aquella inclinación los
ingleses, temerosos de la caída de España; fomentáronla los franceses
y emisarios de José, aunque en otro sentido y con intento de apartar
aquellos países del gobierno de Sevilla y Cádiz, que apellidaban
insurreccional; fomentáronla los anglo-americanos, especialmente en
Méjico; fomentáronla, por último, en el Río de la Plata los emisarios
de la infanta Doña Carlota, residente en el Brasil, cuyo gobierno,
independiente de Europa, no era para la América meridional de mejor
ejemplo que lo había sido para la septentrional la separación de los
Estados Unidos.

A tantos embates necesario era que cediese y empezase a crujir el
edificio levantado por los españoles más allá de los mares, cuya
fábrica hubo de ser bien sólida y compacta para que no se resquebrajase
antes y viniese al suelo.

Contrarrestar tamaños esfuerzos parecía dificultoso, si no imposible,
abrumado el reino bajo el peso de una guerra desoladora y exhausto
de recursos. La junta central, no obstante, hubiera quizá podido
tomar providencias que sostuviesen por más tiempo la dominación
peninsular. Limitose a hacer declaraciones de igualdad de derechos, y
omitió medidas más importantes. Tales hubieran sido, en concepto de
los inteligentes, mejorar la suerte de las clases menesterosas con
repartimiento de tierras; halagar más de lo que se hizo la ambición de
los pudientes y principales criollos con honores y distinciones, a que
eran muy inclinados; reforzar con tropa algunos puntos, pues hombres
no escaseaban en España, y el soldado mediano acá era para allá muy
aventajado, y finalmente, enviar jefes firmes, prudentes y de conocida
probidad. Y ora fueran las circunstancias, ora descuido, no pensó la
central como debiera en materia de tanta gravedad, y al disolverse,
contenta con haber hecho promesas, dejó la América trabajada ya de mil
modos, con las mismas instituciones, desatendidas las clases pobres y
al frente autoridades por lo general débiles e incapaces, y sospechadas
algunas de connivencia con los independientes.

Verificose el primer estallido sin convenio anterior entre las diversas
partes de la América, siendo difíciles las comunicaciones y no estando
entonces extendidas ni arregladas las sociedades secretas, que después
tanto influjo tuvieron en aquellos sucesos. El movimiento rompió por
Caracas, tierra acostumbrada a conjuraciones; y rompió, según ya
insinuamos, al llegar la noticia de la pérdida de las Andalucías y
dispersión de la junta central.

[Sidenote: Levantamiento de Venezuela.]

El 19 de abril de 1810 apareció amotinado el pueblo de aquella ciudad,
capital de Venezuela, al que se unió la tropa; y el cabildo, o sea
ayuntamiento, agregando a su seno otros individuos, erigiose en junta
suprema, mientras que conforme anunció, se convocaba un congreso. El
capitán general, Don Vicente Emparan, sobrecogido y hombre de ánimo
cuitado, no opuso resistencia alguna, y en breve desposeyéronle y le
embarcaron en La Guaira con la audiencia y principales autoridades
españolas. Siguieron el impulso de Caracas las otras provincias de
Venezuela, excepto el partido de Coro y Maracaibo, en cuya ciudad
mantuvo la tranquilidad y buen orden la firmeza del gobernador Don
Fernando Miyares.

El haberse en Caracas unido la tropa al pueblo decidió la querella
en favor de los amotinados. Ayudaba mucho, para la determinación del
soldado, el sistema militar que se había introducido en América en
el último tercio del siglo XVIII, en cuyo tiempo se crearon cuerpos
veteranos de naturales del país, que, si bien en gran parte eran
mandados por coroneles y comandantes europeos, tenían también en sus
filas oficiales subalternos, sargentos y cabos americanos. Del mismo
modo se organizaron milicias de infantería y caballería, a semejanza
las primeras de las de España, y en ellas se apoyó principalmente la
insurrección. Cierto es que, al principio, solo la menor parte de las
tropas se declaró en favor de las novedades, y que hubo parajes,
particularmente en Méjico y en el Perú, en donde los militares
contribuyeron a sofocar las conmociones; mas con el tiempo, cundiendo
el fuego, llegó hasta las tropas de línea.

El motivo principal que alegó Caracas para erigir una junta suprema
e independiente fundose en estar casi toda España sujeta ya a una
dinastía extranjera y tiránica, añadiendo que solo haría uso de la
soberanía hasta que volviese al trono Fernando VII, o se instalase
solemne y legalmente un gobierno constituido por las cortes, a que
concurriesen legítimos representantes de los reinos, provincias y
ciudades de Indias. Entre tanto, ofrecía la nueva junta a los españoles
que aún peleasen por la independencia peninsular, amistad y envío de
socorros. El nombre de Fernando tuvo que sonar a causa del pueblo,
muy adicto al soberano desgraciado; esperanzados los promovedores
del alzamiento que, conllevando así las ideas de la mayoría, la
traerían por sus pasos contados adonde deseaban, mayormente si se
introducían luego innovaciones que le fueran gratas. No tardaron
estas en anunciarse, pues se abolió en breve el tributo de los
indios, repartiéronse los empleos entre los naturales, y se abrieron
los puertos a los extranjeros. La última providencia halagaba a los
propietarios que veían en ella crecer el valor de sus frutos, y ganaban
al propio tiempo la voluntad de las naciones comerciantes, codiciosas
siempre de multiplicar sus mercados.

Así fue que el ministerio inglés, poco explícito en sus declaraciones
al reventar la insurrección, no dejó pasar muchos meses sin expresar,
por boca de Lord Liverpool, «que S. M. B. no se consideraba ligado
por ningún compromiso a sostener un país cualquiera de la monarquía
española contra otro por razón de diferencias de opinión, sobre el modo
con que se debiese arreglar su respectivo sistema de gobierno; siempre
que conviniesen en reconocer al mismo soberano legítimo, y se opusiesen
a la usurpación y tiranía de la Francia...» No se necesitaba testimonio
tan público para conocer que forzoso le era al gabinete de la Gran
Bretaña, aunque hubieran sido otras sus intenciones, usar de semejante
lenguaje, teniendo que sujetarse a la imperiosa voz de sus mercaderes y
fabricantes.

[Sidenote: Levantamiento de Buenos Aires.]

Alzó también Buenos Aires el grito de independencia al saber allí, por
un barco inglés que arribó a Montevideo el 13 de mayo, los desastres de
las Andalucías. Era capitán general Don Baltasar Hidalgo de Cisneros,
hombre apocado y sin cautela, quien, a petición del ayuntamiento,
consintió en que se convocase un congreso, imaginándose que aun después
proseguiría en el gobierno de aquellas provincias. Instalose dicho
congreso el 22 de mayo, y, como era de esperar, fue una de sus primeras
medidas la deposición del inadvertido Cisneros, eligiendo también, a la
manera de Caracas, una junta suprema que ejerciese el mando en nombre
de Fernando VII. Conviene notar aquí que la formación de juntas en
América nació por imitación de lo que se hizo en España en 1808, y no
de otra ninguna causa.

Montevideo, que se disponía a unir su suerte con la de Buenos Aires,
detúvose, noticioso de que en la península todavía se respiraba, y de
que existía en la Isla de León, con nombre de regencia, un gobierno
central.

No así el nuevo reino de Granada, que siguió el impulso de Caracas,
creando una junta suprema el 20 de julio. Apearon del mando los nuevos
gobernantes a Don Antonio Amat, virrey semejante en lo quebradizo de
su temple a los jefes de Venezuela y Buenos Aires. Acaecieron luego
en Santa Fe, en Quito y en las demás partes altercados, divisiones,
muertes, guerra y muchas lástimas, que tal esquilmo coge de las
revoluciones la generación que las hace.

Entonces, y largo tiempo después, se mantuvo el Perú quieto y fiel a
la madre patria, merced a la prudente fortaleza del virrey, Don José
Fernando de Abascal, y a la memoria aún viva de la rebelión del indio
Tupac Amaru y sus crueldades.

Tampoco se meneaba Nueva España, aunque ya se habían fraguado varias
maquinaciones y se preparaban alborotos, de que más adelante daremos
noticia.

[Sidenote: Juicio acerca de estas revueltas.]

Por lo demás, tal fue el principio de irse desgajando del tronco
paterno, y una en pos de otra, ramas tan fructíferas del imperio
español. ¿Escogieron los americanos para ello la ocasión más digna y
honrosa? A medir las naciones por la escala de los tiernos y nobles
sentimientos de los individuos, abiertamente diríamos que no, habiendo
abandonado a la metrópoli en su mayor aflicción, cuando aquella
decretara igualdad de derechos, y cuando se preparaba a realizar en
sus cortes el cumplimiento de las anteriores promesas. Los Estados
Unidos separáronse de Inglaterra en sazón en que esta descubría su
frente serena y poderosa, y después que reiteradas veces les había
su metrópoli negado peticiones moderadas en un principio. Por el
contrario, los americanos españoles cortaban el lazo de unión, abatida
la península, reconocidas ya aquellas provincias como parte integrante
de la monarquía, y convidados sus habitantes a enviar diputados a las
cortes. No; entre individuos graduaríase tal porte de ingrato y aun
villano. Las naciones, desgraciadamente, suelen tener otra pauta, y los
americanos quizá pensaron lograr entonces con más certidumbre lo que, a
su entender, fuera dudoso y aventurado, libre la península y repuesto
en el solio el cautivo Fernando.

Controvertible igualmente ha sido si la América había llegado al
punto de madurez e instrucción que eran necesarias para desprenderse
de los vínculos metropolitanos. Algunos han decidido ya la cuestión
negativamente, atentos a las turbulencias y agitación continua de
aquellas regiones, en donde mudando a cada paso de gobierno y leyes,
aparecen los naturales no solo como inhábiles para sostener la libertad
y admitir un gobierno medianamente organizado, pero aun también como
incapaces de soportar el estado social de los pueblos cultos. Nosotros,
sin ir tan allá, creemos, sí, que la educación y enseñanza de la
América española será lenta y más larga que la de otros países; y solo
nos admiramos de que haya habido en Europa hombres, y no vulgares, que
al paso que negaban a España la posibilidad de constituirse libremente,
se la concedieran a la América, siendo claro que en ambas partes
habían regido idénticas instituciones, y que idénticas habían sido las
causas de su atraso; con la ventaja para los peninsulares de que entre
ellos se desconocía la diversidad de castas, y de que el inmediato
roce con las naciones de Europa les había proporcionado hacer mayores
progresos en los conocimientos modernos, y mejorar la vida social. Mas
si personas entendidas y gobiernos sabios olvidaban reflexiones tan
obvias, ¿qué no sería de ávidos especuladores que soñaban montes de oro
con la franquicia y amplia contratación de los puertos americanos?

[Sidenote: Medidas tomadas por el gobierno español.]

La regencia, al instalarse, había nombrado sujetos que llevasen a
las provincias de ultramar las noticias de lo ocurrido en principios
de año, recordando al propio tiempo en una proclama la igualdad de
condición otorgada a aquellos naturales, e incluyendo la convocatoria
para que acudiesen a las cortes por medio de sus diputados. Fuera de
eso, no extendió la regencia sus providencias más allá de lo que lo
había hecho la central, si bien es cierto que ni la situación actual
permitía el mismo ensanche, ni tampoco era político anticipar en muchos
asuntos el juicio de las cortes, cuya reunión se anunciaba cercana.

[Sidenote: Providencia fraguada acerca del comercio libre.]

Sin embargo, publicose en 17 de mayo de 1810, a nombre de dicha
regencia, una real orden de la mayor importancia, y por la que se
autorizaba el comercio directo de todos los puertos de Indias con las
colonias extranjeras y naciones de Europa. Mudanza tan repentina y
completa en la legislación mercantil de Indias, sin previo aviso ni
otra consulta, saltando por encima de los trámites de estilo aún usados
durante el gobierno antiguo, pasmó a todos y sobrecogió al comercio de
Cádiz, interesado más que nadie en el monopolio de ultramar.

Sin tardanza reclamó este contra una providencia en su concepto
injustísima y en verdad muy informal y temprana. La regencia ignoraba,
o fingió ignorar, la publicación de la mencionada orden, y en virtud
de examen que mandó hacer, resultó que sobre un permiso limitado al
renglón de harinas, y al solo puerto de la Habana, había la secretaría
de hacienda de Indias extendido por sí la concesión a los demás frutos
y mercaderías procedentes del extranjero, y en favor de todas las
costas de la América. ¿Quién no creyera que al descubrirse falsía tan
inaudita, abuso de confianza tan criminal y de resultas tan graves,
no se hubiese hecho un escarmiento que arredrase en lo porvenir a los
fabricadores de mentidas providencias del gobierno? Formose causa; mas
causa al uso de España en tales materias, encargando a un ministro del
consejo supremo de España e Indias que procediese a la averiguación del
autor o autores de la supuesta orden.

Se arrestó en su casa al marqués de las Hormazas, ministro de
hacienda, prendiose también al oficial mayor de la misma secretaría
en lo relativo a Indias, Don Manuel Albuerne, y a algunos otros que
resultaban complicados. El asunto prosiguió pausadamente, y después
de muchas idas y venidas, empeños, solicitaciones, todos quedaron
quitos. Hormazas había firmado a ciegas la orden sin leerla, y como si
se tratase de un negocio sencillo. El verdadero culpado era Albuerne,
de acuerdo con el agente de la Habana Don Claudio María Pinillos,
y Don Esteban Fernández de León, siendo sostenedor secreto de la
medida, según voz pública, uno de los regentes. Tal descuido en unos,
delito en otros, e impunidad ilimitada para todos, probaban más y
más la necesidad urgente de purgar a España de la maleza espesa que
habían ahijado en su gobierno, de Godoy acá, los patrocinadores de la
corrupción más descarada.

La regencia, por su parte, revocó la real orden, y mandó recoger los
ejemplares impresos. Pero el tiro había ya partido, y fácil es
adivinar el mal efecto que produciría, sugiriendo a los amigos de las
alteraciones de América nueva y fundada alegación para proseguir en su
comenzado intento.

Supo la regencia, el 4 de julio, las revueltas de Caracas, y al
concluirse agosto, las de Buenos Aires. Apesadumbráronla noticias para
ella tan impensadas, y para la causa de España tan funestas, mas vivió
algún tiempo con la esperanza de que cesarían los disturbios, luego que
allá corriese no haber la península rendido aún su cerviz al invasor
extranjero. ¡Vana ilusión! Alzamientos de esta clase o se ahogan al
nacer, o se agrandan con rapidez. La regencia, indecisa y sin mayores
medios, consultó al consejo, no tomando de pronto resolución que
pareciera eficaz.

[Sidenote: Nómbrase a Cortavarría para ir a Caracas.]

Aquel cuerpo opinó que se enviase a ultramar un sujeto condecorado y
digno, asistido de algunos buques de guerra y con órdenes para reunir
las tropas de Puerto Rico, Cuba y Cartagena, previniéndole que solo
emplease el medio de la fuerza cuando los de persuasión no bastasen. La
regencia se conformó en un todo con el dictamen del consejo, y nombró
por comisionado, revestido de facultades omnímodas, a Don Antonio
Cortavarría, individuo del consejo real, magistrado respetable por
su pureza, pero anciano y sin el menor conocimiento de lo que era la
América. Figurábase el gobierno español, equivocadamente, que no eran
pasados los días de los Mendozas y los Gascas, y que a la vista del
enviado peninsular se allanarían los obstáculos y se remansarían los
tumultos populares. Llevaba Cortavarría instrucciones que no solo se
extendían a Venezuela, sino que también abrazaban las islas, Santa
Fe y aun la Nueva España, debiendo obrar con él mancomunadamente el
gobernador de Maracaibo Don Fernando Miyares, electo capitán general de
Caracas, en recompensa de su buen proceder.

[Sidenote: Jefes y pequeña expedición enviada al Río de la Plata.]

Respecto de Buenos Aires, ya antes de saberse el levantamiento
había tomado la regencia algunas medidas de precaución, advertida
de tratos que la infanta Doña Carlota traía allí desde el Brasil; y
como Montevideo era el punto más a propósito para realizar cualquiera
proyecto que dicha señora tuviese entre manos, se había nombrado, para
provenir toda tentativa, por gobernador de aquella plaza a Don Gaspar
de Vigodet, militar de confianza.

Mas, después que la regencia recibió la nueva de la conmoción de Buenos
Aires, no limitó a eso sus providencias, sino que también resolvió
enviar de virrey de las provincias del Río de la Plata a Don Francisco
Javier de Elío, acompañado de 500 hombres, de una fragata de guerra y de
una urca, con orden de partir de Alicante y de ocultar el objeto del
viaje hasta pasadas las islas Canarias. Se le recomendó asimismo lo
que a Cortavarría en cuanto a que no emplease la fuerza antes de haber
tentado todos los medios de conciliación.

He aquí lo que por mayor se sabía en Europa de las turbulencias
de América, y lo que para cortarlas había resuelto la regencia al
tiempo de instalarse las cortes. [Sidenote: Ocúpanse las cortes en
la materia.] Hallándose en el seno de estas diputados naturales de
ultramar, concíbese fácilmente que no dejarían huelgo a sus compañeros
antes de conseguir que se ocupasen en tan graves cuestiones. Las
propuestas fueron muchas y varias, y ya el 25 de septiembre, tratándose
de expedir el decreto del 24, expuso la diputación americana que al
mismo tiempo que se remitiese aquel a Indias, era necesario hablar a
sus habitantes de la igualdad de derechos que tenían con los de Europa,
de la extensión de la representación nacional como parte integrante
de la monarquía, y conceder una amnistía u olvido absoluto por los
extravíos ocurridos en las desavenencias de algunos de aquellos países.
La discusión comenzó a encresparse, y Don José Mejía, suplente por
Santa Fe de Bogotá y americano de nacimiento, fuese prudencia, fuese
temor de que resonasen en ultramar las palabras que se pronunciaban en
las cortes, palabras que pudieran ser funestas a los independientes,
apoyados todavía en terreno poco firme, pidió que se ventilase el
asunto en secreto. Accedió el congreso a los deseos de aquel señor
diputado, si bien por incidencia se tocaron a veces en público, en las
primeras sesiones, algunos de los muchos puntos que ofrecía materia tan
espinosa.

[Sidenote: Decreto de 15 de octubre. (* Ap. n. 13-7.)]

Después de reñidos debates, aprobaron las cortes los términos de un
decreto que se promulgó con fecha de 15 de octubre,[*] en el que
aparecieron como esenciales bases: 1.º, la igualdad de derechos, ya
sancionada; 2.º, una amnistía general, sin límite alguno.

En pos de esta resolución vinieron, a manera de secuela, otras
declaraciones y concesiones muy favorables a la América, de las que
mencionaremos las más principales en el curso de esta historia. Por
ellas se verá cuánto trabajaron las cortes para grangearse el ánimo de
aquellos habitantes y acallar los motivos que hubiera de justa queja,
debiendo haber finalizado las turbulencias, si el fuego de un volcán de
extensa crátera pudiera apagarse por la mano del hombre.

[Sidenote: Discusión sobre la libertad de la imprenta.]

La víspera de la promulgación del decreto sobre América entablose en
público la discusión de la libertad de la imprenta. Don Agustín de
Argüelles era quien primero la había provocado, indicando en la sesión
de la tarde del 27 de septiembre la necesidad de ocuparse a la mayor
brevedad en materia tan grave. Sostuvo su dictamen Don Evaristo Pérez
de Castro, y aun insistió en que desde luego se formase para ello una
comisión, cuya propuesta aprobaron las cortes inmediatamente, sin
obstáculo alguno.

Dedicose con aplicación continua a su trabajo la comisión nombrada,
y el 14 de octubre, cumpleaños del rey Fernando VII, leyó el informe
en que habían convenido los individuos de ella; casual coincidencia
o modo nuevo de celebrar el natalicio de un príncipe, cuyo horóscopo
viose después no cuadraba con el festejo. Al día siguiente se trabó
la discusión, una de las más brillantes que hubo en las cortes, y
de la que reportaron estas fama esclarecida. Lástima ha sido que no
se hayan conservado enteros los discursos allí pronunciados, pues
todavía no se publicaban de oficio las sesiones, según comenzó a usarse
en el promedio de diciembre, habiéndose desde entonces establecido
taquígrafos que siguiesen literalmente la palabra del orador. Sin
embargo, algunos curiosos, y entre ellos ingleses, tomaron nota
bastante exacta de las discusiones más principales, y eso nos habilita
para dar una razón algo circunstanciada de lo que ocurrió en aquella
ocasión.

Antes de reunirse las cortes, la libertad de la imprenta apenas contaba
otros enemigos sino algunos de los que gobernaban; mas después que
el congreso mostró querer proseguir su marcha con hoz reformadora,
despertose el recelo de las clases y personas interesadas en los
abusos, que empezaron a mirar con esquivez medida tan deseada. No
pareciéndoles, con todo, discreto impugnarla de frente, idearon los
que pertenecieron a aquel número y estaban dentro de las cortes, pedir
que se suspendiese la deliberación.

Escogieron para hacer la propuesta al diputado que entre los suyos
juzgaron más atrevido, a Don Joaquín Tenreiro, quien, después de
haber el día 14 procurado infructuosamente diferir la lectura del
informe de la comisión, persistió el 15 en su propósito de que se
dejase para más adelante la discusión, alegando que se debería pedir
con antelación el parecer de ciertas corporaciones, en especial el
de las eclesiásticas, y sobre todo aguardar la llegada de diputados
próximos a aportar de las costas de Levante. Manifestó su opinión el
señor Tenreiro acaloradamente, y excitó la réplica de varios señores
diputados que demostraron haber seguido el expediente, no solo los
trámites de costumbre, sino que también, viniendo ya instruido desde el
tiempo de la junta central, había recibido con el mayor detenimiento
la dilucidación necesaria. Reprodujo no obstante sus argumentos el
señor Tenreiro, pero no por eso pudo estorbar que empezase de lleno
la discusión. El señor Argüelles fue de los primeros que entrando
en materia hizo palpables los bienes que resultan de la libertad
de la imprenta. «Cuantos conocimientos, dijo, se han extendido por
Europa han nacido de esta libertad, y las naciones se han elevado a
proporción que ha sido más perfecta. Las otras, oscurecidas por la
ignorancia y encadenadas por el despotismo, se han sumergido en la
proporción contraria. España, siento decirlo, se halla entre las
últimas: fijemos la vista en los postreros 20 años, en ese periodo
henchido de acontecimientos más extraordinarios que cuantos presentan
los anteriores siglos, y en él podremos ver los portentosos efectos de
esa arma, a cuyo poder casi siempre ha cedido el de la espada. Por su
influjo vimos caer de las manos de la nación francesa las cadenas que
la habían tenido esclavizada. Una facción sanguinaria vino a inutilizar
tan grande medida, y la nación francesa, o más bien su gobierno, empezó
a obrar en oposición a los principios que proclamaba... El despotismo
fue el fruto que recogió... Hubiera habido en España una arreglada
libertad de imprenta, y nuestra nación no hubiera ignorado cual fuese
la situación política de la Francia al celebrarse el vergonzoso tratado
de Basilea. El gobierno español, dirigido por un favorito corrompido y
estúpido, incapaz era de conocer los verdaderos intereses del estado.
Abandonose ciegamente y sin tino a cuantos gobiernos tuvo la Francia,
y desde la convención hasta el imperio seguimos todas las vicisitudes
de su revolución, siempre en la más estrecha alianza, cuando llegó el
momento desgraciado en que vimos tomadas nuestras plazas fuertes y el
ejército del pérfido invasor en el corazón del reino. Hasta entonces a
nadie le fue lícito hablar del gobierno francés con menos sumisión que
del nuestro, y no admirar a Bonaparte fue de los más graves delitos. En
aquellos días miserables se echaron las semillas cuyos amargos frutos
estamos cogiendo ahora. Extendamos la vista por el mundo: Inglaterra
es la sola nación que hallaremos libre de tal mengua. ¿Y a quién lo
debe? Mucho hizo en ella la energía de su gobierno, pero más hizo la
libertad de la imprenta. Por su medio pudieron los hombres honrados
difundir el antídoto con más presteza que el gobierno francés su
veneno. La instrucción que por la vía de la imprenta logró aquel pueblo
fue lo que le hizo ver el peligro y saber evitarlo...»

El señor Morros, diputado eclesiástico, sostuvo con fuerza «ser la
libertad de la imprenta opuesta a la religión católica apostólica
romana, y ser, por tanto, detestable institución.» Añadió: «que, según
lo prevenido en muchos cánones, ninguna obra podía publicarse sin la
licencia de un obispo o concilio, y que todo lo que se determinase en
contra, sería atacar directamente la religión.»

Aquí notará el lector que desesperanzados los enemigos de la libertad
de la imprenta de impedir los debates, trataron ya de impugnarla sin
disfraz alguno y fundamentalmente.

Fácil fue al señor Mejía rebatir el dictamen del señor Morros,
advirtiendo «que la libertad de que se trataba, limitábase a la parte
política y en nada se rozaba con la religión ni la potestad de la
iglesia... Observó también la diferencia de tiempos, y la errada
aplicación que había hecho el señor Morros de sus textos, los cuales
por la mayor parte se referían a una edad en que todavía no estaba
descubierta la imprenta...» Y continuando después dicho señor Mejía
en desentrañar con sutileza y profundidad toda la parte eclesiástica
en que, aunque seglar, era muy versado, terminó diciendo: «que en las
naciones en donde no se permitía la libertad de imprenta, el arte de
imprimir había sido perjudicial, porque había quitado la libertad
primitiva que existía de escribir y copiar libros sin particulares
trabas, y que si bien entonces no se esparcían las luces con tanta
rapidez y extensión, a lo menos eran libres. Y más vale un pedazo de
pan comido en libertad que un convite real con una espada que cuelga
sobre la cabeza, pendiente del hilo de un capricho.»

El señor Rodriguez de la Bárcena, bien que eclesiástico como el señor
Morros, no recargó tanto en punto a la religión, pero con maña trazó
una pintura sombría «de los males de la libertad de la imprenta en
una nación no acostumbrada a ella, se hizo cargo de las calumnias
que difundía, de la desunión en las familias, de la desobediencia a
las leyes y otros muchos estragos, de los que, resultando un clamor
general, tendría al cabo que suprimirse una facultad preciosa, que
coartada con prudencia, era fácil conservar. Yo, continuó el orador,
amo la libertad de la imprenta, pero la amo con jueces que sepan de
antemano separar la cizaña de con el grano. Nada aventura la imprenta
con la censura previa en las materias científicas, que son en las
que más importa ejercitarse, y usada dicha censura discretamente,
existirá en realidad con ella mayor libertad que si no la hubiera, y
se evitarán escándalos y la aplicación de las penas en que incurrirán
los escritores que se deslicen, siendo para el legislador más hermoso
representar el papel de prevenir los delitos que el de castigarlos.»

Replicó a este orador Don Juan Nicasio Gallego que, aunque revestido
igualmente de los hábitos clericales, descollaba en el saber político,
si bien no tanto como en el arte divino de los Herreras y Leones. «Si
hay en el mundo, dijo, absurdo en este género, eslo el de asentar
como lo ha hecho el preopinante, que la libertad de la imprenta podía
existir bajo una previa censura. _Libertad_ es el derecho que todo
hombre tiene de hacer lo que le parezca, no siendo contra las leyes
divinas y humanas. _Esclavitud_ por el contrario existe donde quiera
que los hombres están sujetos sin remedio a los caprichos de otros,
ya se pongan o no inmediatamente en práctica. ¿Cómo puede, según eso,
ser la imprenta libre, quedando dependiente del capricho, las pasiones
o la corrupción de uno o más individuos? ¿Y por qué tanto rigor y
precauciones para la imprenta, cuando ninguna legislación las emplea
en los demás casos de la vida y en acciones de los hombres no menos
expuestas al abuso? Cualquiera es libre de proveerse de una espada, ¿y
dirá nadie por eso que se le deben atar las manos no sea que cometa
un homicidio? Puedo, en verdad, salir a la calle y robar a un hombre,
más ninguno, llevado de tal miedo, aconsejará que se me encierre en
mi casa. A todos nos deja la ley libre el albedrío, pero por horror
natural a los delitos, y porque todos sabemos las penas que están
impuestas a los criminales, tratamos cada cual de no cometerlos...»

Hablaron en seguida otros diputados en favor de la cuestión, tales como
los señores Luján, Pérez de Castro y Oliveros. El primero expresó:
«que los dos encargos particulares que le había hecho su provincia [la
de Extremadura] habían sido: que fuesen públicas las sesiones de las
cortes y que se concediese la libertad de la imprenta.» Puso el último
su particular cuidado en demostrar que aquella libertad «no solo no
era contraria a la religión, sino que era compatible con el amor más
puro hacia sus dogmas y doctrinas... Nosotros [continuó tan respetable
eclesiástico] queremos dar alas a los sentimientos honrados, y cerrar
las puertas a los malignos. La religión santa de los Crisóstomos y
de los Isidoros no se recata de la libre discusión; temen esta los
que desean convertir aquella en provecho propio. ¡Qué de horrores y
escándalos no vimos en tiempo de Godoy! ¡Cuánta irreligiosidad no
se esparció! Y ¿había libertad de imprenta? Si la hubiera habido,
dejáranse de cometer tantos excesos con el miedo de la censura pública,
y no se hubieran perpetrado delitos, sumidos ahora en la impunidad del
silencio. Ciertos obispos ¿hubieran osado manchar los púlpitos de la
religión predicando los triunfos del poder arbitrario y, por decirlo
así, los del ateísmo? ¿Hubieran contribuido a la destrucción de su
patria y a la tibieza de la fe, incensando impíamente al ídolo de Baal,
al malaventurado valido?...»

Contados fueron los diputados que después impugnaron la libertad de
la imprenta, y aun de ellos el mayor número antes provocó dudas
que expresó una opinión opuesta bien asentada. Los señores Morales
Gallego y Don Jaime Creus fueron quienes con mayor vigor esforzaron
los argumentos en contra de la cuestión. Dirigiose el principal conato
de ambos a manifestar «la suelta que iba a darse a las pasiones y
personalidades, y el riesgo que corría la pureza de la fe, siendo de
dificultoso deslinde en muchos casos el término de las potestades
política y eclesiástica.» El señor Argüelles rechazó de nuevo muchas
de las objeciones; pero quien entre los postreros de los oradores
habló de un modo luminoso, persuasivo y profundo fue el dignísimo Don
Diego Muñoz Torrero, cuya candorosa y venerable presencia, repetimos,
aumentaba peso a la ya irresistible fuerza de su raciocinación. «La
materia que tratamos, dijo, tiene, según la miro, dos partes: la una
de _justicia_, la otra de _necesidad_. La justicia es el principio
vital de la sociedad civil, e hija de la justicia es la libertad de la
imprenta... El derecho de traer a examen las acciones del gobierno es
un derecho imprescriptible que ninguna nación puede ceder sin dejar
de ser nación, ¿Qué hicimos nosotros en el memorable decreto de 24 de
septiembre? Declaramos los decretos de Bayona ilegales y nulos. Y ¿por
qué? Porque el acto de renuncia se había hecho sin el consentimiento
de la nación. ¿A quién ha encomendado ahora esa nación su causa? A
nosotros; nosotros somos sus representantes, y según nuestros usos y
antiguas leyes fundamentales, muy pocos pasos pudiéramos dar sin la
aprobación de nuestros constituyentes. Mas, cuando el pueblo puso el
poder en nuestras manos, ¿se privó por eso del derecho de examinar y
criticar nuestras acciones? ¿Por qué decretamos en 24 de septiembre
la responsabilidad de la potestad ejecutiva, responsabilidad que
cabrá solo a los ministros cuando el rey se halle entre nosotros?
¿Por qué nos aseguramos la facultad de inspeccionar sus acciones?
Porque poníamos _poder_ en manos de _hombres_, y los hombres abusan
fácilmente de él si no tienen freno alguno que los contenga, y no había
para la potestad ejecutiva freno más inmediato que el de las cortes.
Mas, ¿somos por acaso infalibles? ¿Puede el pueblo que apenas nos ha
visto reunidos poner tanta confianza en nosotros que abandone toda
precaución? ¿No tiene el pueblo el mismo derecho respecto de nosotros
que nosotros respecto de la potestad ejecutiva en cuanto a inspeccionar
nuestro modo de pensar y censurarle?... Y el pueblo ¿qué medio tiene
para esto? No tiene otro sino el de la imprenta; pues no supongo que
los contrarios a mi opinión le den la facultad de insurreccionarse,
derecho el más terrible y peligroso que pueda ejercer una nación. Y
si no se le concede al pueblo un medio legal y oportuno para reclamar
contra nosotros, ¿qué le importa que le tiranice uno, cinco, veinte o
ciento?... El pueblo español ha detestado siempre las guerras civiles,
pero quizá tendría desgraciadamente que venir a ellas. El modo de
evitarlo es permitir la solemne manifestación de la opinión pública.
Todavía ignoramos el poder inmenso de una nación para obligar a los
que gobiernan a ser justos. Empero, prívese al pueblo de la libertad
de hablar y escribir, ¿cómo ha de manifestar su opinión? Si yo dijese
a mis poderdantes de Extremadura que se establecía la previa censura
de la imprenta, ¿qué me dirían al ver que para exponer sus opiniones
tenían que recurrir a pedir licencia?... Es, pues, uno de los derechos
del hombre en las sociedades modernas el gozar de la libertad de la
imprenta, sistema tan sabio en la teórica como confirmado por la
experiencia. Véase Inglaterra: a la imprenta libre debe principalmente
la conservación de su libertad política y civil, su prosperidad.
Inglaterra conoce lo que vale arma tan poderosa: Inglaterra, por tanto,
ha protegido la imprenta, pero la imprenta, en pago, ha conservado
la Inglaterra. Si la medida de que hablamos es _justa_ en sí y
_conveniente_, no es menos _necesaria_ en el día de hoy. Empezamos una
carrera nueva, tenemos que lidiar con un enemigo poderoso, y fuerza
nos es recurrir a todos los medios que afiancen nuestra libertad y
destruyan los artificios y mañas del enemigo. Para ello indispensable
parece reunir los esfuerzos todos de la nación, e imposible sería no
concentrando su energía en una opinión unánime, espontánea e ilustrada,
a lo que contribuirá muy mucho la libertad de la imprenta, y en lo
que están interesados no menos los derechos del pueblo, que los del
monarca... La _libertad_ sin la imprenta libre, aunque sea _el sueño
del hombre honrado_, será siempre un sueño... La diferencia entre
mí y mis contrarios consiste en que ellos conciben que los males
de la libertad son como un millón y los bienes como veinte; yo, por
lo opuesto, creo que los males son como veinte y los bienes como un
millón. Todos han declamado contra sus peligros. Si yo hubiera de
reconocer ahora los males que trae consigo la sociedad, los furores de
la ambición, los horrores de la guerra, la desolación de los hombres y
la devastación de las pestes, llenaría de pavor a los circunstantes.
Mas, por horrible que fuese esta pintura, ¿se podrían olvidar los
bienes de la sociedad civil, a punto de decretar su destrucción? Aquí
estamos, hombres falibles, con toda la mezcla de bueno y malo que
es propia de la humanidad, y solo por la comparación de ventajas e
inconvenientes podemos decidirnos en las cuestiones... Un prelado de
España, y lo que es más, inquisidor general, quiso traducir la Biblia
al castellano. ¿Qué torrente de invectivas no se desató en contra?...
¿Cuál fue su respuesta? _Yo no niego que tiene inconvenientes, pero
¿es útil, pesados unos con otros?_ En el mismo caso estamos. Si el
prelado hubiera conseguido su intento, a él deberíamos el bien, el mal
a nuestra naturaleza. Por fin, creo que haríamos traición a los deseos
del pueblo, y que daríamos armas al gobierno arbitrario que hemos
empezado a derribar, si no decretásemos la libertad de la imprenta...
La previa censura es el último asidero de la tiranía que nos ha hecho
gemir por siglos. El voto de las cortes va a desarraigar esta, o a
confirmarla para siempre.»

Son pálido y apagado bosquejo de la discusión los breves extractos
que de ella hacemos y nos han quedado. Raudales de luz salieron de las
diversas opiniones expuestas con gravedad y circunspección. Para darles
el valor que merecen, conviene hacer cuenta de lo que había sido antes
España y de lo que ahora aparecía: rompiendo de repente la mordaza que
estrechamente y largo tiempo había comprimido, atormentándolos, sus
hermosos y delicados labios.

La discusión general duró desde el 15 hasta el 19 de octubre, en cuyo
día se aprobó el primer artículo del proyecto de ley concebido en estos
términos. «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera
condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y
publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y
aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones
y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto.»
Votose el artículo por 70 votos contra 32, y aun de estos hubo 9 que
especificaron que solo por entonces le desechaban.

Claro era que pasarían después sin particular tropiezo los demás
artículos, explicativos por lo general del primero. La discusión sin
embargo no finalizó enteramente hasta el 5 de noviembre, interpuestos a
veces otros asuntos.

[Sidenote: Reglamento por el que se concedía la libertad de la
imprenta.]

El reglamento contenía en todo 20 artículos, tras del primero venían
los que señalaban los delitos y determinaban las penas, y también el
modo y trámites que habían de seguirse en el juicio. Tacháronle algunos
de defectuoso en esta parte, y de no definir bien los diversos casos.
Pero, pendiendo los límites entre la libertad y el abuso de reglas
indeterminadas y variables, problema es de dificultosa resolución
conceder lo uno y vedar debidamente lo otro. La libertad gana en que
las leyes sobre esta materia pequen más bien por lo indefinido y vago
que por ser sobradamente circunstanciadas; el tiempo y el buen sentido
de las naciones acaban por corregir abusos y desvíos que no le es dado
impedir al más atento legislador.

[Sidenote: Su examen.]

Chocó a muchos, particularmente en el extranjero, que la libertad de
la imprenta decretada por las cortes se ciñese a la parte política,
y que aun por un artículo expreso [el 6.º] se previniese, que «todos
los escritos sobre materias de religión quedaban sujetos a la previa
censura de los ordinarios eclesiásticos.» Pero los que así razonaban,
desconocían el estado anterior de España, y en vez de condenar debieran
más bien haber alabado el tino y la sensatez con que las cortes
procedían. La inquisición había pesado durante tres siglos sobre la
nación, y era ya caminar a la tolerancia, desde el momento en que se
arrancaba la censura de las manos de aquel tribunal para depositarla en
solo las de los obispos, de los que si unos eran fanáticos, había otros
tolerantes y sabios. Además, quitadas las trabas para lo político,
¿quién iba a deslindar en muchedumbre de casos los términos que
dividían la potestad eclesiástica de la secular? El artículo tampoco
extendía la prohibición más allá del dogma y de la moral, dejando a la
libre discusión cuanto temporalmente interesaba a los pueblos.

[Sidenote: Incidentes de la discusión.]

El señor Mejía, no obstante eso, y el conocimiento que tenía de la
nación y de las cortes, se aventuró a proponer que se ampliase la
libertad de la imprenta a las obras religiosas. Imprudencia que hubiera
podido comprometer la suerte de toda la ley, si a tiempo no hubiera
cortado la discusión el señor Muñoz Torrero.

Por el contrario, al cerrarse los debates, Don Francisco María Riesco,
diputado por la junta de Extremadura e inquisidor del tribunal de
Llerena, pidió que en el decreto se hiciese mención honorífica y
especial del santo oficio; a lo que no hubo lugar, mostrando así
de nuevo las cortes cuán discretamente evitaban viciosos extremos.
Libertad de la imprenta y santo oficio nunca correrán a las parejas, y
la publicación aprobativa de ambos establecimientos en una misma y sola
ley, hubiérala graduado el mundo de monstruoso engendro.

[Sidenote: Lo que se adopta para los juicios en lugar del jurado.]

No se admitió el jurado en los juicios de imprenta, aunque algunos
lo deseaban, no pareciendo todavía ser aquel oportuno momento. Pero
a fin de no dejar la nueva institución en poder solo de los togados
desafectos a ella, decidiose, por uno de los artículos, que las cortes
nombrasen una junta suprema, dicha de censura, que residiese cerca del
gobierno, formada de nueve individuos, y otra semejante, de cinco, a
propuesta de la misma, para las capitales de provincia. En la primera
había de haber tres eclesiásticos, y dos en cada una de las otras.
Tocaba a estas juntas examinar los impresos denunciados, y calificar
si se estaba o no en el caso de proceder contra ellos y sus autores,
editores e impresores, responsables a su vez y respectivamente. Los
individuos de la junta eran en realidad los jueces del hecho, quedando
después a los tribunales la aplicación de las penas.

El nombre de junta de censura engañó a varios entre los extranjeros,
creyendo que se trataba de _censura preventiva_ y no de una
calificación hecha posteriormente a la impresión, publicación y
circulación de los escritos, y solo en virtud de acusación formal.
También disgustó, aun en España, que entrase en la junta un número
determinado de eclesiásticos, pues los más hubieran preferido que se
dejase al arbitrio de las cortes. Sin embargo, los altamente entendidos
columbraron que semejante providencia tiraba a acallar la voz del
clero, muy poderosa entonces, y a impedir sagazmente que acabase aquel
cuerpo por tener en las juntas decidida mayoría.

La práctica hizo ver que el plan de las cortes estaba bien combinado, y
que la libertad de la imprenta existe así que cesa la previa censura,
sierpe que la ahoga al tiempo mismo de recibir el ser.

[Sidenote: Promúlgase la libertad de la imprenta. (* Ap. n. 13-8.)]

En 9 de noviembre eligieron las cortes la mencionada junta suprema, y
el 10 promulgose el decreto de la libertad de la imprenta,[*] de cuyo
beneficio empezaron inmediatamente a gozar los españoles, publicando
todo género de obras y periódicos con el mayor ensanche y sin
restricción alguna para todas las opiniones.

[Sidenote: Partidos en las cortes.]

Durante esta discusión y la anterior sobre América, manifestáronse
abiertamente los partidos que encerraban las cortes, los cuales como en
todo cuerpo deliberativo principalmente se dividían en amigos de las
reformas, y en los que les eran opuestos. El público insensiblemente
distinguió con el apellido de _liberales_ a los que pertenecían al
primero de los dos partidos, quizá porque empleaban a menudo en sus
discursos la frase de _principios_ o _ideas liberales_, y de las cosas
según acontece, pasó el nombre a las personas. Tardó más tiempo el
partido contrario en recibir especial epíteto, hasta que al fin un[1]
autor de despejado ingenio calificole con el de _servil_.

  [1] Don Eugenio Tapia en una composición poética bastante
  notable, y separando maliciosamente con una rayita dicha palabra,
  escribiola de este modo: _ser-vil._

Existía aún en las cortes un tercer partido, de vacilante conducta,
y que inclinaba la balanza de las resoluciones al lado adonde se
arrimaba. Era este el de los americanos: unido por lo común con los
liberales, desamparábalos en algunas cuestiones de ultramar y siempre
que se quería dar vigor y fuerza al gobierno peninsular.

A la cabeza de los liberales campeaba Don Agustín de Argüelles,
brillante en la elocuencia, en la expresión numeroso, de ajustado
lenguaje cuando se animaba, felicísimo y fecundo en extemporáneos
debates, de conocimientos varios y profundos, particularmente en lo
político, y con muchas nociones de las leyes y gobiernos extranjeros.
Lo suelto y noble de su acción, nada afectada, lo elevado de su
estatura, la viveza de su mirar, daban realce a las otras prendas que
ya le adornaban. Señaláronse junto con él en las discusiones, y eran
de su bando, entre los seglares Don Manuel García Herreros, Don José
María Calatrava, Don Antonio Porcel y Don Isidoro Antillón, afamado
geógrafo; los dos postreros entraron en las cortes ya muy avanzado el
tiempo de sus sesiones. También el autor de esta Historia tomó con
frecuencia parte activa en los debates, si bien no ocupó su asiento
hasta el marzo de 1811, y todavía tan mozo que tuvieron las cortes que
dispensarle la edad.

Entre los eclesiásticos del mismo partido adquirieron justo renombre
Don Diego Muñoz Torrero, cuyo retrato queda trazado, Don Antonio
Oliveros, Don Juan Nicasio Gallego, Don José Espiga y Don Joaquín
de Villanueva, quien, en un principio incierto, al parecer, en sus
opiniones, afirmose después y sirvió al liberalismo de fuerte pilar con
su vasta y exquisita erudición.

Contábanse también en el número de los individuos de este partido
diputados que nunca o rara vez hablaron, y que no por eso dejaban de
ser varones muy distinguidos. Era el más notable Don Fernando Navarro,
vocal por la ciudad de Tortosa, que habiendo cursado en Francia en la
universidad de la Sorbona, y recorrido diversos reinos de Europa y
fuera de ella, poseía a fondo varias lenguas modernas, las orientales
y las clásicas, y estaba familiarizado con los diversos conocimientos
humanos, siendo, en una palabra, lo que vulgarmente llamamos _un pozo
de ciencia_. Venían tras del Don Fernando los señores Ruiz Padrón y
Serra, eclesiásticos venerables, de quienes el primero había en otro
tiempo trabado amistad, en los Estados Unidos, con el célebre Franklin.

Ayudaban asimismo sobremanera para el despacho de los negocios y en
las comisiones los señores Pérez de Castro, Luján, Caneja y Don Pedro
Aguirre, inteligente el último en comercio y materias de hacienda.

No menos sobresalían otros diputados en el partido desafecto a las
reformas, ora por los conocimientos que les asistían, ora por el uso
que acostumbraban hacer de la palabra, y ora, en fin, por la práctica
y experiencia que tenían en los negocios. De los seglares merecerán
siempre entre ellos distinguido lugar Don Francisco Gutiérrez de la
Huerta, Don José Pablo Valiente, Don Francisco Borrull y Don Felipe
Aner, si bien este se inclinó a veces hacia el bando liberal. De los
eclesiásticos que adhirieron a la misma opinión anti-reformadora, deben
con particularidad notarse los señores Don Jaime Creus, Don Pedro
Inguanzo y Don Alonso Cañedo. Conviene, sin embargo, advertir que entre
todos estos vocales y los demás de su clase los había que confesaban la
necesidad de introducir mejoras en el gobierno, y aun pocos eran los
que se negaban a ciertas mudanzas, dando demasiadamente en ojos los
desórdenes que habían abrumado a España, para que a su remedio pudiese
nadie oponerse del todo.

Entre los americanos divisábanse igualmente diputados sabios,
elocuentes y de lucido y ameno decir. Don José Mejía era su primer
caudillo, hombre entendido, muy ilustrado, astuto, de extremada
perspicacia, de sutil argumentación, y como nacido para abanderizar
una parcialidad que nunca obraba sino a fuer de auxiliadora y al son
de sus peculiares intereses. La serenidad de Mejía era tal, y tal el
predominio sobre sus palabras, que sin la menor aparente perturbación
sostenía a veces al rematar de un discurso lo contrario de lo que
había defendido al principiarle, dotado para ello del más flexible y
acabado talento. Fuera de eso, y aparte de las cuestiones políticas,
varón estimable y de honradas prendas. Seguíanle de los suyos, entre
los seglares, y le apoyaban en las deliberaciones, los señores Leiva,
Morales Duarez, Feliú y Gutiérrez de Terán. Y entre los eclesiásticos,
los señores Alcocer, Arispe, Larrazábal, Gordoa y Castillo, los dos
últimos a cual más digno.

Apenas puede afirmarse que hubiera entre los americanos diputado que
ladease del todo al partido anti-reformador. Uníase a él en ciertos
casos, pero casi nunca en los de innovaciones.

Este es el cuadro fiel que presentaban los diversos partidos de las
cortes, y estos sus más distinguidos corifeos y diputados. Otros
nombres, también honrosos, nos ocurrirán en adelante. Por lo demás, en
ningún paraje se conocen tan bien los hombres, ni se coloca cada uno
en su legítimo lugar, como en las asambleas deliberativas: son estas
piedra de toque, a la que no resisten reputaciones mal adquiridas.
En el choque de los debates se discierne pronto quién sobresale en
imaginación, quién en recto sentido, y cuál en fin es la capacidad
con que la naturaleza ha dotado respectivamente a cada individuo: la
naturaleza, que nunca se muestra tan generosa que prodigue a unos dones
perfectos intelectuales, ni tan mísera que prive del todo a otros de
alguno de aquellos inapreciables bienes. En nuestro entender, el mayor
beneficio de los gobiernos representativos consiste en descubrir el
mérito escondido, y en dar a conocer el verdadero y peculiar saber
de las personas, con lo que los estados consiguen a lo último ser
dirigidos, ya que no siempre por la virtud, al menos por manos hábiles
y entendidas, paso agigantado para la felicidad y progreso de las
naciones. Hubiérase en España sacado de este campo mies bien granada
si, al tiempo de recogerla, un ábrego abrasador no hubiese quemado casi
toda la espiga.

[Sidenote: Remueven las cortes a los individuos de la primera regencia.]

Mientras que las cortes andaban ocupadas en la discusión de la libertad
de imprenta, mudaron también las mismas los individuos que componían
el consejo de regencia. A ellas incumbía, durante la ausencia del
rey, constituir la potestad ejecutiva del modo que pareciera más
conveniente. De igual derecho habían usado las cortes antiguas en
algunas minoridades; de igual podían usar las actuales, mayormente
ahora que el príncipe cautivo no había tomado en ello providencia
determinada, y que la regencia elegida por la central lo había sido
hasta tanto que las cortes, ya convocadas, «estableciesen un gobierno
cimentado sobre el voto general de la nación.»

Inasequible era que continuasen en el mando los individuos de dicha
regencia, ya se considerase lo ocurrido con el obispo de Orense, y ya
la mutua desconfianza que reinaba entre ella y las cortes, nacida de
las causas arriba indicadas, y de una providencia aún no referida que
pareció maliciosa, o hija de liviano e inexcusable proceder.

[Sidenote: Causas de ello.]

Fue esta una orden al gobernador de la plaza de Cádiz y al del consejo
real «para que se celase sobre los que hablasen mal de las cortes.» Los
diputados atribuyeron esmero tan cuidadoso al objeto de malquistarlos
con el público, y al pernicioso designio de que la nación creyese era
el congreso muy censurado en Cádiz. Las disculpas que la regencia
dio, lejos de disminuir el cargo, le agravaron; pues, habiendo dado
la orden reservadamente y en términos solapados, pudiera dudarse si
aquella disposición provenía de las cortes o de solo la potestad
ejecutiva. Los diputados anunciaron en público que miraban la orden
como contraria a su propio decoro, aspirando únicamente a merecer por
su conducta la aprobación de sus conciudadanos, en prueba de lo cual se
ocupaban en dar la libertad de la imprenta para que se examinasen los
procedimientos legislativos del gobierno con amplia y segura franqueza.

Unido el incidente de esta orden a las causas anteriormente insinuadas
y a otras menos principales, decidiéronse por fin las cortes a
remover la regencia. Hiciéronlo no obstante de un modo suave y el
más honorífico, admitiendo la renuncia que de sus cargos habían al
principio hecho los individuos del propio cuerpo.

[Sidenote: Nómbrase una nueva regencia de tres individuos.]

Al reemplazarlos redujeron las cortes a tres el número de cinco,
y el 28 de octubre pasaron los sucesores a prestar en el salón el
juramento exigido, retirándose, en consecuencia, de sus puestos los
antiguos regentes. Había recaído la elección en el general de tierra
Don Joaquín Blake, en el jefe de escuadra Don Gabriel Císcar, y
en el capitán de fragata Don Pedro Agar; el último, como americano,
en representación de las provincias de ultramar. Pero de los tres
nombrados, hallándose los dos primeros ausentes en Murcia, y no
pareciendo conveniente que mientras llegaban gobernase solo Don Pedro
Agar, [Sidenote: Suplentes.] eligieron las cortes dos suplentes que
ejerciesen interinamente el destino, y fueron el general marqués del
Palacio y Don José María Puig, del consejo real.

[Sidenote: Incidente del marqués del Palacio.]

Este y el señor Agar prestaron el juramento lisa y llanamente, sin
añadir observación alguna. No así el del Palacio, quien expresó «juraba
sin perjuicio de los juramentos de fidelidad que tenía prestados al
señor Don Fernando VII.» Déjase discurrir qué estruendo movería en
las cortes tan inesperada cortapisa. Quiso el marqués explicarla; mas
para ello mandósele pasar a la barandilla. Allí, cuanto más procuró
esclarecer el sentido de sus palabras, tanto más se comprometió
perturbado su juicio y confundido. Insistiendo, sin embargo, el marqués
en su propósito, Don Luis del Monte, que presidía, hombre de condición
fiera al paso que atinado y de luces, impúsole respeto y le ordenó que
se retirase. Obedeció el marqués, quedando arrestado, por disposición
de las cortes, en el cuerpo de guardia.

Con lo ocurrido diose solamente posesión de sus destinos, el mismo
día 28, a los señores Agar y Puig, quienes desde luego se pusieron
también las bandas amarillo-encarnadas, color del pabellón español y
distintivo ya antes adoptado para los individuos de la regencia. En el
día inmediato nombraron las cortes como regente interino, en lugar del
marqués del Palacio, al general marqués del Castelar, grande de España.
Los propietarios ausentes, Don Joaquín Blake y Don Gabriel Císcar, no
ocuparon sus sillas hasta el 8 de diciembre y el 4 del próximo enero.

[Sidenote: Discusión que este motiva.]

En las cortes enzarzose gran debate sobre lo que se había de hacer
con el marqués del Palacio. No se graduaba su porfiado intento de
imprudencia o de meros escrúpulos de una conciencia timorata, sino de
premeditado plan de los que habían estimulado al obispo de Orense en
su oposición. Hizo el acaso, para aumentar la sospecha, que tuviese
el marqués un hermano fraile, que, algún tanto entrometido, había
acompañado a dicho prelado en su viaje de Galicia a Cádiz, motivo por
el que mediaba entre ambos relación amistosa. Creemos, sin embargo,
que el desliz del marqués provino más bien de la singularidad de su
condición y de la de su mente, compuesto informe de instrucción y
preocupaciones que de amaños y anteriores conciertos.

Entre los diputados que se ensañaron contra el del Palacio, hubo
algunos de los que comúnmente votaban del lado anti-liberal. Señalose
el señor Ros, ya antes severo en el asunto del obispo de Orense, y el
cual dijo en esta ocasión: «trátese al marqués del Palacio con rigor,
fórmesele causa, y que no sean sus jueces individuos del consejo real,
porque este cuerpo me es sospechoso.»

[Sidenote: Término de este negocio.]

Al fin, después de haber pasado el negocio a una comisión de las
cortes, se arrestó al marqués en su casa, y la regencia nombró para
juzgarle una junta de magistrados. Duró la causa hasta febrero, en
cuyo intermedio habiéndose disculpado aquel, escrito un manifiesto, y
mostrádose muy arrepentido, logró desarmar a muchos, y en particular a
sus jueces, quienes no dieron otro fallo sino «que el marqués estaba
en la obligación de volver a presentarse en las cortes, y de jurar en
ellas lisa y llanamente así para satisfacer a aquel cuerpo como a la
nación de cualquiera nota de desacato en que hubiese incurrido...»
En cumplimiento de esta decisión pasó dicho marqués el 22 de marzo a
prestar en las cortes el juramento que se le exigía, con lo que se
terminó un negocio, solo al parecer grave por las circunstancias y
tiempos en que pasó, y quizá poco atendible en otros, como todo lo que
se funda en explicaciones y conjeturas acerca del modo de pensar de los
individuos.

[Sidenote: Ciertos acontecimientos ocurridos durante la primera
regencia y breve noticia de los diferentes ramos.]

Ahora, antes de proseguir en nuestra tarea, será bien que nos
detengamos a echar una ojeada sobre varias medidas que tomó la última
regencia, y sobre acaecimientos que durante su mando ocurrieron, y de
los que no hemos aún hecho memoria.

En la parte diplomática casi se habían mantenido las mismas relaciones.
Limitábanse las más importantes a las de Inglaterra, cuya potencia
había enviado en abril de ministro plenipotenciario a Sir Enrique
Wellesley, hermano del marqués y de Lord Wellington. Consistieron
las negociaciones principales en lo que se refería a subsidios, no
habiéndose empeñado aún ninguna esencial acerca de las revueltas
que iban sobreviniendo en ultramar. La Inglaterra, pronta siempre a
suministrar a España armas, municiones y vestuario, escatimaba los
socorros en dinero, y al fin los suprimió casi del todo.

Viendo que cesaban los donativos de esta clase, pensose en efectuar
empréstitos bajo la protección y garantía del mismo gobierno inglés.
La central había pedido uno de 50.000.000 de pesos que no se realizó:
la regencia, al principio, otro de 10.000.000 de libras esterlinas que
tuvo igual suerte; mas como la razón dada para la negativa por el
gabinete británico se fundó en que la suma era muy cuantiosa, rebajola
la regencia a 2.000.000. No por eso fue esta demanda en sus resultas
más afortunada que las anteriores, pues en agosto contestó el ministro
Wellesley:[*] [Sidenote: (* Ap. n. 13-9.)] «que siendo grandísimos los
subsidios que había prestado la Inglaterra a España en dinero, armas,
municiones y vestuario, a fin de que la nación británica apurada ya
de medios, siguiese prestando a la española los muchos que todavía
necesitaba para concluir la grande obra en que estaba empeñada,
parecía justo que en recíproca correspondencia franquease su gobierno
el comercio directo desde los puertos de Inglaterra con los dominios
españoles de Indias bajo un derecho de 11 por 100 sobre factura; en
el supuesto que esta libertad de comercio solo tendría lugar hasta
la conclusión de la guerra empeñada entonces con la Francia.» Don
Eusebio de Bardají, ministro de estado, respondió [mereciendo después
su réplica la aprobación del gobierno]: «que no podría este admitir
la propuesta sin concitar contra sí el odio de toda la nación, a la
que se privaría, accediendo a los deseos del gobierno británico,
del fruto de las posesiones ultramarinas, dejándola gravada con el
coste del empréstito que se hacía para su protección y defensa.» Aquí
quedaron las negociaciones de esta especie, no yendo más adelante otras
entabladas sobre subsidios.

[Sidenote: Monumento mandado erigir por las cortes a Jorge III. (* Ap.
n. 13-10.)]

Las cortes, con todo, para estrechar los vínculos entre ambas naciones,
resolvieron en 19 de noviembre [*] que «se erigiese un monumento
público al rey del reino unido de la Gran Bretaña e Irlanda, Jorge III,
en testimonio del reconocimiento de España a tan augusto y generoso
soberano.» Lo apurado de los tiempos no permitió llevar inmediatamente
a efecto esta determinación, y los gobiernos que sucedieron a las
cortes tampoco la cumplieron, como suele acontecer con los monumentos
públicos cuya fundación se decreta en virtud de circunstancias
particulares.

Motejaron algunos a la primera regencia que hubiese permitido la
entrada de las tropas inglesas en Ceuta, y motejáronla no con justicia,
puesto que admitidas en Cádiz no había razón para mostrarse tan
recelosa respecto de la otra plaza. Y bueno es decir que aquella
regencia tampoco accedía fácilmente en muchos casos a todo lo que los
extranjeros deseaban. Lo hemos visto en lo del empréstito, y viose
antes en otro incidente que ocurrió al principiar junio. Entonces el
embajador Wellesley pidió permiso para que Lord Wellington pudiese
enviar ingenieros que fortificasen a Vigo y las islas inmediatas de
Bayona, a fin de que el ejército inglés tuviese aquel refugio en caso
de alguna desgracia que le forzase a retirarse del lado de Galicia.
Respondió la regencia que ya, por orden suya, se estaban fortaleciendo
las mencionadas islas, y que en cualquiera contratiempo sería recibido
allí Lord Wellington y su ejército tan bien como en las otras partes
del territorio español, y con el agasajo y cariño debidos a tan
estrechos aliados.

[Sidenote: Sigue la relación de algunos acontecimientos ocurridos
durante la primera regencia.]

Púsose igualmente, bajo la dependencia del ministerio de Estado, una
correspondencia secreta que se organizó en abril, con mayor cuidado
y diligencia que anteriormente, a las órdenes de Don Antonio Ranz
Romanillos, magistrado hábil y despierto, quien estableció cordones
de comunicación por los puntos que ocupaban los enemigos, estando
informado diaria y muy circunstanciadamente de todo lo que pasaba hasta
en lo íntimo de la corte del rey intruso.

Por aquí también se despacharon las instrucciones dadas a una comisión
puesta en el mismo abril a cargo del marqués de Ayerbe. Enlazábase esta
con la libertad de Fernando VII, y habíase ya tratado de ello con el
arzobispo de Laodicea, último presidente de la central, con el duque
del Infantado y el marqués de las Hormazas. Presumimos que traía este
asunto el mismo origen que el del barón de Kolly, sin tener resultas
más felices. El de Ayerbe salió de Cádiz en el bergantín Palomo, con
2.000.000 de reales, metiose después en Francia, y no consiguiendo nada
allí, tuvo la desgracia al volver de ser muerto en Aragón por unos
paisanos que le miraron como a hombre sospechoso.

En junio propuso el gobierno inglés al español entrar en un concierto
de canje de prisioneros, de que se estaba tratando con Francia. Las
negociaciones para ello se entablaron, principalmente en Morlaix entre
Mr. Mackenzie y Mr. de Moustier. Tenían los franceses en Inglaterra
unos 50.000 prisioneros, y no pasaban de 12.000 los ingleses que había
en Francia, ya de la misma clase, ya de los detenidos arbitrariamente
por la policía al empezar las hostilidades en 1802. De consiguiente,
queriendo el gabinete británico, según un proyecto de ajuste que
presentó en 23 de septiembre, canjear _hombre por hombre_ y _grado
por grado_, hacíase indispensable que formasen parte en el convenio
España y los demás aliados de Inglaterra. Mas Napoleón, que no se
curaba de llevar a cabo la negociación sobre aquella base, y quizá
tampoco bajo otra ninguna admisible, pedía que se le volviesen a bulto
los prisioneros suyos de guerra en cambio de los ingleses, ofreciendo
entregar _después_ los prisioneros españoles. La negociación, por
tanto, continuada sin fruto, se rompió del todo antes de finalizar
el año de 1810. Y fue en ella de notar lo desvariado a veces de
la conducta del comisario francés, Mr. de Moustier, que quería se
considerase prisionero de guerra al ejército inglés de Portugal: Mr.
de Moustier, el mismo que, tiempos adelante, embajador en España de
Carlos X de Francia, se mostró muy adicto a las doctrinas del más puro
y exaltado realismo.

[Sidenote: (* Ap. n. 13-11.)]

Manejada la hacienda por la junta [*] de Cádiz desde el 28 de enero,
día de su instalación, no ofreció aquel ramo en su forma variación
sustancial hasta el 31 de octubre, en que se rescindió el contrato o
arreglo hecho con la regencia en 31 de marzo anterior. Las entradas que
tuvo la junta durante dicho tiempo pasaron de 351.000.000 de reales.
De ellas, en rentas del distrito, unos 84; en donativos e imposiciones
extraordinarias de la ciudad, 17; en préstamos y otros renglones
[inclusas 249.000 libras esterlinas del embajador de Inglaterra], 54;
y en fin, más de 195 procedentes de América, siendo de advertir que en
esta cantidad se contaban 27 millones que pertenecían a particulares
residentes en país ocupado, y de cuya suma se apoderó la junta bajo
calidad de reintegro: tropelía que cometió sin que la desaprobase la
regencia, muy contra razón. Invirtiéronse de los caudales recibidos
más de 92.000.000 en la defensa y atenciones del distrito, más de 146
en los gastos generales de la nación, y enviáronse a las provincias
unos 112, en cuya enumeración, así de la data como del cargo, hemos
suprimido los picos para no recargar inútilmente la narración. Las
rentas de las demás partes de España se consumieron dentro de su
respectivo territorio, aprontando los naturales en suministros lo que
no podían en dinero.

Circunscribiose la primera regencia, en cuanto a crédito público, a
nombrar en 19 de febrero una comisión de tres individuos que examinase
el asunto y preparase un informe, encargo que desempeñó cumplidamente
Don Antonio Ranz Romanillos, sin que se tomase, en su consecuencia,
sobre la materia resolución alguna.

En 24 de mayo, antes de entrar el obispo de Orense en la regencia,
decidió esta que se reservase para las urgencias públicas la mitad
del diezmo, providencia osada y que no se avenía con el modo de
pensar de aquel cuerpo en otras cuestiones. Así fue que pasó como
relámpago, anulándose en breve, y en virtud de representación de varios
eclesiásticos y prelados.

El ejército, que al tiempo de instalarse la regencia, estaba en muchas
partes en casi completa dispersión, fuese poco a poco reuniendo.
En junio contaba ya 140.000 hombres, y creció su número hasta unos
170.000. No dejó para ello de tomar la regencia sus providencias,
particularmente en la Isla de León; pero lejos de allí debiose más el
aumento al espíritu que animaba a los soldados y a la nación entera que
a enérgicas disposiciones del gobierno central, mal colocado, además,
para tener un influjo directo y efectivo.

Una de las buenas medidas de esta regencia fue introducir en el
ejército el estado mayor general. Sugirió la idea Don Joaquín Blake
cuando mandaba en la Isla. Por medio de dicho establecimiento se
aseguraron las relaciones mutuas entre todos los ejércitos, y se
facilitó la combinación de las operaciones, pudiendo todas partir de
un centro común. Según la antigua ordenanza, desempeñaban aisladamente
las facultades propias de dicho cuerpo el cuartel maestre y los
mayores generales de infantería, caballería y dragones, desavenidos a
veces entre sí. Blake formó el plan que, aprobado por el gobierno,
se circuló en 9 de junio, quedando nombrado el mismo general jefe del
nuevo estado mayor, plantel en lo sucesivo de excelentes y benémeritos
militares.

Desde el principio del levantamiento, fija en el ejército toda la
atención, habíase desatendido la marina, sirviendo en tierra muchos
de sus oficiales. Pero arrinconado el gobierno en Cádiz, hízose
indispensable el apoyo de la armada, no queriendo depender del todo de
la de los ingleses.

Las fragatas y navíos que necesitaban entrar en dique, o no se podían
armar por falta de tripulaciones, se destinaron a Mahón y la Habana.
Los otros cruzaron en el Mediterráneo o en el océano, y traían o
llevaban auxilios de armas, municiones, víveres, caudales y aun tropa.
Los buques menores y la fuerza sutil, además de defender la bahía de
Cádiz, la Carraca y los caños de la Isla, contribuían a sostener el
cabotaje, defendiendo los barcos costaneros de las empresas de varios
corsarios que se anidaban, con perjuicio de nuestra navegación, en
Sanlúcar, Málaga y varias calas de la Andalucía.

Por lo que respecta a tribunales, si bien, según dijimos, había la
regencia restablecido, con gran desacierto, todos los consejos, justo
es no olvidar que también antes había abolido acertadamente el tribunal
de vigilancia y seguridad, fundado por la central para los casos de
infidencia. En 16 de junio desapareció dicha institución, que por haber
sido comisión criminal extraordinaria merece vituperarse, pasando su
negociado a la audiencia territorial. Ya manifestamos que los jueces
de aquel primer cuerpo no se habían mostrado muy rigurosos, siendo
quizá menos que sus sucesores, quienes condenaron a muerte al abogado
Don Domingo Rico Villademoros, del tribunal criminal del intruso
José, cogido en Castilla por una partida, y que en consecuencia de la
sentencia dada contra su persona padeció en Cádiz la pena de garrote.
Doloroso suceso, aunque el único que de esta clase hubo por entonces
en Cádiz, al paso que en Madrid los adictos al gobierno intruso se
encrudecían a menudo en los patriotas.

Recorrido habemos, ahora y anteriormente, los hechos más notables de
la primera regencia, y de ellos se colige que esta, a pesar de sus
defectos y amor a todo lo que era antiguo, no por eso dejó las cosas en
peor postura de aquella en que las había encontrado; si bien pendió en
parte tal dicha de la corta duración de su gobierno, y de no poder el
mal ir más allá a no haberse rendido al enemigo, villanía de que eran
incapaces los primeros regentes, hombres los más, si no todos, de honra
y cumplida probidad.

[Sidenote: Modo de pensar de los nuevos regentes.]

Los nuevos regentes se inclinaban al partido reformador. De D. Joaquín
Blake y de sus calidades como general hemos hablado ya en diversas
ocasiones; tiempo vendrá de examinar su conducta en el puesto de
regente. Los otros dos gozaban fama de marinos sabios, en especial Don
Gabriel Císcar, dotado también de carácter firme, distinguiéndose todos
tres por su integridad y amor a la justicia.

[Sidenote: Varios decretos de las cortes.]

Las cortes proseguían sin interrupción en la carrera de sus trabajos
y reformas. A propuesta del señor Argüelles, decretaron [*]
[Sidenote: (* Ap. n. 13-12.)] en 1.º de diciembre que se suspendiese
el nombramiento de todas las prebendas eclesiásticas, excepto las
de oficio y las que tuviesen anexa cura de almas. Al principio
comprendiéronse en la resolución las provincias de ultramar, mas
después se excluyeron, no queriendo por entonces disgustar al clero
americano, de mayor influjo entre aquellos pueblos que el de la
península entre los de acá.

[Sidenote: (* Ap. n. 13-13.)]

El 2 del mismo mes,[*] en virtud de proposición del señor Gallego,
rebajáronse los sueldos, mandando que ningún empleado disfrutase de más
de 40.000 reales vellón, fuera de los regentes, ministros del despacho,
empleados en cortes extranjeras, y generales del ejército y armada en
servicio activo. Ya antes se había establecido, hasta para los sueldos
inferiores a 40.000 reales, una escala de disminución proporcional,
no cobrando tampoco los secretarios del despacho más allá de 120.000
reales. Se modificaron alguna vez estas providencias, pero siempre
en favor de la economía y buen orden, como era justo, y más entonces,
apurado el erario, y con tantas obligaciones en el ramo de la guerra,
atendido con preferencia a otro alguno.

Experimentaron alivio en sus persecuciones muchos individuos arrestados
arbitrariamente por la primera regencia o por los tribunales, ordenando
que se activasen las causas y que se hiciesen visitas de cárceles.
Las cortes, en medidas de esta clase, nunca mostraron diversidad de
opinión. Así, quien primero insistió en la visita de cárceles fue el
señor Gutiérrez de la Huerta, expresando que «en ella se descubrirían
muchos inocentes.» Porque el mal de España no consistía precisamente en
los fallos crueles y frecuentes, sino en las prisiones arbitrarias y en
su indefinida prolongación.

[Sidenote: Nómbrase una comisión especial para formar un proyecto de
constitución.]

Aunque ocupadas en estas y otras providencias del momento y urgentes,
no olvidaron tampoco las cortes pensar en aquellas que en lo futuro
debían afianzar la suerte y libertad de España. Rever las franquezas
y fueros de que habían gozado antiguamente los diversos pueblos
peninsulares, mejorándolos, uniformándolos y adaptándolos al estado
actual de la nación y del mundo, había sido uno de los fines de la
convocación de cortes y del cual nunca prescindieron estas. Por tanto,
el 23 de diciembre, y conforme a una propuesta de Don Antonio Oliveros
hecha el 9, nombrose una comisión[2] especial que preparase un proyecto
de constitución política de la monarquía. En ella entraron europeos de
las diversas opiniones que había en las cortes y varios americanos.

  [2] Los nombrados fueron: europeos, Don Diego Muñoz Torrero, Don
  Agustín de Argüelles, Don José Pablo Valiente, Don Pedro María Ric,
  Don Francisco Gutiérrez de la Huerta, Don Evaristo Pérez de Castro,
  Don Alonso Cañedo, Don José Espiga, Don Antonio Oliveros, Don
  Francisco Rodriguez de la Bárcena; americanos, Don Vicente Morales
  Duarez, Don Joaquín Fernández de Leiva, Don Antonio Joaquín Pérez; y
  entraron después Don Andrés de Jáuregui, diputado por la ciudad de la
  Habana, y Don Mariano Mendiola, por Querétaro. Agregose de fuera a
  Don Antonio Ranz Romanillos, del consejo de hacienda, ocupado ya en
  Sevilla por la central en igual trabajo.

[Sidenote: Voces acerca de si se casaba o no en Francia Fernando VII.]

Por el mismo tiempo confundiéronse también los diferentes y opuestos
modos de sentir en una discusión ardua, trabada en asunto que de cerca
tocaba a Fernando VII. De resultas de la correspondencia inserta en
el _Monitor_ en este año de 1810, en la que había cartas sumisas a
Napoleón del rey cautivo, esparciose por España que se trataba de unir
a este con una princesa de la familia imperial, y de restituirle, así
enlazado, al trono de sus abuelos, bajo la sombra y protección del
emperador de los franceses, y con condiciones contrarias al honor
e independencia de la nación. A haberse realizado semejante plan
siguiéranse consecuencias graves, y quizá por este medio, mejor que por
ningún otro, hubiera alcanzado el extranjero la completa supeditación
de España. Mas, por dicha, el proyecto no convenía a la indomeñable
alma de Napoleón, no sujeto a mudar de consejo ni a alterar una primera
resolución.

[Sidenote: Proposiciones de los señores Capmany y Borrull sobre la
materia.]

Movido de tales voces Don Antonio Capmany, centinela siempre despierto
contra todo lo que tirase a menoscabar la independencia nacional,
había en 10 de diciembre formalizado la proposición siguiente: «Las
cortes generales y extraordinarias, deseosas de elevar a ley la máxima
de que en los casamientos de los reyes debe tener parte el bien de
los súbditos, declaman y decretan: Que ningún rey de España pueda
contraer matrimonio con persona alguna, de cualquiera clase, prosapia
y condición que sea, sin previa noticia, conocimiento y aprobación de
la nación española, representada legítimamente en las cortes.» También
el señor Borrull hizo otra proposición sobre el asunto, aunque en
términos más generales, pues decía: «Que se declaren nulos y de ningún
valor ni efecto cualesquiera actos o convenios que ejecuten los reyes
de España estando en poder de los enemigos, y puedan causar algún
perjuicio al reino.»

Amigos de las reformas, los contrarios a ellas, americanos, europeos,
todos los diputados, en una palabra, concurrieron a dar su asenso a la
mente, ya que no a la letra, de ambas proposiciones, cuya discusión
se entabló el 29 de diciembre: unidad hija del amor que había por la
independencia, ante la cual callaban las demás pasiones.

[Sidenote: Discusión. (* Ap. n. 13-14.)]

El mismo señor Borrull [*] decía entonces: «En el fuero de Sobrarbe,
que regía a los aragoneses y navarros, fue establecido que los reyes
no pudieran declarar guerras, hacer paces, treguas, ni dar empleos sin
el consentimiento de doce ricos-homes, y de los más sabios y ancianos.
En Castilla se estableció también, en todas las provincias de aquel
reino, que los hechos arduos y asuntos graves se hubiesen de tratar en
las mismas cortes, y así se ejecutaba, y de otro modo eran nulos y de
ningún valor y efecto semejantes tratados. Así que, atendiendo a la ley
antigua y fundamental de la nación y a estos hechos, cualquiera cosa
que resulte en perjuicio del reino debe ser de ningún valor... Esta
aprobación nacional debe servir siempre a los reyes como una barrera
contra los esfuerzos extraordinarios de sus enemigos porque, sabiendo
los reyes que sus caprichos no han de ser admitidos por el estado, se
abstendrán de entrar en ellos...»

De la misma bandera anti-liberal que el señor Borrull era Don José
Pablo Valiente, y, sin embargo, no solo aprobaba las proposiciones
sino que deseaba fuesen más claras y terminantes. «Podría suceder muy
bien, decía, que nuestro incauto, sencillo y cándido príncipe, sin la
experiencia que da el mundo, se presentase con una princesa joven para
sentarse tranquilamente en el trono. Y entonces las cortes acertarían
en determinar que no fuese admitido, porque este matrimonio de ningún
modo puede convenir a España... Sea o no casado Fernando, nunca le
admitiremos que no sea para hacernos felices...»

Hablaron en igual sentido otros diputados de la misma opinión. Los de
la contraria, como los señores Argüelles, Oliveros, Gallego y otros,
pronunciaron también extensos y notables discursos. Entre ellos el
señor García Herreros se expresaba así: «Desde el principio han estado
los reyes sujetos a las leyes que les ha dictado la nación... Esta
les ha prescrito sus obligaciones y les ha señalado sus derechos,
declarando nulo de antemano cuanto en contrario hagan. La Ley 29, tít.
11 de la Partida 3.ª dice: _si el rey jurase alguna cosa que sea en
daño o menoscabo del reino, non es tenido de guardar tal jura como
esta_. Siempre ha podido la nación reconvenirles sobre el mal uso del
poder, y a ese efecto dice la ley 10, tít. 1.º, Partida 2.ª: _Que si
el rey usase mal de su poderío le puedan decir las gentes tirano e
tornarse el señorío que era de derecho en torticero_... Los que se
escandalizan de oír que la nación tiene derecho sobre las personas
y acciones de sus monarcas, y que puede anular cuanto hagan durante
su cautiverio, repasen los fragmentos de leyes que he citado, lean
las leyes fundamentales de nuestra monarquía desde su origen, y si
aun así no se convencen de la soberanía de la nación, de que esta no
es patrimonio de los reyes, y de que en todos tiempos la ley ha sido
superior al rey, crean que nacieron para esclavos y que no deben ser
miembros de esta nación, que jamás reconocerá otras obligaciones que
las que ella misma se imponga...» Todo este discurso, del cual no
copiamos sino una parte, llevaba el sello de la rígida y profunda
severidad del orador, de condición muy desenfadada, claro y desembozado
en su estilo, y de extensos conocimientos en nuestra legislación e
historia de las cortes antiguas, como procurador que había sido de los
reinos.

No quedaron atrás en la discusión los americanos, compitiendo con los
europeos en ciencia y resolución, señaladamente los señores Mejía y
Leiva. Merece asimismo entre ellos particular memoria Don Dionisio Inca
Yupanqui, diputado por el Perú, verdadero vástago de la antigua y real
familia de los Incas, pintándose todavía en su rostro el origen indiano
de donde procedía. Dijo, pues, el Don Dionisio: «Órgano de la América
y de sus deseos [y en verdad ¿quién podría serlo con más justicia?],
declaro a las cortes que sin la libertad absoluta del rey en medio de
su pueblo, la total evacuación de las plazas y territorio español,
y sin la completa integridad de la monarquía, no oirá la América
proposiciones o condiciones del tirano Napoleón, ni dejará de sostener
con todo fervor los votos y resoluciones de las cortes.»

En fin, después de unos debates muy luminosos, que duraron por espacio
de cuatro días, y teniendo presentes las proposiciones de los señores
Capmany y Borrull, y otras indicaciones que se hicieron, extendió el
señor Pérez de Castro un decreto que se aprobó en estos términos el
1.º de enero de 1811: «Las cortes generales y extraordinarias, en
conformidad de su decreto de 24 de septiembre del año próximo pasado,
en que declararon nulas y de ningún valor las renuncias hechas en
Bayona por el legítimo rey de España y de las Indias, el señor Don
Fernando VII, no solo por falta de libertad, sino también por carecer
de la esencialísima e indispensable circunstancia del consentimiento de
la nación, declaran que no reconocerán, y antes bien tendrán y tienen
por nulo y de ningún valor ni efecto todo acto, tratado, convenio o
transacción, de cualquiera clase y naturaleza que hayan sido o fueren
otorgados por el rey mientras permanezca en el estado de opresión y
falta de libertad en que se halla, ya se verifique su otorgamiento en
el país enemigo, o ya dentro de España, siempre que en este se halle
su real persona rodeada de las armas, o bajo el influjo directo o
indirecto del usurpador de su corona; pues jamás le considerará libre
la nación, ni le prestará obediencia, hasta verle entre sus fieles
súbditos, en el seno del congreso nacional que ahora existe o en
adelante existiere, o del gobierno formado por las cortes. Declaran,
asimismo, que toda contravención a este decreto será mirada por la
nación como un acto hostil contra la patria, quedando el contraventor
responsable a todo el rigor de las leyes. Y declaran, por último, las
cortes que la generosa nación a quien representan no dejará un momento
las armas de la mano, ni dará oídos a proposición de acomodamiento o
concierto de cualquiera naturaleza que fuese, como no preceda la total
evacuación de España y Portugal por las tropas que tan inicuamente las
han invadido; pues las cortes están resueltas, con la nación entera, a
pelear incesantemente hasta dejar asegurada la religión santa de sus
mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta independencia e
integridad de la monarquía.» La votación de este decreto fue nominal,
y resultó unánime su aprobación por ciento catorce diputados que se
hallaron presentes, en cuyo número contábanse ya propietarios venidos
de América. Las cortes, celebrando de este modo entradas de año, puede
afirmarse, sin parcial ni exagerado afecto, que se encumbraron en
aquella ocasión a par del senado romano en sus mejores tiempos.

[Sidenote: Nuevas discusiones sobre América.]

Volvieron durante estos meses a ocupar a las cortes diversas veces las
provincias de ultramar. Estimulaban a ello sus diputados y el deseo de
hacer el bien de aquellas regiones, como también el de apagar el fuego
insurreccional que cundía y se aumentaba.

Llegó al Paraguay y al Tucumán, propagado por Buenos Aires. Lo mismo
a Chile, en donde por dicha, haciendo a tiempo dimisión de su empleo
el brigadier Carrasco que allí mandaba, y reemplazado por el conde de
la Conquista, no se desconoció la autoridad suprema de la península,
aunque ya caminaba aquel país por pendiente resbaladiza.

[Sidenote: Alborotos en Nueva España.]

Más recias y de consecuencias peores aparecieron las revueltas de
Nueva España. Empezaron ya a temerse desde el tiempo del virrey Don
José Iturrigaray, a quien depusieron el 16 de septiembre de 1809 los
europeos avecindados en aquel reino, sospechándole de confabulación
con los criollos, y autorizados para ello por la audiencia. Y aunque
es cierto que dicho Iturrigaray fue absuelto de toda culpa en la causa
que de resultas se le formó en Europa, quedaron, sin embargo, contra él
en pie vehementísimos indicios de haber querido establecer un gobierno
independiente, poniéndose él mismo a la cabeza. Nombró la central, para
suceder a este en el cargo de virrey, al arzobispo Don Francisco Javier
de Lizana, anciano, débil, y juguete de pasiones ajenas.

El ejemplo que se había dado en desposeer a Iturrigaray, aunque con
recto fin, la pobreza de ánimo del arzobispo virrey, y por último, los
desastres de España en 1810, dieron osadía a los descontentos para
declararse abiertamente en septiembre de este año. Quien primero se
presentó como caudillo fue un clérigo por lo general desconocido: su
nombre, Don Miguel Hidalgo de la Costilla, cura de la población de
Dolores, en los términos de la ciudad de Guanajuato. Instruido en las
materias de su profesión, no desconocía la literatura francesa, y era
hombre sagaz, de buen entendimiento y modales cultos. Odió siempre a
los españoles, y empezó a tramar conspiración después de unas vistas
que tuvo con un general francés enviado por Napoleón para abogar en
favor de su hermano José, y a quien prendieron en provincias internas,
y llevaron en seguida a la ciudad de Méjico.

Hidalgo sublevó a los indios y mulatos, y entró con ellos el 16 de
septiembre en el pueblo de su feligresía, y obrando de acuerdo con los
capitanes del provincial de la reina Don Ignacio Allende y Don Juan
Aldama, llegó a San Miguel el Grande, donde se le unió dicho regimiento
casi en su totalidad. Engrosado cada día más el cuerpo de Hidalgo,
prosiguió este adelante «prorrumpiendo en vivas a Fernando VII y muerte
a los gachupines», nombre que allí se da a los europeos. Llevaban los
amotinados un estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe,
tenida en gran veneración por los indios: obligados los jefes a cubrir
aquí, como en lo demás de América, sus verdaderos intentos bajo el
manto de la religión y de fidelidad al rey.

Avanzaron de este modo Hidalgo y sus parciales, consiguiendo en
breve apoderarse de Guanajuato, una de las poblaciones más ricas y
opulentas a causa de las minas que en su territorio se labran. El 18
de octubre extendiéronse los sublevados hasta Valladolid de Mechoacán,
y reinando en Méjico gran fermentación, parecía casi seguro el triunfo
de aquellos, si por entonces, y muy a tiempo, no hubiese aportado
de Europa Don Francisco Javier Venegas, nombrado virrey en lugar
del arzobispo. Tan oportuna llegada comprimió el mal ánimo de los
descontentos dentro de la ciudad, y tomándose para lo de afuera activas
providencias, se paró el golpe que de tan cerca amagaba.

Hidalgo, viniendo por el camino de Toluca, hallábase ya a 14 leguas de
Méjico, cuando le salió al encuentro con 1500 hombres el coronel Don
Torcuato Trujillo, enviado por Venegas; corto número el de su gente si
se compara con la que acompañaba a Hidalgo, allegadiza en verdad, pero
que al cabo pudiera llevar ventaja por su muchedumbre a los soldados
veteranos del jefe español.

Avistáronse ambas partes en el monte de las Cruces, y empeñose vivo
choque, costoso para todos, y de cuyas resultas el coronel Trujillo,
aunque victorioso, juzgó prudente, a causa del gran golpe de enemigos,
retroceder por la noche a Méjico, en donde con su llegada creció en
unos la zozobra, y en otros renació la esperanza.

De nuevo estaba comprometida la suerte de aquella ciudad, y quizá sin
remedio, si Don Félix Calleja no la hubiera sacado del apuro. Era este
jefe comandante de la brigada de San Luis de Potosí, y al saber la
marcha de Hidalgo sobre Méjico, siguiole la huella con 3000 hombres de
buenas tropas. No descorazonado por eso el clérigo general, sino antes
animoso con la retirada de Trujillo del monte de las Cruces, revolvió
contra Calleja, y encontrole cerca de Aculco el 7 de noviembre.
Trabose desde luego pelea entre las fuerzas contrarias, y quedaron los
insurgentes del todo desbaratados.

Mas poco después, habiéndoseles dado tiempo, se rehicieron, y tuvo
Calleja que embestirles otra vez y en varias acciones. De estas, la
principal y que acabó, por decirlo así, con Hidalgo, diose el 17
de enero de 1811 en el puente llamado de Calderón, provincia de
Guadalajara. Aquel jefe y sus adherentes tuvieron en consecuencia que
refugiarse en provincias internas, en donde cogidos el 21 de marzo
inmediato, mandóseles arcabucear.

Hacia la costa del mar del sur, en la misma Nueva España, apareció
también otro clérigo llamado Don José María Morelos, ignorante,
feroz, en sus costumbres estragado y sin recato alguno, pero audaz
y propio para tales empresas. Con todo, tuvo al fin, si bien largo
tiempo después, la misma y desgraciada suerte de Hidalgo, habiendo
él y otros jefes trabajado mucho la tierra, y alimentado el fuego de
la insurrección, mal encubierto aún en las provincias tranquilas. Lo
que perjudicó a los levantados de Méjico, y tal vez los perdió por
entonces, fue que no empezaron su movimiento en la capital, quedando,
por tanto, en pie para contenerlos la autoridad central de los
españoles. En Venezuela y Buenos Aires sucedió al contrario, y así
desde el primer día apareció en aquellas provincias más asegurada la
causa de los independientes.

La guerra que se encendió en Méjico al tiempo de levantarse Hidalgo,
fue guerra a muerte contra los europeos, quienes a su vez procuraron
desquitarse. Los estragos, de consiguiente, gravísimos, y los
daños para España sin cuento, pues aumentándose los desembolsos, y
disminuyéndose las entradas con las turbulencias y con la ruina causada
en las minas, sobre todo de Guanajuato y Zacatecas, tuvieron que
emplearse en aquellos países los recursos que de otro modo hubieran
venido a Europa para ayuda de la guerra peninsular.

Las cortes, aquejadas con los males de América, se esforzaron por
calmarlos acudiendo a medidas legislativas, que eran las de su
competencia. Discutiose largamente en diciembre y enero sobre dar
a ultramar igual representación que a España. Los diputados de
aquellas provincias pretendieron fuese la concesión para las cortes
que entonces se celebraban. [Sidenote: Decretos en favor de aquellos
países.] Pero atendiendo a que por la mayor parte se habían efectuado
en ultramar las elecciones hechas por los ayuntamientos con arreglo
a lo prevenido por la regencia, y a que cuando llegasen los elegidos
por el pueblo teniendo que venir de tan enormes distancias, habrían
cesado ya probablemente los actuales diputados en su ministerio,
ciñose el congreso a declarar,[*] [Sidenote: (* Ap. n. 13-15.)] en 9
de febrero de 1811, «que la representación americana, en las cortes
que en adelante se celebrasen, sería enteramente igual en el modo y
forma a la que se estableciese en la península, debiéndose fijar en la
constitución el arreglo de esta representación nacional sobre las bases
de la perfecta igualdad, conforme al decreto de 15 de octubre.»

Se mandó asimismo entonces que los naturales y habitantes de aquellas
regiones pudieran cultivar y sembrar cuanto quisieran, pues había
frutos como la viña y el olivo que estaba prohibido beneficiar. Veda
que en muchos parajes no se cumplía, y que no era tan rigurosa como
la del tabaco en la España europea, adoptada en gran parte la última
medida en favor de los plantíos de aquella producción en América. Diose
también opción para toda clase de empleos y destinos a los criollos,
indios e hijos de ambas clases como si fueran europeos.

Tampoco tardó en eximirse a los indígenas de toda la América del
tributo que pagaban, y aun de abolirse los repartimientos abusivos que
consentía la práctica en algunos distritos. La misma suerte cupo a la
_mita_ o trabajo forzado de los indios en las minas, prohibida en Nueva
España hacía muchos años, y solo permitida en algunas partes del Perú.

Así que las cortes decretaron sucesivamente para la América todo
lo que establecía igualdad perfecta con Europa; pero no decretando
la independencia poco adelantaron, pues los promovedores de las
desavenencias nunca, en realidad, se contentaron con menos, ni
aspiraban a otra cosa.

[Sidenote: Providencias en materia de guerra y hacienda.]

En hacienda y guerra es en lo que en un principio no se ocuparon mucho
las cortes, y no faltó quien por ello las criticase. Pero en estos
ramos deben distinguirse las medidas permanentes de las transitorias,
y que solo reclaman premiosas circunstancias. Las primeras requieren
tiempo y madurez para escoger las más convenientes, teniendo que
ajustar las alteraciones a antiguos hábitos, señaladamente en materia
de contribuciones, en las que hay que chocar con los intereses de todas
las clases sin excepción, y con intereses a que el hombre suele estar
muy apegado.

Las segundas toca en especial el promoverlas a la potestad ejecutiva:
ella conoce las necesidades, y en ella residen los datos y la razón
de las entradas y salidas. El tener entendido la primera regencia que
sería pronto removida, no la estimuló a ocuparse con ahínco en el
asunto, y la que le sucedió en el mando, no hallándose, digámoslo así,
del todo formada hasta primeros de enero, por ausencia de dos de los
regentes, no pudo tampoco al principio poner en ello toda la diligencia
necesaria. Además, pedía tiempo el penetrarse del estado del ejército,
del de los pueblos y de su gobernación; tarea no fácil ni breve, si
se atiende a la ocupación enemiga, a los desórdenes que eran como
indispensable consecuencia, y al estrecho campo que a veces había para
trazar planes de medios y recursos.

Sin embargo, no se descuidaron ambos ramos al punto que algunos han
afirmado. En 15 de noviembre ya autorizaron las cortes a la nueva
regencia para levantar 80.000 hombres que sirviesen de aumento al
ejército, tomando oportunas disposiciones sobre el modo e igualdad de
los alistamientos.

Fomentose también por una ley la fabricación de fusiles, con otras
providencias respecto de lo demás del armamento y municiones. Las
fábricas de la frontera, las de Aragón, Granada y otras partes las
había destruido el enemigo. La central no había pensado en trasladar
a tiempo el parque de artillería de Sevilla, ni su maestranza, ni su
fundición, ni la sala de armas. Los ingleses suministraron muchos de
estos artículos, pero aún no bastaban. El patriotismo de los españoles,
el de sus juntas, el de la primera regencia, el de las sucesivas y las
resoluciones de las cortes suplieron la falta. Se estableció de nuevo
en la Isla de León un parque de artillería y una maestranza, y se
habilitaron en la Carraca algunos talleres. Se fabricaron fusiles en
Jubia y en el arsenal del Ferrol, lo mismo en las orillas del Eo, entre
Galicia y Asturias, en el señorío de Molina y otros parajes, algunos
casi inaccesibles, estableciéndose en ellos fábricas volantes de armas,
de municiones y de todo género de pertrechos, que mudaban de sitio al
aproximarse el enemigo.

En el ramo de hacienda, además de las providencias económicas que hemos
referido, y otras que por su menudencia omitimos, mandaron las cortes
que se reuniesen en una sola tesorería general los caudales de la
nación, que distribuyéndose antes por más de un conducto, íbanse o se
extravasaban en menoscabo del erario.

[Sidenote: Cierran las cortes sus sesiones en la Isla.]

Tales fueron los principales trabajos de las cortes y sus discusiones
en los primeros meses de su instalación, y en tanto que permanecieron
en la Isla, en donde cerraron sus sesiones el 20 de febrero de 1811,
para volverlas a abrir en Cádiz el 24 del mismo mes.

[Sidenote: Fiebre amarilla.]

Desde el 6 de octubre habían pensado trasladarse a dicha ciudad, como
más populosa, más bien resguardada y de mayores recursos. Suspendieron
tomar resolución en el caso por la fiebre amarilla, o sea vómito prieto,
que se manifestó en aquel otoño: terrible azote que en 1800 y 1804
había esparcido en Cádiz y otros pueblos de la Andalucía y costa de
levante la desolación y la muerte. No había desde entonces vuelto a
aparecer en Cádiz, a lo menos de un modo sensible, y solo en este
año de 1810 repitió sus estragos. Haya sido o no esta enfermedad
introducida de las Antillas, en lo que todavía no andan conformes
los facultativos de mayor nombradía, contribuyó mucho ahora a su
aparecimiento y propagación la presencia de los forasteros que a la
sazón se agolparon a Cádiz con motivo de la invasión de las Andalucías;
en cuyas personas pegó el azote con extrema saña, pues los naturales
estaban más avezados a sus golpes, ya por haber pasado antes la
enfermedad, ya por haber nacido o criádose en ambiente impregnado de
tan funestos miasmas. La epidemia picó también en Cartagena y otros
puntos, por fortuna apenas cundió a la Isla. Hubo de ello al principio
agudos temores a causa del ejército; pero no siendo numerosa aquella
población, ni apiñada, y hallándose oreada bastantemente por medio
de sus anchurosas calles, mantúvose en estado de sanidad. En cuanto
a la tropa, acampada en parajes bañados por corrientes atmosféricas
muy puras, gran preservativo de tal plaga, gozó de igual o mayor
beneficio. De los moradores o residentes en la Isla, los que padecieron
la enfermedad cogiéronla en viajes que hacían a Cádiz, cuya aserción
podríamos atestiguar por experiencia propia. La fiebre, conforme a su
costumbre, duró tres meses: empezó a descubrirse en septiembre, tomó
en octubre grande incremento, y desapareció del todo al acabar de
diciembre.

[Sidenote: Fin de este libro.]

Rodeaban, por tanto, en su cuna a la libertad española la guerra, las
epidemias y otros humanos padecimientos, como para acostumbrarla a los
muchos y nuevos que la afligirían según fuera prosperando, y antes de
que afianzase en el suelo peninsular su augusto y perpetuo imperio.



  APÉNDICES

  AL TOMO TERCERO.



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO NOVENO.


NÚMERO 9-1.

_Nota pasada por Mr. Canning, ministro de relaciones exteriores de S.
M. B., a Don Martín de Garay, secretario de estado y de la junta, fecha
en Londres, a 20 de julio de 1809. Véase el manifiesto de la junta
central, ramo diplomático, documento núm. 141._


NÚMERO 9-2.

SEVILLA.

_Real decreto de S. M._

El pueblo español debe salir de esta sangrienta lucha con la certeza de
dejar a su posteridad una herencia de prosperidad y de gloria, digna
de sus prodigiosos esfuerzos y de la sangre que vierte. Nunca la junta
suprema ha perdido de vista este objeto que, en medio de la agitación
continua causada por los sucesos de la guerra, ha sido siempre su
principal deseo. Las ventajas del enemigo, debidas menos a su valor que
a la superioridad de su número, llamaban exclusivamente la atención
del gobierno; pero al mismo tiempo hacían más amarga y vehemente
la reflexión de que los desastres que la nación padece han nacido
únicamente de haber caído en olvido aquellas saludables instituciones
que, en tiempos más felices, hicieron la prosperidad y la fuerza del
estado.

La ambición usurpadora de los unos, el abandono indolente de los
otros las fueron reduciendo a la nada, y la junta, desde el momento
de su instalación, se constituyó solemnemente en la obligación
de restablecerlas. Llegó ya el tiempo de aplicar la mano a esta
grande obra, y de meditar las reformas que deben hacerse en nuestra
administración, asegurándolas en las leyes fundamentales de la
monarquía que solas pueden consolidarlas, y oyendo para el acierto,
como ya se anunció al público, a los sabios que quieran exponerla sus
opiniones.

Queriendo, pues, el rey nuestro señor, Don Fernando VII, y en su
real nombre la junta suprema gubernativa del reino, que la nación
española aparezca a los ojos del mundo con la dignidad debida a sus
heroicos esfuerzos; resuelta a que los derechos y prerrogativas de los
ciudadanos se vean libres de nuevos atentados, y a que las fuentes de
la felicidad pública, quitados los estorbos que hasta ahora las han
obstruido, corran libremente luego que cese la guerra, y reparen cuanto
la arbitrariedad inveterada ha agostado y la devastación presente ha
destruido, ha decretado lo que sigue:

1.º Que se restablezca la representación legal y conocida de la
monarquía en sus antiguas cortes, convocándose las primeras en todo el
año próximo, o antes si las circunstancias lo permitieren.

2.º Que la junta se ocupe al instante del modo, número y clase con que,
atendidas las circunstancias del tiempo presente, se ha de verificar
la concurrencia de los diputados a esta augusta asamblea; a cuyo fin
nombrará una comisión de cinco vocales que, con toda la atención y
diligencia que este gran negocio requiere, reconozcan y preparen todos
los trabajos y planes, los cuales, examinados y aprobados por la junta,
han de servir para la convocación y formación de las primeras cortes.

3.º Que además de este punto, que por su urgencia llama el primer
cuidado, extienda la junta sus investigaciones a los objetos
siguientes, para irlos proponiendo sucesivamente a la nación junta
en cortes. — Medios y recursos para sostener la santa guerra en que,
con la mayor justicia, se halla empeñada la nación hasta conseguir el
glorioso fin que se ha propuesto. — Medios de asegurar la observancia
de las leyes fundamentales del reino. — Medios de mejorar nuestra
legislación, desterrando los abusos introducidos y facilitando su
perfección. — Recaudación, administración y distribución de las rentas
del estado. — Reformas necesarias en el sistema de instrucción y
educación pública. — Modo de arreglar y sostener un ejército permanente
en tiempo de paz y de guerra, conformándose con las obligaciones y
rentas del estado. — Modo de conservar una marina proporcionada a las
mismas. — Parte que deban tener las Américas en las juntas de cortes.

4.º Para reunir las luces necesarias a tan importantes discusiones, la
junta consultará a los consejos, juntas superiores de las provincias,
tribunales, ayuntamientos, cabildos, obispos y universidades, y oirá a
los sabios y personas ilustradas.

5.º Que este decreto se imprima, publique y circule con las
formalidades de estilo, para que llegue a noticia de toda la nación.

Tendréislo entendido y dispondréis lo conveniente para su cumplimiento.
— El marqués de Astorga, presidente. — Real Alcázar de Sevilla, 22 de
mayo de 1809. — A Don Martín de Garay.


NÚMERO 9-3.

Los pocos días que pasaron en Jaraicejo los ingleses no tuvieron grande
escasez, pues se les suministró bastante pan y abundó el ganado. Así
lo dice, y con las siguientes palabras, Lord Londonderry, testigo
no sospechoso para los ingleses: «During the first few days of our
sojourn at Jaraicejo we were tolerably well supplied with bread; and
cattle being plenty, we had no cause to complain...» (_Narrative of the
peninsular war_) _vol. 1.º, Ch. 17, pág. 431._



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO DÉCIMO.


NÚMERO 10-1.

_Precios de los comestibles en la plaza de Gerona durante el sitio de
1809, desde el más módico hasta el más subido, según crecía la escasez y
la imposibilidad de introducirlos._

                                   Precios módicos.   Precios subidos.

  Tocino fresco la onza.               2 cuartos.        10 cuartos.

  Vaca, la libra de 36 onzas.         27 cuartos.        Idem.

  Carne de caballo la libra de id.    40 cuartos.        Idem.

  Idem de mulo.                       40 cuartos.        Idem.

  Una gallina.                        14 rs. vn. efect.  16 duros.

  Un gorrión.                          2 cuartos.         4 rs. vn. efect.

  Una perdiz.                         12 rs. vn. efect.  80 rs. vn. efect.

  Un pichón.                           6 rs. vn. efect.  40 rs. vn. efect.

  Un ratón.                            1 rl. vn. efect.   5 rs. vn. efect.

  Un gato.                             8 rs. vn.         30 rs. vn.

  Un lechón.                          40 rs. vn.        200 rs. vn.

  Bacalao la libra.                   18 cuartos.        32 rs. vn.

  Pescado del río Ter la libra.        4 rs. vn.         36 rs. vn.

  Aceite la medida.                   20 cuartos.        24 rs. vn.

  Huevos la docena.                   24 cuartos.        96 rs. vn.

  Arroz la libra.                     12 cuartos.        32 rs. vn.

  Café la libra.                       8 rs. vn.         24 rs. vn.

  Chocolate la libra.                 16 rs. vn.         64 rs. vn.

  Queso la libra.                      4 rs. vn.         40 rs. vn.

  Pan la libra.                        6 cuartos.         8 rs. vn.

  Una galleta.                         4 cuartos.         8 rs. vn.

  Trigo candeal la cuartera.          80 rs. vn.        112 rs. vn.

  Id. mezclado la cuartera.           64 rs. vn.         96 rs. vn.

  Cebada la cuartera.                 30 rs. vn.         56 rs. vn.

  Habas la cuartera.                  48 rs. vn.         80 rs. vn.

  Azúcar la libra.                     4 rs. vn.         24 rs. vn.

  Velas de sebo la libra.              4 rs. vn.         10 rs. vn.

  Id. de cera la libra.               12 rs. vn.         32 rs. vn.

  Leña el quintal.                     5 rs. vn.         48 rs. vn.

  Carbón la arroba.                   3½ rs. vn.         40 rs. vn.

  Tabaco la libra.                    24 rs. vn.        100 rs. vn.

  Por moler una cuartera de trigo.     3 rs. vn.         80 rs. vn.

Gerona 10 de diciembre de 1809. — Epifanio Ignacio de Ruiz.

_Notas._

1.ª Los precios de las carnes no fueron alterados, por disposición del
gobierno, mientras duraron.

2.ª Los demás artículos seguían el precio que ocasionaba la escasez,
y muchos de ellos variaban según las introducciones, y aquí solo se
han figurado los precios regulares al principio del sitio, y los más
subidos y corrientes en su largo discurso; habiéndose visto el gobierno
precisado a permitir el precio que querían fijar a los víveres los que
los introducían a lomo y en cortas cantidades, pasando las líneas del
enemigo, atendidos los riesgos que probaban en la entrada y salida de
la plaza, y la pena de muerte que sufrían en caso de ser habidos.

3.ª No obstante de haberse figurado el precio de todos los artículos
arriba expresados, muchos de ellos solo podían conseguirse casualmente
en los días que había alguna introducción. Mataró 22 de diciembre de
1809. — Epifanio Ignacio de Ruiz. — Don Epifanio Ignacio de Ruiz,
capitán de la 3.ª compañía de la Cruzada Gerundense, comisario de
guerra de los reales ejércitos. — Certifico: que desde 1.º de agosto
de 1809 hasta el 10 de diciembre del mismo, en que capituló la plaza
de Gerona, en virtud de orden del intendente de provincia Don Carlos
Beramendi, ministro principal de hacienda y guerra de ella, tuve
confiada la inspección del ramo de víveres, y que los precios que
están continuados en la antecedente relación son los corrientes en la
citada plaza durante su último sitio. Mataró 22 de diciembre de 1809. —
Epifanio Ignacio de Ruiz.


NÚMERO 10-2.

  _Capitulación de la ciudad de Gerona y fuertes correspondientes,
  firmada el 10 de diciembre de 1809, a las 7 de la noche._

ART. 1.º La guarnición saldrá con los honores de la guerra, y entrará
en Francia como prisionera de guerra. — 2.º Todos los habitantes serán
respetados. — 3.º La religión católica continuará en ser observada
por los habitantes y será protegida. — 4.º Mañana, a las ocho y media
de ella, la puerta del Socorro y la del Areny serán entregadas a las
tropas francesas, así como las de los fuertes. — 5.º Mañana, 11 de
diciembre, a las ocho y media de ella, la guarnición saldrá de la plaza
y desfilará por la puerta del Areny. — Los soldados pondrán sus armas
sobre el glacis. — 6.º Un oficial de artillería, otro de ingenieros y
un comisario de guerra entrarán al momento en que se tomará posesión
de las puertas de la ciudad para recibir la entrega de los almacenes,
mapas, planos, etc. Fecho en Gerona, a las 7 de la noche, a 10 de
diciembre de 1809. — Julián de Bolívar. — Isidro de la Mata. — Blas de
Furnás. — José de la Iglesia. — Guillermo Minali. — Guillermo Nasch.
— El general en jefe del estado mayor general del 7.º cuerpo. — Rey.
— Aprobado por nos, el mariscal del imperio, comandante en jefe del
7.º cuerpo del ejército de España. — Augereau, duque de Castiglione.
— Yo, brigadier de los reales ejércitos, encargado de los poderes del
gobernador interino de la plaza de Gerona, Don Julián de Bolívar, y
de la junta militar, certifico: que la capitulación antecedente es
conforme a la original firmada con la fecha que expresa. — Blas de
Furnás. — El general en jefe del estado mayor general del 7.º cuerpo
del ejército de España. — Rey. — Lugar del Sello.


  _Notas adicionales a la capitulación de la plaza de Gerona._

Que la guarnición francesa que esté en la plaza esté acuartelada
y no alojada por las casas, e igualmente que los oficiales deben
presentarse, procurándose su posada, pagándoseles el tanto que se
pagaba de utensilio a la guarnición española. — Que todos los papeles
del gobierno queden depositados en el archivo del ayuntamiento, sin
poder ser extraviados, ni extraídos ni quemados. — Que a los que
habrán sido vocales o empleados en las juntas en tiempo de esta guerra
de opinión, no les sirva de nota ni perjuicio alguno en sus ascensos
y carreras, quedando igualmente salvas y respetadas las personas,
propiedades y haberes. — Que a los forasteros que se hallan dentro de
la plaza, por expatriación u otra causa, tanto si han sido vocales o
empleados de las juntas como no, se les permitirá restituirse a sus
casas con su equipaje y haberes. — Que cualquiera vecino que quiera
salirse de la ciudad y trasladarse a otra se le permita, llevándose
su equipaje y haberes, quedándoles salvas las propiedades, caudales y
efectos en aquella ciudad. — Yo, brigadier de los reales ejércitos,
certifico: que las notas antecedentes habiendo sido presentadas al
Excmo. Sr. general en jefe del ejército francés, se han aprobado en su
contenido en cuanto no se opongan a las leyes generales del reino, y a
la policía establecida en los ejércitos. Fornells, 10 de diciembre de
1809. — Blas de Furnás. — Visto por nosotros, etc.


  _Notas adicionales y particulares aprobadas por el Excmo. Sr. duque
  de Castiglione, mariscal del imperio, comandante en jefe del 7.º
  cuerpo del ejército de España, convenidas entre el Sr. general de
  brigada, jefe del estado mayor general del sobredicho cuerpo del
  ejército, comandante de la legión de honor, y el Sr. Don Blas de
  Furnás, brigadier de los ejércitos españoles._

ART. 1.º Un teniente o subteniente elegido entre los oficiales del
ejército español estará autorizado con pasaportes para pasar al
ejército de observación español, y llevar a su general comandante
en jefe la capitulación de la plaza y de los fuertes de Gerona,
solicitando se sirva disponer el pronto canje de los oficiales y
soldados de la guarnición de Gerona y sus fuertes contra igual número
de oficiales y soldados franceses detenidos en las islas de Mallorca
y otros destinos. S. E. el Sr. duque de Castiglione, comandante en
jefe del ejército, promete que dicho canje se verificará luego que el
general en jefe del ejército español le habrá dado a conocer el día en
que aquellos prisioneros habrán llegado a uno de los puertos de Francia
para el referido canje. — ART. 2.º En los tres días que seguirán a la
rendición de la plaza de Gerona, el Ilmo. Sr. obispo de dicha ciudad
quedará autorizado para dar a los sacerdotes que están bajo sus órdenes
los pasaportes que pidan para pasar a las villas en las que tenían su
domicilio anterior, para quedar y vivir en él, según lo deben unos
ministros de paz, bajo la protección de las leyes que rigen en España.
— El general en jefe del estado mayor general del séptimo cuerpo del
ejército de España. — Rey. — Blas de Furnás. — Yo brigadier de los
reales ejércitos encargado de los poderes del gobernador interino de
la plaza de Gerona, Don Julián de Bolívar, y de la junta militar,
certifico: que los artículos antecedentes son traducidos fielmente del
original en 10 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás. — Le général en
chef de l’état major general du septième corps de l’armée d’Espagne. —
Rey. — Lugar del sello.


  _Nota adicional a la capitulación de la plaza de Gerona._

Los empleados en el ramo político de guerra son declarados libres, como
no combatientes, y pueden pedir un pasaporte con sus equipajes para
donde gusten. Estos son el intendente, comisarios de guerra, empleados
en hospitales y provisiones, y médicos y cirujanos del ejército. — Yo,
brigadier de los reales ejércitos, certifico: que la nota precedente
habiendo sido presentada al Excmo. Sr. general en jefe del ejército
francés, queda aprobada. Fornells, 10 de diciembre de 1809. — Blas
de Furnás. — Don Blas de Furnás, brigadier de los reales ejércitos,
certifico: que la copia antecedente de la capitulación hecha en Gerona,
y notas adicionales, es en todo su contenido conforme a los originales
firmados por mí; y para que conste, doy la presente en la plaza de
Gerona, a 12 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás.


NÚMERO 10-3.

  _Entre los documentos originales y de oficio que acerca de la muerte
  del gobernador Álvarez hemos tenido a la vista, uno de los más
  curiosos es el siguiente:_

Excmo. Sr. — Por el oficio de V. E. de 26 de febrero próximo pasado,
que acabo de recibir, veo ha hecho V. E. presente al supremo consejo de
regencia de España e Indias el contenido de mi papel de 4 del mismo,
relativo al fallecimiento del Excmo. Sr. Don Mariano Álvarez, digno
gobernador de la plaza de Gerona; y que en su vista se ha servido S. M.
resolver procure apurar cuanto me sea posible la certeza de la muerte
de dicho general, avisando a V. E. lo que adelante, a cuya real orden
daré el cumplimiento debido, tomando las más eficaces disposiciones
para descubrir el pormenor y la verdad de un hecho tan horroroso;
pudiendo asegurar entre tanto a V. E., por declaración de testigos
oculares, la efectiva muerte de este héroe en la plaza de Figueras,
adonde fue trasladado desde Perpiñán, y donde entró sin grave daño en
su salud, y compareció cadáver, tendido en una parihuela, al siguiente
día, cubierto con una sábana, la que, destapada por la curiosidad de
varios vecinos y del que me dio el parte de todo, puso de manifiesto
un semblante cárdeno e hinchado, denotando que su muerte había sido
la obra de breves momentos; a que se agrega que el mismo informante
encontró poco antes, en una de las calles de Figueras, a un llamado
Rovireta, y por apodo el fraile de S. Francisco, y ahora canónigo
dignidad de Gerona, nombrado por nuestros enemigos, quien marchaba
apresuradamente hacia el castillo, adonde dijo «iba corriendo a
confesar al Sr. Álvarez porque debía en breve morir.» — Todo lo que
pongo en noticia de V. E. para que haga de ello el uso que estime por
conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años. Tortosa, 31 de marzo de
1810. — Excmo. Sr. — Carlos de Beramendi. — Excmo. Sr. marqués de las
Hormazas.


NÚMERO 10-4.

  _Léase el manifiesto de la junta central — sección 2.ª, ramo
  diplomático, — pág. 6._



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO UNDÉCIMO.


NÚMERO 11-1.

Τὸν τῶν εὐσεβῶν ἔπλασε χῶρον καὶ τὸ Ἠλύσιον πεδίον. (STRAB., Lib. 3.)


NÚMERO 11-2.

  _El Rey, y a su nombre la suprema junta central gubernativa de España
  e Indias._

Como haya sido uno de mis primeros cuidados congregar la nación
española en cortes generales y extraordinarias, para que, representada
en ellas por individuos y procuradores de todas las clases, órdenes
y pueblos del estado, después de acordar los extraordinarios medios
y recursos que son necesarios para rechazar al enemigo que tan
pérfidamente la ha invadido, y con tan horrenda crueldad va desolando
algunas de sus provincias, arreglase con la debida deliberación
lo que más conveniente pareciese para dar firmeza y estabilidad a
la constitución, y el orden, claridad y perfección posibles a la
legislación civil y criminal del reino, y a los diferentes ramos de
la administración pública; a cuyo fin mandé, por mi real decreto
de 13 del mes pasado, que la dicha mi junta central gubernativa se
trasladase desde la ciudad de Sevilla a esta villa de la Isla de León,
donde pudiese preparar más de cerca, y con inmediatas y oportunas
providencias la verificación de tan gran designio; considerando:

1.º Que los acaecimientos que después han sobrevenido, y las
circunstancias en que se halla el reino de Sevilla por la invasión del
enemigo, que amenaza ya los demás reinos de Andalucía, requieren las
más prontas y enérgicas providencias.

2.º Que, entre otras, ha venido a ser en gran manera necesaria la de
reconcentrar el ejercicio de toda mi autoridad real en pocas y hábiles
personas que pudiesen emplearla con actividad, vigor y secreto en
defensa de la patria; lo cual he verificado ya por mi real decreto de
este día, en que he mandado formar una regencia de cinco personas, de
bien acreditados talentos, probidad y celo público.

3.º Que es muy de temer que las correrías del enemigo por varias
provincias, antes libres, no hayan permitido a mis pueblos hacer las
elecciones de diputados a cortes con arreglo a las convocatorias que
les hayan sido comunicadas en 1.º de este mes, y por lo mismo que no
pueda verificarse su reunión en esta isla para el día 1.º de marzo
próximo, como estaba por mí acordado.

4.º Que tampoco sería fácil, en medio de los grandes cuidados y
atenciones que ocupan al gobierno, concluir los diferentes trabajos y
planes de reforma, que por personas de conocida instrucción y probidad
se habían emprendido y adelantado bajo la inspección y autoridad de
la comisión de cortes, que a este fin nombré por mi real decreto de 15
de junio del año pasado, con el deseo de presentarlas al examen de las
próximas cortes.

5.º Y considerando, en fin, que en la actual crisis no es fácil acordar
con sosiego y detenida reflexión las demás providencias y órdenes que
tan nueva e importante operación requiere, ni por la mi suprema junta
central, cuya autoridad, que hasta ahora ha ejercido en mi real nombre,
va a transferirse en el consejo de regencia, ni por este, cuya atención
será enteramente arrebatada al grande objeto de la defensa nacional.

Por tanto, yo, y a mi real nombre la suprema junta central, para llenar
mi ardiente deseo de que la nación se congregue libre y legalmente en
cortes generales y extraordinarias, con el fin de lograr los grandes
bienes que en esta deseada reunión están cifrados, he venido en mandar
y mando lo siguiente:

1.º La celebración de las cortes generales y extraordinarias que están
ya convocadas para esta Isla de León, y para el primer día de marzo
próximo, será el primer cuidado de la regencia que acabo de crear, si
la defensa del reino, en que desde luego debe ocuparse, lo permitiere.

2.º En consecuencia, se expedirán inmediatamente convocatorias
individuales a todos los RR. arzobispos y obispos que están en
ejercicio de sus funciones, y a todos los grandes de España en
propiedad, para que concurran a las cortes en el día y lugar para que
están convocadas, si las circunstancias lo permitieren.

3.º No serán admitidos a estas cortes los grandes que no sean cabezas
de familia, ni los que no tengan la edad de 25 años, ni los prelados y
grandes que se hallaren procesados por cualquiera delito, ni los que se
hubieren sometido al gobierno francés.

4.º Para que las provincias de América y Asia, que por estrechez del
tiempo no pueden ser representadas por diputados nombrados por ellas
mismas, no carezcan enteramente de representación en estas cortes,
la regencia formará una junta electoral compuesta de seis sujetos de
carácter, naturales de aquellos dominios, los cuales, poniendo en
cántaro los nombres de los demás naturales que se hallan residentes
en España y constan de las listas formadas por la comisión de cortes,
sacarán a la suerte el número de cuarenta, y volviendo a sortear estos
cuarenta solos, sacarán en segunda suerte veintiséis, y estos asistirán
como diputados de cortes en representación de aquellos vastos países.

5.º Se formará asimismo otra junta electoral compuesta de seis personas
de carácter, naturales de las provincias de España que se hallan
ocupadas por el enemigo, y poniendo en cántaro los nombres de los
naturales de cada una de dichas provincias que asimismo constan de las
listas formadas por la comisión de cortes, sacarán de entre ellos en
primera suerte hasta el número de dieciocho nombres, y volviéndolos
a sortear solos, sacarán de ellos cuatro, cuya operación se irá
repitiendo por cada una de dichas provincias, y los que salieren en
suerte serán diputados de cortes por representación de aquellas para
que fueren nombrados.

6.º Verificadas estas suertes, se hará la convocación de los sujetos
que hubieren salido nombrados por medio de oficios que se pasarán a las
juntas de los pueblos en que residieren, a fin de que concurran a las
cortes en el día y lugar señalado, si las circunstancias lo permitieren.

7.º Antes de la admisión a las cortes de estos sujetos, una comisión
nombrada por ellas mismas examinará si en cada uno concurren o no las
calidades señaladas en la instrucción general y en este decreto para
tener voto en las dichas cortes.

8.º Libradas estas convocatorias, las primeras cortes generales y
extraordinarias se entenderán legítimamente convocadas; de forma que
aunque no se verifique su reunión en el día y lugar señalados para
ellas, pueda verificarse en cualquiera tiempo y lugar en que las
circunstancias lo permitan, sin necesidad de nueva convocatoria; siendo
de cargo de la regencia hacer, a propuesta de la diputación de cortes,
el señalamiento de dicho día y lugar, y publicarle en tiempo oportuno
por todo el reino.

9.º Y para que los trabajos preparatorios puedan continuar y concluirse
sin obstáculo, la regencia nombrará una diputación de cortes compuesta
de ocho personas, las seis naturales del continente de España, y las
dos últimas naturales de América, la cual diputación será subrogada
en lugar de la comisión de cortes nombrada por la misma suprema junta
central, y cuyo instituto será ocuparse en los objetos relativos a la
celebración de las cortes, sin que el gobierno tenga que distraer su
atención de los urgentes negocios que la reclaman en el día.

10. Un individuo de la diputación de cortes, de los seis nombrados por
España, presidirá la junta electoral que debe nombrar los diputados
por las provincias cautivas, y otro individuo de la misma diputación,
de los nombrados por la América, presidirá la junta electoral que debe
sortear los diputados naturales y representantes de aquellos dominios.

11. Las juntas formadas con los títulos de junta de medios y
recursos para sostener la presente guerra, junta de hacienda, junta
de legislación, junta de instrucción pública, junta de negocios
eclesiásticos, y junta de ceremonial de congregación, las cuales por
autoridad de la mi suprema junta y bajo la inspección de dicha comisión
de cortes, se ocupan en preparar los planes de mejoras relativas a
los objetos de su respectiva atribución, continuarán en sus trabajos
hasta concluirlos en el mejor modo que sea posible, y fecho, los
remitirán a la diputación de cortes, a fin de que después de haberlos
examinado, se pasen a la regencia y esta los ponga, a mi real nombre, a
la deliberación de las cortes.

12. Serán estas presididas, a mi real nombre, o por la regencia en
cuerpo, o por su presidente temporal, o bien por el individuo a quien
delegaren el encargo de representar en ellas mi soberanía.

13. La regencia nombrará los asistentes de cortes que deban asistir
y aconsejar al que las presidiere, a mi real nombre, de entre los
individuos de mi consejo y cámara según la antigua práctica del reino,
o en su defecto de otras personas constituidas en dignidad.

14. La apertura del solio se hará en las cortes en concurrencia de los
estamentos eclesiástico, militar y popular, y en la forma y con la
solemnidad que la regencia acordará a propuesta de la diputación de
cortes.

15. Abierto el solio, las cortes se dividirán, para la deliberación
de las materias, en dos solos estamentos, uno popular, compuesto de
todos los procuradores de las provincias de España y América, y otro de
dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del reino.

16. Las proposiciones que, a mi real nombre, hiciere la regencia a
las cortes se examinarán primero en el estamento popular, y si fueren
aprobados en él, se pasarán por un mensajero de estado al estamento de
dignidades para que las examine de nuevo.

17. El mismo método se observará con las proposiciones que se hicieren
en uno y otro estamento por sus respectivos vocales, pasando siempre la
proposición del uno al otro, para su nuevo examen y deliberación.

18. Las proposiciones no aprobadas por ambos estamentos, se entenderán
como si no fuesen hechas.

19. Las que ambos estamentos aprobaren serán elevadas por los
mensajeros de estado a la regencia para mi real sanción.

20. La regencia sancionará las proposiciones así aprobadas, siempre
que graves razones de pública utilidad no la persuadan a que de su
ejecución pueden resultar graves inconvenientes y perjuicios.

21. Si tal sucediere, la regencia, suspendiendo la sanción de la
proposición aprobada, la devolverá a las cortes, con clara exposición
de las razones que hubiere tenido para suspenderla.

22. Así devuelta la proposición, se examinará de nuevo en uno y otro
estamento, y si los dos tercios de los votos de cada uno no confirmaren
la anterior resolución, la proposición se tendrá por no hecha, y no se
podrá renovar hasta las futuras cortes.

23. Si los dos tercios de votos de cada estamento ratificaren la
aprobación anteriormente dada a la proposición, será esta elevada de
nuevo por los mensajeros de estado a la sanción real.

24. En este caso la regencia otorgará a mi nombre la real sanción en
el termino de tres días; pasados los cuales, otorgada o no, la ley
se entenderá legítimamente sancionada, y se procederá de hecho a su
publicación en la forma de estilo.

25. La promulgación de las leyes así formadas y sancionadas, se hará en
las mismas cortes antes de su disolución.

26. Para evitar que en las cortes se forme algún partido que aspire
a hacerlas permanentes, o prolongarlas en demasía, cosa que, sobre
trastornar del todo la constitución del reino, podría acarrear otros
muy graves inconvenientes, la regencia podrá señalar un termino a la
duración de las cortes, con tal que no baje de seis meses. Durante las
cortes, y hasta tanto que estas acuerden, nombren e instalen el nuevo
gobierno, o bien confirmen el que ahora se establece, para que rija
la nación en lo sucesivo, la regencia continuará ejerciendo el poder
ejecutivo en toda la plenitud que corresponde a mi soberanía.

En consecuencia las cortes reducirán sus funciones al ejercicio del
poder legislativo que propiamente les pertenece, y confiando a la
regencia el del poder ejecutivo, sin suscitar discusiones que sean
relativas a él y distraigan su atención de los graves cuidados que
tendrá a su cargo, se aplicarán del todo a la formación de las leyes y
reglamentos oportunos para verificar las grandes y saludables reformas
que los desórdenes del antiguo gobierno, el presente estado de la
nación y su futura felicidad hacen necesarias; llenando así los grandes
objetos para que fueron convocadas. Dado, etc., en la real Isla de
León, a 29 de enero de 1810.


NÚMERO 11-3.

Españoles: La junta central suprema gubernativa del reino, siguiendo la
voluntad expresa de nuestro deseado Monarca y el voto público, había
convocado a la nación a sus cortes generales para que, reunida en
ellas, adaptase las medidas necesarias a su felicidad y defensa. Debía
verificarse este gran congreso en 1.º de marzo próximo, en la Isla de
León, y la junta determinó y publicó su traslación a ella cuando los
franceses, como otras muchas veces, se hallaban ocupando la Mancha.
Atacaron después los puntos de la sierra, y ocuparon uno de ellos; y
al instante las pasiones de los hombres, usurpando su dominio a la
razón, despertaron la discordia que empezó a sacudir sobre nosotros
sus antorchas incendiarias. Más que ganar cien batallas valía este
triunfo a nuestros enemigos, y los buenos todos se llenaron de espanto
oyendo los sucesos de Sevilla en el día 24, sucesos que la malevolencia
componía, y el terror exageraba, para aumentar en los unos la confusión
y en los otros la amargura. Aquel pueblo generoso y leal que tantas
muestras de adhesión y respeto había dado a la suprema junta, vio
alterada su tranquilidad, aunque por pocas horas. No corrió, gracias al
cielo, ni una gota de sangre, pero la autoridad pública fue desatendida
y la majestad nacional se vio indignamente ultrajada en la legítima
representación del pueblo. Lloremos, españoles, con lágrimas de sangre
un ejemplo tan pernicioso. ¿Cuál sería nuestra suerte si todos le
siguiesen? Cuando la fama trae a vuestros oídos que hay divisiones
intestinas en la Francia, la alegría rebosa en vuestros pechos, y
os llenáis de esperanza para lo futuro, porque en estas divisiones
miráis afianzada vuestra salvación y la destrucción del tirano que os
oprime. Y nosotros, españoles, nosotros cuyo carácter es la moderación
y la cordura, cuya fuerza consiste en la concordia, ¿iríamos a dar
al déspota la horrible satisfacción de romper con nuestras manos los
lazos que tanto costó formar, y que han sido y son para él la barrera
más impenetrable? No, españoles, no: que el desinterés y la prudencia
dirija nuestros pasos, que la unión y la constancia sean nuestras
áncoras, y estad seguros de que no pereceremos.

Bien convencida estaba la junta de cuán necesario era reconcentrar más
el poder. Mas no siempre los gobiernos pueden tomar en el instante las
medidas mismas de cuya utilidad no se duda. En la ocasión presente
parecía del todo importuno, cuando las cortes anunciadas, estando ya
tan próximas, debían decidirla y sancionarla. Mas los sucesos se han
precipitado de modo que esta detención, aunque breve, podría disolver
el estado, si en el momento no se cortase la cabeza al monstruo de la
anarquía.

No bastaban ya a llevar adelante nuestros deseos ni el incesante afán
con que hemos procurado el bien de la patria, ni el desinterés con
que la hemos servido, ni nuestra lealtad acendrada a nuestro amado y
desdichado rey, ni nuestro odio al tirano y a toda clase de tiranía.
Estos principios de obrar en nadie han sido mayores, pero han podido
más que ellos la ambición, la intriga y la ignorancia. ¿Debíamos,
acaso, dejar saquear las rentas públicas que por mil conductos ansiaban
devorar el vil interés y el egoísmo? ¿Podíamos contentar la ambición
de los que no se creían bastante premiados con tres o cuatro grados en
otros tantos meses? ¿Podíamos, a pesar de la templanza que ha formado
el carácter de nuestro gobierno, dejar de corregir con la autoridad de
la ley las faltas sugeridas por el espíritu de facción que caminaba
impudentemente a destruir el orden, introducir la anarquía y trastornar
miserablemente el estado?

La malignidad nos imputa los reveses de la guerra; pero que la equidad
recuerde la constancia con que los hemos sufrido, y los esfuerzos
sin ejemplo con que los hemos reparado. Cuando la junta vino desde
Aranjuez a Andalucía, todos nuestros ejércitos estaban destruidos; las
circunstancias eran todavía más apuradas que las presentes, y ella
supo restablecerlos, y buscar y atacar con ellos al enemigo. Batidos
otra vez y deshechos, exhaustos al parecer todos los recursos y las
esperanzas, pocos meses pasaron, y los franceses tuvieron enfrente
un ejército de ochenta mil infantes y doce mil caballos. ¿Qué no ha
tenido en su mano el gobierno que no haya prodigado para mantener estas
fuerzas y reponer las enormes pérdidas que cada día experimentaba?
¿Qué no ha hecho para impedir el paso a la Andalucía por las sierras
que la defienden? Generales, ingenieros, juntas provinciales, hasta
una comisión de vocales de su seno han sido encargados de atender
y proporcionar todos los medios de fortificación y resistencia que
presentan aquellos puntos, sin perdonar para ello ni gasto, ni fatiga
ni diligencia. Los sucesos han sido adversos; ¿pero la junta tenía en
su mano la suerte del combate en el campo de batalla?

Y ya que la voz del dolor recuerda tan amargamente los infortunios,
¿por qué ha de olvidarse que hemos mantenido nuestras íntimas
relaciones con las potencias amigas, que hemos estrechado los lazos
de fraternidad con nuestras Américas, que estas no han cesado de dar
pruebas de amor y fidelidad al gobierno, que hemos, en fin, resistido
con dignidad y entereza las pérfidas sugestiones de los usurpadores?

Mas nada basta a contener el odio que antes de su instalación se había
jurado a la junta. Sus providencias fueron siempre mal interpretadas y
nunca bien obedecidas. Desencadenadas, con ocasión de las desgracias
públicas, todas las pasiones, han suscitado contra ella todas las
furias que pudiera enviar contra nosotros el tirano a quien combatimos.
Empezaron sus individuos a verificar su salida de Sevilla con el objeto
tan público y solemnemente anunciado de abrir las cortes en la Isla
de León. Los facciosos cubrieron los caminos de agentes, que animaron
los pueblos de aquel tránsito a la insurrección y al tumulto, y los
vocales de la junta suprema fueron tratados como enemigos públicos,
detenidos unos, arrestados otros, y amenazados de muerte muchos,
hasta el presidente. Parecía que, dueño ya de España, era Napoleón el
que vengaba la tenaz resistencia que le habíamos opuesto. No pararon
aquí las intrigas de los conspiradores: escritores viles, copiantes
miserables de los papeles del enemigo, les vendieron sus plumas, y no
hay género de crimen, no hay infamia que no hayan imputado a vuestros
gobernantes, añadiendo al ultraje de la violencia la ponzoña de la
calumnia.

Así, españoles, han sido perseguidos e infamados aquellos hombres
que vosotros elegisteis para que os representasen; aquellos que, sin
guardias, sin escuadrones, sin suplicios, entregados a la fe pública,
ejercían, tranquilos a su sombra, las augustas funciones que les
habíais encargado. ¿Y quiénes son, gran Dios, los que los persiguen?
los mismos que desde la instalación de la junta trataron de destruirla
por sus cimientos, los mismos que introdujeron el desorden en las
ciudades, la división en los ejércitos, la insubordinación en los
cuerpos. Los individuos del gobierno no son impecables ni perfectos;
hombres son y, como tales, sujetos a las flaquezas y errores humanos.
Pero como administradores públicos, como representantes vuestros, ellos
responderán a las imputaciones de esos agitadores y les mostrarán dónde
ha estado la buena fe y patriotismo, dónde la ambición y las pasiones
que sin cesar han destrozado las entrañas de la patria. Reducidos de
aquí en adelante a la clase de simples ciudadanos por nuestra propia
elección, sin más premio que la memoria del celo y afanes que hemos
empleado en servicio público, dispuestos estamos, o más bien ansiosos,
de responder delante de la nación en sus cortes, o del tribunal que
ella nombre, a nuestros injustos calumniadores. Teman ellos, no
nosotros; teman los que han seducido a los simples, corrompido a
los viles, agitado a los furiosos; teman los que en el momento del
mayor apuro, cuando el edificio del estado apenas puede resistir el
embate del extranjero, le han aplicado las teas de la disensión para
reducirle a cenizas. Acordaos, españoles, de la rendición de Oporto.
Una agitación intestina, excitada por los franceses mismos, abrió
sus puertas a Soult, que no movió sus tropas a ocuparla hasta que el
tumulto popular imposibilitó la defensa. Semejante suerte os vaticinó
la junta, después de la batalla de Medellín, al aparecer los síntomas
de la discordia que con tanto riesgo de la patria se han desenvuelto
ahora. Volved en vosotros y no hagáis ciertos aquellos funestos
presentimientos.

Pero, aunque fuertes con el testimonio de nuestras conciencias, y
seguros de que hemos hecho en bien del estado cuanto la situación de
las cosas y las circunstancias han puesto a nuestro alcance, la patria
y nuestro honor mismo exigen de nosotros la última prueba de nuestro
celo y nos persuaden dejar un mando cuya continuación podrá acarrear
nuevos disturbios y desavenencias. Sí, españoles: vuestro gobierno,
que nada ha perdonado, desde su instalación, de cuanto ha creído que
llenaba el voto público; que fiel distribuidor de cuantos recursos
han llegado a sus manos, no les ha dado otro destino que las sagradas
necesidades de la patria; que os ha manifestado sencillamente sus
operaciones, y que ha dado la muestra más grande de desear vuestro
bien en la convocación de cortes, las más numerosas y libres que ha
conocido la monarquía, resigna gustoso el poder y la autoridad que le
confiasteis y la traslada a las manos del consejo de regencia que ha
establecido por el decreto de este día. ¡Puedan vuestros gobernantes
tener mejor fortuna en sus operaciones! Y los individuos de la junta
suprema no les envidiarán otra cosa que la gloria de haber salvado la
patria y libertado a su rey.

Real Isla de León, 29 de enero de 1810. — Siguen las firmas.


NÚMERO 11-4.

_Véase el manifiesto de la junta suprema de Cádiz._


NÚMERO 11-5.

_En el palacio de las Tullerías, a 8 de febrero de 1810._

Napoleón, etc. Considerando, por una parte, que las sumas enormes que
nos cuesta nuestro ejército de España empobrecen nuestro tesoro y
obligan a nuestros pueblos a sacrificios que ya no pueden soportar; y
considerando, por otra parte, que la administración española carece de
energía y es nula en muchas provincias, lo que impide sacar partido de
los recursos del país, y los deja, por el contrario, a beneficio de los
insurgentes; hemos decretado y decretamos lo que sigue:


TÍTULO PRIMERO.

_Del gobierno de Cataluña._

ART. 1.º El séptimo cuerpo del ejército de España tomará el título de
ejército de Cataluña. 2.º La provincia de Cataluña formará un gobierno
particular con el título de gobierno de Cataluña. 3.º El comandante en
jefe del ejército de Cataluña será gobernador de la provincia y reunirá
los poderes civiles y militares. 4.º La Cataluña queda declarada en
estado de sitio. 5.º El gobernador queda encargado de la administración
de la justicia y de la real hacienda, proveerá todos los empleos y hará
todos los reglamentos necesarios. 6.º Todas las rentas de la provincia,
en imposiciones ordinarias y extraordinarias, entrarán en la caja
militar, a fin de subvenir a los sueldos y gastos de las tropas, y a la
manutención del ejército.


TÍTULO SEGUNDO.

_Del gobierno de Aragón. Segundo gobierno._

El general Suchet será gobernador de Aragón con toda la autoridad
militar y civil; nombrará toda clase de empleados, hará reglamentos,
etc., etc., y desde 1.º de mayo no enviará nuestro tesoro público
fondos algunos para la manutención del ejército, sino que el país
suministrará lo que necesite para él.


TÍTULO TERCERO.

_Del gobierno de Navarra. Tercer gobierno._

La provincia de Navarra se llamará gobierno de Navarra.

El general Dufour será gobernador de Navarra, y conducirá allá
los cuatro regimientos de su división: en cuanto a su autoridad y
manutención del ejército, lo mismo que lo dicho con respecto a Aragón.


TÍTULO CUARTO.

_Del gobierno de Vizcaya. Cuarto gobierno._

La Vizcaya se llamará gobierno de Vizcaya.

El general Thouvenot será gobernador, y lo mismo que lo dicho respecto a
Navarra.


TÍTULO QUINTO.

Los gobernadores de estos cuatro gobiernos se entenderán con el
estado mayor del ejército de España en lo que tenga relación con las
operaciones militares; pero en cuanto a la administración interior y
policía, rentas, justicia, nombramiento de empleados y todo género de
reglamentos, se entenderán con el emperador por medio del príncipe de
Neufchatel, mayor general.


TÍTULO SEXTO.

ART. 1.º Todos los productos y rentas ordinarias y extraordinarias
de las provincias de Salamanca, Toro, Zamora y León proveerán a la
manutención del 6.º cuerpo del ejército, y el duque de Elchingen
cuidará de que estos recursos sean bastantes para este fin, haciendo
que todo se invierta en utilidad del ejército. 2.º Lo que produzcan
las provincias de Santander y Asturias, para la manutención y sueldos
de la división de Bonnet. 3.º Las provincias situadas desde el Ebro a
los límites de la de Valladolid lo entregarán todo al pagador de Burgos
para el sueldo y manutención de las tropas que allí haya, y gasto de las
fortificaciones. 4.º Las provincias de Valladolid y Palencia proveerán
a la manutención y sueldo de la división de Kellermann. 5.º El duque de
Elchingen y los generales Bonnet, Thiebaut y Kellermann se entenderán,
en todo lo que tenga relación con las rentas de las provincias de su
mando, con el emperador por medio del príncipe de Neufchatel. 6.º La
ejecución de este decreto se encarga al príncipe de Neufchatel y a los
ministros de la guerra, en la administración de la guerra, de rentas y
del tesoro público.


NÚMERO 11-6.

_Memoria de los Sres. Azanza y Ofarrill, pág. 177._


NÚMERO 11-7.

Algunas de estas cartas fueron interceptadas por las guerrillas cerca
de Madrid y se insertaron en la _Gaceta de la Regencia_ de Cádiz. Las
hemos confrontado con la correspondencia manuscrita del Sr. Azanza, y
las hemos encontrado del todo exactas. He aquí las que nos han parecido
más importantes:

«Excmo Sr. — Ha llegado el caso de que yo pueda escribir a V. E. sobre
asuntos que directamente nos conciernen. Antes de ayer por la tarde
tuve una larga conversación con el Sr. duque de Cadore, ministro
de relaciones exteriores, que anteriormente me había dicho quería
comunicarme algo de orden del emperador. Referiré todo lo sustancial
de esta conferencia, en la cual se tocaron varios puntos, y todos de
importancia.

»Me dijo el ministro que S. M. I. no puede enviar más dinero a España,
y es preciso que ese reino provea a la subsistencia y gastos de su
ejército; que bastante hace en haber empleado 400.000 franceses en la
reducción de España; que la Francia ha agotado su erario, habiendo
enviado ahí desde el principio de la guerra más de 200 millones de
libras; que nuestro gobierno no ha hecho uso de los recursos que ofrece
el país para juntar fondos; que debieron exigirse contribuciones en
Andalucía, especialmente en Sevilla y Málaga, y también en Murcia; que
S. M. ha impuesto a Lérida una contribución de 6 millones de libras (no
estoy cierto si fue esta cantidad u otra mayor la que me dijo); que
debieron confiscarse los efectos ingleses encontrados en Andalucía,
y S. M. I. está en el concepto de que solo los de Sevilla habrían
importado 40 millones; que debió echarse mano de la plata de las
iglesias y conventos; que en España ha de circular necesariamente mucho
dinero del que han introducido los franceses y los ingleses, y del
que ha venido de América; que el emperador siempre ha hecho la guerra
sacando de los países que ha subyugado toda la manutención y gastos
de sus ejércitos; que si no tuviera que emplear tantas tropas en la
reducción de la España, habría licenciado muchas de ellas, y se habría
ahorrado el dispendio que están ocasionando; que los fondos de nuestra
tesorería no han tenido la inversión preferente que correspondía, es a
saber, pagar las tropas que han de hacer la conquista y pacificación
del reino; que ha habido muchas prodigalidades y gastos de lujo; que
las gratificaciones justas pudieron suspenderse hasta los tiempos
tranquilos y felices; que se mantienen estados mayores demasiado
numerosos y costosos; que se han formado y forman cuerpos españoles,
los cuales no solo son inútiles sino perjudiciales, porque además de
absorber sumas que podrían tener provechosa aplicación, desertan sus
individuos y pasan a aumentar la fuerza de los enemigos; y últimamente,
que es excesiva la bondad con que el rey trata a los del partido
contrario, concediéndoles gracias y ventajas, lo que solo sirve a
disgustar y desalentar a los que desde el principio abrazaron el suyo.

»Estas son las principales especies que me dijo el ministro; y ahora
expondré a V. E. las respuestas que yo le di. El punto más grave de
todos, y el que a mi parecer ocupa más la atención del emperador, es
el de querer excusar que de Francia vaya a España más dinero que los
dos millones de libras mensuales, prefijados en las disposiciones
anteriores. Acordándome de las notas que sobre este punto se pasaron
estando yo encargado del ministerio de negocios extranjeros, y
teniendo muy presente la situación de nuestras provincias y de nuestra
tesorería, dije al ministro que el rey, mi amo, reconocía las grandes
erogaciones que la guerra de España ocasionaba al erario de Francia,
pero que veía con mucho dolor y sentimiento suyo ser imposible
alcanzasen nuestros medios y nuestros recursos a libertarlo de esta
carga; que las rentas ordinarias habían sido hasta ahora casi nulas,
así porque no habían podido recaudarse sino en muy reducidos distritos
sojuzgados, como porque aun en estos las continuas incursiones de
los insurgentes y de las partidas de bandidos habían inutilizado los
esfuerzos y diligencias de los administradores y cobradores; que en
muchas partes los mismos generales y jefes de las tropas francesas
habían servido de obstáculo al recobro de los derechos reales en
lugar de auxiliarlo; que las provincias estaban arruinadas con las
suministraciones de toda especie que habían tenido que hacer para la
subsistencia, trasportes y hospitalidades de las tropas francesas, y
con la cesación de todo tráfico de unos pueblos con otros; que cuantos
fondos han podido juntarse, así por los impuestos antiguos como por
los arbitrios y medios que se han excogitado, han sido destinados
con preferencia a las necesidades del ejército francés, distrayendo
únicamente algunas cortas sumas para la guardia real, la cual casi
siempre ha estado en crecidos descubiertos, para la lista civil de S.
M., que no ha sido pagada sino en una muy corta parte, y para otras
atenciones urgentísimas, de modo que ni se han pagado viudedades,
ni pensiones, ni sueldos de retirados, y muchas veces ni los de los
empleados más necesarios, pues ha habido ocasión en que los ministros
mismos han estado durante cinco meses sin recibir los suyos por ocurrir
a los gastos de las tropas.

»En cuanto a los recursos de que se supone haberse podido echar mano,
achacando a impericia, falta de energía o excesiva contemplación del
gobierno para con los pueblos el no haberse así ejecutado, he dicho
al ministro que se han puesto en práctica cuantos han permitido las
circunstancias; que es preciso no perder de vista, para juzgarnos,
las circunstancias en que nos hemos hallado, esto es, que eran pocas
las provincias sometidas, y muy rara o ninguna la administrada
con libertad; que se han exigido contribuciones extraordinarias y
empréstitos forzados donde se ha creído posible, venciendo no pequeños
obstáculos; que había sido necesario no vejar ni apurar hasta el
extremo las provincias sometidas, para conservarlas en su fidelidad
y no dar, a las que estaban en insurrección, una mala idea de la
suerte que las esperaba en el caso de su rendición; que habrían
podido efectivamente sacarse más contribuciones, como lo hacen los
generales franceses en las provincias que están administrando; pero
que nunca hubieran producido lo suficiente a cubrir todos los gastos
del ejército; especialmente demorándose este dos años y medio o más
en los mismos parajes; que estas contribuciones no podrían repetirse,
como lo enseñará la experiencia en Castilla y en León, porque en las
primeras se agota todo el numerario existente y no se ve el modo de que
prontamente vuelva a la circulación, sobre todo cuando las tropas están
en movimiento, y la caja militar desembolsa sus fondos en distritos
distantes de donde los ha recogido; que S. M. I. se convencerá de la
imposibilidad de juntar caudales que sufraguen a todos los dispendios
de la guerra, por lo que sucede en las provincias que están confiadas
a la administración de generales franceses, quienes no podrán ser
culpados ni de indolencia, ni de demasiado miramiento para con los
pueblos, antes bien es de temer se valgan de durezas y violencias que
ningún gobierno del mundo puede ejercer para con sus propios súbditos,
aquellos con quienes ha de vivir, y cuya protección y amparo es su
primer deber; y que lo que haya sucedido en Lérida tal vez no podrá
servir de ejemplo en otras partes, porque, según he sabido aquí, en
aquella plaza, creyéndose muy difícil su conquista, se había depositado
el dinero y alhajas de muchos pueblos e iglesias; además de que todavía
no se sabe que haya podido satisfacer toda la cantidad que se le ha
impuesto.

»Hice presente al ministro que en Andalucía se habían exigido algunas
contribuciones de que yo tenía noticia, pues en Granada, no obstante
haberse entregado sin hacer la menor resistencia, se pidieron cinco
millones de reales con el nombre de préstamo forzado, y en Málaga
mucho mayor cantidad, parte de la cual me acuerdo haberse aplicado a
la caja militar del 4.º cuerpo; que por haberme hallado ausente de
Sevilla al tiempo de su rendición, no sé con exactitud lo que allí se
hizo, pero estoy cierto de que se secuestraron, con intervención de
las autoridades francesas, los efectos ingleses encontrados en aquella
ciudad, y que lo mismo se hizo también en Málaga; que siempre los
primeros cálculos del valor de géneros aprehendidos suelen ser muy
abultados, como oí haber sucedido en Málaga a la entrada del general
Sebastiani, y no será mucho que el concepto formado por S. M. I.
sobre el importe de los de Sevilla estribe en las primeras relaciones
exageradas que llegarían a su noticia.

»Como estoy bien informado de las diligencias activas que se han
practicado para recoger la plata de las iglesias, y de los resultas
que esta operación ha tenido, me hallé en estado de decir al ministro
que este arbitrio no se había descuidado; que no solo se había
procurado recoger y llevar directamente a la casa de la moneda todas
las alhajas de plata y oro encontradas en los conventos suprimidos
sino también las que pertenecían a iglesias, catedrales, parroquiales
y de monjas de todo el reino, dejando en ellas solamente los vasos
sagrados indispensables para el culto; que este arbitrio no había sido
tan cuantioso y productivo como se podría suponer, y nosotros mismos
lo esperábamos; primero, porque todas las iglesias de los pueblos por
donde habían transitado las tropas francesas, habían sido saqueadas
y despojadas; segundo, porque las partidas de insurgentes o bandidos
habían hecho otro tanto en los pueblos que habían ocupado o recorrido;
y tercero, porque la plata de las iglesias vista en frontales, nichos
o imágenes, aparece de gran valor y riqueza, y cuando va a recogerse
y fundirse, se halla generalmente que es una hoja delgada dispuesta
solo para cubrir la madera que le sirve de alma; y que este recurso,
tal cual ha sido, y todos los otros que se han adoptado, son los que
han dado los fondos con que se ha podido atender a las obligaciones
imprescindibles de la tesorería, entre las cuales se ha contado siempre
con preferencia la subsistencia, la hospitalidad y demás gastos de la
tropa francesa.

»Sobre el mucho numerario que se piensa debe haber en circulación
dentro de España, por el que han introducido los franceses y los
ingleses, y el que ha venido de América, he asegurado al ministro que
no se nota todavía semejante abundancia, sea que la mayor parte va a
parar a los muchos cantineros y vivanderos franceses que siguen al
ejército, sea que otra parte está diseminada entre nuestros vendedores
de comestibles y licores, o sea, principalmente porque la moneda de
cuño español haya desaparecido en el tiempo del gobierno insurreccional
en pago de armamentos, vestuarios y otros efectos recibidos del
extranjero, especialmente de los ingleses, y de géneros que el
comercio ha introducido. Confieso que en esta parte carezco de nociones
bastante exactas, y que solo me he gobernado por los clamores y señales
bien evidentes de pobreza que he presenciado por todas partes.

»Para satisfacer plenamente sobre el cargo o queja de que los fondos
de nuestra tesorería no se han aplicado con preferencia a los gastos
militares y se han empleado en prodigalidades y objetos de lujo, yo
habría querido tener un estado que demostrase la inversión que se
ha dado a todos los caudales introducidos en tesorería desde que
el rey está en España, y creo que no sería muy difícil el que se
me enviase esta noticia. Entonces vería esta corte qué cantidades
se habían destinado a la guerra, y cuáles eran las que se habían
distraído a superfluidades y a lujo. Entre tanto, no comprendiendo yo
qué era lo que se quería calificar de prodigalidad y lujo, pues el
rey nuestro señor no ha estado en el caso de hacer gastos excesivos
con su lista civil, de que no ha cobrado, según creo, ni la mitad,
y más presto ha carecido de lo que pide el decoro y el esplendor de
la majestad, pude entender, por las explicaciones del ministro, que
se hacía principalmente alusión a las gratificaciones que S. M. ha
distribuido a algunos de sus servidores, tanto militares como civiles.
En esta inteligencia, expuse que estas gratificaciones, hechas con el
espíritu que se hacen todas de premiar servicios y estimular a que se
ejecuten otros, en ninguna manera habían minorado los fondos de la
tesorería aplicables a la guerra; pues habiendo consistido en cédulas
hipotecarias, solo útiles para la adquisición de bienes nacionales,
no podían servir para la paga del soldado ni otros dispendios que
precisamente piden dinero efectivo. A esto me repuso el ministro
que, pues las cédulas hipotecarias tenían un valor, este valor
podía reducirse a dinero. Y mi contestación fue que por el pronto y
hasta que, establecida plenamente la confianza en el gobierno, se
multipliquen las ventas de bienes nacionales, las cédulas se puede
decir que no tienen un valor en numerario por la grande pérdida que
se hace en su reducción; pero que no se ha omitido el arbitrio de la
enajenación de bienes para ocurrir a los gastos del día, entre los
cuales siempre los de guerra se han mirado como los primeros; antes
bien, para poder conseguir por este medio algún fondo disponible, se
han concedido ventajas a los que hicieran compras pagando una parte
en efectivo; y así las cédulas hipotecarias dadas por gratificación,
indemnización u otro título no han quitado el recurso que por el pronto
los bienes nacionales podían ofrecer a la tesorería.

»Acerca de estados mayores que se suponen numerosos y costosos, he
dicho al ministro que a mi juicio habían informado mal a S. M. I., que
yo no creía que el rey hubiese nombrado más generales y oficiales de
estado mayor que los que eran precisos, ni admitido de los antiguos
más que aquellos que en justicia debían serlo, por haber abrazado
el partido de S. M. y haberse mantenido fieles en él; y que estos
últimos no habían consumido hasta ahora fondos de la tesorería, pues yo
dudaba que a ninguno se le hubiese satisfecho todavía sueldo. También
en este punto habría yo deseado hallarme más exactamente instruido,
porque estoy en el concepto de que ha habido mucha exageración en
lo que han dicho al emperador. Una relación por menor de todos los
estados mayores, que me parece no sería difícil formase el ministerio
de la guerra, desvanecería la mala impresión que puede haber en este
particular.

»La opinión de que los regimientos y cuerpos españoles son
perjudiciales porque desertan y van a engrosar el número de los
enemigos después de ocasionar dispendios al erario, está aquí bastante
válida, y de consiguiente se mira como prematura la formación de
ellos. Yo he representado al ministro que ninguna medida era más
necesaria y política que esta, porque no hay gobierno que pueda existir
sin fuerza; que aunque es cierto que al principio hubo mucha deserción,
nunca fue tan absoluta o completa como se pondera; que cada vez ha
ido siendo menor a medida que el espíritu público ha ido cambiando, y
extendiéndose la reducción de las provincias; que actualmente es de
esperar que será muy corta o ninguna, pues casi han desaparecido las
masas grandes de insurgentes que tomaban el nombre de ejércitos, y solo
quedan las partidas de bandidos que ofrecen poco atractivo a los que
estén alistados bajo las banderas reales; que los cuerpos españoles
empleados en guarniciones dejarían expeditas las tropas francesas para
las operaciones de campaña, como lo deseaban los generales franceses,
lamentándose de haber de tener diseminados sus cuerpos para conservar
la tranquilidad en las provincias ya sometidas. El ministro pareció
dudar de que hubiese generales franceses que conviniesen en la utilidad
de la formación de cuerpos españoles, al paso que creía aprobaban la
de guardias cívicas. Como yo sé positivamente que hay generales, y de
mucha nota, que no solo opinan por la erección de cuerpos regulares,
sino que la promueven y persuaden con ahínco, pude afirmar y sostener
mi proposición. Pero yo desearía, por la importancia de este asunto,
que los mismos generales hiciesen saber aquí su modo de pensar con
los sólidos fundamentos en que lo pueden apoyar, porque nosotros no
mereceremos en esta parte mucho crédito y, acaso, acaso, inspiraremos
sospechas de mala naturaleza.

»Solo resta hablar de la sobrada bondad con que se dice haber tratado
el rey a los del partido contrario, concediéndoles gracias y ventajas.
Yo quise explicar al ministro las resultas favorables que había
producido la amnistía general acordada a las Andalucías cuando el rey
penetró por la Sierra Morena; cómo su benignidad le ganó el corazón de
los habitantes de aquellas provincias, y le facilitó la ocupación de
ellas sin derramamiento de sangre, y con cuánta facilidad y prontitud
terminó una campaña que habría sido la más gloriosa posible sin la
desgraciada resistencia de Cádiz, fomentada por los ardides y por el
oro de los ingleses; pero el ministro hizo recaer el exceso de la
bondad de S. M. sobre algunos individuos que, habiendo seguido el
partido contrario, obtuvieron mercedes y empleos en su real servicio.
Dije entonces ser pocos los que se hallaban en este caso, y que estos
eran sujetos notables por sus circunstancias y por el papel que habían
hecho entre los insurgentes; que S. M. estimó conveniente hacer estos
ejemplares para inspirar confianza en los que todavía vacilaban
sobre prestarle su sumisión, y no ha tenido motivo hasta ahora de
arrepentirse de haberlos colocado en los puestos que ocupan; que por
todos medios se procuró debilitar la fuerza de los insurgentes, y no
fue el menos oportuno el admitir al servicio de S. M. los generales
y oficiales que voluntariamente quisiesen entrar en él, haciendo el
correspondiente juramento de fidelidad; y que si esto ha desagradado a
algunos de los antiguos partidarios del rey, es un egoísmo indiscreto
que no ha debido estorbar la grande obra de reunir la nación.

»He referido a V. E. lo que se trató en mi conferencia con el Sr.
duque de Cadore. Nada hablé yo ni sobre el número de tropas francesas
empleadas en la guerra de España, ni sobre la cantidad de dinero que
ha enviado el tesoro de Francia a este reino, ni sobre algunos otros
puntos que tocó el ministro, porque no tenía datos seguros sobre ellos,
ni creí que debían ser materia de discusión. Tenga V. E. la bondad de
trasladarlo todo a S. M. para su soberana inteligencia, e indicarme lo
que conforme a su real voluntad deberé añadir o rectificar en ocasiones
sucesivas sobre estas mismas materias. No será mucho que a mí se me
hayan escapado no pocas reflexiones propias a probar la regularidad,
la prudencia y las sabias miras con que S. M. ha procedido en los
particulares que han dado motivo a los reparos y observaciones que, de
orden del emperador, se me han puesto por delante.

»Durante la conversación con el ministro, tuve ocasión de leerle la
carta que el Sr. ministro de la guerra me remitió escrita por el
intendente de Salamanca en 24 de marzo último, haciendo una triste
pintura del estado en que se hallaba aquella provincia y de las
dificultades que ocurrían para hacer efectivas las contribuciones
impuestas por el mariscal duque de Elchingen. Y antes de levantar la
sesión, le leí también la carta que el regente del consejo de Navarra
dirigió al Sr. ministro secretario de estado, con fecha de 30 de abril,
quejándose de la conducta que había tenido el gobernador Mr. Dufour,
instigando al consejo de gobierno, erigido por él mismo, a que hiciera
una representación o acto incompatible con la soberanía del rey. Sobre
esto, sin aprobar ni desaprobar el hecho de Mr. Dufour, se me dijo
solamente que los gobiernos establecidos en Navarra y otras provincias
eran unas medidas militares. Volveré a tratar más de propósito de este
asunto luego que tenga oportunidad. Dios guarde a V. E. muchos años.
— París, 19 de junio de 1810. — Excmo. Sr. — El Duque de Santafé. —
Excmo. Sr. ministro de negocios extranjeros.»


NÚMERO 11-8.

Señor: Me ha parecido conveniente enviar a V. M. abiertas las cartas
que dirijo con un correo al ministro de negocios extranjeros por
si quisiese enterarse de ellas antes de pasárselas. Por fin ya me
hablan. Yo no noto acrimonia alguna en las explicaciones que se tienen
conmigo. A mi juicio, las cartas que V. M. escribió al emperador y a
la emperatriz con motivo del casamiento han surtido buen efecto. Nada
me ha hablado todavía el emperador sobre negocios; pero cuando asisto
al _levé_ me saluda con bastante agrado. El ministerio español se
había representado aquí por muchos como antifrancés. El difunto conde
de Cabarrús era el que se había atraído mayor odio. Sobre esto me he
explicado con algunos ministros, y creo que con fruto. Aunque parece
indubitable el deseo de unir a la Francia las provincias situadas más
acá del Ebro, y se prepara todo para ello, no es todavía una cosa
resuelta, según el dictamen de algunos y se deja pendiente de los
sucesos venideros. Juzgo, señor, que por ahora nada quiere de nosotros
el emperador con tanto ahínco como el que no le obliguemos a enviar
dinero a España. El estado de su erario parece que le precisa a reducir
gastos. Debo hacer a Mr. Dennié la justicia de que en sus cartas habla
con la mayor sencillez, sin indicar siquiera que haya poca voluntad de
nuestra parte para facilitar los auxilios que necesita su caja militar.

¿Creerá V. M. que algunos políticos de París han llegado a decir que
en España se preparaba una nueva revolución, muy peligrosa para los
franceses; es, a saber, que los españoles unidos a V. M. se levantarían
contra ellos? Considere V. M. si cabe una quimera más absurda, y cuán
perjudicial nos podría ser si llegase a tomar algún crédito. Y espero
que semejante idea no tenga cabida en ninguna persona de juicio, y que
caerá prontamente, porque carece hasta de verosimilitud.

Dos veces he hablado al príncipe de Neufchatel sobre la justa queja
dada por V. M. contra el mariscal Ney. En la primera me dijo que el
emperador no le había entregado la carta de V. M., y significó que no
era de aprobar la conducta del mariscal; y en la segunda me respondió
que nada podía hacer en este asunto.

Se ha sostenido aquí, por algunos días, la opinión de que los nuevos
movimientos de la Holanda acarrearían la reunión de aquel país al
imperio francés; pero ahora se cree que no se llegará a esta extremidad.

Sé con satisfacción que la reina, mi señora, experimenta algún alivio en
las aguas de Plombières. Las señoras infantas gozan muy buena salud.
He oído que la reina de Holanda está enferma de bastante cuidado en
Plombières. Quedo como siempre con el más profundo rendimiento — Señor.
— De V. M. el más humilde, obediente y fiel súbdito. — El duque de
Santafé. — París, 20 de junio de 1810.


NÚMERO 11-9.

París, 22 de septiembre de 1810. — Señor. — Según nos ha dicho anoche
el príncipe de Neufchatel, además de haberse declarado que a V. M.
corresponde el mando militar de cualquiera ejército a que quisiese
ir, se va a formar uno en Madrid y sus cercanías que estará a sus
inmediatas órdenes; pero todavía nada ha resuelto S. M. I. sobre la
abolición de los gobiernos militares, y restitución a V. M. de la
administración civil. Sobre esto instamos mucho, conociendo que es
el punto principal y más urgente. Nos ha dicho también el príncipe
que ha comunicado órdenes muy estrechas, dirigidas a impedir las
dilapidaciones de los generales franceses, y que se examine la conducta
de algunos de ellos como Barthélemy.

El duque de Cadore, en una conferencia que tuvimos el miércoles, nos
dijo expresamente que el emperador exigía la cesión de las provincias
de más acá del Ebro por indemnización de lo que la Francia ha gastado y
gastará en gente y dinero para la conquista de España. No se trata de
darnos el Portugal en compensación. Nos dicen que de esto se hablará
cuando esté sometido aquel país, y que aun entonces es menester
consultar la opinión de sus habitantes, que es lo mismo que rehusarlo
enteramente. El emperador no se contenta con retener las provincias de
más acá del Ebro, quiere que le sean cedidas. No sabemos si desistirá
de esto como lo procuramos. Quedo con el más profundo respeto, etc. —
(Sacada de la correspondencia manuscrita de Don Miguel José de Azanza,
nombrado por el rey José duque de Santafé.)

Entre las cartas cogidas por los guerrilleros había algunas en cifra:
las hemos leído descifradas en dicha correspondencia del Sr. Azanza, y
nada añaden de particular.


NÚMERO 11-10.

París, 18 de mayo de 1810. — Excmo. Sr. — Es imponderable la impresión
que han hecho en Francia las noticias publicadas en el _Monitor_ sobre
la aprehensión del emisario inglés, barón de Kolly, en Valençay, y
las cartas escritas por el príncipe de Asturias. Cuando yo entré en
Francia, en todos los pueblos se hablaba de esto. El vulgo ha deducido
mil consecuencias absurdas. Lo que se cree por los más prudentes
es que Kolly fue enviado de aquí, donde residió muchos años, para
ofrecer sus servicios a la corte de Londres, y que consiguió engañarla
perfectamente. El príncipe, por este medio, se ha desacreditado y
hecho despreciable más y más para con todos los partidos. Se cree, no
obstante, que el emperador piensa en casarle, y que tal vez será con la
hija de su hermano Luciano. El prefecto de Blois, que ha estado muchos
días en Valençay, me ha dicho que esto es verosímil y que él mismo ha
visto una carta escrita recientemente por el emperador al príncipe en
términos bastante amistosos, y asegurándole que le cumpliría todas las
ofertas hechas en Bayona. El príncipe insta por salir de Valençay, y
pide que se le dé alguna tierra, aunque sea hacia las fronteras de
Alemania, lejos de las de España e Italia, y da muestras de sentir
y desaprobar lo que se hace en España a nombre suyo, o con pretexto
de ser a su favor. — El duque de Santafé. — Sr. ministro de negocios
extranjeros. (Sacada de la correspondencia manuscrita del Sr. Azanza.)


NÚMERO 11-11.

  _Carta de Fernando VII al emperador en 6 de agosto de 1809._

Señor. — El placer que he tenido viendo en los papeles públicos las
victorias con que la Providencia corona nuevamente la augusta frente de
V. M. Imperial y Real, y el grande interés que tomamos mi hermano, mi
tío y yo en la satisfacción de V. M. Imperial y Real, nos estimulan a
felicitarle con el respeto, el amor, la sinceridad y reconocimiento en
que vivimos bajo la protección de V. M. Imperial y Real.

Mi hermano y mi tío me encargan que ofrezca a V. M. su respetuoso
homenaje, y se unen al que tiene el honor de ser con la más alta y
respetuosa consideración, señor, de V. M. Imperial y Real el más
humilde y más obediente servidor. — Fernando. — Valençay, 6 de agosto
de 1809.

(_Monitor_ de 5 de febrero de 1810.)


NÚMERO 11-12.

Carta inserta en el _Monitor_ de 26 de abril de 1810.



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO DOCE.


NÚMERO 12-1.

«Portugal was reduced to the condition of a vassal state.»

(_History of the war in the península, by W. F. P. Napier, vol. 3.,
pág. 372._)


NÚMERO 12-2.

El consejo de regencia de los reinos de España e Indias, queriendo dar
a la nación entera un testimonio irrefragable de sus ardientes deseos
por el bien de ella, y de los desvelos que le merece principalmente
la salvación de la patria, ha determinado, en el real nombre del rey
N. Sr. Don Fernando VII, que las cortes extraordinarias y generales
mandadas convocar se realicen a la mayor brevedad, a cuyo intento
quiere se ejecuten inmediatamente las elecciones de diputados que no se
hayan hecho hasta este día, pues deberán los que estén ya nombrados
y los que se nombren congregarse en todo el próximo mes de agosto en
la real Isla de León; y hallándose en ella la mayor parte, se dará en
aquel mismo instante principio a las sesiones, entre tanto se ocupará
el consejo de regencia en examinar y vencer varias dificultades para
que tenga su pleno efecto la convocación. Tendréislo entendido y
dispondréis lo que corresponda a su cumplimiento. — Javier de Castaños,
presidente. — Pedro, obispo de Orense. — Francisco de Saavedra. —
Antonio de Escaño. — Miguel de Lardizábal y Uribe. — En Cádiz, a 18 de
junio de 1810. — A Don Nicolás María de Sierra.



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO TRECE.


NÚMERO 13-1.

Manifiesto que presenta a la nación Don Miguel de Lardizábal y Uribe,
impreso en Alicante, año de 1811, pág. 21.


NÚMERO 13-2.

Colección de los decretos y órdenes de las cortes generales y
extraordinarias, tomo 1.º, pág. 1.ª y siguientes.


NÚMERO 13-3.

Zurita. — Anales de Aragón. — Libro 2.º, cap. 87 y siguientes.


NÚMERO 13-4.

Zurita. — Anales de Aragón. — Lib. 1.º, cap. 49 y 50.


NÚMERO 13-5.

Mariana. — Historia de España. — Lib. 19, cap. 15.


NÚMERO 13-6.

He aquí lo que refiere acerca de este asunto el manifiesto, o sea
diario manuscrito de la primera regencia, que tenemos presente,
extendido por Don Francisco de Saavedra, uno de los regentes y
principal promotor de la venida del duque.

_Día 10 de marzo de 1810._ «En este día se concluyó un asunto grave,
sobre que se había conferenciado largamente en los días anteriores.
Este asunto, que traía su origen de dos años atrás, tuvo varios
trámites, y se puede reducir en sustancia a los términos siguientes.

»Luego que se divulgó en Europa la feliz revolución de España, acaecida
en mayo de 1808, manifestó el duque de Orleans sus vivos deseos de
venir a defender la justa causa de Fernando VII; con la esperanza de
lograrlos, pasó a Gibraltar en agosto de aquel año, acompañando al
príncipe Leopoldo de Nápoles que parece tenía igual designio. Las
circunstancias perturbaron los deseos de uno y otro; pero no desistió
el duque de su intento. A principios de 1809, recién llegada a Sevilla
la junta central, se presentó allí un comisionado suyo para promover
la solicitud de ser admitido al servicio de España, y en efecto la
promovió con la mayor eficacia, componiendo varias memorias que
comunicó a algunos miembros de la central, especialmente a los Sres.
Garay, Valdés y Jovellanos. No se atrevieron estos a proponer el asunto
a la junta central, como se pedía, por ciertos reparos políticos; y a
pesar de la actividad y buen talento del comisionado, no llegó este
asunto a resolverse, aunque se trató en la sesión de estado; pero no se
divulgó.

»En julio de dicho año escribió por sí propio el duque de Orleans,
que se hallaba a la sazón en Menorca, repitiendo la oferta de su
persona; y expresando su anhelo de sacrificarse por la bella causa que
los españoles habían adoptado. Entonces redobló el comisionado sus
esfuerzos, y para prevenir cualquier reparo, presentó una carta de Luis
XVIII, aplaudiendo la resolución del duque, y otra del Lord Portland,
manifestándole, en nombre del rey británico, no haber reparo alguno en
que pusiese en práctica su pensamiento de pasar a España o Nápoles a
defender los derechos de su familia.

»En esta misma época llegaron noticias de las provincias de Francia
limítrofes a Cataluña, por medio del coronel Don Luis Pons, que se
hallaba a esta sazón en aquella frontera, manifestando el disgusto
de los habitantes de dichas provincias, y la facilidad con que se
sublevarían contra el tirano de Europa, siempre que se presentase en
aquellas inmediaciones un príncipe de la casa de Borbón, acaudillando
alguna tropa española.

»De este asunto se trató con la mayor reserva en la sección de estado
de la junta, y se comisionó a Don Mariano Carnerero, oficial de la
secretaría del consejo, mozo de muchas luces y patriotismo, para
que, pasando a Cataluña, conferenciando con el general de aquel
ejército y con Don Luis Pons, y observando el espíritu de aquellos
pueblos, examinase si sería acepta a los habitantes de la frontera
de Francia la persona del duque de Orleans, y si sería bien recibido
en Cataluña. Salió Carnerero a mediados de septiembre, y en menos de
dos meses evacuó la comisión con exactitud, sigilo y acierto. Trató
con el coronel Pons y el general Blake, que se hallaban sobre Gerona,
y observó por sí mismo el modo de pensar de los habitantes y de las
tropas. El resultado de sus investigaciones, de que dio puntual cuenta,
fue que el duque de Orleans, educado en la escuela del célebre
Dumourier y único príncipe de la casa de Borbón que tiene reputación
militar, sería recibido con entusiasmo en las provincias de Francia,
y que en Cataluña, donde se conservan los monumentos de la gloria
de su bisabuelo y la reciente memoria de las virtudes de su madre,
encontraría general aceptación.

»Mientras Carnerero desempeñaba su encargo, el comisionado del duque
se marchó a Sicilia, adonde le llamaban a toda priesa. En el mismo
intervalo se creó en la junta central la comisión ejecutiva, encargada,
por su constitución, del gobierno. En esta comisión, pues, donde
apenas había un miembro que tuviese la menor idea de este negocio, se
examinaron los papeles relativos a la comisión de Carnerero. Todo fue
aprobado, y quedó resuelto se aceptase la oferta del duque de Orleans,
y se le convidase con el mando de un cuerpo de tropas en la parte de
Cataluña que se aproxima a las fronteras de Francia; que se previniese
a aquel capitán general lo conveniente por si se verificaba; que se
comisionase para ir a hacer presente a dicho príncipe la resolución del
gobierno al mismo Carnerero, y que se guardase el mayor sigilo ínterin
se realizase la aceptación y aun la venida del duque, por el gran
riesgo de que la trasluciesen los franceses.

»Ya todo iba a ponerse en práctica, cuando la desagraciada acción
de Ocaña y sus fatales resultados suspendieron la resolución de
este asunto, y sus documentos originales, envueltos en la confusión
y trastorno de Sevilla, no se han podido encontrar. Por fortuna se
salvaron algunas copias, y por ellas se pudo dar cuenta de un negocio
nunca más interesante que en el día.

»El consejo, pues, de regencia, enterado de estos antecedentes, y
persuadido, por las noticias recientemente llegadas de Francia de
todas las fronteras, y por la consideración de nuestro estado actual,
de lo oportuna que sería la venida del duque de Orleans a España,
determinó: que se lleve a debido efecto lo resuelto y no ejecutado
por la comisión ejecutiva de la central en 30 de noviembre de 1809;
que, en consecuencia, condescendiendo con los deseos y solicitudes
del duque, se le ofrezca el mando de un ejército en las fronteras de
Cataluña y Francia; que vaya para hacérselo presente el mismo Don
Mariano Carnerero, encargado hasta ahora de esta comisión, haciendo
su viaje con el mayor disimulo para que no se trascienda su objeto;
que, para el caso de aceptar el duque esta oferta, hasta cuyo caso no
deberá revelarse en Sicilia el asunto a nadie, lleve el comisionado
cartas para nuestro ministro en Palermo, para el rey de Nápoles y para
la duquesa de Orleans, madre; que se comunique desde luego todo a Don
Enrique O’Donnell, general del ejército de Cataluña, y al coronel
Don Luis Pons, encargándoles la reserva hasta la llegada del duque.
Últimamente, para que de ningún modo pueda rastrearse el objeto de
la comisión de Carnerero, se dispuso que se embarcase en Cádiz para
Cartagena, donde se previene esté pronta una fragata de guerra que le
conduzca a Palermo, y traiga al duque a Cataluña.»

_Día 20 de junio._ «A las siete de la mañana llegó a Cádiz Don Mariano
Carnerero, comisionado a Palermo para acompañar al duque de Orleans, en
caso de venir, como lo había solicitado repetidas veces y con el mayor
ahínco, a servir en la justa causa que defendía la España. Dijo que la
fragata Venganza, en que venía el duque, iba a entrar en el puerto; que
habían salido de Palermo, en 22 de mayo, y llegado a Tarragona, que era
el puerto de su destino; que puntualmente hallaron la Cataluña en un
lastimoso estado de convulsión y desaliento con la derrota del ejército
delante de Lérida, la pérdida de esta plaza y el inesperado retiro que
había hecho del ejército el general O’Donnell; que, sin embargo que en
Tarragona fue recibido el duque con las mayores muestras de aceptación
y de júbilo por el ejército y el pueblo, que su llegada reanimó las
esperanzas de aquellas gentes, y que aún clamaban porque tomase el
mando de las tropas, él juzgó no debía aceptar un mando que el gobierno
de España no le daba, y que aun su permanencia en aquella provincia,
en una circunstancia tan crítica, podría atraer sobre ella todos los
esfuerzos del enemigo. En vista de todo, se determinó a venir con la
fragata a Cádiz, a ponerse a las órdenes del gobierno. En efecto, el
duque desembarcó, estuvo a ver a los miembros de la regencia, y a la
noche se volvió a bordo.»

_Día 28 de julio._ «El duque de Orleans se presentó inesperadamente al
consejo de regencia, y leyó una memoria en que, tomando por fundamento
que había sido convidado y llamado para venir a España a tomar el mando
de un ejército en Cataluña, se quejaba de que habiendo pasado más de
un mes después de su llegada, no se le hubiese cumplido una promesa
tan solemne; que no se le hubiese hablado sobre ningún punto militar,
ni aun contestado a sus observaciones sobre la situación de nuestros
ejércitos, y que se le mantuviese en una ociosidad indecorosa. Se
quiso conferenciar sobre los varios particulares que incluía el papel,
y satisfacer a las quejas del duque; pero pidió se le respondiese
por escrito, y la regencia resolvió se ejecutase así, reduciendo
la respuesta a tres puntos: 1.º Que el duque no fue propiamente
convidado sino admitido, pues habiendo hecho varias insinuaciones, y
aun solicitudes, por sí y por su comisionado Don Nicolás de Broval,
para que se le permitiese venir a los ejércitos españoles a defender
los derechos de la augusta causa de Borbón, y habiendo manifestado
el beneplácito de Luis XVIII y del rey de Inglaterra, se había
condescendido a sus deseos con la generosidad que correspondía a su
alto carácter; explicando la condescendencia en términos tan urbanos
que más parecía un convite que una admisión. 2.º Que se ofreció dar
al duque el mando de un ejército en Cataluña cuando nuestras armas
iban boyantes en aquel principado y su presencia prometía felices
resultados; pero que desgraciadamente su llegada a Tarragona se
verificó en un momento crítico, cuando se había trocado la suerte de
las armas, y se combinaron una multitud de obstáculos que impidieron
cumplirle lo prometido, y que tal vez se hubieran allanado si el duque,
no dándose tanta priesa a venir a Cádiz, hubiese permanecido allí algún
tiempo más. 3.º Que el gobierno se ha ocupado y ocupa seriamente en
proporcionarle el mando ofrecido, u otro equivalente; pero que las
circunstancias no han cuadrado hasta ahora con sus medidas.»

_Día 2 de agosto._ «A primera hora se trató acerca del Duque de
Orleans, a quien por una parte se desea dar el mando del ejército,
y por otra parte se halla la dificultad de que la Inglaterra hace
oposición a ello. En efecto, el embajador Wellesley ha insinuado ya,
aunque privadamente, que en el instante que a dicho duque se confiera
cualquiera mando o intervención en nuestros asuntos militares o
políticos, tiene orden de su corte para reclamarlo...»

_Día 30 de septiembre._ «El duque de Orleans vino a la Isla de León y
quiso entrar a hablar a las cortes; pero se excusaron de admitirle, y
sin avisar ni darse por entendido con la regencia, se volvió en seguida
a Cádiz. Casi al mismo tiempo se pasó orden al gobernador de aquella
plaza para que con buen modo apresurase la ida del duque. Se recibió
respuesta de este al oficio que se le pasó en nombre de las cortes,
y decía en sustancia, en términos muy políticos, que se marcharía el
miércoles 3 del próximo mes.»

_Día 3 de octubre._ «A la noche se recibió parte de haberse hecho a
la vela para Sicilia la fragata Esmeralda, que llevaba al duque de
Orleans, y se comunicó inmediatamente a las cortes.»


NÚMERO 13-7.

Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tom. 1.º, pág. 10.


NÚMERO 13-8.

Colección id., tomo 1.º, pág. 14 y siguientes.


NÚMERO 13-9.

Manifiesto manuscrito de la primera regencia.


NÚMERO 13-10.

Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 19.


NÚMERO 13-11.

Véase el manifiesto de la junta superior de Cádiz.


NÚMERO 13-12.

Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 32 y
siguientes.


NÚMERO 13-13.

Colección id., tomo 1.º, pág. 37 y siguientes.


NÚMERO 13-14.

Diario de las discusiones y actas de las cortes, tomo 2.º, pág. 153 y
siguientes.


NÚMERO 13-15.

Colección de las decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 72 y
73.


FIN DEL TOMO III.



ERRATAS

DEL TOMO TERCERO.


      PÁGINAS.                  DICE.                   LÉASE.

  Pág. 48, lín. 5,           internarse mas         internarse más,
  Pág. 58, lín. 21,          Zuaim                  Znaim
  Pág. 98, lín. 17,          entubrió               enturbió
  Pág. 117, lín. 12,         combalecientes         convalecientes
  Pág. 119, lín. 14,         pariguelas             parihuelas
  Pág. 120, lín. 8,          Ocurieron              Ocurrieron
  Pág. 171, lín. 15,         campo                  campos
  Pág. 199, lín. 12,         Casco                  casco
  Pág. 242, lín. 6,          alcázar                Alcázar
  Pág. 260, lín. 20,         Saliolos               Salioles
  Pág. 280, lín. 24,         atrincheramientos,     atrincheramientos;
  Pág. 299, lín. 31,         requebrajáronse        resquebrajáronse
  Pág. 358, lín. 5,          mal de su agrado       mal de su grado
  Pág. 370, lín. 28,         da las                 de las
  Pág. 406, lín. 31,         que les animaba        que los animaba
  Pág. 425, lín. 25,         a las que              a los que
  Pág. 427, lín. 19,         ajuntamiento           ayuntamiento
  Pág. 432, lín. 2,          Freybery               Freyberg
  Pág. 438, lín. 15,         partido de Caco        partido de Coro
  Pág. 443, lín. 10,         le había               les había
  Pág. 445, lín. 4,          quietos                quitos
  Pág. 449, lín. 22,         declarada              del orador
  Pág. 450, lín. 6,          las suyas              los suyos
  Pág. 463, lín. 15,         a callar               a acallar
  Pág. 467, lín. 13,         Gerdoa                 Gordoa
  Pág. 468, lín. 7,          virud                  virtud
  Pág. 475, lín. 28,         Resumimos              Presumimos
  Pág. 476, lín. 6,          Marlaix                Morlaix
    _Ibid._ lín. 7,          Mr. Maustier           Mr. de Moustier
  Pág. 479, lín. 17,         sútil                  sutil
  Pág. 480, lín. 17,         encontado              encontrado
  Pág. 486, lín. 30,         «¿quien                ¿quien


APÉNDICES.

  Ap. lib. 11, n.º 1.        τὺ                     τὸ





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